5

 

PARA cuando dieron las once estaba muerta de hambre. No había desayunado y mi estómago estaba efectuando una imitación en directo de los felinos del zoo de Londres. Aun así, había hecho mi trabajo con suma diligencia. (¡Soy muy virtuosa!) El Salón, la sala de visitas Principal, con todos sus muebles de roble (la reina Alejandra, esposa de Eduardo VII, que vivió quince años en Sandringham House tras la muerte de su esposo acaecida en 1910, odiaba las maderas oscuras) estuvo relativamente chupado, pues la señora Benefer ya se había asegurado de dejarlo impoluto antes de que la familia real llegara de Londres. (No entiendo por qué no envuelve toda la casa con una enorme banda de papel como las que ponen en los lavabos de los hoteles, «saneado para su protección», y hace que la reina la corte con unas tijeras ceremoniales.) Después de recorrer la alfombra con una escoba (pues resulta más silenciosa), pasar el plumero por los cachivaches e hinchar los almohadones de los sofás mientras la luz invernal empezaba (¡por fin!) a congregarse al otro lado de las ventanas del ala este, retiré las flores de navidad que ya chocheaban, enderecé algunas tarjetas navideñas del aluvión que llegaba cada año y, en una evocación de la vida severa de las criadas de otras épocas, limpié la rejilla de la única chimenea que todavía funcionaba en Sandringham. Un trabajo sucio, pero alguien tenía que hacerlo y si tienes cuidado no te manchas el uniforme.
Luego debía hacer las camas y los baños de siempre, pero supongo que la perspectiva de una pasta y una taza de café —o algo— me indujo a terminar la labor antes de lo previsto, tras lo cual salí disparada hacia la fuente de todos los alimentos: la cocina.
La cocina real, en todas las casas de su majestad, es un mundo por sí mismo. Es, de hecho, un reino en miniatura gobernado por Terrill Pentelow, el gordísimo e irascible cocinero real, quien considera que la monarquía constitucional en las dependencias de abajo es una afrenta inconcebible, una práctica que la reina de Inglaterra sólo debería tolerar arriba. No hay democracia entre los cacharros y sartenes de Sandringham y el humor de la cocina depende invariablemente del humor du jour de su majestad Culinaria, hosco, mordaz o achispado, según la ocasión o la disponibilidad de libaciones. Es un reino de hombres de organización militar. Las mujeres son tan bienvenidas como la gonorrea y generalmente las reciben con una lluvia de panecillos o de verduras cortadas en cuadraditos y toda una gama de tacos culinarios. Media mañana, concretamente, no es un buen momento para hacer una aparición. En las residencias vacacionales de su majestad —Sandringham y, en Escocia, Balmoral—es donde a los tíos les gusta más armarla, y si resulta que esa mañana han desayunado judías estofadas es probable que te topes con el menos atractivo de los pasatiempos de abajo: el concurso de pedos del cocinero real. Está claro que la cocina real no es lugar para una dama.
Sin embargo hay veces que una mujer puede, y esta mujer lo hace, efectuar una salida triunfal sin sufrir daños mayores.
—¡Fuera, fuera! —gritaron varias voces a coro, venciendo el estruendo de cacharros derivado de la preparación del almuerzo, cuando atravesé las puertas giratorias y aspiré el aire con cautela.
Había un fuerte aroma a caldo y a cebollas hervidas a fuego lento. No detecté la presencia de metano. Algo voló en mi dirección y lo agarré sin titubeos (había jugado un poco a béisbol en mis tiempos mozos).
—Muchas gracias, caballeros —dije con una reverencia—. Esto bastará.
Era una manzana, una Cox Orange Pippin, que crecía abundantemente en la región. Me volví para efectuar una rauda salida antes de que me acribillaran con más fruta, pero una voz me detuvo.
—¡Eh, tu, quieta ahí!
En la cocina a todo el personal ajeno al recinto se le conoce como «tu», a menos que su posición en la Casa Real sea más augusta que la del cocinero real.
Era la voz de Eric Twist. El hombre portaba una bandeja con un desayuno.
—Lleva esto arriba —gruñó—. Su puñetera alteza real finalmente ha cambiado de postura.
—¿A qué puñetera alteza real te refieres?
—¿Cuántas altezas reales conoces que se levanten a estas horas?
Tenía razón.
—No es mi trabajo —dije torciendo el gesto.
En realidad no me molesta hacer tareas que no me competen. Agradezco los cambios, pero mis compañeros se muestran tan celosos de sus competencias, privilegios y rango en la jerarquía que a veces me veo obligada a hacer lo mismo.
Eric empujó la bandeja contra mi pecho. La tetera tembló y un chorro brotó del pitón.
—; Entonces busca a alguien cuyo puñetero trabajo sea éste! ¡Estamos muy ocupados!
—Vale, vale. —Me guardé la manzana en el bolsillo y cogí la bandeja.
—Estará con su majestad en el estudio de su majestad. Y no se te ocurra verter el puñetero té por el camino. —Haré un puñetero esfuerzo.
El estudio de la reina—su despacho, para ser exactos— se encuentra en el primer piso (segundo para los norteamericanos) del ala norte de Sandringham House. Las ventanas dan a una avenida de tilos —retorcidos y horribles en invierno— y setos recortados que desemboca en una estatua dorada de alguna deidad budista entrada en carnes obsequiada a Eduardo VII en la década de 1860, cuando todavía era príncipe de Gales. Subí las escaleras y eché a andar por el pasillo del primer piso, flanqueado por innumerables cuadros de perros y caballos y escenas de caza, en dirección al despacho de su majestad con la esperanza de encontrar por el camino a alguien de categoría superior para confiarle la bandeja. Esperaba que Davey se hallara por los alrededores ahora que era lacayo personal de la soberana, pero no estaba. Y tampoco Humphrey Cranston, uno de los cinco pajes de su majestad, un sirviente aún más personal que pensé habían destinado a Sandringham para las vacaciones. Tampoco vi a ningún agente de seguridad ni al inspector Paul Jenkyns, el guardaespaldas de la reina. El único atisbo de vida que percibí al doblar la esquina fue el destello de una preciosa tela morada que desaparecía por la puerta del estudio de su majestad.
Suspiré. Ignoraba el recibimiento que yo, criada, iba a tener, pues el servicio a los miembros de la familia real estaba fuera de mi competencia. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Trasladé el peso de la bandeja a una mano. Me disponía a llamar a la puerta entreabierta con la otra cuando oí decir a la reina:
—¿Cómo pudiste hacerlo, Margo?
Dejé caer la mano. Oh, oh, pensé, una riña familiar. ¿Qué hacer?
—Culparé al primo Halifax —oí decir a la princesa Margarita. Su voz, más dulce y fuerte que la de la reina, era guasona.
—No funcionaría, Margo. A tu edad no puedes culpar a un amigo imaginario de la infancia. Y si sigues cogiendo cosas que no te pertenecen acabarás como la abuela.
—¡Hay que ver, Lilibet! —La dulce voz de la princesa se tornó picajosa—. Si cogí la diadema fue porque la encontré insultante. Para ti, concretamente. Esa mujer era idéntica a ese horrible muñeco que aparece en ese detestable programa de televisión...
—Sí, lo sé. Lo he visto una o dos veces.
—Y pensar que está ocurriendo delante de nuestras narices, en nuestra propiedad. No nos divierte.
—Creo que esa frase es mía, Margo.
—Es de la tatarabuela.
—Yo la heredé.
Uno de los perros galeses ladró. Otro le siguió. Finalmente estalló una reyerta canina.
—Margo —dijo su majestad con tono glacial una vez hubo restaurado el orden—, esa mujer fue asesinada.
—Eso lo sé ahora, pero en aquel momento no lo sabía. De lo contrario nunca la habría cogido. Sólo pretendía dejarla en algún lugar de la sala...
—¿Pero no comprendes que esa diadema podría ser importante, Margo? Podría ayudar a la policía en su investigación.
—Claro que lo entiendo. En fin, lo que quería decirte es esto: tenía intención de dejar la diadema en algún lugar pero cuando la levanté me di cuenta de que... —La voz de la princesa Margarita se redujo a un susurro apenas audible—. Lilibet, es auténtica.
—Oh, no digas tonterías. Eso es imposible.
—Lo es. Toma, compruébalo tú misma.
—¡Margo! ¿Y las huellas?
—Me temo que es demasiado tarde. Hace un rato me la estuve probando... esto... la estuve examinando. Toma. ¿Piensas cogerla o no? Por cierto, ¿dónde está mi té?
Aquí, alteza, me dije, todavía paralizada al otro lado de la puerta como una adolescente en su primera cita. Los brazos empezaban a dolerme, pero no me parecía el momento adecuado para hacer mi entrada.
—¡Santo Dios! —oí exclamar a su majestad—. Tiene el sello de Cartier. ¿Pero cómo...?
—Y eso no es todo, Lilibet. Hay algo más.
—¿Qué?
Esta vez la voz de la princesa sonó fuerte y clara.
—Es de tía Wallis.
Oí una exclamación de incredulidad y, acto seguido, una risa gutural. Casi se me cae la bandeja. ¿Tía Wallis? ¿Wallis Simpson? ¿La duquesa de Windsor?
—¡Eso es absurdo! —declaró la autora de la exclamación.
—¡Es cierto! —dijo la risa riendo.
—¡Imposible!
—Estoy segura de que es la diadema de Wallis, Lilibet. La he visto en fotografía. ¿No te acuerdas? Tío David encargó a Cartier una diadema para Wallis como regalo de bodas, aunque creo que no llegó a lucirla en el casamiento. Demasiado insultante para mamá y papá, imagino.
—Margo, eso es imposible. ¿Recuerdas que vimos juntas el catálogo de Sottheby’s de las cosas de Wallis que se subastaron en Ginebra después de su muerte? En ninguna lista aparecía una diadema hecha para su boda. Y aunque se me pasara por alto, esa pobre mujer asesinada no hubiera podido permitirse semejante joya. Es la hermana de la gobernanta de Sandringham. Creo que vivió muchos años en América. Es...
—¡Eso no importa, Lilibet! —le interrumpió la princesa Margarita—. La diadema fue robada.
—¿Robada? ¿A quién?
—¡A Wallis y tío David, naturalmente! ¿No te acuerdas? Ocurrió un año después de la guerra, cuando regresaron a Inglaterra de visita y se alojaron en Ednam Lodge, la casa de los Dudley, ya sabes, cerca de Windsor. Una noche fueron a divertirse a Londres y un ladrón trepó por la tubería del desagüe, entró en la habitación de Wallis y se llevó su joyero. No estoy segura de los detalles...
—Creo recordar algo... —La voz de su majestad sonaba dudosa.
—Me temo que en aquella época estabas demasiado embelesada con Felipe para prestar atención a otras cosas...
—¡Hay que ver, Margo! Recuerdo el robo perfectamente. Pero eso no explica cómo la diadema fue a parar a la cabeza de esa pobre mujer. Resulta demasiado extraño. Quizá sea una imitación de la diadema de Wallis...
—Me apuesto veinte libras a que es de Wallis.
—Demasiado, Margo, demasiado. —La monarca billonaria hizo una pausa—. Diez libras. Diez libras a que no es de Wallis.
—Que sean diez libras en boletos de la lotería nacional, así será más divertido. El sorteo es el domingo. A lo mejor me toca el gordo.
—A lo mejor me toca a mí, Margo.
Creo que a vosotras dos ya os ha tocado el gordo en esta vida, pensé. La familia real es un poco especial con el dinero. Se diría que no tienen un penique. Pero les encanta apostar.
—La verificación será difícil —oí decir a la reina. Luego, con tono más severo, añadió—: Pero Margo, esta diadema debería entregarse a la policía que está investigando el asesinato. ¿Pero cómo...?
No me resultaba difícil terminar la frase de su majestad: Pero ¿cómo iban a explicar a las autoridades el imprudente robo de la princesa Margarita? O, peor aún, ¿qué ocurriría si llegaba a oídos de los periodistas? Un horrible titular bailó en mi cabeza: ¡Margarita Dedos Largos!
—Tengo una idea, Lilibet —oí decir a Dedos Largos—. Si conseguimos una verificación de Cartier, podremos devolver la diadema a la policía habiendo contribuido a la investigación. Puede que así se enfaden menos. ¿Qué opinas?
—Pues... —El suspiro dé su majestad fue tan profundo que atravesó la puerta—. ¿Y cómo lo haremos? Ni tu ni yo podemos abandonar a nuestros invitados. Y en cualquier caso, una visita inesperada a New Bond Street resultaría sospechosa.
—Haz que alguien de Cartier venga a Sandringham. —No estoy segura de que...
—¡Oblígales! Eres la reina.
—¡Hay que ver, Margo! —Hubo una pausa—. No creo que resulte prudente tener visitas inesperadas. Este asesinato va a despertar el interés de la prensa, y desearía que ese interés no se centrara en un miembro de nuestra familia.
—Sí, claro —reconoció la princesa con pesar—. Entonces, ¿quién?
Si alguna vez hubo una entrada en el teatro de la vida, ésta era. Ademas, mis brazos estaban a punto de desfallecer y no podía entretenerme mucho más tiempo en el pasillo sin que pasara alguien y se preguntara qué hacía allí. Adelante, Jane Bee.
Llamé a la puerta, esperé a que la princesa dijera «Ah, mi té» y entré con suma discreción.
—Majestad. Alteza real —murmuré al tiempo que hacía una reverencia, lo cual no es fácil con una bandeja en ¡as manos.
—Pas devant... —dijo entre dientes la princesa Margarita a la reina, como si yo no pudiera oírla.
Pas devant les domestiques (delante del servicio no). Su majestad enarcó las cejas con una exasperación vagamente humorística.
—Trop tard, Margo. Jane est canadienne. Je suis sure qu’elle comprend le français. N’est-ce pas, Jane?
—Oui, Votre Majesté —contesté, preguntándome si había elegido el título correcto.
Como muchos canadienses de mi generación, en el colegio estudié muchas asignaturas en francés. Soy, técnicamente hablando, bilingüe, pero no puede decirse que hable fluidamente el francés.
Soporté el examen de la princesa mientras pasaba junto a los estantes para periódicos y revistas y coloqué la bandeja sobre la mesa que la reina me había señalado, al lado de un jarrón de flores amarillas. Mientras lo hacía busqué con la mirada la diadema, tratando de no parecer demasiado impertinente. ¿Dónde demonios estaba? Decepcionada, me di la vuelta y esperé a que su majestad me diera permiso para retirarme.
La reina, no obstante, estaba absorta en sus pensamientos.
—Vous êtes la jeune femme que j’ai vue dans la salle hier matin à Dersingham —dijo la princesa.
«Eres la joven que vi ayer por la mañana en el ayuntamiento de Dersingham.» Sus ojos, de un azul sobrecogedor como los de la reina, se afilaron. Debo reconocer, no obstante, que el acento de la princesa Margarita es muy superior al de la reina, que habla francés como una turista inglesa cuando pide «frites chez» McDonald.
—Oui... —¿Cómo se decía su alteza real en francés? Altesse no sé qué—, señora —dije al fin.
—Humm. ¿Lilibet? —La princesa miró enojada a su ensimismada hermana—.Jane, du thé, s’il-vous-plaîu
Me apresuré a servir una taza. Aunque el té olía de maravilla —el Lapsang Souchong tiene un denso aroma a ahumado—, parecía pasado. Su aspecto era penoso, y me dieron ganas de salir pitando. En primer lugar, no sé por qué estaba sirviendo el té. Generalmente el miembro de la familia real o el invitado que solicita esta clase de refrigerio se sirve él mismo. Luego, cuando recogí de nuevo la bandeja, caí en la cuenta de dónde se hallaba la diadema. La princesa Margarita lucía una voluptuosa bata de damasco morada. Estaba segura de que la diadema se ocultaba entre sus pliegues. Su alteza no se atrevía a levantarse y era evidente que la mente de la reina se había evadido de la mundana tarea de servir el té.
La princesa Margarita me miró fríamente mientras cogía la taza y removía el azúcar.
—Vous avez quitté la scène avant nous, n’est-cepas?
—¿Qué tal si hablamos inglés? —le interrumpió la reina, habiendo despertado de su ensimismamiento.
—Dejaste el escenario antes que el resto de nosotros —repitió fríamente la princesa Margarita, llevándose la taza a los labios.
—Fui hasta la puerta de atrás para ver cómo se encontraba Davey... David Pye, señora.
—¿Y por dónde volviste? ¡Aagh! —La princesa hizo una mueca de asco—. El té está tibio.
—Volví por el escenario.
La princesa Margarita me miró con severidad y luego se volvió hacia su hermana, más la reina tenía la atención puesta en la puerta del despacho.
—Margo, ¿dejaste la puerta entreabierta al entrar?
—No lo sé.
—En Sandringham las cocinas no están lejos—musitó su majestad—. No da tiempo a que el té se enfríe por el camino.
La reina me clavó una de esas famosas miradas que te hacen desear que la tierra te trague. Noté que enrojecía y que mis labios temblaban en busca de una expresión de arrepentimiento.
De pronto sus pupilas se encendieron con un brillo pícaro y una sonrisa le curvó los labios.
—Creo que Jane podría ayudarnos con la diadema —dijo su majestad para mi sorpresa y consternación.
—Lilibet, ¿te has vuelto loca?
—Jane, ¿viste algo en el escenario del ayuntamiento de Dersingham?
—¡Lilibet! —exclamó la princesa.
—Deja la bandeja en la mesa, Jane. Creo que tenemos para un rato.
—Sí, señora. —Fui hacia la mesa—. Vi... —Dejé la bandeja y me volví hacia la princesa Margarita. Tragué saliva—. Vi a su alteza real coger la diadema...
—Y estabas escuchando detrás de la puerta —continuó su majestad.
—Sí, señora. Lo siento mucho.
La princesa Margarita estaba a punto de estallar de furia. La reina alzó la mano derecha para acallar sus protestas y consultó su reloj.
—Hay un tren para Londres que sale de King’s Lynn en torno a la una. Déjame ver... Creo que podrías estar en Cartier a eso de las tres, Jane. Tendrás tiempo suficiente...
—¡Lilibet!
—Telefonearé a Cartier y escribiré una autorización.
Y ahora, Margo, si no te importa... ¿Margo? ¡Margo, sácala de una vez!
—¡Lilibet! Esta joven es...
—De total confianza —dijo la reina—. ¿Recuerdas que te hablé de un desagradable suceso ocurrido el año pasado justo antes de la visita oficial del rey de Malasia? ¿La historia del lacayo envenenado? ¿Y de la criada que me ayudó con mis pesquisas?
—Sí... —respondió la princesa Margarita con cierto titubeo.
—Pues es ella.
Su alteza real me miró de arriba abajo como quien examina un puesto de hortalizas frescas en el mercado. No parecía muy convencida. Se llevó distraídamente la taza a los labios y su boca volvió a arrugarse de asco. Devolvió la taza al plato y me tendió bruscamente la ofensiva porcelana. Cogí la taza mientras ella, con mano melindrosa, apartaba un pliegue de su bata y sacaba la diadema.
—¿Realmente piensas confiársela?
Tragué saliva. El aro de diamantes —cuatro piedras gordas en el centro y tres dedos curvos y verticales de diamantes más pequeños montados en platino— brilló como si tuviera fuego blanco en su interior. Los colores del arco iris centelleaban y te deslumbraban. Ahora que veía la diadema independiente de las tristes circunstancias de su descubrimiento y que conocía algo sobre su valor y posible procedencia, me sentí hechizada —no, ésa no es la palabra—, seducida por su impresionante belleza. De repente comprendí la pasión que sienten algunos hombres —y algunas mujeres, por supuesto— por los diamantes. Estaba tan hipnotizada que apenas oí la respuesta de su majestad.
—Sí, tengo intención de confiar la diadema a Jane. No huirás a Brasil con ella, ¿verdad, Jane? ¿Jane?
—Por Dios, señora, no —barboteé, todavía boquiabierta—. ¡Cómo brilla! Y pensar que a lo mejor perteneció a su alteza real. Es...
Me detuve en seco. La princesa Margarita apretó la diadema contra su pecho. De repente noté una extraña tensión en el ambiente. La reina frunció el entrecejo.
—«Su excelencia», Jane —dijo apaciblemente su majestad—. La duquesa de Windsor ostenta el tratamiento de «su excelencia».
—Oh, comprendo —respondí sin comprender.
—No lo olvides, eso es todo —añadió la reina sin más explicación—. Y ahora —prosiguió a toda prisa—, debemos llevarte a King’s Lynn como sea.
—Eso es fácil, señora. Mi padre está en Dersingham.
Vino a pasar las Navidades conmigo. Estoy segura de que podrá acompañarme en coche hasta Lynn. —Confié en que estuviera de vuelta en el Feathers para el almuerzo.
—Si no recuerdo mal, me contaste que pertenecía a la Policía Montada de Canadá. Muy útil.
La princesa Margarita se levantó del sillón con un frufrú y tendió la diadema a la reina.
—La dejo en tus competentes manos, Lilibet. Y recuerda, diez libras en boletos de lotería. Pediré té caliente desde mi habitación. Y algo de desayuno.
—Margo, es probable que en la cocina ya estén preparando el almuerzo.
—No les importará.
Un cuerno que no, pensé mientras la princesa desaparecía por la puerta.
Oí un suspiro, pero pudo provenir de los perros galeses reunidos en torno al escritorio de su majestad. La reina añadió la diadema a su controlada pila de papeles, libros y fotografías y alcanzó sus gafas.
—Y ahora —dijo mientras se las ponía y encendía la lámpara de mesa— escribiré una autorización y... Bien, tendríamos que envolverla de algún modo. —Señaló la diadema.
—Quizá baste con una bolsa de plástico, señora.
—Ah, comprendo, para disimular. Estupendo.
—Contempló mi uniforme blanco—. No estaría bien que aparecieras en Cartier vestida así. Cámbiate y haré que te lo lleven todo hasta la puerta de servicio dentro de media hora.
—Muy bien, señora.
—¿Has terminado tus otras obligaciones? No me gustaría meterte en un apuro.
—Ya casi había terminado, señora. Además, la señora Benefer no es... —vacilé, pues no quería dar la impresión de que la señora Benefer no controlaba a sus chicas, porque sí lo hacía, a su manera.
—No es tan temible como la señora Harbottle —terminó su majestad con una sonrisa comprensiva.
—Exacto, señora. Simplemente le diré que me ha surgido un imprevisto. —¿Pero qué imprevisto?, pensé.
—Esa pobre mujer debería estar en casa descansando. Estoy segura de que podríamos arreglárnoslas sin ella durante unos días.
—Creo que la señora Benefer piensa que estaría fallando a su majestad si abandonara su puesto.
—Muy encomiable, pero creo que tendré unas palabras con ella. Y ahora ponte en camino, Jane Bee.
—Sí, señora. —Retrocedí hacia la puerta.
—Una cosa más, Jane. ¿Te importaría comprarme los boletos de lotería?
Me lo estaba temiendo. La reina nunca lleva dinero encima.
—Verás, es que nunca llevo dinero encima —sonrió su majestad.
Le devolví la sonrisa e hice una reverencia.
—Por supuesto, majestad —dije.
Y mientras me retiraba, pensé: adiós a mis diez libras.

 

Telefoneé a mi padre desde la sala de estar del personal. Aleluya, se encontraba en el Feathers y no sólo estaba dispuesto a llevarme a King’s Lynn, lo cual me pareció genial, sino a acompañarme a Londres, lo que no me pareció tan genial. No sabía qué excusa iba a darle.
Luego corrí al despacho de la señora Benefer con la excusa de un terrible-dolor-de-muelas-debo-ver-den-tista-urgentemente preparada, sólo para descubrir que no estaba y encontrar a Caroline Halliwell, la doncella/ayudante personal de la marquesa de Thring, merodeando. Caroline es la típica inglesa rubia de piernas
largas, imperturbable, de las que se espera que sea extraeficiente, y una esnob rematada, siempre contenta, relajada y sin complicaciones, que es, quizá, como hay que ser para poder trabajar con alguien tan exigente como Pamela II.
—Hola —trinó Caroline cuando abrí la puerta—.
Una Navidad más. ¿Lo pasaste bien? ¿Tuviste muchos regalos?
—Muy bien, gracias —dije. Lamentaba mostrarme tan impaciente y no preguntarle por sus Navidades—.
¿Has visto a la señora Benefer?
—Me temo que se acaba de ir. Le estaba dando el pésame cuando recibió una llamada de la policía. —Caroline hizo una mueca—. Más preguntas, creo. Se ha ido a Dersingham.
—Ah.
—Mi señora también recibió una llamada —explicó Caroline, casi con alegría—. En fin, supongo que la policía interrogará a todo el mundo que estuvo en la pantomima. A mi señora, sin embargo, no le hizo mucha gracia.
—Quizá piensan que vio algo. Me han contado que fue de las últimas personas que salió del ayuntamiento.
—¿De veras? Es cierto que llegó muy tarde al hotel Duke’s Head. La esperaba antes de las cinco y media, pero no llegó hasta pasadas las siete. Mi señor también llegó tarde. ¿Tienes prisa, Jane? Puedo leerlo en tu cara.
—Pues, sí, la verdad. —Reí—. Si ves a la señora Benefer, ¿te importaría decirle que... tuve que ir al dentista de King’s Lynn?
—¡Oooh! —exclamó compasivamente Caroline mientras yo me llevaba una mano a la mandíbula—. Pobrecita. ¿Mordiste algo?
Ojalá. Lo último que había mordido había sido una patata frita en el Feathers la noche antes. Mi estómago sólo hacía que protestar.
Al poco rato me hallaba en la puerta de servicio a punto de pegarle un mordisco a mi manzana, vestida con mi falda plisada, una blusa blanca y una rebeca negra encima, mi preciosísima chaqueta de cuero negro de los sesenta (comprada en una tienda de ropa usada de Camden Town) y, por supuesto, mis prácticas botas. No era el mejor atuendo para darse un garbeo por Cartier, pero era preferible al uniforme de criada. No había clavado aún los dientes en la manzana cuando llegó Davey jadeando.
—Madre me ha hecho correr como un loco para encontrar una bolsa de Tesco o de Sainsbury, una de sus peticiones más peculiares. Toma, Jane, espero que ésta te sirva.
Era una bolsa de Marks & Spencer, blanca con letras verdes, que pesaba lo justo gracias a su contenido.
—Pensaba que tenías la gripe —dije mientras cogía la bolsa y volvía a guardarme la manzana.
—Supongo que era del tipo veinticuatro horas. Vale, vale —añadió cuando me vio poner los ojos en blanco—, quizá bebí un poco más de la cuenta. Podría haber sido la gripe. Todo el mundo la está pillando, creo que hasta Nigel. ¡Ja! —La idea parecía alegrarle considerablemente.
—¿Te pagó Nigel las cinco libras?
Me refería a la apuesta sobre la asistencia de la princesa Margarita al almuerzo.
—Todavía no, pero lo hará.
La apuesta me trajo a la memoria mi metedura de pata en el despacho de la reina y pensé que Davey, fuente inagotable de saber arcano sobre la realeza, podría aclararme una duda.
—Una pregunta rápida de protocolo, Davey: el rey Eduardo VIII ostentaba el tratamiento de «majestad» cuando era rey, pero cuando lo nombraron duque de Windsor fue degradado a «alteza real», ¿verdad?
—¡Sííí!
—Entonces su esposa, la duquesa de Windsor, ¿no tendría que ser también «alteza real»?
—¡Oh, nooooo!
—Tenía entendido que según la ley consensual inglesa la esposa adquiere la misma categoría que el mando. El rey tiene una reina, el duque una duquesa, el conde una condesa, el señor una señora y así sucesivamente. Por tanto, la esposa de un alteza real tendría que ser también alteza real.
—Mi querida Jane, acabas de poner el dedo en la llaga en uno de los temas más peliagudos de la historia de los Windsor. Lo normal es que Wallis Simpson hubiese sido elevada a alteza real, pero la familia real la detestaba. La injuriaba. En otros tiempos la habrían encerrado en la Torre. Era una arribista, una advenediza, una aventurera, una divorciada, ¡una americana!
—Vale, vale, lo he captado.
—¡Una mujer horrible! Aunque debo reconocer que tenía buen gusto para vestir. Era muy chic. También sabía de joyas... eeesto... ¿qué me habías preguntado?
—El tratamiento.
—Ah, sí. Pues bien, el padre de Madre, Jorge VI, hermano de Eduardo VIII, negó a la bruja de Wallis el tratamiento de alteza real cuando subió al trono en 1936, tras el asunto de la abdicación. Hicieron un trapicheo legal y hubo un montón de cartas de protesta, pero su majestad se mantuvo en sus trece. De modo que Wally tuvo que conformarse con «su excelencia», tratamiento que corresponde a una duquesa que no pertenece a la realeza. Naturalmente a Eduardo, o David que era como lo llamaba la familia, le duró el mosqueo el resto de su vida.
—Me parece una injusticia que le negaran el tratamiento.
—Estoy de acuerdo. Hasta yo, fiel servidor de la Corona, tengo que darte la razón. Sea como sea, Madre era demasiado joven para intervenir en el asunto. Ocurrió hace mucho tiempo. Por cierto... se llevó una mano enguantada a la boca para abogar un bostezo ¿puedo preguntarte por qué estás tan interesada en esa vieja bruja después de tantos años?
—Por algo que be oído.
Davey enarcó las cejas.
—Supongo que no debo preguntar por qué Madre me obligó a traerte una bolsa de Marks & Spencer.
—No miraste el contenido, ¿verdad?
—Estuve tentado, pero Madre me clavó una de esas miradas suyas de «si no obedeces mis órdenes al pie de la letra te envío a la Torre». No obstante, be notado que está llena de papel higiénico y hay algo puntiagudo dentro que no paraba de pincharme la pierna.
Debí de mirarle con una de mis expresiones de disculpa del tipo «lo siento pero no puedo contártelo», porque Davey afiló la mirada y, haciendo referencia a la resolución del asesinato del año pasado en Buckingham, dijo:
—Te comportas igual que cuando murió Robin.
—Davey, sólo voy a hacer un pequeño recado para su majestad.
—Oh, oh. Muy bien, no me lo cuentes. No quiero saberlo. Sólo deseo la paz y la buena voluntad de estas fechas para seguir...
—Una vida tranquila, en otras palabras.
—Después del desagradable episodio de ayer, sinceramente ¡sí!