Capítulo 15

Inshasha

—¿Has informado al maestro Ash? —le preguntó Aléas.

Nico, con la horca en la mano, pinchó un pedazo de boñiga, la echó en un balde e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No lo he vuelto a ver desde que ocurrió.

—Quizá sea mejor que no se entere —repuso Aléas, también con una horca en la mano, alcanzado por un haz de rayos de sol que se colaba por las puertas abiertas de la cuadra.

Olson, el responsable de disciplina del monasterio, les había enviado allí debido al pobre comportamiento que habían exhibido en su tarea de limpieza de la cocina la noche anterior.

Los compartimentos estaban vacíos, y las mulas y el puñado de zels propiedad del monasterio pastaban en las suaves colinas de los alrededores. Su trabajo en la cuadra consistía en recoger las boñigas para utilizarlas luego como combustible. Aléas bostezó, tan cansado como Nico de la noche anterior, que habían pasado a cielo abierto mientras el resto de los aprendices se sucedían en los turnos de guardia habituales.

—Sólo conseguirías azuzar su enfrentamiento. Mi maestro jugó contigo, Nico, pero ya te advertí de lo que podía ocurrir. Podría haber sido peor.

—¡Pero si yo sólo hablé con ella… y no fue más que un momento!

Aléas estiró la espalda y le crujieron los huesos de la columna.

—Sí, claro. Y a ver si lo adivino… Cuando mi maestro os pilló, simplemente hablando, tú no estabas pegado a ella, con la lengua fuera, los ojos clavados en sus domingas y la polla dura como mi dedo meñique debajo de la túnica. Un hombre como Baracha, cuando se trata de su hija… se da cuenta de esas cosas. —Aléas arqueó las cejas con una solemnidad fingida y se volvió buscando algo que recoger con su horca.

Nico le echó una mano: volcó sobre su cabeza el montón de boñiga pinchada en su horca.

—¿Por qué lo has hecho? ¡Ahora tendré que lavarme para quitarme toda esta mierda de encima!

—Lo siento, se me habrá resbalado el dedo meñique.

Aléas torció el gesto, se limpió las heces frescas de la túnica y arrojó un puñado de bosta a Nico, pero éste repelió buena parte de la pila de excrementos con su horca.

Llegados a este punto se enzarzaron en un duelo que se inició como algo poco serio, más bien como un combate en broma, entre risas, pues habían girado las horcas para luchar con los astiles. Pero a medida que lanzaban tajos y embestidas, ganando terreno el uno y retrocediendo el otro, el enfrentamiento fue adquiriendo un cariz más competitivo.

Incluso en el manejo de una simple horca, Aléas demostraba ser diez veces más diestro que su contrincante, quien, sin embargo, improvisaba como había aprendido a hacer en las calles de Bar-Khos. Nico arrojó un pegote pastoso de bosta a Aléas y cuando el joven manniano intentó esquivarlo, Nico se anticipó a su reacción y lanzó un golpe dirigido a la cabeza de su rival, con tan mala suerte que, debido tanto a su entusiasmo como a su falta de destreza, descargó su arma con una fuerza excesiva y demasiado poco tino: alcanzó a Aléas en la boca y le partió el labio superior. La sangre empezó a manar de la herida.

—¡Lo siento! —se disculpó Nico, levantando la mano que tenía libre.

—¿Lo siento?

Aléas hizo una pirueta, se agachó, y con la inercia del raudo movimiento embistió a Nico con el astil que aferraba, que impactó poderosamente en un costado de su cabeza.

Nico se balanceó hacia atrás, con la cabeza zumbándole.

Esta vez fue Aléas quien levantó la mano; luego arrojó la horca al suelo cubierto de paja y se dejó caer junto a ella. Se toqueteó el labio herido con un dedo; su sonrisa irónica sólo conseguía que le brotara más sangre.

—Espero no haberte golpeado demasiado fuerte —declaró, dándose dos palmaditas en un costado de la cabeza.

Nico también cayó desplomado sobre la paja, resollando. Las motas de polvo bailaron en la franja de luz que los separaba y fueron posándose lentamente en el suelo a medida que los dos aprendices recuperaban el aliento.

—¿Siempre habrán sido así? —inquirió Nico.

—¿Quiénes?

—El maestro Ash y el maestro Baracha, ¿quiénes van a ser?

Aléas se relamió la sangre.

—Los más veteranos dicen que sí. Pero yo creo que su relación empeoró tras lo de Masheen, sobre todo por culpa de mi maestro. No tolera una derrota.

—¿Ash lo venció? —El tono de sorpresa en la voz de Nico era evidente. La imagen que tenía de Ash era la de su cuerpo enclenque, su piel arrugada y sus constantes dolores de cabeza; la de Baracha, en cambio, era la de un hombre corpulento y ágil que siempre estaba practicando con su acero.

—No en ese sentido. —Aléas se encogió de hombros, se volvió a un lado y escupió sangre—. Ash cometió la temeridad de rescatar a mi maestro cuando Baracha ya estaba perdido.

—¿Cómo? ¡Vamos, cuéntame más!

—Ponte cómodo. La historia es larga.

Seis años atrás, poco antes de la llegada de Aléas al monasterio para iniciar su formación, Baracha se había metido en el tipo de aprieto más temido por todos los roshuns en el transcurso de una misión: había sido capturado.

Baracha debía cumplir una vendetta en Masheen, o más precisamente en una zona montañosa conocida como el Gran Masheen, que rodeaba la metrópoli oriental que se había erigido sobre el ancho y lánguido delta del río Aral, donde el Midéres vierte el agua de los deshielos procedente de las praderas de Alto Pash.

Baracha estaba allí para matar al Rey Sol, un hombre que afirmaba ser la reencarnación de Ras —la deidad del sol en la religión nativa—, y que, por increíble que pudiera parecer, había ganado crédito entre los habitantes de las montañas, fanáticos supersticiosos como sólo pueden serlo los pueblos orientales, si no más.

Entre ellos se había extendido una profecía, según la cual, cuando la montaña se derrumbara y emergiera la Serpiente del Mundo —que moraba enroscada en una guarida en sus entrañas pedregosas— aparecería un dios encarnado en un hombre procedente de la tierra del sol naciente que se pasearía entre ellos anunciando la llegada de una nueva era de esplendor. A pesar de que su religión vivía subyugada por el Imperio de Mann —que en décadas anteriores se había anexionado Masheen como la provincia más oriental de sus conquistas—, pervivía entre los nativos la creencia en esta profecía.

Ni siquiera sabían de qué montaña hablaba el vaticinio. Para ellos todas las montañas cobijaban el mal en su interior, de modo que había que moverse por ellas con cuidado. Sin embargo, se dio la circunstancia de que un violento terremoto derrumbó una cumbre, de la que únicamente quedó en pie una columna aislada que parecía señalar una tumba en un montón descomunal de escombros. De modo que, cuando poco después, del extremo Oriente llegó un hombre de piel dorada con un séquito de discípulos que proclamaban su divinidad, las gentes de Masheen se postraron a sus pies y le ofrecieron todo lo que poseían.

El palacio del Rey Sol estaba compuesto por varios edificios que se desparramaban sin orden ni concierto por la planicie más elevada de una montaña que dominaba la ciudad portuaria de Masheen. La Ciudad de las Nubes llamaban al complejo palaciego. Por la información que recabó en la ciudad portuaria durante su primera semana allí, Baracha llegó a la conclusión de que el Rey Sol ya era viejo y estaba en plena decadencia. Al parecer, esa nueva era de esplendor había operado pocos cambios en la población a excepción del aumento desmesurado de los impuestos. Inevitablemente, algunos sólo veían a un cínico en esa deidad arribada de Oriente, que había prosperado gracias al esfuerzo de su pueblo y exigía los tributos propios de un vulgar tirano. El Rey Sol vivía entonces como un recluso y sólo recibía a aquellos en quienes confiaba ciegamente. Una vez al año realizaba una declaración de su Gloriosa y Suprema Sabiduría, que luego era transcrita con una hermosa caligrafía en miles de pergaminos que se repartían entre la población y cuyo contenido no era más que peroratas y amenazas.

Se rumoreaba que en la Ciudad de las Nubes no había semana que algún oficial o sacerdote no fuera escaldado hasta morir acusado de traición. El Rey Sol había prohibido llevar armas en el complejo palaciego delimitado por las murallas, con la única excepción de las que portaban las hitees, las Gloriosas Vírgenes. Estas mujeres constituían una escolta femenina, sus integrantes eran elegidas a temprana edad de entre las que conformaban el harén del rey, por el amor que le demostraban. Su paranoia le había llevado a prohibir también los sombreros e incluso las prendas con mangas. Se decía que su locura había alcanzado cotas tan altas que por la noche podían oírse desde todos los rincones del mar Midéres los aullidos que profería en las profundidades de su santuario interior.

Precisamente, Baracha había sido capturado cuando se colaba en ese santuario interior, que no era más que un palacio dentro del palacio que se levantaba sobre un peñasco aislado del resto de la Ciudad de las Nubes conocido como el Santuario Prohibido. Según parece, Baracha había subestimado el nivel de vigilancia de las hitees. Aun así iba fuertemente armado, y no fueron pocas las bajas entre la congregación de escoltas féminas antes de que el roshun sucumbiera a su mera superioridad numérica y se desplomara inconsciente sobre el suelo.

Arrojaron su cuerpo al interior de una celda de piedra en las entrañas del Santuario Prohibido, donde estuvieron torturándolo durante días sin el menor atisbo de piedad; querían saber quién era, de dónde venía… y, por supuesto, por qué quería asesinar a su dios.

Por la cuenta que le traía, Baracha no les dijo nada. Era evidente que desconocían por completo el secreto que culpabilizaba a su Rey Sol: su llamado dios había asesinado recientemente a su propio hijo de doce años, portador de un sello y cuya vida le había arrebatado en un momento de delirio incontrolado. El Rey Sol lo había hecho pasar por un misterioso accidente; sin embargo, los roshuns conocían la verdad.

Cuando se cumplía el quinto día de su captura, arrastraron a Baracha hasta una cámara revestida con paneles de madera y con una pantalla de encaje en el fondo. Le ataron las manos y el cuello con correas de cuero a una columna de madera y le arrancaron lo que todavía quedaba de su ropa. A continuación, volvieron tirando de un perro salvaje de las montañas, roñoso y pestilente y con un hambre voraz, que entró a regañadientes, arañando el suelo pulido. Dejaron a Baracha a solas con él. El perro lo miró con recelo desde el otro lado de la cámara, agachó la cabeza y gruñó.

Baracha sabía qué era lo primero que buscaban los animales en la selva: los genitales tiernos de su presa. De repente, Baracha fue plenamente consciente de su desnudez.

El animal caminó cautelosamente, balanceando la cabeza a ras de suelo, olisqueando. Se acercó tanto que el roshun distinguió los pegotes secos de porquería que le cubrían el pelaje, apelmazados en mechones recorridos por piojos blancos. El can se detuvo a unos pasos y gruñó descubriendo su dentadura.

Baracha le respondió con otro gruñido.

Cuando la bestia se abalanzó sobre él, ya claramente con el único objetivo de su entrepierna, Baracha se encontró rodando por el suelo con el animal sin que mediara un período de transición, apretándole la garganta con los pulgares mientras el perro sacudía las patas y escarbaba en su cuerpo. El roshun no flaqueó a pesar de las heridas terribles que estaba infligiéndole el animal y pasó una eternidad funesta hasta que el perro murió entre sus manos.

Las convulsiones reflejas del animal cesaron y Baracha se serenó. El roshun se miró las correas hechas jirones en sus muñecas y la piel desgarrada debajo de ellas; de alguna manera se había soltado de ellas en el momento de pánico extremo. Aunque él no lo llamó así, sino el «momento de peligro».

De detrás de la pantalla de encaje llegó el ruido extraño de un gimoteo. Baracha sabía que el Rey Sol estaba observándolo… y que le aterraban los roshuns.

Ensangrentado y tambaleante, Baracha se encontró de nuevo rodeado por las hitees, que lo sacaron precipitadamente de la cámara, lo arrastraron por una escalera y varios tramos más de escalones y lo arrojaron de nuevo al agujero de piedra que era su celda. Le dijeron que al día siguiente tendrían otro perro para él y que esta vez se asegurarían de que las correas estuvieran bien apretadas.

Para entonces, el monasterio de Sato ya había sido alertado de la difícil situación en que se encontraba Baracha. El Vidente había tenido una revelación en sueños: Baracha estaba sufriendo un tormento prolongado e indescriptible. Se informó a Ash —que por casualidad estaba en la isla de Lagos en ese momento— por medio de un ave mensajera enviada al agente ubicado allí. Rápidamente el roshun viajó al continente, a Masheen, y desde allí emprendió la marcha hasta la Ciudad de las Nubes, disfrazado como uno de los numerosos devotos que peregrinaban al palacio para alabar a su dios, y urdió un plan tras varios días de reconocimiento del lugar.

Se iba a celebrar un banquete en el Santuario Prohibido para conmemorar el cumpleaños de la querida preferida de la deidad. Únicamente se permitiría la entrada al evento de los discípulos que gozaban de una confianza absoluta. La noche del banquete, estos privilegiados invitados cenaron los platos más exóticos: mariposas de fuego horneadas y langostinos de las arenas en miel, extrañas aves no voladoras que no habían sido desplumadas, huevos de muala escalfados y grotescos ejemplares de pescado, tan grandes que no podían ser cocinados en las cocinas del Santuario Prohibido y tenían que ser preparados en otro lugar dentro del complejo palaciego y luego escoltados hasta el comedor donde se celebraba el banquete. Pero el plato estrella de aquella experiencia de descubrimientos culinarios era un gusano murmur. Cuarenta miembros del servicio de palacio entraron acarreando a la criatura y la extendieron en toda su longitud sobre una mesa que medía casi cinco metros de largo. El gusano tenía el grosor de un barril y era blanco como una larva, pues en su larga vida pasada entre grietas y cavernas en las profundidades del suelo nunca había estado expuesto a la luz del sol. Los invitados todavía no habían probado aquel manjar cuando el Rey Sol entró en el comedor flanqueado por sus siempre alerta hitees. Se hizo el silencio y los comensales se postraron en el suelo.

En primera instancia no se percataron de lo que brotaba del costado del gigantesco gusano. Parecía una más de las incisiones que los cocineros habían abierto en el cuerpo de la criatura para introducir el delicioso relleno. Pero entonces estalló un chillido —proferido ni más ni menos que por la querida homenajeada del Rey Sol—, seguido del susurro de las cabezas que cortaron en el aire al girar justo a tiempo para ver cómo del cuerpo del gusano emergía un brazo. Al brazo siguió una cabeza, luego otro brazo, y finalmente el cuerpo entero de un hombre que se dejó caer en el suelo, jadeando. El intruso se irguió sin que nadie tratara de impedírselo, con la ropa empapada en los jugos internos del gusano.

En el otro extremo del comedor refulgía la figura del Rey Sol, totalmente desnudo y bañado en oro de pies a cabeza, incluidas la cabellera y las pestañas. El desconocido, por el contrario, iba sin adornos y no llevaba nada en las manos.

El recién llegado enfiló hacia el Rey Sol y la masa de discípulos fue abriéndose a su paso; eran muchos los suspiros ahogados que provocaba su piel negra como el carbón. Era como si la Serpiente del Mundo hubiera regresado encarnada en un hombre.

Tan atónitos habían quedado los presentes con aquella negrísima aparición —incluso las hitees contemplaban con los ojos desorbitados la figura que se aproximaba al monarca— que no movieron un músculo cuando el intruso subió a la tarima sobre la que estaba el Rey Sol y se inclinó hacia él como si fuera a besarlo.

El cuchillo fue lo que al cabo rompió el hechizo cuando apareció como de la nada y presionó la garganta del dios con la piel de oro.

—¡Atrás! —bramó Ash, y su grito detuvo a los súbditos que habían arrancado a correr para acudir en ayuda de su señor.

Después de todo, según parecía, no consideraban invencible a su Rey Sol. Observaron la hoja apretada contra la garganta del rey y observaron el rostro del desconocido y sus deslumbrantes ojos blancos y sus dientes también blancos.

Ash ordenó que se liberara a su camarada y lo trajeran ante él. Cuando vio que no se movía nadie, repitió la orden, esta vez dirigiéndose al Rey Sol:

—Hazlo —le apremió—, y no te mataré.

Lo creyera o no, el Rey Sol hizo un gesto tembloroso a sus acólitos.

Los convidados permanecieron inmóviles unos largos minutos mientras esperaban a que sacaran a Baracha de su agujero y lo llevaran allí y pasó el tiempo suficiente para que empezaran a revolverse con inquietud y a susurrar entre sí. Del cuerpo del Rey Sol emanaba un hedor a transpiración. La situación habría podido tornarse ridícula si no hubiera sido porque las hitees empezaban a impacientarse, y Ash era completamente consciente de que a pesar del riesgo que correría su dios, alguna de ellas podía decidir abalanzarse sobre él en cualquier momento.

Por fin se abrieron violentamente las puertas y Ash apenas fue capaz de reconocer a Baracha cuando lo introdujeron a rastras en el comedor. Cuando el prisionero levantó la mirada y vio con su ojo sano al viejo extranjero de tierras remotas allí en medio, barruntó que debía haber acudido para cumplir la vendetta y después morir junto a él, pues una vez que asesinara al Rey Sol no tendrían escapatoria.

—Ahora dime —dijo Ash, dirigiéndose al dios—, ¿quién eres en realidad?

El Rey Sol parecía a punto de desmayarse; le caía el sudor a chorros. Incluso se había formado un charco de sudor alrededor de sus pies descalzos.

Con el primer burbujeo de sangre en la punta del cuchillo el farsante rompió a farfullar aterrado. Explicó a todos quién era en realidad; contó que había nacido en el seno de un clan de bribones errantes que se ganaba la vida con pequeños timos. Divagó sobre cómo se habían enterado de la ancestral profecía de la montaña y cómo se le había ocurrido la idea de hacerse pasar por un dios con su familia de oportunistas representando el papel de sus primeros discípulos. Bajó la voz hasta casi un susurro y confesó los asesinatos y los actos de traición cometidos durante los siguientes años: había dejado de confiar en ellos cuando se asentó su posición de preeminencia y los había ido eliminando de una u otra manera hasta que sólo quedó él.

Llegados a ese punto de su relato, las miradas alarmadas en torno a Ash y el Rey Sol se habían convertido en miradas iracundas tras un paso intermedio por la incredulidad.

—Por favor —suplicó—. No hay duda de que la mano de un dios real me guió hasta aquí. ¿Quién podría haber hecho lo que hice yo sin una pizca de ayuda divina, os pregunto yo? Si no soy un dios, entonces pensad por lo menos que soy el intermediario escogido por un dios.

—Entonces reúnete con tu dios —replicó Ash, y se alejó de él.

La multitud congregada no trató de detener al viejo roshun. Por el contrario, se volvieron al hombre desnudo, bañado en oro y tembloroso, plantado delante de ellos… y se abalanzaron sobre él como una jauría de animales salvajes se abalanza sobre su presa.

—¿Y todo esto te lo han contado Baracha y Ash? ¿Ese par de parlanchines? —inquirió Nico, entornando los párpados deslumbrado por la luz que entraba en la cuadra.

—Bueno, puede que haya adornado un poco algunos pasajes. Lo confieso. Y he oído otras versiones de la historia. Pero lo que importa aquí es que mi maestro nunca agradeció al tuyo su intervención. De hecho, la sintió como una ofensa, y desde entonces no ha desaprovechado una oportunidad para medirse con su salvador o para cuchichear comentarios despectivos al oído de la gente. Lo que más desea en el mundo es un enfrentamiento cara a cara con Ash para demostrar que después de todo no está por debajo de él.

—Pero ¿tú crees que Ash ganaría ese duelo?

—¡Claro que lo ganaría! ¿Acaso no has estado escuchándome?

Aléas se hurgaba en el interior de su túnica, sacó dos prins secos y arrojó uno a Nico.

—Te diré otra cosa —continuó—. De cada cien vendettas que ejecuta cada miembro de la orden, noventa y nueve implican el asesinato de mercaderes avariciosos y amantes celosos. En el caso de Ash no es así; los roshuns tienen un nombre para él. Lo llaman Inshasha, que significa «el asesino de reyes».

Nico dio un mordisco al fruto seco y se recreó en el intenso sabor ahumado que le inundaba la boca. Tragó un trozo mientras meditaba sobre lo que acababa de oír.

—¿Y cómo llaman a Baracha? —inquirió al cabo.

Antes de que Aléas pudiera responderle una sombra cayó sobre sus regazos. Olson estaba plantado en la puerta con los brazos en jarras.

—¿Qué significa esta holgazanería? —gruñó, dirigiéndose a los dos aprendices repantigados en el suelo de la caballeriza. Y añadió, haciendo un gesto hacia el labio sangrante de Aléas—: ¡Y encima os habéis peleado! —Se precipitó hacia ellos, agarró a ambos de las orejas y tirando a la vez para levantarlos espetó—: ¡Arriba! ¡Vamos!

La repentina punzada de dolor bastó para que a Nico se le nublara la vista.

—¿Cómo llaman a Baracha? —balbuceó de todas maneras, contorsionándose con la oreja apresada entre los dedos de Olson.

Aléas, atragantado con una mezcla de risas y gemidos, se las arregló para farfullar:

—El Alhazií.

—¿Qué ocurre aquí? —rugió una voz desde el otro lado del patio interior cuando Olson apareció tirando de los aprendices, que caminaban a trompicones, procedente de la cuadra. Era Baracha, que interrumpió los ejercicios que realizaba con un enorme sable.

Los muchachos se enderezaron en cuanto Olson los soltó.

—Los he pillado haraganeando y comiendo comida robada. Y es evidente que se han peleado.

—¿Es cierto eso, Aléas? —interrogó el Alhazií a su aprendiz—. ¿Ahora te dedicas a las peleas de patio de colegio, como un niño?

—En absoluto —respondió Aléas, limpiándose los restos de sangre de la barbilla—. Sólo estábamos practicando nuestra destreza en las distancias cortas. Me temo que mi defensa fue un poco lenta.

—¿Sólo practicando? —El hombretón agarró a Aléas por la barbilla y le examinó la herida. Lo soltó, disgustado por lo que veía—. Te dije que te mantuvieras alejado de ése y ahora ya ves el porqué. Recuerda que estás formándote para ser un roshun. Nosotros no dirimimos nuestras diferencias como perros en una pelea callejera. Si tenéis un problema, tenéis que solventarlo de la manera adecuada.

Aléas y Nico se miraron con aprensión.

—Pero no hay ningún problema entre nosotros —repuso Aléas en un tono cauto.

—¿Cómo? ¡Pero si estás sangrando, muchacho!

—Sí… pero ha sido un accidente.

—¡Sigue siendo un agravio!

—Maestro —insistió Aléas—, no he sido agraviado. Sólo estábamos bromeando.

—¡Cállate, Aléas!

Abatido, el aprendiz clavó la mirada en el suelo.

—Tenemos que zanjar esto como es debido —repitió Baracha, intercambiando una mirada de complicidad con Olson—. Y lo haremos a la vieja usanza… ¿Os ha quedado claro a ambos?

«Oh, no», se lamentó Nico para sus adentros. No le gustaba nada como sonaba aquello.

—Buena idea —convino Olson, con un brillo renovado en los ojos—. Iré a buscar todo lo que necesitamos. —Y salió disparado hacia el ala norte.

—Vamos a pescar —dijo Aléas, suspirando, todavía con la mirada fija en el suelo.

«¿A pescar?», se preguntó Nico con incredulidad. Sabía que era mejor no abrir la boca y barruntó con un espanto creciente qué terrible experiencia se escondería detrás de una actividad tan inocente.