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ESA NOCHE había quedado con mi padre para cenar en el hotel Feathers de Dersingham, donde había reservado una habitación para el tiempo que durara su estancia. La lluvia —que había empeorado desde la mañana— y la hora —el sol ya se había puesto para las cuatro y media, sumiendo los terrenos del otro lado de los muros de Sandringham en una oscuridad total—, hacían de los ochocientos metros hasta el pueblo un paseo poco atractivo. Aunque, después de todo, raras veces lo era. Los que solíamos aventurarnos de noche por la carretera y la colina que bajaba hasta el Feathers teníamos que luchar contra el viento y la lluvia, mientras uno de nosotros alumbraba la primera mitad del trayecto con una linterna hasta que la tenue luz de las farolas de la calle Manor marcaba la entrada al pueblo. Era preciso abrigarse bien y eso hice. Con mi chaquetón forrado de lana y mis botas de montaña era capaz de hacer el camino sin demasiada penuria. De hecho había veces —pocas— en que casi pensaba que podría acostumbrarme.
El paseo, por otro lado, me daba la oportunidad de reflexionar. La escena de su alteza real arrancando la diadema de la cabeza de la muerta me tenía algo turbada. No era lo mismo que rebuscar en los bolsillos de un muerto en busca de la cartera. La diadema, después de todo, sólo era una baratija y estaba al alcance de la mano, de modo que no podía considerarse un robo. Pero el simple hecho de cogerla resultaba extraño. Intenté encontrar la lógica a lo sucedido: su alteza real conocía al sastre teatral que alquiló la diadema (poco probable). O la diadema era en realidad de su alteza real, una pieza de imitación. (Esta hipótesis sí tenía su lógica, dada la identidad de la fallecida.) O, la razón más probable y con la que decidí quedarme, su alteza real se indignó tanto al ver la caricaturización de su hermana que, llevada por la furia, arranco el ofensivo objeto. Cuando la policía de Dersingham interrogó brevemente a quienes habíamos encontrado el cuerpo, temí que me preguntaran por la diadema. No me hacía gracia tener que decir: «Oh, la princesa Margarita la cogió.» Por fortuna, nadie mencionó la diadema, hecho que más tarde iba a resultarme extraño.
La razón por la que dije que había cierta lógica en la teoría de que la diadema pertenecía a su alteza real era por la relación de la difunta con un miembro del personal de Sandringham House. Resulta que la mujer que habíamos encontrado tumbada sobre la litera dorada en el ayuntamiento de Dersingham era Jackie Scaife, hermana menor de Aileen Benefer, la gobernanta de Sandringham House. Creo que por eso la cara de la fallecida me resultó familiar a pesar del maquillaje y la parafernalia real. Existía cierto parecido: ambas hermanas tenían la cara ancha y las mejillas carnosas, así como un mentón estrecho. Las facciones de Jackie, no obstante, eran más delicadas. Ella era —había sido— la más bonita. Ni siquiera la indumentaria real conseguía ocultarlo.
La noticia me sorprendió y lo sentí terriblemente por la señora Benefer, bajo cuyas órdenes es agradable trabajar la mayoría de las veces, aunque es cierto que tiende a preocuparse demasiado. Dado que la señora Benefer había tenido que ir a identificar a su hermana y
emprender los trámites inevitables que conlleva la muerte de un familiar, no hubo oportunidad de darle el pésame.
La tragedia, como es natural, provocó en las dependencias dé abajo los rumores de turno. Jackie Scaife, decían, se había ido a Norteamérica y qué extraño que hubiese vuelto después de tantos años y para hacer esa estúpida pantomima. Vivía con Aileen y con Tom, el marido de su hermana, en una de las casas destinadas a los guardabosques de Sandringham, donde, obviamente, no todo era un lecho de rosas —terribles peleas últimamente, ¿no lo sabías?—, pero en fin, es Navidad y toda esa paz y buena voluntad tranquiliza a la gente. ¿La viste alguna vez? Oh, claro que no, pobrecita. Yo la vi en el Sainsbury de Lynn, paseándose con ese increíble abrigo de pieles como una aspirante a estrella de Hollywood que no consiguió el papel pero se llevó el premio, no sé si me explico. Y alguien me contó que la vieron sentada en el pub del Feathers gorroneando bebidas a todo quisqui, en fin, ya era así de jovencita, siempre viviendo al límite, una chica ambiciosa; y así le ha ido, cómo no... bla, bla, bla.
Sin embargo, a medida que me alejaba de la casa grande y me acercaba a Dersingham, mi atención se fue centrando en mi padre. No es que no me alegrara verlo. Hacía siglos que no veía a nadie de mi familia, y las Navidades con él en casa de tía Grace habían estado muy bien. Como mi padre no veía a Grace desde que él y mi madre pasaron la luna de miel en Inglaterra, treinta años atrás, y como era la primera vez que me veía en dos años, la conversación saltaba como la electricidad entre dos polos, entre antes y ahora, mientras que los sucesos acaecidos entretanto sólo recibían una breve reseña. Después del pavo y antes de encender el pudín de ciruelas, le conté a mi padre cómo había ayudado a resolver el asesinato de un lacayo del palacio de Buckingham el año anterior. Sabía que él, siendo oficial de la Policía Montada de Canadá y, en fin, mi padre, jamás divulgaría los pormenores si se lo hacía prometer. Por desgracia no me creyó, y aún menos cuando le mencioné la intervención de la reina.
—Siempre has tenido una gran imaginación, pajarito —dijo mientras atacaba el pudín, resucitando el detestable apodo que mi familia utilizaba conmigo.
Tía Grace me defendió, pero la respuesta de mi padre fue del tipo «ya, y yo vi a Elvis en un Burger King».
Fue, imagino, el principio de una suave tirantez que había de seguir. El fin de semana había habido otra gente en casa de Grace —familiares lejanos de la extensa familia Bee, vecinos y demás—, pero una vez que papá y yo nos subimos a su coche alquilado, tomamos la M25 hacia Sandringham y nos encontramos los dos solos, se colaron en la conversación algunos temas inevitables. Tema A, no en forma de pregunta: «Por qué no has vuelto a casa, a la universidad.» Me era difícil hacer comprender a mi padre que el mundo que él conocía, el mundo TTV (Trabajos para Toda la Vida), era agua pasada. Podía sudar tinta en las aulas universitarias y encontrarme al final con un diploma en una mano, sí, pero también con un plumero en la otra. No había descartado la universidad, pero todavía no sabía qué quería hacer o ser, y para mí no tenía sentido sacarme un título en Bellas Artes para acumular una deuda de veinticinco mil dólares. Además, no quería volver a Príncipe Eduardo, una isla con menos habitantes que un solo municipio de Londres. Me gustaba la vida en la gran ciudad, dije. Tenía buenos compañeros en el palacio. Buckingham era como un pueblo, con sus clubes sociales y sus equipos deportivos. Y también tenía buenos amigos fuera del palacio. Así pues, ¿y qué si era una fregona? No tenía intención de cambiar las sábanas de su majestad y limpiarle la porcelana el resto de mi vida, caray. Para entonces estaba gritando. No había llovido en todo el fin de semana, el tráfico ese 26 de diciembre transcurría fluidamente por los ocho carriles de la M25, y mi padre, cada vez más cómodo conduciendo por el lado izquierdo de la carretera, iba ganando velocidad a medida que se acercaba a la Mil, la carretera que conducía a Cambridge y el noreste. El viento silbaba a través de las ventanillas del coche y los neumáticos emitían un rugido monótono sobre el asfalto que no invitaba al diálogo.
Mi padre permaneció un rato en silencio, como es su estilo. Nunca grita. Siempre es razonable, lo cual a veces resulta irritante. Pensé en todo aquello que no podía explicarle, a él que había llevado una vida tan recta, que había dejado la universidad, ingresado directamente en la academia de policía de Regina, en Saskatchewan, y ascendido metódicamente en la jerarquía de la Policía Montada. No podía decirle que lo que me gustaba de Londres era la promesa y lo imprevisible, el papel que el azar jugaba en tu vida, las infinitas permutaciones y combinaciones que surgían de vivir entre ocho millones de personas en una ciudad cosmopolita, multicultural y multilingüe, la posibilidad de que te ocurriera algo extraño y maravilloso. Es verdad que pasaba una gran parte del día limpiando, pero no era un trabajo duro. Tenía suficiente tiempo libre y siempre sentía que algo excitante me aguardaba al doblar la esquina.
Al entrar en la A10 en dirección a Ely, mi padre rompió finalmente el silencio.
—Sea como sea —dijo tratando de parecer animado, lo cual resultaba interesante—, espero que no te mantengas distanciada por lo que ha ocurrido entre tu madre y yo.
Ah, tema B. Suspiré para mis adentros. No, pensé, eso no tiene nada que ver. Además, no me mantengo «distanciada».
—No —dije.
Debí de parecer un poco defensiva porque mi padre apartó los ojos de la carretera durante un instante —le pisábamos los talones a una camioneta de mudanzas— y me clavó una de sus frías y razonables miradas de policía.
—¿Estás segura?
—Muy segura.
La verdad es que sentía cierto remordimiento. Sabía que la separación de mis padres no era culpa mía, mas no podía dejar de ver cierta relación entre mi partida a Europa y su separación. Había sido la última en abandonar el nido. Jennifer, mi hermana mayor, se había marchado a Halifax, Nueva Escocia, muchos años antes para estudiar ciencias y medicina. Julie, mi hermana mediana, se casó con el señor Cabeza de Patata y se fue a vivir a su finca, en la isla. ¿Había coincidido mi partida con algún bache por el que estuvieran pasando Steve y Ann, mis padres? Si me hubiese quedado, ¿se habrían quedado ellos? Juntos, quiero decir.
Lo cierto es que el último año que pasé en casa no les hice demasiado caso. Me dedicaba a la universidad, a trabajar en varios Mcjobs y a salir con mis amigos, de modo que mi casa parecía más una pensión que otra cosa, un lugar donde recuperar el sueño y lavar la ropa. Pero, si me paraba a pensar —y me había parado a pensar mucho desde que anunciaron su separación, poco después de mi partida a Europa para la gran gira que iba a conducirme hasta el palacio de Buckingham—, mis padres se habían distanciado durante los últimos años. Claro que los hijos nunca entienden por qué sus padres se atrajeron en primer lugar. Me resulta difícil imaginarme a mis padres cuando tenían mi edad. Sin embargo, cuando pienso por ejemplo en sus respectivos trabajos —él en la Policía Montada y ella en el Guardian de Charlottetown—, entiendo por qué la cosa no podía ir
bien. Un policía y una periodista no ven el mundo desde el mismo prisma. Recuerdo algunas discusiones en la mesa a la hora de la cena y ahora pienso algo que entonces sólo me preguntaba a medias: que en realidad discutían de otra cosa.
—Tal vez yo debiera preguntarte lo mismo —dije a mi padre—. ¿Fue mi partida el... el catalizador?
—Las cosas ya iban mal entonces, pajarito. La respuesta es no.
—¿Pero os habrías separado si...? Lo que quiero decir es si podríais haberos separado cuando yo tenía trece o catorce años. ¿Queríais hacerlo pero aguantasteis por nosotras? Eso piensa Julie. Cuando no me echa un discurso sobre mi sobrino, me da una narración pormenorizada sobre tú y mamá.
—Brendan es un gran chico. Deberías volver para conocerlo.
Recibo una foto de él con cada carta. No has respondido a mi pregunta.
—No éramos infelices. No se trata de una separación amarga. Simplemente... nos fuimos distanciando.
—Es extraño que seas tú quien siga en casa.
—¿Por qué?
—No sé. Generalmente es el padre el que se va. Por lo menos eso ocurre en las casas de mis amigos.
—Era tu madre la que quería un cambio.
—No tendrá un amante, ¿verdad?
Me alarmé sólo de pensarlo.
—No —rió mi padre.
—¿Y tú? ¿Tienes lo que llaman por aquí una «querida»?
—... No.
Ha vacilado, me dije, ¿o eran imaginaciones mías? En fin, qué demonios, pensé, es su vida. Yo estoy aquí y ellos están allá. Somos personas adultas. Por lo menos yo no estoy a punto de entrar en la adolescencia como
un joven príncipe que conozco ni tengo que leer sobre la amarga relación de mis padres en los periódicos y aguantar las bromas despiadadas de mis compañeros.
La torre octagonal de la catedral de Ely, visible a varios kilómetros sobre las llanas marismas de Cambridgeshire, se alzaba como un faro envuelto en una neblina gris. La belleza arrebatadora del paisaje me desvió hacia una preocupación más mundana e inmediata: ¿Qué diantre iba a hacer con mi padre durante toda una semana en el frío invierno de Norfolk?
—Por cierto, deberías visitar esa catedral mientras estás aquí —dije animadamente señalando la iglesia cuyo interior desconocía.
—Es una idea —respondió evasivamente mi padre.
—También hay una muy bonita en Norwich.
—Mmmm.
Supongo que la gira por las iglesias inglesas no estaba en funcionamiento, aun cuando Norfolk tenía más iglesias por kilómetro cuadrado que cualquier otro lugar de Inglaterra. Los caserones abiertos al público como Holkham Hall, hogar de los condes de Leicester, o Houghton Hall o Blickling o el resto de construcciones imponentes que salpicaban el paisaje estarían cerradas esta época del año. Dudaba que hubiese mucho que ver en King’s Lynn, el principal centro urbano de la región. Y Hunstanton, el pueblo de la costa que probablemente era un placer visitar en verano, debía de resultar un sufrimiento bajo la lluvia torrencial del invierno.
—Cuidado, papá —dije de repente.
Demasiado tarde. Me giré sobre el asiento y vi por el cristal trasero una barahúnda de plumas elevándose en el aire.
—Cielo santo, es la primera vez que me ocurre algo así —se lamentó mi padre al tiempo que miraba por el retrovisor con una mueca de dolor—. Llevo muchos kilómetros a mis espaldas y nunca había matado a ningún animal.
—Esos faisanes son unas aves de lo más estúpido. Verás muchos aplastados en las carreteras de por aquí. Tienen la manía de dejarse caer de los setos delante de tus narices justo cuando se acerca otro coche en dirección contraria. Y por la noche es todavía peor. La luz de los faros los deslumbra.
La verdad es que sólo lo había oído. Era la primera vez que viajaba en un vehículo que hubiese golpeado a un ave de caza. Ahora me perturbaba la idea de ir en un coche así. Por otro lado, no sé por qué me entristecía, pues los pobres bichos morían a manadas de todos modos. En ese mismo momento estaban teniendo lugar varias cacerías en zonas selectas del Anglia oriental con los faisanes como blanco principal.
—Tranquilo, papá —añadí al advertir que sus ojos seguían fijos en el retrovisor—. Te perdonamos.
»... y así —dije a mi padre media hora más tarde— fue como la encontramos.
Estábamos sentados en el salón del Feathers, yo junto al fuego para entrar en calor y ambos con sendas jarras de cerveza Woodforde, de Norfolk, delante. Anochecía. Éramos los únicos en la sala. El camarero y los demás clientes estaban más interesados en el televisor situado en el bar, que emitía Brookside, la serie de Mersyside.
—¿Estás bien, pajarito? Tropezar con un cadáver no es una experiencia agradable.
—Reconozco que fue un poco escalofriante, pero ya me había ocurrido antes. Por lo menos esta vez no conocía a la mujer. A Robin sí le conocía —añadí, refiriéndome al lacayo que un año antes encontrara muerto en el palacio de Buckingham.
—El cuerpo de seguridad no destaca por su eficiencia. ¿Nadie registró el área del escenario con antelación?
—Por lo visto, no.
Mi padre cruzó los brazos sobre el jersey amarillo que tía Grace le había regalado por Navidad y sacudió la cabeza.
—Es terrible —dijo.
—El almuerzo tuvo que organizarse en muy poco tiempo. Descubrieron que la cabaña de Flitcham Hill había sido atacada esa misma mañana, de modo que hubo que cambiar de planes a toda prisa. El suceso arruinó el almuerzo. Tuvimos que empaquetarlo todo y volver a la casa grande.
—Podía haber una bomba detrás de la cortina —dijo él pensativamente—. La gente que destrozó la cabaña de la reina pudo imaginar que el ayuntamiento de Dersingham sería el siguiente destino lógico para celebrar la comida...
—La persona capaz de entrar en la cabaña de Flitcham Hill sin ser vista habría podido, con igual facilidad, dejar allí una bomba.
—Cierto. —Me miró con aprobación. Luego sonrió—. Te felicito.
—Y no es la primera vez que el cuerpo de seguridad mete la pata, ni tampoco es el peor cacao —proseguí—| ¿Te acuerdas de lo que ocurrió hace unos años? Yo sólo era una niña pero recuerdo al abuelo contarlo. Aquella vez que un tipo consiguió entrar en el dormitorio de la reina del palacio de Buckingham. Ha habido otros incidentes. Ninguno tan terrible como ése... bueno, casi.
—¿Cómo tu episodio del año pasado con el lacayo?
—Sí —suspiré, consciente del tono escéptico de mi padre.
—¿Quiénes exactamente descubristeis el cuerpo de Jackie Scaife?
—Davey Pye, como ya te dije. Nigel Stokoe, otro lacayo. Eric Twist, que trabaja en las cocinas de Sandringham. Paul Jenkyns, el guardaespaldas personal de la reina y... —me revolví incómoda en el asiento y añadí con
rapidez el detalle que había omitido en mi primera narración de los hechos— la reina y la princesa Margarita. Aparecieron justo en el momento en que Davey perdía la cabeza.
—Ya. —Mi padre bebió lentamente de su cerveza—. Qué extraño que esa mujer fuera vestida como la reina.
—¿Cómo lo sabes? —exclamé—. Todavía no he llegado a ese punto.
—Tu viejo padre no tiene un pelo de vago. —Sonrió maliciosamente por encima de su cerveza—. Da la casualidad de que conocí al director o productor o lo que sea de ese espectáculo que estaban representando en el ayuntamiento.
—Pantomima.
—Eso.
—¿Dónde le conociste?
—Aquí. —Dio otro sorbo—. Somos los únicos huéspedes del hotel. Se llama Pryce. Hablé brevemente con él después del almuerzo...
—Supongo que estaría muy consternado. En Sandringham House se comenta que Jackie era la actriz principal.
—No parecía consternado. En cualquier caso, dijo que bajaría a tomar una copa, así que es probable que le conozcas. Le gusta hablar. Creo que se muere de aburrimiento en este lugar.
Sentí una punzada de culpa en el estómago.
—Cuéntame —pedí mientras deslizaba el dedo por el canto del vaso—. ¿Qué hiciste hoy?
—Pasear.
—Papá, hace un tiempo de perros. No ha parado de llover desde esta mañana.
Él se encogió de hombros.
—No es peor que en la isla algunos días. Escucha, pajarito, sé que te preocupa que no haya mucho que hacer por aquí...
—Pero...
—Estoy bien. Di un paseo por el Country Park, esa parte de Sandringham abierta al público durante todo el año. Y creo que voy a comprarme unos prismáticos. Dicen que en Norfolk hay aves muy interesantes.
Estudié a mi padre mientras él contemplaba su jarra medio vacía. ¿Observar aves? ¿En invierno? Grrr. ¡Y qué cosa tan impropia de papá! Su interés por las aves se había limitado hasta ahora a las variedades domésticas desplumadas y metiditas en un horno.
—Nunca es demasiado tarde para empezar una nueva afición —declaró cuando abrí la boca para dar mi opinión—. Ah, por ahí viene Hume Pryce.; Acompáñenos! —exclamó con cierto tono de alivio en la voz.
Hume Pryce no parecía la clase de hombre con quien mi padre correría a iniciar una conversación. Lo digo por su pelo rubio, que lo llevaba atrevidamente largo. Mi padre tiene un problema con el pelo de los hombres. Si no lo llevan corto por la nuca y los costados como el suyo (o lo que queda de él), sospecha inmediatamente de los móviles, la moral, el estilo de vida y toda una gama de fenómenos. Naturalmente él lo niega. Sin embargo, todos los cursos de sensibilización que tuvo que seguir en la Policía Montada no le han cambiado, sólo le han obligado a guardarse sus opiniones. Mas esta vez ni siquiera percibí el tenue afilamiento de la mirada que se producía cada vez que servidora traía a casa a un chico de corte capilar inadecuado.
Pryce levantó el pulgar, enarcó las cejas e hizo un movimiento circular con el dedo índice para saber si queríamos otra ronda.
—Sólo media para mí, gracias —dije.
No me atraía la idea de tener que agacharme en alguna arboleda húmeda y oscura de regreso a casa.
Instantes después se unía a nosotros con las bebidas.
—Le presento a mi hija Jane —dijo mi padre—. Jane, éste es Hume Pryce.
—Tu padre me ha contado que trabajas en Sandringham. —Colocó los tres vasos sobre la mesita y se sentó—. Pero no me ha dicho de qué.
—Soy criada. Limpio.
—Qué interesante.
Es lo que casi todo el mundo dice, ya sea porque no se les ocurre una profesión menos interesante o porque piensan que soy una fuente de chismorreos de la familia real dispuesta a ser exprimida.
—Es la más fea de todas, ¿verdad? —dijo, sonriéndome por detrás de sus gafas ovaladas—. Sandringham House me recuerda a los ostentosos hoteles Victorianos de la costa. O a una estación de tren, como la de San Paneras, aunque con un agradable jardín delante. Y no digamos por dentro. ¿Limpias tú el comedor? Hace unos veranos el príncipe Carlos me invitó a una aperitivo en Sandringham. No era nada importante, no vayas a creer, algo relacionado con alguna fundación de las suyas. Había decenas de personas. Cuando entramos en el comedor me quedé de piedra. Era verde, pero esa clase de verde propio de la cocina de una vivienda de protección oficial de los años treinta. Los tablones, las pilastras, los revestimientos, estoy seguro que de nogal u otra madera noble, estaban pintados con el más horrible de los verdes. ¡Espantoso! Pero ya se sabe que la familia real no tiene muy buen gusto.
Me ofendí ligeramente. Una siempre acaba encariñándose con sus empleadores.
—¿Y qué hace una canadiense trabajando en Sandringham? —continuó hablando sin pausa.
—En realidad trabajo en el palacio de Buckingham. Simplemente nos dedicamos a seguir a la reina.
Y procedí a contarle cómo había llegado a Europa para hacer la gran gira, cómo me quedé sin dinero antes
de lo que esperaba, respondí a un anuncio de trabajo doméstico en un periódico de Londres y, para mi sorpresa, recibí una respuesta de la oficina del chambelán del palacio de Buckingham y terminé como criada al servicio de su majestad.
—Una aventura de juventud —dijo Pryce—. Recuerdo que a tu edad me recorrí prácticamente el mundo entero a dedo. Trabajé en un kibutz en Israel, viví en un ashram en Katmandú y en una granja de ovejas en Australia, e hice otras cosas. ¡Qué días aquellos! Creo que es lo mejor que uno puede hacer a tu edad.
—¿Lo ves? —le dije a mi padre, que se estaba guardando su opinión detrás de su jarra de cerveza—. Mi padre —dije, devolviendo mi atención a Pryce— piensa que debería estar en Canadá devanándome los sesos en alguna horrible carrera como ingeniería informática o biofísica nuclear... o, peor, en ecología doméstica para convertirme en un buen partido.
Pryce lo miró.
—Supongo que allí hace más frío que aquí.
—Ya —replicó mi padre.
—Me temo que he aterrizado en medio de un conflicto familiar —murmuró Pryce diplomáticamente—. En fin, es cierto que hoy día no existen las mismas oportunidades que antes. Yo, por ejemplo, leía los clásicos en Cambridge a principios de los setenta y ya entonces era evidente que la habilidad de leer a Platón en el griego original tenía poca salida en el llamado mundo real. Por otro lado, pienso que deberías hacer lo que consideres bueno para ti y ya se verá. Las cosas podrían irte muy bien. —Nos guiñó un ojo—. No estoy siendo de mucha ayuda, ¿verdad?
—¿Debo entender que el estudio de los clásicos no le proporcionó un trabajo en el teatro? —preguntó mi padre, frunciendo ligeramente el entrecejo.
—Oh, no, el teatro es sólo un pasatiempo. Era un
aficionado entre los estudiantes de Cambridge..., ¡Podrían bajar el volumen de ese televisor! —Miró hacia el bar justo cuando la caja tonta estallaba de nuevo en carcajadas.
—¿Y cuál es su vocación?
—En realidad no tengo. Soy rico. Bueno, más o menos. —Rió—. Soy lo que en este país llaman un trustifariano. El caso es que mi bisabuelo inventó un aparato muy ingenioso para empaquetar tabaco que ahorraba costes de mano de obra y ganó muchísimo dinero. Creó varios fondos para su familia y por eso...
—Te dedicas a tus pasatiempos —concluí.
—Exacto. Los trustifarianos están considerados viejos hippies que deambulan por la vida sin rumbo fijo sobre una generosa cuenta bancaria. Pues bien, quizá sea un viejo hippie, pero no deambulo sin rumbo fijo. Me mantengo ocupado. Tengo toda clase de aficiones, entre ellas el teatro. Y le estoy muy agradecido a mi bisabuelo.
Sonrió abiertamente. Poseía unos rasgos tan firmes y angulosos que la piel era casi tirante salvo en la zona de los ojos, donde una red de finas arrugas se ocultaba tras las gafas.
—Como es natural —continuó Pryce mientras su sonrisa se desvanecía—, no siempre tomo decisiones sabias, por ejemplo venir aquí a montar una pantomima. Y ahora, tal como le contaba a tu padre, mi estrella se ha ido para siempre.
Papá me miró.
—Jane formaba parte del grupo que la encontró —explicó.
—¿De veras? ¿Pero cómo...? Ah, claro, el almuerzo.
Pryce guardó silencio y su rostro reflejó consternación. El televisor del bar volvió a carcajearse. Terminado Brookside, habían cambiado a lo que sonaba como un especial de Fry y Laurie.
—No lo entiendo —prosiguió Pryce—. Le hace a uno sentirse terriblemente vulnerable. Jackie no era mucho más joven que yo. Debía de tener unos treinta y cinco años. Una embolia, supongo, o un ataque al corazón. O una apoplejía.
—Supongo —dije, pensando en lo serena que parecía.
—Estaba bien la última vez que la vi —dijo—. De hecho parecía muy animada. Ahora que lo pienso, demasiado animada teniendo en cuenta la respuesta del público. Quiero decir —añadió al ver nuestra cara interrogativa— que la respuesta fue un poco fría. A los niños les encantó, claro, pero algunos padres... ¡buf! Nadie hizo comentarios, pero el aplauso de los mayores fue tibio. No hubo bises.
—Probablemente la imitación de la reina no fue bien recibida.
—No. Supongo que no era la obra idónea para esta región, pero... ¿alguno de vosotros ha visto una pantomima? Pues bien, como Jane sabrá, siempre hay partes de humor, pero es un humor inofensivo. Pensé que tras los últimos años de escándalos reales a nadie le molestaría un poco de parodia. De hecho, estaba dándole vueltas a lo de La reina de corazones, que se presta más a incorporar aspectos de la saga de Carlos y Diana, pero cuando Jackie apareció me decidí del todo.
»Era fantástica —continuó—. Tenía el mismo tamaño o, mejor dicho, la misma estatura que la reina. Jackie era más delgada, claro. Aunque supongo que la reina también fue más delgada en sus años mozos. ¿No lo fuimos todos? —Contempló el volumen de mi padre—. Pero había algo más. Con una peluca adecuada, una diadema y un poco de maquillaje muchas mujeres y hombres podrían dar una imagen pasable de la reina. Jackie, sin embargo, tenía... en fin, tenía dos atributos físicos excelentes: los ojos, esos ojos de un azul sobre-
cogedor como los de la reina, y la voz. Mucha gente que imita a la reina suena como... —titubeó.
—Como un animalillo que está siendo castrado —le ayudé.
—Exacto —respondió Pryce agradecido—. La naturaleza no dotó a su majestad de una voz bonita. Es liviana y chillona, pero muchos imitadores se pasan. Jackie podía hacer una imitación increíblemente divertida, pero lo más divertido era lo mucho que se parecía a la realidad. Y podía imitar todos los gestos, el saludo, la expresión de desaprobación. ¡Era maravillosa! Me contó que había perfeccionado el personaje mientras estaba en América. Una especie de trabajo esporádico inaugurando centros comerciales, convenciones de negocios y cosas así. —Hizo una pausa—. Me alegro de que la reina, la verdadera, no asistiera a la representación. Jackie era tan buena que temí que su majestad apareciera con sus nietos.
—¿Invitaste a la reina? —pregunté estupefacta.
Pryce esbozó una mueca de pesar.
—No teníamos opción, con Sandringham tan cerca. Además, sabía que no aceptaría, pero por si las moscas envié la invitación deliberadamente tarde. Llegó a Buckingham la semana pasada, justo cuando su majestad se dirigía hacia aquí. Una de sus damas de honor me telefoneó el viernes para agradecerme la invitación en nombre de la reina y excusar su asistencia. Sentí un gran alivio.
—¿Podrá sustituir a esa Scaife? —preguntó mi padre.
—No. —Pryce echó hacia atrás la melena con una mano y la sacudió ligeramente—. Era una producción de aficionados, de modo que no tenemos suplentes. Sólo quedaban dos representaciones, una mañana y la otra el viernes, pero supongo que las cancelarán. Como ya he dicho, la reacción del público fue fría. Me temo que lése-majesté no agrada mucho en estas tierras. Además mi novia está en el Caribe, donde suelo pasar esta época del año, y espero poder adelantar el vuelo.
—Oooh —suspiré, mi mente inundada de folletos turísticos con imágenes de playas blancas, mares de color turquesa y un sol abrasador—. ¿No sería maravilloso estar en el Caribe en esta época del año? Fíjate, papá, podrías haber pasado las Navidades en una isla tropical con...
—He venido aquí para verte, pajarito. Me trae sin cuidado el tiempo. —Sonaba un poco sorprendido y disgustado.
Pryce nos miró.
—Debo reconocer que el invierno de Norfolk me parece implacablemente terrible o terriblemente implacable —dijo—. Una cosa u otra. Había olvidado lo mucho que aprieta el frío cerca del mar. Es culpa mía. Debí pensarlo dos veces cuando Pamela insistió en que aceptara... este trabajo, por llamarlo de algún modo.
—¿Te refieres a la marquesa de Thring? —pregunté sorprendida.
—La misma. Supongo que a estas alturas ya estará instalada en Sandringham. ¡Mi querida Pamela! Una mujer muy persuasiva. El verano pasado estaba ayudando a organizar algunas obras teatrales para el festival de King’s Lynn cuando tropecé con ella, que pareció sufrir un repentino antojo por las pantomimas. Pamela no entendía por qué las pantomimas no podían representarse también en verano y tuve que explicarle que son tradicionales de la Navidad inglesa. Ignoro por qué, pero es así. En verano desentonarían. Insistió mucho, pero ya se sabe que a los estadounidenses les cuesta entender las cosas. Espero que no os moleste que lo diga.
—No te preocupes. Nosotros somos canadienses —respondí, sintiendo como tantas otras veces que los ingleses, junto con el resto del mundo, no sabían nada de los canadienses.
—Tanto mejor. Como iba diciendo, Pamela pensó que una pantomima en su parte del mundo sería una buena idea. Creo que se habían mudado a Anmer Hall y que Barsham Hall seguía en obras, pero Pamela estaba dispuesta a conservar su influencia en la comunidad. Pensé que sería divertido representar una pantomima. De pequeño me encantaban, y están empezando a recuperar su posición en localidades fuera de Londres. Pero no se me ocurrió pensar que para ello tendría que pasar diciembre en Norfolk. Helen, mi novia, sí lo pensó, y se fue a Nevis sin mí. Pero ya me había comprometido. —Rió—. La cosa ha sido un fracaso, ¿no os parece?
—¿Se molestó la marquesa por la satirización de la familia real?
Sentía curiosidad, pues los de abajo dudaban de las intenciones de la marquesa. ¿Participaba lady Thring en la vida de Norfolk para congraciarse con la reina, que poseía una parte importante del territorio, o para superarla? Sea como fuere, se creía que la marquesa había sobrepasado en ocasiones sus competencias. Su majestad era la verdadera gobernadora del territorio y no se tomaba a bien los atrevimientos, aunque generalmente se limitaba a chirriar los dientes y en este caso todavía más porque lord Thring era un viejo amigo.
—La verdad es que lo ignoro —respondió Pryce—. Una vez que Pamela arrancó la idea, firmó un generoso talón y organizó los primeros detalles, no volví a verla. Hasta ayer noche, claro. Hacía de lady Bountiful, aunque sólo en el último minuto. Tuve que telefonearle la semana pasada para recordarle que viniera. Habíamos acordado destinar la recaudación a la Fundación Británica para la Investigación de la Epilepsia, de la que ella es presidenta. Iba acompañada de su marido y de su hijo, el hijo de Pamela, para ser exactos, Al pobre le dio un ataque. Y ahora que lo pienso, resulta irónico.
—¿De veras? —pregunté—. Nunca habría considerado a Bucky Jo bastante inteligente para mostrarse crítico ante una obra de teatro.
—No, no, me refiero a un ataque de epilepsia. Al parecer es epiléptico y ésa es la razón por la que Pamela está metida en la fundación. O una de las razones.
—¿Bromeas?
Lamenté mi malicioso comentario y el hecho de pensar siempre mal de Bucky Walsh.
—Ocurrió casi al final del primer acto. Tuvimos que detener la representación. No es una sala muy grande y la confusión fue considerable. Al final conseguimos trasladarlo a una habitación contigua. Hummm, ¿sí?
El señor Temple, que dirige el Feathers junto con su esposa, estaba señalando furiosamente a Hume desde la puerta.
—Teléfono, señor Pryce. En mi despacho.
—Probablemente sea Helen —dijo al tiempo que se levantaba—. Intenté localizarla esta tarde para decirle que tal vez consiga un vuelo para mañana o pasado, Discúlpenme.
Mis ojos debieron de seguir a Hume Pryce de forma provocativa pues mi padre enarcó una ceja y dijo:
—¿En qué estás pensando?
—Me preguntaba si utiliza un suavizante especial.
—¿Un qué?
—Cosas de pelo, papá —respondí tristemente mientras examinaba las puntas abiertas de mi cabello iluminadas por el fuego de la chimenea—. No es justo.
—No, supongo que no.
—Oh, pobre papá —reí al ver que él se palpaba la mollera. Su frente había crecido en los dos últimos años—. En fin, debería marcharme. Tengo que levantarme a las siete. Hay alfombras que aspirar y camas que hacer...
—Te acompaño en coche.
—No, no; iré andando.
Pryce estaba de vuelta en el salón antes de poder decir Vidal Sassoon. La expresión de su rostro había pasado de la esperanza a la preocupación y la decepción.
—Parece que no podré irme a Nevis de inmediato —dijo inclinándose sobre la mesita—. Jackie Scaife no ha muerto simplemente. —Se detuvo y clavó los ojos en la ventana que daba al jardín. En el bar sonó un estallido de carcajadas electrónicas—. Al parecer ha sido asesinada.
Me quedé boquiabierta. Mi padre me miró.
—Está decidido, pajarito. Te acompaño a casa.