27

Eran las 2.15 de la tarde. Estaba sentado a una mesa de Musso’s. Tenía un vodka 7 frente a mí. Céline y la señora Muerte estaban a punto de conocerse. Dos de mis clientes. El negocio iba bien, sólo que no se sabía hacia dónde. Un tipo que estaba sentado en un compartimento no me quitaba ojo. Hay gente, ya se sabe, que se te queda mirando, como las vacas. No se dan cuenta de que lo hacen. Di un trago a mi copa de vodka, la puse sobre la mesa, levanté la vista. El tipo seguía mirando. Le doy dos minutos, pensé, y después, si sigue mirándome, le rompo la cara.

Había pasado 1 minuto y 45 segundos. Entonces aquel individuo se levantó y comenzó a venir hacia mi mesa. Me llevé la mano a la funda de mi revólver. Estaba allí. La pipa. Lo mejor que un hombre puede llevar tieso. El tipo parecía un aparcacoches, o tal vez un dentista. Tenía un bigote horrible y una sonrisa falsa. O tal vez fuese un bigote falso y una sonrisa horrible. Se acercó a mi mesa, se detuvo, se quedó allí, aguardando.

—Oye, amigo —le dije—, lo siento pero no llevo nada suelto.

—No he venido a pedirte pasta, tío —dijo.

Me puso nervioso. Tenía unos ojos como de pescado muerto.

—¿Entonces qué te pasa? —le pregunté—. ¿Te han echado de la pensión?

—¡Qué va!, vivo con mi madre.

—¿Qué edad tienes?

—46 —dijo.

—Tú eres un enfermo.

—No, es ella la que está enferma. Incontinencia. Pañales de celulosa. Todo ese rollo.

—Oh, lo siento —dije.

—Yo también.

Seguía ahí.

—Bueno —dije—, no sé qué puedo hacer yo.

—No puedes hacer nada…

Me acabé la copa.

—Sólo quería preguntarte —dijo—, sólo quería preguntarte una cosa.

—Vale. Vale. Pregúntame.

—¿Tú no eres Spike Jenkins?

—¿Quién?

—Spike Jenkins. Tú solías pelear cerca de Detroit, eras un peso pesado. Te vi pelear con Tiger Forster. Uno de los mejores combates que he visto en mi vida.

—¿Quién ganó?

—Tiger Forster.

—No soy Jenkins. Ahora vuelve a tu asiento.

—¿No te estarás quedando conmigo? ¿Seguro que no eres Spike Jenkins?

—Nunca lo fui.

—Está bien, ¡qué pena…!

Se dio la vuelta, regresó a su compartimento y se sentó, exactamente como le dije que hiciera.

Miré el reloj. Eran exactamente las 2.30. ¿Dónde estarían?

Le hice un gesto al camarero para que me trajese otra copa…

A las 2.35 entró Céline. Se detuvo un momento, mirando a su alrededor. Le hice una seña con una servilleta pinchada en un tenedor. Se acercó, se sentó.

—Tomaré un whisky con soda —dijo.

Estaba perfectamente cronometrado. El camarero llegaba en ese momento con mi segunda copa. Trasmití la orden al camarero.

Me bebí mi copa de un trago. Me sentía raro. Como si nada importara, ya saben. La señora Muerte. La Muerte. O Céline. El juego me había agotado. Me había quedado sin pilas. La existencia no sólo era absurda, era un trabajo duro y nada más. Piensen en la cantidad de veces que uno se pone la ropa interior durante toda una vida. Era horrible, desagradable; era estúpido.

Entonces, otra vez vino el tipo del compartimento. Miró a Céline.

—Eh, este tipo que está contigo, ¿no es Spike Jenkins?

—Caballero —dijo Céline mirándole—, si aprecia usted el estado actual de sus pelotas retírese inmediatamente, por favor.

El tipo volvió a marcharse.

—Muy bien —dijo Céline—, ¿para qué estoy aquí?

—Voy a ponerte en contacto con la señora Muerte.

—Así que la muerte es una señora, ¿eh?

—A veces…

Llegó la copa de Céline. Se la bebió de un trago.

—Con esa tal señora Muerte, ¿qué vamos a hacer? ¿Desenmascararla? —me preguntó.

—¿Has visto alguna vez pelear a Spike Jenkins?

—No.

—Se parecía a mí —le dije.

—No parece un gran cumplido.

Entonces entró ella. La señora Muerte. Iba vestida para matar. Vino hasta nuestra mesa, sentó todo aquel cuerpazo en la silla.

—Un whisky sour —dijo.

Hice una seña con la cabeza al camarero. Pedí.

—No sé realmente cómo presentarles porque no estoy seguro de quién es ninguno de los dos —le dije a él.

—¿Qué clase de detective eres? —me preguntó Céline.

—El mejor de L.A.

—¿Ah, sí? ¿Y qué quiere decir L.A.?

—Los Agilipollados.

—¿Has estado bebiendo?

—Recientemente.

Llegó el whisky sour de la señora Muerte. Se lo echó al coleto de un trago. Después miró a Céline.

—Bien, preséntese usted mismo. ¿Cómo se llama?

—Spike Jenkins.

—Spike Jenkins está muerto.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé.

Hice señas con la cabeza al camarero y le pedí otras 3 copas. Después nos quedamos allí sentados, mirándonos.

—Bueno —les dije—, hemos llegado a un punto muerto, un evidente punto muerto. Hasta ahora he pagado yo las copas. Así que hagamos una pequeña apuesta y el que pierda paga la próxima ronda.

—¿Qué clase de apuesta? —preguntó Céline.

—Oh, algo fácil, por ejemplo adivinar cuántas cifras tienen nuestros permisos de conducir. O sea, las cifras que aparecen en la tarjeta.

—¡Qué estupidez! —dijo Céline.

—Sé buen chico —le dije.

—No sea gallina —dijo la señora Muerte.

—Bueno, déjenme pensarlo —dijo Céline.

—Di cualquier cosa —le dije.

—Piénselo bien, querido —dijo la señora Muerte.

—Vale —dijo Céline—, yo digo que 8.

—Yo digo que 7 —dijo la señora Muerte.

—Y yo que 5 —dije.

—Ahora —dije—, echemos un vistazo a nuestros permisos, vamos a verlos.

Los sacamos.

—Ah —dijo la señora Muerte—, ¡el mío tiene 7!

—Mierda —dije—, el mío tiene 7.

—El mío tiene 8 —dijo Céline.

—Eso no puede ser —dije—, a ver, déjame verlo.

Alargué el brazo y cogí su permiso. Conté.

—El tuyo tiene 7. Has contado la letra que está antes de los números. Es por eso. Tenga, mírelo…

Le pasé el permiso a la señora Muerte. Había 7 cifras y también alguna otra información: LOUIS FERDINAND DESTOUCHES, nacido en 1894.

Maldita sea. Empezó a temblarme todo el cuerpo. No eran unos temblores muy grandes pero sí bastante considerables. Con gran fuerza de voluntad logré reducirlos a un estremecimiento casi continuo. Aquello era increíble. Era él, allí sentado con nosotros en una mesa de Musso’s una tarde que rozaba casi el siglo XXI.

La señora Muerte se había quedado extasiada. Simplemente eso: extasiada. Estaba realmente bella, resplandeciente de pies a cabeza.

—Devuélvanme ese jodido permiso de conducir —dijo Céline.

—Claro, hombre —dijo la señora Muerte, sonriendo al tiempo que se lo devolvía.

—Bueno —le dije a Céline—, parece que los dos hemos perdido. Así que lo echamos a cara o cruz a ver quién paga, ¿vale?

—Claro —dijo Céline.

Saqué mi moneda de la suerte, la tiré al aire y grité a Céline:

—¡Tú hablas!

—¡Cruz!

Cayó sobre la mesa y allí quedó. Cara.

Cogí la moneda y me la guardé otra vez en el bolsillo.

—De todos modos —le dije a Céline—, tengo el presentimiento de que éste no es tu día.

—Es el mío —dijo la señora Muerte.

Y en un abrir y cerrar de ojos llegaron las copas.

—Póngalo en mi cuenta —dijo Céline al camarero.

Nos quedamos allí sentados con nuestras copas.

—Me siento como si me hubieran engañado —dijo Céline.

Se bebió la copa de un trago.

—Ya me habían advertido que tuviera cuidado con los sinvergüenzas de Los Ángeles.

—¿Sigues ejerciendo la medicina? —le pregunté.

—Yo me largo de aquí —dijo.

—Oh, venga —dijo la señora Muerte—, tómese otra copa. La vida es corta.

—¡No, yo me largo de este jodido lugar!

Tiró un billete de 20 sobre la mesa, se levantó y se dirigió a la salida, después desapareció.

—Bueno —le dije a la señora Muerte—, se ha ido…

—No del todo —dijo.

Se oyó un ruido, el de unos frenos chirriando. Después un ruido fuerte y seco, como el del metal contra la carne. Salté de la silla y corrí hacia afuera. Allí, en medio del Hollywood Boulevard, estaba el cuerpo inanimado de Céline. La gorda con un enorme sombrero rojo que conducía un Olds antiguo se bajó y se puso a gritar y a gritar y a gritar. Céline estaba muy quieto. Yo sabía que estaba muerto.

Di media vuelta y volví a entrar en Musso’s. La señora M. había desaparecido. Volví a sentarme a la mesa. Mi copa estaba intacta. Me ocupé de ella. Después seguí allí sentado. Lo bueno dura mucho, pensé. Después seguí allí sentado un poco más.

—Eh, Jenkins —oí que decía una voz—, todos tus amigos se han ido. ¿Adonde se han ido todos?

Era el Pesado. Todavía seguía allí.

—¿Qué estás bebiendo? —le pregunté.

—Ron con Coca-Cola.

Llamé al camarero.

—Dos rones con Coca-Cola, uno para mí y otro —señalé— para él. Llegaron las copas. El Pesado se bebió la suya en su compartimento y yo me bebí la mía en mi mesa.

Entonces oí la sirena. Cuando no la oyes es cuando es para ti.

Me bebí mi bebida, pedí mi cuenta, pagué con mi tarjeta, dejé un 20% de propina y me largué de allí.