14

 

ARRIBAR al lugar de la cacería me resultó sorprendentemente fácil. Había imaginado que los tipos de seguridad se me tirarían encima por el camino, pero, curiosamente, no tropecé con ninguno. Me había preparado una excusa para que me dejaran pasar. Mis ojos seguían buscando los cables contra la caza furtiva que disparaban municiones de fogueo, pero supuse que los habían retirado antes de iniciar la cacería. Tampoco hacía falta un machete para atravesar los bosques de Dersingham. A diferencia de algunos bosques canadienses, donde no se advierte ni una huella humana, en estos bosques se apreciaba la mano del hombre en la disposición de las plantas y en los caminos apisonados, en sus sotos y matorrales. Eran, en cierta manera, tan chiquitines y ordenados como la propia Inglaterra, más chiquitines y ordenados aún que la chiquitina y ordenada isla Príncipe Eduardo.
El viento era helado y aunque no te acuchillaba el rostro, era, con todo, afilado. Vestía mi chaquetón forrado de lana y un jersey debajo. Me subí la capucha no sólo para protegerme las orejas, sino de los objetivos Nikon que probablemente merodeaban por los alrededores. Pese a todo, no me habría importado utilizar uno de esos Barbour a prueba de viento, pero hay que ver lo
que cuestan, ¡más que el salario de una semana! En los pies llevaba mis incondicionales botas, pero lo que realmente necesitaba eran unos leotardos. Llevaba puestos unos téjanos pero algo debajo no me habría ido mal.
El sonido de un cuerno a lo lejos y la respuesta ahogada de un silbato me dieron una idea del paradero de la partida de caza. A los pocos segundos me llegó el ruido de palos, alaridos y silbatos, de los batidores que se abrían paso entre la maleza golpeando los troncos de los árboles para asustar a los pájaros y obligarles a abandonar sus escondrijos.
Alguien bramó «¡Allí!» e inmediatamente el primer disparo de una escopeta rasgó el aire, haciéndome saltar del susto. Hubo un segundo disparo, y un tercero, y de pronto estalló la guerra en la finca de su majestad. Una descarga interminable se sucedía sin fin. Seguro que ahora no tendré problemas para dar con ellos, pensé mientras apretaba el paso en dirección al origen del estruendo, aplastando las hojas muertas bajo mis pies, sintiendo las punzadas del viento en las mejillas y atisbando en el cielo alguna que otra criatura con plumas que había tenido la suerte de escapar.
Tras unos minutos de marcha rápida, durante los cuales la cortina de fuego se hizo aún más intensa y apremiante, la partida de caza asomó súbitamente al otro lado de unos pinos. Inmediatamente dirigí la mirada al negro cielo invadido de pájaros que eran cazados al vuelo y se precipitaban lastimosamente al suelo. Había llegado al borde de un soto situado en ángulo oblicuo al espectáculo, y desde allí veía pasar figuras sigilosas y expectantes hacia los cazadores dispuestos delante de un matorral, cada una apuntando resueltamente al aire con su cañón mientras los cargadores se esforzaban por no rezagarse, abriendo y cargando escopetas como si estuvieran poseídos. Se había formado un maraña de Barbours y botas Wellington, de chaquetas de mezclilla y labradores negros. El olor agrio de los cartuchos usados me penetró la nariz. El incesante tiroteo me martilleaba los oídos. La situación era desconcertante e, instintivamente, retrocedí hacia la maleza en busca de refugio. Entre las hojas muertas divisé un destello metálico. Por un momento pensé que había tropezado con una trampa para cazadores furtivos, más cuando me agaché para examinarlo, agradeciendo la oportunidad de perder de vista la sangría, comprobé que se trataba de un reloj de pulsera muy delicado y elegante que parecía llevar a la intemperie bastante tiempo. El cristal estaba un poco empañado y la superficie, de acero inoxidable o plata o puede que incluso platino, algo rayada. Había una inscripción en el dorso cubierta por una capa de barro endurecido. Un obsequio con dedicatoria, me dije mientras intentaba rasgar el barro. Pero justo cuando iba a guardármelo en el bolsillo, sucedió algo.
De repente se hizo el silencio. El tiroteo había terminado.
Como por orden del director de escena, el cuadro se dispersó. Los cazadores, con la escopeta hincada en la curva del codo, formaron grupos para conversar mientras sus cargadores se unían a otros empleados de la finca para recoger los cadáveres de los faisanes esparcidos por la hierba y los rastrojos. Los perros, obedeciendo órdenes, salieron disparados a buscar las piezas caídas en lugares más remotos, felices de verse libres. A lo lejos divisé una caravana de Land Rovers, un viejo camión con techumbre de lona que supuse trasladaba a los batidores de un lugar a otro y un segundo camión hacia el que los trabajadores ya empezaban a llevar brazadas de faisanes. Había algo extrañamente conmovedor en la escena. Tuve la sensación de que el tiempo se detenía y entraba en un drama eduardiano. Qué pena que mis ropas fueran tan vulgares, aunque, pensé mientras salía de mi escondite, las otras mujeres tampoco vestían al estilo eduardiano, sino que llevaban pantalones y prácticos Barbours. Sólo algunos cazadores y guardabosques vestían de forma más atemporal: chaquetas Norfolk, pantalones cortos y calcetines de vivos colores.
El príncipe Carlos, con su gorra de mezclilla en la cabeza, hablaba con su hijo mayor, el príncipe Guillermo, que había crecido mucho desde la última vez que lo vi y ya era lo bastante mayor para participar en las cacerías. El príncipe Eduardo charlaba con un grupo de gente que incluía al príncipe Andrés y a lord Thring, cuyo cuerpo descansaba sobre un bastón-taburete. Pedro Felipe, el hijo de la princesa Ana, tenía la mala suerte de hablar con Bucky, que llevaba puestos los tapones para los oídos que se utilizan para evitar la pérdida auditiva (aunque, en su caso, me preguntaba si no los llevaría para amortiguar los ruidos bruscos a fin de prevenir un ataque epiléptico, como había ocurrido durante la pantomima). Bucky, afortunadamente, estaba de espaldas a mí. Un poco más allá divisé al príncipe Felipe inclinado agresivamente sobre Davey Pye mientras el pobre Davey, con una chaqueta de color verde salvia fuera de tono, contemplaba malhumorado la Purdey que tenía en las manos. Supuse que se estaba haciendo un hombre. Por último, al fondo de todo vi una silueta solitaria y, para mi sorpresa, femenina. En el singular mundo de las cacerías, las mujeres están para mirar —a veces también para hacer de batidoras o guiar a los perros— pero no para participar en la cacería propiamente dicha. Sin embargo, ahí estaba lady Thring, con la escopeta bajo el brazo, el Barbour marrón, la rubia melena asomando por debajo del sombrero tirolés y una bufanda de Hermès alrededor del cuello. Estaba resplandeciente. Hacía que las mezclillas y los Barbour de los demás parecieran trapos viejos. Y quizá por ello,
y porque era una mujer en ese coto esencialmente masculino, se había quedado sin camarilla. Hasta su cargador la había abandonado pese a que Pamela señalaba impaciente con su mano enguantada una figura aturullada y cabizbaja que se arrastraba por la maleza.
Mi presencia apenas atrajo la atención, pues casi todo el mundo estaba concentrado en sus cosas. El inspector Jenkyns, sin sombrero y asomando media cabeza por encima de los demás, me miró con expresión ceñuda desde lejos, pero alguien casi tan alto como él con una parka azul lo tenía enfrascado en una conversación, de modo que no se molestó en frenar mi avance. De todos modos, yo estaba decidida a dar con su majestad. Me costó poco encontrarla. Ahí estaba, su figura menuda embutida en un chaquetón encerado de color verde salvia con capucha, pantalones a juego y unas viejas botas negras. Con una mano sujetaba un cayado corto mientras con la otra hacía sonar su silbato. El labrador que tenía a los pies salió disparado hacia los matorrales y empezó a olfatear la zona mientras la reina lo guiaba desde lo lejos con el silbato y haciendo gestos con las manos. El perro la miraba expectante y luego se zambullía en el follaje que señalaba su majestad. El espectáculo era bastante asombroso. Llegué a la altura de la reina justo cuando el animal regresaba con su presa —un rollizo faisán— y la depositaba amorosamente a los pies de su ama. Su majestad alzó el silbato y el proceso se reanudó.
—Ah, hola, Jane —dijo su majestad, mirándome con sus gafas de lechuza. Tirabuzones grises asomaron por debajo de la capucha cuando giró la cabeza. Su rostro sonrosado brillaba a causa del esfuerzo y, probablemente, del placer de guiar a los perros—. ¿Qué te trae por aquí? ¡Oh! —Tragó aire.
—¿Majestad?
—¿Qué llevas ahí, Jane?
—Oh, lo siento, señora, había olvidado que lo llevaba en la mano. Encontré esto cuando venía hacia aquí. Parece un reloj viejo. —Lo deposité en su palma.
El perro regresó con otro faisán, pero la reina ignoró sus jadeos.
—¡Mi reloj! —exclamó mientras se quitaba los guantes de lana gris para palpar mejor la superficie—¡Es mi reloj! Qué extraordinario. ¿Dónde lo encontraste?
—En aquellos matorrales, señora. —Señalé el lugar de donde venía.
—¡Es increíble! Lo perdí hace muchos años, tantos que ya no recuerdo el número. Creía que fue a varios kilómetros de aquí. Me Jo regaló el presidente de Francia siendo yo una jovencita, no mucho antes de la guerra, y tenía un gran valor sentimental para mí. Lo llevé en mi boda. Me dolió mucho perderlo.
—Casi enviaste al ejército a buscarlo, si no recuerdo mal —dijo secamente la princesa Ana, que estaba guiando a los perros no muy lejos de nosotras y se había acercado al oír la exclamación de su madre.
—Ya, bueno, es que le tenía mucho cariño. Me alegro tanto... Oh, Ben —dijo, dirigiéndose al perro impaciente que tema a los pies—. ¡Adelante! —Hizo sonar el silbato y el negro labrador salió disparado—. Pero me pregunto cómo...
—Quizá fue un pájaro, señora —sugerí—. Un pájaro que se vio atraído por los destellos del reloj y luego lo dejó caer al ver que no era comestible.
—Probablemente —convino la princesa Ana.
—¡Felipe! —gritó la reina—. ¡Felipe, ven aquí!
Su alteza real liberó a Davey de sus bravatas intimidadoras y se acercó. Estaba pálido, ojeroso y de mal humor. Davey, al reparar en mi presencia, pidió socorro con los labios por detrás de su alteza real y puso cara de pena, como un terrier infeliz.
—¿Qué ocurre? —preguntó el príncipe Felipe.
—¿Te acuerdas de este reloj? —La reina lo alzó con deleite.
Su alteza real lo contempló por debajo de su larga nariz.
—Recuerdo que casi enviaste al ejército a buscarlo.
La princesa Ana reprimió una sonrisa. La reina torció el gesto.
—No estuve a punto de enviar al ejército —dijo con calma—. Felipe, si la artritis te molesta tanto, ¿por qué no te vas a casa?
—He traído mi calentador para la mano. Es ese estúpido lacayo...
—No haberle elegido. Davey no parece muy... apto para el deporte.
—Mmmm —murmuró su alteza, reacio a aceptar la observación.
—Sea como sea, estoy muy contenta, Jane —dijo, volviéndose hacia mí mientras su marido regresaba junto al estúpido lacayo y su hija volvía a sus perros. Se guardó el reloj en el bolsillo del chaquetón—. Pero imagino que habrás venido por otro motivo —prosiguió, y envió al perro a por otro faisán.
—Señora, estoy aquí para hablarle de otra joya. He tropezado con otra diadema.
Y le conté aprisa y corriendo las circunstancias que me habían conducido hasta la diadema falsa oculta en la habitación de Bucky (con mis disculpas por fisgonear) y mis dudas sobre qué hacer.
—De modo que piensas que el joven señor Walsh era el poseedor original de la diadema de la duquesa de Windsor.
—Sé que no parece la persona indicada para poseer una cosa así, señora. E ignoro de dónde la sacó...
—Sobre todo teniendo en cuenta que la robaron hace cincuenta años.
—Exacto, señora.
La reina recompensó a Ben con unas palmaditas en el lomo y volvió a despedirlo. Luego miró en dirección a Bucky y lord Thring mientras yo me levantaba la capucha para que no me reconocieran. La gente empezaba a caminar en una misma dirección, supuse que hacia otra posición.
—Jane —dijo—, me temo que tendrás que contárselo a lord Thring. No tienes elección.
Miré furtivamente al marqués.
—Podría contárselo a la policía...
—Eso deberá hacerlo lord Thring —repuso su majestad con firmeza.
De acuerdo, tú eres la jefa, pensé, pero la estrategia no me convencía. En primer lugar, porque daba por sentado que el marqués hablaría con la policía. La aversión que lord Thring parecía sentir por su hijastro hacía creer que así lo haría. La devoción que sentía por la madre del hijastro hacía pensar que no. Por otro lado, ¿estaría el marqués dispuesto a hacer lo correcto? Supongo que sí. Era amigo de la reina.
—Sugiero que se lo digas después del té, durante la hora silenciosa —aconsejó la reina.
El labrador regresó. La masa negra se puso a brincar en tomo a la reina con la cola alta y agitada y la lengua fuera, a la espera de más instrucciones. Qué gusto, pensé, no tener que guardarse de los perros galeses y su afición por los tobillos humanos.
—¿Algo más? —me preguntó su majestad. Se guardó el silbato en el mismo bolsillo que el reloj y golpeó el suelo distraídamente con el cayado.
—De hecho sí —respondí—. Aunque... en fin, después de esto su majestad va a pensar que soy una auténtica fisgona. En realidad no estaba fisgoneando, pero dio Ja casualidad de que...
—Caminemos.
La reina echó a andar y yo la seguí.
—Pues bien —comencé, mirando en derredor para asegurarme de que nadie podía oírnos—, Jackie Scaife estaba recibiendo amenazas hechas con recortes de revistas...
—Sí, lo sé.
—Pues bien —tragué saliva mentalmente—, resulta que encontré un trozo de papel con unas letras y unos números recortados de revistas... en la habitación de lady Thring.
Me miró de soslayo.
—No me digas —contestó.
Fui incapaz de apreciar el tono de su comentario. ¿Sorpresa? ¿Preocupación? ¿Indignación? ¿Satisfacción? Se parecía más al que utilizaba al decir la palabra «interesante» en las conversaciones que mantenía con la gente de a pie durante sus paseos públicos. ¿Realmente estaba interesada o sólo pretendía ser agradable?
Sea como fuere, seguí hablando, pues ya no podía dar marcha atrás.
—Era un pedazo de una hoja más grande. Ignoro adonde fue a parar el resto.
—Probablemente al retrete.
—Sí, señora.
—¿Cuáles eran esos números y esas letras?
—Había una S y una A en una línea. Y un seis, un dos y un siete debajo.
—Un seis, un dos y un siete —repitió su majestad—. Parte de un... ¿número de teléfono?
—Puede, señora, pero esas tres cifras no bastan para localizarlo.
—A menos que sea parte del prefijo 0627.
—No se me había ocurrido. Si es parte de un prefijo, podría indicar una ciudad o una región.
—O podría formar parte de una dirección.
—También.
—O de una fecha. Veamos. Seis, dos, siete. El 6 de febrero... ¡Qué extraño! El 6 de febrero de 1952 fui proclamada reina.
Era ciertamente extraño e incluso preocupante, sobre todo si las pistas conducían de nuevo a su majestad. Pero, si se trataba de una fecha, ¿por qué ésa en concreto? —¿Tienes el papel contigo?
—Lo dejé en mi habitación, señora. Pero si está pensando en el siete, puedo decirle que tenía la esquina rasgada.
—En ese caso, podría tratarse del seis de febrero de algún año de la década de 1970, suponiendo, claro está, que sea una fecha. Y luego está la S y la A. Aquí las posibilidades son muchas más. Aunque—la reina hizo una pausa—. Se me ocurre que podría hacer referencia a algo de Sandringham, como por ejemplo la hora.
—¿Se refiere a la costumbre de adelantar los relojes media hora?
—Me sorprende que la conozcas, Jane. Mi tío David dejó de practicarla cuando yo era una niña.
—Alguien me habló de ella no hace mucho, señora. Pero ¿quién? ¡Claro, Caroline Halliwell! La marquesa había mencionado esa costumbre para explicar por qué había llegado tarde al Duke’s Head.
—... así pues —estaba diciendo su majestad—, podría referirse a las seis y veintisiete de la hora de Sandringham, esto es... las cinco cincuenta y siete de la hora Greenwich. —Sacudió la cabeza—. No me convence. Es una hora demasiado exacta. Pensaba que era la única que seguía ese horario.
La reina golpeaba el suelo helado con su bastón a cada paso que daba. Consciente de las miradas curiosas, traté de mantener la cabeza gacha sin parecer demasiado ridícula.
—Señora, he observado que lady Thring participa en la cacería.
—Lady Thring tiene una puntería excelente. Creo que entrenaba en Norteamérica —respondió.
—¿Creéis que podría estar amenazada por el FDA?
Su majestad condujo la mirada a un corrillo de árboles situados detrás de lady Thring, que acababa de unirse a su marido para dirigirse al siguiente puesto. Parecían pasárselo en grande. Lord Thring se estaba riendo a carcajada limpia con la cabeza echada hacia atrás, mientras que la marquesa sonreía y enlazaba su brazo al de él con ademán posesivo.
—Si lady Thring ha sido amenazada por esa gente, no me lo ha contado. Supongo que es posible...
Un estruendo de gruñidos y un destello de colmillos atrajo la atención de todo el mundo. Dos labradores, uno negro y otro rubio, se estaban peleando por algún asunto canino. La trifulca duró poco. Los entrenadores reaccionaron rápidamente y separaron a los perros de inmediato. El rubio se pavoneó erguido, aún con ganas de pelea, mientras que el negro, con el rabo entre las piernas, echaba a correr en otra dirección. Advertí la presencia de más personas en los alrededores de las que había observado desde mi escondrijo, entre ellas varios batidores —hombres de todas las formas y tamaños— y trabajadores de la finca. Algunos se dirigían al camión y otros echaban a andar hacia el siguiente bosque. Entre la multitud divisé a Tom Benefer y recordé que una de las razones que me habían traído hasta aquí era avisarle de la crisis sufrida por su esposa. Pero se hallaba lejos y la reina estaba siendo blanco de un labrador negro muy cariñoso y retozón. No podía abandonarla en ese momento. Además, de acuerdo con el protocolo, no podías retirarte hasta que ella lo ordenara.
—Déjame —dijo la reina cuando el perro se le subió e intentó lamerle la cara. El peso del animal estuvo a punto de derribarla—. ¿De quién es este perro?
—Señora, no entiendo cómo podéis distinguirlos.
A mí me parecen todos iguales.
—Es fácil distinguir a los perros cuando los tratas,
Jane. Lárgate de una vez —ordenó de nuevo al animal, empujándolo suavemente con su cayado. El perro captó el mensaje y se perdió en la multitud—. Podría ser de Affie —dijo su majestad mientras lo veía alejarse—. No está bien entrenado.
También yo seguí al perro con la mirada, y en ésas estaba cuando de repente reparé en una figura familiar que acompañaba a un grupo de hombres que en ese momento se detenía. El rostro estaba de perfil a mí.
Ostras! —exclamé. Una expresión que raras veces utilizo.
—¿Ostras? —repitió la reina.
—Mi padre, señora. Está allí, en ese grupo de la izquierda. Es el del abrigo azul. Bueno, en realidad es una parka.
Era una parka, la parka azul de mi padre. De modo que él era el hombre que había visto hablando con el inspector Jenkyns. ¿Cómo era posible que no le hubiese reconocí do? Pues muy sencillo. Ni en un millón de años habría imaginado a mi padre en una cacería de su majestad.
—¿Qué demonios está haciendo aquí? —espeté impulsivamente.
Su majestad, como es natural, ignoraba la respuesta. Con todo, un disparate se abrió paso a machetazos en mi mente: Ha venido a rogar a su majestad que me envíe de vuelta a Canadá. ¡Hay que detenerle!
Por fortuna mantuve la cabeza fría. Por muy descontento que mi padre estuviera con mi «carrera», no era la clase de persona que recurriría a mi empleadora. O eso creía.
La reina y yo llegamos hasta el grupo y mi padre, nada más verme, se acercó a nosotras. De repente me hallaba en una situación social que hace un año ni habría imaginado.
—Majestad, permitidme que os presente a mi padre, Steven Bee. Papá, te presento a su majestad la reina.
Como si no lo supiera.
—Espero que esté disfrutando de su estancia en Inglaterra, señor Bee. —La reina había adoptado el tono que utilizaba en sus paseos públicos.
—Mucho, majestad, gracias.
Debo confesar que me divertía ver a mi padre algo cortado.
—Tengo entendido que es usted sargento de la Policía Montada de Canadá.
—Así es, señora, del destacamento de Charlottetown.
—Qué interesante. La última vez que estuve en Charlottetown fue en 1973 para celebrar el centenario de la provincia.
—Lo recuerdo muy bien. Yo formaba parte de la guardia de honor.
—¿De veras? —Trató de recordar la cara de mi padre—. En fin, han pasado más de veinte años —Rió—. Su hija me ha dicho que es un admirador de Elvis Presley.
—Sí, señora.
Yo, entretanto, miraba a una y a otro. Nuestros alientos chocaban en el aire helado. La conversación no era nada del otro mundo, pero sabía que el encuentro iba a resultarme memorable, sobre todo porque iba a eliminar las dudas —a la porra el Desafío Elvis— que mi querido padre tenía sobre mi implicación en cierto suceso desagradable ocurrido en las inmediaciones de su majestad. ¡Toma ya!
Más en ese momento oí decir a mi padre:
—Señora, desde que estoy aquí he intentado animar a mi hija para que regrese a Canadá y se matricule de nuevo en la universidad...
—¡Papá!
—Me preguntaba si su majestad tendría algún consejo que dar a una muchacha que no atiende a razones.
La reina sonrió y sacudió la cabeza.
—No soy la persona indicada para dar consejos sobre educación universitaria, señor Bee. Verá, yo nunca fui a la universidad. Ni siquiera fui al colegio. Recibía la educación en casa. Con todo —añadió al ver la decepción de mi padre—, no creo que tenga motivos para preocuparse. Jane posee un espíritu independiente y un gran sentido común, y estoy segura de que tales cualidades le ayudarán mucho en la vida, haga lo que haga. A mí me han ayudado. Es obra suya, de usted y de su mujer. Creo que han hecho un buen trabajo con Jane.
—Gracias, señora —dijo mi padre. Algo humillado, pensé.
Hubiera podido abrazar a su majestad..
—En cualquier caso —prosiguió ella—, es mejor dejar que los hijos elijan su propio camino, por lo menos hasta cierto punto. Hace unos años mi hijo renunció a su cargo en la Infantería de Marina para gran disgusto de su padre. No era feliz, y ahora en cambio está mucho más satisfecho con su trabajo. Así que ahí tiene un buen ejemplo.
Su majestad amplió la curva de su sonrisa.
—Y ahora, si me lo permite, debo tener unas palabras con uno de mis invitados. Buena suerte, sargento. —Y se alejó con sus enormes botas de agua y dos exaltados labradores como carabina.

 

—Al menos lo has intentado —dije cuando su majestad ya no podía oírme.
La figura paterna se encogió de hombros.
—Pensé que si te negabas a escuchar a un cabeza de familia, tal vez escucharías a un cabeza de Estado.
—Eres un cocabeza de familia, papá, ¿recuerdas?
—He dicho un cabeza de familia, un cabeza, no el cabeza. —Pateó el suelo para sacudirse el frío—. Supongo, pajarito, que debería alegrarme por lo bien que ha hablado de ti, pero la verdad es que desearía que no estuvieras aquí.
—¿Aquí, aquí?
—No. Aquí, en Inglaterra.
No tenía ningunas ganas de discutir.
—¿Qué haces aquí? —pregunté para cambiar de tema—. Aquí, aquí.
—La policía local ha reforzado las medidas de seguridad. Pregunté si podía echar una mano y me dijeron que sí.
—Seguro que te localizaron.
—Por supuesto. —Me miró maliciosamente—. También a ti.
—¿Por qué lo dices?
—¿Cómo crees que conseguiste atravesar esos bosques sin que nadie te detuviera?
—Trabajo aquí.
—No, tú trabajas allí. —Ladeó la cabeza—. En esa casa de ladrillo rojo.
—¿Insinúas que si llegué hasta aquí sin que nadie se interpusiera en mi camino fue gracias a ti?
—No del todo. Algunos miembros de seguridad te conocen, pero yo ayudé. Te estaban observando. Podrían haberte devuelto a la casa grande.
—Oh.
Me sentía un poco decepcionada. Creía que había llegado hasta la partida de caza gracias a mi astucia. Me daba un poco de cosa pensar que había sido observada sin saberlo.
—Debí suponerlo cuando me di cuenta de que eras tú quien había estado hablando con el cuidador de la reina.
—¿El qué?
—Paul Jenkyns, el guardaespaldas personal de su majestad.
Recordé lo que Aileen Benefer había dicho sobre el amor adolescente o lujurioso o lo que fuera entre su hermana y Jenkyns, y me apresuré a contar a mi padre mi disparatada experiencia en el cuarto de la ropa blanca.
Mi padre miró a Jenkyns. Habíamos llegado a un nuevo puesto de árboles frente al cual ya había comenzado el ajetreo habitual. Los cazadores y sus respectivos cargadores estaban tomando posiciones con resolución casi militar a lo largo de la línea de ganchos, mientras que las damas y algunos guardabosques, empleados y miembros de seguridad y los perros se quedaban atrás para hacer de espectadores de la acción principal de una batalla premoderna. Jenkyns estaba a unos metros de su majestad con la cabeza, a diferencia de los demás, desnuda, como si ocultar tanta magnificencia gris fuera un crimen contra la belleza.
—Pero ese romance —concluí— tuvo lugar hace dos décadas. Y luego Jackie pasó en Estados Unidos casi todo ese tiempo.
Con todo, no pude evitar recordar la intensidad del amor adolescente, las estimulantes subidas, las devastadoras bajadas, la sensación, cuando se terminaba, de que nunca volverías a experimentar nada igual. ¿Pudo ese romance tener un efecto tan duradero? ¿Pueden los efectos durar hasta la cuarta o quinta década de la vida? Por desgracia, hallándome como me hallaba en los inicios de mi tercera década, me faltaba perspectiva para responder a esa pregunta. Se me ocurrió hablar de ello con mi viejo, pero algunas cosas eran demasiado retorcidas para hablarlas con un padre.
—Y entretanto él se casó —dijo papá.
—Un bombón como ése tiene que haber recibido más de una proposición. Quiero decir que es muy guapo —expliqué rápidamente al ver su expresión perpleja—. ¿No te parece?
—Mmmm, puede.
—Tengo entendido que su esposa es hija del alcalde de King’s Lynn y un poco repipi. Ayer oí a Jenkyns contar a lord Thring que él creció en Hunstanton, lo cual me extrañó, pues estoy segura de haber oído que creció en Lynn.
—¿Cómo va el matrimonio?
—No tengo ni idea, la verdad, aunque imagino que ser la esposa de un policía no es exactamente... oh, lo siento, papá.
—¿Y ser la hija de un policía? —inquirió.
La pregunta me pilló desprevenida.
—No está mal, papá. No me puedo quejar.
No, no estaba mal. La isla Príncipe Eduardo no destaca por su índice de criminalidad, de modo que la profesión de mi padre no llenaba de preocupación y sufrimiento nuestra vida familiar. Hubo algunos momentos tensos cuando yo era pequeña y mi padre pasaba menos tiempo en el despacho, pero de esas ocasiones recuerdo, sobre todo, los esfuerzos de mi madre por calmar el ambiente. Es, en mi opinión, más duro para la esposa o el esposo, según el caso.
—Supongo —continué— que ser guardaespaldas de la familia real genera tensión. Jenkyns pasa más tiempo con la reina que con su familia. Y luego están todos esos actos elegantes a los que tiene que asistir cuando está de servicio, por no mencionar el hecho de vivir en el palacio y viajar en limusina, o visitar el extranjero. La vida familiar debe de acabar pareciéndote un rollo.
.—¿De cuánto tiempo son los tumos?
—De ocho días, creo.
—¿Y qué hacen el resto del tiempo?
—Lo que llaman «viajes de reconocimiento». Si la reina va a inaugurar un hospital en Bristol, por ejemplo, el que va a ser su guardaespaldas y otros miembros de seguridad hacen el trayecto a seguir, registran los edificios circundantes, etcétera. Pero, papá, tú mismo tenías que hacer esa clase de cosas en Canadá.
—Pero no a ese nivel.
El zumbido de las conversaciones que giraban a nuestro alrededor cesó bruscamente, como por acuerdo tácito. Un silencio expectante se cernió sobre el ambiente, interrumpido únicamente por el gorjeo de pájaros más pequeños ajenos al peligro y no deseados y el susurro de las copas de los árboles mecidas por el viento del mar del Norte. Mi padre se acercó a mi oído y en voz baja me preguntó:
—Cuándo entró Jenkyns de servicio esta última vez?
—No lo sé —susurré sorprendida—. Estaba con la reina el martes por la mañana, cuando encontramos el cadáver de Jackie, y si hoy es viernes y sigue con ella, entonces...
El timbre áspero del cuerno cortó el aire, seguido del sonido de un silbato surgido de las profundidades del bosquecillo. Los batidores rompieron la tensión al zambullirse en la maleza golpeando los troncos de los árboles, dando alaridos, haciendo sonar sus silbatos y pateando el suelo de forma, esta vez, casi salvaje, sobrenatural y ciertamente inquietante. Algunos pájaros cantores surgieron de los árboles graznando, pero los cazadores no se dejaron engañar. Permanecieron callados, acechantes, con las Purdey apuntando al cielo. Entonces, como había ocurrido antes, alguien gritó «¡Allí!» y un hermoso pájaro salió de las ramas superiores chasqueando las alas hacia la izquierda de la arboleda. El estallido de una escopeta —la de lord Thring— quebró el silencio. Retrocedí unos pasos. El pájaro pareció flotar antes de aterrizar en la hierba salpicada de nieve con un golpe desgarrador, convertido en una masa de plumas inerte. Inmediatamente después apareció otro pájaro, y luego dos más, y finalmente el cielo se llenó de faisanes y los disparos aislados dieron paso a una descarga cerrada. El aire olía a cartucho usado, los batidores seguían armando ruido, los cargadores se afanaban por no perder el ritmo, y los faisanes incapaces de atravesar el cielo y encontrar refugio en otra arboleda caían al suelo en una lluvia de muerte.
No todas las muertes eran limpias ni todos los disparos estaban calculados para que la víctima cayera a una distancia prudente. Tenías que estar alerta. Más de un faisán cayó tan cerca que los espectadores, entre ellos la reina, que tuvieron que apartarse de su trayectoria. Un pájaro con el ala rota se arrastraba por el suelo dando tumbos, hasta que uno de los guardabosques se agachó y le torció el cuello. Pese a la distancia, creí oír el crujido e hice una mueca de dolor.
La carnicería prosiguió. Pasaron cinco minutos enteros antes de que el tiroteo comenzara a ceder. Otro pájaro cayó del cielo, esta vez a pocos metros de donde estábamos mi padre y yo. Tampoco éste estaba del todo muerto, e impotente observé cómo sacudía sus débiles alas y alzaba el cuello. Levantó un ojo brillante de forma acusadora. Tom Benefer, que estaba detrás de nosotros, se acercó lentamente, se abrió el Barbour y de su cinturón extrajo un palo. Con un golpe rápido en la cabeza, remató al pobre pájaro.
No fue la habilidad con que llevó a cabo el trabajo lo que atrajo mi atención, ni su sangre fría. Fue el palo, una cosa alargada cuya punta, comprendía ahora, había asomado por debajo del chaquetón de Benefer. Y también esa punta por la que tenía cogido el palo, bueno, lo tenía cogido más arriba de la punta, porque ésta parecía afilada. No obstante, el otro extremo, la parte que golpeó el cráneo del faisán, era bulboso y negro, de aspecto pesado, muy parecido al extremo de una porra, tal como Hume Pryce lo había descrito. Tom Benefer tenía en la mano un cura y su movimiento recordaba al de la administración de agua bendita. Pero ¿era «él» cura?
No tuve tiempo de examinar el objeto contundente que tal vez terminó con la vida de Jackie Scaife porque en ese momento tuvo lugar otro suceso. Los disparos habían reducido su frecuencia durante los dos últimos minutos. Hubo algunas pausas, episodios de feliz silencio, que los oídos llenaban con su propio timbre. Los perros, jadeantes, estaban tensos y expectantes. Todo el mundo parecía nuevamente alerta. Mientras Tom Benefer recogía el faisán muerto oí un disparo que venía de la línea de fuego. Hubo un momento de silencio y luego se oyó otro disparo. No obstante, ningún cuerno siguió a la descarga.. En lugar de eso, el aire se llenó de un nuevo sonido, un sonido horrible pero inconfundible. Era un aullido que te penetraba el alma.
Habían disparado a un perro.