Capítulo 19
El diplomático
El primer día de otoño, ya próximo el cincuentenario de la subida al poder de los seguidores de Mann, bajo un aguacero atronador cuyas gotas se estrellaban contra el suelo como un chaparrón de esquirlas de cristal, un hombre emergió apresuradamente de la entrada cubierta y penumbrosa del Templo de los Suspiros, cubriéndose la cabeza rasurada con la capucha, y avanzó con rapidez por los tablones del puente de madera. Su túnica sacerdotal blanca se sacudía a su espalda impelida por el viento que ella misma levantaba y el estrépito de sus pisadas se confundía con el bullicio de las aguas turbulentas que discurrían por el foso que se extendía debajo.
El sujeto no se detuvo cuando rebasó a los acólitos enmascarados de servicio que se guarecían en la garita de la entrada del puente. Tampoco levantó la vista del suelo cuando sus pies lo llevaron por las calles desiertas del distrito que se extendía alrededor del templo. La picazón continuaba ensañándose con él, así que se rascaba constantemente los brazos y la cara. Se cruzó con un par de colegas sacerdotes que marchaban con la cabeza sepultada bajo la capucha y agachada en señal de sumisión a los elementos. El agua borbollaba en la superficie sin reflejo de los charcos y un gato encogido en el umbral de una puerta contemplaba en silencio la calle.
A la espalda del hombre, cada vez más lejana, la figura imponente del Templo de los Suspiros se levantaba como un ser vivo entre las cortinas de lluvia, con los costados sembrados de tal cantidad de púas que parecía la coraza de un erizo. Una torre que más que una torre semejaba una enorme columna retorcida levantada con pilares estriados y torrecillas envueltas y pandeadas por aparejos de piedra. El joven sacerdote sentía su presencia detrás de él, como un gigantesco centinela que lo vigilaba. Eso le rebajaba aún más el ánimo: esa sensación de confusión con la que había despertado la mañana de su vigésimo cuarto cumpleaños.
Según se alejaba del templo, las calles aparecían más concurridas. Delante de él se levantaba una algarabía de alaridos y gritos como procedentes de una exhibición de animales salvajes. La lluvia había amainado y ahora una llovizna persistente acompañaba al sacerdote cuando entró en la amplia plaza conocida como plaza de la Libertad, una explanada abierta con tres de sus cuatro costados delimitados por lejanos edificios de mármol, detrás de los cuales sobresalían torres secundarias: pálidas agujas en parte veladas por el manto de lluvia.
La adversa meteorología apenas había amilanado a la vasta multitud de devotos ya congregados en la plaza anticipándose al próximo festival de Augere el Mann, para el que todavía faltaba casi un mes. La mayoría eran peregrinos llegados de todos los rincones del Imperio, en un número mayor del habitual dado que este año el Augere celebraba el quincuagésimo aniversario del gobierno de Mann. Entre ellos había hombres y mujeres en igual número, extranjeros que habían abrazado fervorosamente la religión de Mann pese a que muchos compatriotas suyos seguían renegando de ella y llamando a la insurrección. Todos iban ataviados con la vestimenta común para los devotos legos: una túnica de un vivo color rojo prácticamente hasta los pies. En la parte frontal de las prendas empapadas lucían la prueba de su conversión: la huella blanca de una mano abierta, descascarillada por el paso del tiempo, de tal modo que ahora no era más que un montón de manchas de color rosa.
A pesar de llevar varios años viviendo en la ciudad, el joven sacerdote Ché todavía no se había habituado a ver y oír a aquellas masas de devotos. Enfiló chapoteando por las losas de piedra del pavimento de la plaza, oteando en derredor desde el refugio de los pliegues de su capucha.
Algunos peregrinos correteaban enloquecidos por la plaza vociferando en lenguas desconocidas para él; otros escuchaban, con un brillo en los ojos, los sermones incendiarios que declamaban los sacerdotes encaramados a estrados protegidos por doseles, desde donde gritaban y gesticulaban con fervor a las multitudes, que respondían a sus palabras con gestos de asentimiento o con vítores. Otros se clavaban pinchos en el rostro sangrante, o desfilaban con el cuero cabelludo envuelto en llamas, o copulaban tirados en el suelo, o simplemente deambulaban por la plaza como turistas aturdidos, boquiabiertos ante el espectáculo que se desplegaba a su alrededor.
Ché bordeó una enorme muralla de nuevos conversos que prácticamente se extendía de un lado al otro de la plaza: diez mil personas permanecían de pie frente al Templo de los Susurros envuelto en el manto de lluvia, todos ellos vestidos con túnicas rojas todavía lisas y salmodiando ininterrumpidamente con los brazos alzados. En sus rostro seguía brillando el fervor que los había empujado hasta la sagrada Q’os para el ritual de conversión.
Todos ellos se arrodillaron al unísono sobre las losas; el roce de las diez mil túnicas sonó como el murmullo de una racha de viento. Inclinaron la cabeza hasta el suelo y volvieron a levantarse, únicamente para repetir el ritual. El joven sacerdote rebasó las filas de los conversos que esperaban su turno calados hasta los huesos para que un sacerdote ordenado de Q’os les estampara la mano cubierta de pintura blanca en el pecho. Ni siquiera entonces Ché aminoró el paso; los peregrinos se apartaban para despejarle el camino en cuanto reparaban en su túnica blanca. Pasó por debajo de las piernas abiertas de una estatua que chorreaba agua y que representaba a Sasheen, la Santa Matriarca, sentada a horcajadas sobre un zel rampante, y otra de Nihilis, patriarca fundador de la orden con una expresión adusta y ancestral en su rostro de bronce.
Hacia el rincón oriental de la plaza, el gentío empezaba a ser más disperso y los peregrinos se mezclaban con los ciudadanos de a pie que se dirigían a sus quehaceres cotidianos. Ya se habían montado los habituales carritos de venta ambulante, con sus sencillos toldos combados, bajo los cuales los vendedores ofrecían tazas de papel con chee caliente, cuencos con comida e impermeables hechos un fardo. Otros vendían recuerdos a la intemperie: baratijas de latón que representaban a Sasheen, Mokabi o Nihilis. Todos ellos observaban sin interés alguno las prácticas que se desarrollaban a su alrededor, y de vez en cuando lanzaban una mirada furtiva a los reguladores vestidos de paisano desplegados por parejas alrededor de la multitud y que no perdían detalle de todo lo que acontecía.
Una pareja de guardias, a lomos de zels y con las ballestas sin encordar apoyadas en el regazo, se detuvo para ceder el paso a Ché, que no se molestó en agradecérselo. El joven sacerdote salió de la plaza por el este, por la calle Dubusi, enseguida giró a la izquierda y rápidamente a la derecha, atajando por callejuelas secundarias; el bullicio de las multitudes se atenuaba a cada paso que se alejaba de la plaza. Sus sentidos se pusieron en alerta en busca de algún indicio de que estuvieran siguiéndolo.
Cuando llegó a las inmediaciones de uno de los pequeños campanarios, su túnica blanca empapada había adquirido un matiz gris por la lluvia constante. La tela se le pegaba a los brazos y las piernas y traslucía sus músculos duros y nervudos. Todavía le picaba horrores la cara, así que se detuvo antes de poner el pie en el puente de acceso a la pequeña torre, se quitó la capucha de la cabeza y contempló el cielo gris; hizo unos movimientos de rotación con el cuello y se concedió un minuto para disfrutar de la lluvia relajante. Luego escupió el agua acre acumulada en la boca y se limpió la lluvia de los ojos.
Una bandada de murciélagos descendía lentamente trazando círculos en el cielo. Eran más grandes que los que Ché estaba acostumbrado a ver sobrevolando la ciudad y que eran utilizados en labores de vigilancia o como mensajeros entre los distintos templos. Imaginó que debía de tratarse de los nuevos murciélagos de batalla que el Imperio había estado desarrollando durante los últimos años, supuestamente lo suficientemente resistentes como para transportar ordenanzas hasta el campo de batalla. Sus sospechas se confirmaron cuando la bandada viró abruptamente y sobrevoló la plaza de la Libertad: un desfile aéreo que pretendía deslumbrar a los peregrinos con las inagotables innovaciones de Mann.
Ché se adentró en el puente con paso lento. Al llegar a la entrada de la torre se detuvo junto a una maciza puerta metálica con una rejilla incrustada a la altura de la cabeza; estaba demasiado oscuro para ver los ojos que sabía que lo observaban desde el otro lado. Se deslizó el postigo de una ventanita a la altura de su cintura y apareció un hueco negro que lo invitaba a presentarse. Ché se rascó el cuello de nuevo antes de introducir las dos manos en el hueco.
Una sucesión de golpetazos metálicos reveló la manipulación de los numerosos cerrojos de la puerta. El joven sacerdote recogió las manos y se abrió un portillo en la puerta mayor. La abertura era intencionadamente estrecha y baja para obligar al visitante a entrar inclinado y de costado; puesto que Ché ya era de corta estatura no tuvo que agacharse.
«Todo obstáculo es una bendición», pensó con sequedad. Ni siquiera allí, en el corazón del Sacro Imperio de Mann, encontraba extraño recordar ese viejo dicho roshun.
A esas horas en el Templo Sentiate reinaba la quietud. Su planta baja circular estaba sumida en una penumbra que debía de ser la habitual, pues no había ventanas y la única iluminación procedía de un puñado de lámparas de gas que chisporroteaban dispuestas a lo largo de los muros curvilíneos. Los dos acólitos de guardia observaron a Ché desde detrás de sus máscaras mientras éste se secaba la cabeza rapada como haría un perro y se escurría la túnica empapada.
—Está lloviendo —explicó en un tono que sonó a disculpa.
Los centinelas se preguntaron si no sería un imbécil, uno de esos privilegiados sacerdotes jóvenes que a veces se zafaban de las redes de los examinadores por medio del dinero y de la influencia familiar.
La cabeza del más alto de ellos se cernió sobre Ché como si fuera otra torre más desde donde lo vigilaban.
—Aquí sólo servimos a las castas más altas —dijo el guardia—. Exponed el motivo de vuestra presencia.
Ché arrugó el ceño.
—Me temo que básicamente es éste…
Los acólitos sólo tuvieron tiempo para poner los ojos como platos antes de que los dos puñales de empuje se hundieran en sus gargantas; se agitaron con convulsiones, con los pies pegados al suelo. Ché extrajo las dos hojas simultáneamente al tiempo que daba un paso lateral para evitar los chorros de sangre cuya dirección y trayectoria conocía de antemano. Bordeó el charco de sangre que se expandía por el suelo escudriñando en derredor en busca de testigos. Cuando devolvió la vista a los guardias, éstos hincaban las rodillas en el suelo de piedra; uno se desplomó de costado con el cuerpo encogido mientras el otro caía de culo y luego se derrumbaba de espaldas contra el suelo.
Ché no sintió nada.
Obró con rapidez a la hora de arrastrar los cuerpos para ocultarlos detrás de la estatua de una celebridad del Imperio: el archigeneral Mokabi. Ya retirado, descubrió Ché cuando se tomó un momento para examinar la hornacina que la albergaba. Los charcos de sangre podrían delatar lo ocurrido, pero en medio de aquella penumbra eso sólo sucedería si alguien los pisaba por casualidad, de modo que pudo despreocuparse de ellos, ya que la tarea que lo había conducido al templo no le ocuparía demasiado tiempo.
Se agachó envuelto por la oscuridad y se valió de un cuchillo para despojar a uno de los acólitos de su túnica; de ella hizo un fardo que se colocó bajo el brazo.
La escalera norte consistía en una simple serie de peldaños fijados al espigón. Ché subió siete pisos por ella, actuando con naturalidad, como si realmente estuviera en su ambiente, y a ninguna de las personas con las que se cruzó se le ocurrió darle el alto.
Cuando llegó a la séptima planta de la torre, se detuvo ante un rellano que daba paso a una estancia amplia y fastuosa de mármol rosa, con una fuente en el centro rodeada de macetas con plantas. La fragancia embriagadora de los narcóticos del placer que flotaba en la atmósfera de la cámara producía un cosquilleo en la nariz. Tres eunucos con la cabeza afeitada y algo rellenitos estaban arrellanados en el borde de la fuente, ataviados con túnicas holgadas y armados de dagas. De vez en cuando se salpicaban agua unos a otros y lanzaban una mirada fugaz entre risitas tontas a una pareja de sacerdotes sentados en el borde opuesto de la fuente, el uno con el semblante rebosante de entusiasmo, el otro, de profundo aburrimiento. Del otro lado de las oscilantes colgaduras rojas de seda de una puerta en arco más allá de los sacerdotes, con mosaicos con escenas sensuales, llegaba el ruido de risas masculinas y femeninas mezcladas con la música de flautas y el tenue y monótono tamtan de tambores.
Ché, todavía vacilante en el borde del descansillo, echó un vistazo por el hueco de la escalera hacia el piso inferior y se rascó mecánicamente el brazo mientras rumiaba rápidamente sus opciones.
Descendió a la planta de abajo, al parecer vacía, aunque se oían los ronquidos constantes de varias personas.
Ché se sintió atraído por una ventana que arrojaba una luz pálida sobre el espacio penumbroso que se extendía ante él; la abrió hacia dentro y sacó la cabeza a la lluvia.
Miró hacia arriba y comprobó que sus sospechas se cumplían: una fachada de hormigón prácticamente vertical, salpicada de salientes ornamentales demasiado separados entre sí como para trepar por ellos. La siguiente ventana se encontraba cuatro pisos más arriba.
Ché se afanó. Lo primero que hizo fue ponerse unos finísimos guantes de piel, luego extrajo un tarro de arcilla de la bandolera donde guardaba su equipo que llevaba colgada bajo la túnica sacerdotal. El tarro estaba cerrado con un grueso tapón de cera y tenía una correa atada a un alambre que daba varias vueltas alrededor del cuello del recipiente. Retiró el tapón de cera y el hedor a grasa animal y algas le asaltó las fosas nasales; comprobó con satisfacción que el contenido blanco y cremoso no se había solidificado. Se colgó la correa con el alambre del cuello, de modo que el tarro le quedó colgando a la altura de la cadera, y sacudió el fardo hecho con la túnica que había arrebatado al acólito, para desplegarlo. Empezó a cortar la tela a tiras con un cuchillo que extrajo de la bota. Sólo en una ocasión echó un vistazo atrás para examinar la cámara, y ni siquiera entonces interrumpió su tarea.
Se guardó los jirones de la túnica en un bolsillo, se encaramó al alféizar y se dio la vuelta para quedarse de espaldas a la lluvia. Mantenía un equilibrio preciso, como un funámbulo. Aun así le rondaba la amenaza de una caída al vacío.
Extrajo una tira de tela y la hizo un ovillo, la sumergió en el tarro y fijó la bola empapada en el muro de la fachada, junto al marco de la ventana, donde quedó adherida. Repitió la operación con otras tiras y en total pegó a la fachada seis bolas de tela, todas al alcance de su mano. Cuando terminó con la sexta, la primera bola, situada a menor altura, ya se había secado y se había convertido en un sólido punto de apoyo.
Ché se quitó las botas, las ligó por los cordones y se las echó sobre la nuca. Alargó vacilante una pierna hacia el jirón endurecido y comprobó su resistencia apoyando un pie descalzo. Se mantenía firme.
«Madre del Mundo, protege a los locos», musitó, y apoyó todo el peso de su cuerpo en el escalón de tela. No se atrevió a mirar abajo. Con el gesto torcido, emprendió la escalada.
Pese a su relativa juventud, Ché era un experto en escalada. Había descubierto que poseía una aptitud innata para ella, no sin cierta sorpresa, puesto que nunca había recibido ningún tipo de adiestramiento en la materia.
Eso iba rumiando mientras trepaba por el muro vertical de la torre, bajo la lluvia helada y a varias decenas de metros del suelo. Le temblaban los dedos del esfuerzo y le escocían los ojos por el agua. En su vida nunca le habían concedido la oportunidad de elegir.
Por ejemplo: sus años de infancia.
Ché había sido afortunado en su concepción. Había nacido en el seno de una familia adinerada —el clan de mercaderes Dolcci-Fedda— con almacenes repartidos por los puertos de media costa septentrional. A los trece años llevaba una vida feliz en una próspera zona residencial de las afueras orientales de la ciudad. Como cualquier chico de su edad, había sido un crío de risa fácil y aventurero, a veces incluso temerario en exceso. Sin embargo, su vida había dado un vuelco dramático cuando se había metido en problemas que él mismo se había buscado, y de la peor naturaleza, ya que estaba involucrada la hija de una familia de mercaderes rival de su familia. En resumen, Ché había dejado en cinta a su tesoro más preciado.
Una tarde bochornosa, con negros nubarrones cerniéndose sobre la ciudad, Ché se había visto forzado a presenciar un duelo con aceros entre su padre y el padre de la muchacha, como era costumbre solventar las disputas de honor en Q’os. Aunque ambos salieron heridos del enfrentamiento, sobrevivieron, y sin un muerto el asunto no se zanjaba. Unos días después, una bala de cañón atravesó la pared exterior del dormitorio de Ché. Afortunadamente, él no se encontraba en la habitación en el momento que ocurrió.
El disparo se había realizado con una pieza de artillería instalada de manera furtiva en la azotea de una casa vecina, cuyos ocupantes se habían marchado de veraneo a los viñedos de Exanse. La primera reacción del padre de Ché había sido colérica, pero según se asentaba el polvo por toda la casa su ira fue amainando y cediendo su lugar a la intranquilidad.
Incluso en el ámbito militar la pólvora era el mayor de los lujos y, sin embargo, eso no había bastado para disuadir a sus enemigos. Como tampoco los había amedrentado el sello que Ché llevaba colgado desde que tenía diez años y cuya amenaza inapelable de vendetta servía para protegerlo. Ahora quedaba claro que sus enemigos no pararían hasta que se resolviera la disputa.
Ché era hijo único y llegaría un día en el que tomaría las riendas del imperio comercial de la familia. Rápidamente le comunicaron que debía marcharse por su propia seguridad. A su padre no se le ocurría otra manera de mantenerlo a salvo.
A la mañana siguiente, Ché fue conducido clandestinamente, en un carruaje encubierto, hasta la agente local de la orden Roshun. Una vez a salvo en el interior del edificio, con las puertas cerradas con llave, las ventanas con las contraventanas aseguradas y la luz de las lámparas atenuada, su padre ofreció a la agente una pequeña fortuna en oro con el fin de persuadirla para que se llevaran a Ché y lo aceptaran como aprendiz de roshun. En un principio, la mujer se mostró reticente, pero el padre de Ché le suplicó y le rogó, diciéndole que la vida del muchacho estaba en sus manos.
Ché permaneció una semana escondido en el sótano de la agente hasta que finalmente partió. Alguien llegó para recogerlo, un roshun de mediana edad con las mejillas afiladas y unos feroces ojos de color violeta que lo delataban como oriundo de Alto Pash. El hombre gruñó su nombre, Shebec, y poco más habló en días sucesivos. Sin ninguna oportunidad de despedirse de su familia, Ché fue embarcado en secreto en una nave que zarpó en cuanto él subió a bordo. En poco más de una semana se hallaba en Cheem, y desde allí emprendió un viaje extraño y aterrador por el interior montañoso de la isla.
De esa manera, el niñito mimado Ché pasó el resto de su adolescencia formándose para convertirse en un asesino implacable capaz de matar con los medios que tuviera a mano en cada ocasión. Dejó de contar el tiempo por semanas y empezó a hacerlo por meses y después por años, hasta que un día cayó en la cuenta de que no echaba de menos a su familia ni la vida de lujos que había dejado atrás.
Ché siempre había tenido facilidad para absorber las enseñanzas, de modo que progresó a pasos agigantados como aprendiz de asesino. También hizo amigos enseguida y puso mucho cuidado en no granjearse enemigos. A pesar de todo, era un joven incómodo consigo mismo.
Por las noches, acostado en su camastro en el dormitorio que alojaba a todos los aprendices, Ché soñaba los sueños de otra persona.
Soñaba haber vivido una vida completamente distinta, una vida en la que los que creía su madre y su padre no eran sus verdaderos progenitores ni su hogar su hogar real. Aquellos sueños eran tan vividos, tan verosímiles y detallados, que por la mañana se despertaba como si fuera un extraño dentro de su propio cuerpo y pugnaba por discernir lo real de lo inventado. En ocasiones, Ché tenía la sensación —que no confesaba a nadie— de que estaba perdiendo la cabeza.
Según pasaron los años hizo todo lo que pudo para no desmoronarse y mantuvo esos sueños de una existencia alternativa en secreto.
Al cabo, el muchacho dio paso al hombre. Se convirtió en un roshun.
Hasta entonces el día había transcurrido como otro cualquiera, salvo que era la víspera de su vigésimo primer cumpleaños, lo que realmente no significaba nada para él. Su maestro Shebec se había hecho un lío con las fechas, como siempre, y había concluido que su cumpleaños era ese día, así que, con cierto alboroto, había preparado un pastel de miel relleno de nueces. Luego se habían sentado juntos y habían bebido un poco de vino. Ché no tuvo el valor de corregir la equivocación en la que había incurrido su maestro. Cuando se retiró a su dormitorio, lo embargaba una creciente e indefinible sensación de desasosiego.
Esa noche, por primera vez desde su llegada al monasterio, Ché no soñó nada. Durmió profundamente, sin balbucear en la oscuridad, y cuando despertó la mañana de su verdadero cumpleaños, descubrió con sorpresa que ya no era él.
De repente, como si estuviera asomado a una ventana contemplando un paisaje que siempre hubiera estado allí pero que nunca había reconocido, supo la verdad de su vida, y en la intimidad de su pequeña y ordenada celda, con la primera luz del día colándose por los resquicios de las contraventanas, Ché empezó a temblar, las risas y el llanto amargos se confundían, provocados por una mezcla de alivio, desesperación y el recuerdo de todo lo que había perdido.
No se despidió de su maestro. Reprimió el impulso de buscar a Shebec y ofrecerle una mínima despedida, por sutil que fuera, una sonrisa quizá. Temía que él advirtiera sus intenciones. Cruzó las puertas del monasterio mientras el resto de la orden poco a poco despertaba a un nuevo día, dejando atrás todas sus pertenencias a excepción de una mochila de viaje cargada con alimentos secos.
No descendió hasta el fondo del valle, sino que enfiló a través de él en dirección a una montaña escarpada y de laderas grises que los roshuns llamaban el Anciano, y que se erguía sobre la falda escabrosa de un valle atravesado por un torrente de aguas rápidas. A la luz tenue del amanecer, Ché inició el ascenso de las pronunciadas pendientes de esquisto del Anciano. Sabía dónde se escondía el punto de observación del centinela roshun que vigilaba el camino, y se aseguró de seguir un sendero que pasaba por detrás de él. Cuando llegó a la cima, volvió la vista atrás hacia el monasterio de Sato, con el corazón hecho un lío.
Luego emprendió el descenso por la otra vertiente.
Tendría que atravesar muchos pasos montañosos en los días venideros. Siguió el rastro de las cabras monteses, abriéndose paso por senderos que se extendían por el filo de barrancos escarpados y profundos. En todo momento, Ché buscaba rutas que lo condujeran gradualmente hacia abajo y caminaba serpenteando por las montañas con la resolución del agua que busca su camino hasta el mar, y con su paso inquebrantable fue alejándose del corazón de la cordillera que se levantaba a su espalda.
Por fin dejó atrás las estribaciones y alcanzó la costa, hambriento y con la ropa hecha jirones, cuando se cumplían doce días desde que había partido de Sato. Compró comida a los colonos que se cruzaba esporádicamente y una mula en la primera ciudad portuaria a la que llegó, sobre cuyo lomo acometió el viaje por la carretera de la costa hasta Puerto Cheem.
Desde allí se embarcó en un raudo balandro que iba directo a Q’os.
Ya no regresó jamás.
Ahora, a una altura de muchos pisos, tres años después, Ché estaba colgado de la fachada de la torre a un dedo de una ventana abierta. Si por casualidad hubiera echado un vistazo abajo en ese preciso momento, habría visto una serie menguante de jirones solidificados que descendían en espiral por la superficie curvilínea de la fachada de la torre, pues no sólo había trepado en vertical sino también alrededor del edificio, fijando nuevos asideros y puntos de apoyo sobre la marcha. Sin embargo, Ché no bajó la vista.
Los sonidos del juego amatorio se precipitaban por el alféizar de la ventana abierta; eran ruiditos ahogados e imprudentes, y Ché aguardó sin pensar en nada a que acabaran. La espera no rué larga.
Un vistazo audaz al interior de la cámara le permitió ver un trasero masculino, rechoncho, pálido y poroso antes de que lo | cubrieran apresuradamente con una túnica.
—Tenéis mi gratitud —musitó el obeso sacerdote, dirigiéndose a la mujer que yacía desnuda y despatarrada en el lecho desbaratado, antes de marcharse apresuradamente sin volver la vista atrás.
Ché no consiguió ver el rostro de la mujer, pero había algo en ella que inconscientemente lo estremeció y lo puso en alerta. Esperó fuera del alcance de su vista y oyó el roce de la seda cuando la mujer también se puso encima algo de ropa.
Ché afirmó el alambre para agarrotar entre los dientes y, venciendo la oposición de su cuerpo, saltó dentro.
Ya estaba en el interior de la habitación, tensando el alambre que asía en las manos, cuando la mujer se dio la vuelta y se llevó una mano a la boca, como para sofocar un grito.
Ché exhaló un suspiro, se dejó caer de espaldas contra el alféizar y lanzó el alambre sobre su regazo. La mujer bajó la mano.
—¿Es que no puedes usar la puerta como todo el mundo? —inquirió la mujer, haciendo un mohín.
—Hola, madre.
La mujer se puso a arreglar la habitación. Retiró la sábana de la cama y pulverizó en el aire una nube de un perfume empalagoso que olía a loto salvaje y raspaba la garganta. Por fin se interrumpió y se volvió de nuevo a él, con un gesto ceñudo que estropeaba sus hermosas facciones.
—¿Has venido a matarme? —inquirió, haciendo un gesto hacia el alambre para agarrotar.
—Claro que no —rezongó Ché—. Tenía instrucciones de simular un asalto y regresar al templo inmediatamente.
—De modo que estás aquí de prácticas. ¡Pero bueno! ¿Qué les habrá dado a ésos para enviarte detrás de tu propia madre?
Ché mantuvo una apariencia de calma, como siempre, si bien en su interior empezaba a bullir una ira silenciosa.
—No lo sé —respondió—. ¿Tú no ocupas normalmente la planta encima de ésta?
—¡Ah! —dijo en apenas un susurro, como comprendiendo de repente la verdad de la afirmación—. Sí, claro. Me han trasladado aquí esta misma mañana.
Su madre se acercó y Ché advirtió el olor residual a almizcle. Le sonrió, casi de una manera seductora: la única sonrisa que parecía conocer.
—Me pregunto —musitó— qué habrías hecho si te hubieran ordenado que estrangularas a tu madre.
Ché frunció el ceño y escondió el alambre entre los pliegues de su túnica, sin atreverse a mirarla a los ojos.
—Y yo me pregunto si habrías disfrutado tanto haciendo el amor sabiendo que tu único hijo estaba colgado de la ventana.
La mujer desvió la mirada al oír la observación de Ché, ciñéndose la túnica vaporosa al cuerpo.
—En ese caso no deberías provocarme —añadió Ché, dirigiéndose a la espalda rígida de su madre.
Ella cruzó la habitación hasta una mesa, vertió el agua de una jarra en un vaso de cristal, en cuya superficie quedaron flotando varias tiritas de peladura de naranja.
Su madre —aunque a Ché todavía le costaba utilizar ese término para referirse a ella— seguía siendo una mujer bella a pesar de la edad. Calculó que debía de tener cuarenta y un años, pese a que solía mentir sobre ese punto. Sin embargo, no tenía nada que ver con la mujer que aparecía como su madre en sus recuerdos de infancia, cuando vivían en el complejo residencial más exclusivo de Q’os, despreocupados del resto del mundo.
De hecho, esa madre de su infancia nunca había existido. Ni había tenido esa vida.
Lo que Ché había descubierto de repente, en el monasterio, la mañana de su vigésimo primer cumpleaños era lo siguiente: todos y cada uno de los recuerdos que conservaba de su vida anterior al exilio en Cheem eran falsos, habían sido implantados en su mente con la intención de que el joven Ché los tomara por reales.
Al despertarse aquella mañana, Ché lo había visto con total nitidez; también que su mente había sido programada de alguna manera para que le revelara la verdad en su vigésimo primer cumpleaños. Como una marea imparable sus auténticos recuerdos habían sepultado los anteriores cimientos de su vida y los había arrastrado como a unos restos flotantes inservibles. Ché había descubierto repentinamente que no era el descendiente de una acaudalada familia de mercaderes, sino un hijo bastardo de padre desconocido y cuya verdadera madre era una devota de Sentiate, tina de las innumerables sectas del amor que proliferaban al abrigo de la orden manniana y en cuyo seno Ché había sido criado para convertirse en un acólito; era un sacerdote en ciernes.
Anegado por la marea de recuerdos, Ché había tenido que bregar para mantenerse a flote, sin aliento, aferrado a una única resolución: abandonar Cheem y regresar a Q’os.
No había conocido los detalles de lo que habían hecho con él hasta que llegó a la capital. El Imperio lo había utilizado para sus propios propósitos. Según parecía, en el Imperio temía a los roshuns, así que habían juzgado prudente enviar a uno de sus novicios para que se formara como uno de esos herméticos asesinos, con la esperanza de recabar información sobre ellos, no sólo en lo referente a sus costumbres y métodos, sino algo que sería más importante aún en el caso de que tuvieran que combatirlos: su ubicación exacta.
Ché desconocía qué proceso de selección habían seguido para escogerlo precisamente a él. Quizá había sido algo totalmente aleatorio, o tal vez había demostrado alguna aptitud especial para la misión. Habían sometido a su yo de trece años a un intensivo régimen de manipulación mental que se había prolongado durante doce lunas y que había consistido en atiborrarlo de drogas mientras le hablaban con la intención de limpiar y reordenar su cerebro adolescente, de inhibir recuerdos cruciales e implantar y reafirmar otros.
Por supuesto, Ché se había quedado estupefacto al enterarse de todo esto. Todavía no había tenido tiempo para aclimatarse de nuevo a la ciudad —mucho menos para solventar la incertidumbre de su identidad—, cuando los reguladores imperiales lo sometieron durante toda una luna a un interrogatorio en el que utilizaron drogas de la verdad e hipnosis para sonsacarle hasta el más mínimo detalle. Satisfechos con la información que le extrajeron, ordenaron que le cortaran la punta de los dedos meñiques como parte del proceso de su iniciación en Mann y le hicieron saber lo encantados que estarían si decidía proseguir con su vocación como asesino, no como roshun, por supuesto, sino como uno de los suyos.
No le habían dejado elección.
—¿Quieres agua? —inquirió su madre, cruzando la habitación con el vaso en la mano.
Ché lo aceptó. Se bebió el agua de un trago y durante unos segundos permaneció sentado, sin moverse, saboreando el regusto del agua en la boca.
Sin embargo, en los momentos de quietud la esencia humana siempre nos importuna.
«Tengo que averiguar por qué me han enviado aquí para simular el asesinato de mi propia madre. ¡Por la dulce Eres! Pero vaya bruja cabeza hueca. Su devoción por ellos la hace creer que sólo están jugando con nosotros».
Por un segundo deseó agarrarla por su talle esbelto y darle bofetadas para que despertara de todo aquello, de las vidas que ambos estaban viviendo. Por el contrario se aclaró la garganta y le preguntó:
—¿Cómo estás?
—¿Mmm? ¡Ah! Bien, gracias. —Se había sentado frente al espejo del tocador y estaba desenredándose los mechones rizados y dorados con un peine de finas cerdas hechas de hueso. Su cabellera era un lujo que le permitía su vocación como seguidora de Sentiate. Se interrumpió para contemplarse en el espejo—. En serio, estoy bien. Ha sido una buena temporada, con todo lo del festival y eso. —El peine se atoró con un nudo resistente y su madre separó un mechón de pelo y pasó el peine delicadamente para cardarlo—. ¡Me siento fenomenal! Como si fuera una jovenzuela otra vez. Me he convertido en el objeto del deseo de uno de los sumos sacerdotes de Sasheen. ¡Yo! ¿Te lo puedes creer?
—Sí, creo que he visto su culo hace un momento.
—¿Te refieres a Rainee? Oh, no, querido, ni por asomo. No. Él sólo es uno de mis visitantes habituales. Farando está hecho de un molde totalmente diferente. Lo cierto es que es un poco feo, pero es fuerte, poderoso, está bien posicionado y me agasaja con regalos y bonitas veladas por la ciudad. No podría pedir más… ¿Y tú? —inquirió, volviéndose a su hijo—. ¿Cómo estás?
Ché estaba rascándose el codo, y no de una manera distraída, sino con enjundia.
—Estoy bien —respondió. Y añadió para sus adentros: «Se ha olvidado de mi cumpleaños».
—Tu piel tiene hoy mejor aspecto. ¿Te va bien la pomada?
Sí, le había dado otro ungüento para que probara, con la esperanza de que le calmara los sarpullidos escamosos que siempre lo habían acosado. Se encogió de hombros: un gesto medido, calculado, como todos sus movimientos.
—Ojalá recordara lo que te ponía cuando eras niño. —Sacudió la cabeza—. Lo he olvidado por completo. ¿Crees que estoy haciéndome vieja? ¿Mmm? —Examinó su reflejo en el espejo—. ¿Acaso mi rostro ha empezado a marchitarse… junto con mi memoria?
—Ya eres mayorcita para estos melodramas, sólo te diré eso. Me alegro de que estés bien, madre, pero ahora tengo que irme.
—¿Tan pronto?
—Están cronometrando el ejercicio. Y debo averiguar de qué va todo esto.
Ché se encaramó al alféizar de la ventana y se volvió para hacer una última observación:
—Hay algo raro en todo esto. Ten cuidado.
Cuando su madre abrió la boca para decirle unas palabras de despedida, Ché ya no estaba, y pronunció un simple «Oh». Se volvió hacia su reflejo, tarareando entre dientes mientras se peinaba los tirabuzones dorados, intentando no prestar atención a los crujidos rítmicos de la cama situada en el piso superior, justo encima de su cabeza.
—¿Has cumplido con la simulación del asalto según lo dispuesto?
—Sí —respondió Ché.
—Excelente. ¿Ha habido daños colaterales?
—Dos acólitos. Su muerte fue… necesaria.
—¿Dos? ¿No había algún medio de eludirlos?
—Me habría llevado más tiempo. Opté por el camino más corto.
—Siempre lo haces. Debe de ser el roshun que llevas dentro. Y dime, ¿cómo está tu madre?
Ché desvió un milímetro la mirada del panel de madera que tenía enfrente. Estaba sentado en una hornacina, en una cámara oscura en algún lugar del intrincado laberinto de las plantas inferiores del Templo de los Suspiros. La hornacina estaba recubierta de paneles barnizados de madera de teca; en su parte posterior, a la altura de la cabeza de una persona sentada, había una pequeña celosía con los huecos del enrejado sumidos en penumbra, de modo que no pudiera saberse quiénes y qué había al otro lado. Si bien a través de la celosía llegaba un aire fresco y aromatizado, la ausencia de ruidos sugería que el espacio era reducido y privado.
—Mi madre parecía estar bastante bien —respondió en un tono cansino al interrogador invisible.
—Me alegro. Es una buena mujer.
Aquella voz tenía un timbre irritante y estridente, y daba la impresión de que su interlocutor se hallaba permanentemente al borde de un ataque de histeria. Ché conocía cuatro voces a través de la celosía y recibía instrucciones de las cuatro, aunque no tenía ni idea de a quién pertenecían. Ni tampoco, por cierto, quiénes eran sus colegas asesinos, pues todos eran adiestrados por separado y casi nunca se les permitía encontrarse.
Ché se inclinó hacia la rejilla a la espera de que le dijeran algo más.
—¿No tienes ninguna pregunta para mí, Ché? Como, por ejemplo, ¿por qué te enviamos allí hoy?
—¿Me respondería?
Sonó un leve chasquido de lengua.
—No. Pero conozco a alguien que lo hará, a su modo, con unos cuantos circunloquios. Le gustaría hablar contigo ahora, joven diplomático.
—¿A quién se refiere? —mantuvo la voz firme, aunque en su interior su corazón se había disparado.
—Dirígete a la Cámara de las Tormentas inmediatamente. Está esperándote allí.
Ché iba montado en la ruidosa cabina del elevador flanqueado por dos acólitos enmascarados que aferraban sus dagas desenvainadas, embadurnadas en veneno, adivinó él, pues era inconfundible el olor que impregnaba aquel espacio cerrado. El cubículo crujió y arrancó de una manera alarmante cuando el contrapeso del mecanismo se puso en movimiento e inició su lenta ascensión hacia la última planta de la torre. Cuando se detuvo, con una sacudida que hizo tambalearse a sus tres ocupantes, otro centinela que esperaba arriba abrió las puertas.
Las cámaras allí arriba eran amplias, pero carecían de ventanas, y sus pisadas retumbaron según avanzaba bajo los techos bajos adornados con rostros de yeso que expresaban todas las emociones concebibles. El suelo resplandeciente era de madera pulimentada y estaba cubierto con pieles de animales exóticos que, todavía con sus cabezas feroces, proferían gruñidos mudos a quienes se les acercaban. El mobiliario, aunque escaso, destilaba un lujo primoroso y presentaba un magnífico acabado. El aire estaba cargado y la iluminación era débil.
Había acólitos apostados a las escasas puertas cerradas; desde el otro lado de ellas llegaban voces, lejanas y amortiguadas. Por todas partes flotaban nubes de humo, impregnadas del hedor de los narcóticos, que parecían congregarse alrededor de las esferas de luz de las lámparas de gas dispuestas a lo largo de los paneles que revestían las paredes.
La puerta de la Cámara de las Tormentas estaba precedida por un tramo ancho de escalinata de mármol con vetas de color rosa. En los extremos de cada escalón había un acólito con la hoja de acero desenfundada y posada con ceremonia sobre la parte interior del codo. En este punto, la pareja de escoltas de Ché se detuvo y le indicaron que continuara solo. Ché obedeció y subió la escalinata.
A pesar de sus máscaras, Ché advirtió que los guardias tenían los ojos vidriosos, como quien ha consumido narcóticos. Se mantenían inmóviles como estatuas, con una respiración tan superficial que no se percibía cómo se hinchaban sus pechos. Rezumaban aburrimiento por todos sus poros.
En la parte superior de la escalinata, una enorme puerta de hierro fundido le bloqueaba el paso. Una guardia apostada allí se dio la vuelta y la aporreó con un puño enguantado. Tras una breve dilación, la pesada puerta chirrió y se abrió hacia dentro. Una oleada de sonidos emergió de sopetón de la cámara: un gorjeo de pájaros, el rumor de una cascada, música y risas. Un sacerdote anciano apareció en la puerta e hizo una reverencia.
Ché entró, no muy seguro de lo que iba a encontrarse.
Las paredes de la cámara circular eran vidrieras del suelo hasta el techo; los cristales se levantaban ligeramente inclinados hacia dentro, de modo que proporcionaban una vista completa del cielo. Justo en ese momento, al otro lado de los ventanales se extendía el habitual manto de nubes blancas y chubascos de principios de otoño, y el agua resbalaba por la superficie transparente de cristal.
Ché paseó sus ojos titubeantes en derredor, reparando en todos los detalles de la Cámara de las Tormentas de una sola pasada, pues había sido entrenado para hacerlo así. La verdad era que había esperado encontrarse algo distinto, quizá algo más tenebroso, menos tentador. Más sagrado, en definitiva. Sin embargo, era un espacio diáfano y acogedor. El fuego crepitaba en una chimenea de piedra en el centro mismo de la estancia, bajo una campana metálica que atravesaba el suelo de una planta superior. Se trataba de una simple plataforma a la que se accedía por una escalera y se encontraba dividida por unas delgadas paredes de madera. Habitaciones de reposo, supuso, zonas privadas de relajación de donde todavía llegaba el canto de los pájaros.
A los pies del cálido hogar había varios sillones de felpa orientados hacia un caballete que mostraba un mapa del Imperio. Un grupo de sacerdotes estaba repantigado en los sillones, con los pies apoyados en reposapiés, bebiendo licores y fumando cigarrillos de hazii, o simplemente conversando entre ellos. Los camareros revoloteaban a su alrededor con fuentes con frutas o marisco, o cuencos con narcóticos; Ché sabía de ellos que les habían cortado la lengua y perforado los tímpanos. En cuanto a los sacerdotes reunidos alrededor del fuego, los reconoció a todos.
Ché era un diplomático, un asesino imperial. Un aspecto importante de sus «negociaciones» guardaba relación con los personajes poderosos e influyentes del Imperio. Era su obligación conocer a esas personas por si llegaba el día en que recibía la orden de matar a alguna de ellas.
La mayoría tenía el rango de general, así que llevaban el rostro limpio de los ornamentos comunes entre los sacerdotes de Mann. La única excepción era una aguja de forma cónica que les perforaba la ceja izquierda a la manera militar; el propio Ché también la llevaba. Su atavío consistía en la discreta túnica ceremonial de la orden de los Acólitos, lo único sencillo que había en esos hombres.
Escudriñó uno a uno sus semblantes. Estaban el archigeneral Sparus, el Aguilucho, pequeño, callado y apasionado; no hacía mucho que había regresado de sofocar la insurrección de Lagos, donde había perdido su ojo izquierdo, por lo que ahora lucía en el rostro un parche negro. El general Ricktus, quien tenía el rostro y las manos cubiertos de quemaduras que daba reparo mirar; el pelo negro, que sólo le nacía en algunas zonas del cuero cabelludo, le caía en mechones sobre las deformes orejas. A su lado estaba el general Romano, todavía joven, casi un adolescente, si bien era el hombre más peligroso de los congregados allí y el que más codiciaba el trono. Y por último, el general Alero, el viejo veterano de las campañas de Ghazni; sólo el archigeneral Mokabi había conquistado más territorios que él para el Imperio; por lo que lamentaba haber abandonado esa labor cuando lo hizo.
Todos esos hombres eran potenciales aspirantes al trono, piezas clave en el sutil pero letal juego de las maniobras políticas que constituía el telón de fondo de todo lo que sucedía dentro de las fronteras del Imperio. Cada uno poseía el control de alguna facción. En términos relativos, el Sacro Imperio de Mann todavía era joven, y había quedado demostrado que cualquiera con la determinación necesaria podía abrirse camino hasta el trono. La matriarca era una prueba viviente de ello.
Había otras tres personas en la cámara. Una era el joven Kirkus, único hijo de la matriarca, repantigado en su sillón y con los ojos entornados por efecto de los narcóticos, si bien, por alguna razón, recuperaban su viveza cuando miraban a Romano. La segunda persona era la abuela de Kirkus y madre de Sasheen, profundamente dormida en su sillón, o al menos eso parecía. En torno a sus pies enfundados en sandalias se paseaba un puñado de lagartos escamosos con cadenas de oro alrededor del cuello. Por último, también se encontraba allí la matriarca Sasheen, de pie frente al mapa. Sujetaba en la mano una copa con un líquido burbujeante e iba ataviada con un largo y holgado vestido de chiffon verde, abierto desde el cuello hasta los tobillos salvo en la cintura, donde un cinturón de la misma tela se lo ceñía al talle, de modo que traslucía toda su desnudez. Según se movía, un atisbo de su vientre flácido, de su vello púbico o el bamboleo de sus senos atraía los ojos, y las miradas se desviaban de su rostro poco agraciado. Tenía los ojos oscuros demasiado juntos y la nariz aguileña demasiado larga; sin embargo, había algo atractivo en I aquella mujer. Quizá era la manera que tenía de exhibirse, como si el mundo le perteneciera y pudiera hacer con él lo que le viniera en gana. O tal vez se debía a su sonrisa, que aparecía con frecuencia en sus labios.
—Pero ¿se puede conseguir antes del invierno? —interrogó al viejo Alero, mientras seguía examinando los detalles del mapa.
El general Alero se encogió de hombros en su sillón.
—Sólo si nos ponemos manos a la obra ahora mismo y nos dejamos de discutir los pormenores. —El veterano oficial paseó su mirada evaluadora por los rostros de los generales más jóvenes que lo rodeaban, provocando la interrupción sus debates.
—¿Afirmas entonces que el éxito es posible?
El general escogió con cuidado sus palabras, como se elegirían las monedas de un puñado donde quedaran pocas de verdadero valor.
—Sí, todavía creo que es posible, aunque sólo si nos acompaña un poco la suerte. En el plan hay muchos elementos que pueden fallar y muy poco margen para la improvisación. Si funciona bien, nos conducirá a una victoria rotunda y decisiva. Los Puertos Libres serán nuestros. Si no funciona… —meneó la cabeza—, sufriremos otro Coros.
La lluvia resquebrajaba el silencio que envolvió al grupo. Ché permanecía inmóvil. Con el rabillo del ojo vio una bandada de pájaros radiantes que se elevaba en vertical por el espacio de la cámara. Un criado los seguía silenciosamente, limpiando sus excrementos con un trapo.
—Sigo diciendo que es una locura —espetó de repente Sparus el Aguilucho.
La felpa crepitó bajo los cuerpos de los generales, que se revolvieron en sus sillones para encararlo.
—Dos acciones navales por separado contra los Puertos Libres, por no mencionar ya el aspecto más importante del plan, la invasión por mar de Khos… y para entonces el invierno ya se nos echará encima. Eso suponiendo que las fuerzas terrestres alcancen intactas Khos (lo cual es por sí solo una apuesta muy arriesgada), que nuestras maniobras de divertimiento funcionen y que la flota encargada de la invasión no sea interceptada. Incluso entonces, si nuestras campañas por tierra flaquean en algún momento en el campo de batalla, estaremos irremediablemente comprometidos hasta la primavera. De ese modo, los mercianos dispondrán de tiempo para recuperarse mientras que nuestra Fuerza Expedicionaria se encontrará en una trampa de la que no podrá salir. Eso sería aún peor que Coros. —Miró directamente a la matriarca; su ojo sano echaba chispas—. Sólo añadiré una cosa: si la campaña fracasa, la derrota te arrastrará fuera del trono.
—¿Eso es una amenaza? —inquirió en tono jocoso Romano.
Pero Sparus ignoró el comentario y mantuvo los ojos clavados en Sasheen. Lo que decía era cierto: la orden de Mann denostaba a los líderes que fracasaban en el campo de batalla o revelaban indicios de debilidad, y solía deshacerse de ellos sin demora.
La matriarca se deslizó hasta Sparus. Posó delicadamente una mano de uñas perfectas en el brazo del Aguilucho y regaló una sonrisa fugaz al pequeño general. Luego se volvió a los demás; la brusquedad del movimiento fue suficiente para que se le escapara un seno del vestido vaporoso.
—¿Y bien? —interrogó, mirando con el gesto ceñudo a los generales congregados.
La deforme boca de Ricktus se abrió para hablar.
—Sparus tiene razón —declaró con una voz tan rugosa como su piel calcinada—. El plan es una temeridad, y no creo que estemos tan desesperados como para tener que llevarlo a cabo. Mantengamos el asedio a los Puertos Libres. Si seguimos estrangulando sus rutas comerciales, al final caerán.
—No —repuso la matriarca, con la mano abierta alzada—. Tengo buenas razones para exigir soluciones al problema merciano y todavía siguen vigentes. Ya llevamos diez años estrangulando sus rutas comerciales y aporreando sus puertas. Y sin embargo, los Puertos Libres aguantan. Entretanto, hay otros territorios que se sienten alentados por su desafío. Tenemos que aplastar a esos mercianos, y de una manera definitiva, si queremos evitar dar una imagen de debilidad del Imperio. Por lo tanto, tenemos que hacernos con Khos. Sin ella, el resto de los Puertos Libres se rendirá o simplemente morirá de hambre.
Regresó junto al mapa, que Ché había estado estudiando mientras ella hablaba. Por todo él había líneas trazadas toscamente a lápiz que señalaban los movimientos de las flotas y las acciones terrestres. Distinguió los símbolos de dos flotas que debían invadir las islas occidentales de los Puertos Libres; una recorría todo el archipiélago y la otra se concentraba en Mino. Una tercera flota se mantenía separada de las demás, en el este, y una flecha trazada con fuerza a lápiz la llevaba desde Lagos hasta Khos. La matriarca clavó el dedo en ella.
—El VI Ejército permanece en Lagos por sugerencia de Mokabi. Están en forma tras su reciente intervención para sofocar a los insurrectos. Sería el elemento sorpresa perfecto, y Mokabi lo ve claro; siempre ha tenido un sexto sentido para estas cosas. Podríamos crear la I Fuerza Expedicionaria con el VI Ejército y unidades que haya dispersas por ahí y embarcarlos en Lagos rumbo a Khos.
—Pero, matriarca —intervino Ricktus con su voz rasposa—, aunque consiguiéramos atraer a la flota oriental con nuestras dos campañas de divertimiento en el oeste, las escuadras mercianas que defienden los convoyes que realizan la ruta de Zanzahar seguirían activas en la región. Nuestras naves fondeadas en Lagos son buques mercantes y de transporte, salvo las dos escuadras de buques de guerra. La flota con las fuerzas expedicionarias prácticamente carecerá de protección, tal como Sparus ya ha apuntado. Bastaría un puñado de escuadras para enviar todas nuestras tropas al fondo del Midéres.
El joven Romano, con una sonrisa en las comisuras de los labios, se incorporó, como si fuera a dar un salto, en el borde de su sillón.
—Sin embargo, no hay que olvidar que nuestras flotas de divertimiento serán de unas dimensiones jamás vistas en lo que llevamos de guerra. Mercia tendrá problemas para igualarnos en número aun congregando todos los efectivos de su armada. Se verán obligados a trasladar su flota oriental para defender el flanco occidental.
—Y habló el experto en tácticas navales —comentó inopinadamente Kirkus, con los ojos clavados en Romano, que le respondió con una mirada fulminante.
—La flota con el ejército expedicionario no se detendrá para una batalla en alta mar, caballeros —declaró Sasheen—. Atravesará directamente cualquier escuadra que se cruce en su camino y los buques de guerra se sacrificarán, dado el caso, para que los navíos de transporte no se vean involucrados en una refriega. El objetivo último es que el ejército alcance la costa.
—Mokabi estará encantado de planificar campañas fabulosas y osadas sobre un pergamino —interpuso Sparus—, sentado en su villa de Palermo, como si todavía fuera el archigeneral. Llevarlo a buen término es una cosa completamente distinta.
—Ha accedido a regresar de su retiro si cuenta con nuestra aprobación —informó Sasheen.
—Sí, para ponerse a la cabeza de su estimadísimo IV Ejército acampado con toda tranquilidad y fuera del alcance del fuego enemigo frente a las murallas de Bar-Khos. Si la fuerza expedicionaria toma la ciudad desde detrás, sólo tendrá que esperar a que les abran las puertas para cruzarlas en un desfile triunfal. Si no, siempre puede culpar a otro por el fracaso y garantizarse un regreso seguro a su antigua posición.
—Mokabi está comprometido con esta acción —protestó Alero, un viejo camarada del general ausente—. Arriesgará el pellejo como todos nosotros.
—Ya, bueno. Se dice que no se ha ofrecido voluntario para liderar la fuerza expedicionaria. Y entiendo sus razones para no querer hacerlo, las haya expresado o no. Yo tampoco querría encabezar una campaña tan insensata.
Sasheen apuró su copa y la arrojó a un camarero que pasaba junto a ella.
—Es una pena, Sparus, pues esperaba que quisieras acompañarme.
—¿Matriarca?
—Yo misma iré con la fuerza expedicionaria.
La sorpresa se extendió por toda la reunión. Ché se atragantó; permanecía en un segundo plano, completamente ignorado.
—Como habéis señalado con gran acierto —continuó Sasheen, cuya mirada saltó fugazmente de Romano al obeso Alero y viceversa—, mi trono depende del éxito de esta empresa. Por lo tanto, es conveniente que yo esté allí… empuñando una lanza, por así decirlo.
—Eso es una locura, matriarca. No podéis arriesgar vuestra vida de ese modo.
—Toda vida es una aventura sembrada de riesgos, Sparus. Y tú vendrás conmigo, si es que realmente deseas que tu matriarca salga de una pieza de esta campaña.
Romano se regocijó de la situación hasta el precioso momento elegido por Sasheen para brindarle una sonrisa.
—Y tú también, Romano. Sparus liderará la fuerza expedicionaria y tú serás su segundo al mando. —El joven general se hundió de pronto en el sillón, lo que provocó que la ceniza de su cigarrillo de hazii se precipitara sobre su regazo—. Alero, Ricktus, cada uno de vosotros se pondrá al frente de una flota de divertimiento. Deberéis hacer todo el ruido que podáis allí abajo, ya que necesitaremos espacio para zafarnos de las escuadras enemigas. Así lo haremos.
Entonces, el joven Kirkus se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes.
—¿Y yo, madre…? A mí también me gustaría acompañarte.
—Sin embargo, no lo harás —respondió con firmeza Sasheen—. Tú tienes que quedarte aquí, en el templo, hasta que hayamos solucionado ese otro problema.
En ese momento miró a Ché por primera vez. El diplomático se puso firme y le sostuvo la mirada.
—Pero ¿quién sabe el tiempo que llevará? —refunfuñó Kirkus.
—Eso tendrías que haberlo pensado antes, mi buen hijo, cuando te hallabas inmerso en la Hecatombe Selectiva y alardeando de los privilegios de tu posición.
La respuesta huraña del muchacho quedó sofocada por un repentino y estruendoso graznido procedente de un lado de la cámara. Todas las cabezas se volvieron hacia allí, incluida la de Ché. El esperaba encontrarse con un kemir domesticado, quizá, agachado en el suelo y desgarrando un trozo de carne. Sin embargo, el origen del ruido era Kira, la abuela de Kirkus, que seguía con los ojos completamente cerrados.
—El muchacho hizo lo correcto —señaló con la voz rasposa la anciana sacerdotisa—. Actuó puntualmente de acuerdo con los preceptos de Mann. No lo reprendas por ello, hija.
La matriarca soltó un largo resoplido.
—Puede que así sea —repuso—, pero de momento no pondrá un pie fuera de este templo bajo ningún concepto. —Cortó el aire con una mano abierta, atajando toda intención de protesta de Kirkus. Le fastidiaba que aquella discusión se llevara a cabo en público, e incluso Kirkus sabía que debía mantener la boca cerrada, aunque por dentro le hervía la sangre—. Ahora —continuó Sasheen—, si me disculpáis…
La matriarca abandonó la reunión y, con toda la intención del mundo, pasó a trancos por delante de Ché.
—Sígueme —espetó cuando ya lo había rebasado.
Ché siguió la estela de su perfume hasta los ventanales, cruzaron unas puertas correderas también de cristal y salieron a la terraza que circunvalaba la torre, con el filo interior poblado de tiestos con plantas que se peleaban con el viento. Sasheen deslizó las puertas para cerrarlas. La lluvia les roció los rostros, fría como las rachas de viento que la arrastraban.
—Estarás preguntándote por qué te he permitido asistir a las deliberaciones del Consejo de las Tormentas.
—No, Santa Matriarca —mintió Ché, siguiendo su instinto.
Sabía que no le convenía reconocer abiertamente la sospecha de una falta de confianza por parte de sus superiores hacia él.
Eso podría indicar un rasgo de culpabilidad en su mentalidad, una condición peligrosa en una orden donde la traición era casi una doctrina.
Sasheen escrutó su rostro tratando de desentrañar la sinceridad de su respuesta.
—Bien —dijo al fin—. Tus maestros son unánimes en cuanto a tu lealtad. Puede que incluso no se equivoquen.
Ché inclinó la cabeza a modo de reverencia, pero no dijo nada.
—Pero al menos te preguntarás por qué he pedido que vinieras, ¿verdad?
—Sí, matriarca —respondió, todavía con la cabeza agachada, y esta vez diciendo la verdad.
—Entonces no me andaré con rodeos. —Hizo un gesto con la barbilla hacia la Cámara de las Tormentas—, mi hijo Kirkus, ese jovencito que ves allí, ha matado a una persona que portaba un sello.
Finalmente, Ché enderezó la cabeza para encarar a la matriarca. Como casi todo el mundo, Sasheen era más alta que él.
—En un alarde de su sapiencia, mi madre no hizo nada para impedírselo. Siempre ha considerado a los roshuns una amenaza insignificante para Mann. Yo, en cambio, tengo mis dudas.
Su vestido se abría inflado por las ráfagas de viento y las gotas de lluvia se deslizaban entre sus pechos y por su vientre y se perdían en el vello ralo de su pelvis.
—Hace algunos días interceptamos a tres roshuns que intentaban acercarse a mi hijo. Atrapar a dos de ellos fue una mera distracción, pero el tercero estuvo cerca del éxito… aunque lo acorralamos a tiempo. He oído que él mismo se quitó la vida. Da igual, enviarán más.
—Entiendo —masculló Ché. Se le había acelerado el corazón. Notaba la sangre palpitando en las yemas de los dedos de sus manos y pies.
—¿En serio?
—Sí. Sabed que fui entrenado como un roshun, como un futuro agente preventivo para situaciones como ésta.
—Entonces ya sabes por qué te he llamado.
Ché sintió la necesidad de rascarse el cuello, pero reprimió el impulso. Levantó la cabeza hacia la lluvia y le escocieron los ojos con el agua, pero eso al menos le ayudó a aplacar los picores.
—Queréis que os conduzca al refugio de la orden Roshun para acabar con ellos antes de que ellos maten a vuestro hijo —repuso Ché; sus palabras fluían arrastradas por el viento.
—Exacto —respondió la matriarca, y Ché advirtió una sonrisa en su voz—. En estos momentos una compañía con mis mejores comandos está preparándose a la espera de tu llegada. Los llevarás a Cheem y utilizaréis esa planta que, según he oído, os guía hasta su monasterio.
—¿Están preparados para seguir a través de las montañas a un guía sumido en el delirio?
—Ellos ya saben de los conocimientos que tienes enterrados en la mente. Y están preparados para hacer cualquier cosa. Cuando encontréis el monasterio, matarán a toda alma viviente y lo reducirán a cenizas. Nadie sobrevivirá.
Ché exhaló un breve suspiro, intentando poner la mente en blanco.
La matriarca entrecerró los ojos y se inclinó hacia él.
—¿Acaso esta misión os inquieta?
—En absoluto.
—¿No será quizá que todavía perviven residuos de lealtad a tus amigos roshuns?
«¡Ah! Ahora todo empieza a cobrar sentido».
—Santa Matriarca, sólo soy leal a Mann.
Sasheen sondeó las profundidades de sus ojos. Ché se dio cuenta entonces de que estaba rascándose el brazo, si bien no se atrevió a parar por temor a que su gesto pudiera revelar algo de sí.
La matriarca se enderezó de nuevo; su cabeza se alzaba por encima de Ché.
—Entiendo. Y, dime, ¿tu madre y tú estáis muy unidos?
Ché dejó de rascarse abruptamente. Se limpió las gotas de lluvia resplandecientes del rostro para ganar algo de tiempo.
—No demasiado. No. Estuvimos separados durante ocho años, el tiempo que pasé en Cheem formándome con los roshuns.
—A pesar de ello, he oído que te tiene mucho cariño.
—Entonces sabéis más que yo.
—Por supuesto que sé más que tú. Después de todo, soy la Santa Matriarca. —Sonrió—. Pero también soy madre —añadió en un tono más sincero—. Puedes estar seguro de que siente devoción por su único hijo.
Sasheen echó un vistazo al interior de la cámara, en dirección a su vástago. Cuando se volvió de nuevo a Ché, su mirada se había endurecido y había perdido cualquier atisbo de buen humor.
—Yo de ti cuidaría vuestra relación. Los lazos entre una madre y un hijo son un tesoro en este mundo. En ocasiones, nuestra lealtad es lo único que puede conservarlos.
Su amenaza apenas velada lo empujó a desviar la mirada. Se volvió hacia las plantas que crecían en las macetas dispuestas a lo largo del filo interior de la terraza, cuyas hojas azotaban ruidosamente los cristales de los ventanales, y fijó los ojos en ellas.
Sasheen siguió su mirada y alargó una mano sacudida por el viento. Acarició una hoja de uno de los ejemplares empapados, con brusquedad, como si fuera un animal doméstico.
—Entonces, ¿tenemos un acuerdo tú y yo?
Ché asintió inclinando la cabeza, con un nudo en la garganta.
—Perfecto. En ese caso no nos demoremos. Vuelve junto a tus maestros. Ya tendrán un informe completo listo para entregarte.
Ché la observó a través de las pestañas mientras ella daba media vuelta y abría las puertas.
Antes de completar el primer paso, Sasheen se volvió de nuevo hacia Ché y posó en él una mirada lánguida.
—Y, diplomático…
—¿Sí, matriarca?
—No vuelvas a mentirme.