5
PARA cuando dieron las once
estaba muerta de hambre. No había desayunado y mi estómago estaba
efectuando una imitación en directo de los felinos del zoo de
Londres. Aun así, había hecho mi trabajo con suma diligencia. (¡Soy
muy virtuosa!) El Salón, la sala de visitas Principal, con todos
sus muebles de roble (la reina Alejandra, esposa de Eduardo VII,
que vivió quince años en Sandringham House tras la muerte de su
esposo acaecida en 1910, odiaba las maderas oscuras) estuvo
relativamente chupado, pues la señora Benefer ya se había asegurado
de dejarlo impoluto antes de que la familia real llegara de
Londres. (No entiendo por qué no envuelve toda la casa con una
enorme banda de papel como las que ponen en los lavabos de los
hoteles, «saneado para su protección», y hace que la reina la corte
con unas tijeras ceremoniales.) Después de recorrer la alfombra con
una escoba (pues resulta más silenciosa), pasar el plumero por los
cachivaches e hinchar los almohadones de los sofás mientras la luz
invernal empezaba (¡por fin!) a congregarse al otro lado de las
ventanas del ala este, retiré las flores de navidad que ya
chocheaban, enderecé algunas tarjetas navideñas del aluvión que
llegaba cada año y, en una evocación de la vida severa de las
criadas de otras épocas, limpié la rejilla de la única chimenea que
todavía funcionaba en Sandringham. Un trabajo sucio, pero alguien
tenía que hacerlo y si tienes cuidado no te manchas el
uniforme.
Luego debía hacer las camas y los baños de
siempre, pero supongo que la perspectiva de una pasta y una taza de
café —o algo— me indujo a terminar la labor antes de lo previsto,
tras lo cual salí disparada hacia la fuente de todos los alimentos:
la cocina.
La cocina real, en todas las casas de su
majestad, es un mundo por sí mismo. Es, de hecho, un reino en
miniatura gobernado por Terrill Pentelow, el gordísimo e irascible
cocinero real, quien considera que la monarquía constitucional en
las dependencias de abajo es una afrenta inconcebible, una práctica
que la reina de Inglaterra sólo debería tolerar arriba. No hay
democracia entre los cacharros y sartenes de Sandringham y el humor
de la cocina depende invariablemente del humor du jour de su
majestad Culinaria, hosco, mordaz o achispado, según la ocasión o
la disponibilidad de libaciones. Es un reino de hombres de
organización militar. Las mujeres son tan bienvenidas como la
gonorrea y generalmente las reciben con una lluvia de panecillos o
de verduras cortadas en cuadraditos y toda una gama de tacos
culinarios. Media mañana, concretamente, no es un buen momento para
hacer una aparición. En las residencias vacacionales de su majestad
—Sandringham y, en Escocia, Balmoral—es donde a los tíos les gusta
más armarla, y si resulta que esa mañana han desayunado judías
estofadas es probable que te topes con el menos atractivo de los
pasatiempos de abajo: el concurso de pedos del cocinero real. Está
claro que la cocina real no es lugar para una dama.
Sin embargo hay veces que una mujer puede, y
esta mujer lo hace, efectuar una salida triunfal sin sufrir daños
mayores.
—¡Fuera, fuera! —gritaron varias voces a
coro, venciendo el estruendo de cacharros derivado de la
preparación del almuerzo, cuando atravesé las puertas giratorias y
aspiré el aire con cautela.
Había un fuerte aroma a caldo y a cebollas
hervidas a fuego lento. No detecté la presencia de metano. Algo
voló en mi dirección y lo agarré sin titubeos (había jugado un poco
a béisbol en mis tiempos mozos).
—Muchas gracias, caballeros —dije con una
reverencia—. Esto bastará.
Era una manzana, una Cox Orange Pippin, que
crecía abundantemente en la región. Me volví para efectuar una
rauda salida antes de que me acribillaran con más fruta, pero una
voz me detuvo.
—¡Eh, tu, quieta ahí!
En la cocina a todo el personal ajeno al
recinto se le conoce como «tu», a menos que su posición en la Casa
Real sea más augusta que la del cocinero real.
Era la voz de Eric Twist. El hombre portaba
una bandeja con un desayuno.
—Lleva esto arriba —gruñó—. Su puñetera
alteza real finalmente ha cambiado de postura.
—¿A qué puñetera alteza real te
refieres?
—¿Cuántas altezas reales conoces que se
levanten a estas horas?
Tenía razón.
—No es mi trabajo —dije torciendo el
gesto.
En realidad no me molesta hacer tareas que
no me competen. Agradezco los cambios, pero mis compañeros se
muestran tan celosos de sus competencias, privilegios y rango en la
jerarquía que a veces me veo obligada a hacer lo mismo.
Eric empujó la bandeja contra mi pecho. La
tetera tembló y un chorro brotó del pitón.
—; Entonces busca a alguien cuyo puñetero
trabajo sea éste! ¡Estamos muy ocupados!
—Vale, vale. —Me guardé la manzana en el
bolsillo y cogí la bandeja.
—Estará con su majestad en el estudio de su
majestad. Y no se te ocurra verter el puñetero té por el camino.
—Haré un puñetero esfuerzo.
El estudio de la reina—su despacho, para ser
exactos— se encuentra en el primer piso (segundo para los
norteamericanos) del ala norte de Sandringham House. Las ventanas
dan a una avenida de tilos —retorcidos y horribles en invierno— y
setos recortados que desemboca en una estatua dorada de alguna
deidad budista entrada en carnes obsequiada a Eduardo VII en la
década de 1860, cuando todavía era príncipe de Gales. Subí las
escaleras y eché a andar por el pasillo del primer piso, flanqueado
por innumerables cuadros de perros y caballos y escenas de caza, en
dirección al despacho de su majestad con la esperanza de encontrar
por el camino a alguien de categoría superior para confiarle la
bandeja. Esperaba que Davey se hallara por los alrededores ahora
que era lacayo personal de la soberana, pero no estaba. Y tampoco
Humphrey Cranston, uno de los cinco pajes de su majestad, un
sirviente aún más personal que pensé habían destinado a Sandringham
para las vacaciones. Tampoco vi a ningún agente de seguridad ni al
inspector Paul Jenkyns, el guardaespaldas de la reina. El único
atisbo de vida que percibí al doblar la esquina fue el destello de
una preciosa tela morada que desaparecía por la puerta del estudio
de su majestad.
Suspiré. Ignoraba el recibimiento que yo,
criada, iba a tener, pues el servicio a los miembros de la familia
real estaba fuera de mi competencia. ¿Pero qué otra cosa podía
hacer? Trasladé el peso de la bandeja a una mano. Me disponía a
llamar a la puerta entreabierta con la otra cuando oí decir a la
reina:
—¿Cómo pudiste hacerlo, Margo?
Dejé caer la mano. Oh, oh, pensé, una riña
familiar. ¿Qué hacer?
—Culparé al primo Halifax —oí decir a la
princesa Margarita. Su voz, más dulce y fuerte que la de la reina,
era guasona.
—No funcionaría, Margo. A tu edad no puedes
culpar a un amigo imaginario de la infancia. Y si sigues cogiendo
cosas que no te pertenecen acabarás como la abuela.
—¡Hay que ver, Lilibet! —La dulce voz de la
princesa se tornó picajosa—. Si cogí la diadema fue porque la
encontré insultante. Para ti, concretamente. Esa mujer era idéntica
a ese horrible muñeco que aparece en ese detestable programa de
televisión...
—Sí, lo sé. Lo he visto una o dos
veces.
—Y pensar que está ocurriendo delante de
nuestras narices, en nuestra propiedad. No nos divierte.
—Creo que esa frase es mía, Margo.
—Es de la tatarabuela.
—Yo la heredé.
Uno de los perros galeses ladró. Otro le
siguió. Finalmente estalló una reyerta canina.
—Margo —dijo su majestad con tono glacial
una vez hubo restaurado el orden—, esa mujer fue asesinada.
—Eso lo sé ahora, pero en aquel momento no
lo sabía. De lo contrario nunca la habría cogido. Sólo pretendía
dejarla en algún lugar de la sala...
—¿Pero no comprendes que esa diadema podría
ser importante, Margo? Podría ayudar a la policía en su
investigación.
—Claro que lo entiendo. En fin, lo que
quería decirte es esto: tenía intención de dejar la diadema en
algún lugar pero cuando la levanté me di cuenta de que... —La voz
de la princesa Margarita se redujo a un susurro apenas audible—.
Lilibet, es auténtica.
—Oh, no digas tonterías. Eso es
imposible.
—Lo es. Toma, compruébalo tú misma.
—¡Margo! ¿Y las huellas?
—Me temo que es demasiado tarde. Hace un
rato me la estuve probando... esto... la estuve examinando. Toma.
¿Piensas cogerla o no? Por cierto, ¿dónde está mi té?
Aquí, alteza, me dije, todavía paralizada al
otro lado de la puerta como una adolescente en su primera cita. Los
brazos empezaban a dolerme, pero no me parecía el momento adecuado
para hacer mi entrada.
—¡Santo Dios! —oí exclamar a su majestad—.
Tiene el sello de Cartier. ¿Pero cómo...?
—Y eso no es todo, Lilibet. Hay algo
más.
—¿Qué?
Esta vez la voz de la princesa sonó fuerte y
clara.
—Es de tía Wallis.
Oí una exclamación de incredulidad y, acto
seguido, una risa gutural. Casi se me cae la bandeja. ¿Tía Wallis?
¿Wallis Simpson? ¿La duquesa de Windsor?
—¡Eso es absurdo! —declaró la autora de la
exclamación.
—¡Es cierto! —dijo la risa riendo.
—¡Imposible!
—Estoy segura de que es la diadema de
Wallis, Lilibet. La he visto en fotografía. ¿No te acuerdas? Tío
David encargó a Cartier una diadema para Wallis como regalo de
bodas, aunque creo que no llegó a lucirla en el casamiento.
Demasiado insultante para mamá y papá, imagino.
—Margo, eso es imposible. ¿Recuerdas que
vimos juntas el catálogo de Sottheby’s de las cosas de Wallis que
se subastaron en Ginebra después de su muerte? En ninguna lista
aparecía una diadema hecha para su boda. Y aunque se me pasara por
alto, esa pobre mujer asesinada no hubiera podido permitirse
semejante joya. Es la hermana de la gobernanta de Sandringham. Creo
que vivió muchos años en América. Es...
—¡Eso no importa, Lilibet! —le interrumpió
la princesa Margarita—. La diadema fue robada.
—¿Robada? ¿A quién?
—¡A Wallis y tío David, naturalmente! ¿No te
acuerdas? Ocurrió un año después de la guerra, cuando regresaron a
Inglaterra de visita y se alojaron en Ednam Lodge, la casa de los
Dudley, ya sabes, cerca de Windsor. Una noche fueron a divertirse a
Londres y un ladrón trepó por la tubería del desagüe, entró en la
habitación de Wallis y se llevó su joyero. No estoy segura de los
detalles...
—Creo recordar algo... —La voz de su
majestad sonaba dudosa.
—Me temo que en aquella época estabas
demasiado embelesada con Felipe para prestar atención a otras
cosas...
—¡Hay que ver, Margo! Recuerdo el robo
perfectamente. Pero eso no explica cómo la diadema fue a parar a la
cabeza de esa pobre mujer. Resulta demasiado extraño. Quizá sea una
imitación de la diadema de Wallis...
—Me apuesto veinte libras a que es de
Wallis.
—Demasiado, Margo, demasiado. —La monarca
billonaria hizo una pausa—. Diez libras. Diez libras a que no es de
Wallis.
—Que sean diez libras en boletos de la
lotería nacional, así será más divertido. El sorteo es el domingo.
A lo mejor me toca el gordo.
—A lo mejor me toca a mí, Margo.
Creo que a vosotras dos ya os ha tocado el
gordo en esta vida, pensé. La familia real es un poco especial con
el dinero. Se diría que no tienen un penique. Pero les encanta
apostar.
—La verificación será difícil —oí decir a la
reina. Luego, con tono más severo, añadió—: Pero Margo, esta
diadema debería entregarse a la policía que está investigando el
asesinato. ¿Pero cómo...?
No me resultaba difícil terminar la frase de
su majestad: Pero ¿cómo iban a explicar a las autoridades el
imprudente robo de la princesa Margarita? O, peor aún, ¿qué
ocurriría si llegaba a oídos de los periodistas? Un horrible
titular bailó en mi cabeza: ¡Margarita Dedos Largos!
—Tengo una idea, Lilibet —oí decir a Dedos
Largos—. Si conseguimos una verificación de Cartier, podremos
devolver la diadema a la policía habiendo contribuido a la
investigación. Puede que así se enfaden menos. ¿Qué opinas?
—Pues... —El suspiro dé su majestad fue tan
profundo que atravesó la puerta—. ¿Y cómo lo haremos? Ni tu ni yo
podemos abandonar a nuestros invitados. Y en cualquier caso, una
visita inesperada a New Bond Street resultaría sospechosa.
—Haz que alguien de Cartier venga a
Sandringham. —No estoy segura de que...
—¡Oblígales! Eres la reina.
—¡Hay que ver, Margo! —Hubo una pausa—. No
creo que resulte prudente tener visitas inesperadas. Este asesinato
va a despertar el interés de la prensa, y desearía que ese interés
no se centrara en un miembro de nuestra familia.
—Sí, claro —reconoció la princesa con
pesar—. Entonces, ¿quién?
Si alguna vez hubo una entrada en el teatro
de la vida, ésta era. Ademas, mis brazos estaban a punto de
desfallecer y no podía entretenerme mucho más tiempo en el pasillo
sin que pasara alguien y se preguntara qué hacía allí. Adelante,
Jane Bee.
Llamé a la puerta, esperé a que la princesa
dijera «Ah, mi té» y entré con suma discreción.
—Majestad. Alteza real —murmuré al tiempo
que hacía una reverencia, lo cual no es fácil con una bandeja en
¡as manos.
—Pas devant...
—dijo entre dientes la princesa Margarita a la reina, como si yo no
pudiera oírla.
Pas devant les
domestiques (delante del servicio no). Su majestad enarcó las
cejas con una exasperación vagamente humorística.
—Trop tard, Margo. Jane
est canadienne. Je suis sure qu’elle comprend le français. N’est-ce
pas, Jane?
—Oui, Votre
Majesté —contesté, preguntándome si había elegido el título
correcto.
Como muchos canadienses de mi generación, en
el colegio estudié muchas asignaturas en francés. Soy, técnicamente
hablando, bilingüe, pero no puede decirse que hable fluidamente el
francés.
Soporté el examen de la princesa mientras
pasaba junto a los estantes para periódicos y revistas y coloqué la
bandeja sobre la mesa que la reina me había señalado, al lado de un
jarrón de flores amarillas. Mientras lo hacía busqué con la mirada
la diadema, tratando de no parecer demasiado impertinente. ¿Dónde
demonios estaba? Decepcionada, me di la vuelta y esperé a que su
majestad me diera permiso para retirarme.
La reina, no obstante, estaba absorta en sus
pensamientos.
—Vous êtes la jeune
femme que j’ai vue dans la salle hier matin à Dersingham —dijo
la princesa.
«Eres la joven que vi ayer por la mañana en
el ayuntamiento de Dersingham.» Sus ojos, de un azul sobrecogedor
como los de la reina, se afilaron. Debo reconocer, no obstante, que
el acento de la princesa Margarita es muy superior al de la reina,
que habla francés como una turista inglesa cuando pide «frites chez» McDonald.
—Oui... —¿Cómo se decía su alteza real en
francés? Altesse no sé qué—, señora —dije
al fin.
—Humm. ¿Lilibet? —La princesa miró enojada a
su ensimismada hermana—.Jane, du thé,
s’il-vous-plaîu
Me apresuré a servir una taza. Aunque el té
olía de maravilla —el Lapsang Souchong tiene un denso aroma a
ahumado—, parecía pasado. Su aspecto era penoso, y me dieron ganas
de salir pitando. En primer lugar, no sé por qué estaba sirviendo
el té. Generalmente el miembro de la familia real o el invitado que
solicita esta clase de refrigerio se sirve él mismo. Luego, cuando
recogí de nuevo la bandeja, caí en la cuenta de dónde se hallaba la
diadema. La princesa Margarita lucía una voluptuosa bata de damasco
morada. Estaba segura de que la diadema se ocultaba entre sus
pliegues. Su alteza no se atrevía a levantarse y era evidente que
la mente de la reina se había evadido de la mundana tarea de servir
el té.
La princesa Margarita me miró fríamente
mientras cogía la taza y removía el azúcar.
—Vous avez quitté la
scène avant nous, n’est-cepas?
—¿Qué tal si hablamos inglés? —le
interrumpió la reina, habiendo despertado de su
ensimismamiento.
—Dejaste el escenario antes que el resto de
nosotros —repitió fríamente la princesa Margarita, llevándose la
taza a los labios.
—Fui hasta la puerta de atrás para ver cómo
se encontraba Davey... David Pye, señora.
—¿Y por dónde volviste? ¡Aagh! —La princesa
hizo una mueca de asco—. El té está tibio.
—Volví por el escenario.
La princesa Margarita me miró con severidad
y luego se volvió hacia su hermana, más la reina tenía la atención
puesta en la puerta del despacho.
—Margo, ¿dejaste la puerta entreabierta al
entrar?
—No lo sé.
—En Sandringham las cocinas no están
lejos—musitó su majestad—. No da tiempo a que el té se enfríe por
el camino.
La reina me clavó una de esas famosas
miradas que te hacen desear que la tierra te trague. Noté que
enrojecía y que mis labios temblaban en busca de una expresión de
arrepentimiento.
De pronto sus pupilas se encendieron con un
brillo pícaro y una sonrisa le curvó los labios.
—Creo que Jane podría ayudarnos con la
diadema —dijo su majestad para mi sorpresa y consternación.
—Lilibet, ¿te has vuelto loca?
—Jane, ¿viste algo en el escenario del
ayuntamiento de Dersingham?
—¡Lilibet! —exclamó la princesa.
—Deja la bandeja en la mesa, Jane. Creo que
tenemos para un rato.
—Sí, señora. —Fui hacia la mesa—. Vi...
—Dejé la bandeja y me volví hacia la princesa Margarita. Tragué
saliva—. Vi a su alteza real coger la diadema...
—Y estabas escuchando detrás de la puerta
—continuó su majestad.
—Sí, señora. Lo siento mucho.
La princesa Margarita estaba a punto de
estallar de furia. La reina alzó la mano derecha para acallar sus
protestas y consultó su reloj.
—Hay un tren para Londres que sale de King’s
Lynn en torno a la una. Déjame ver... Creo que podrías estar en
Cartier a eso de las tres, Jane. Tendrás tiempo suficiente...
—¡Lilibet!
—Telefonearé a Cartier y escribiré una
autorización.
Y ahora, Margo, si no te importa... ¿Margo?
¡Margo, sácala de una vez!
—¡Lilibet! Esta joven es...
—De total confianza —dijo la reina—.
¿Recuerdas que te hablé de un desagradable suceso ocurrido el año
pasado justo antes de la visita oficial del rey de Malasia? ¿La
historia del lacayo envenenado? ¿Y de la criada que me ayudó con
mis pesquisas?
—Sí... —respondió la princesa Margarita con
cierto titubeo.
—Pues es ella.
Su alteza real me miró de arriba abajo como
quien examina un puesto de hortalizas frescas en el mercado. No
parecía muy convencida. Se llevó distraídamente la taza a los
labios y su boca volvió a arrugarse de asco. Devolvió la taza al
plato y me tendió bruscamente la ofensiva porcelana. Cogí la taza
mientras ella, con mano melindrosa, apartaba un pliegue de su bata
y sacaba la diadema.
—¿Realmente piensas confiársela?
Tragué saliva. El aro de diamantes —cuatro
piedras gordas en el centro y tres dedos curvos y verticales de
diamantes más pequeños montados en platino— brilló como si tuviera
fuego blanco en su interior. Los colores del arco iris centelleaban
y te deslumbraban. Ahora que veía la diadema independiente de las
tristes circunstancias de su descubrimiento y que conocía algo
sobre su valor y posible procedencia, me sentí hechizada —no, ésa
no es la palabra—, seducida por su impresionante belleza. De
repente comprendí la pasión que sienten algunos hombres —y algunas
mujeres, por supuesto— por los diamantes. Estaba tan hipnotizada
que apenas oí la respuesta de su majestad.
—Sí, tengo intención de confiar la diadema a
Jane. No huirás a Brasil con ella, ¿verdad, Jane? ¿Jane?
—Por Dios, señora, no —barboteé, todavía
boquiabierta—. ¡Cómo brilla! Y pensar que a lo mejor perteneció a
su alteza real. Es...
Me detuve en seco. La princesa Margarita
apretó la diadema contra su pecho. De repente noté una extraña
tensión en el ambiente. La reina frunció el entrecejo.
—«Su excelencia», Jane —dijo apaciblemente
su majestad—. La duquesa de Windsor ostenta el tratamiento de «su
excelencia».
—Oh, comprendo —respondí sin
comprender.
—No lo olvides, eso es todo —añadió la reina
sin más explicación—. Y ahora —prosiguió a toda prisa—, debemos
llevarte a King’s Lynn como sea.
—Eso es fácil, señora. Mi padre está en
Dersingham.
Vino a pasar las Navidades conmigo. Estoy
segura de que podrá acompañarme en coche hasta Lynn. —Confié en que
estuviera de vuelta en el Feathers para el almuerzo.
—Si no recuerdo mal, me contaste que
pertenecía a la Policía Montada de Canadá. Muy útil.
La princesa Margarita se levantó del sillón
con un frufrú y tendió la diadema a la reina.
—La dejo en tus competentes manos, Lilibet.
Y recuerda, diez libras en boletos de lotería. Pediré té caliente
desde mi habitación. Y algo de desayuno.
—Margo, es probable que en la cocina ya
estén preparando el almuerzo.
—No les importará.
Un cuerno que no, pensé mientras la princesa
desaparecía por la puerta.
Oí un suspiro, pero pudo provenir de los
perros galeses reunidos en torno al escritorio de su majestad. La
reina añadió la diadema a su controlada pila de papeles, libros y
fotografías y alcanzó sus gafas.
—Y ahora —dijo mientras se las ponía y
encendía la lámpara de mesa— escribiré una autorización y... Bien,
tendríamos que envolverla de algún modo. —Señaló la diadema.
—Quizá baste con una bolsa de plástico,
señora.
—Ah, comprendo, para disimular.
Estupendo.
—Contempló mi uniforme blanco—. No estaría
bien que aparecieras en Cartier vestida así. Cámbiate y haré que te
lo lleven todo hasta la puerta de servicio dentro de media
hora.
—Muy bien, señora.
—¿Has terminado tus otras obligaciones? No
me gustaría meterte en un apuro.
—Ya casi había terminado, señora. Además, la
señora Benefer no es... —vacilé, pues no quería dar la impresión de
que la señora Benefer no controlaba a sus chicas, porque sí lo
hacía, a su manera.
—No es tan temible como la señora Harbottle
—terminó su majestad con una sonrisa comprensiva.
—Exacto, señora. Simplemente le diré que me
ha surgido un imprevisto. —¿Pero qué imprevisto?, pensé.
—Esa pobre mujer debería estar en casa
descansando. Estoy segura de que podríamos arreglárnoslas sin ella
durante unos días.
—Creo que la señora Benefer piensa que
estaría fallando a su majestad si abandonara su puesto.
—Muy encomiable, pero creo que tendré unas
palabras con ella. Y ahora ponte en camino, Jane Bee.
—Sí, señora. —Retrocedí hacia la
puerta.
—Una cosa más, Jane. ¿Te importaría
comprarme los boletos de lotería?
Me lo estaba temiendo. La reina nunca lleva
dinero encima.
—Verás, es que nunca llevo dinero encima
—sonrió su majestad.
Le devolví la sonrisa e hice una
reverencia.
—Por supuesto, majestad —dije.
Y mientras me retiraba, pensé: adiós a mis
diez libras.
Telefoneé a mi padre desde la sala de estar
del personal. Aleluya, se encontraba en el Feathers y no sólo
estaba dispuesto a llevarme a King’s Lynn, lo cual me pareció
genial, sino a acompañarme a Londres, lo que no me pareció tan
genial. No sabía qué excusa iba a darle.
Luego corrí al despacho de la señora Benefer
con la excusa de un
terrible-dolor-de-muelas-debo-ver-den-tista-urgentemente preparada,
sólo para descubrir que no estaba y encontrar a Caroline Halliwell,
la doncella/ayudante personal de la marquesa de Thring, merodeando.
Caroline es la típica inglesa rubia de piernas
largas, imperturbable, de las que se espera
que sea extraeficiente, y una esnob rematada, siempre contenta,
relajada y sin complicaciones, que es, quizá, como hay que ser para
poder trabajar con alguien tan exigente como Pamela II.
—Hola —trinó Caroline cuando abrí la
puerta—.
Una Navidad más. ¿Lo pasaste bien? ¿Tuviste
muchos regalos?
—Muy bien, gracias —dije. Lamentaba
mostrarme tan impaciente y no preguntarle por sus Navidades—.
¿Has visto a la señora Benefer?
—Me temo que se acaba de ir. Le estaba dando
el pésame cuando recibió una llamada de la policía. —Caroline hizo
una mueca—. Más preguntas, creo. Se ha ido a Dersingham.
—Ah.
—Mi señora también recibió una llamada
—explicó Caroline, casi con alegría—. En fin, supongo que la
policía interrogará a todo el mundo que estuvo en la pantomima. A
mi señora, sin embargo, no le hizo mucha gracia.
—Quizá piensan que vio algo. Me han contado
que fue de las últimas personas que salió del ayuntamiento.
—¿De veras? Es cierto que llegó muy tarde al
hotel Duke’s Head. La esperaba antes de las cinco y media, pero no
llegó hasta pasadas las siete. Mi señor también llegó tarde.
¿Tienes prisa, Jane? Puedo leerlo en tu cara.
—Pues, sí, la verdad. —Reí—. Si ves a la
señora Benefer, ¿te importaría decirle que... tuve que ir al
dentista de King’s Lynn?
—¡Oooh! —exclamó compasivamente Caroline
mientras yo me llevaba una mano a la mandíbula—. Pobrecita.
¿Mordiste algo?
Ojalá. Lo último que había mordido había
sido una patata frita en el Feathers la noche antes. Mi estómago
sólo hacía que protestar.
Al poco rato me hallaba en la puerta de
servicio a punto de pegarle un mordisco a mi manzana, vestida con
mi falda plisada, una blusa blanca y una rebeca negra encima, mi
preciosísima chaqueta de cuero negro de los sesenta (comprada en
una tienda de ropa usada de Camden Town) y, por supuesto, mis
prácticas botas. No era el mejor atuendo para darse un garbeo por
Cartier, pero era preferible al uniforme de criada. No había
clavado aún los dientes en la manzana cuando llegó Davey
jadeando.
—Madre me ha hecho correr como un loco para
encontrar una bolsa de Tesco o de Sainsbury, una de sus peticiones
más peculiares. Toma, Jane, espero que ésta te sirva.
Era una bolsa de Marks & Spencer, blanca
con letras verdes, que pesaba lo justo gracias a su
contenido.
—Pensaba que tenías la gripe —dije mientras
cogía la bolsa y volvía a guardarme la manzana.
—Supongo que era del tipo veinticuatro
horas. Vale, vale —añadió cuando me vio poner los ojos en blanco—,
quizá bebí un poco más de la cuenta. Podría haber sido la gripe.
Todo el mundo la está pillando, creo que hasta Nigel. ¡Ja! —La idea
parecía alegrarle considerablemente.
—¿Te pagó Nigel las cinco libras?
Me refería a la apuesta sobre la asistencia
de la princesa Margarita al almuerzo.
—Todavía no, pero lo hará.
La apuesta me trajo a la memoria mi metedura
de pata en el despacho de la reina y pensé que Davey, fuente
inagotable de saber arcano sobre la realeza, podría aclararme una
duda.
—Una pregunta rápida de protocolo, Davey: el
rey Eduardo VIII ostentaba el tratamiento de «majestad» cuando era
rey, pero cuando lo nombraron duque de Windsor fue degradado a
«alteza real», ¿verdad?
—¡Sííí!
—Entonces su esposa, la duquesa de Windsor,
¿no tendría que ser también «alteza real»?
—¡Oh, nooooo!
—Tenía entendido que según la ley consensual
inglesa la esposa adquiere la misma categoría que el mando. El rey
tiene una reina, el duque una duquesa, el conde una condesa, el
señor una señora y así sucesivamente. Por tanto, la esposa de un
alteza real tendría que ser también alteza real.
—Mi querida Jane, acabas de poner el dedo en
la llaga en uno de los temas más peliagudos de la historia de los
Windsor. Lo normal es que Wallis Simpson hubiese sido elevada a
alteza real, pero la familia real la detestaba. La injuriaba. En
otros tiempos la habrían encerrado en la Torre. Era una arribista,
una advenediza, una aventurera, una divorciada, ¡una
americana!
—Vale, vale, lo he captado.
—¡Una mujer horrible! Aunque debo reconocer
que tenía buen gusto para vestir. Era muy chic. También sabía de
joyas... eeesto... ¿qué me habías preguntado?
—El tratamiento.
—Ah, sí. Pues bien, el padre de Madre, Jorge
VI, hermano de Eduardo VIII, negó a la bruja de Wallis el
tratamiento de alteza real cuando subió al trono en 1936, tras el
asunto de la abdicación. Hicieron un trapicheo legal y hubo un
montón de cartas de protesta, pero su majestad se mantuvo en sus
trece. De modo que Wally tuvo que conformarse con «su excelencia»,
tratamiento que corresponde a una duquesa que no pertenece a la
realeza. Naturalmente a Eduardo, o David que era como lo llamaba la
familia, le duró el mosqueo el resto de su vida.
—Me parece una injusticia que le negaran el
tratamiento.
—Estoy de acuerdo. Hasta yo, fiel servidor
de la Corona, tengo que darte la razón. Sea como sea, Madre era
demasiado joven para intervenir en el asunto. Ocurrió hace mucho
tiempo. Por cierto... se llevó una mano enguantada a la boca para
abogar un bostezo ¿puedo preguntarte por qué estás tan interesada
en esa vieja bruja después de tantos años?
—Por algo que be oído.
Davey enarcó las cejas.
—Supongo que no debo preguntar por qué Madre
me obligó a traerte una bolsa de Marks & Spencer.
—No miraste el contenido, ¿verdad?
—Estuve tentado, pero Madre me clavó una de
esas miradas suyas de «si no obedeces mis órdenes al pie de la
letra te envío a la Torre». No obstante, be notado que está llena
de papel higiénico y hay algo puntiagudo dentro que no paraba de
pincharme la pierna.
Debí de mirarle con una de mis expresiones
de disculpa del tipo «lo siento pero no puedo contártelo», porque
Davey afiló la mirada y, haciendo referencia a la resolución del
asesinato del año pasado en Buckingham, dijo:
—Te comportas igual que cuando murió
Robin.
—Davey, sólo voy a hacer un pequeño recado
para su majestad.
—Oh, oh. Muy bien, no me lo cuentes. No
quiero saberlo. Sólo deseo la paz y la buena voluntad de estas
fechas para seguir...
—Una vida tranquila, en otras
palabras.
—Después del desagradable episodio de ayer,
sinceramente ¡sí!