Capítulo 24
Esperando junto a Mokabi
Al amanecer, la niebla continuaba densa.
Cubría las calles como un manto vaporoso de nieve que ocultaba todo lo que quedaba por debajo y por encima de ella, incluido el sol, que apenas era un tenue resplandor que aún no despedía calor. Empezaba el día, que para los desdichados que ya tenían que estar en pie y dedicados a sus quehaceres a esas horas de la madrugada sólo era una leve luminiscencia que dotaba de formas al severo frío matinal. Los peatones caminaban con paso titubeante por las aceras y colisionaban entre sí; unos carros se cruzaban en el camino de otros y las mulas de tiro, inquietas, se miraban enseñándose los dientes apretados. La niebla apestaba: se incrustaba en la garganta y provocaba escozor en los ojos. Todo lo empapaba con su humedad, e incluso las banderas abatidas goteaban por las puntas.
Ash avanzaba apresuradamente por la calle. El viejo roshun tenía la capa, así como la ropa debajo de ella, caladas. Todavía llevaba la espada, si bien la mantenía oculta. Se le había reabierto la herida del brazo y en su mano se apreciaba una mancha de sangre seca. Caminaba con una leve cojera.
Delante de él, envuelto por la bruma, se erguía el monumento: una enorme aguja que se perdía en la penumbra del cielo. Una serie de figuras en actitud combativa jalonaban la superficie de la aguja, con sus expresiones agónicas plasmadas con habilidad en el bronce. Ash se detuvo junto al monumento; una estatua del general Mokabi mirando al frente, de tres veces su tamaño real, se erigía en la base de la aguja. Tenía una expresión triunfal, aunque de las arrugas de preocupación de su rostro se desprendía que había sido una victoria costosa. Tenía los brazos en jarras y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, como si estuviera deleitándose con la admiración que su proeza había despertado en los demás.
No había ni rastro de Nico.
Ash dejó escapar un suspiro y se sentó con pesadez en el pretil que cercaba el monumento. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo en cuanto liberó a sus pies del peso de su cuerpo.
La madrugada cedía paso a la mañana. Se apretó la capa al cuerpo pese a que la lana empapada lo calentaba poco. Aun así, ya no volvió a temblar. Transcurrido un tiempo parecía que se había mimetizado con el monumento. Cada vez había más tráfico en la plaza que albergaba la estatua y, sin embargo, nadie reparaba en el hombre que esperaba sentado.
Se acercaba el final de la mañana y Nico seguía sin dar señales de vida.
El anciano se puso en pie y deambuló un rato alrededor del monumento con el fin de que sus piernas entraran en calor. Mientras caminaba escudriñaba la niebla que se desplegaba en torno a él. En la lejanía un reloj dio la hora.
Recién caída la tarde, Ash volvió a sentarse con la espada sobre el regazo, lo que podía acarrearle problemas, pues portar armas a la vista en la ciudad iba contra la ley. Con el dedo pulgar acariciaba la cubierta de piel de la funda de su arma mientras, bajo la capucha, sus ojos miraban a todas partes. Se levantó una brisa procedente del mar, que se encontraba en algún lugar algo más lejos a su derecha. Las secas y quebradizas hojas otoñales caídas de árboles que Ash no veía se deslizaban por el suelo. La niebla ya se deslavazaba y dejaba algunos huecos de claridad, aunque todavía se negaba a disiparse por completo.
De nuevo sonó el reloj y Ash se levantó con lentitud.
—¡Nico! —gritó. Su voz iba apagándose, perdida en la niebla que lo envolvía.
La hojarasca se arremolinaba alrededor de sus tobillos y el anciano agachó la cabeza.
—Cuéntame exactamente qué ha pasado. —Baracha estaba empezando a perder la paciencia con su camarada.
Ash continuó en silencio unos segundos.
Las rocas en las que se habían sentado tenían la superficie resbaladiza y húmeda, lo que las dotaba de una apariencia de oscuras piedras volcánicas. En los orificios que jalonaban las rocas se formaban diminutos charcos en los que se reflejaba el crepúsculo y que de vez en cuando se desbordaban; entonces el agua se deslizaba en pequeños regueros que morían con un lento y monótono goteo. Próxima a ellos, una gaviota picoteaba sin demasiado entusiasmo el cadáver de un cangrejo.
—Le busqué un escondite y traté de atraerlos para que salieran en mi persecución. Fue un error.
—¿En serio? —exclamó sarcásticamente Baracha.
—Padre —le reprochó con brusquedad Serése.
Ash contemplaba con la cabeza gacha las olas minúsculas que rompían contra las rocas a sus pies. El mar se extendía en un lugar impreciso delante de ellos, invisible y silencioso salvo por esos flecos que llegaban hasta él.
Aléas quiso decir algo, pero de su boca sólo brotó una especie de graznido. Volvió a intentarlo:
—El maestro Ash no tiene la culpa de nada. Ya es un milagro que él haya escapado. —Baracha fulminó con la mirada a su aprendiz. Aun así Aléas prosiguió—: A nosotros también nos habrían capturado de no ser por la vista de lince de Serése.
Aléas fue el primero en exponer en voz alta lo que ya sabían todos: Nico había sido capturado.
—¿Qué os pasó? —preguntó Ash, levantando la mirada de la orilla.
—Cuando Serése regresó a la pensión, nos comentó sus sospechas de que nos estaban vigilando, así que nos escabullimos antes de que se lanzaran sobre nosotros. —Y buscó con la mirada los ojos de su maestro antes de añadir—: De lo contrario ahora estaríamos encerrados todos como gallinas en un corral.
Permanecieron un rato en silencio. No era la clase de silencio placentero compartido por un puñado de camaradas, más bien un estado de aislamiento individual en el que cada uno de ellos se hallaba enfrascado en sus propias preocupaciones. Las olas diminutas lamían la orilla. A su espalda, el murmullo de la ciudad, con sus ruidos atenuados y fantasmagóricos.
Baracha escudriñó al viejo roshun sentado en la roca y meneó la cabeza.
—Estás dándole vueltas a algo. Suéltalo.
—Mañana por la mañana deberíamos poner en práctica el plan.
—¿Deberíamos? ¿Hablas en serio? Me parece un poco precipitado, Ash.
—Esta niebla suele prolongarse durante días. Así que mañana debería continuar igual. Ya más adelante… ¿quién sabe?
Baracha se acarició la barba, de cuyas puntas estropeadas caían cuentas de agua.
—¿El plan? ¿Qué plan? —inquirió Serése.
—He hecho algunas gestiones que podrían ayudarnos a entrar en la torre —respondió Ash.
—Pero ¿qué pasa con Nico? —preguntó la muchacha—. ¿Es que no vamos a hacer nada para rescatarlo? ¡Por la dulce Eres, quién sabe los horrores que estará padeciendo en este preciso momento, mientras nosotros estamos aquí sentados cabizbajos y discutiendo!
—Soy plenamente consciente de lo que estará sufriendo, Serése —respondió Ash con voz queda—. No vamos a abandonarlo. A estas horas ya lo habrán conducido al Templo de los Susurros, pues allí tienen su base los reguladores. Así que para rescatar a Nico de todos modos tenemos que entrar ahí.
—¿Rescatarlo? —espetó Baracha, poniéndose en pie con toda su estatura—. ¡Ni hablar! El muchacho ya está perdido y eso es algo que todos sabemos. No podemos arriesgar más vidas a lo tonto. Si irrumpimos en el templo, es para eliminar a Kirkus. Ésa es nuestra única misión.
—Y nos ceñiremos a ella. Pero antes de matar a Kirkus nos dirá dónde encontrar a Nico. Luego podrás hacer lo que te plazca. Yo iré a buscar a mi aprendiz.
—Y yo —aseveró Aléas.
—Tú harás lo que yo diga, jovencito —le espetó el Alhazií—. En cuanto acabemos con nuestro cometido, te vendrás conmigo. Ya será un milagro que para entonces sigas vivo, así que no tentaré de nuevo a la suerte. —Su franqueza dejó mudo al muchacho—. Y tú, hija mía, te lo digo ya: no vienes. No estoy dispuesto a poner en riesgo tu vida.
—No puedes impedírmelo, padre.
Baracha dio un paso en dirección a su hija con sus descomunales puños apretados. Era evidente el esfuerzo que le exigía dominarse.
—Sé que no puedo impedírtelo. Eso nadie lo pone en duda.
Serése se levantó, también con los puños apretados, y se encaró con la gigantesca mole de su padre.
—Si fuera tu aprendiz quien ha sido capturado, queridísimo padre, ¿acaso no intentarías rescatarlo?
—Quizá —respondió Baracha, evitando la mirada de Aléas—. En el caso de que existiera alguna probabilidad de éxito. Pero ¿desde cuándo debemos algo a ese chico? Ash debería haber sido más cuidadoso a la hora de protegerlo. Yo no tengo la culpa de que haya caído en las garras del enemigo.
Serése desvió la mirada irritada.
—Tu padre tiene razón, Serése —intervino Ash, alzando una mano abierta—. No puedes venir con nosotros. Necesitaremos a alguien en el exterior que nos proporcione los medios para escapar. Una cosa es entrar, pero tu padre ha dicho simple y llanamente la verdad: será un milagro que alguno de nosotros salga vivo. Y en caso de que eso suceda, necesitaremos otro milagro para escapar. Y para ello tú eres imprescindible.
Las palabras del anciano aplacaron una pizca el ánimo de Serése, que se dejó caer de nuevo sobre la roca.
—Hay que actuar con rapidez y conseguir todo lo que necesitamos —continuó Ash—, me temo que los fondos con los que contamos no nos alcanzarán.
Serése examinó el rostro del anciano roshun.
—¿De verdad piensas que puedes rescatarlo?
Antes de que Ash pudiera responder, Baracha lanzó un escupitajo en el suelo de guijarros que mediaba entre ellos.
—¡No lo hacemos para salvar al chico! ¿Por qué no os metéis de una vez eso en la cabeza? Por lo que sabemos, ya debe de estar muerto.
De nuevo se sumergieron todos en sus propias cavilaciones. Ash dirigió la mirada hacia el mar y lo escudriñó no con los ojos sino con los oídos. Baracha agarró un guijarro y lo lanzó contra las rocas de las inmediaciones.
Un batir de alas atrajo la atención de Ash, que se volvió justo a tiempo para que su retina retuviera la imagen de una gaviota asustada que remontaba el vuelo dejando un vacío donde ahora miraba el anciano roshun. Ash levantó la vista y contempló cómo la gaviota planeaba en el cielo y se confundía con el manto blanquecino de la niebla.
Una sonrisa franca apareció en sus facciones. Se quitó la capucha y respiró hondo.
—Sigue vivo —afirmó.
Baracha frunció el ceño. Aléas y Serése se volvieron a él con un gesto de expectación.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Baracha.
—Me lo dice mi intuición —respondió—. El muchacho sigue vivo. Y necesita nuestra ayuda.
Nico no tenía ni idea de dónde se encontraba.
En el momento de su captura le habían colocado grilletes en las muñecas y le habían cubierto la cabeza con una capucha. Había sido una experiencia aterradora: la falta de visión; la gruesa tela apretada contra el rostro, que le dificultaba la respiración; las manos rudas que le hurgaban el cuerpo y tiraban de él y lo empujaban de un lado a otro; las bofetadas; los gritos; la desorientación. A su alrededor se habían desatado los gritos de entusiasmo. Un jinete había partido para informar de la captura de un roshun y el chacoloteo de cascos había ido debilitándose según se alejaba por la calle. Luego lo habían arrojado a algún tipo de carro y, según traqueteaba por la calzada adoquinada, el hedor de su ropa embadurnada de heces le había producido náuseas. Habían cruzado un puente u otro tipo de estructura de madera. Cuando el vehículo lo hubo atravesado, avanzando sobre las llantas con pesadez, se paró a esperar que le abrieran una pesada puerta y después había continuado por un sendero de piedra y había vuelto a detenerse. Lo habían sacado del carro de mala manera y lo habían llevado a empellones por un suelo enlosado. Le habían hecho subir unos escalones y habían cruzado otra puerta.
Ahora estaba en algún tipo de cámara. Sabía que era amplia porque oía el eco de los ruidos a través de la gruesa tela de la capucha. Había una mujer gritando en algún lugar lejano y la algarabía de su diatriba concluyó con un estruendoso golpetazo.
El olor a cigarrillos de hazii impregnaba el aire. Por su izquierda le llegaba el rumor de un grupo de personas que conversaban en voz baja.
—Las llaves —demandó la voz masculina de un regulador junto a Nico.
—Necesitaré el impreso, si todavía lo tenéis… —dijo otra voz masculina que no había oído antes y que hablaba entrecortadamente, como si el aire procediera de los pulmones de un fumador empedernido.
Nico oyó cómo alguien desplegaba un papel junto a su oído.
—Sólo cazasteis uno, ¿eh?
—Ya es más de lo que nunca lograrás tú, Malsh —replicó una voz femenina.
El fumador se acercó al prisionero riendo entre dientes; el sonido recordaba a un gato expectorando una bola de pelo. Nico oyó el ruido metálico de unas tijeras que se abrían y a continuación alguien empezó a recortarle la ropa sin más alboroto.
—También necesitaré un nombre para los trámites.
—En breve —respondió la voz femenina, arrastrando las sílabas y preñada de determinación.
Condujeron a Nico desnudo y todavía con la cabeza cubierta por la capucha por una serie de puertas de hierro que se abrían a su paso y se cerraban tras él, unas acciones siempre precedidas por el tintineo de llaves. El suelo de piedra parecía arenoso bajo sus pies.
De la dirección hacia donde llevaban a Nico llegaba la voz potente de un hombre que resonaba por todo el angosto pasillo. Recitaba los versos de algún tipo de poema en una lengua que mezclaba a partes iguales la lengua franca y otra desconocida para Nico. Según lo conducían a base de empellones y golpes, la voz sonaba más cercana, hasta que llegó un momento en que Nico tuvo la impresión de que estaba declamándole a la cara. Sin embargo, una vez que rebasó al recitador la voz fue atenuándose más rápidamente de lo que cabía esperar.
El pasillo continuaba por un largo tramo curvo hacia la derecha y después se convertía en una bajada, así que Nico se trastabillaba y estaba a punto de caer cada vez que daba un paso en falso.
Cesó el estrépito de pasos y los reguladores lo detuvieron y lo giraron.
Una puerta de hierro se abrió girando sobre los goznes con un chirrido que sonó como los chillidos de una niña aterrorizada.
Empujaron a Nico al otro lado de la puerta y el aprendiz de roshun entró agitando las manos esposadas y a punto de perder el equilibrio. La puerta se cerró con un golpe que retumbó en el interior de la celda.
Al principio, Nico pensó que lo habían dejado solo, pero entonces oyó el roce de unas botas con el suelo y a continuación un ruido similar procedente del lado opuesto. Notó la respiración de los reguladores que lo flanqueaban.
—Túmbate en el suelo —le ordenó el hombre.
—¿Qué?
—¡Que te tumbes en el suelo! —repitió la mujer.
Nico estaba temblando. Por absurdo que pudiera parecer, oía cómo le rechinaban los dientes.
Se le doblaron las rodillas y no tardó en caer. Yacía con la barbilla pegada al suelo y las costillas apretadas contra la dura superficie de piedra.
Oyó el roce del cuero con la piel y un crujido de falanges; cuatro veces la misma secuencia de sonidos.
La primera patada bastó para que se le vaciara la vejiga. Su cuerpo se enroscó, el terrible dolor que se instaló en sus entrañas le cortó la respiración y sus alaridos salieron entrecortados.
—Ya se ha meado encima —observó la mujer.
Y entonces se ensañaron con él como mandan los cánones.
Nico trataba de escabullirse a gatas de los golpes. Oía su propia voz suplicándoles que pararan. Llegó un punto en el que estaba dispuesto a decirles lo que quisieran, pues no veía por qué podría valer la pena prolongar aquella situación; no sólo le habían despojado de su ropa, sino también de su dignidad, de su alma.
Sin embargo, los reguladores no lo interrogaban, simplemente se turnaban para golpearle las piernas, o aplastarle la cabeza contra el suelo, o patearle las costillas; no de un modo frenético, sino con parsimonia, metódicamente, como si aquello supusiera su trabajo rutinario diario y quisieran cumplir escrupulosamente con él.
Acabarían matándolo, Nico no tenía ninguna duda. Pero cuando su cabeza empezaba a sumirse en una neblina oscura, se oyó el chirrido de la puerta que se abría y los golpes cesaron de repente.
—Santa Matriarca —jadeó el regulador con una sorpresa evidente.
Se oyeron pasos y una túnica que se arremolinaba.
—Mostradme su cara —ordenó una voz femenina distinta de la que Nico había estado oyendo hasta entonces.
Le quitaron la capucha. Nico respiró trabajosamente y sus ojos bizquearon deslumbrados por la lámpara depositada en el suelo.
Abrió un ojo ensangrentado lo imprescindible para atisbar a los recién llegados. Los dos reguladores hacían una reverencia frente a una mujer de mediana edad y gran estatura, vestida con la habitual túnica blanca de la orden manniana. La acompañaba un joven aún más alto que ella, esbelto, de complexión atlética y también ataviado con la túnica blanca.
—¿Ya le habéis administrado la droga de la verdad? —preguntó la matriarca.
El cuerpo sangrante de Nico tirado en el frío suelo de piedra acaparaba todas las miradas.
—No, primero queríamos ablandarlo un poco.
—Está bien. Administrársela ahora.
Rápidamente se trasmitieron unas órdenes a alguien que aguardaba en el exterior de la celda. Apareció un sacerdote entrado en años con un cucurucho de papel en la mano. El anciano se arrodilló junto a Nico y toqueteó con delicadeza el rostro del muchacho hasta que éste lo miró a los ojos. «Un curandero, tal vez», pensó Nico. El sacerdote abrió el cucurucho y sopló, y una nube de polvitos blancos impactó de lleno contra la cara del aprendiz de roshun.
Nico echó a toser y se frotó los ojos tratando de mitigar el escozor. Entonces se vio vencido por una fatiga terrible y su cuerpo quedó tendido sin fuerzas en el suelo. El aturdimiento empezó a apoderarse de él, sumiéndolo en un estado de somnolencia. De vez en cuando brotaba en su cabeza una imagen onírica que rápidamente volvía a desaparecer sin dejar rastro.
De lo que ocurrió a partir de ese momento, más tarde Nico sólo pudo recordar algunos fragmentos.
—Dejadnos a solas —ordenó una voz femenina.
—Pero, matriarca…
—Quiero hablar con él.
—Como mandéis.
Nico caminaba por un sendero montañoso. Las cabras pacían en pastos poco densos que se extendían por encima de él y lo miraban con el rabillo del ojo según las rebasaba.
—¡Beee! —gritó, dirigiéndose a las cabras para hacerles saber que se había percatado de que lo observaban.
—¿A qué vendrá ese ruido que hace?
—Es la droga. Está delirando.
Estaba sediento y presentía que había agua un poco más adelante. Coronó una loma y divisó un riachuelo debajo; el agua corría a borbotones entre las rocas. Se le dibujó una sonrisa en los labios.
—¡Muchacho! —le espetó una voz procedente de algún lugar indeterminado encima de él.
Nico levantó la mirada y se topó con un rostro femenino poco agraciado, estropeado por los sentimientos que reflejaba. Le recordaba a un pájaro, alguna especie de ave negra y maléfica.
El rostro le hacía preguntas y él hablaba… hablaba sobre su maestro y sobre la ciudad, y sobre lo que habían ido a hacer allí. A su lado, un muchacho lo miraba con detenimiento. La expresión mezquina de esa cara juvenil, con los labios fruncidos, se tornaba más intensa según avanzaba Nico en su confesión. Era como un lobo listo para atacar.
La mujer en cambio lo contemplaba con unos ojos fríos como el hielo que ni siquiera parpadeaban. Nico tenía la impresión de que si seguía hablando, quizá dejaría de mirarle con esos ojos ávidos. No quería que lo miraran. Quería regresar a su espacio privado. Habló de Cheem y del monasterio en las montañas, de Aléas, de Baracha y del viejo Osho. Habló del anciano Vidente aislado en su cabaña, de cómo era capaz de rascarse las picaduras de los piojos y además hacer cosas que él todavía no entendía.
—¡No te vayas por las ramas! —le espetó la mujer, llevándose las garras al rostro.
La matriarca volvió a preguntarle sobre su maestro: sus planes. Nico le habló del Templo de los Suspiros y de las estratagemas que habían considerado para introducirse en él, buscar a Kirkus y matarlo.
En ese momento, la mujer se enfureció con él, si bien Nico no alcanzaba a saber por qué. Quizá era porque había vuelto a olvidarse de hacer las tareas de la granja, o quizá porque había sostenido otra discusión a grito pelado con Los.
La mujer tensó con fuerza los músculos de la cara y se puso en pie.
—Quizá tu abuela tenía razón —dijo, dirigiéndose al muchacho que estaba junto a ella—. Si ésta es la clase de individuos que preparan hoy en día para convertirlos en roshuns no hay de qué preocuparse.
Se paseó alrededor de Nico. Una gota de saliva apareció entre sus labios finos y rojos como rubíes. La gota se transformó en un hilito que fue estirándose hasta caer sobre un ojo cerrado de Nico.
—Has venido para matar a mi hijo, roshun canijo. Así que voy a decirte una cosa: muy pronto tus amigos estarán muertos y tu orden destruida. En cuanto a ti —le dio un golpe con el dedo gordo del pie—, te utilizaremos para dar ejemplo.
El muchacho que la acompañaba respiraba con agitación. Estaba ansioso por ensañarse con Nico.
—Yo mismo acabaré con él ahora —gruñó.
—No. Diviértete con él un rato si quieres, pero déjalo con vida. Mañana se reanudan los juegos y lo enviaremos allí. ¿Me has oído, cachorrito mío? —La mujer golpeó de nuevo a Nico con el dedo gordo del pie—. Vamos a enviarte al Shay Madi y las multitudes presenciarán tu encuentro con la muerte. Así comprobarán la auténtica fiereza de los roshuns y por qué debemos echarnos a temblar en su presencia.
La mujer se dio la vuelta y su túnica se infló a su espalda.
El muchacho sonrió mostrando sus dientes afilados y descargó un pisotón tan salvaje en la mano de Nico que ésta crujió.
Nico soltó un alarido.