10
EL SALÓN de baile se encuentra
al final de un largo pasillo conocido —qué sorpresa— como el
pasillo del salón de Baile, que zigzaguea desde el comedor, cruza
el salón de Armas y, ya enderezado, pasa al lado de una ristra de
estanterías bajas (repletas de libros de formidable encuadernación,
como la novela Waverley de sir Walter Scott, las Vidas de Plutarco
y una biografía de Napoleón de varios tomos, todos ellos intactos,
como mi diligente plumero puede atestiguar). Sobre las estanterías
desfilan varias estatuillas de bronce, la mayoría de Eduardo VII
ataviado con diversos uniformes navales y ecuestres. Mi figura
favorita es la de Persimmon, el ganador del rey Eduardo en el Derby
de 1896, una versión en miniatura de la estatua de tamaño natural
que se alza fuera de las caballerizas de Sandringham, en la
carretera de Anmer. Siempre le doy unas palmaditas en el lomo
cuando paso, y eso hice cuando me encaminaba al salón de Baile,
pero esta vez de forma distraída, pues mi cabeza estaba dando
vueltas al nerviosismo de Caroline Halliwell en lo referente a
—¿era justo pensarlo?— la coartada de lady Thring. El trocito de
papel que había encontrado en el cuarto de baño revoloteaba en mi
mente como el copo de nieve que anunciaba la primera nevada del
invierno en Charlottetown. Algo había obligado a la marquesa a
insistir tanto sobre su supuesta hora de llegada al hotel Duke’s
Head.
Las puertas del salón de Baile estaban
cerradas. Como no me llegaba ningún ruido del interior pensé que
Davey, cansado de esperar, se había ido. Después de hacer la
habitación de lady Thring había salido disparada a mi guarida para
recoger los números de lotería (y la carta de Cartier) a fin de
entregárselos a Davey para que éste se los diera a la reina, quien,
pensé, querría tenerlos cuanto antes para que la princesa Margarita
pudiera recrearse con su victoria y terminar de una vez con el
asunto.
Pero cuando apreté la oreja contra la
rendija oí un murmullo de voces y un sonido afilado de metal contra
metal. Abrí ligeramente la puerta para asomar la cabeza y ver qué
pasaba.
Lo que vi fue a Davey Pye a unos diez metros
de mí apuntándome con una escopeta. Escondí la cabeza como una
tortuga.
—Prepárate a morir, Jane Bee —oí decir a
Davey en tono burlón.
Luego se oyó un gruñido procedente de una
voz masculina más profunda.
—;No vuelvas a hacer eso!
—¡Ooh, lo siento! Lo lamento de veras. No
sabía... Jane —me llamó Davey mientras me armaba de valor y volvía
a asomar la cabeza—. Jane, querida, no sabía que ibas a entrar
justo en este momento. Lo siento mucho, de veras.
—«Si quieres ser caballero —recitó la otra
persona— Escúchame con atención/Nunca, nunca dejes que tu
arma/apunte a otro corazón/Lección esta que has de re— tener/aunque
el arma descargada esté.» Vale la pena recordarlo.
Quien hablaba era Tom, el marido de la
señora Benefer, uno de los guardabosques de Sandringham. Davey le
tendió el arma mientras sonreía como diciendo
no-puedo-creer-que-me-estés-recitando-coplas-de— ciego.
—«Puedes acertar o fallar —continuó Benefer
sin inmutarse—. Pero nunca has de olvidar/Que ni todas las aves de
caza/La muerte de un hombre pueden compensar.» —Hablaba con suma
autoridad, como si nadie pudiera osar contradecirle.
—¿Has terminado? —Davey alcanzó el frac que
descansaba sobre una silla.
—Acabo de empezar. —Benefer le arrebató la
escopeta—. Lo que necesitas es un curso sobre Purdeys, muchacho,
para que no vayas matando gente por ahí.
—¿Qué demonios estás haciendo? —pregunté a
Davey tras adentrarme en el salón, donde se suponía que ya podía
sentirme segura.
—Su alteza real quiere que el muchacho haga
de cargador en la cacería de mañana —respondió Benefer por
él.
—¿Tú? —pregunté, reprimiéndome la
risa.
—Ja, ja —dijo tristemente Davey, apartando
un hilo imaginario de sus pantalones.
Benefer, desalentado, se limitó a sacudir la
cabeza. Era un hombre grande, corpulento, probablemente de cuarenta
y pocos años, pero su esplendor se había marchitado a causa del
duro clima de Norfolk, que le había teñido el rostro de rojo, y
convertido el pelo en una masa de paja descuidada y las manos en
madera nudosa.
—Con un frío que pela —siguió quejándose
Davey— y con Padre echándome la bronca sin cesar. Parece que puedo
oírle. Le sacaré de sus casillas, lo sé.
—No si actúas como te he enseñado.
—¿Por qué no puede cargar su propia
escopeta? —pregunté.
—Porque alguien tiene que cargar una
escopeta mientras su alteza dispara la otra. Te lo he explicado mil
veces, muchacho. Llevas seis o siete años viniendo a Sandringham en
Navidad. ¿Dónde tenías la cabeza?
—En las cacerías desde luego que no.
—Pero sí en la caza, por lo que veo.
Benefer me guiñó un ojo y señaló con la
mirada la zona intermedia del cuerpo de Davey, la cual,
ciertamente, empezaba a tirar de la tela del frac.
—Debo reconocer que el faisán me pirra —dijo
Davey encogiendo el estómago—, y va que ni pintado con el vino Krug
de Madre. Aunque presiento que pronto dejará de gustarme. —Arrugó
el entrecejo—. Debería consultar mi contrato. No recuerdo que entre
las tareas de lacayo estuviera la de cargador.
—¿Por qué te han elegido a ti? —pregunté,
recorrida por un escalofrío. El aire del salón de Baile era frío y
húmedo—. ¿Todos los demás tienen la gripe?
Dave se encogió de hombros.
—Supongo.
—«Haz de él un hombre», me dijo su alteza
—explicó Benefer.
—¡Menuda grosería! —exclamó Davey. Luego,
con expresión triste, añadió—: Probablemente me convierta en uno de
sus interminables proyectos de restauración. Las cocinas de
Sandringham, las ciénagas de Wolferton y yo.
—No te preocupes —dije—, a lo mejor te
diviertes.
—No apruebo los deportes sanguinarios. Creo
que me uniré a los anti y... —Se detuvo a media frase—. Oh, lo
siento Torn. Olvidé lo de... lo de la hermana de Aileen.
Benefer se limitó a sacudir la cabeza con
impaciencia.
—Ve a buscar tu abrigo.
—¿Para qué quiero mi abrigo?
—Vamos a salir.
—¿Para qué?
—Para que practiques, cabeza de chorlito. ¿O
acaso creías que íbamos a practicar en el salón de Baile?
—¡Está lloviendo! —aulló Davey, señalando la
ventana más cercana.
—La lluvia no acabará contigo. Probablemente
mañana también llueva. Ve por tu abrigo, muchacho. —Benefer me miró
asombrado mientras Davey se colgaba el frac del brazo—. ¡Que Dios
se apiade de su alteza real!
Fui incapaz de reprimir una sonrisa. Davey
puso cara de dolido.
—Os odio —declaró, y se encaminó a la puerta
con paso airado.
Benefer y yo rompimos a reír. Si el
conseguir hacer sonreír a un inglés del este es todo un reto, el
hacerle reír constituye toda una victoria.
—¡Y ponte algo decente en los pies! No
puedes pasearte por el campo con mocasines —gritó Benefer.
—¡Davey, espera! —grité mientras corría tras
él después de recordar el motivo que me había llevado hasta el
salón de Baile.
—¿Qué quieres? —preguntó fríamente desde el
otro lado de la puerta.
—Toma. —Saqué un sobre blanco del bolsillo
de mi uniforme—. ¿Te importaría dárselo a... —bajé la voz, pues
todavía me hallaba dentro del salón— ya sabes quién?
Davey miró el sobre con recelo, como si se
tratara de una citación judicial.
—¿Qué es? —preguntó con desconfianza.
—Números de lotería y... una nota sobre otra
cosa. Cógelo.
—Dáselo tú.
—Davey, tú eres el ayudante de su
majestad.
—¡Bah!
—Venga ya, no seas gruñón. Sólo nos hemos
reído un poco. Estabas muy gracioso. —Asomé la cabeza por la puerta
e instintivamente le planté un beso en la mejilla.
—No pretendía hacerme el gracioso. —Pero el
fuerte poder de mi beso lo había ablandado. Los arranques de mal
humor de Davey, que raras veces eran serios, pasaban como una
tormenta de verano—. ¿Le ha dado ahora a Madre por apostar a la
lotería?
—A Margo, para ser exactos —susurré. Davey
cogió el sobre y se lo guardó en el bolsillo de los pantalones—.
Por cierto —añadí, pues la mención de su alteza real me hizo
recordar algo que había oído el miércoles en el despacho de su
majestad—. ¿Sabes si la reina María, la abuela de la reina, tenía
los dedos largos?
—¿Cuándo interpretaba barcarolas en el
Bósendorfer?
—No, tonto. Me refiero a si cogía cosas sin
permiso.
—Ah, eso. Me han contado que su difunta
majestad tenía los dedos, como tú dices, un poco largos. Hummm...
—Echó una mirada nerviosa al pasillo—. Tienes la extraña manía de
hacer preguntas extrañas en los momentos más extraños. Debo irme,
cariño. Pregúntamelo más tarde. Tengo que ir a buscar mi abrigo. Me
pregunto si es posible cargar una escopeta con una mano y sostener
un paraguas con la otra —musitó, alejándose por el pasillo—. No,
necesitaría tres manos. Además, sólo los párrocos llevan paraguas
en el campo. Oh, lo que daría por estar en Londres, calentito y
cómodo en el Bag O’Nails, con un gin-tonic y...
Cerré la puerta para acallar sus lamentos y
me volví hacia el salón y la figura que permanecía dentro. Tenía
delante la espalda de la chaqueta de mezclilla de Benefer. El
hombre había dejado las escopetas sobre un sillón rojo y estaba
contemplando el seto al otro lado del ventanal, una sombra negra
sin un sol que avivara el verde. Casi percibía su malestar por
hallarse en un lugar cerrado y su impaciencia por salir afuera, a
un clima que a los demás nos hacía soñar con una chimenea, un fuego
susurrante y un buen libro.
Benefer era un hombre agradable. Los
empleados de exterior no están tan obsesionados como los de
interior con su categoría y posición, con sus ventajas y
privilegios y con toda esa panoplia de esnobismo y servilismo que
tan en serio se toman y que a mí me hace reír. Quizá el contacto
con la naturaleza disuelva la vanidad característica del ser
humano. ¿Es la naturaleza, por tanto, más democrática que la
sociedad humana? A saber.
Miré alrededor. El salón de Baile es algo
cavernoso y más sencillo que su homólogo de Buckingham. De las
paredes de color crema cuelga una ingeniosa exposición de espadas,
escudos y dagas de la India, obsequiadas al príncipe de Gales en la
década de 1870 en una visita oficial al país. La colección parece
más bien un botín traído de una aventura imperialista, que supongo
que algo tuvo de eso la visita. Con los dos cañones al fondo,
regalo del emperador Napoleón III y la emperatriz Eugenia en 1855,
el lugar tiene un aire excesivamente militar para un salón en el
que deberían celebrarse bailes a lo grande donde giraran la música,
los vestidos largos y las emociones. (Culpo a las novelas
románticas históricas que leía de jovencita de estas estúpidas
ideas.) En realidad, hoy día el salón de Baile se utiliza para
actos más bien sosos, como la fiesta de la semana anterior para los
empleados de la finca y sus cónyuges, donde, según me. contaron, la
gente se había dedicado a intercambiar chismes mientras
mordisqueaban canapés y sorbían algún brebaje, a la espera de ser
conducidos frente a la reina como abejas haciendo cola para la
jalea real. En un recodo descansaba un árbol de Navidad de casi
seis metros de alto, apagado y de aspecto más bien tristón con la
fría luz del mediodía, coronado con una enorme estrella plateada.
Al lado había varias mesas de caballete todavía cubiertas por
manteles almidonados, donde los miembros de la familia real habían
apilado sus regalos para la gran apertura de Nochebuena. El salón
de Baile
se utiliza, sobre todo, como sala de cine, y
eso parecía que iba a ocurrir esa noche, pues había un montón de
sillas alineadas frente un biombo chino que más tarde sería
sustituido por una pantalla cinematográfica.
—¿Qué proyectan esta noche? —pregunté
mientras me acercaba a Benefer.
Sabía que daban la nueva versión de Milagro
en la calle treinta y cuatro —estaba anunciada en la sala del
personal—, pero quería abordar a Benefer sin parecer demasiado
inquisitiva, y me pareció una buena táctica. Qué demonios, la
única.
—Mmmm —contestó él volviendo lentamente la
cabeza hacia mí.
Tuve la sensación de que le había sacado de
un sueño. Me miró sin verme bajo sus cejas frondosas del color del
tabaco.
—Me preguntaba qué película iban a proyectar
esta noche.
—No lo sé —dijo Benefer como si jamás se le
hubiera pasado por la cabeza la idea de ver una película una noche
de invierno.
Un pájaro revoloteaba alrededor del seto. La
cosa no iba demasiado bien. De repente, tuve una idea.
—¿Te acuestas muy temprano cuando tienes
cacería al día siguiente?
—Hay mucho que hacer antes de que el grupo
se reúna.
—Imagino que estas cacerías deben de ser
para vosotros la culminación de todo un año de trabajo.
—Sí, lo son.
Pensé en lo ocurrido el martes. Habían
programado otras dos salidas para después del almuerzo, pero se
cancelaron tras el hallazgo del cadáver de Jackie Scaife.
—Debe de ser un fastidio tener que suspender
una cacería.
—Sí —convino Benefer evasivamente.
—¿Estuviste en la pantomima?
Benefer desvió los ojos de la ventana y me
miró de arriba abajo.
—¿La pantomima? No, pero Aileen sí estuvo.
No le hizo mucha gracia la actuación de su hermana.
—Lo sé. Lamento lo de su muerte.
—Sí, ya. —Benefer consiguió transmitir en
dos palabras todo un mundo de pesar y, curiosamente, de
escepticismo, al cual yo reaccioné con un tirón de cejas—.
Asesinato, querrás decir —añadió secamente.
—Los anti...
—No fueron esos malditos anti.
Me sobresalté.
—¿Entonces quién?
El rostro de Benefer se ensombreció.
—No lo sé.
—Pero los del FDA se han convertido en unos
terroristas —protesté—. Y tu cuñada iba vestida como la reina, una
provocación que...
—Y Jackie les estaba provocando de otras
formas, como la carta del periódico y ese maldito abrigo de pieles.
Lo sé, lo he oído.
—¿Y las cartas amenazadoras que recibía del
FDA?
Benefer gruñó.
—¿Quién fue entonces? ¿Quién podía querer
matarla?
El hombre tardó en responder.
—No lo sé —dijo finalmente con el laconismo
que le caracterizaba.
Pensé en posibles móviles de asesinato
—codicia, amor frustrado, venganza— y lo poco que sabía realmente
de la víctima. «Alegre», era la palabra que había utilizado Hume
Pryce para describir a Jackie, pero «alegre» tenía el efecto de un
eufemismo; podía significar desde «encantadora» hasta «ligera de
cascos», según quien la utilizara. ¿Y qué significado tenía cuando
la utilizaba alguien como Pryce, un hombre que estaba deseando
reunirse con su novia en Nevis? Quizá Jackie era demasiado
tentadora, o una tentadora, por emplear una palabra obsoleta y
ciertamente horrible. La señora Benefer hablaba de su hermana como
si fuera una irresponsable, una perdida que viajaba por Estados
Unidos en busca de... ¿qué? ¿Fama y Fortuna, eso que la gente iba a
buscar a América? ¿O acaso estaba huyendo de algo? ¿Era una mujer
aventurera o una mujer asustada? ¿Audaz o simplemente descarada?
Algunos veteranos de abajo la dejaban bastante verde, pero ellos
habían pasado toda su vida acurrucados en un rinconcito de la
Inglaterra rural. Quizá estaba reaccionando contra los viejos y las
viejas carrozas de Sandringham House, pero algunas de las cosas que
había oído últimamente sobre Jackie me hacían, en cierto modo,
admirarla. Tuvo que tener algo de valiente.
—¿Y cómo era tu cuñada? —pregunté a Benefer
mientras seguía esperando a Davey.
Tras meditar un instante, respondió:
—Daba pena.
—¿De veras? —No era en absoluto lo que había
esperado oír—. Todo el mundo dice que era la alegría de la fiesta,
la guapa del baile y esas cosas.
—Jackie tenía algo de actriz.
—¿Por qué daba pena?
Benefer se mesó el pelo con sus dedos
nudosos.
—No acababa de conseguir lo que quería.
Siempre quiso una vida a lo grande, la ciudad, los tipos con casas
lujosas y coches... —Parecía que no encontraba las palabras. Era
como si la sola idea de desear esas cosas escapara a su
entendimiento—. Jackie siempre fue así. Cuando las conocí de
jovencitas, ella y Aileen solían devorar esas revistas que hablan
de gente importante y esos programas de chismorreos de la tele.
Bueno, Aileen no era así, pero quería complacer a Jackie porque
prácticamente era una madre para ella. —Se detuvo de repente—. Cada
vez que voy a Londres o a otra ciudad grande estoy deseando volver
aquí. Hay demasiada gente. Y ahora, con tantos extranjeros, ya no
parece el mismo país. Me paso el día buscando caras inglesas.
¿Entiendes lo que quiero decir?
La pregunta no pareció requerir más que un
gruñido ambiguo. Yo habría contestado que no le entendía. Me gusta
el ambiente cosmopolita de Londres. No me imagino la capital sin
indios y caribeños, sin árabes y griegos, el mundo entero pasando
frente a tus ojos mientras esperas el metro en Oxford Circus.
—¿Por qué regresó Jackie a Inglaterra
después de tantos años en Estados Unidos? —pregunté, devolviendo la
conversación a su cauce.
—He ahí la cuestión. Por qué volvió la
pobre.
—¿Te lo contó alguna vez?
—No. Sólo dijo que era hora de hacer una
visita. Por lo menos eso me dijo a mí. Quizá le contara algo más a
Aileen.
Me desanimé. O Tom era un poco obtuso o se
estaba guardando algo, aunque tampoco es que me debiera una
explicación. No obstante, si un pariente aparece de pronto en tu
felpudo veinte años después de haber emigrado a Estados Unidos en
busca de una vida de altos vuelos, es de esperar que dé una
explicación.
—¿Parecía... no sé... preocupada, triste,
decepcionada? Ah, ¿y os avisó que venía, ya fuera por carta o por
teléfono?
—No, simplemente apareció. Creo que fue una
tarde de septiembre. Acabábamos de terminar el té. Había alquilado
un taxi en Lynn y de repente allí estaba, bajo la luz del porche,
con dos maletas y ese abrigo de pieles.
—Debió de ser toda una sorpresa.
—Y que lo digas —respondió Benefer con voz
siniestra. Luego me miró fijamente—. ¿No te parece que preguntas
demasiado?
—Te recuerdo —protesté (qué gusto no tener
que estar pendiente de «señorear» a los empleados de la finca)— que
fuiste tú quien dijo que no creía que fuera el FDA.
Benefer se encogió de hombros.
—Es cierto.
—Sólo intento comprender, eso es todo.
Benefer pareció aceptar mi explicación. Se
levantó la manga del jersey y apareció un brazo velludo.
—Jackie se traía algo entre manos —dijo
pensativamente—. Parecía muy alegre pero... —Consultó su reloj y
frunció el entrecejo—. ¿Dónde se ha metido ese muchacho? ¿Cuánto
tiempo necesita para ponerse un abrigo y encontrar unas botas?
Ahora no es el momento de gandulear. Su alteza quiere que todo
salga a la perfección.
—¿Pero qué, Tom? Dijiste que Jackie parecía
alegre pero...
—Oh, no sé. Según como le diera la luz,
notabas que Jackie ya no era tan joven. Todavía tenía energía, pero
debía trabajársela. Y se traía algo entre manos. Qué, no lo sé.
Sólo sé que salía mucho, a veces desaparecía varios días. Aileen se
ponía furiosa porque decía que nuestra casa parecía una pensión.
Jackie estaba inquieta. Tenía pocas cosas que hacer. Por eso esa
pantomima fue una bendición del cielo, aunque se burlara de la
familia real. O eso me han contado.
—Qué extraño que regresara a Norfolk
—musité—. Si tanto le gustaba la vida en la gran ciudad, lo normal
es que hubiera elegido Londres.
—Ya no conocía a nadie en Inglaterra salvo a
nosotros y quizá a un par de personas más. Tampoco tenía dinero, o
no el suficiente para vivir en Londres. Actuaba como si le sobrara,
pero creo que en el fondo no tenía un penique. Durante las últimas
semanas me gorreó un poco con eso de que era Navidad. Dijo que
tenía problemas para conseguir que su banco de América le enviara
su dinero.
Pensé en Hume Pryce y su descripción de
Jackie en el cajero automático de King’s Lynn, triste de no ser por
la atención que causaba su abrigo de pieles.
—¿Y no la creíste?
—No sabía qué creer, y todavía no lo sé. Y
tampoco creo que se la cargaran esos lunáticos que defienden a los
animales.
—Pareces muy seguro de ello.
Benefer volvía a tener la mirada clavada en
la ventana. La lluvia parecía apaciguarle. La luz cenicienta se
había avivado en algunas zonas.
—Fue alguien más próximo —murmuró
sombríamente—. Alguien relacionado con Manchester. —Sacudió la
cabeza, como si intentara liberarla de algo.
—¿Por qué Manchester? —pregunté
perpleja.
Más de perfil era imposible leerle el
semblante.
—Por nada —dijo evasivamente, y luego volvió
a consultar su reloj—. Voy a buscar a ese muchacho, no puede andar
lejos. —Se volvió bruscamente hacia la puerta—. Cuida de que nadie
se lleve las Purdey —gritó por encima del hombro.
—Pero-
Maldita sea, pensé. ¿Qué tenía que ver
Manchester con todo esto? Frases de una canción de un viejo musical
pulularon en mi cabeza: Manchester,
Inglaterra, Inglaterra/Al otro lado del Atlántico/Y soy un genio,
un genio/Creo en Dios/Y creo que Dios cree en Claude, que soy yo.
Hair se llamaba el musical, la obra elegida para final de
curso por nuestro profesor de inglés, un viejo hippie. A nuestros
padres les dio un ataque y el bolígrafo rojo se cargó medio texto y
un tercio de las canciones. El resultado: una producción del todo
inocua, vestida de arriba abajo y exenta de referencias sobre
drogas que dejó a este pequeño miembro del coro sin otro recuerdo
musical que Manchester, una cantinela donde las haya.
Por fortuna, la aguja de mi tocadiscos
mental no se atascó porque, al estilo de las obras de Moliere, en
cuanto Benefer salió del escenario Davey apareció en escena, al
otro lado de uno de los altos ventanales con pestillo del salón que
podían utilizarse como puertas. Vestía una parka, pero las botas de
agua y la gorra con borla de la cabeza le daban un aspecto
ridículo. Le señalé con el dedo (qué grosera) y me eché a reír
cuando Davey, los brazos en jarras y una expresión de enojo que
deformaba su rostro regordete, intentó decirme algo con
gestos.
—¿Qué? —dije acercándome a la ventana.
Más gestos besuguinos. Apreté la oreja
contra el cristal.
—¿Dónde está? —pude oír.
—Fue a buscarte —grité.
—Maldición —fue su contestación ahogada.
Davey contempló el cielo, que le recibió con un chorro de lluvia
sobre el rostro—. ¡Abre la puerta!
Torcí el gesto. El pestillo no tenía nada de
anormal, pero temía que al abrirlo se disparara una alarma o se
encendiera una luz intermitente en la sala de seguridad. Estas
cosas ocurrían a menudo. Las falsas alarmas eran el pan de cada
día. Siempre había alguien que abría una ventana o una puerta que
no debía abrir, o pasaba inadvertidamente un trapo por uno de los
botones rojos instalados en algunas habitaciones, olvidando que
cuando su majestad estaba en la finca el sistema de seguridad se
reforzaba. Teóricamente. A veces aparecía un agente y te soltaba un
discurso soporífero. Muchas veces no aparecía nadie, y uno
imaginaba que la puerta o la ventana no encajaba bien o que era una
falsa alarma o que alguien se había dormido al volante, por decir
algo.
Mientras yo titubeaba, Davey empezó a patear
el suelo, levantando pequeños torrentes de agua, al tiempo que su
boca gesticulaba violentamente:
—¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar!
—Vale, vale —gesticulé a mi vez con igual
violencia.
Con una mueca de dolor, descorrí lentamente
el pestillo y bajé el picaporte. Agucé el oído. No hubo timbre ni
ruidos, ninguna alteración discernible en el murmullo habitual de
la casa. Abrí la puerta a una ráfaga de aire, un chorro de agua y
un Davey que olía a lana mojada.
—Gracias, cariño.
—Probablemente los de seguridad se nos echen
encima como si fuéramos extremistas del FDA.
Cerré la puerta. Davey agitó una mano para
restar importancia al asunto.
—Están todos tomando el té de las once.
Seguro que nadie nos ha visto.
—¿Por qué no viniste por donde te
fuiste?
Me las ha prestado Eric Twist —explicó,
apuntando a sus pies—. ¡Unas Wellington! ¿Quién se cree que es? En
fin, el muy cerdo no se molestó en limpiarlas y no quise llenarlo
todo de barro. Lo hice por ti, cariño —añadió con desdén.
—Te lo agradezco enormemente —respondí con
igual desdén—. Será mejor que vaya a buscar a Tom y le diga que
estás aquí. —Así tendría oportunidad de continuar la conversación
con el guardabosque.
—Genial. Yo le busco, él me busca y dentro
de nada tendré que salir a buscarte para decirte que dejes de
buscarle.
—Vigila la alfombra. La estás dejando
empapada.
—¡Ostras! —exclamó Davey, y se derrumbó en
el suelo con las piernas extendidas—. ¿Qué película pasan esta
noche? —preguntó desconsolado con la cabeza entre las manos.
—Milagro en la calle treinta y cuatro.
—Menudo bodrio. —Levantó la vista—. ¿Te
apetece ir al Feathers?
—Lo lamento, pero esta noche ya tengo cita
en el Feathers.
—Ooh. ¿Y quién es el afortunado? Supongo que
no será Bucky-bragueta. Por cierto, esta mañana vi tu obra. Una vez
tuve un traje de ese mismo tono de rojo.
—La cita es con mi padre.
—Oh —suspiró Davey—. Pobrecita. Y pobrecitos
nosotros. —Se recostó en la ventana y contempló el cielo de
peltre—. «Norfolk es muy llano», dijo una vez Noel Coward. Muy
«aburrido» sería la palabra apropiada. Penosamente aburrido.
Terrible, penosa, jodida— mente aburrido.
—Oh, no empieces. Tampoco hay para
tanto.
—Has cambiado de discurso, Jane. El año
pasado estabas deseando regresar a Londres. —Se detuvo a
reflexionar—. Claro, que entonces tenías a aquel tipo cineasta
—dijo maliciosamente—. ¿Cómo se llamaba?
—Neil Gorrigne, lo sabes
perfectamente.
—¿Y? Venga, corazón, cuéntaselo a Davey.
Apoya tu cabeza sobre mi pecho blando aunque algo mojado y
desahógate. —Su voz se volvió melosa—. Tus secretos no traspasarán
mis labios.
—Ja, no me hagas reír! ¿Por qué no me haces
directamente unas fotos sin bragas y se las vendes a The Sun?
—Eres mala, Jane. Sabes que jamás haría una
cosa así.
—Es cierto, no lo harías. Perdona —me
retracté.
Era cierto. Quizá Davey dirija el cuadro de
mandos de la Central de Chismes de Buck House, pero sabe cuándo
debe apretar un botón y cuándo no. En otras palabras, es prudente
cuando se requiere prudencia. El año pasado presenció
accidentalmente la resolución de un asesinato en el palacio de
Buckingham y, como los demás personajes del drama, guardó silencio.
Es, como a él le gusta decir, leal a Madre.
Davey había tocado una herida todavía
abierta, eso es todo. Neil Gorrigne era el auxiliar de cámara de La
casa de la reina, un documental sobre el gobierno del palacio de
Buckingham que dieron por la tele la primavera pasada (y que
incluía una toma de servidora pasando la aspiradora por la
pinacoteca). Nos vimos mucho en los bastidores de Buck House
durante el rodaje y después de que éste terminara, pero la cosa se
fue enfriando. Y creo que fue ese enfriamiento lo que más me
fastidió. Habría preferido un desacople formal o una discusión
violenta, pero no.
En fin, pensé, Neil estaba obligado a viajar
mucho a causa de su trabajo y a saber cuántas mujeres se cruzaban
en su camino. Los hombres son unos cerdos, pero Neil era un cerdo
bastante encantador, por lo que el disgusto aún me duraba. Sabía
que el verano pasado había partido con un equipo de rodaje a las
Oreadas o las Shetland u otra región del reino dejada de la mano de
Dios para filmar algo en peligro de extinción. Quizá todavía
estuviera allí. Se lo conté a Davey.
—Mi pobre niña —dijo—. Aun así, piensa que
Norfolk es la Costa Azul comparado con las Shetland en esta época
del año.
—Qué gran consuelo.
Davey me miró con suspicacia.
—¿Pensaba que creías que estar aquí no era
tan malo después de todo? —Debí de hacer un gesto poco convincente,
porque añadió—: Tú te traes algo entre manos, ¿verdad? Bolsas de
Marks & Spencer para Madre y preguntas sobre el título de la
duquesa de Windsor y la afición de la reina María por las cosas de
los demás. Estoy seguro de que todo tiene relación. Pero
¿cuál?
—Qué escopetas tan bonitas —contesté,
claqueando hacia las Purdey que había sobre el sofá y gesticulando
como una azafata de un concurso demente.
—Podrías comprarte una casita en Norfolk por
el
precio de una de esas aberraciones. Y ahora,
háblale a Davey de tu repentino interés por la reina María.
—Me preguntaba si era un poco clepto, eso es
todo.
—Desde luego que lo era, o eso dicen. Una
amenaza constante para las casas adónde iba. Sentía predilección
por las chucherías favoritas de la anfitriona, y o bien se las
metía disimuladamente en el bolso o las admiraba con tantos
aspavientos que la anfitriona acababa por dárselas. Luego las damas
de honor de su difunta majestad enviaban por correo a sus
propietarias la chuchería robada, aunque, y esto te va a encantar,
corre la historia de que tras la muerte de la reina María, de
Malborough House salió un camión de mudanzas en una misión de
devoluciones. Una pasada.
—Me pregunto si es cosa de familia —musité
mientras acariciaba la madera labrada de la culata.
—¿La cleptomanía? —preguntó Davey
estupefacto—. Por supuesto que no. ¿De dónde has sacado esa
idea?
—Soy una persona malvada y tengo ideas
malvadas —repuse evasivamente.
—Chorradas. Aunque... —Davey se quitó la
gorra—. Tengo una teoría, y es sólo una teoría, cariño. Si eres una
persona muy buena, ya sabes, buena, buena, y en todo momento,
necesitas una válvula de escape. Por ejemplo, yo, como bien sabes,
soy más bueno que el pan, pero tengo mis pequeñas... aficiones. La
reina María era el colmo de la rectitud moral, de modo que sus
pequeños choriceos eran su forma de desmandarse, dentro de lo que
le permitía su posición como miembro de la realeza.
—Me pregunto si su majestad tiene algún
vicio secreto.
—¿Madre? Hay que ver las cosas que dices,
Jane.
—Es tu teoría, Davey. Yo me limito a
aplicarla.
Davey profesa una lealtad acérrima a Madre,
como él llama a la reina. Estoy segura de que aquí habría chicha
para un psicólogo, pues Davey llama a su madre biológica, que tiene
un hotelito en Stratford-on-Avon, Sylvia, que es su nombre de
pila.
—A lo mejor su majestad tiene un armario
insonorizado donde poder gritar a todo pulmón para desahogarse
—proseguí—. Si yo tuviera que pasarme el día bautizando barcos,
visitando fábricas y escuchando el rollo de los alcaldes, me
volvería majara. Necesitaría una válvula de escape. Pero su
majestad no es de las que se machacan en la bicicleta estática o
llenan una tinaja de martinis después de un largo día de trabajo o
maltratan a sus perros cuando llegan a casa. ¿Cómo se desahoga
entonces?
—Madre es buena.
—Pensaba que tu teoría era que los buenos
necesitaban una vía de escape, como el queso fundido de un
emparedado.
Hay excepciones. —Davey sorbió—. ¿No me
crees? En ese caso me atrevo a decir que los rompecabezas son una
de las diversiones que Madre utiliza para evadirse de las
obligaciones.
—¿Qué insinúas?
—Insinúo que la última vez que se produjo
una muerte en el palacio, Madre se interesó mucho por el caso y tú,
si no recuerdo mal, te convertiste en su burra de carga.
—No estoy segura de que me agrade esa
expresión.
—¿Por qué Madre está tan interesada en el
desagradable suceso del ayuntamiento, si un humilde lacayo y
cuidador canino que desea una vida sibarita pero sin complicaciones
puede preguntar?
—Jackie Scaife fue asesinada en tierras de
la reina.
—No hace falta que me lo recuerdes. —Davey
sufrió un escalofrío—. Aun así...
—E iba vestida como su majestad. Sabes que
eso ha puesto furiosos a los de seguridad. Me sorprende que no se
nos echaran encima cuando abrí la puerta...
—Eso no explica el interés personal de la
reina por el caso.
—No, supongo que no. En realidad, ignoro por
qué a su majestad le ha picado tanto el gusanillo.
—Ja, porque tú eres el gusanillo!
—Muy gracioso. Por cierto, cuando la policía
te interrogó el otro día, ¿describiste cómo iba vestida Jackie, lo
que llevaba en la cabeza?
Davey me miró con expresión ceñuda.
—No me lo preguntaron. Pudieron verlo con
sus propios ojos. ¿Lo que llevaba en la cabeza? ¿Te refieres al
efecto Spitting Image? ¿El pañuelo y la diadema? ¿Es importante?
¿Hubiera debido tirar de la manta?
Suspiré.
—¿Qué manta?
—No sé qué manta. ¿Hay alguna manta?
—No —dije secamente.
—Eso quiere decir que hay manta. —Davey
suspiró—. En fin, no pienso aguarte la fiesta. No quiero que mi
inclinación por los escándalos exponga a Madre a algo escandaloso.
¿Dónde está ese Tom Benefer? Pronto será hora de servir el
almuerzo.
—Apuesto a que sigue buscándote. ¿Qué
demonios hacíais en el salón de Baile jugando con esos
rifles?
—Son escopetas, cariño. Apréndetelo de una
vez. Y con respecto a tu pregunta, lo ignoro. Creo que Tom estaba
trajinando en la sala de Armas cuando Padre se le acercó y le habló
de la idea de utilizarme como cargador. Nos pareció que ésta era la
habitación más vacía de la casa, pero no tenía ni idea de que
íbamos a salir. —Se desabrochó el abrigo—. Empiezo a tener
calor.
—¿No es la sala de Armas competencia del
señor Boughton? —pregunté, refiriéndome al hombre responsable del
mantenimiento de las vitrinas que rebosaban de armas de fuego de la
realeza, desde la pieza de avancarga del príncipe Alberto hasta la
escopeta para patos de Jorge VI.
—Normalmente sí, pero el señor Boughton
también ha pillado la gripe y Torn sabe algo de armas, además de
estar a mano.
—West Newton queda un poco lejos —dije,
refiriéndome a la casa de Benefer.
—Torn se ha instalado en Sandringham House
mientras dure la estancia de la reina. Con Aileen, claro.
—Me parece un poco extraño.
—No lo es.
Miré a Davey.
—¿Por qué lo dices?
—Cariño, ¿crees que Aileen habría dejado a
su hermana y su marido solos en la casa de West Newton?
—¿Por qué no?
—Oh, oh. ¿Acaso no lo sabes? —Davey sonrió
maliciosamente—. Me sorprende que no lo hayas descubierto. La
historia es tan jugosa como un filetmignon. Siéntate a mi lado y te la contaré.
—Dio unas palmaditas en el suelo.
—Santo cielo. —Me senté. El suelo estaba
frío y el abrigo de Davey mojado.
—Hace muchos años, cuando tú probablemente
llevabas pañales y yo apenas era un niño con una creciente pasión
por los zapatos de plataforma, cuando Callaghan era primer ministro
y Madre se adentraba en la mediana edad, iba a celebrarse una boda
en Sandringham. El joven Torn Benefer, soltero, último de
Whitewell, iba a casarse con la joven Aileen Scaife, soltera de
esta parroquia o cualquiera que sea la jurisdicción eclesiástica
bajo la que nos hallamos, y juntos iban a vivir felices el resto de
sus días en el húmedo Norfolk, él ayudando a criar aves para luego
matarlas y ella manteniendo el hogar de Madre limpio como una
patena.
»Pero un día la hermana menor de la futura
novia, un pimpollo bastante atractivo, llegó de un viaje a quién
sabe dónde para ejercer su modesto papel en la boda. Ahora bien, el
joven Tom era dado a las mujeres. Y Jackie, en fin, Jackie era una
moza llena de vida 7 carente de escrúpulos. Un día., en la
mismísima víspera de la boda, Tom y Jackie fueron descubiertos
in flagrante delicto, vaya, echando un
polvo al fresco. Sé de buena tinta que fue entre las remolachas o
los guisantes o un lugar igualmente incómodo. Y la persona que les
descubrió no fue otra que... ¿no lo adivinas? ¿Supera tus poderes
deductivos? Aileen Scaife, la hermana traicionada y futura señora
Benefer.