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QUÉ BERENJENAL tan curioso, pensé cuando hube dejado a su majestad y regresado a mis labores de limpieza en las habitaciones de los poderosos, si es que los berenjenales pueden ser curiosos. Mientras las autoridades que investigaban el asesinato de Jackie Scaife corrían a toda pastilla por la autopista del extremismo defensor de los animales, la reina parecía haber doblado por una carretera comarcal. No, ni eso. Por un camino vecinal. Un camino tortuoso, cuesta arriba, que conducía quién sabe adónde. Y no era tanto que la reina hubiese doblado por ese camino. Se diría más bien que estaba en medio de un cruce: Castle Rising, por allí. Burnham Market, por allá. Solución posible, por acullá. Naturalmente, cuando las ideas de su majestad chocan con las de la burocracia del palacio, no siempre le es fácil cambiar el rumbo, y tanto su renombre como su posición constitucional le impiden prácticamente llevar a cabo sus propias indagaciones, de modo que está obligada a recurrir a estrategias más sutiles.
No obstante, por qué la reina mantenía una idea contraria sobre el asesinato de Scaife era un enigma para mí. Es cierto que es aficionada a los enigmas. Un buen ejemplo son los rompecabezas y crucigramas que siempre tiene cerca del escritorio. Pero el asesinato es un juego peligroso. Las apuestas son altas. Durante nuestra conversación tuve la sensación de que en su mente había brotado una sospecha que no podía, no quería o no debía compartir con una servidora, criada del palacio a tiempo completo, y Nancy Drew al servicio de su majestad a tiempo parcial.
Por otro lado, me preguntaba si ella se resistía a aceptar la hipótesis del FDA por la impresión que le provocara ver el cadáver de Jackie Scaife. Indudablemente, la escena nos había impresionado a todos los que acudimos al escenario del ayuntamiento de Dersingham esa mañana del martes, pero debió de resultar especialmente perturbadora para la reina. Ignoro qué sensación debe de dar ver tu propia imagen en todas partes, en sellos y monedas, periódicos y revistas, televisión y cine. Y estoy segura de que la reina ha visto alguna vez a alguien imitándola, aunque sólo fuera cuando jugaba con los canales del televisor las noches que el príncipe Felipe andaba por ahí dando una de sus charlas y dejaba a su esposa sola en Buck House cenando frente al aparato con una bandeja de comida precocinada. Pero dudo que esas experiencias consigan preparar a una, ya sea reina o plebeya, para la impresión surrealista que supone verte muerta y tumbada como si estuvieras en un ataúd. Dicen que todo el mundo tiene un doble en algún lugar del planeta. ¿Más cuántos de ustedes han tropezado con el suyo paseando por la calle? Si lo vieran, se quedarían anonadados. Y si encima estuviera muerto, se quedarían de piedra mientras la música de «La dimensión desconocida» les aporreaba la cabeza. No podía por menos que admirar a su majestad por haber mantenido la serenidad aquella mañana. Sé que es una profesional en lo que a sangre fría se refiere y que aguanta lo que le caiga sin chistar, pero yo en su lugar habría pegado un bote de mil demonios. Así se lo dije a ella, aunque con un lenguaje más refinado.
—Debo admitir, Jane, que no es un episodio que me gustaría repetir —contestó—, pero ya había visto a mi doble en otra ocasión. Por fortuna, aquella vez estaba viva.
—¿Se refiere a esa Jeannette Charles, señora? —pregunté, pensando en el comentario de Eric Twist.
—Sí, y creo que era ella. O por lo menos, eso espero. No me gustaría tener a mucha gente como ésa a mi alrededor. Jeannette Charles —prosiguió— se dedica a imitarme, según me han contado. —Frunció el entrecejo ligeramente. Apuesto a que fue su marido quien se lo contó, y que disfrutó de lo lindo haciéndolo—. Conocí a la señora Charles un día que me dirigía a Maldon, Essex, creo que para celebrar el octavo centenario de la ciudad. Estábamos cruzando un pueblo cuando giré la cabeza hacia la acera y allí, a una distancia como la que nos separa a ti y a mí, había una mujer que guardaba un increíble parecido conmigo. Tuve una sensación muy extraña.
—¿Escalofriante, señora?
—Sí, eso es, escalofriante.
—¿Estaba (cómo decirlo) parodiando a su majestad?
Se detuvo a reflexionar.
—No, creo que no. Simplemente tenía la estrambótica suerte de parecerse a mí. Creo que era Jeannette Charles, y ése fue el único encuentro que tuve con ella. Hasta el martes.
Adoptó una actitud solemne y alcanzó su crucigrama. Era la señal de que la entrevista tocaba a su fin. Joan, siempre alerta a los hábitos de su ama, se levantó y alzó el hocico con expresión interrogativa. Su majestad acarició distraídamente el cuello del animal con la mano libre.
—Lamento que tuvieras problemas para introducir la diadema en la finca, Jane —dijo mientras colocaba el crucigrama en su regazo.
—No tiene importancia, señora —respondí algo sorprendida.
La reina no es una persona dada a las disculpas. Supongo que piensa que raras veces tiene de qué disculparse, dado que hace su trabajo con suma diligencia y espera lo mismo de los demás.
—Si ves que algo no... —se detuvo y acarició sus perlas— que algo no va bien, házmelo saber. Ya me entiendes.
—Sí, señora.
Su majestad se levantó y se alisó la falda. Yo hice otro tanto y le brindé una de mis patosas reverencias.
—Por cierto, Jane, ¿y los números de lotería? —preguntó su majestad cuando me dirigía a la puerta.
—Oh, puedo ir a buscarlos ahora mismo. Están en mi habitación junto con el informe del hombre de Cartier sobre la procedencia de la diadema.
—Me temo que estaré ocupada el resto del día. Entrégaselos a algún miembro del personal. Eres amiga de David Pye, ¿verdad? Dáselos a él.
—Muy bien, señora.

 

A media mañana, estando los huéspedes levantados y haciendo lo que los huéspedes de su majestad hacen en Sandríngham cuando no están disparando a animalitos para divertirse, ya me hallaba inmersa en mi labor de criada: hacer camas, limpiar cuartos de baño, ordenar habitaciones. Las criadas generalmente trabajamos en equipo. Es más divertido, porque así puedes charlar mientras trabajas y dejar las esquinas de las camas superitantes, de esas que te destrozan las uñas de los pies, en la mitad de tiempo. Pero Heather, mi compañera, seguía con la gripe, de modo que estaba sola.
La soledad, no obstante, me permitió concentrarme en ciertas reflexiones. Si el asesinato de Jackie Scaife no
había sido obra de un extremista demente del FDA, pensé mientras arrastraba mi instrumental hasta la habitación de lady Thring, ¿quién lo había hecho? ¿Aileen Benefer, la eficiente gobernanta? Estaba claro que existía rencor entre las dos hermanas. ¿Y Hume Pryce? Se puso raro cuando supo que mi padre era de la pasma, perdón, miembro de la Policía Montada de Canadá. Incluso el amo Walsh reaccionó evasivamente cuando saqué a relucir el tema de la pantomima. ¿Y dónde encajaba la maldita diadema en todo esto?
La habitación de la marquesa se hallaba, como las de los demás invitados, en el ala sur de Sandringham House, la que en otros tiempos acogió en su planta baja no sólo una sala de billar, sino, por increíble que parezca, una bolera. Cuesta imaginar a los miembros de la familia real jugando a bolos, y quizá fuera porque la familia real no había vuelto a jugar a bolos desde la época en que éstos estuvieron de moda entre los aristócratas eduardianos, que la bolera es ahora una biblioteca. Sobre ella descansan las habitaciones más nuevas de la casa. Digo más nuevas sólo porque fueron añadidas después de que el incendio de 1891 dañara buena parte de la estructura original.
El dormitorio de la marquesa estaba entre los más bonitos. Las paredes eran lila. De la espléndida cama con dosel pendía un cortinaje violeta oscuro con flores doradas, y la tumbona era de cretona con un dibujo floral en tonos púrpura y verde. Sobre un delicioso escritorio descansaba un jarrón con flores. También había una tocador con un espejo enorme enmarcado en dorado y un biombo muy decorativo que ocultaba el hueco vacío de la chimenea (apagada), cuya repisa rebosaba de chismes de porcelana. De las paredes colgaban fotografías de escenas deportivas y paisajes locales que la familia real parecía coleccionar a peso. Una fuente con fruta fresca y una bandejita con bombones mentolados Bendick (intactos) sobre la mesita de noche completaban el acogedor cuadro. En resumidas cuentas, una habitación en la que no me importaría acampar, y no es que me queje de mi guarida.
Me preguntaba, no obstante, qué pensaba la marquesa de su cuarto. Corría el rumor de que estaba invirtiendo un pastón en renovar Barsham Hall, el hogar ancestral de los Thring, reparando, recolgando, reorganizando, restaurando, retapizando y reembelleciendo prácticamente todo, hasta el último picaporte, para que el lugar deslumbrara por todos sus poros. Visto a través de los ojos de una marquesa loca por la decoración, Sandringham House, incluidas las habitaciones de los invitados, debía de parecer una choza.
—El gusto por lo recargado, querida Jane, es el sello de la auténtica clase alta —me había amonestado Davey el martes por la tarde en la sala de estar de los lacayos, donde se estaba recuperando del susto en el ayuntamiento.
Estábamos contemplando las fotos del número del Tatler de hacía seis meses que dedicaba un espacio considerable a los trabajos de restauración (o profanación, según cómo se mire) de Barsham Hall.
—Ha convertido el lugar en una casa de citas —comentó Davey—. ¡Ooh, mira esto! Moqueta de pared a pared. ¡Y encima beige! ¿Sabías que debajo de esos rizos de oveja hay un suelo de madera de roble del siglo XVII? ¡Qué vulgaridad! El difunto lord Thring debe de estar revolviéndose en la tumba.
La razón por la cual el actual lord Thring, guardián de semejante patrimonio histórico, permitía que su segunda esposa se lo cargara añadiendo fruslerías a las ya existentes, vendiendo los tesoros artísticos poco acordes con su gusto y provocando las iras de los miembros del Departamento del Patrimonio Artístico, que gusta de los edificios majestuosos elegantemente deteriorados, era un tema que generaba habladurías. «Pamela es demasiado distinguida para nosotros», dijo Davey que el lacayo mayor había oído decir al mayordomo del palacio al paje, pues éste había oído al príncipe Felipe decir a su secretario privado que eso era lo que la reina había dicho.
Lo que pasaba, decían, era que lord Thring quería más a su mujer que a su patrimonio. «Atontolinado» era la palabra en constante uso. El pobre lord Thring, que ya de por sí se había casado tarde —a los cuarenta y cinco años—, estuvo casi veinte años libre entre esposa y esposa. La primera, Pamela I, conocida también como la Renegada, se había fugado con un ganadero sudafricano a los tres años de matrimonio, y el hecho de que muriera un año después de su huida, ahogada por accidente, no fue un consuelo para el marqués.
—La historia se repite una y otra vez —dije a Davey—. ¿No es cierto que la madre de Di dejó al conde de Spencer por un ganadero australiano? Y la madre de Fergie se fugó con un jugador de polo argentino. Estoy segura de que hay más casos.
—Montones, querida. Hasta la esposa del difunto lord Thring, la madre de Affie, abandonó a su marido, por lo menos eso dicen. ¿O acaso murió joven? No lo recuerdo.
—¿Por qué tantos casos?
—Bueno, coge a lord Thring, por ejemplo...
—No, gracias.
—Pues eso.
—Quiero decir que es demasiado mayor para mi gusto, pero, ahora que lo pienso, rico. Quizá podría cambiar de idea.
—Es un auténtico pelmazo, Jane. El hombre es un rollo macabeo, un pesado, un tostón. ¿Te lo deletreo? Un p-e-l-m-a-z-o. Se pasa el día hablando de perros y caballos, de caballos y perros, y, de tanto en tanto, de su colección de caballos y perros de porcelana. Lo deja a uno bizco. Estos tipos del campo me marean. ¡Ay, mi querido Londres! —lloriqueó sobre su té—. ¿Cuánto más durará este exilio en... los pantanos? El viento. La lluvia. El frío...
—Esto no son los pantanos, Davey.
—Pero casi.
—A la reina parece gustarle —continué.
—¿A la reina parece gustarle quién? —Davey luchó por salir de su murria—. ¿A quién? ¿Quién?
—Lord Thring. Deja de gimotear, maldita sea.
—Lo siento. En fin, Madre conoce a Affie desde hace muchos años. Fue su caballerizo en otros tiempos. Además, Madre también es aficionada a los perros y los caballos.
—Sí, pero le interesan otras cosas además de los perros y los caballos —repuse.
—Creo que Madre encuentra en las conversaciones simples de Affie una forma de olvidarse por un rato de los interminables discursos de Padre sobre la situación del mundo. ¡No veas cómo se enrolla el hombre! Y de las preocupaciones derivadas del matrimonio de sus horribles niños, y de la delicada salud de su madre, y de las nuevos impuestos...
—Vale, vale, lo he captado.
—Y de la decadencia del reino y de la inaplicabilidad de la Commonwealth y si Maastricht significa que perderá el trabajo y el hecho de que sus caballos no hayan ganado una carrera en siglos. Probablemente sea una de esas amistades de toda la vida que resultan cómodas. Quizá Affie le fue detrás antes de que se convirtiera en reina. Madre era bastante atractiva. Bueno, tú misma la has visto en fotos.
—Eso no explica el fenómeno de las Renegadas que sufre la clase alta —dije, empujándome la punta de la nariz hacia las cejas con el dedo índice.
Davey acercó su cara a la mía.
—Es el sexo —susurró con voz teatral.
—¿De «género»?
—No, burra, de «polvo». Tengo la teoría de que muchas de las Renegadas renegaron porque ya no les apetecía... ¿cómo te diría?... satisfacer las... ejem... las necesidades de sus maridos.
—Tonterías.
Los ojos de Davey brillaban divertidos.
—De acuerdo. ¿A qué necesidades te refieres?
—Engagez votre imaginación, mi querida Jane.
Y entonces, sin previo aviso, se lanzó a una retahíla de bragas de cuero, instrumentos ecuestres y animales de granja, además de otros artículos, que consiguió amargarme el té.
—Verás —continuó Davey—, una vez que encuentran a la mujer idónea, pierden la chaveta por ella. Se vuelven locos. Hasta hubo quien renunció al trono de Inglaterra por una mujer así.
—Supongo que te refieres a la duquesa de Windsor.
—Por lo visto Wallis tenía métodos bastante extraordinarios para mantener al duque... entretenido. Al menos, eso he oído.
—¿Insinúas que la relación entre Affie y Pamela II tiene un fondo de perversión?
—Lo ignoro, cariño. Sólo me limito a especular. Lo que está claro es que no se casó con ella por la pasta.
—¿Por qué iba a hacerlo? Él tiene más dinero que números erróneos la Telefónica.
—Cierto. Pero parte del encanto que las americanas tienen para muchos aristócratas ingleses es su habilidad para traer a la relación mucha pasta, facilitar dinero líquido, esas cosas.
—Estás hablando de las americanas ricas.
—¿Acaso hay otras?
—Quizá lord Thring se casó para mejorar la raza—sugerí—. Vosotros los ingleses sois más endógamos que la música country. Hace novecientos años que nadie os invade. Necesitáis un poco de marcha.
—¿Acaso el matrimonio Thring ha engendrado un hijo, inculta colonial?
—No, pero todavía están a tiempo. Lady Thring aún no ha cumplido los cuarenta, creo.
Davey se encogió de hombros y apuró su taza.
—No entiendo qué atracción puede existir entre los Thring —concluyó, y pasamos a otros temas.
La atracción, pensé mientras recorría la habitación de lady Thring, probablemente era, por parte de él, la soledad, pues se comportaba como un perrito faldero con ella. Quizá Pamela II adolecía de cierta venalidad, puesto que lord Thring era tremendamente rico y, para colmo, tenía títulos. ¿Quién sabe? Se habían conocido en una demostración de perdigueros en Estados Unidos a la cual el marqués (en aquella época conde de Chudleigh) había sido invitado para actuar de juez, pues los americanos gustan de dar a sus actos caninos un toque de distinción invitando a lores ingleses. Pamela Walsh acudió a la demostración con sus perros, y se cree que el mutuo interés canino fue la chispa que condujo adonde tales chispas suelen conducir.

 

Es fácil poner el piloto automático cuando limpias y yo lo tenía puesto mientras limpiaba la habitación de la marquesa. La mujer, de aspecto siempre impecable, tiene una habilidad especial para convertir su cuarto en un vertedero, la ropa y las toallas esparcidas por todos lados, los algodones para desmaquillarse apilados sobre el tocador. Los efectos personales se los dejo a Caroline Halliwell, la doncella de la marquesa. Debo tener cuidado con lo que manipulo no vaya a ser que, por error, ponga algo en un lugar donde la marquesa no pueda encontrarlo al momento, como ocurrió las Navidades pasadas, cuando cometí la torpeza de devolver al joyero una pulsera de esmeraldas y diamantes que encontré tirada en la mesita de noche y la marquesa me acusó de robo, hasta que le dije dónde mirar.
Aunque las cortinas estaban descorridas y la lámpara del tocador brillaba valientemente, esa mañana el dormitorio parecía engullido por la penumbra. El cielo al otro lado de la ventana era de un gris plomizo. Remolinos de aguanieve golpeaban los cristales y caían, derretidos, por las filigranas del balcón ornamental. Si el tiempo continúa así, pensé mientras entraba en el cuarto de baño, quizá se vean obligados a anular la cacería prevista para mañana.
El baño, por el contrario, estaba radiante. No radiantemente limpio, pues el tornado de la marquesa también había pasado por esa habitación, sino radiantemente brillante gracias a una luz de techo que resplandecía como un sol, haciendo menos desagradable el sucio trabajo de limpiar bañeras, lavabos y retretes. La iluminación también resultó útil en otro sentido. Aunque es posible pasar por alto una mancha o dos en una estancia con iluminación ambiental cuando el día está nublado, es difícil pasar algo por alto bajo las luces de un cuarto de baño. Cuando levanté la papelera rebosante de algodones y pañuelos para vaciar el contenido en un cubo de basura, reparé en un trozo de papel que había quedado atrapado entre la papelera y el zócalo. Me agaché entre el lavabo y el retrete para recogerlo y me dispuse a unirlo a los demás desperdicios cuando mis dedos notaron algo en el dorso del papel que me indujo a darle la vuelta.
En otras circunstancias lo que leí no me habría llamado la atención. Sólo había tres números —6, 2 y 7— y dos letras —S y A—. Nada excepcional. Los números podían formar parte de una dirección o de un número de teléfono o, incluso, de un número de lotería. Las letras podían ser parte de miles de palabras. Pero lo que me hizo erguirme y sentarme en la tapa del retrete para contemplar mi hallazgo fue el... el estilo o, mejor dicho, la falta de estilo. Los números no estaban escritos a mano ni a máquina. Cada uno tenía una tipografía, un tamaño y un color diferentes, y habían sido extraídos de fuentes diversas, de una revista y un periódico (pues unas superficies eran opacas y otras brillantes), y pegados en un folio blanco. Una servidora lo habría interpretado como una muestra fallida de alguna afición peculiar —como pegar macarrones en un jarrón y formar una monstruosidad barroca con un pulverizador de pintura dorada— si no fuera porque los recortes de revistas habían estado últimamente dando vueltas en mi cerebro. Jackie Scaife había recibido mensajes amenazadores hechos con recortes de revistas durante las semanas previas a su muerte. ¿Era Pamela, la marquesa de Thring, víctima también de las amenazas de los extremistas del FDA?
Me incliné, agarré la papelera y volqué el contenido en el suelo. Tenía que haber más trozos. Era como intentar armar un tosco rompecabezas. El fragmento que poseía tenía el canto izquierdo, a un centímetro de la letra S, limpio y afilado, pero los demás bordes estaban desgarrados. Alguien había rasgado el papel y dejado intactos la A y los tres números, aunque la esquina del 7 había desaparecido.
Me guardé el papel en el bolsillo del uniforme, hundí mis manos en el asqueroso revoltijo esparcido en el suelo y empecé a buscar. Tan absorta estaba en mi tarea que no oí nada por encima del frufrú de papeles ni reparé en la silueta que apareció sigilosamente en la puerta.
El cuerpo es capaz de captar la presencia de otro cuerpo antes que la mente, de modo que un escalofrío de terror me recorrió las piernas antes de darme cuenta de que alguien me observaba. Entonces un rubor candente me subió por las mejillas cuando levanté la cabeza y vi a Pamela, la marquesa de Thring, que me miraba fijamente. Tenía los brazos cruzados sobre un jersey de cuello alto del color del chocolate amargo y sus ojos marrones, enormes y algo saltones, rutilaban de furia.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó con un tono entre lánguido y glacial.
Buena pregunta. Tenía menos de un segundo para encontrar una respuesta.
—Creo... creo que se me ha caído el anillo dentro... señora —barboteé.
La marquesa dejó caer lentamente los párpados, como si intentara bien controlar su enojo, bien luchar contra una jaqueca inminente o bien indicar su más profundo desprecio. Era lo último, comprendí cuando regresó al dormitorio y, por encima del hombro, dijo:
—Pues encuéntralo pronto y vete.
—Sí, señora —respondí mansamente mientras trasladaba la basura al cubo.
¿Había tirado Pamela los demás pedazos por el retrete o fue otra persona quien lo hizo?
Al cabo la marquesa apareció de nuevo en la puerta, pero esta vez su rostro anguloso mostraba una rabia no disimulada.
—¿No eres tú la muchacha que atacó a mi hijo? —espetó mientras tiraba impacientemente de una cinta de terciopelo marrón y liberaba una mata de pelo rubio.
—Yo no ataqué a su hijo —dije desde el suelo, estupefacta por la acusación.
—No me mientas —continuó ella—. Tú eres Jane... Jane... —se encogió de hombros con irritación—, yo qué sé. Tú pegaste a mi hijo. —Me señaló con el dedo—. ¿Cómo te atreviste?
—¡Su hijo me siguió! —dije, levantándome para plantarle cara.
Había algo extraño y alarmante en el rostro de la marquesa que la cruel luz del baño aumentaba. Sus ojos ardían como rescoldos y el pelo, liberado de la cinta, le caía sobre los hombros como una medusa. ¡Pero bueno, me había acorralado contra la pila! Podía sentir la superficie fría contra mi espalda.
—Señora—recalcó afilando la mirada—. ¡Dirígete a mí como es debido!
—Señora —repetí en un tono que juzgué razonable—, su hijo se presentó anoche en mi habitación sin haber sido invitado. Intentó propasarse y no fue bien recibido.
—Mentira. —La marquesa sacudió enérgicamente la cabeza—. Tú atrajiste a Buchanan hasta tu habitación y cuando él no quiso hacer lo que le pedías le pegaste...
—¿Qué? —Creí estar alucinando—. Señora —dije, aventurándome una vez más por la vía del razonamiento—, yo jamás invitaría a un huésped de su majestad a mi habitación. Jamás se me pasaría por la cabeza.
—Buchanan es un muchacho delicado y sensible. ¡Aún se está reponiendo de uno de sus ataques!
¿Delicado? ¿Sensible? ¿Bucky? ¿Y qué tenían que ver sus «ataques» con esto?
—Señora —proseguí algo confusa—. Su hijo estaba en mi habitación esperándome. Ni yo ni ningún miembro del personal lo invitó. Él se invitó a sí mismo. Y cuando se me insinuó y no aceptó un no por respuesta, no tuve más remedio que defenderme.
—Escúchame bien, niñata de pacotilla. Si vuelves a tocar a Buchanan convertiré tu vida en un infierno.
Dicen que la educación extrema es la expresión más refinada que mejor desvía nuestro desprecio, un logro particular de la clase alta. La marquesa no lo estaba logrando. Y yo estaba empezando a perder los estribos.
—No tiene ningún derecho a hablarme así —protesté.
—No pienso tolerar la insolencia de una sirvienta. Sí no te disculpas ante mi hijo haré que te despidan.
—Usted no es mi empleadora. Y no pienso disculparme.
Una furia contenida tornó sus pómulos afilados en sierras escarlata. Impulsó el fino mentón hacia adelante y, con la voz ronca de ira, dijo:
—¡Te disculparás!
Soporté la mirada furibunda de la marquesa pero no dije nada. Era absurdo embarcarse en un infantil tira y afloja. No iba a disculparme, punto. No temía perder mi trabajo. Todo el mundo sabe que la reina no tolera el trato grosero hacia sus empleados y es capaz de reprender a sus propios hijos por mostrarse descorteses. Y creo —y espero no sonar pomposa— que durante el tiempo que llevo trabajando para su majestad he conseguido ganarme su confianza (aunque, claro está, ella no es la encargada de contratar y despedir).
Interpretando mi silencio como un asentimiento, Pamela II giró sobre sus talones y regresó al dormitorio. Empezó a tirar de las perchas con gran estruendo. Seguro que está poniendo el ropero patas arriba y deshaciendo mi buena obra, pensé mientras seguía limpiando el cuarto de baño. Un bromista de las dependencias de abajo había apodado en una ocasión al marqués y la marquesa la Lechuza y el Minino, el viejo pájaro y su lustrosa consorte. Pero «minino» no era el mote adecuado para la marquesa. «Tigresa» la llamaría yo, sobre todo por la forma en que protegía a su cachorro. Lo malo es que el cachorro ya era lo bastante mayorcito y feo para no necesitar que mamaíta le protegiera de alguien como yo, una simple jovencita. La marquesa, concluí mientras recordaba el asunto de la pulsera y reparaba en otra voz que sonaba en el dormitorio, era una enemiga a tener en cuenta.
—¿Te importaría sacarme el conjunto para esta tarde, Caroline? —dijo bruscamente la marquesa a su doncella. Acto seguido, se oyó el golpe de una puerta al cerrarse.
Esperé. Al cabo Caroline Halliwell asomó por la puerta del cuarto de baño.
—Menudo genio, ¿eh? —Caroline sonrió comprensiva y se introdujo un bombón Bendick en la boca.
—Y que lo digas —contesté con más vehemencia de la deseada—. ¿Se ha ido?
—Puedes estar tranquila. Ha ido a visitar a algunos arrendatarios con su majestad. No volverá hasta la hora del almuerzo. ¿Crees que acabarás disculpándote?
—Lo oíste todo, ¿verdad? Desde luego que no. No tengo nada de qué disculparme.
—Bien dicho. —Caroline se lamió un dedo manchado de chocolate—. Esta mañana tuve oportunidad de ver el estado de la cara del señorito. Una marca encantadora, Jane. Ya era hora de que ese bruto recibiera su merecido.
—¿También se propasó contigo?
Caroline soltó una carcajada.
—Eres muy amable, Jane. No, creo que soy demasiado mayor para su gusto.
—¡Qué dices! Seguro que no tienes los treinta.
—Cumpliré veintiocho en marzo.
—En ese caso, Bucky todavía podría ser tu amante. Caroline puso cara de pavor.
—Seguro que existen otras razones por las cuales no he recibido sus atenciones —dijo.
—Creo que las mujeres inglesas le intimidan. Por eso yo he tenido ¡a fortuna de gozar de sus atenciones.
—Tal vez tengas razón. La marquesa se empeña en presentarle chicas de la alta sociedad que hablan de pena y tienen aspecto mandón. Los apareamientos son de troncharse.
Cualquiera que estudiara de cerca a la doncella de la
marquesa sabría que probablemente había otro motivo por el que Bucky no había intentado su droyt de signoor (como él lo llamaba) con ella, un aspecto de Caroline que enseguida advertí la primera vez que la vi. El caso es que guarda un parecido extraordinario con su empleadora.
Caroline es, al igual que Pamela, alta y rubia, de ojos grandes y separados, aunque los suyos no tienen el brillo de los de su señora, y su rostro es comparable en cuanto a la forma, la tez impecable y el pequeño tamaño de la boca. Sin embargo, Caroline, pese a las ventajas que teóricamente debería otorgarle su juventud (seguro que era diez años más joven que la marquesa), parece una copia deslustrada del original, menos esbelta, menos definida, menos chic, el cabello no tan bien peinado, la ropa no tan elegante. Me pregunté si la contratación de Caroline no se debía a un impulso narcisista de lady Thring: contrata a alguien que se te parezca, pero no lo bastante como para inquietarte.
En cualquier caso, pensé, el parecido debía de bastar para inquietar a Bucky. Entonces me di cuenta de que había estado absorta en mis pensamientos.
—¿Qué? —pregunté.
—Decía que la marquesa trata a Bucky como si fuera un zar. No le toques o sangrará. Es una neurótica, la verdad.
Caroline se encogió de hombros y regresó al dormitorio. Yo la seguí con mi equipo de limpieza.
—Últimamente la marquesa ha estado más nerviosa e irritable de lo normal —prosiguió mientras cogía una bata de la cama y la doblaba—. Lo sé porque arroja la ropa con mayor dejadez de la habitual.
Examiné la habitación. Había ropa por todas partes, como si a la marquesa le hubiese costado decidir qué ponerse.
—No debe de ser fácil trabajar para ella —comenté.
—Ladra, a menudo, pero nunca llega a morder, aunque puede ser bastante violenta cuando está de mal humor —respondió Caroline—. Con su majestad y los demás miembros de la familia real siempre se muestra encantadora. Es la gente que trabaja para ella la que soporta su mal genio.
—¿Por qué la aguantas?
Pensé: exceptuando a la señora Harbottle, la gobernanta del palacio de Buckingham que podía ser algo dura en ocasiones, los superintendentes del palacio eran más bien inofensivos, por no decir indolentes. Y «la suprema», la reina, era la empleadora más amable que uno podía desear.
—Hay trabajos peores ^respondió Caroline—. La mayor parte del tiempo es agradable trabajar para la marquesa. Además, están los incentivos: buenas casas, viajes. A veces incluso me hace regalos.
—¿Por Navidad?
—No, después de sufrir un berrinche. Entonces me regala cosas, como este jersey. —Caroline dio una vuelta. El jersey, de cachemir azul claro a juego con sus ojos, era lo bastante bonito como para hacerme sentir en mi aburrido uniforme cierta envidia—. La marquesa casi siempre se arrepiente. Aunque no se disculpa... —No terminó la frase—. A veces se diría que hasta quiere ser mi amiga. Desconoce la frontera entre empleador y empleada.
—Bucky también —dije con amargura.
—No hace falta que lo jures.
—Con suerte, tal vez la marquesa se arrepienta respecto a mí. No me importaría ampliar mi ropero. Caroline se echó a reír.
—Ni lo sueñes. Bucky es ¡a niña de sus ojos.
Pensé en el suceso del cuarto de baño, cuando la marquesa se mostró tan arisca, y en el misterioso pedazo de papel que había encontrado detrás de la papelera.
—¿Por qué está irritable la marquesa estos días? —pregunté—. ¿Melancolía navideña? ¿Salmonella en el pavo? ¿Pidió diamantes al marqués y en lugar de eso recibió un juego de té?
—Si la marquesa hubiese querido diamantes, te aseguro que habría habido diamantes debajo del árbol. —Caroline examinó el jarrón y retocó las flores con delicadeza—. No entiendo qué tiene a mi señora de tan mal humor. Estas últimas semanas en Londres no era la mujer enérgica que conozco. Me he preguntado si no estará...
—¿Qué?
Caroline sacudió la cabeza, como si espantara moscas.
—No, nada. En cualquier caso, la marquesa ha estado un poco rara desde que llegamos el martes por la mañana —continuó—. La reina había tenido el detalle de aplazar la cacería anual del veintiséis de diciembre para amoldarse a los planes de lord y lady Thring. Pero luego la marquesa anunció que tenía una terrible jaqueca y que no podía participar.
—Las escopetas son muy ruidosas —sugerí—. El tiroteo se oye incluso desde la casa, así que si estás en el meollo debes de sentir que la cabeza va a estallarte...
Caroline sacudió la cabeza.
—Las jaquecas de mi señora son meras excusas. Su majestad se mostró muy comprensiva, pero la verdad...
—Ayer dijiste que tu señora llegó tarde al Duke’s Head después de la pantomima.
—¿De veras? —Caroline se mordió el labio y me miró dubitativa.
—En el despacho de la señora Benefer —le recordé.
—Ah, sí, lo dije. —Su rostro parecía preocupado—. Bueno, en realidad no llegó tan tarde.
Mi cara debía de reflejar el escepticismo de un evolucionista en un seminario de ciencias de la creación, porque la expresión de Caroline pasó de la preocupación a la consternación.
—De hecho, no llegó tarde en absoluto.
Se volvió y jugó nerviosamente con una caja de maquillaje que había sobre el tocador, pero yo podía verle el rostro pálido como la luna por el espejo. Esperé.
—Mi señora dijo que regresó al hotel a las cinco y media —prosiguió Caroline con un suspiro—. Mi habitación se hallaba junto a la suya y normalmente podía oírla trajinar cuando estaba. Además, tiene la costumbre de llamarme cuando llega. Por eso cuando me llamó a las siete di por sentado que acababa de llegar. Pero ella insiste en que llegó a las cinco y media y que, en lugar de llamarme, se tumbó a descansar.
—¿Por qué insiste tanto?
Caroline me miró por el espejo.
—No lo sé. Al final se echó a reír y dijo que una de las dos debía de tener la hora de Sandringham.
—¿Eh?
—Por la costumbre esa de adelantar los relojes de la finca a fin para disponer de más tiempo de luz para la cacería.
—¿Cuánto tiempo? —Desconocía esa costumbre.
—Media hora. Pero ya no se hace, claro —añadió, advirtiendo mi aturdimiento—. Fue una costumbre que instituyó Eduardo VII y creo que la abandonaron en los años treinta con Eduardo VIII. Me sorprendió que la marquesa la conociera. Supongo que su majestad se la contó.
—¿La marquesa no habrá recibido amenazas de algún tipo, verdad? —pregunté impulsivamente, el trozo de papel flotando en mi cabeza como una hoja de otoño.
Caroline se volvió para mirarme. Parecía casi aliviada de poder cambiar de tema.
—Qué pregunta tan extraña. ¿Por qué lo preguntas?
—Oh, ya sabes —disimula, disimula—, por el asunto del FDA. Lady Thring es un personaje conocido y ha venido a Sandringham para la temporada de caza.
Después del asesinato ocurrido en Dersingham me preguntaba si... —Me encogí de hombros—. Quizá por eso la marquesa está tan nerviosa.
Caroline arrugó sus espesas cejas.
—No lo creo. —Ladeó la cabeza y me miró con expresión interrogativa—. Estás muy rara, Jane. ¿Te dio el dentista un medicamento nuevo?
—¿El dentista? ¡Ah, el dentista! —De pronto me acordé: la excusa ideada para la señora Benefer—. Sólo me empastó una muela. Nada serio.