8
A LA mañana siguiente me
hallaba de nuevo en el salón Principal, trapos y aspiradora en
mano, dispuesta a dejarlo impoluto. Ojalá pudiera decir que había
pasado una mala noche, dando vueltas en la cama atosigada por
imágenes de caracteres lujuriosos, preocupada por las consecuencias
de abofetear a un invitado de la reina, consumida por el
remordimiento de haber utilizado la violencia, indignada porque
alguien me había deshecho la cama llevado por la embriaguez
navideña, pero no puedo. Es cierto que tras el incidente me había
quedado aturdida. Tuve que sentarme en la cama y respirar hondo.
Luego apareció Heather. Mi grito la había despertado y la sonora
bofetada la hizo saltar de la cama y correr a mi habitación. Se
tomó el atropello como una ofensa personal y empezó a despotricar
contra los hombres y sus calumnias con un ardor que contrastaba con
su fatiga producida por la gripe. Yo, aunque la mano todavía me
dolía, noté no obstante que una especie de euforia se abría paso en
mi interior. La bofetada había tenido un efecto catártico. Me
sentía bien. Quizá era una ingenua, o quizá me había convertido en
la reina de la negación, pero en ningún momento consideré a Bucky
Walsh un auténtico peligro. El muchacho, sencillamente, carecía de
modales. Era un cachorro mal enseñado y una bofetada contundente
era la disciplina que necesitaba, si bien debo admitir que no me
mostraría tan optimista si mi reacción le hubiese enardecido.
En cualquier caso, la noticia corrió como el
rayo, como suele ocurrir en las dependencias de abajo, y a la
mañana siguiente, cuando llegué al comedor del servicio para
tomarme un café y un bollo, mis camaradas femeninas estallaron en
un sonoro aplauso, el cual yo, por supuesto, acepté con humildad.
Acto seguido me rogaron que relatara lo sucedido con pelos y
señales, a lo cual accedí amablemente pero, como es lógico, con
algunos cambios juiciosos. Sinceramente, hay un par de colegas a
las que no les habría importado montárselo con Bucky si Bucky
hubiese querido montárselo con ellas, pero ya se sabe que entre
gustos no hay nada escrito.
Reflexionando sobre ello, me detuve frente a
la mesa de tapete verde donde descansaba uno de los rompecabezas
que su majestad gusta de montar en sus momentos de ocio. Acababa de
ordenar una pila de partituras que alguien (probablemente la
princesa Margarita) había dejado desparramadas sobre el piano de
cola de la reina Alejandra y estaba, por consiguiente, tarareando
una de las melodías cuyo título había hojeado («Soy una chica que
no sabe decir no» de Oklahoma!) cuando mi cerebro registró las
suaves pisadas de unos piececitos sobre la alfombra Axminster. Por
desgracia, no eran de la princesa Eugenia. La pequeña estaba en
Wood Farm jugando con sus juguetes de Navidad. El sonido provenía
de uno de esos bichos que siempre anuncian la llegada de su
majestad: un perro galés, una raza que la reina adoraba y que
quienes sentíamos aprecio por nuestros tobillos mirábamos con
recelo. El chucho aposentó su peludo trasero en el borde de la
alfombra y me miró lascivamente. La lengua le colgaba entre los
enormes dientes. Rápidamente —pues no era mi trabajo entretenerme
con el rompecabezas de su majestad—, devolví al tapete la pieza que
había cogido distraídamente justo a tiempo de poder volverme y
hacer una reverencia a la reina, que irrumpió en el salón portando
un ejemplar del Daily Telegraph doblado
por la página del crucigrama.
—¡Joan! —advirtió la reina a la perra, cuya
idea de la obediencia había consistido en levantarse y acercarse a
mis vulnerables tobillos.
—Buenos días, majestad —dije sorprendida por
su llegada, mientras me alejaba disimuladamente de Joan.
Aunque había previsto una entrevista con la
reina, no esperaba que ocurriera tan temprano, y me sorprendió
encontrar a su majestad levantada a esas horas. No sólo levantada,
sino también arreglada. Supongo que esperaba que la monarca, en
época de vacaciones, estuviera a las 8.05 de la mañana con los
chichos puestos y los pies embutidos en sus babuchas de pelusa
rosa. Para mi asombro, vestía una falda de mezclilla y una rebeca
de color rosa pastel sobre los hombros. Pero lo más asombroso de
todo era que el pelo, ya casi blanco, aparecía tan acicalado como
los días de actos públicos.
—¿Jane? —oí decir a su majestad—.
¿Jane?
—Eh, sí, señora —respondí, consciente de que
había estado papando moscas—. Lo siento, señora.
—Ven conmigo a la sala de estar. Allí
tendremos más intimidad.
El salón Principal carece de puertas que
puedan cerrarse debidamente. En realidad, carece de puertas. Es la
estancia más amplia de Sandringham, con una altura de dos plantas y
una tribuna a lo largo de la mitad superior donde tocarían juglares
si estuviéramos en otros tiempos, a la que se accede a través de
tres enormes arcos románicos de roble. Pasamos por debajo de los
arcos y dejamos atrás la báscula con el asiento forrado en piel que
tanto divertía a los eduardianos y la mesa redonda de caoba con sus
chismes para medir la velocidad y la dirección del viento. Muy
útil, supongo, en un lugar de tanto viento como el oeste de
Norfolk, aunque en mi opinión no hay más que mirar por la ventana y
observar hacia dónde y hasta qué distancia del suelo se inclinan
los rododendros.
La sala de estar, o mejor dicho la salita de
estar —porque era allí adónde nos dirigíamos— está justo al otro
lado del pasillo, que es el eje central de Sandringham House. La
salita de estar es mi habitación favorita, y cuando su majestad
encendió la araña de porcelana rosa y verde de Dresde que colgaba
del techo, comprendí de nuevo por qué. Es una estancia bonita
—«linda», como diría Heather—, y ésa es sin duda la palabra que
mejor la define. El mobiliario es delicado, de materiales tan
inusuales como la madera satinada de las Indias o la madera del
tulipanero. El papel de la paredes, con un dibujo acogedor de rosas
y parras diminutas, es de seda y hace juego con los bordados de las
sillas hechos por la reina María, la abuela de la reina. Había
figuras, jarrones y vasijas de la porcelana antigua más exquisita,
la mayoría en un nicho de la pared, junto a la chimenea. Y para
armonizar con una estancia tan femenina, una plétora de retratos de
mujeres de la realeza, entre ellos el de la reina Luisa de
Dinamarca, madre de la reina Alejandra, y dos de sus hijas, la
princesa Luisa y la princesa Victoria, hermanas del rey Jorge
V.
La reina se sentó y Joan se tumbó a sus pies
formando un ovillo tranquilizador. Acto seguido, me indicó que me
sentara en una de las butacas beige que flanquean la chimenea (por
desgracia, apagada). Al hacerlo estalló un horroroso ruido
flatulento.
—Lo siento, querida, uno de mis nietos debió
de dejarla ahí —explicó su majestad cuando extraje de debajo de mis
posaderas una vejiga de goma tan roja como mi cara.
La reina sonrió serenamente mientras yo me
levantaba y colocaba el gracioso cojín en una mesa cercana. Al
hacerlo divisé la sala de estar a través de las vidrieras de la
puerta que conectaba ambas estancias. Todavía en penumbra a esa
hora de la mañana, la luz plateada del alba se colaba ya por la
ventana salediza e iniciaba su danza por las ramas del árbol de
Navidad. La silueta de las bolas, lazos y velas emergían
gradualmente de una oscuridad indeterminada. En ese momento eché de
menos mi casa, el árbol de Navidad frente a la ventana salediza en
la casita de mi abuela en Charlottetown. Debí de poner cara triste,
pues su majestad dejó el crucigrama sobre una mesita auxiliar y me
preguntó:
—¿Echas de menos a tu familia en esta época
del año?
Parpadeé.
—Sí, señora, un poco. Pero mi padre está
aquí, lo cual ya es mucho.
La mención de mi padre me trajo a la memoria
el desafío Elvis que me había propuesto en el Maple Leaf y noté que
me sonrojaba. Preguntar a su majestad si había conocido al rey (del
rock ‘n’ roll) resultaba extraño a esa hora tan temprana de la
mañana. Pero la reina leyó la preocupación en mi rostro y, tras
preguntar sobre mi salud, me obligó a confesar el motivo de mis
rosadas mejillas en plena época invernal.
—Señora —dije, removiéndome en mi asiento—,
¿puedo hacerle a su majestad una... una pregunta extraña?
—Puedes —contestó ella.
Adelante, Jane, pensé. Suéltalo de una
vez.
—Señora, ¿habéis conocido a Elvis?
—¿Presley o Costello? —preguntó su
majestad.
Debí de mostrarme desconcertada, porque su
majestad me miró desafiantemente mientras sus ojos azules
chispeaban regocijados.
—Me esfuerzo por estar al día, Jane. —Hizo
una pausa y sonrió. Era evidente que mi asombro la divertía—. ¿Por
qué quieres saberlo?
—Mi padre quiere saberlo, señora. Es un gran
admirador.
Su majestad levantó una ceja.
—De Elvis Presley, quiero decir. Bueno, y
también de vos, majestad —añadí rápidamente, sintiendo, a medida
que hablaba, que lo mejor que podía hacer era cerrar la boca y no
volver a abrirla en todo el día.
—No me gusta pensar en mis súbditos como
«admiradores» —repuso la reina con rapidez. Su sonrisa se
desvaneció ligeramente—. Y ahora, respondiendo a tu
pregunta...
—Y sí, lo había conocido.
—Espero que a tu padre le satisfaga la
respuesta —concluyó.
Estará encantado, pensé, y nunca podrá
acusarme de haber sacado la respuesta de un libro.
—Gracias, señora —contesté—. Estoy segura de
que ésa será la respuesta que querrá oír.
La reina se inclinó y acarició a Joan.
Extasiado, el animal giró la cabeza para recibir mejor las
atenciones de su ama.
—La pregunta que quería hacerte —dijo su
majestad tras recuperar la pos tura—, tiene que ver con tu misión
de ayer en Londres. ¿Tuviste éxito?
—Sí y no, señora.
¿Cómo decírselo?
—Compré diez números de la lotería nacional,
pero lamento comunicaros que habrán de ser para su alteza real.
—Jesús, qué portento. Parecía un mensajero obligado a dar a Carlos
I la noticia de su decapitación—. Lo siento —añadí
débilmente.
La reina suspiró y se tocó distraídamente
las perlas opalescentes del cuello.
—Así que la diadema pertenecía a la duquesa
—murmuró—. Vaya, vaya.
Contempló el reloj de oro rodeado de
tarjetas de Navidad que descansaba sobre la repisa de la chimenea.
Su estado meditabundo le suavizaba las arrugas de los ojos mientras
la lámpara adyacente proyectaba una luz suave sobre sus mejillas
empolvadas, el único maquillaje que llevaba aparte de un toque rojo
en los labios.
—Bueno —dijo al fin—, también yo tuve
ocasión de hacer algunas indagaciones. ¿Te habló el señor Rose de
las consecuencias del robo de Ednam Lodge?
—No, señora. Él tenía entendido que las
joyas desaparecieron sin dejar rastro en 1946, pero algunas
salieron a la luz en una subasta celebrada poco después de la
muerte de su excelencia.
Una mueca de desaprobación se dibujó en los
labios de su majestad.
—Así pues —proseguí—, se creía que las
piedras de la diadema habían sido extraídas de su montura y
retalladas a fin de hacerlas desaparecer para siempre. Por lo menos
hasta que la diadema reapareció, como caída del cielo.
—La diadema tuvo que salir de algún sitio
—replicó su majestad—. La pregunta es: ¿dónde ha estado todos estos
años? He averiguado que un ladrón, un tal Richard Dunphie, se
confesó autor del robo de Ednam Lodge. Fue encarcelado en la
prisión de Norwich por robo y allanamiento de morada a principios
de los sesenta. Por lo visto había entrado en varias fincas a lo
largo de los años y concentrado sus... habilidades en la obtención
de joyas.
—¿Confesó dónde fueron a parar las joyas
robadas en Ednam Lodge?
—Por lo visto no. Tengo entendido que las
joyas fueron «tapadas», creo que así es como lo llaman, y que el
señor Dunphie no desveló la identidad de la gente que pudo hacerlo.
Evidentemente, el hombre ya está muerto.
—Ya —dije, decepcionada.
—Con todo —continuó su majestad—, las joyas
robadas en Ednam Lodge permanecieron ocultas en un barco atracado
en King’s Lynn mientras estaban... ¿cuál es la palabra? Me salió en
un crucigrama el otro día.
—¿Calientes?
—Eso es. Muy bien, Jane.
—Qué interesante. Eso significa que la
diadema estuvo cerca del lugar del robo durante un tiempo. Claro
que —añadí, desinflándome—, eso ocurrió hace casi cincuenta años.
Aunque —proseguí, animándome— quizá estuvo cerca todo este
tiempo.
—Es extraño que la diadema permaneciera
intacta —musitó su majestad—. La costumbre, como bien dijiste, es
extraer las piedras de la montura y retallarlas para que resulte
difícil determinar su procedencia.
—Lo que sugiere que el señor Dunphie pudo
haber realizado el robo por encargo a cambio de una comisión.
¡Glups! —De pronto recordé lo que el señor Rose me había contado
sobre las esmeraldas de Alejandra.
—Jane, ¿qué ocurre?
—Esto... nada, señora. —¿Por qué demonios
había glupeado? Su majestad me miraba impaciente—. Es sólo que...
—continué torpemente— que existe una historia sobre algo llamado
las esmeraldas de Alejandra.
—Ah, sí, las esmeraldas de Alejandra
—comentó secamente su majestad mientras daba vueltas a su anillo de
casada—. Una historia absurda. Dicen que mi bisabuela, la reina
Alejandra, legó a mi tío David una colección de joyas, entre ellas
unas esmeraldas, y mi tío, a su vez, se las dio a la que entonces
aún era señora Simpson. No entiendo por qué la historia sigue viva.
Esas esmeraldas jamás existieron. Y aunque existieran, no tiene
sentido que la duquesa se trajera de Francia unas piedras sin
tallar como parte de su joyero de viaje. Las joyas sin tallar no
pueden lucirse, que habría sido la única razón para traerlas. En
cuanto al rumor de que mi familia pudo estar implicada en la
recuperación de esas joyas ficticias, sólo puedo decir que es
completamente falso. ¿Te contó el señor Rose esa historia?
—Sí, señora, pero me aseguró que era del
todo falsa. Estábamos especulando sobre las causas y consecuencias
de los robos de joyas y pensó que la historia me parecería
interesante.
—Comprendo.
Caray, pensé, acababa de recibir una lección
en cuanto a extender rumores reales.
—Sea como sea —prosiguió su majestad—,
dijiste algo interesante. El robo podría haber sido un
encargo.
—O quizá la tapadera a la que le fueron
vendidas las alhajas sabía de alguien interesado en las joyas de la
duquesa de Windsor o en una pieza concreta. Un coleccionista, por
ejemplo. El señor Rose sugirió que la diadema pudo caer en manos de
un coleccionista, aunque también dijo que no conocía a nadie de
aquella época que reuniera los requisitos. Alguien, supongo, lo
bastante rico para poder comprar diamantes en 1946, dispuesto a
hacer un trato bajo cuerda y, por razones que desconocemos,
dispuesto a conservar las joyas intactas, o por lo menos la
diadema.
La mirada de la reina se perdió mientras yo
hablaba. Distraídamente, se acarició el collar de perlas.
—Sí... sí... —murmuró como respuesta a mis
conjeturas, o por lo menos eso me pareció.
Esperé a que su majestad dijera algo.
Entretanto advertí que la homogénea oscuridad al otro lado de las
cortinas de encaje había dado paso a formas más distinguibles: la
extensión de césped y, más lejos, la masa os-
cura de robles y pinos a ambos lados del
sendero que conducía a la iglesia de Sandringham. Una silueta
irrumpió en la imagen y desapareció. Un agente de seguridad, de
pisadas casi audibles, había cruzado el camino. Entonces recordé
que la vigilancia, ya de por sí constante cuando su majestad se
hallaba en la finca, se había intensificado aún más.
«Un penique por vuestros pensamientos,
señora», tuve ganas de decir cuando desvié mi atención de ese gris
amanecer a la persona de la reina. Mas —como habrán imaginado— una
siempre se siente algo restringida en sus conversaciones con la
soberana. Existen límites a la familiaridad, por muy relajadas que
resulten estas charlas entre señora y sirvienta.
Joan soltó uno de esos bostezos chillones de
perro y su majestad, sacada de su ensimismamiento, centró su
atención de nuevo en mí. La expresión de su rostro había pasado de
la preocupación al regocijo. Aunque mi moradura había cedido
durante la noche, todavía se veía. La reina tenía la mirada puesta
en el puente de mi nariz.
—Te la has probado, ¿verdad?
—preguntó.
Bizqueé en un intento de verme la nariz.
Imposible.
—¿Señora? —barboteé.
—Las diademas hay que aprender a sujetarlas
o acaban por estrellarse contra la nariz de una. Es doloroso,
muchas mujeres de mi familia lo saben por experiencia. Pero tu
magulladura supera todas las previsiones.
—Me la probé en el tren, señora —confesé,
enrojeciendo como un tomate—, pero el tren sufrió una sacudida, por
lo que el golpe fue peor. —Me toqué la nariz con el dedo índice y
torcí el gesto. Todavía me dolía—. Pero no volverá a ocurrir.
—Estoy segura —dijo su majestad.
De repente encontré mis zapatos sumamente
cautivadores.
—Espero que la diadema esté a salvo, Jane
—continuó la reina—. Tengo que devolverla a las autoridades
pertinentes. —Apretó los labios—. Confío en que el trabajo de
nuestros detectives no se vea afectado por la... imprudencia de
haber cogido la diadema.
Dudo que su majestad corra el riesgo de que
la arresten, pensé, pero en lugar de eso dije:
—La tiene el inspector Jenkyns.
—¿De veras?
Y expliqué a la reina lo ocurrido la noche
antes, cuando intenté entrar en Sandringham con la diadema.
—El inspector dijo que él mismo la
devolvería a las autoridades que investigan el asesinato.
—Bien —comentó agriamente su majestad cuando
hube terminado.
—También dijo que se aseguraría de que la
desaparición de la diadema de la escena del crimen no llegara a los
periódicos.
—Sí, creo que eso será lo mejor. Aunque —la
reina se martilleó pensativamente el mentón con un dedo— no
entiendo de qué modo la diadema podría ayudar a la policía en su
investigación...
—Yo sí, señora —interrumpí exaltada. La cosa
se ponía interesante—. Una joya de ese valor sería una buena razón
para cometer un asesinato, ¿no os parece? Y sin embargo, ahí
estaba, en la cabeza de la víctima. Quienquiera que mató a Jackie
Scaife desconocía el valor de esa diadema.
—Sí, supongo que sí —respondió la reina con
cierta duda en la voz—. Tengo entendido que el Frente Defensor de
Animales es el blanco de la investigación.
—La policía reconstruyó una nota amenazadora
que apareció hecha pedazos en la chaqueta que vestía la víctima. Al
parecer no era la primera que recibía. Y Jackie —cada vez la
trataba con mayor familiaridad, aunque sólo la había visto una vez
y muerta— había estado, en cierto modo, provocando al FDA.
—Mencioné la carta que había publicado el Lynn News y su llamativo
abrigo de pieles.
La boca de su majestad denotaba
disentimiento.
—Además, esos extremistas destrozaron el
refugio de Flitcham. Y luego están esos horribles paquete— bomba
que enviaron a su alteza real el mes pasado...
—¡Esa información es confidencial!
—¿Señora?
«Confidencial» significaba que todos los
miembros de la casa y del personal lo sabían. Toda la nación lo
sabría en cuanto algún periodista decidiera mover el trasero.
—En fin... —dijo la reina enarcando las
cejas con resentimiento. Hay veces que el palacio pierde como un
colador, y no me refiero a las cañerías—. Con todo —prosiguió—, lo
encuentro extraño. Jackie Scaife no es la clase de mujer que los
defensores de los animales elegirían como blanco, pese a sus
provocaciones.
—Pero, señora —repuse. Lo que me disponía a
decir era evidente—: Jackie Scaife iba vestida como... como su
majestad.
—Sí, Jane —dijo la reina con paciencia—. Sé
que el cuerpo de seguridad cree que la señorita Scaife se había
convertido en blanco del FDA porque estaba imitando a... a
servidora.
—¡Ésa tuvo que ser la razón! Seguro que esos
extremistas pensaron que si elegían como blanco a una mujer vestida
como su majestad la gente se asustaría de verdad y dejaría de
practicar deportes sangrientos. Me han dicho que la policía
considera al FDA como la amenaza terrorista más seria de Gran
Bretaña. Quizá pensaron que Jackie era su majestad.
—Es muy poco probable que yo esté sola por
la noche en el ayuntamiento de un pueblo, Jane.
—¡Pudo ser una advertencia, señora! ¡Vos, la
auténtica, podríais ser la próxima!
—Cálmate, Jane. Sé que el FDA constituye una
seria amenaza y que sus miembros han intensificado su campaña de
violencia. Pero generalmente toman como blanco a peleteros e
investigadores médicos.
—Y a políticos, señora.
—No han matado a ninguno.
—Todavía —repliqué—. A Jackie Scaife la
asesinaron.
¿Quién era ahora la reina de la negación?
¡La propia reina!
—Jane, el FDA no se ha declarado autor de la
muerte de esa mujer, que es lo que suelen hacer los terroristas.
Además... —su majestad alzó un dedo cauto—, el arma utilizada no
era la habitual. Emplearon un objeto contundente en lugar de, por
ejemplo, una bomba, que es lo que genera el espectáculo que esa
gente busca.
Hummm, pensé. Su majestad estaba decidida a
no aceptar que podía correr peligro.
—¿Qué opina la policía? —insistí.
—El departamento antiterrorista participa en
la investigación y, como es lógico, se ha concentrado en el FDA
—respondió impasible, su rostro tan impenetrable como el de un
billete de cinco libras.
Comprendí que la reina intentaba ser
prudente. La policía concentraría sus energías en cualquier cosa
que pudiese constituir una amenaza, por pequeña que fuera, para la
persona de la reina. Habían aprendido una dura lección a principios
de los ochenta, cuando un intruso burló el control de seguridad del
palacio de Buckingham y penetró en el dormitorio de su majestad
—mientras ésta dormía— sin el más mínimo problema. Hace un par de
años otra persona, un hombre sin techo, saltó el muro de los
jardines del palacio y entró por una puertaventana, hasta que lo
detuvieron en un pasillo. Ha habido otros incidentes, todos ellos
una pesadilla para los miembros del Departamento de
Protección
Real y Diplomática, cada uno de los cuales
está interesado en conservar la cabeza sobre los hombros o, cuando
menos, el trabajo. Dichos intereses y preocupaciones, pensé, podían
cambiar el rumbo de una investigación de asesinato, quizá en una
dirección equivocada. ¿Era eso lo que pensaba su majestad?
Resultaba difícil saberlo. No sólo es una mujer que no muestra sus
emociones, sino que tampoco criticaría a su cuerpo de seguridad
delante de una humilde servidora. Y sin embargo...
—¿Es que su majestad tiene otra teoría? —me
atreví a preguntar.
La reina apretó los labios.
—El asunto de la diadema sigue pareciéndome
un misterio —contestó. Una respuesta evasiva, pensé—. En fin,
espero que la policía sea capaz de resolverlo.
Me miró fijamente. Sus ojos chispearon y no
hicieron falta palabras. Yo había sido los ojos y los oídos de su
majestad en un suceso ocurrido en el palacio de Buckinghan un año
antes. Ahora comprendía, de forma tácita, que mis habilidades
oculares y auditivas podrían ser nuevamente útiles. La reina se
inclinó para acariciar el pelaje dorado de Joan.
La perra suspiró.