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Bueno, y ahora ¿qué vas a hacer? Me preocupé tanto que me quedé dormido en mi escritorio. Cuando me desperté era de noche. Me levanté, me puse el abrigo y el sombrero y me largué de allí. Me metí en el coche y fui conduciendo 5 millas hacia el oeste. Sólo por hacerlo. Después aparqué y miré a mi alrededor. Estaba aparcado frente a un bar. Hades, ponía el letrero de neón. Me bajé del coche, entré. Había 5 personas allí dentro. 5 millas, 5 personas. Todo era 5. Había un camarero, una nena y 3 chicos delgados, tontos y blandengues. Parecía como si los chicos llevaran betún en el pelo. Fumaban unos cigarrillos largos y me dirigieron una sonrisa de desprecio, a mí y a todo lo que miraban. La nena estaba en un extremo de la barra, los chicos en el otro, el camarero en el medio. Por fin logré que el camarero me atendiera cogiendo un cenicero y dejándolo caer dos veces. Pestañeó y vino hacia mí. Tenía una cabeza como de rana. Pero no saltaba, se me acercó a trompicones, se detuvo frente a mí.
—Un whisky y agua —le dije.
—¿Quiere el agua dentro del whisky?
—He dicho «whisky y agua».
—¿Eh?
—El whisky por un lado y el agua por otro, por favor.
Los tres jovenzuelos me miraban. El de en medio dijo:
—Eh… tú, viejo, ¿quieres pasártelo mal un ratito?
Le miré y sonreí.
—Hacemos que la gente lo pase mal gratis —dijo el de en medio. Sonreían con desprecio, y siguieron con aquella sonrisa de desprecio.
Llegó el camarero con mi whisky y el agua.
—Creo que me voy a beber tu copa —dijo el mismo tipo.
—Si pones la mano en mi copa te parto en dos como a una mierda seca.
—Uy, uy, uy —dijo.
—Uy —dijo el segundo.
—Uy —dijo el tercero.
Me bebí el whisky y dejé el agua a un lado.
—Este viejo se cree un tipo duro —dijo el de en medio.
—A lo mejor deberíamos comprobar si lo es de verdad o no —dijo otro.
—Sí —dijo el último.
¡Dios! ¡Qué aburridos eran! Como casi todo el mundo. Nada resultaba nuevo, ya nada resultaba fresco jamás. Muerto, monótono. Lo mismo pasaba con las películas.
—Póngame otra copa de lo mismo —le dije al camarero.
—¿Qué era? ¿Whisky y agua?
—Sí.
—Ese viejo no aparece gran cosa —dijo el de en medio.
—No —dije.
—No ¿qué?
—Ese viejo no parece gran cosa.
—Así que ¿estás de acuerdo con nosotros?
—Te estoy corrigiendo. Y espero que sea la última corrección que tenga que hacer esta noche.
Llegó el camarero con mi copa. Después se marchó.
—A lo mejor podemos corregirte el culo —dijo el que hablaba casi todo el rato.
Pasé de contestarle.
—A lo mejor te ponemos el culo de sombrero —dijo uno de los otros. Aburridos de mierda. Estaban por todo el planeta. Reproduciendo más aburridos de mierda. Era como una película de terror. La Tierra convertida en un hervidero de aburridos.
—A lo mejor te hacemos chupar una zanahoria —dijo uno de ellos.
—A lo mejor te gusta chupar tres zanahorias —dijo otro.
Yo no dije nada. Me acabé el whisky, me bebí el agua, me levanté, e hice una seña con la cabeza hacia la parte de atrás del bar.
—¡Eh, mirad! ¡Quiere que salgamos fuera!
—¡A lo mejor quiere nuestras zanahorias!
—¡Vamos a verlo!
Salí hacia la parte de atrás. Les oí venir a mis espaldas. Entonces oí el «clic» de una navaja automática. Me di la vuelta a tiempo para quitársela de la mano de una patada. Después le aticé un buen golpe por detrás de la oreja. Cayó al suelo. Pasé por encima de él. Los otros dos se dieron la vuelta y echaron a correr. Atravesaron el bar corriendo y salieron por la puerta principal. Dejé que se fueran. Regresé a donde estaba el otro chico. Seguía inconsciente. Lo levanté, me lo eché por encima del hombro, me lo llevé fuera. Lo puse boca arriba sobre el banco de una parada de autobús. A continuación le quité los zapatos y los tiré por la boca de una alcantarilla. Hice lo mismo con su cartera. Después volví a entrar en el bar, fui a la parte de atrás, cogí la navaja automática, me la metí en el bolsillo, regresé a mi taburete de la barra y pedí otra copa.
Oí toser a la nena. Estaba encendiendo un cigarrillo.
—Oiga, eso me ha gustado —dijo—. Me gustan los hombres de verdad.
Pasé de responder.
—Me llamo Trachea —dijo.
Cogió su copa y vino y se sentó a mi lado. Llevaba demasiado perfume y siete capas de barra de labios.
—Podríamos intentar conocernos —dijo.
—No valdría la pena, no sería más que una estupidez.
—¿Por qué dices eso?
—Por experiencia.
—Igual es que no has conocido más que mujeres malas…
—Quizá sea lo que me vaya.
—Yo podría ser la que te va…
—Sí, seguro.
—Invítame a una copa.
La mía llegaba en ese momento.
—Una copa para Trachea —le dije al camarero.
—Un gin tonic, Bobby…
Bobby se alejó tambaleándose.
—No me has dicho tu nombre… —dijo balbuceando.
—David.
—¡Me gusta! Una vez conocí a un tipo que se llamaba David.
—¿Y qué pasó con él?
—No me acuerdo.
Trachea apretó su costado contra mí. Le sobraban unos 12 kilos.
—Eres muy listo —dijo.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Mmm, no sé… —Hizo una pausa—. ¿Te gusto?
—Bueno, realmente no.
—Pues debería gustarte. Soy muy buena.
—¿En qué? ¿Sabes taquigrafía?
—¿Qué es eso?
—Escribir frases largas con signos cortos.
—No, pero sé convertir cosas cortas en largas.
—¿Por ejemplo?
—¡Ya sabes!
—No, no lo sé.
—Adivina.
—¿Globos?
—¡Qué gracioso eres!
—Eso dicen.
Llegó su copa. Dio un sorbo.
Cuanto más la miraba, menos cautivado estaba.
—¡Mierda! —dijo—. ¿Qué he hecho con mi encendedor?
Abrió su bolso y empezó a sacar cosas. Un abridor de botellas. Tres barras de labios. Chicle. Un silbato. Y… ¿qué?
—¡Lo he encontrado! —dijo, con el encendedor en alto. Sacó un cigarrillo y lo encendió.
—¿Qué es eso que está ahí?
—¿Dónde?
—Ahí. Sobre la barra. Esa cosa roja. Señalé.
—¡Ah! —dijo—, es mi gorrión.
—¿Está vivo? ¿Es de verdad?
—No, idiota, es de mentira. Lo he comprado hoy en una tienda de animales. Es para mi gatito. Es un gorrión de galleta. A mi gatito le encantan.
—Joder, guarda eso.
—¡David, te has puesto todo excitado! ¿Te ponen cachondo los pájaros?
—Sólo el Gorrión Rojo.
—¿Lo quieres?
—No, déjalo.
—Tengo más gorriones de galleta en mi casa. Puedes venir y conocer a mi gatito.
—No, gracias, Trachea. Tengo que irme ya.
—Está bien, David, pero no sabes lo que te pierdes.
Me puse de pie, fui hasta el otro extremo de la barra, le lancé unos billetes al camarero y salí. El mocoso ya no estaba en el banco de la parada. Me subí a mi coche, arranqué y me metí entre el tráfico. Eran alrededor de las 10 de la noche. La luna estaba alta y mi vida iba lentamente hacia ningún lado.