LIBRO XV. 816-818 de Roma (63-65)
Vologeso, rey de los partos, acomete el reino de Armenia. Cóbrale cauta y valerosamente Corbulón.—Llega Cesonio Peto por general de Armenia, cuya ignorancia y temeridad empeoran el estado de las cosas.—Hace infames conciertos con Vologeso. Socórrele, aunque tarde, Corbulón.—Nácele a Nerón una hija de Popea, y muere luego.—Embajadores de los partos vienen a Roma, sobre la retención de Armenia.—Vuelven mal despachados, ordenándose a Corbulón que renueve la guerra; el cual entra en el reino, donde, medrosos los partos, negocian vistas y tratan de deponer las armas; y depuestas, pone Tiridates la corona real a los pies de la estatua de Nerón, el cual canta públicamente en Nápoles, y vuelto a Roma, ejercita todo género de maldades.—Abrásase la misma Roma, o por caso fortuito, o por maldad del príncipe, el cual quiere cargar esta culpa a los cristianos, y los castiga, inventando contra ellos enormes y bárbaras maneras de muertes.—Conjuran contra Nerón y descúbrese el trato.—Mátanse a esta causa muchos hombres ilustres, y entre ellos Séneca.—Da el Senado gracias a los dioses por este suceso, como por caso alegre y venturoso.
I. Entretanto, Vologeso, rey de los partos, sabidos los progresos de Corbulón y que había puesto en Armenia por rey a Tigranes, hombre extranjero, y echado del reino a su hermano Tiridates, aunque deseaba vengar la afrenta que se había hecho al esplendor de los Arsácidas, considerando por otra parte la grandeza romana, y teniendo respeto a la antigua confederación que había conservado con nosotros, era combatido de varios pensamientos. Hombre de ingenio tardo y que holgaba de dilatar las resoluciones; fuera de que se hallaba ocupado en muchas guerras por causa de habérsele rebelado los hircanos, gente poderosa y fuerte. En esta suspensión de ánimo, el aviso de otra nueva injuria le acabó de encender a la venganza porque, saliendo Tigranes de Armenia, había talado y destruido las tierras de los adiabenos, confinantes suyos, aunque vasallos de Vologeso, en más lugares y más tiempo de lo que se acostumbra en corredurías. Y sufrían esto muy mal los principales de aquella nación, teniendo a particular vituperio el ser tratados así no por el capitán romano, sino por la temeridad de un hombre que había sido dado en rehenes y tenido tantos años entre esclavos. Aumentaba este sentimiento Monobazo, su gobernador, preguntando, de dónde o a quién acudirían por socorro; que ya no había que tratar del reino de Armenia; que todas las tierras circunvecinas iba llevando el enemigo a su devoción; y que advirtiesen los partos, caso que no tomasen resolución de defenderlos, que para con los romanos libraban mucho mejor los rendidos que los conquistados. Pero nadie le era tan molesto como el desposeído Tiridates; el cual, con silencio murmurador, y tal vez dejándose caer las palabras como al descuido, decía: que no se conservan los grandes imperios con flojedad y vileza de ánimo; antes era menester llegar a hacer experiencia de los hombres y de las armas: que en la suma fortuna de los reyes, es tenido por más justo que aquél que se hace conocer por más poderoso; que el conservar uno lo que es suyo es alabanza tan digna de casas particulares, como de reyes el pelear por lo ajeno.
II. Movido de estas cosas, Vologeso junta su consejo, y, hecho sentar a su lado a Tiridates, comenzó así: A éste, engendrado conmigo por un mismo padre, cediéndome él en honra de la edad el imperio de nuestra casa, le di el reino de Armenia, que se tiene por el tercer grado de nuestra potencia; habiendo ya Paroco ocupado antes el señorío de los medos. Parecíame con esto haber acomodado muy bien las cosas de nuestra casa contra los odios antiguos y diferencias que suele haber entre hermanos. Esto impiden los romanos ahora; y la paz, nunca rota por ellos con felicidad, la rompen ahora para su ruina. No niego que he deseado siempre más conservar lo que nos dejaron ganado nuestros mayores, antes con justicia y equidad que con armas y sangre; mas lo que he pecado con la tardanza, yo lo enmendaré con el valor. Vuestra fuerza y vuestra gloria están todavía en pie, aumentadas con la fama de modestia y mansedumbre, calidades tan dignas de ser estimadas por los reyes y príncipes, cuanto es cierto que las estiman los mismos dioses. Dichas estas palabras, ciñe la cabeza de Tiridates con la diadema real, y entrega a Moneses, varón ilustre, las bandas de caballos que, según la costumbre de los partos, suelen acompañar al rey, añadiéndole la gente de socorro de los adiabenos. Encárgale con esto el peso de la guerra, dándole orden de que procure echar a Tigranes de Armenia, mientras él, compuestas las diferencias que tenía con los hircanos, juntaba las fuerzas interiores del reino, y le seguía con ejército capaz de acometer con él las provincias romanas.
III. Avisado de todas estas cosas, Corbulón envía en socorro de Tigranes dos legiones con Verulano Severo y Vecio Volano, ordenándoles secretamente que procediesen en todo antes con maduro consejo que con peligrosa precipitación. Porque él no estaba tan resuelto en hacer la guerra como en sufrirla. Había antes de esto escrito a César, que para sólo atender a la defensa de Armenia era necesario que asistiese un capitán particular; porque Siria era la que corría más peligro si Vologeso se resolvía en acometer por aquella parte. Y entretanto aloja las demás legiones sobre la ribera del Éufrates, y junta diversas tropas de gente levantada tumultuariamente en la provincia, y ocupa con buenos presidios todas las entradas que podía tener el enemigo. Y porque aquella región es falta de agua, mandó fortificar las fuentes con castillos y cubrir algunos arroyos con montes de arena.
IV. Mientras hace Corbulón estas preparaciones en defensa de Siria, Moneses, llevando su gente con gran diligencia por entrar en Armenia antes que la fama de su venida, no halló a Tigranes desaperdbido ni ignorante de ella; antes se había apoderado ya de Tigranocerta, ciudad muy fuerte por el número de defensores y por la grandeza de los muros, ayudada de las aguas del río Niceforio, de razonable grandeza, que la baña por una parte, y de un buen foso la que no alcanza a asegurar el río. Había soldados dentro y bastante provisión de vituallas. Y saliendo algunos pocos más adelante de lo que conviniera en busca de ellas, fueron acometidos al improviso y rotos por el enemigo, cosa que causó en los ánimos de los otros antes ira que temor. Mas los partos, que no tienen osadía ni práctica para poner de cerca el sitio a una tierra, gastaron mucho tiempo en vano tirando flechas a los que estaban en defensa de las murallas, sin causarles daño ni temor alguno. A los adiabenos, que comenzaban a arrimar escalas y otros ingenios militares, hicieron los de dentro apartar con facilidad, y saliendo fuera con gran ímpetu, degollaron muchos.
V. Corbulón, aunque se le encaminaban sus empresas con felicidad, juzgando con todo eso por más seguro el moderarse en la buena fortuna, envió a quejarse a Vologeso de que hubiese entrado por fuerza en la provincia, y de que un rey amigo y confederado como él sitiase a las cohortes romanas. Que levantase luego el sitio; donde no, que él también pasaría con su ejército a tierras enemigas. Casperio, centurión, elegido para esta embajada, halló al rey en la villa de Nisibe, doce leguas de Tigranocerta, a donde le declaró sus comisiones con gran imperio y valor. Tenía mucho antes hecha resolución Vologeso de excusar cuanto pudiese el tomar las armas contra los romanos; y entonces no corría la fortuna de las cosas en su favor, habiéndole salido vano el sitio de Tigranocerta, y hallándose Tigranes proveído de gente y vituallas, la afrenta del asalto, las dos legiones en socorro de Armenia, y las que habían quedado en defensa de Siria, puestas a punto para entrar con resolución por su reino. Hallábase él, en contrario, con su caballería debilitada por falta de forrajes, habiendo consumido una infinita multitud de langostas que sobrevino, no sólo las yerbas de los campos, pero hasta las hojas de los árboles. Con estas consideraciones, Vologeso, disimulando en su pecho el temor, con capa de desear la quietud, respondió al centurión: Que enviaría sus embajadores al emperador romano sobre pedir el reino de Armenia y confirmar la paz. Manda tras esto a Moneses que levante el sitio de Tigranocerta, y desalojando él también se retira a su reino.
VI. Engrandecían muchos estas cosas como efectos del temor del rey y de las amenazas de Corbulón; otros lo atribuían a que secretamente habían acordado entre sí que se suspendiesen las armas de ambas partes; y retirándose a su casa Vologeso, dejase también Tigranes el reino de Armenia. Porque, ¿a qué efecto —decían— se pudo haber sacado el ejército romano de Tigranocerta, desamparando en la paz lo que había defendido en la guerra? Pues no era ni podía ser por pensar invernar mejor en los desterraderos de Capadocia, debajo de barracas, que en la ciudad, silla de un reino recién ganado, sino con intento de diferir la guerra para que Vologeso la hubiese con otro que con Corbulón, y que Corbulón recusase el poner otra vez al tablero la reputación que había ganado en tantos años. Porque, como dije arriba, había pedido un capitán particular para defender a Armenia, y ya había nuevas de que estaba cerca Cesonio Peto, proveído en aquel cargo; llegado el cual, se dividieron de esta manera las fuerzas orientales. Las legiones cuarta y duodécima con la quinta, que poco antes se había hecho venir de Mesia, y los socorros de Ponto, Galacia y Capadocia obedecieron a Peto. La tercera, sexta y la décima, con los soldados que estaban antes en Siria, quedaron a Corbulón. Las demás cosas quedó acordado que se mancomunasen o dividiesen, según lo necesitaban los negocios. Mas ni Corbulón podía sufrir competidor, ni Peto, dado que pudiera contentarse con ser tenido en segundo lugar, cesaba de menospreciar las acciones de Corbulón, diciendo: que no se habían visto en su tiempo muertes ni presas, y que las expugnaciones de las ciudades no habían sido sino sólo en el nombre; que él quería dar leyes, imponer tributos y, en lugar de aquellos reyes de sombra que tenían entonces, asentar sobre las cervices de los vencidos las leyes romanas.
VII. Por este tiempo, los embajadores, que dije haber ido al príncipe de parte de Vologeso, volvieron sin resolución alguna, y los partos con esto emprendieron al descubierto la guerra. No la rehusó Peto, antes con dos legiones, es a saber, la cuarta, gobernada por Funisulano Vectoniano, y la duodécima, por Calavio Sabino, entró en Armenia con triste agüero; porque al pasar del Éufrates por la puente, el caballo que llevaba las insignias consulares, espantado sin alguna causa aparente, dio vuelta para atrás; la víctima, en los alojamientos de invierno que se iban fortificando, se escapó de en medio del sacrificio, y rompiendo por todos, huyó saltando al foso por encima de la palizada. Y los dardos de los soldados romanos ardieron de suyo, prodigio más notable por causa de pelear los partos enemigos con armas arrojadizas.
VIII. Mas Peto, menospreciando estos agüeros, no acabados aún de fortificar los alojamientos ni hecha provisión bastante de granos, pasa arrebatadamente con su ejército de la otra parte del monte Tauro, para cobrar, como él decía, a Tigranocerta y saquear el país que Corbulón había dejado entero. Y ganados algunos castillos, hubiera adquirido reputación y presa si supiera usar de lo primero con medida y guardar lo segundo con providencia. Porque discurriendo con largo viaje alrededor de tierras que no se podían tomar, consumidas las vituallas ganadas, y acercándose el invierno, retiró el ejército y escribió a César cartas como si ya hubiera acabado la guerra, con palabras tan magníficas cuanto llenas de vanidad.
IX. Corbulón en tanto, aunque había cuidado siempre, como era justo, de la ribera del Éufrates, asentó sobre ella nuevos presidios. Y por que la caballería enemiga, cuyas tropas en gran número se veían discurrir ya por aquellas campañas, no impidiese el echar del puente, juntó cantidad de navíos muy grandes, trabándolos con gruesas vigas unos de otros, y armando sobre ellos algunas torres; desde las cuales, con sus balistas y catapultas ofendían mucho a los bárbaros, alcanzando de más lejos las piedras y lanzas que se arrojaban con los ingenios que lo que ellos podían alcanzar con sus saetas. Echado el puente, ocuparon las cohortes auxiliarias los collados de la otra parte del río, y, pasando las legiones, plantaron en ellos sus alojamientos, con tanta presteza y demostración de grandes fuerzas, que los partos, dejando las prevenciones que habían hecho para acometer a Siria, volvieron toda su esperanza al reino de Armenia; adonde estaba Peto tan ignorante del peligro que se le aparejaba, que tenía apartada en Ponto la legión quinta, y las otras debilitadas por las muchas licencias que sin consideración ni tiento había dado a la gente de guerra, hasta que tuvo aviso que Vologeso se le venía acercando con grueso y terrible ejército.
X. Con esto hace llamar a la legión duodécima, y donde esperaba ganar fama de haber aumentado su ejército, no hizo otra cosa que mostrar cuán deshechas y flacas estaban las legiones. Sin embargo, hubiera podido conservar con ellas los alojamientos y, alargando la guerra, burlarse de los partos, si supiera tener constancia en sus propios consejos o en los ajenos. Mas cuando los hombres prácticos en la milicia le habían dado advertimientos contra los casos urgentes, aunque mostrase quedar resuelto en ejecutarlos, por que no pareciese que necesitaba de consejo ajeno, mudaba luego de propósito hasta resolverse en lo peor. Siguiendo, pues, este estilo, dejó los alojamientos de invierno, y dando voces que no se le habían entregado a él fosos ni estacadas, sino hombres y armas para pelear con el enemigo, sacó las legiones en campaña como si estuviera para dar la batalla.
Después, habiendo perdido un centurión con algunos soldados que había enviado a reconocer el enemigo, vuelve medroso a los alojamientos; y porque Vologeso no le había seguido con mucha furia, vuelto a sus vanas confianzas pone en el más cercano yugo del monte Tauro tres mil soldados escogidos, con intento de impedir por allí el paso al rey, y en una parte del llano las tropas de caballos panonios, que eran el nervio de su caballería. Retiró a su mujer y a un hijo a un castillo harto fuerte, llamado Arsamosata, con presidio de una cohorte: y teniendo divididas de esta manera sus gentes, que juntas hubieran podido defenderse del enemigo vagamundo y que jamás paraba en un lugar, dicen que con gran dificultad se pudo acabar con él que escribiese a Corbulón confesando la necesidad en que se hallaba; y que tampoco Corbulón acudió a socorrerle con la diligencia que podía, porque la alabanza del socorro se acreditase por tanto mayor, cuanto lo hubiese sido el peligro de que le libraba. Con todo eso mandó apercibir para enviar a Peto tres mil infantes, mil de cada legión, ochocientos caballos de confederados, y otro tanto número de las cohortes.
XI. Vologeso, aunque supo que Peto le tenía tomados los pasos de una parte con infantería y de la otra con caballería, con todo eso, sin mudar de propósito, con fuerza y con amenazas, hizo retirar los caballos panonios y rompió la infantería de las legiones, sin que hubiese otra resistencia de consideración que la que hizo un centurión llamado Tarquicio Crecente tratando de defender una torre en donde estaba de guardia; el cual, después de haber hecho varias salidas y muerto muchos de aquellos bárbaros que se le acercaban, combatido y rodeado de fuegos arrojadizos, hubo de ceder a su destino. De los infantes, si algunos quedaron sanos, tomaron el camino largo y desierto de los bosques, y los heridos se volvieron a los alojamientos, engrandeciendo el valor del rey, la fiereza y cantidad de la gente, aumentado todo por el miedo y creído con facilidad por los que igualmente temían. Ni el capitán tampoco sabía resistir a aquella adversidad; antes, desamparados ya por él todos los oficios militares, envió a rogar segunda vez a Corbulón que apresurase el venir a defender las banderas y águilas romanas, junto con las reliquias y el nombre sólo de aquel desdichado ejército, mientras él mantenía la fe cuanto le durase la vida.
XII. Corbulón, sin pereza ni temor, dejaba parte de los soldados en Siria con orden de guardar los fuertes que habían fabricado sobre el Éufrates, siguiendo el camino más corto y más acomodado de vituallas, por Comagena y después por Capadocia, entró finalmente en Armenia. Seguía al ejército, demás de los ordinarios impedimentos de la guerra, una cantidad grande de camellos cargados de trigo, para poder ahuyentar a un mismo tiempo al enemigo y la hambre. El primero de los desbaratados que habían huido con quien encontró fue Pactio centurión primipilar, y tras él otros muchos soldados; a los cuales, después de haberles escuchado varias disculpas con que procuraban dar algún color a su huida, les amonesta que vuelvan atrás a sus banderas y que prueben la clemencia de Peto, porque él era implacable con los que no vencían; y junto con esto, visita y exhorta a sus legiones, acordando los hechos pasados y mostrando la nueva ocasión de gloria que se les aparejaba; porque no tenían ahora por premio las villas y ciudades de los armenios, sino los alojamientos romanos, con dos legiones en ellos. Si a cualquier soldado particular —decía él— que salva en la guerra a un ciudadano romano suele darle el general la más noble corona, ¿qué tal será la honra que ganaréis, no siendo menor el número de los que recibirán la vida de vuestras manos que el de vosotros que se la habéis de dar? Confortados y animados todos con éstas o semejantes razones, y muchos movidos también del amor y del peligro en que sabían estar sus hermanos y parientes, marchaban de día y de noche sin hacer alto.
XIII. Y por esta misma causa apretaba tanto más Vologeso a los sitiados, acometiendo unas veces las trincheras con que se cubrían las legiones, y otras el castillo donde estaba retirada la gente inútil; acercándose más de lo que acostumbran los partos, por ver si con aquella temeridad podía inducir al enemigo a dar la batalla. Mas los nuestros, saliendo apenas de las tiendas, no se atrevían a otra cosa que a defender las trincheras: parte por obedecer al capitán, parte por su propia cobardía, como gente que esperaba el socorro de Corbulón, y que estaba consolada, cuando el poder de los enemigos los apretase demasiado, a renovar el ejemplo de las calamidades caudinas y numantinas, alegando que ni los samnites, pueblos de Italia, ni los cartagineses, émulos del Imperio Romano, eran tan poderosos como los partos; y con todo eso, aquella tan valerosa y alabada antigüedad había sabido mirar por su salud todas las veces que se les mostraba la fortuna contraria. Forzado el capitán de la flaqueza y poco ánimo de su ejército, se resolvió en escribir a Vologeso. Con todo eso, las primeras cartas no fueron humildes, sino como quien formaba quejas de que hubiese movido la guerra por ocasión de Armenia, que siempre había estado debajo de la jurisdicción romana, o con rey elegido por el emperador; que la paz era igualmente provechosa a los unos y a los otros; que no considerase sólo el estado presente, sino que había venido en persona con todas las fuerzas de su reino contra dos legiones, y que los romanos tenían en su favor todo lo restante del mundo para sustentar la guerra.
XIV. No respondió directamente a estas cosas Vologeso, sino que le convenía esperar a sus hermanos Pacoro y Tiridates, siendo aquél el lugar y el tiempo señalado para consultar lo que se había de hacer del reino de Armenia, pues, como era conveniente al honor del linaje Arsácida, había determinado de resolver con ellos lo que había de hacerse de las legiones romanas. Peto después despachó nuevos mensajeros pidiendo vistas al rey, el cual envió en su lugar a Vasaces, general de su caballería. Entonces, Peto le trae a la memoria los Lúculos, los Pompeyos y los demás capitanes que habían conquistado y dado el reino de Armenia; respondiéndole Vasaces que sólo habían tenido los romanos la apariencia de tenerle y darle; mas que de hecho la autoridad y la fuerza de disponer de él había sido siempre de los partos. Y después de largas altercaciones vuelven a juntarse el día siguiente, añadiendo a Monobazo Adiabeno por testigo de las capitulaciones. Concluyóse, finalmente, que levantasen los partos el cerco que tenían puesto a las legiones, y que todos los soldados romanos saliesen de los términos de Armenia, entregando las fortalezas y vituallas a los partos, y que, efectuado esto, se diese lugar a Vologeso para enviar embajadores a Nerón.
XV. Hizo entre tanto Peto un puente sobre el río Arsanias, que corría por delante de los alojamientos romanos, so color de que quería hacer aquel camino; mas lo cierto fue que se lo mandaron hacer los partos en señal de la victoria; porque al fin les sirvió a ellos, tomando los nuestros diferente derrota. Añadió a esto la fama que las legiones habían pasado debajo del yugo, y otras cosas de las que se suelen inventar en las adversidades, a que dieron ocasión los armenios; porque entrados dentro de los alojamientos antes que los romanos se moviesen, en conociendo los esclavos y caballos que los nuestros les habían ganado a buena guerra, se los quitaban, y con ellos los vestidos, dejándolos con solas las armas; de todo lo cual hacían poco caso los rendidos por no dar ocasión de venir a las manos. Vologeso, haciendo amontonar las armas y los cuerpos de los muertos en testimonio de nuestra calamidad, no se curó de ver las legiones fugitivas, deseando ganar fama de moderado después de haber hartado su soberbia. Pasó el río Arsanias sobre un elefante, y sus parientes y privados con él, que procuraban romper con sus caballos la fuerza del agua; porque había pasado voz que el puente estaba fabricado con engaño, y que no era bastante a sostener el peso; aunque los que se arriesgaron a servirse de él le hallaron harto firme y seguro.
XVI. Cierta cosa es que a los sitiados les sobró tanto trigo, que a su partida quemaron los graneros del campo; y en contrario dejó escrito Corbulón que los partos padecían notablemente de vituallas, y que, en habiendo consumido los pastos, hubieran sin duda levantado brevemente el sitio; a más de que no se hallaba él más lejos que tres jornadas. Y añadió más, que Peto había ofrecido con juramento que hizo sobre las banderas, en presencia de los diputados que el rey había enviado por testigos de aquel acto, que ningún romano entraría en Armenia antes que llegasen cartas de Nerón sobre el aprobar la paz. Mas así como estas cosas se inventaron para crecer la infamia, así es cierto que fueron verdaderas todas las demás; es a saber, que Peto caminó en un día trece leguas, dejando por el camino desamparados los heridos, espanto no menos vergonzoso que si en el ardor de la pelea hubieran vuelto las espaldas. Corbulón, que con sus gentes los encontró a la ribera del Éufrates, no hizo ninguna señal con las armas ni con las banderas de darle en rostro, ni afrentarle con la diversidad de sus fortunas; antes mostrándose todas las compañías tristes y llenas de compasión por la infelicidad de sus compañeros, no podían detener las lágrimas, tal, que apenas con el llanto se pudieron saludar unos a otros. Cesaba del todo la competencia del valor y ambición de gloria, afectos de hombres dichosos; teniendo entonces lugar solamente la misericordia, y más entre los menores.
XVII. Pasaron entre sí los capitanes pocas palabras, doliéndose Corbulón de haberse apresurado y tomado tanto trabajo en vano, y más de la ocasión que se había perdido de acabar la guerra con sólo ahuyentar a los partos. Respondióle Peto que las cosas estaban todavía enteras; que volviesen las águilas y acometiesen juntos a Armenia, flaca y sin fuerzas por la partida de Vologeso. Replicó Corbulón que no tenía tal orden del emperador; que había salido de su provincia obligado del peligro de las legiones y que estando en duda de la parte adónde cargaría el enemigo, determinaba volverse a Siria; que aun haciendo aquello, era necesario rogar por favor a la buena fortuna, para que su infantería, cansada de tan largas jornadas, pudiese caminar más que los partos, gente de a caballo y tan suelta, que, ayudada de la comodidad de la campaña, los llevarían de vanguardia siempre. Con esto se fue Peto a invernar a Capadocia. Mas Vologeso envió a decir a Corbulón que desmantelase los fuertes que había hecho de allá del Éufrates, dejando que fuese como antes el río límite de ambos imperios. Respondióle Corbulón que sacase él la gente que tenía de presidio en el reino de Armenia; y viniendo finalmente en esto el rey, hizo también Corbulón desmantelar los fuertes, quedando los armenios en su libertad.
XVIII. Veíanse entre tanto en Roma los trofeos que se habían levantado por la victoria alcanzada de los partos y estaban en pie todavía los arcos en el monte Capitolino; cosas que, aunque las decretó el Senado durante la guerra, no dejaron de permanecer después, más por satisfacer a la hermosura que causaba su vista, que a la verdad de su conciencia. Antes por disimular Nerón el trabajo de las cosas de fuera hizo echar en el Tíber el trigo que se guardaba para la plebe y se comenzaba a gastar de viejo, por mostrar la seguridad con que se estaba de abundancia; y esto sin consentir mudanza en el precio, aunque por causa de una tempestad se anegaron casi doscientas naves dentro del mismo puerto cargadas de trigo, y se quemaron desgraciadamente otras ciento al subir por el Tíber. Nombró después de esto tres hombres consulares, es a saber, Lucio Pisón, Ducenio Gemino y Pompeo Paulino para que asistiesen a las administraciones de los derechos públicos, culpando a los príncipes, sus antecesores, de que con sus grandes gastos habían excedido de las rentas del Imperio; dando él todos los años a la República un millón y quinientos mil ducados (sesenta millones de sestercios).
XIX. Habíase introducido en aquel tiempo una malísima costumbre; y era que, acercándose el tiempo en que se hacían las elecciones para los oficios públicos o se sorteaban los gobiernos de provincias, muchos que no tenían hijos los adoptaban fingidamente, y después de haber obtenido las preturas o provincias como padres, echaban al punto de su familia a los que para sólo defraudar la ley habían prohijado. Quejáronse de esto en Senado los que eran verdaderamente padres, con grande afrenta y vituperio de los fingidos, equiparando la obligación natural y el trabajo de criar los hijos, con el engaño, artificio y brevedad de esta adopción, diciendo que era demasiada comodidad para los que no tenían hijos el esperar sin ningún trabajo ni obligación los favores, las honras y todo lo demás que podían desear; convirtiéndoseles a ellos en burla y escarnio las promesas de las leyes, si los que podían ser padres sin cuidado y perder los hijos sin llanto y sin tristeza se igualaban en un punto con los largos deseos de los verdaderos padres. Hízose por esta causa un decreto en el Senado, de modo que la adopción fingida no aprovechase de ninguna manera para obtener cargos públicos, ni aun para heredar en virtud de ella.
XX. Después de esto fue acusado Claudio Timarco, natural de Creta, de aquella suerte de delitos de que lo suelen ser los hombres más poderosos y ricos de las provincias, a quien su sobrada riqueza los induce más fácilmente a la opresión de los menores. Ofendióse gravemente el Senado de ciertas palabras que dijo: que estaba en su mano hacer que se diesen o se dejasen de dar gracias en el Senado por el buen gobierno de los procónsules de Creta. Y sirviéndose de esta ocasión Peto Trasea para el bien público, después de haber votado que el reo fuese echado de su patria, añadió estas palabras: Probado está ya con larga experiencia, padres conscriptos, que las buenas leyes y los honrados ejemplos nacen entre los buenos de los delitos de otros que no lo son. Así, la libertad de los oradores produjo la ley Cincia; la ambiciosa negociación de los pretendientes, las leyes Julias, y la avaricia de los magistrados, las ordenanzas llamadas Calpurnias. Porque la culpa precede a la pena, como el pecado a la corrección. Tomemos, pues, contra la nueva soberbia de los provinciales, un partido digno de la fe y de la constancia romana; con el cual, sin derogar a la protección y defensa de los confederados, se acabe entre nosotros la opinión que se tiene de que la estima y calificación de nuestras personas la pueden hacer otros que nuestros propios ciudadanos.
XXI. Antiguamente, no sólo se enviaba a las provincias pretor o cónsul, pero también gente ordinaria que las visitase y refiriese después en el Senado con particularidad la obediencia y fidelidad de cada uno; temblando las naciones y los pueblos del juicio y relación que hacía de ellos un solo particular. Mas ahora somos nosotros los que honramos y lisonjeamos a los extranjeros. Y así como a instancias de algunos se dan las gracias en el Senado por el buen gobierno, así también y con mayor prontitud se fraguan las acusaciones. Decrétese que de aquí adelante no puedan por este camino los provinciales hacer ostentación de su poder, y reprímase la falsa y mendigada aprobación, como se reprimen la malicia y la crueldad. Más pecados se hacen mientras procuramos complacencia, que mientras determinadamente nos arrojamos a ofender. Antes por esto suelen ser aborrecidas algunas virtudes, como son una severidad obstinada y un ánimo invencible contra los favores. De aquí viene que los principios de nuestros gobiernos son por la mayor parte mejor que sus fines; en los cuales vamos como pretendientes y opositores, mendigando sufragios y granjeando votos; que si esto se quitase, no hay duda en que se gobernarían las provincias con más equidad y con mayor entereza y constancia. Porque así como con el temor de la ley de residencia se ha refrenado mucho el delito de la avaricia, así, ni más ni menos, se refrenaría el de la ambición si se quitase el uso del dar gracias.
XXII. Fue loado con general aplauso este parecer; mas no se pudo hacer el decreto, oponiéndose los cónsules con decir que no se había hecho proposición sobre aquel punto. Pero no pasó mucho tiempo hasta que por orden del príncipe determinaron que nadie propusiese en los consejos provinciales el dar gracias al Senado por el buen gobierno de los vicepretores o procónsules, y que ninguno se atreviese a venir con semejantes embajadas. En este mismo consulado cayó un rayo en el Gimnasio, que era el lugar donde se hacían los ejercicios de las luchas, y abrasándose todo, se derritió la estatua de bronce de Nerón que estaba en él, hasta quedar en un pedazo de metal sin forma ni figura alguna. En Campania, la famosa ciudad de Pompeya fue en gran parte arruinada de un terremoto. Y habiendo muerto Lelia, virgen vestal, se recibió en su lugar a Camelia, de la familia de los Cosos.
XXIII. Siendo cónsules Memmio Régulo y Virginia Rufo, tuvo Nerón una alegría extraordinaria, por causa de una hija que le nació de Popea, a quien llamó Augusta, dando también a su madre el mismo sobrenombre. Fue el parto en la colonia de Ancio, donde él también había nacido. Ya de antes había el Senado encomendado a los dioses la preñez de Popea, y hecho públicos votos, que se cumplieron y multiplicaron con el parto, añadiendo procesiones y rogativas, y por decreto un templo a la Fecundidad, y un torneo a ejemplo de la religión de Atenas; que se pusiesen en el trono de Júpiter Capitalino las estatuas de oro de las Fortunas; que así como en Bovile se hacían las fiestas circenses en honra de la familia Julia, así también se celebrasen en Ancio en honor de la Claudia y de la Domicia: que fueron todas cosas de poco dura, muriendo como murió la niña antes de cumplir los cuatro meses. Nacieron otra vez de aquí nuevas adulaciones, decretándole honores divinos, altar, simulacro, templo y sacerdotes. Nerón, así como se mostró extremado en el contento, asimismo lo fue en la muestra de dolor. Notóse que habiendo ido a Ancio todo el Senado a regocijarse con el príncipe por el nacimiento de su hija, sólo se le prohibió a Trasea, y que recibió él aquella afrenta con ánimo entero y sosegado, aunque la conoció bien y la tomó por verdadero anuncio de la muerte que ya se le acercaba; aunque se dijo después que César se había alabado con Séneca de haberse reconciliado con Trasea, y que Séneca le había dado las gracias por ello: tal, que a los hombres ilustres y señalados en la República les venía de una misma causa el peligro y la reputación.
XXIV. Entretanto, al principio de la primavera llegaron a Roma los embajadores de los partos con las comisiones de Vologeso y cartas en la misma sustancia, donde decía: que dejaba ahora el rey de tratar de las cosas dichas y alegadas otras veces sobre la posesión de Armenia¡ pues que los dioses, como soberanos y absolutos jueces de todas las naciones, por poderosas que fuesen, habían puesto en posesión de ella a los partos, no sin ignominia del pueblo romano. Que poco antes habían tenido encerrado a Tigranes, y después pudiendo oprimir a Peto con las legiones, las había dejado ir libres y salvas¡ dando a un mismo tiempo bastantes muestras de su poder y de su blandura y mansedumbre. Que Tiridates no rehusara el venir a tomar la corona a Roma si no le detuviera la religión del sacerdocio que administraba. Mas que con todo eso iría a las insignias y estatuas del príncipe, donde en presencia de las legiones tomaría la investidura y administración del reino.
XXV. Oídas estas cartas de Vologeso, porque Peto había escrito diferentemente, como si las cosas estuvieran en buen estado, se preguntó al centurión que había venido con los embajadores en qué término quedaba lo de Armenia. Respondió que habían salido de ella todos los romanos. Entendido entonces el menosprecio y escarnio con que aquellos bárbaros pedían lo que habían ya usurpado, juntando Nerón a consejo los principales de la ciudad, sobre cuál era mejor, la guerra con peligro o la paz con deshonra, se resolvió la guerra. Y por que no se errase segunda vez por causa de la poca experiencia de otro alguno, arrepentido César de haber enviado a Peto, hizo dueño de todo a Corbulón, como tan ejercitado y práctico en aquella milicia y contra aquellos mismos enemigos. Los embajadores fueron despachados sin resolución, aunque no sin muchos dones, para alimentar las esperanzas de los partos y darles a entender que si Tiridates venía en persona a pedir las mismas cosas, no sería en vano su venida. El gobierno de Siria se dio a Cincio y el cargo de la gente de guerra a Corbulón, añadiéndole la legión quinta de Panonia, gobernada por Mario Celso. Escribióse a los tetrarcas, a los reyes, a los prefectos, procuradores y pretores de las provincias comarcanas que obedeciesen las órdenes de Corbulón, con autoridad casi tan ancha como dio el pueblo romano a Cneo Pompeyo en la guerra que emprendió contra los corsarios. Vuelto Peto a Roma, aunque con temor de más grave castigo, se contentó César con hacer burla de él diciéndole por vía de donaire: que teniéndole por hombre que se espantaba presto, se resolvía en perdonarle de golpe por que el temor no le causase más larga y congojosa enfermedad.
XXVI. Corbulón, enviadas a Siria las legiones cuarta y duodécima, a las cuales, por haber perdido la mejor gente y estar los demás amedrentados, juzgaba por poco aptas para las acciones militares, llevó en su lugar a Armenia a la sexta y a la tercera, llenas de buenos soldados y ejercitadas en continuos y prósperos trabajos; añadía la quinta, que por estar en Ponto no se halló en la rota, y con ella la quincena, que poco antes trujo Mario Celso. Las banderas levantadas en el Ilírico y en Egipto, y todas las alas de caballos, infantería de cohortes confederados y socorros de los reyes, de toda esta gente se hizo la masa en Meliteno, por donde se hacía cuenta de pasar el Éufrates. Tomada allí la muestra y purificado el ejército conforme a los ritos de la patria, lo llamó a parlamento; en el cual, habiendo con mucha gravedad (que en aquel hombre militar servía de elocuencia) engrandecido de los principios de su generalato las cosas hechas por él, sin tocar en el mal gobierno de Peto, comenzó a marchar por el mismo camino que antiguamente había llevado Lucio Lúculo, haciendo abrir lo que había vuelto a cerrar el discurso del tiempo.
XXVII. No rehusó entretanto de oír a los embajadores de Tiridates y Vologeso, que habían venido a tratar la paz; y envió con ellos después algunos centuriones con comisiones harto moderadas: que aún no estaban las cosas en tal término que fuese necesario llegar a la última prueba de las armas; que habían tenido los romanos muchos sucesos prósperos, y algunos los partos; documento provechosísimo para no ensoberbecerse: que le convenía por esto a Tiridates recibir el reino antes de verle destruido y arruinado con las guerras; y que Vologeso haría más por la nación de los partos con la amistad romana, que con los daños que forzosamente habría de haber de una parte y otra; que sabía muy bien el mismo Vologeso cuántas y cuáles eran las discordias intestinas que había en su reino, y cuán indómitas y feroces eran las naciones que señoreaba; donde, en contrario, gozaba su emperador de una segura y universal paz, sin tener otra guerra que aquélla. A estos consejos añadió al mismo tiempo el terror de las armas, asaltando a los pueblos armenios llamados megistanos, que fueron los primeros que se nos rebelaron, echándolos de la tierra, derribando sus castillos y amedrentando igualmente los llanos y los montes, a los valerosos y a los viles.
XXVIII. No escuchaban con disgusto aquellos bárbaros el nombre de Corbulón, ni les era odioso como de enemigo; antes tenían a sus consejos por sanos y por fieles. Y así, Vologeso, sin mostrarse obstinado en el punto principal, pide treguas por algunos gobiernos fronterizos, y Tiridates lugar y día señalado para llegar a vistas. Señalóse un tiempo breve; y escogiendo los bárbaros el puesto donde poco antes habían tenido sitiado a Peto con sus legiones, por memoria de su felicidad, no le rehusó Corbulón, por aumentar su gloria con la desigualdad de las fortunas; fuera de que no se le daba mucho por la infamia de Peto, como principalmente se echó de ver, mandando, como mandó, a su hijo el tribuno que llevase los manípulos a hacer enterrar las reliquias de aquella infelice batalla. Al día diputado, Tiberio Alejandro, ilustre caballero romano, dado a Corbulón por ministro y consejero en aquella guerra, y Bibiano Annio, yerno de Corbulón, no aún en edad de poder ser senador y vicelegado de la legión quinta, fueron al campo de Tiridates para hacerle esta honra y asegurarle de todo engaño con tan buenas prendas. Tras esto, cada uno con veinte de a caballo llegaron al lugar de las vistas. En viéndose los dos, fue el rey el primero en saltar del caballo, haciendo luego lo propio Corbulón, y ambos, así a pie como estaban, se dieron y entrelazaron las manos.
XXIX. Tras esto alaba el romano al joven Tiridates el haber dejado los consejos precipitosos, siguiendo los seguros y saludables. El parto, después de haber hablado muy largo de su nobleza, trata de las demás cosas modestamente, diciendo: Que iría a Roma, y llevaría una honra nueva a César; pues lo era ver a uno del linaje Arsácida en su presencia con humildes ruegos, y esto en tiempo que los partos no padecían adversidad. Resolvióse entonces que Tiridates dejase las insignias reales, y que las pusiese a los pies de la estatua de César y no las volviese a tomar sino de mano de Nerón. Con esto se despidieron dándose el beso de paz. De allí a pocos días se juntaron los dos ejércitos con gran pompa y ostentación. Veíase de aquella parte la caballería repartida en tropas, cada una con las insignias de su nación; y de ésta los escuadrones de las legiones romanas con sus águilas resplandecientes, y con las banderas y simulacros de dioses, con que formaban una cierta manera de templo. Estaba en medio del tribunal la silla cural que sustentaba la estatua de Nerón; a la cual, llegándose Tiridates, después de haber sacrificado algunas víctimas, quitándose la corona de la cabeza, la puso a los pies de la imagen con gran conmoción de ánimo de todos los circunstantes, que, acordándose del reciente estrago y peligroso cerco de los ejércitos romanos, veían ahora, trocada la fortuna, hacerse Tiridates espectáculo del mundo, yendo a Roma poco menos que cautivo.
XXX. Añadió a su gloria Corbulón la cortesía con que le recibió y un famoso banquete que le hizo. Y cuando el rey preguntaba a Corbulón la razón por qué se hacían muchas cosas nuevas para él, como el avisar el centurión al general siempre que se mudaban las postas, despedir el banquete con son de trompetas, y el pegar fuego él mismo a la leña que estaba aparejada delante del augural con una hacha encendida, engrandeciéndoselo todo mucho más de lo que era, le aumentaba la admiración de aquellas antiguas costumbres. El día siguiente pidió Tiridates a Corbulón que le diese tiempo bastante para poder ir a visitar a su madre y hermanos. Y concediéndoselo, dejó a una hija suya en rehenes y cartas muy humildes para Nerón.
XXXI. Y partido de allí, halló a Pacoro en Media y a Vologeso en Ecbatana, con tanto cuidado de su hermano, que con embajadores expresos había enviado a pedir a Corbulón que no sufriese que Tiridates llevase alguna apariencia de servidumbre; que no le hiciesen dejar las armas cuando entrase a hablar con algún magistrado, ni le vedasen el abrazar a los gobernadores de provincias; que no le difiriesen las audiencias, haciéndole aguardar a sus puertas; y, finalmente, que en Roma se le hiciese tanta honra como a uno de los cónsules. Hizo Vologeso esta diligencia, como persona que acostumbrada a la soberbia extranjera, no estaba informado de nuestro modo de proceder; pues dejando aparte todo aquello que no trae consigo más que vanidad, no hacemos caso ni estimamos otra cosa que la gloria y el derecho del mandar.
XXXII. Este año mismo concedió César a las naciones de los Alpes marítimos, que gozasen de los privilegios y derechos de que gozaban los latinos. Y en el circo mandó poner los lugares y asientos para los caballeros romanos delante del de los plebeyos, porque hasta aquel día habían estado indistintos y confusos, no habiendo la ley Rosia, proveído a más que hasta catorce órdenes del teatro. Hiciéronse este año mismo los juegos de gladiatores con la misma grandeza que los pasados; no avergonzándose algunas mujeres ilustres y muchos senadores de comparecer en aquel cercado.
XXXIII. Hechos cónsules Cayo Lecanio y Marco Licinio, no pudiendo Nerón refrenar más el ardentísimo deseo que tenía de hacerse ver en los tablados públicos, habiendo ya cantado en casas, en jardines y en los juegos juveniles, menospreciaba estos lugares como poco frecuentados y estrechos para el concurso que merecía tan excelente voz, y teniendo todavía un no sé qué de empacho de comenzar en Roma, escogió a Nápoles, como a ciudad griega, para que pasando de allí en Acaya, y ganadas las insignes coronas del canto, tenidas antiguamente por sagradas, pudiese después de haber adquirido mayor fama incitar a hacer lo mismo a los ciudadanos de Roma. Y así, habiéndose juntado el pueblo de aquella ciudad y los que de las colonias y municipios vecinos había llamado la fama de tan gran fiesta, junto con los que le seguían, o por honrarle o por otros negocios, y finalmente los manípulos enteros de soldados, hinchen el teatro de Nápoles.
XXXIV. Acaeció allí un caso a juicio de muchos de mal agüero, aunque al de Nerón muy venturoso y sucedido por providencia divina; porque en saliendo el pueblo del teatro, vino al suelo todo aquel edificio sin hacer daño alguno. Por lo cual Nerón, componiendo canciones a este propósito, dio gracias a los dioses, celebrando la buena fortuna de aquel acaecimiento. Y después, encaminándose para pasar el mar Adriático, se entretuvo en Benevento, donde Vatinio celebraba una solemnísima fiesta de gladiatores. Era Vatinio uno de los sucios monstruos de aquella corte; su origen fue ser aprendiz y hechura de un zapatero, su cuerpo torcido y contrahecho, y sus donaires viles y abufonados. Al principio fue recibido en palacio para injuriar y morder a todos con sus gracias maliciosas, y después llegó a poder y valer tanto por el camino de acusar y malsinar a todo hombre de bien, que en privanza con el príncipe, en riquezas y en autoridad para hacer mal se la ganaba aún a los más perversos de aquella escuela.
XXXV. Hallándose, pues, Nerón en las fiestas que le hacía Vatinio, ni aun entre los deleites y pasatiempos cesaba de cometer maldades; que hasta en aquellos mismos días fue constreñido Torcuato Silano a quitarse la vida; porque a más del esplendor de la familia Junia, tuvo al divo Augusto por rebisabuelo. Mandóse a los acusadores que le imputasen que daba y hacía mercedes con prodigalidad, y que fundaba sus esperanzas en novedades; en cuya prueba tenía ya cerca de sí personas nobles con títulos de cancilleres, secretarios, contadores, nombres de designios y pensamientos que aspiran a la suma grandeza. Fueron luego presos y encarcelados también sus libertos más favorecidos. Y viendo ya cercana Torcuato su condenación, se abrió las venas de los brazos, diciendo Nerón después de sabida su muerte, como lo tenía de costumbre: que aunque Torcuato estaba tan culpado, cuanto justamente había desconfiado de sus defensas, lo hubiera vencido todo si aguardara la sentencia del juez.
XXXVI. No mucho después, diferida la ida a Acaya, sin que se supiese la causa de ello, volvió a Roma, teniendo en secreto algún pensamiento de visitar las provincias de Oriente, y en particular Egipto. Y después, habiendo asegurado al pueblo por un edicto que no sería larga su ausencia, y que por su medio gozaría la República de allí adelante de mayor quietud y felicidad, subió al Capitolio, y por la prosperidad de este viaje adoró allí a los dioses. Y como entrase también en el templo de Vesta, sobreviniéndole repentinamente un temblor en todos los miembros, o porque se espantó de aquella deidad, o porque nunca le dejase estar libre de temor la memoria de sus maldades, dejó la empresa comenzada, diciendo muchas veces después que no había cuidado ni deseo que pudiese con él tanto como el amor de la patria; que había visto la tristeza que mostraban en sus rostros los ciudadanos, y oído las secretas quejas de que hubiese de hacer tan largo viaje aquél cuyas cortas ausencias sufrían aún con dificultad, estando, como estaban, acostumbrados a recrearse en sus adversidades fortuitas con sola la vista del príncipe; y que así como en las casas y los linajes particulares se suelen estimar más los parientes más cercanos en sangre, así tenía para con él más fuerza y autoridad el pueblo romano, y se hallaba obligado a obedecerle siempre que gustase de tenerle consigo. Oía el vulgo estas o semejantes cosas de buena gana, como amigo de deleites y pasatiempos, y temiendo (como quiera que éste era su mayor cuidado) alguna gran carestía en los mantenimientos con la ausencia del príncipe. El Senado y los principales de la ciudad no se determinaban en dónde se mostraría más fiero y cruel para con ellos, ausente o presente. Y a la postre, tal es la naturaleza y calidad de los grandes temores, temían a lo que sucedía por lo peor que les podía suceder.
XXXVII. Él, pues, para ganar crédito de que en ninguna parte estaba tan alegre y con tanto gusto como en Roma, hacía banquetes en los lugares públicos, y se servía de toda la ciudad como de su propia casa. Referiré aquí uno de sus más celebrados y espléndidos banquetes que hizo aparejar por Tigelino, lleno de mil viciosas superfluidades y abominables lujurias, el cual nos podrá servir de ejemplo para excusarnos de contar muchas veces semejantes prodigalidades. Hizo, pues, fabricar en el estanque de Agripa una grande y capacísima balsa de vigas, sobre cuya plaza se hiciese el banquete, y ella fuese remolcada por bajeles de remo. Eran estos bajeles barreados de oro y marfil, de encaje, y los remeros mozos deshonestos y lascivos, compuestos y repartidos según su edad y abominables cursos de lujuria. Había hecho traer aves y fieras de diferentes tierras, y peces hasta del mar Océano. A las orillas y puntas del estanque había burdeles llenos de mujeres ilustres, y por otra parte se veían públicas rameras desnudas que hacían gestos y movimientos deshonestos; y llegada la noche, el bosque, las casas y cuanto había alrededor del lago comenzó a resonar y a responder con ecos de infinitas músicas, y voces, resplandeciendo todo con hachas; y al mismo Nerón, discurriendo aquellos días y revolcándose a sus anchuras por todo género de vicio y sensualidad natural y contra natura, no le faltó otra cosa por cometer para calificarse por el más abominable de todos los hombres, que la que hizo pocos días después casándose públicamente en calidad de mujer con uno de aquel nefando rebaño, llamado Pitágoras, y usando de todas las solemnidades y ceremonial que se suelen hacer en los casamientos. En éste se le puso al emperador el velo llamado flameo; viéronse los agoreros áuspices, señalóse dote a la novia, aparejóse la cama a los desposados, encendiéronse las hachas con los ritos que se acostumbran en las bodas, y juntamente se vio en él todo aquello que hasta en los casados verdaderamente suele encubrir la noche.
XXXVIII. Siguióse después en la ciudad un estrago, no se sabe hasta ahora si por desgracia o por maldad del príncipe, porque los autores lo cuentan de entrambas maneras, el más grave y el más atroz de cuantos han sucedido en Roma por violencia de fuego. Salió de aquella parte del Circo que está pegada a los montes Palatino y Celio, donde comenzó a prender en las tiendas en que se venden aquellas cosas capaces de alimentarle. Hízose con esto tan fuerte y poderoso, que con mayor presteza que el viento que le ayudaba, arrebató todo lo largo del Circo, porque no había allí casas con reparos contra este elemento, ni templos cercados de murallas, ni espacios de cielo abierto que se opusiesen al ímpetu de las llamas; las cuales, discurriendo por varias partes, abrasaron primero las casas puestas en lo llano, y subieron después a los altos, y de nuevo se dejaron caer a lo bajo con tanta furia, que del todo prevenía su velocidad a los remedios que se le aplicaban. Ayudóle al fuego el ser la ciudad en aquel tiempo de calles muy angostas y torcidas a una parte y a otra, todo sin orden ni medida, cual fue el antiguo edificio de la vieja Roma. A más de esto, las voces confusas de las mujeres medrosas, de los viejos y niños, y de los que, temerosos de su peligro o del ajeno, éstos se apresuran para librar del incendio a los débiles y aquéllos se detienen para ser librados, lo impiden y embarazan todo; y muchas veces, volviéndose unos y otros a mirar si los seguía el fuego por las espaldas, eran acometidos de él por los lados o por el frente. Y cuando pensaban ya estar en salvo con retirarse a los barrios vecinos, a los que antes habían juzgado por seguros, los hallaban sujetos al mismo trabajo. Al fin, ignorando igualmente lo que habían de huir y lo que habían de buscar, henchían las calles y se echaban por aquellos campos. Algunos, perdidos todos sus bienes y hasta el triste sustento de cada día, y otros por el dolor que les causaba el no haber podido librar de aquel furor a sus caras prendas, se dejaban alcanzar de las hambrientas llamas voluntariamente. Ninguno se atrevía a remediar el fuego, habiendo por todas partes muchos que, no sólo prohibían con amenazas el apagarle, pero arrojaban públicamente tizones y otras cosas encendidas sobre las casas, diciendo a voces que no hacían aquello sin orden; o que fuese ello así, o que lo hiciesen para poder robar con mayor libertad.
XXXIX. Hallábase Nerón entonces en Ancio, y no volvió a la ciudad hasta que supo que el fuego se acercaba a sus casas por la parte que se juntaban con el palacio y con los huertos de Mecenas; y con todo eso no fue posible librar del incendio al mismo palacio, a las casas, y a todo cuanto estaba alrededor. Mas él, para dar algún alivio al pueblo turbado y fugitivo, hizo abrir el campo Marcio, las memorias de Agripa, y sus propios huertos, y fabricar de presto en ellos muchas casas donde se recogiese la pobre muchedumbre. Trajéronse de Ostia y de las tierras cercanas muebles y alhajas de casa, y bajó el precio del trigo hasta tres nummos. Todo lo cual, aunque provechoso y deseado del pueblo, le era con todo eso muy poco acepto, por haberse divulgado por toda la ciudad y corrido voz de que en el mismo tiempo que se estaba abrasando Roma, había subido Nerón en un tablado que tenía en su casa, y cantado en él el incendio y la destrucción de Troya, comparando los males presentes con aquellas antiguas calamidades.
XL. Al cabo de seis días tuvo fin el fuego en la parte más baja del monte Esquilino, habiéndose hecho derribar por largo trecho las casas y otros edificios, para que la violencia de las llamas se parase en aquel espacio de campo vacío y descubierto. No había aún cesado el temor, cuando volvió a encenderse otra vez el fuego, aunque más levemente y en lugares los más desavahados de la ciudad, que fue causa de que pereciese menos gente; pero quien padeció más fueron los templos de los dioses, las galerías, lonjas y soportales fabricados para el recreo y deleite de los ciudadanos. Fue este incendio más infame que el primero, habiendo salido su violencia de las casas y huertos de Tigelino, que estaba en el arrabal Emiliano; creyéndose que Nerón deseaba ganar para sí la honra de edificar otra nueva ciudad, y llamarla de su nombre. Dividíase la ciudad de Roma en catorce regiones; de las cuales, solas cuatro quedaron enteras, tres asoladas del todo, y en las otras siete poquísimas casas, y ésas sin techos y medio abrasadas.
XLI. No se puede decir con certidumbre el número de las casas, de los barrios aislados y templos que perecieron; mas es cosa cierta que de antiquísima religión se abrasaron: los que Servio Tulio dedicó a la luna; el templo grande y altar que Evandro de Arcadia consagró a Hércules, vivo y presente entonces; el templo de Júpiter Estator, hecho por voto de Rómulo; el palacio de Numa y el templo de Vesta, con los propios dioses penates del pueblo romano. Quemáronse también las riquezas ganadas con tantas victorias, las obras admirables de los griegos, las memorias antiguas y los trabajos insignes de aquellos buenos ingenios, y otras cosas semejantes conservadas hasta allí sanas y enteras, a muchas de las cuales lloraban los más viejos como incapaces de remedio, aún después de haber visto la grandeza con que Roma volvió a resucitar. Notaban algunos que este incendio comenzó el día de los diecinueve de julio en el cual, muchos años antes, los galos senones tomaron y quemaron a Roma; otros más curiosos contaban tanto número de años como de meses y días entre un incendio y el otro.
XLII. Mas Nerón, sirviéndose de las ruinas de la patria, fabricó una casa, en que no se admiraban tanto las piedras preciosas y el oro, cosas muy usadas ya de antes y hechas comunes por la gran prodigalidad y vicio de Roma, cuanto las campañas, los estanques, y, como en forma de desiertos, de una parte bosques, y de otra espacios de tierra descubiertos apaciblemente a la vista; siendo los trazadores y arquitectos de estas obras Severo y Célere, hombres de tal ingenio y de tan gran atrevimiento, que emprendían el dar con su arte lo que había ganado la misma naturaleza, y burlarse del poder y fuerzas del príncipe. Éstos habían ofrecido abrir un foso navegable desde el lago Averno hasta las bocas del Tíber, trayéndolo por la seca costa o al través de los montes, sin que en todo aquello hubiese otra humedad capaz de producir las aguas necesarias para ello, sino los estaños Pontinos, siendo todo lo demás tierra seca, despeñaderos tan grandes, que cuando se pudiera romper por ellos, fuera el trabajo insufrible y el provecho ninguno. Mas con todo eso, Nerón, como deseoso que era de cosas imposibles, insistió en hacer cortar las cumbres de aquellos montes vecinos al lago Averno; y aún hoy en día quedan los vestigios de aquellas sus vanas esperanzas.
XLIII. Pero las casas abrasadas del fuego no se reedificaron sin distinción y acaso, como se hizo después del incendio de los galos; antes se midieron y partieron por nivel las calles, dejándolas anchas y desavahadas, tasando la altura que habían de tener los edificios, ensanchando el circuito de los barrios y añadiéndoles galerías o soportales que guardasen el frente de los aislados. Estas galerías prometió Nerón que fabricaría a su costa, y que entregaría a los dueños los solares limpios y desembarazados, y, señaló premios, conforme a la calidad y hacienda, de los que edificaban, con tal que se acabasen las casas y los aislados dentro del término establecido por él. Mandó que las calcinadas y los despojos de aquellas ruinas se echasen en los estaños de Ostia, y que lo cargasen y llevasen allá los navíos que habían subido por el Tíber cargados de trigo. Ordenó también que en ciertas partes se hiciesen los edificios sin trabazón de vigas y otros enmaderamientos, rematándolos con bóvedas hechas de piedra de Gabi y de Alba, las cuales resisten valerosamente al fuego. Y para que el agua de las fuentes, mucha parte de la cual hasta allí se divertía en uso de particulares, pudiese abundar más en beneficio público, puso guardias para que pudiesen todos tener más a la mano la ocasión de reprimir el fuego en semejantes desgracias. Mandó también que cada casa se fabricase con paredes distintas y propias, y no en común con las del vecino. Todas estas cosas, hechas por el útil, ocasionaron también grande hermosura a la nueva ciudad; aunque creyeron muchos que la forma antigua era más sana, respecto a que la estructura de las calles y altura de los tejados servía de defensa contra los rayos del sol; donde ahora, el ser las calles tan anchas y descubiertas, y a esta causa privadas de sombra, ocasiona más ardientes calores.
XLIV. Hechas estas diligencias humanas, se acudió a las divinas con deseo de aplacar la ira de los dioses y purgarse del pecado que había sido causa de tan gran desdicha. Viéronse sobre esto los libros Sibilinos, por cuyo consejo se hicieron procesiones a Vulcano, a Ceres y a Proserpina, y las matronas aplacaron con sacrificios a juno, primero en el Capitolio, y después en el mar cercano a la ciudad, y sacando de él agua, rociaron el templo y el simulacro de la diosa; las mujeres casadas, tendidas por devoción en el suelo del templo, velaron toda la noche. Mas ni con socorros humanos, donativos y liberalidades del príncipe, ni con las diligencias que se hacían para aplacar la ira de los dioses era posible borrar la infamia de la opinión que se tenía de que el incendio había sido voluntario. Y así Nerón, para divertir esta voz y descargarse, dio por culpados de él, y comenzó a castigar con exquisitos géneros de tormentos, a unos hombres aborrecidos del vulgo por sus excesos, llamados comúnmente cristianos. El autor de este nombre fue Cristo, el cual, imperando Tiberio, había sido justiciado por orden de Poncio Pilato, procurador, de la Judea¡ y aunque por entonces se reprimió algún tanto aquella perniciosa superstición tornaba otra vez a reverdecer, no solamente en Judea, origen de este mal, pero también en Roma, donde llegan y se celebran todas las cosas atroces y vergonzosas que hay en las demás partes. Fueron, pues, castigados al principio los que profesaban públicamente esta religión, y después, por indicios de aquéllos, una multitud infinita, no tanto por el delito del incendio que se les imputaba, como por haberles convencido de general aborrecimiento a la humana generación. Añadióse a la justicia que se hizo de éstos, la burla y escarnio con que se les daba la muerte. A unos vestían de pellejos de fieras, para que de esta manera los despedazasen los perros; a otros ponían en cruces; a otros echaban sobre grandes rimeros de leña, a los que, en faltando el día, pegaban fuego, para que ardiendo con ellos sirviesen de alumbrar en las tinieblas de la noche. Había Nerón diputado para este espectáculo sus huertos, y él celebraba las fiestas circenses; y allí, en hábito de cochero, se mezclaba unas veces con el vulgo a mirar el regocijo, otras se ponía a guiar su coche, como acostumbraba. Y así, aunque culpables éstos y merecedores del último suplicio, movían con todo eso a compasión y lástima grande, como personas a quien se quitaba tan miserablemente la vida, no por provecho público, sino para satisfacer a la crueldad de uno solo.
XLV. En tanto, para sacar dineros fue necesario saquear a Italia, arruinar las provincias y los pueblos confederados y las ciudades llamadas libres. Entraron también los dioses en el número de esta presa, despojándose en Roma los templos y sacando de ellos todo el oro que por triunfos y por votos se había ofrecido y consagrado en todas las edades del pueblo romano por prosperidad o por miedo; y en Asia y en Acaya, no sólo se arrebataban de los templos los dones ofrecidos a los dioses, sino hasta sus mismas estatuas, habiendo enviado a estas provincias a un liberto de César llamado Acrato y a Secundo Carinate; Acrato, hombre acomodado y pronto para cualquier maldad; y Carinate, docto en las letras griegas, aunque sólo en la lengua, sin vestir el ánimo de las buenas artes a que endereza aquella doctrina. Díjose que Séneca, por librarse de la infamia y el cargo que se le hacía de este sacrilegio, pidió licencia para retirarse a una heredad suya bien apartada, y que, negándosela, fingiéndose enfermo de la gota, no salió más de su aposento. Otros han escrito que por orden de Nerón le preparó el veneno un liberto del mismo Séneca, llamado Cleónico, y que le evitó por aviso del mismo liberto o por su propio temor, a causa de haber dado en hacer una vida sencillísima, no comiendo otra cosa que frutas silvestres, ni bebiendo sino cuando le apretaba la sed, y agua de fuente a la que él mismo viese correr.
XLVI. Por este mismo tiempo, tentando de escaparse los gladiatores que estaban en la villa de Prenestre, fueron detenidos por la guarnición que los guardaba; y comenzándose a alborotar ya el pueblo, cuya naturaleza es desear novedades y juntamente temerlas, refería en sus corrillos y conversaciones los males que causó Espartaco, y otras calamidades antiguas de este género. Poco después llegó nueva de un naufragio que padeció la armada, no por ocasión de guerra (porque nunca se gozó de tan firme y segura paz), sino porque Nerón, no exceptuando los casos fortuitos del mar, había señalado el día que forzosamente había de hallarse de vuelta en Campania; a cuya causa, los que la gobernaban, no obstante que el golfo estaba alborotado, se resuelven en partir de Formi, y sobreviniendo con gran furor un viento del Mediodía, travesía de aquella costa, mientras hacen fuerza por doblar el cabo de Niseno, arrojados a las playas de Cumas, dieron en tierra, perdiéndose muchas galeras y otros navios menores.
XLVII. Al fin del año se divulgaron muchos prodigios que fueron anuncios de los males que se aparejaban. Una violencia de rayos la más frecuente que jamás se vio. Mostróse un cometa, cuya siniestra interpretación procuró Nerón purgarla, como otras veces, con sangre de hombres ilustres. Viéronse arrojados en público partos humanos y de animales con dos cabezas; y lo mismo se vio en los sacrificios en que es costumbre que las bestias que se sacrifican sean hembras y estén preñadas. En el territorio de Plasencia, junto al camino, nació un becerro que tenía la cabeza en una pierna. Interpretaron luego los adivinos arúspices que se aparejaba otra cabeza para el imperio del mundo; mas que no sería poderosa, ni vendría secreta; lo primero porque el monstruo había sido reprimido en el vientre de su madre, y lo segundo porque había nacido junto al camino.
XLVIII. Entrados después de esto en su consulado Silio Nerva y Ático Vestino, comenzó y se aumentó juntamente una conjuración contra el príncipe en que a porfía se escribían senadores, caballeros, soldados y hasta mujeres; tanto por aborrecimiento contra Nerón, como por la voluntad y el amor que tenían todos a Cayo Pisón. Éste, descendiente del linaje de los Calpurnios, y abrazando con la nobleza paterna muchas familias principales, gozaba para con el vulgo de esclarecida fama por sus virtudes verdaderas o aparentes; porque él ejercitaba su elocuencia en defender causas de ciudadanos, daba con liberalidad a sus amigos, y era apacible en la conversación y en el trato hasta con los que no conocía. Tenía grandes dones naturales, gentileza de cuerpo y hermosura de rostro; mas estaba muy lejos de poseer gravedad de costumbres y de saberse ir a la mano de los deleites y pasatiempos; dándose demasiadamente al regalo y magnificencia, y algunas veces al vicio deshonesto. Eran con todo eso agradables estas cosas a muchos, especialmente a los que en tiempos tan relajados temían un gobierno apretado y demasiado severo.
XLIX. No fue motivo de Pisó n ni deseo que tuviese de reinar el dar principio a la conjuración, ni sería fácil hallar el autor de una cosa de que se encargaron tantos. La constancia que tuvieron hasta la postre mostró que Subrio Flavio, tribuno de una cohorte pretoria, y Sulpicio Aspro, centurión, fueron los que se mostraron más prontos; y Lucano Anneo y Plaucio Laterano, nombrados para cónsul, trajeron consigo al trato más vivos y crueles aborrecimientos contra Nerón. Lucano, encendido de causas suyas particulares, porque impedía Nerón la fama de sus versos, vedándole por vana emulación el publicarlos; y Laterano, sin mostrar queja de alguna injuria, sino sólo por el bien de la patria. Mas Flavio Cevino y Africano Quinciano, entrambos senadores, se encargaron de dar principio a tan gran hazaña, muy contra la opinión en que generalmente eran tenidos. Porque Cevino, como hombre de ánimo remiso y, para poco, rendido del todo a sus deleites, vivía una vida floja y soñolienta; y Quinciano, infamado de haber usado mal de su cuerpo, reprendido de ello por Nerón con ciertos versos llenos de oprobios y vituperios, iba con esta ocasión procurando su propia venganza.
L. Éstos, pues, mientras discurren entre sí y con otros amigos de las maldades del príncipe, de la cercana ruina del Imperio, y de que convenía elegir otro que amparase el Estado y le defendiese de tan inminente peligro, agregaron al número de los conjurados a Tulio Seneción, Cervario Próculo, Vulcacio Ararico, Julio Tugurino, Munacio Grato, Antonio Natal y Marcio Festo, caballeros romanos; de los cuales Seneción, a causa de la estrecha familiaridad que había tenido con el príncipe, por quedarle todavía una cierta apariencia de ella estaba sujeto a peligros. Natal sabía todos los secretos de Pisón; a los demás movía la esperanza de cosas nuevas. Fuera de esto, Subrio y Sulpicio, de quien traté arriba, trajeron a su opinión otro buen golpe de soldados, es a saber, Granio Silvano y Estacio Próximo, tribuno de las cohortes pretorias, y Máximo Escauro, y Véneto Paulo, centuriones. Mas el nervio y la fuerza principal de esta empresa parecía a todos que consistía en Fenio Rufo, uno de los prefectos del pretorio, al cual, aunque alabado comúnmente por su buena vida y fama, se le anteponía en la gracia del príncipe con grandes ventajas Tigelino, por su crueldad y vicios sensuales; y no cesaba de revolverle con Nerón y procurar atemorizarle con él, queriéndole persuadir a que, habiendo sido Fenio adúltero de Agripina, la viva memoria que conservaba de ella le incitaba continuamente el ánimo a la venganza; pues, como los conjurados vieron de su parte a uno de los prefectos del pretorio, y por los ordinarios razonamientos que se oían hacer sobre el caso se acabaron de asegurar de que no había fingimiento, comenzaron a tratar con mayor libertad del tiempo y del lugar de la ejecución. Díjose que Subrio Flavio estuvo resuelto en acometer a Nerón cuando cantaba en el teatro, o cuando ardiendo su casa de luminarias y fuegos iba él sin guardia alguna discurriendo por diversas partes de la ciudad; moviendo su generoso ánimo a lo primero la ocasión de cogerle solo, y a lo segundo la muchedumbre de gente que acudía a la fiesta, a quien deseaba tener por certísimos testigos de su valor; mas que al fin le atajó entrambos caminos el deseo de quedar sin castigo, cosa que suele oponerse muchas veces a grandes y nobles resoluciones.
LI. Entretanto, pues, que los conjurados iban poniendo largas al negocio y fluctuando entre la esperanza y el temor, una cierta mujer llamada Epicaris, la cual no se sabe por qué vía tuvo noticia de este negocio, no habiendo tenido hasta entonces cuidado alguno de apetecer cosas honestas, incitando al principio y después reprendiendo la larga dilación de los conjurados, a lo último, enfadada de tanta flema, y hallándose en la provincia de Campania, imaginó en corromper y llevar a su opinión a los principales de la armada de Miseno, comenzando así a urdir su tela. Había en aquellas galeras un tribuno llamado Volusio Próculo, uno de los ministros que se hallaron en la muerte de Agripina, madre de Nerón, mal satisfecho a su parecer por no haber recibido de él recompensa proporcionada con tan gran maldad. Éste, o conocido antes de la mujer o admitido de nuevo a su amistad, mientras le descubre sus grandes méritos y la cortedad de los premios recibidos, añadiendo quejas y mostrando firme propósito de tomar venganza siempre que se le ofreciese comodidad, dio esperanzas a Epicaris de inducirle con facilidad a sus designios y de que traería consigo a otros muchos. Era grande el favor que podía dar la armada para conseguir estos intentos, por ofrecerse en ella muy a menudo grandes ocasiones de ejecutarlos, deleitándose mucho Nerón en pasear aquel pedazo de mar que hay entre Puzol y Miseno. Epicaris, pues, le cuenta todas las maldades del príncipe, y le dice que aunque el Senado cuidaba bastantemente de un negocio de tanto peso, y tenía ya resuelto el modo de hacer pagar a Nerón la pena merecida por la ruina de la República, hacía con todo eso él muy bien en meterse a la parte de aquella empresa, y más si procuraba llevar a su opinión algunos valerosos soldados; y que no dudase de que sacaría digna remuneración por tan gran servicio. Callóle con todo eso los nombres de los conjurados, cosa que hizo desvanecer el aviso de Próculo, aunque refirió a Nerón todo lo que de esta mujer había entendido. Porque llamada Epicaris y careada con él, le confundió con facilidad, faltando testigos con quien comprobar el indicio. Fue con todo eso detenida en la cárcel, creyendo Nerón que no eran del todo falsas aquellas cosas, aunque no se acababan de probar por verdaderas.
LII. Los conjurados, medrosos de verse descubiertos, determinaron de solicitar lo tratado y de ejecutar la muerte de Nerón en Baya y en la quinta de Pisón, de cuyo sitio ameno y deleitoso, prendado extremadamente César, acudía allí muy a menudo, deleitándose en baños y banquetes, dejando su guardia ordinaria y el acompañamiento y grandeza imperial. Mas no lo consintió Pisón, excusándose con el vituperio que se le siguiera manchando con la sangre del príncipe, por más malo que fuese, los sacrificios de la mesa y los dioses del hospedaje. Que era mejor matarle en Roma en aquella su casa aborrecible, fabricada con los despojos de los ciudadanos; fuera de que no era bien ejecutar en secreto lo que se emprendía por servicio público. Esto decía en común a los cómplices; mas interiormente temía que Lucio Silano, varón cuya señalada nobleza y la disciplina de Cayo Casio, con quien se había criado, le tenían en gran reputación, no usurpase el Imperio para sí, ayudado por los que no se hallasen interesados en el trato y por los que se compadeciesen del suceso de Nerón como de hombre muerto alevosamente. Creyeron también muchos que temió Pisón el natural levantado y áspero del cónsul Vestino, pareciéndole que en tal caso procuraría encaminar las cosas al antiguo estado de libertad, o por lo menos escoger otro emperador a su gusto, a quien obligar con entregarle en don a la República. Porque el cónsul no entró ni tuvo parte en la conjuración, dado que, so color de este delito, desfogó después Nerón contra su inocencia el antiguo aborrecimiento.
LIII. Finalmente escogieron para la ejecución el día de las fiestas circenses que se celebran en honra de Ceres; porque César, aunque salía pocas veces en público y se estaba retirado casi siempre en casa o en sus huertos, acudía con todo eso muy a menudo a los juegos del circo, donde ofrecía mayor comodidad para llegarse a él en medio del regocijo de aquellas fiestas. La orden de ejecutar la traición fue ésta: Que Laterano, con achaque de pedir alguna merced para ayuda de sustentar su estado, se le postrase a los pies dando muestras de humildad, y abrazándose con sus rodillas diese con él en tierra, que le sería fácil por cogerle de improviso y por ser Laterano hombre de gran cuerpo y de gallardo ánimo; y que teniéndole así apretado con el suelo, acudiesen luego los tribunos y centuriones y los otros conjurados a quien más ayudase el corazón, y allí finalmente le hiciesen pedazos; pidiendo Cervino con gran instancia que se le diese el primer lugar, como quien para este efecto había tomado un puñal del templo de la Salud en Toscana, o según otros, del de la Fortuna en la villa de Ferento, y le traía siempre consigo como consagrado para una gran empresa. Había de esperar en aquel medio Pisón en el templo de Ceres, de donde el prefecto Fenio y los demás conjurados le habían de llevar a los alojamientos militares acompañado de Antonia, hija de Claudio César, para ganar el favor del vulgo. Así lo cuenta Cayo Plinio. Yo, de cualquier manera que se haya escrito, no lo he querido callar, aunque me parece disparate y liviandad creer que Antonia quisiese prestar su nombre a Pisón con tanto peligro, o que Pisón, que sabe todo el mundo lo mucho que amaba a su mujer, viniese en obligarse a otro matrimonio, si ya no es que el deseo de reinar vence a todos los demás afectos del ánimo.
LIV. Mas lo que causa maravilla grande es ver que entre tanta diversidad de gente, ricos y pobres, de diversos linajes, edades y sexos, se pudiese tener oculta esta resolución hasta que comenzó a descubrirse de casa de Cevino. Éste, pues, el día antes del que se había señalado para el efecto, habiendo tenido una larga plática con Antonio Natal, vuelto de allí a su casa, selló su testamento y sacando de la vaina el puñal arriba dicho, quejándose de que con el tiempo había perdido los filos, mandó que le afilasen muy bien sobre una piedra y que le sacasen la punta, encargándolo a un liberto suyo llamado Melico. Hizo tras esto aparejar la cena con mayor abundancia de lo acostumbrado; dio libertad a los esclavos más amados y a otros dio dineros, y él, melancólico y triste, daba muestras de tener pensamientos y cuidados grandes, aunque con varias pláticas y discursos fingía estar alegre. Finalmente, ordena al mismo Melico que apareje vendas para curar heridas, y las demás cosas con que se suele restañar la sangre. O que Melico fuese también cómplice de la conjuración y fiel hasta entonces, o que a la verdad, no sabiendo cosa alguna de ella, le pusiesen en sospecha tales prevenciones, como muchos han escrito, lo cierto es que considerando entre sí mismo aquel ánimo servil el premio de la traición, y representándosele las inmensas riquezas y poder con que ya se figuraba, hizo poco caso de toda razón, de la vida de su amo y de la libertad recibida. Habíale confirmado en esta opinión su mujer, a quien pidió consejo, animándole a escoger lo peor, condición propia de mujeres, y diciéndole en orden a ponerle temor que no era él solo el que se había hallado presente a ver las cosas que le decía, habiéndolo visto también otros muchos esclavos y libertos, conque no sería de algún provecho el silencio de uno solo, pudiéndole ser de mucho el adelantarse y prevenir a los demás descubriendo él la conjuración.
LV. Con esto, al nacer el día se va Melico a los huertos Servilianos, donde estaba Nerón, y negándosele la audiencia comienza a decir a grandes voces que traía cosas importantísimas y atroces que revelar al príncipe. Y entonces, los porteros le llevan a Epafrodito, liberto de Nerón, y éste después al príncipe, a quien dando cuenta del urgente peligro en que estaba por causa de la conjuración y de las demás cosas que había oído y conjeturado, le muestra también el puñal mismo preparado para quitarle la vida, instando a que se asegurasen de Cevino; el cual, arrebatado por los soldados y traído a la presencia de César, comenzó a defenderse diciendo: que el puñal con que le argüían había sido tenido en gran veneración por su padre, guardándole en el propio aposento en que dormía, de donde con engaño se lo había robado el liberto; que otras muchas veces había sellado su testamento sin observancia alguna de días; que otras veces también había dado libertad y dineros a sus esclavos, y si entonces se había mostrado con ellos más liberal era porque, hallándose ya con poca hacienda y más apretado que nunca de sus acreedores, desconfiaba de que se pudiesen cumplir sus últimas voluntades; que siempre había procurado comer espléndidamente y pasar una vida alegre y regocijada, aunque murmurada por esto de los severos jueces de nuestras acciones; que no se habían aparejado por su orden vendas ni medicamentos para curar heridas, sino que resolviéndose el liberto de imputarle cosas notoriamente falsas, le había parecido añadir aquélla en que se podía notar alguna apariencia de delito y en que él pudiese a un mismo tiempo hacer oficio de acusador y de testigo. Dijo todas estas palabras con un ánimo tan constante y tan franco, acusándole de hombre infame y abominable con tanta seguridad de voz y poca mudanza de rostro, que comenzaba a desvanecerse el indicio y a vacilar el acusador, si no le advirtiera su mujer de que Antonio Natal había tenido largas y secretas pláticas con Cevino, y que entrambos eran íntimos amigos de Cayo Pisón.
LVI. Traído, pues, para esta averiguación Natal, y examinados separadamente sobre lo que habían hablado y conferido entre sí, como no se conformasen en las respuestas, entrando Nerón en vehemente sospecha, mandó que los pusiesen en hierros y poco después a cuestión de tormento, a cuya primera vista y amenazas confesaron sin dificultad el delito. Fue con todo eso Natal el primero, como más bien informado de toda la conjuración y que como tal podía argüir mejor a los conjurados; y comenzó por Pisón, nombrando después a Anneo Séneca, o que él hubiese servido de tercero entre Pisón y Séneca, o por granjear la gracia del príncipe, el cual, aborreciendo a Séneca, buscaba todos los medios que podía para acabar con él. Cevino, entonces, sabida la confesión de Natal, con la misma flaqueza de ánimo, o entendiendo por ventura que todo estaba descubierto y que no le podía ser ya de algún provecho el callar, descubrió a todos los otros; de los cuales, Lucano, Quinciano y Seneción al principio estuvieron firmes; pero dejándose vencer después con las promesas del perdón, por excusarse de lo que habían tardado en confesar, nombraron, Lucano a su madre Atila, Quinciano a Glicio Galo, y Seneción a Annio Polión, sus mayores amigos.
LVII. Entre tanto Nerón, acordándose que por la denunciación que hizo Volusio Próculo estaba todavía presa Epicaris, persuadiéndose a que, como mujer, no sufriría el dolor de los tormentos, mandó que la hiciesen pedazos en ellos; mas ni los cruelísimos azotes, ni el fuego, ni la rabia de los que, por no verse burlados de una mujer, la atormentaban con mayor fiereza, fueron parte para que ella dejase siempre de negar lo que se le imputaba. Con este menosprecio pasó Epicaris la tortura del primer día. Venido el siguiente y trayéndola a los tormentos en una silla (porque teniendo hechos pedazos todos los miembros no podía tenerse en pie), quitándose la faja con que traía ceñido el pecho, haciendo un lazo de ella y atándola a uno de los arcos de la silla, puso el cuello dentro del lazo, y haciendo fuerza con todo el peso del cuerpo, acabó de arrancar el poco espíritu que le quedaba; con ejemplo tanto más ilustre de una mujer libertina, puesta en tanto aprieto por defender a personas extrañas para ella y por ventura no conocidas, cuanto los hombres libres, caballeros romanos y senadores, tocados apenas de los tormentos, descubrían y acusaban a sus más caras prendas, esto es, a sus mayores amigos y cercanos parientes. Porque Lucano, Quinciano y Seneción no cesaban de ir nombrando poco a poco a todos los cómplices del trato, amedrentándose por momentos más y más Nerón, aunque, reforzadas las guardias de su persona, se hubiese hecho rodear por todas partes de soldados, mandando ocupar con diferentes cuerpos de guardias los muros de la ciudad, riberas del río y costa marítima, y puesto como en prisión a Roma.
LVIII. Corrían por las plazas, por las calles, quintas y aldeas comarcanas gran número de infantes y caballos, mezclados con los germanos de la guardia, en quien se fiaba más el príncipe, como en gente extranjera; resultando de aquí el traerse continuamente tropas y recuas de presos, siguiéndose unos a otros hasta llegar a las puertas de los huertos, donde se veían infinitos tendidos por aquellos suelos. Y admitidos a ser interrogados, el haberse casualmente hablado con alguno de los del trato, encontrádose de improviso, comido, o estado en su compañía en fiesta o regocijo público, era todo calificado por delito. Y a más de las terribles y crueles preguntas que hacian a los reos Nerón y Tigelino, los apretaba también con gran violencia Fenio Rufo, no habiendo sido nombrado aún por los que declaraban la conjuración; y deseando acreditarse por ignorante del caso, no cesaba de mostrarse riguroso contra sus compañeros. Y el mismo Fenio detuvo a Subrio Flavio, que estaba allí presente y le hacia señas si entretanto que se ventilaba la causa echaría mano a la espada y acabaría con Nerón, interrumpiéndole y refrenando aquel ímpetu cuando ya Subrio tenía la diestra sobre la empuñadura.
LIX. Algunos, después de descubierta la conjuración, mientras estaban oyendo a Melico y mientras Cevino estaba suspenso entre el negar y el confesar, exhortaban a Pisón a que se fuese a los alojamientos pretorianos o a la plaza llamada de los Rostros, y en una parte o en otra con alguna oración procurase ganar el favor de los soldados o del pueblo; porque si se juntaban todos los conjurados y sus cómplices en ayuda de sus intentos, era cierto que le seguirían también otros muchos, aunque ignorantes del caso, por la fama grande que traía consigo este movimiento, cosa que suele valer mucho en los consejos nuevos y arrebatados. Alegaban que no había hecho Nerón contra esto prevención alguna; y que si hasta los ánimos valerosos suelen perderse en los accidentes repentinos, ¿cuánto mejor se podría esperar de aquel farsante, acompañado de Tigelino y de sus mancebas, y más si les había de ser necesario empuñar las armas? Que muchas cosas que parecen imposibles a los cobardes suelen hallarlas muy fáciles los valerosos con sólo resolverse en intentarlas; que era disparate pensar que podía conservarse el silencio y la fe entre tanto número de conjurados, y que al fin se vencería todo con tormentos o con premios; que se desengañase que habría también para él prisión, tormentos y una muerte infame y vergonzosa. ¿Con cuánta mayor alabanza —decían— acabaréis la vida mientras abrazáis la República y pedís socorro para restituirle su libertad, y mientras, aunque os falten los soldados y os desampare el pueblo, ve el mundo que no os desampara el ánimo y el valor que heredasteis de vuestros antecesores, y que a todo mal librar habéis sabido escoger una honesta y honrada muerte?, No haciendo algún movimiento con todas estas razones y habiéndose dejado ver algún tanto en público, Pisón se retiró después solo a su casa, adonde atendió a fortalecer el ánimo para sufrir la muerte, hasta que llegó una tropa de soldados poco antes recibidos a sueldo, a quien escogió Nerón, por no fiarse de los viejos, como gente que podía estar sobornada. Murió, pues, Pisón, cortándose las venas de los brazos, y dejó un testamento lleno de vergonzosas adulaciones para con Nerón. Atribuyóse al gran amor que tenía a su mujer a la cual, sin tener otra cosa digna de alabanza que la hermosura y gallardía corporal, había quitado Pisón a un amigo suyo con quien estaba casada. Llamábase esta mujer Arria Gala, y el primer marido Domicio Silio. Éste con su sobrada paciencia y ella con su deshonestidad acrecentaron la infamia de Pisón.
LX. El primero a quien después de éste hizo matar Nerón fue Plaucio Laterano, nombrado cónsul; y con tanta prisa, que no se le permitió el abrazar a sus hijos, ni aquella breve dilación de escoger la forma de muerte, que se daba a otros; antes llevado al lugar donde suelen justiciarse los esclavos, fue allí muerto cruelmente por manos de Estacio, tribuno; conservando con gran constancia un generoso silencio, sin dar en rostro al tribuno con la conciencia de la misma culpa. Siguió a esta muerte la de Anneo Séneca, muy agradable al príncipe; no porque se hallase contra él culpa alguna en la conjuración, sino por ejecutar con hierro lo que no había podido con veneno; porque hasta entonces no había sido nombrado más que por Natal sólo, quien dijo que Pisón le había enviado a visitar a Séneca estando enfermo y a dolerse con él de que no consentía que le visitase; añadiendo que era mejor poner nuevas raíces a su amistad, tratándose y comunicándose familiarmente, y que Séneca había respondido que el conversar entre sí y verse a menudo no era conveniente a ninguno de los dos; pero que su salud pendía de la salud y seguridad de Pisón. Estas palabras mandó el príncipe que refiriese a Séneca Granio Silvano, tribuno de una cohorte pretoria, y que le preguntase si era verdad que hubiese pasado aquel coloquio entre él y Natal. Había casualmente Séneca (otros dicen que de industria) vuelto aquel día de Campania, y alojádose en una quinta suya, a una legua de la ciudad, donde cerca de la noche llegó el tribuno; y después de haber hecho cercar la quinta de escuadras de soldados, hallando a Séneca cenando con Pompea Paulina, su mujer, y dos amigos, le notificó las comisiones que llevaba del emperador.
LXI. Respondió Séneca: Que era verdad que había venido a él Natal de parte de Pisón, quejándose de que queriendo visitarle se le había negado la entrada; que a esto se había excusado con su enfermedad y con el deseo que tenía de quietud; y que en lo demás, nunca había tenido causa para anteponer a su propia salud la de un hombre particular; ni él de su naturaleza era inclinado a lisonjas, como mejor que otro alguno lo sabía el mismo Nerón; el cual había hecho más veces experiencia de la libertad de Séneca, que de su servil adulación. Referida por el tribuno esta respuesta al príncipe en presencia de Popea y de Tigelino, que era el consejo secreto con quien resolvía el modo de ejercitar su crueldad, le preguntó si Séneca se preparaba para tomar una muerte voluntaria, y afirmando el tribuno que no había conocido en él señal alguna de temor ni de tristeza en palabras ni en rostro, se le manda que vuelva y que le notifique la muerte. Escribe Fabio Rústico, que no volviendo el tribuno por el mismo camino por donde había venido, torció por casa del prefecto Fenio, y que dándole cuenta de la orden que llevaba de César y preguntándole si la obedecería con vileza y cobardía fatal de todos, le respondió que la obedeciese; porque también Silvano era de los conjurados, aunque ahora acrecentaba aquellas maldades, en cuya venganza había consentido como los demás. Con todo eso, no quiso ver ni hablar a Séneca; antes envió en su lugar a un centurión que le notificase la última necesidad.
LXII. Séneca, sin temor alguno, pidió recado para hacer testamento, y negándoselo el centurión, vuelto a sus amigos les dice: que pues se le impedía el reconocer y gratificar sus merecimientos, les dejaba una sola recompensa, aunque la mejor y más noble que les podía dar, que era el espejo y ejemplo de su vida; del cual, si tenían memoria, sacarían una honrada reputación y el loor de haber conservado y sabídose aprovechar del fruto de tan constante amistad. Y juntamente, ya con amorosas palabras, ya con severidad a manera de corrección, les hacía dejar el llanto y los procuraba reducir a su primera firmeza de ánimo, preguntándoles: ¿dónde estaban los preceptos de la sabiduría; dónde la disposición preparada con el discurso de tantos años para oponerse a cualquier accidente y eminente peligro? Porque a todos era notoria la crueldad de Nerón, a quien no quedaba ya otra maldad por hacer, después de haber muerto a su madre y hermano, sino el quitar la vida a su ayo maestro.
LXIII. Después de haber dicho en general éstas y semejantes cosas, abraza a su mujer, y habiéndole mitigado algún tanto la fuerza del temor presente, le exhorta y le ruega que trate de templar y no de eternizar su dolor, procurando con la contemplación de su vida pasada virtuosamente tomar algún honesto consuelo y en su manera olvidar la memoria de su marido. Ella, en contrario, afirmando que también tenía hecha resolución de morir entonces, pide con gran instancia la mano del matador. Con esto, Séneca, no queriendo impedirle su gloria, y juntamente amándola con ternura, por no dejar a tan caras prendas en poder de tantas injurias y tan crueles destrozos, le dijo: Yo te había mostrado los consuelos que había menester para entretener la vida; mas veo que tú escoges la gloria de la muerte. No pienso mostrar que te tengo envidia al ejemplo que has de dar de ti, ni estorbarte esta honra. Sea igual entre nosotros dos la constancia de nuestro generoso fin; aunque es cierto que el tuyo resplandecerá con mayor excelencia. Después de esto se cortaron a un mismo tiempo las venas de los brazos. Séneca, porque siendo ya muy viejo y teniendo el cuerpo muy enflaquecido con la larga abstinencia despedía muy lentamente la sangre, se hace cortar también las venas de las piernas y los tobillos. Y cansado de la crueldad de aquellos tormentos, por no quebrantar con las muestras de su dolor el ánimo de su mujer, y por no deslizar él en alguna impaciencia, viendo lo que ella padecía, la persuade a que se retire a otro aposento. Y sirviéndose de su elocuencia hasta en aquel último momento de su vida, llamando quien le escribiese dictó muchas cosas que, por haber quedado en el vulgo con las mismas palabras, excusaré el referirlas.
LXIV. Mas Nerón, no teniendo odio particular contra Paulina y por no hacer más aborrecible su crueldad, mandó que se le estorbase la muerte. Y así, a persuasión de los soldados, sus propios esclavos y libertos le vendan las incisiones de las venas y le restañan la sangre. No se sabe si con su consentimiento; porque, como quiera que el vulgo se inclina siempre a los peores juicios, no faltó quien creyese que mientras juzgó por implacable la ira de Nerón, deseó la fama de imitar y acompañar en la muerte a su marido; mas que habiéndosele ofrecido después más blandas esperanzas, se dejó vencer de la dulzura de la vida; a la cual añadió después bien pocos años, con una loable memoria de su marido y con un color pálido en el rostro y miembros, que se mostraba bien haber perdido mucha parte del espíritu vital. Séneca, entretanto, durándole todavía el espacio y dilación de la muerte, rogó a Estacio Anneo, en quien tenía experimentada gran amistad y no menor ciencia en la medicina, que le trajese el veneno ya de antes prevenido, que era el que solían dar por público juicio los atenienses a sus condenados; y habiéndoselo traído, le tomó, aunque sin algún efecto, por habérsele ya resfriado los miembros y cerrado las vías por donde pudiese penetrar la violencia de él. A lo último, haciéndose meter en el aposento donde había un baño de agua caliente, y rociando con ella a sus criados que le estaban más cerca, añadió estas palabras: Este licor consagro a Júpiter librador. Metido de allí en el baño, y rindiendo el espíritu con aquel vapor, fue quemado su cuerpo sin pompa o solemnidad alguna, como antes lo había ordenado en su codicilo, mientras hallándose todavía rico y poderoso iba pensando en lo que se había de hacer después de sus días.
LXV. Hubo fama que Subrio Flavio había tratado secretamente con los centuriones, y no sin sabiduría de Séneca, que después de haber muerto a Nerón con el favor y ayuda de Pisón, fuese muerto también el mismo Pisón, y se entregase el Imperio a Séneca, como a hombre inculpable y por el esplendor de sus virtudes merecedor de aquella suprema grandeza; y hasta las palabras mismas de Flavio andaban también en boca del vulgo. Honrado trabajo fuera el nuestro —decía él— si para remedio de la afrenta pública quitásemos el Imperio a un tañedor de cítara para darle a un farsante de tragedias. Decía esto Flavio, porque así como Nerón acostumbraba a cantar al son de la cítara, así también Pisón cantaba en el tablado vestido en hábito trágico.
LXVI. Tampoco pudo estar más tiempo secreta la conjuración de los soldados, encendiéndose por momentos los ánimos de los que se veían descubiertos contra Fenio Rufo, no pudiendo sufrir que siendo cómplice en el delito fuese a un mismo tiempo riguroso examinador de los acusados. Y así, mientras Rufo instaba y amenaza a Cevino, éste le respondió sonriéndose que ninguno sabía con mayor particularidad lo que le preguntaba que él mismo. Y tras esto le exhorta a que pague de su voluntad lo mucho que debe a la de tan buen príncipe. No tuvo a esto Fenio palabras que responder, ni supo tampoco tener silencio; antes embarazándose con la repentina turbación, dio bastantes muestras de que estaba medroso; y haciendo gran fuerza los demás por convencerle, especialmente Cervario Próculo, caballero, asió de él por orden de César un soldado llamado Casio, a quien le tenían allí para aquello como hombre de fuerzas extraordinarias, y al momento le puso en hierros.
LXVII. Luego, por confesión de los mismos, fue derribado Subrio Flavio, tribuno; el cual, defendiéndose al principio con mostrar la diversidad que había de costumbres y profesiones entre él y los conjurados, y que siendo como era hombre criado entre las armas, no había de tomar por acompañados para una empresa tan grande a gente afeminada y sin armas, viéndose después apretado, tuvo por acción de gloria el confesar. Y preguntándole Nerón la causa que había tenido para olvidarse del juramento que le tenía prestado, respondió: Teníate ya aborrecido; y advierte que mientras mereciste ser amado ninguno de tus soldados te fue más fiel que yo; pero comencé a aborrecerte desde que mataste a tu madre y a tu mujer, y te hiciste cochero, representante, y finalmente abrasaste tu propia patria. He referido las mismas palabras de Flavio por no haberse divulgado tanto como las de Séneca, y porque no me parecen menos dignos de ser sabidos estos conceptos de un hombre militar, llenos de gallardo espíritu, aunque declarados en estilo tosco; y es, sin duda, que no le sucedió a Nerón cosa tan pesada en toda aquella conjuración, ni que más le defendiese los oídos; porque aunque era pronto en cometer las maldades, no gustaba de que se las trajesen a la memoria, ni estaba acostumbrado a que se le diese en rostro con ellas. Cometióse el ejecutar el castigo de Flavio a Veyano Nigro, tribuno; el cual mandó cavar un hoyo donde meterle en cierto campo allí cercano y viéndole Flavio, considerando que le había dejado muy estrecho y poco hondo, volviéndose a los soldados circunstantes, dijo: ni aun esto ha sabido hacer Nigro conforme a las reglas militares. Y amonestándole él mismo a que extendiese animosamente el cuello para recibir el golpe, le respondió: ojalá hirieses tú con tanto ánimo. Y él, todo temblando, habiéndole cortado la cabeza apenas de dos golpes, se alabó después con Nerón de que por usar de crueldad con él le había hecho morir de golpe y medio.
LXVIII. Sulpicio Aspro, centurión, dio el segundo ejemplo de constancia; cuando preguntándole Nerón la causa por qué había conspirado contra él, le dio esta breve respuesta: porque no era posible poner de otra manera remedio a tus maldades. Y dicho esto se ofreció a la pena que le estaba ordenada. No degeneraron los demás centuriones de su valor en dejar de morir con valerosa constancia; aunque faltó esta fortaleza de suerte en Fenio Rufo, que hasta su testamento hinchió de lamentaciones. Esperaba también Nerón a que fuese nombrado entre los conjurados el cónsul Vestino, teniéndole por hombre violento y conocidamente su enemigo. Mas ellos no habían confiado de él sus intentos, algunos por competencias viejas, y muchos porque le tenían por insociable y arrojadizo. Tuvo principio el aborrecimiento de Nerón con Vestino de la estrecha familiaridad que hubo entre los dos, mientras éste, habiendo acabado de conocer la vileza y poco ánimo del príncipe, le menospreciaba; y Nerón, en contrario, temía la fiereza de ánimo de Vestino, que muchas veces le solía motejar con donaires mordaces, los cuales, en arrimándose mucho a la verdad, dejan siempre de sí desapacible y áspera memoria. Añadíase a esto la reciente ocasión de haber tomado Vestino por mujer a Estatilia Mesalina, sabiendo muy bien que César era uno de sus adúlteros.
LXIX. Pero faltando delito y acusadores, y no pudiendo valerse del color de la justicia como señor, se resolvió en usar de la fuerza como tirano, enviándole a casa a Gerelano, tribuno, con una cohorte de soldados, y mandándole que previniese los intentos del cónsul y se apoderase de la fortaleza y de la escogida juventud que tenía consigo; porque Vestino tenía sus casas muy altas y eminentes sobre la plaza y buen número de pajes hermosos y casi todos de una misma edad. Había cumplido Vestino por aquel día con todos los negocios de su oficio de cónsul, y sin temor alguno, si ya no era que lo hacía por disimularle, celebraba un banquete; cuando entrados dentro los soldados, le dijeron que le llamaba el tribuno. Él se levanta al mismo punto de la mesa, y haciendo prevenir con gran presteza todos los aparejos necesarios para quitarse la vida, se cierra en su aposento, viene el cirujano, le cortan las venas, y estando todavía con harto vigor se hace meter en el baño, adonde sin dar alguna muestra de dolerse de sí mismo, murió zambullido en aquella agua caliente. Entretanto estuvieron rodeados de buenas guardias los convidados, y no los dejaron salir hasta que pasó gran parte de la noche, en que tuvo Nerón harta ocasión de reírse y burlarse de la arma falsa y del miedo que habían pasado. Y después, cuando le pareció que tenían ya bien tragada la muerte, mandó que los dejasen salir, diciendo que harto caro les había costado el banquete consular.
LXX. Mandó después que se ejecutase la muerte de Marco Anneo Lucano; el cual, mientras le salía la sangre de las venas, cuando echó de ver que se le iban resfriando los pies y las manos y poco a poco se le retiraba el espíritu de las partes extremas, teniendo todavía caliente el pecho y sano el entendimiento, acordándose de ciertos versos compuestos por él en que pintaba la muerte de un soldado herido, los recitó desde el principio, y con las últimas palabras expiró. Murieron después Seneción, Quinciano y Cevino, no conforme al regalo y vicio de su vida pasada, y tras ellos los demás conjurados, sin haber hecho o dicho cosa digna de memoria.
LXXI. Henchíase, entre tanto la ciudad de mortuorios, y el Capitolio de víctimas¡ y aunque unos habían perdido hijos, otros hermanos, otros parientes y otros amigos, se hallaban todos necesitados a dar por ello gracias a los dioses, enramar sus casas de laureles, arrodillarse a los pies de César y romperle la mano a besos; y, él creyendo que procedía de general contento, con perdonar a Antonio Natal y Cervario Próculo, remuneró la prisa que tuvieron en confesar el delito. Melico, enriquecido con los premios que se le dieron, tornó un nombre que significa en lengua griega conservador. De los tribunos, Granio Silvano, que había sido absuelto, se mató con sus manos, y Estacio Próximo, con la vanidad de su muerte frustró el perdón que había alcanzado del emperador. Fueron después privados del oficio de tribunos Pompeyo, Comelio Marcial, Flavio Nepote y Estacio Domicio; no porque estuviesen convencidos de aborrecer al príncipe, sino porque se tenía esta opinión de ellos. A Novio Prisco, Glicio Galo y Anio Polión, más por la amistad que tenían con Séneca, que porque fuesen convencidos de este delito, se condenó en destierro perpetuo, en el cual acompañó a Prisco su mujer Antonia Flacila, y a Galo Egnacia Maximila, no con menos amor después que se le quitaron sus grandes riquezas que cuando las poseían, redundando entrambas cosas en particular gloria suya. Con la misma ocasión fue desterrado también Rufo Crispino, aunque de antes aborrecido de Nerón porque había sido casado con Popea. A Virginio y Musonio Rufo desterró de la ciudad el esplendor de su nombre; porque Virginio con su elocuencia, y Musonio con los estudios de filosofía, habían ganado gran nombre y el favor de la juventud romana. Clunidio Quieto, Julio Agripa, Blicio Catulino, Petronio Prisco y Julio Altino fueron echados a las islas del mar Egeo, como para hacer mayor la tropa y montón de los conjurados. Cadicia, mujer de Cevino, y Cesonio Máximo fueron desterrados de Italia, sin haber sido conocidos culpados en otra cosa que en la pena. Con Atilia, madre de Lucano, se disimuló sin castigarla ni absolverla.
LXXII. Después de haber ejecutado todas estas cosas Nerón, y tras una oración muy larga que hizo a los soldados, dio a cada uno sesenta ducados (dos mil sestercios), y añadió que se les diese el trigo para su provisión de balde, donde antes se les solía dar a la tasa; y luego, como si hubieran de referir los sucesos que habían tenido en alguna guerra, convoca el Senado, y concede en él los honores triunfales a Petronio Turpilano, varón consular, a Cocceyo Nerva, nombrado para pretor, y a Tigelino, capitán de los pretorianos, ensalzando de tal manera a Tigelino y a Nerva, que fuera de las estatuas triunfales que se les dedicaron en el foro, hizo poner también sus imágenes en palacio. Dio las insignias consulares a Ninfidio, de quien, pues no se ha ofrecido antes ocasión, referiré algunas cosas, siquiera porque ha de ser éste también gran instrumento de los estragos y las calamidades romanas. Tuvo Ninfidio por madre a una libertina, la cual entregó su cuerpo, harto dotado de hermosura, muchas veces a los libertos y esclavos de los emperadores; aunque él se alababa de que era hijo de Cayo César, o porque acaso se le parecía, por ser alto de cuerpo y de aspecto airado y feroz, o porque Cayo César, como amigo que era de tratar con mujeres ruines, engañase también a ésta como a otras.
LXXIII. Mas Nerón, después de haber hecho juntar el Senado y recitado una oración en él sobre lo sucedido, dio cuenta de todo al pueblo por un edicto, e hizo escribir en los libros públicos los cargos de los condenados y sus propias confesiones. Porque de ordinario le infamaba el vulgo culpándole de que había hecho morir a muchos varones inocentes por odio o por temor. Pero que esta conjuración se tramó al principio, y que después creció y cobró fuerzas hasta llegarse a descubrir y convencer como habemos dicho, ni entonces se puso duda por los que procuraron investigar la verdad, ni se atrevieron a negarlo después los que con la muerte de Nerón pudieron volver a la patria. Mas en el Senado, mientras estaban rendidos y sujetos todos a la adulación, y más los que tenían mayores causas de sentimiento, medroso Junio Galión a causa de la muerte de su hermano Séneca, y encomendándose por esto en los ruegos a los senadores, fue reprendido ásperamente por Salieno Clemente, llamándole rebelde y parricida; y pasara más adelante si no le fueran a la mano todos los demás, cargándole también de que quisiese abusar de las calamidades públicas y servirse de ellas contra sus aborrecimientos y pasiones particulares, renovando la memoria de las cosas que tenía olvidadas ya la benignidad y mansedumbre del príncipe, y aplicándolas de nuevo a materia de nuevas crueldades.
LXXIV. Decretáronse tras esto gracias y dones a los dioses, particularmente en honra del Sol, cuyo es un antiguo templo que hay junto al circo donde se había de ejecutar la maldad a título de que con su deidad había aclarado y descubierto los secretos de la conjuración. Que las fiestas de los juegos circenses, que se celebraban a la diosa Ceres, se hiciesen cada año por mayor circuito y con más número de caballos. Que el mes de abril se llamase de allí adelante Neronio, y que se edificase un templo a la Salud en el lugar donde Cevino había tomado el puñal, que consagró después el mismo Nerón en el Capitolio, con esta inscripción sobre él: A JÚPITER VENGADOR. Lo cual no se consideró por entonces; mas después que tomó las armas contra Nerón Julio Víndice, que quiere decir vengador, se tomó por un presagio y agüero de la venganza que se esperaba. Hallo en los comentarios del Senado, que Cerial Anicio, electo para cónsul, propuso, cuando llegó a dar su voto, que de gastos públicos se edificase lo más presto que fuese posible un templo al divo Nerón, entendiéndolo él verdaderamente en honra de aquel príncipe, que en su opinión había ya subido de la cumbre mortal a merecer ser adorado de los hombres, para que también se convirtiese después en agüero de su muerte. Porque al príncipe no se le dan honores divinos hasta que deja de vivir entre los mortales.