INTRODUCCIÓN
DE LAS cinco residencias
principales de su majestad —palacio de Buckingham, castillo de
Windsor, Holyroodhouse, Balmoral y Sandringham—, reconozco que
Sandringham es la que menos me gusta. No es que el lugar no sea
imponente. Es una enorme casa de campo inglesa, de ladrillo rojo,
laberíntica y extrañamente fea, mucho más acogedora que el palacio
de Buckingham, que parece más un gran hotel que un lugar al que uno
llamaría hogar. Las dependencias del personal de Sandringham House,
que es su nombre completo, tienen más categoría que las guaridas
del ático del palacio de Buckingham. Las habitaciones parecen
decoradas este siglo, lo cual se agradece, pues yo, Jane Bee,
criada de su majestad, tengo que vivir en una de ellas. Por otro
lado, los aposentos que la reina y su familia ocupan en Sandringham
son de escala más humana. Las dimensiones no impresionan, aunque
prolifera el hacinamiento típico de las fincas inglesas: un sinfín
de cacharritos y baratijas, como la colección de figuritas chinas
de la reina Alejandra del salón Principal, que servidora tiene que
limpiar sin una sola rotura.
El abuelo de la reina, el rey Jorge V,
escribió en una ocasión: «Mi querido y viejo Sandringham, el lugar
que más amo de este mundo.» Para él era fácil decirlo. Su
idea de la diversión consistía en
coleccionar sellos y pegar tiros. Lo primero siempre me ha parecido
la afición más aburrida del mundo. En cuanto a lo segundo, en fin,
deberían ver la cantidad de faisanes que traen de vuelta después de
una cacería. «Carnicería» es la primera palabra que me viene a la
mente y, según me han contado, no es nada comparado con los tiempos
de Jorge V y su padre, Eduardo VII, cuando sus majestades y sus
amigos de la aristocracia se pasaban horas vaciando sus Purdey
contra todo lo que volara.
Como habrán adivinado, la caza no es santo
de mi devoción. Pero eso no es lo que me disgusta de Sandringham. Y
como ya he dicho, tampoco la casa. El problema de la finca es que
está muy aislada. A 175 kilómetros de Londres, en Norfolk, se halla
en medio de un terreno de ocho mil hectáreas dedicado en gran parte
a cultivo y bosque. Me han contado que es precioso en primavera,
verano y otoño, pero yo nunca lo he visto en primavera, verano u
otoño, cuando los jardines florecen y las cosechas maduran. Yo sólo
he visto Sandringham en invierno, pues la familia real pasa allí
las Navidades y días posteriores. Puedo soportar el invierno. Soy
canadiense. Mon pays ce n’estpas un pays,
c’est l´hiver (Mi país no es un país, es el invierno),
cantábamos con fervor en las clases de francés del instituto de
Charlottetown, mi ciudad natal, perteneciente a la isla Príncipe
Eduardo. Pero el invierno de Norfolk poco tiene que ver con la
nieve rutilante de Canadá. Es una dosis concentrada del invierno
inglés. Los vientos implacables de Noruega atraviesan con furia el
mar del Norte. La lluvia te perfora la cara. El frío reclama tus
huesos. A veces, cuando contemplo el cielo desde alguna ventana de
la casa, tengo la sensación de que también él se doblega a causa
del frío y la humedad.
Debo reconocer que mi primer invierno en
Sandringham estuve un poco triste. Llevaba lejos de casa
cerca de año y medio y casi un año al
servicio de su majestad. Era la segunda Navidad que pasaba en
Europa mientras mi familia se reunía en torno al árbol de la casa
de mi abuela en Charlottetown aspirando el olor a pavo. Cierto que
mis padres, Steve y Ann Bee, se hallaban en ese momento en Québec,
pero mi hermana mayor, Julie, casada con un productor de patatas,
les había dado el primer nieto justo antes de las fiestas,
acontecimiento que propició un período de paz y buena voluntad muy
apropiado para la época. Yo había estado tentada de saltar a un
avión y sumarme al momento Kodak.
Desgraciadamente, apenas gozaba de
antigüedad en Buck House y, para colmo, era uno de los pocos
residentes no británicos. Muchos miembros del personal encontraban
buenas excusas para justificar su presencia en el seno familiar de
Barnstaple o Wolverhampton o Glasgow el día de Navidad. Además,
siempre podían regresar al trabajo en uno o dos días si era
necesario. Yo no. Viajar a Norteamérica, sobre todo a un lugar como
Charlottetown, no era ninguna tontería. Había confiado en pasar la
Navidad con mi tía abuela Grace que vive en Long Marsham, un pueblo
situado en el extremo noroeste de Londres, pero tampoco fue
posible. Así pues, yo y otras criadas, como muchachas de un colegio
de monjas, partimos hacia Sandringham en un destartalado autobús
unos días antes que la familia real, que había de llegar en
vehículos algo más lujosos.
Ese fue mi primer invierno en Sandringham.
El año siguiente conseguí pasar la Nochebuena y la Navidad con tía
Grace y, curiosamente, con mi padre, que había decidido que mi
estancia en Inglaterra, cuando debería estar en Canadá, requería
una investigación. El 26 de diciembre, no obstante, tenía que estar
de vuelta en Sandringham. La idea no me atraía en absoluto. Como ya
dije, Sandringham está muy aislado. No hay mucho que hacer allí.
Bueno, hay mucho que hacer en cuanto a trabajo, aunque nuestra
jefa, la gobernanta residente, no tiene comparación con la señora
Harbottle, la gobernanta auxiliar de Buck House, que es una
negrera. Es después del trabajo cuando las horas se hacen pesadas.
Puedes matar el tiempo en la sala de estar del personal. O leer en
tu habitación. Pero si quieres salir, tienes por delante una
caminata de casi un kilómetro de frío y oscuridad hasta el pub de
Dersingham, el pueblo más grande de los siete que abarca la
propiedad. King’s Lynn, la ciudad más próxima, está a 24
kilómetros, y encontrar a alguien con coche dispuesto a llevarte al
Chicago Rock Café o a otro club no es fácil. A veces, cuando
anochece, me descubro contemplando desde la ventana de mi guarida
la nieve iluminada por los focos de seguridad, con los negros
árboles y el negro cielo de fondo, rezando por que estalle una
crisis política que obligue a la reina a regresar a Londres,
llevándonos a todos con ella.
No obstante, y en contra de mis
predicciones, mi segundo invierno en Sandringham estuvo lejos de
resultar horrible y tedioso. Por fin hubo una crisis, aunque no
política. Y tampoco nos obligó a volver a la capital. Pero, como su
majestad solía decir en sus momentos de formidable atenuación, fue
una crisis interesante. Trágica desde luego, pero ciertamente
interesante.