Capítulo 31
Las secuelas
No había escapatoria.
Todos los puertos se habían cerrado tras la muerte del único hijo de la matriarca Sasheen y había controles en las principales vías de la ciudad y en la mayoría de las calles secundarias. El cuerpo de guardia metropolitana comparaba los rostros de los viandantes con retratos robot. Por Q’os había corrido el rumor de que habían llegado roshuns —uno de ellos un extranjero de tierras remotas—, que habían matado al hijo de la matriarca y que todavía se hallaban en la ciudad. Había quien afirmaba que se trataba de un acto de venganza por la muerte en la hoguera del joven roshun en el Shay Madi.
Las patrullas deambulaban por todos los rincones de la metrópoli. Por la noche, el toque de queda era de obligado cumplimiento bajo pena de muerte. Secciones de soldados, encabezados por reguladores de semblante severo, irrumpían en los cuartos de las pensiones o registraban ilegalmente tabernas, burdeles y viviendas privadas; usaban la fuerza en los interrogatorios y se llevaban a rastras a los sospechosos, siempre a la caza de los roshuns.
Como si eso no bastara para alterar la vida cotidiana de la ciudad, las especulaciones sobre una inminente campaña militar empezaron a circular entre la población. El flujo de soldados que llegaban a la ciudad era constante desde hacía semanas y en los márgenes oriental y septentrional de Q’os habían proliferado los campamentos militares, y junto a ellos, apretujadas a su alrededor, las casuchas de sus inseparables parásitos: mercachifles, prostitutas, artesanos y vagabundos. En el Primer Puerto estaba congregándose una flota enorme, de unas dimensiones que no recordaban ni los más viejos del lugar; en su mayoría buques de guerra, aunque también había baladras y naves de transporte.
Se decía que la flota tenía como destino Lagos, donde reemplazaría al VI Ejército; pero cuando alguien afirmaba esto, se le tachaba inmediatamente de idiota y se le mandaba callar, pues todo el mundo sabía que en esa isla simplemente se necesitaba una guarnición simbólica. «Lagos» era una palabra que en ese momento sólo se pronunciaba en un susurro. Tras su fallida insurrección, la matriarca Sasheen había dado directamente la orden de arrasarla. Las historias que llegaban de la isla hablaban de un desolado campo de batalla sin un atisbo de vida, salpicado por gigantescas piras funerarias donde antes se habían alzado ciudades y pueblos; todo hombre, mujer y niño había sido quemado vivo. En las ciudades del Imperio se ofrecían parcelas de terreno en la isla para nuevos colonos, y ya habían sido miles los que se habían trasladado allí.
Las mentes más lúcidas consideraban que Cheem era un objetivo más probable para la próxima invasión. Tal vez la matriarca ya se había hartado de que las flotas comerciales sucumbieran a las acciones de los piratas que se cobijaban en esa isla. Una opción menos probable eran los Puertos Libres: se trataría, en ese caso, de una empresa arriesgada, pues su armada seguía siendo la más importante del orbe, como demostraban los diez años que llevaban resistiendo a la Armada del Imperio pese a su inferioridad numérica.
Entonces quizá se disponían a atacar Zanzahar, sugerían los inevitables graciosos que participaban en los corrillos. Esta posibilidad era objeto de bromas porque se trataba de la opción más delirante de todas.
Por lo tanto, Q’os era una ciudad que bullía de incertidumbre y, si bien aún era segura para quienes podían afirmar que habían nacido en ella, sus calles eran peligrosas para los que no podían decir lo mismo. Baracha, su aprendiz, su hija y Ash (aunque este último ahora se encontraba inconsciente), sabían perfectamente que se había desatado una cacería para atraparlos. Era vital que salieran de la ciudad sin demora.
No obstante, los puertos permanecían cerrados.
Sin otra alternativa, los roshuns buscaron un lugar donde esconderse. Decidieron esperar a que se restableciera el tráfico marítimo, lo que no podía retrasarse más allá de unas cuantas semanas. Después de todo, la supervivencia de la ciudad dependía del comercio por mar, así que no se podía prolongar indefinidamente el cese del trasvase de mercancías.
Los roshuns encontraron un almacén abandonado no muy lejos de la cala en la que habían incinerado el cuerpo de Nico. Tenía parte del armazón de madera calcinado por un incendio que había arrasado casi por completo sus fachadas norte y oeste; sin embargo, en los costados que daban al mar todavía aguantaba en pie el tejado. En los rincones de las ruinas carbonizadas encontraron algunas oficinas que permanecían relativamente intactas, y en ellas se ocultaron y esperaron, cuidando de Ash lo mejor que sabían.
El anciano roshun se había sumido en algún tipo de estado de inconsciencia prolongada. Su respiración era superficial pero regular, y no emitía ningún sonido ni se movía. De vez en cuando le temblaban los párpados, como si estuviera soñando.
Casi todos los días, Baracha permanecía sentado en el interior del almacén, oteando el exterior por una de las ventanas que daban al mar. A veces deambulaba por el espacio cerrado de la estancia maldiciendo entre dientes la pérdida de la mano. Cualesquiera que fueran los dolores que lo acosaban —que debían de ser atroces—, los guardaba para sí al más puro estilo alhazií. Al menos el muñón parecía cicatrizar bien.
Apenas si dirigía alguna mirada a Ash, cuya figura descarnada e inmóvil yacía sobre un camastro. Daba la impresión de que evitaba posar sus ojos en el anciano mientras continuara en ese estado de letargo, como si de alguna manera lo horrorizara.
—Espero no ponerme nunca enferma cuando sólo estés tú para cuidarme —le reprobó Serése una mañana, advertida de la falta de interés de su padre, que permanecía junto a la ventana en el lado opuesto de la estancia donde yacía Ash.
La muchacha estaba escurriendo el agua de un trapo empapado sobre la boca abierta del anciano, así que no vio cómo Baracha se volvía hacia ella y la miraba con los ojos hundidos en un gesto ceñudo.
«Quizá entonces era demasiado pequeña —se dijo Baracha—, y no recuerda que su madre permaneció postrada inconsciente, como ahora Ash, durante toda una semana antes de morir o quizá lo recuerda demasiado bien y simplemente ocurre que es más fuerte que yo».
Baracha se dio cuenta de que así era. La aceptación de esta verdad lo afligió y el Alhazií desvió la mirada.
Los días se convirtieron en semanas. Los roshuns estaban agotados e inquietos, y vencidos por la congoja, que cada uno sufría a su manera. Enseguida empezaron las discusiones y a menudo tenían que interrumpir sus bruscas disputas por miedo a revelar su presencia. Reñían sobre quién había comido más o bebido más agua, sobre quién debía vaciar el balde con las deposiciones por la noche, o hacer guardia, o cocinar, o lavar, o dónde debía dormir cada uno. Incluso se peleaban en las partidas de cartas de rash, en las que apostaban tareas y comida en vez de monedas, y a veces se lanzaban acusaciones de trampas y pactos y estaban a punto de llegar a las manos; al final acababan todos enfurruñados y el perdedor, enrabietado, se aislaba en un rincón.
En mitad de una de esas riñas acaloradas en las que se chillaban con los rostros encendidos, justo cuando hacía dos semanas que se ocultaban en el almacén, procedente del otro rincón de la estancia llegó hasta ellos una voz que les pedía amablemente que se callaran.
Pertenecía a Ash, que se incorporó en el camastro con los ojos entornados con gesto de fastidio.
—¡Maestro Ash! —exclamó Aléas.
—Sí —respondió el anciano, como decidiendo que, en efecto, era él.
Con los puertos todavía cerrados y vigente el decreto que prohibía que zarparan los barcos amarrados en sus muelles, eran pocos los capitanes dispuestos a acercarse a Q’os con sus mercancías, y quienes lo hacían vendían inevitablemente sus productos por unos importes exorbitados.
En consecuencia, el precio de los alimentos alcanzó unas cotas que sólo podían permitirse las clases pudientes. El decimoquinto día del bloqueo autoimpuesto estallaron los primeros disturbios, provocados por la desesperación dada la escasez de víveres. Todo un distrito de almacenes en el norte de la ciudad quedó arrasado. Las hogueras crepitaban por todas partes y levantaron barricadas en las calles. En la plaza de los Castigos un escuadrón de caballería cargó contra un par de centenares de personas que pedían pan, la mayoría de ellas mujeres y niños hambrientos.
Al día siguiente se reabrieron los puertos.
Ese día en el Templo de Sentiate no había nadie más que sus moradores, pues se había clausurado igual que todos los centros de ocio de Q’os hasta que concluyeran los días de luto por el hijo de la matriarca.
Ché, por su parte, no consideraba la muerte de Kirkus una pérdida irreparable. Conocía perfectamente el carácter del joven sacerdote y sabía que los delirios de grandeza lo habían convertido en un patán que, mientras esperaba que su madre se quitara de en medio y le cediera el trono, causaba estragos allá por donde pasaba. ¿Quién sabía qué tipo de monstruosidades habría llevado a cabo si alguna vez hubiera alcanzado el estatus de Santo Patriarca? Si hubiera vivido lo suficiente para subir al trono, habría sido el primer patriarca nacido y criado para tal papel, pues todos los gobernantes anteriores habían trepado hasta el poder y se habían aferrado a él con uñas y dientes, pero ninguno de ellos había permanecido lo bastante como para entregar el testigo a su descendiente. Así de encarnizada era la lucha por el trono.
Ché había recibido con asombro la noticia de la muerte del joven a su regreso a Q’os. En realidad, lo que le había sorprendido no era que Kirkus hubiera muerto, sino la proeza de los roshuns de matarlo. Desde el punto de vista de un colega de profesión, sintió una tremenda admiración. ¡Un ataque directo y frontal al templo! Se había maravillado de su audacia al oír los informes sobre el asalto. Nadie había previsto una acción así, por supuesto tampoco él. Los diplomáticos imperiales eran adiestrados en métodos más sutiles; nunca se planteaban sus actuaciones en términos tan directos.
En el Templo de Sentiate, la madre de Ché había caído presa del pánico por lo que juzgaba una tragedia para el Imperio. Por extraño que pudiera parecer, se consideraba una persona que participaba activamente de los asuntos del Templo de los Suspiros, sobre todo en los que atañían directamente a la matriarca. Sin duda, como resultado de las charlas íntimas que mantenía a menudo con sus amantes sacerdotes del templo. Ché sabía que atraía a una clientela de una clase superior a la de la mayoría de sus compañeras.
—Tu piel tiene muy mal aspecto hoy —le reprendió cuando se sentaron junto a la fuente de la séptima planta del Templo de Sentiate.
—Gracias por recordármelo, madre.
—No te cuidas nada. Pareces agotado.
Ché apartó la cara para que su madre dejara de hacerle carantoñas.
—He pasado un tiempo fuera, ocupándome de asuntos de diplomacia. Ha sido complicado.
—Pero ya hace días que regresaste. Tengo mis informadores, ¿sabes? Ya deberías estar descansado y haberte recuperado.
Las suaves cascadas de la fuente enfriaban la atmósfera de la cámara. Ché vio su reflejo en la superficie del estanque; sin embargo, estaba poco iluminado, sombrío, y no se apreciaban los detalles de sus facciones. Agitó el agua con las yemas de los dedos para deshacerlo.
—Últimamente no duermo bien —confesó.
La mujer contempló con detenimiento a su hijo. A Ché le incomodó su mirada y evitó que sus ojos se encontraran.
—¿Te preocupa algo?
Ché levantó la vista. Al otro lado de la cámara había sentado un grupo de eunucos cuchicheando. El murmullo de la fuente apenas le permitía oír lo que decían; aun así, él bajó la voz.
—Madre… —empezó, pero se interrumpió esforzándose por encontrar las palabras precisas para decir lo que quería expresar—, ¿alguna vez te has planteado dejar todo esto?
—¿Dejar el templo? —exclamó, con un gesto de sorpresa.
—Me refiero a Q’os, madre, a la orden de Mann. ¿No has pensado nunca que quizá podríamos irnos de aquí y vivir nuestras vidas como quisiéramos?
La mujer echó un vistazo fulgurante a los eunucos.
—¿Te has vuelto loco? —repuso en un hilo de voz, inclinándose hacia él—, ¿dejar la orden? ¿Qué te ha dado para que te plantees algo así? ¿Por qué querría yo abandonar mi hogar y a mis amistades?
Ché desvió la mirada de los ojos brillantes de indignación de su madre. La mujer se tranquilizó.
—Hijo, te guste o no, ésta es la mejor vida para mí. Aquí me siento segura. Puedo conseguir todo lo que quiera, y a cambio aporto mi granito de arena a la grandeza de Mann. Aquí me necesitan. Se me valora.
—¡Eres una puta! —le espetó Ché antes de poder contenerse.
El joven se dolió del cachetazo abrasador en la mejilla. Los eunucos interrumpieron su cháchara y se los quedaron mirando desde el otro lado de la fuente burbujeante.
—¡Meteos en vuestros asuntos! —les amenazó Ché, y los eunucos apartaron rápidamente la mirada—. Madre —insistió, esta vez en apenas un susurro—, aquí corres peligro. Seguro que tú ya lo sabes. Te utilizan para mantenerme atado.
—Tonterías. En estos años he hecho amigos, Ché… gente importante. Saben de mi lealtad a Mann. Nunca permitirían que me ocurriera algo malo. —Hizo una pausa y entornó los párpados—, pero ¿por qué iban a hacerme daño? ¿Acaso planeas algo que pudiera enfadar a tus superiores?
Ché se dio cuenta de que estaba pisando terreno pantanoso y se mordió la lengua. Cogió agua de la fuente con la mano y se la echó por el rostro; se despabiló un poco, aunque le dejó un extraño regusto amargo en los labios.
—Sólo estoy un poco tenso —dijo al cabo—. Quizá debería buscar un trabajo más tranquilo.
Se puso en pie todavía con el agua goteándole de la barbilla.
—Ahora tengo que irme.
Cualquier indicio de suspicacia se borró de las facciones de su madre.
—¿Tan pronto? ¡Pero si acabas de llegar!
Ché asintió. Por un momento se le pasó por la cabeza alargar una mano y posarla en la mejilla de su madre… tocarla, conectar con ella, sentirse cercano a esa mujer que después de tanto tiempo continuaba siendo una desconocida para él. Pero sabía que ella encontraría extraño ese gesto y que sólo contribuiría a delatarlo.
—Volveré pronto a verte. Cuídate.
Hoy la voz apestaba a especias. No era la estridente e histérica que le había hablado justo antes de su partida hacia Cheem, ni la brusca de barítono a la que había relatado su informe a su regreso. Esta era una voz femenina, y la menos habitual de todas.
No le gustaba esa voz. No le gustaba ninguna, pero especialmente ésa. Ché siempre se azoraba cuando la oía empezar a hablar desde el otro lado de la celosía que cubría aquel hueco en sombras; el efecto amortiguado la hacía sonar tétrica y ancestral, como de ultratumba.
—Tengo una nueva misión para ti.
—Ya lo imaginaba.
Se oyó un resuello, seco como la yesca.
—Contrólate, diplomático. Refrena esa arrogancia o haré que te la arranquen.
«Confunde el resentimiento con la arrogancia —pensó Ché—. Qué gente tan previsible».
Ché recobró la compostura, lo suficiente al menos para mascullar una disculpa.
—Está bien —dijo la voz—. Hablemos de tu misión. La Santa Matriarca partirá de Q’os en breve. Como es habitual, ha solicitado que la acompañe un diplomático en la campaña que está a punto de emprender, por si necesitara realizar gestiones diplomáticas entre las filas de su ejército.
«En otras palabras —pensó Ché—, por si alguno de los generales desobedece sus órdenes o trata de arrebatarle el mando». Ché iba a convertirse en el matón de la matriarca, la amenaza que mantendría a todo el mundo a raya durante la campaña.
—Entonces, ¿la invasión sigue adelante?
—Por supuesto, la matriarca ha visto debilitado su poder político por la muerte de su hijo. Una victoria en el campo de batalla ayudaría a reforzar su posición.
—¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—¡Ah! A veces olvido que vuestros instructores sólo os informan de lo imprescindible… Quizá sea la edad, empiezo a perder facultades. —De nuevo se oyó un resuello áspero. Ché de pronto cayó en la cuenta de que era un chasquido que su interlocutora hacía con la lengua—. Te explicaré. Verás, tenemos una tradición en la orden… una tradición que se remonta a los primeros días del Imperio. Cuando un patriarca o una matriarca marchan al campo de batalla se escoge a un diplomático para que la acompañe.
—¿Por qué yo? —preguntó Ché sin andarse con rodeos.
—Nunca habías hecho esa pregunta —murmuró la voz.
Ché se mordió la lengua. Empezaba a preocuparle que se le escaparan las palabras sin pensar. Su máscara empezaba a resquebrajarse y, peor aún, tenía la sensación de que no podía detenerlo.
—Se te ha elegido porque la mayoría de tus colegas diplomáticos ya han partido hacia Minos para entablar las primeras rondas de negociaciones… y también para reforzar la creencia de que Minos y no Khos es nuestro objetivo real. Tú, Ché, eres el mejor de entre los que aún siguen aquí.
Era una respuesta sincera.
—¿Cuáles son mis instrucciones?
—Muy simples. Sólo has de obedecer en todo momento a la matriarca.
—¿Eso es todo?
—Hay algo más.
Ché esperó. Ya había aprendido que a sus instructores les gustaba dejar para el final el aspecto más importante de las misiones.
—La vida de la matriarca Sasheen corre un gran peligro en esta campaña —continuó la voz, aunque entonces titubeó un momento, como reafirmando su voluntad de decir lo que dijo a continuación—: Si se da una situación que no deje lugar a dudas de que va a caer en manos del enemigo… o, de la misma manera, si resuelve que todo está perdido e intenta huir… entonces, joven diplomático, debes matarla.
—¿Matarla?
—Matarla.
Ché echó un vistazo por encima del hombro, como si temiera que alguien estuviera escuchando.
—¿Es esto una prueba?
—No, es una orden. No podemos arriesgarnos a que la Santa Matriarca de Mann caiga en manos de los mercianos. Ni tampoco a que vuelva con el rabo entre las piernas. El prestigio del Imperio se resentiría en cualquiera de los casos. Debe regresar victoriosa o morir como una mártir. ¿Ha quedado claro?
A Ché se le hizo un nudo en la garganta. Se preguntó cuántos diplomáticos habrían acompañado anteriormente al líder del Imperio al campo de batalla con las mismas instrucciones, y comprendió que seguramente todos, pues ninguno de los patriarcas había caído nunca en manos del enemigo o, en su defecto, huido de la batalla.
De repente, todo lo que Ché creía saber sobre la estructura del poder del Imperio —y sobre quién ejercía verdaderamente ese poder— se derrumbó. —Sí, ha quedado claro.
—Perfecto. Entonces, ya te puedes ir, mi niño.