Capítulo 3
Las visitas
Nico jamás había visto una cárcel, así que mucho menos había pasado la noche en una.
En el recinto se dejaba bastante libertad, y la mayoría de los internos podía campar a sus anchas por el espacio delimitado por los muros. Incluso había una especie de taberna para aquellos que tuvieran dinero para frecuentarla y un comedor donde se vendían alimentos de mejor calidad que las gachas que se servían en el patio como si fueran el contenido de un orinal. En general, los celadores —en su mayoría también reclusos— se mantenían al margen y dejaban a su aire a los internos.
Nico estaba sentado en un rincón de la celda, una de tantas en la laberíntica galería sepultada bajo el patio principal, sobre un montón aplastado de paja mohosa e infestada de piojos. La única iluminación procedía de una solitaria lámpara de aceite suspendida sobre la puerta. La paja apestaba a orín rancio y las cucarachas correteaban entre las briznas.
Como compañeros de celda tenía a otros ladrones y deudores de diversas edades, algunos aún más jóvenes que él, que apenas le prestaban atención. La mayoría iba y venía y rara era la vez que se demoraban allí un rato. Nico agradecía que fuera así. Encogido en su rincón, todavía se dolía de los moratones y los golpes. Los recuerdos rondaban su cabeza como una bandada de pájaros oscuros decididos a atormentarlo. Por mucho que lo intentaba, no podía evitar pensar en su casa y en su madre.
A su madre se le caería el alma a los pies si alguna vez se enteraba de en qué se había convertido: un vulgar ladrón pillado con las manos en la masa. No habría palabras para describir su enfado.
Pero su madre tampoco estaba exenta de culpa. Después de todo, si se remontaba un año atrás, o quizá más, ella debía asumir tanta responsabilidad como él en su actual apuro. Había sido ella quien había necesitado llenar su vacua existencia con un ramillete de amantes muy poco convenientes. Y también había sido ella quien había optado por ignorar las desavenencias entre Los y su hijo, y como consecuencia Nico había huido y ahora se encontraban en esa situación.
Los sólo era uno más en la larga lista de pésimas elecciones de su madre, quien había aparecido en casa con él después de conocerlo en la taberna del cruce. El hombre había llegado vestido con ropa elegante pero que le quedaba demasiado holgada —evidentemente robada— y había examinado los enseres de la granja, incluida su madre, como calculando su valor. Era obvio que se había propuesto engatusarla aquella noche, y habían hecho tanto ruido en el dormitorio que Nico se había visto obligado a arrastrar sus mantas hasta el establo y dormir con el viejo caballo Harry.
Por eso le guardaba rencor, por su debilidad en lo concerniente a los hombres. Sabía que su madre tenía sus motivos para comportarse así, y también que no era en ella precisamente en quien debía volcar todo su resentimiento por los derroteros que habían seguido las vidas de ambos, pero así era y no podía evitarlo.
Nico estaba viviendo el peor día de su vida y pasó lo que quedaba de él sumido en el aturdimiento, se le hizo eterno y espantoso. Con la llegada de la noche —señalada no por la falta progresiva de luz, sino porque se apagaban las lámparas y se oían los golpetazos lejanos de pesadas puertas—, el hedor en la celda se hizo aún más intenso y en el aire quedó flotando una miasma compuesta por las emanaciones de aquellos hombres que llevaban enjaulados con sus propias miserias demasiado tiempo. La pestilencia se volvió insoportable y Nico se ató un pañuelo alrededor de la boca y la nariz, aunque de poco le servía, y de vez en cuando tenía que inclinarse a un lado y alzarlo para escupir de la boca el regusto repugnante que se le acumulaba en la lengua.
Al parecer, la especie de tregua que existía entre los internos durante el día carecía de validez en las largas horas de oscuridad En otra celda se desencadenó una pelea: se oyeron gritos y silbidos y, a continuación, los alaridos estridentes de un hombre que agonizaba. Los gemidos fueron debilitándose hasta reducirse a algún sollozo ocasional que precedió el regreso del silencio. Durante un rato, Nico estuvo oyendo un ruido sordo en el muro que tenía a su espalda, como si hubiera alguien golpeándose la cabeza contra él al otro lado, e intercalado entre los gritos que soltaba tras cada impacto quienquiera que fuera se oía un murmullo, algo así como «dejadme salir, dejadme salir».
Nico no conseguía conciliar el sueño en aquel lugar pese a que estaba cansado, exhausto, por todo lo acontecido durante el día y por las vueltas que había dado en la cabeza a lo que aún estaba por venir. Por tanto pasó la noche en vela, escuchando los ronquidos de sus compañeros de celda, espantando alguna que otra cucaracha que trepaba por su cuerpo y maldiciéndose por haber ido a la ciudad, por llevar consigo a Boon y por haberse involucrado en las chifladuras de Lena.
Ya sabía que la chica no era una persona digna de confianza, pues ya antes le había dado muestras de su falta de escrúpulos. Se preguntó qué estaría haciendo en ese preciso instante. ¿Acaso estaría preocupada porque lo hubieran detenido y lo hubieran metido en el calabozo a la espera de su castigo? Lo dudaba.
Se quedó con la mirada perdida en la oscuridad. Era completamente consciente de lo que hacían en la ciudad con los ladrones y ponía todo su empeño en no pensar demasiado en el destino que le aguardaba. Durante el último Festival de la Cosecha había presenciado cómo azotaban y marcaban a un ladrón, un muchacho no mucho mayor que él.
No sabía si soportaría un castigo igual.
Entrada la noche despertó sobresaltado de su aturdimiento y notó que una mano le apretaba la pierna y un rostro le echaba su aliento pestilente en la cara. Se incorporó de una sacudida, apartó de un empujón la figura indefinida del desconocido y gritó algo más cercano a un alarido de pavor que a una sucesión de palabras inteligibles. Se oyó una maldición mascullada y unos pasos que se alejaban arrastrando los pies por el suelo.
Nico se frotó la cara para espabilarse y dejó caer de nuevo la espalda contra el muro.
Tenía que salir de allí. Apenas si podía respirar en aquella atmósfera viciada y hedionda. La oscuridad lo envolvía como un pesado manto de terciopelo. Se sentía atrapado, consciente de que hasta que amaneciera no podría levantarse y escapar de su tormento, ni ver el cielo ni sentir el aire fresco en el rostro. Entonces le sobrevino un recuerdo que más bien era una colección de emociones intensas: la vez que se había topado con una trampa mientras caminaba por las colinas que dominaban la granja familiar; el trozo de alambre apretado alrededor de la extremidad amputada de un perro salvaje y las tiritas de carne que todavía colgaban del hueso roído.
De nuevo se oyó en la penumbra el sonido de unos pies arrastrándose y la desconocida figura regresó junto a Nico, que tensó el cuerpo y se preparó para atacar.
«Te arrancaré la carne a bocados como no me dejes en paz», dijo para sus adentros.
—Tranquilo —dijo una voz—. Soy tu amigo.
Un hombre se sentó a su lado y se oyó cómo hurgaba entre su ropa.
Una llama resquebrajó la oscuridad, en un principio tan brillante que resultaba imposible mirarla directamente. Nico pestañeó protegiéndose el rostro con la palma de la mano. La llama crepitó y fluctuó por un momento mientras la punta ennegrecida de un puro delgado se encendía y adquiría un resplandor rojo.
—¿Sabes? Llevo toda la noche despierto intentando recordar de qué me suena tu cara.
La punta roja del puro surcó el aire y cuando el hombre le dio una calada, crepitó con un fulgor renovado, alumbrando sus facciones y cubriendo de sombras los recovecos de su rostro.
—Tu padre —continuó, expulsando el humo por la boca—. Ye conocí a tu padre.
Nico parpadeó, los ojos todavía le hacían chiribitas de colores.
—Sí, claro —respondió sarcásticamente.
—No me llames mentiroso, jovencito. Eres su viva imagen. Tu padre estaba casado con una pelirroja llamada Reese. Una mujer hermosa, si mal no recuerdo.
Nico dejó caer la mano de su rostro y de manera provisional atemperó su ira.
—Sí, mi madre —confirmó Nico—. ¿De verdad lo conoció?
—Como nunca he conocido a otro hombre. Luché a su lado dos años bajo las murallas.
—¿Perteneció usted al Cuerpo Especial?
—Por supuesto. Aunque parece que haya pasado toda una vi desde entonces. Gracias al Gran Necio. Ahora me gano la vida, modestamente, es cierto, jugando al rash. El resto del tiempo, cuando no puedo pagar las deudas, me veo obligado a pasarlo aquí. —Se acarició el mentón poblado por una barba de cuatro días—, ¿qué me dices de ti? ¿Qué te ha traído aquí?
Nico no albergaba ningún deseo de hablar sobre su lamentable episodio.
—Mi curandero me dijo que le sentaría bien a mis pulmones, así que vengo aquí de vez en cuando.
—Has heredado la agudeza de tu padre —repuso su interlocutor, sin el menor atisbo de complicidad—. Eso era lo que me gustaba de él.
Su voz tenía un tono hosco. Nico se percató de ello y esperó a que se explayara en el tema. Las volutas de humo del tabaco envolvieron brevemente el rostro del hombre. El aroma que despedía el cigarro resultaba agradable en aquel lugar hediondo, y a Nico le recordó las noches sentado en algún parque o edificio abandonado alrededor de una hoguera, con Lena y la gente que había conocido cuando no tenía hogar ni refugio. Pasaban el rato contando chistes, mirando las botellas de vino barato y pasándose cigarrillos de hojas de grindelia liados a mano entre risas francas, mientras el cálido círculo de luz mantenía alejada cualquier referencia al duro mañana que llegaría inexorablemente.
—A veces teníamos nuestras diferencias —prosiguió el hombre, en su tono amargo y arrastrando las palabras—. En una ocasión me descubrió haciendo trampas en el rash. Y claro, él no podía dejarlo pasar. Tuvo que delatarme delante de todo el pelotón. Eso me costó un buen dinero. Tu padre me costó un buen dinero… aunque me resarcí. —Se aclaró la garganta, aunque su carraspera podría haber pasado fácilmente por una risa seca—. Para serte sincero, no me sorprendió que desertara y se largara. La última vez que lo vi, con esa mirada horrorizada… supe lo que estaba tramando. Lo vi claro como el día.
Nico apretó los dientes y se le dilataron las alas de la nariz. Respiró hondo.
—Mi padre no era ningún cobarde —espetó con sequedad.
El hombre carraspeó de nuevo.
—Con eso no quería decir nada. A la hora de la verdad todos nos acobardamos, excepto los locos. Lo único que digo es que unos acusan más el miedo que otros.
El ruido que hacía Nico al respirar no permitía oír los ronquidos de sus compañeros de celda.
—Cálmate. Sólo son palabras, y las palabras no valen un carajo. Ten, dale una calada.
Nico ignoró el extremo candente del cigarro suspendido delante de él. Seguía pensando en su padre. Lo recordaba como una figura de gran estatura y hombros rectos, con el pelo largo, la mirada afable y la voz dulce. Lo recordaba riendo a mandíbula batiente, con una pinta de cerveza en la mano y bailando con su madre agarrada por la cintura, o cogiendo la cítara para puntear un puñado de canciones rudimentarias. Recordó una caminata juntos por las colinas solitarias y un Día del Necio que le había llevado a la playa, donde había estado contemplando el mar mientras Nico jugaba en la orilla.
Nico tenía diez años cuando su padre se alistó en el Cuerpo Especial. Por entonces se comentaba que la ofensiva enemiga había alcanzado una intensidad hasta entonces inédita. Todos los días se descubría un túnel manniano nuevo o las tropas asediadoras irrumpían en las galerías subterráneas del ejército defensor. El Cuerpo Especial sufría cuantiosas bajas y necesitaba voluntarios.
Un mes después, su padre partía a la ciudad para luchar bajo los muros del Escudo, y el que volvía a casa era un hombre ligeramente distinto. Cada vez que regresaba del Escudo lo hacía con el ánimo más apagado y el aspecto desmejorado.
En una de aquellas ocasiones apareció sin una oreja, únicamente con el orificio del oído en un costado de la cabeza. Aun así, su madre lo recibió con un abrazo y le susurró con dulzura en el oído maltrecho —Nico alcanzó a oírlo— lo aliviada que sentía de que hubiera regresado vivo. En otra ocasión, su padre se presentó en la puerta de casa con la cabeza vendada. Cuando pasados unos días se quitó el vendaje, la oreja que había conservado sana parecía haber sido mordisqueada por un perro. Con paso del tiempo se le fueron despoblando las cejas hasta desaparecer y su larga cabellera se convirtió en un rastrojo de pelo. Tenía el cuero cabelludo, la cara y los labios surcados de cicatrices. Empezó a encorvarse como si siempre tuviera frío y de sus hombros rectos sólo quedó el recuerdo.
Su madre intentaba disimular su horror por las transformaciones que experimentaba el hombre que amaba, pero con frecuencia alguna expresión de su rostro en un momento de descuido la delataba.
Cuando su padre regresó del Escudo para el primer permiso prolongado, Nico apenas reconoció al hombre que miraba a su hijo como si estuviera frente a un desconocido y que se sentaba a su lado bajo la lluvia, que nunca sonreía, que apenas hablaba y que bebía demasiado. El ambiente en la granja se enrareció. Su padre estallaba a la mínima y Nico vivía en un permanente estado de tensión, temeroso de que cualquier menudencia pudiera degenerar en un conflicto.
Optó por salir más a menudo con Boon y juntos se perdían por el bosque y el prado que se extendían alrededor de la granja. Cuando hacía mal tiempo, Nico se encerraba en su habitación y repasaba mentalmente los cuentos que sabía, o recordaba episodios de Los relatos del pez que había visto representados durante sus visitas a la ciudad, de modo que pasaba el tiempo instalado en un mundo de fantasía.
Una noche, su padre estuvo bebiendo hasta que, consumido por el alcohol, explotó y descargó toda su ira en su madre; la agarró del pelo y la arrastró por la habitación mientras Nico gritaba y le suplicaba que parara. Su padre lo estampó contra el suelo de un puñetazo. De repente se quedó paralizado, contemplando espantado la expresión aterrada de su hijo, y salió dando tumbos a la noche.
A la mañana siguiente regresó y, mientras Nico y su madre dormían juntos acurrucados en la estrecha cama del niño, recogió todas sus cosas y se fue para siempre. Nico sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Su madre pasó mucho tiempo llorando.
Ahora, Nico apretaba los puños en la oscuridad impenetrable de la celda. Suspiró.
—Tenía sus motivos para marcharse —dijo, dirigiéndose a la figura imprecisa del hombre.
El cigarro recibió un par de caladas y después las brasas se atenuaron.
—Sí, bueno, si huyó por miedo o por otra causa… supongo que tú lo sabrás mejor que nadie.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que la sangre de un hombre corre por las venas de su hijo. Lo que quiera que fuera que le pasara en realidad a tu padre también te pasará a ti.
Nico notó cómo se le encendían las mejillas. Ya no quería saber nada más del desconocido y le giró la cabeza.
Retumbaron unos gritos procedentes de otra celda; apenas se entendía lo que decían. Al parecer, un loco vociferaba que los mannianos cruzarían el mar para quemarlos vivos a todos.
Las brasas del cigarro desaparecieron rápidamente aplastadas contra la palma de la mano del desconocido, que se levantó con un gruñido y permaneció inmóvil unos instantes, mascullando algo para sus adentros. Se volvió a Nico. Su mano enorme buscó el hombro del muchacho y le dio una palmadita.
—Estarás bien, hijo —lo tranquilizó el hombre—. Ahora puedes dormir.
El desconocido se alejó, pero el aroma del tabaco seguía flotando donde había estado sentado.
Nadie más molestó a Nico durante el resto de la noche.
Su madre llegó por la mañana, vestida de negro riguroso, como si acudiera a un funeral. Los ojos hinchados de tanto llorar y la cabellera pelirroja aplastada contra la cabeza conferían a sus facciones un aspecto transido y severo. Era la primera vez en un año que Nico la veía.
Los la acompañaba, vestido de punta en blanco, fingiendo estar horrorizado por lo que el jovencito Nico había hecho. El fue el primero en tomar la palabra cuando se encontraron cara a cara, separados con los barrotes que mediaban entre los internos y sus vistas en el sótano penumbroso y frío destinado a tal efecto.
—Tienes un aspecto desastroso.
Nico no sabía qué decir. Su madre y Los eran las última personas que esperaba ver.
—¿Cómo os habéis enterado? —preguntó a su madre en hilo de voz.
Ella se acercó como con la intención de abrazarlo, pero los barrotes se lo impidieron y de repente se le encendió la mira:
—La vieja Jaimeena vio cómo el cuerpo de guardia te lleva a rastras por la calle y tuvo el buen corazón de acercarse a granja y contármelo.
—Ah —masculló Nico.
—¿Ah? ¿Eso es todo lo que tienes que decir a tu favor?
La ira de su madre era como una ráfaga de aire que avivaba la suya propia, como si ésta fuera un fuego que hubiera permanecido aletargado desde el día que había huido de la granja en busca de la libertad.
—¡Yo no te he pedido que vengas! —espetó—, ¡ni tampoco a él!
La sorpresa se dibujó en el rostro de su madre. Los se acercó a ella con los ojos clavados en Nico.
Nico le sostuvo la mirada. ¡Que lo partiera un rayo si era el primero en apartarla!
Su madre hizo el ademán de hablar, pero su voz se quebró. Dejó caer los hombros, como si se deshiciera de una coraza, y alargó una mano entre los barrotes. Nico sintió una caricia que le recorría la nuca y unos dedos que lo agarraban y tiraban de él para darle una especie de abrazo con el frío metal de por medio.
—Hijo mío —le susurró al oído—, ¿qué has hecho? Nunca te tuve por un ladrón.
Nico recibió con sorpresa el escozor de las lágrimas en sus ojos.
—Lo siento. Estaba desesperado. Hambriento.
Ella dejó escapar un murmullo tranquilizador y le acarició el rostro.
—Estaba tan preocupada por ti. Cada vez que veníamos a la ciudad te buscaba, pero lo único que veía era muertos de hambre, y siempre me preguntaba si estarías arreglándotelas para sobrevivir.
Nico tomó aire, a punto de romper a llorar.
—Boon… —pudo decir a duras penas—, Boon ha muerto.
Su madre apretó los dedos alrededor del cuello de Nico y se le saltaron las lágrimas. El muchacho la acompañó en su llanto, los miedos desparecieron y sus sentimientos afloraron en la intimidad del dolor compartido.
La puerta del pasillo que conducía a la sala de visitas chirrió al abrirse y apareció una figura. Nico levantó la mirada, se enjugó sus lágrimas y se quedó boquiabierto.
Era el extranjero de tierras remotas, el anciano al que había robado el dinero la tarde anterior.
El recién llegado se detuvo en el vano de la puerta, con la cabeza inclinada a un lado y una taza humeante de chee en una mano. Era más bajo de lo que había juzgado Nico al verlo acostado en la cama. Llevaba la cabeza rasurada y una túnica negra, parecía un monje, aunque un monje peculiar, ya que en la otra mano empuñaba una espada envainada. La madre de Nico se separó de su hijo para volverse hacia él.
El hombre avanzó con soltura por el suelo de piedra y se detuvo delante del reo y sus visitas. Sus movimientos eran similares al vaivén del chee contenido en la taza, que de repente cesa; e igual que el líquido, también él recuperó su inmovilidad.
De cerca se apreciaba el apagado color ceniciento de sus ojos, aunque escrutaban con determinación. Nico sintió el impulso de dar un paso atrás. En aquel hombre no había ni rastro del anciano confuso cuyo sueño había interrumpido y que había bizqueado como un ciego.
—¿Es éste el ladrón? —interrogó a la madre de Nico.
La mujer se secó las lágrimas de los ojos y se enderezó.
—Es mi hijo —respondió—, y más que un ladrón es un idiota.
El extranjero se tomó unos segundos para examinar a Nico con frialdad, como si fuera un perro que tuviera en mente comprar. Al cabo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—En ese caso usted y yo tendremos una charla.
Se acercó uno de los taburetes situados en el centro del sótano y se sentó con la espalda recta y la espada apoyada en el regazo. Depositó la taza en el suelo.
—Mi nombre es Ash —declaró—. Y, ya sea un idiota o no, su hijo me ha robado el dinero.
Oliéndose que el extranjero iba a hacer algún tipo de proposición, la madre de Nico recuperó su templanza habitual y tomó asiento en otro taburete enfrente del recién llegado.
—Reese Calvone —se presentó.
Los se acercó a ella y posó una mano sobre su hombro, aunque era evidente la desconfianza que le inspiraba aquella situación. Ella apartó la mano a Los y él fue hasta la pared opuesta tan cerca de la puerta como le fue posible, y desde allí continuó observándolos en silencio por el rabillo del ojo.
—Sin duda su hijo será azotado y marcado —prosiguió el anciano—, como es costumbre de su pueblo en estas latitudes, según me han informado, la pena habitual para robos a la luz día son cincuenta azotes.
Reese asintió como si el extranjero le hubiera formulado pregunta que necesitara una respuesta.
—Es un castigo muy duro.
La mujer entornó los ojos, se volvió fugazmente a Nico volvió a depositar su atención en el desconocido sentado frente a ella.
—Veo que está llevándolo bastante bien —observó el extranjero.
—¿Acaso ha venido para regodearse, señor?
—En absoluto. Para conocer a un hijo primero hay que conocer a la madre. Esto podría ayudar a mejorar la situación de su hijo.
Reese bajó la mirada y la clavó en sus manos. Nico siguió su mirada. Aquéllas eran las manos bastas de quien había trabajado duro toda su vida, marcadas por las cicatrices de tajos y escaldaduras de años de sacrificio; parecían las manos de una persona mucho mayor de lo que aparentaba su rostro, todavía hermoso a pesar de las lágrimas y los desvelos actuales. Antes de hablar, Reese respiró hondo.
—Es mi hijo y conozco lo que hay en el fondo de su corazón. Sé que podrá soportarlo.
La mirada de Nico saltó de su madre al anciano, cuyo rostro afilado se mantenía inexpresivo.
—¿Qué pensaría si le dijera que las cosas pueden ser de otra manera?
Reese parpadeó sorprendida.
—¿Qué quiere decir?
—¿Qué pensaría si le dijera que no tiene que someterse a los azotes ni a la marca en la mano?
Reese se volvió de nuevo a su hijo, pero Nico todavía tenía la mirada clavada en la figura con la túnica negra. Había algo en aquel anciano… algo que le decía que podía confiar en él. Quizá era la naturalidad con la que se imponía su autoridad; no era el tipo de autoridad concedida desde fuera y ejercida de acuerdo a los rasgos de una personalidad, sino algo infinitamente más profundo, fruto de un espíritu franco y justo.
—Lo que voy a decirles no debe salir de esta sala. Su… ¿marido?, debe marcharse antes de que empiece a explicárselo.
Los soltó un resoplido. No tenía ninguna intención de irse.
—Por favor —le solicitó Reese, volviéndose a él. Los la miró ungiéndose herido en su orgullo—. Sal —insistió la madre de Nico.
Los seguía sin decidirse. Su mirada pasó del anciano a Nico y finalmente se posó en Reese.
—Esperaré fuera —aseveró.
—Gracias.
Los se deslizó fuera de la sala y lanzó una última mirada al anciano extranjero antes de cerrar la puerta tras de sí. El anciano retomó la palabra cuando el portazo todavía retumbaba en las paredes del sótano.
—Señora Calvone, apenas dispongo de tiempo, de modo que iré directo al grano. —Sin embargo, hizo una pausa y Nico reparó en que acariciaba la cubierta de piel de la funda de la espada con el dedo pulgar—. Me hago viejo —prosiguió—, como puede ver. —Pareció sonreír con la mirada—. En otro tiempo, un muchacho como su hijo nunca hubiera conseguido colarse por mi ventana sin despertarme. Le habría cortado la mano antes de que pudiera alcanzar mi monedero. Ahora, sin embargo, mi sueño es profundo y el bochorno de las primeras horas de la tarde me deja exhausto, como suele ocurrirles a los ancianos como yo. —Bajó la mirada al suelo—. Mi salud… ya no es lo que era. No sé el tiempo que podré seguir dedicado a mi trabajo… En pocas palabras, y siguiendo la tradición de mi orden, ha llegado el momento de que tome un aprendiz a mi cargo.
—Más bien parece que se siente solo y anda buscando a un jovencito guapo —repuso con acritud la madre de Nico.
El anciano hizo un simple gesto de negación con la cabeza.
No.
—Entonces, ¿a qué tipo de trabajo se dedica usted? Va vestido como un monje y, sin embargo, me he fijado en que empuña una espada.
—Señora Calvone —dijo, abriendo los brazos como dando a entender que lo que iba a decir era obvio—. Soy un roshun.
Nico rompió a reír, muy a su pesar. Su risa tenía un matiz de histeria y cuando le llegó rebotada del techo abovedado del sótano, la cortó con la misma brusquedad con la que se había originado.
Los rostros de su madre y del anciano se volvieron hacia él.
—¿Quiere entrenarme para que me convierta en un roshun? —consiguió decir Nico—, ¿está usted loco?
—Escúchame —le respondió el anciano—. Si das tu consentimiento, hoy mismo hablaré con el juez; le pediré que retire los cargos y le pagaré una suma de dinero como compensación por las molestias ocasionadas a él y a los carceleros. De ese modo evitarás la terrible experiencia del castigo.
—Pero lo que pide… —protestó la madre—. Puede que nunca vuelva a ver a mi hijo. Es un trabajo que pone en peligro su vida.
—Estamos en Bar-Khos. Si se queda aquí, antes o después le pedirán que arriesgue su vida en las murallas. Sí, mi trabajo es peligroso, pero lo prepararé bien, y cuando me acompañe en una misión, se limitará a observar. Una vez que su período de aprendizaje finalice se le ofrecerá la posibilidad de elegir entre comprometerse con la profesión o seguir el camino que desee en la vida. Cuando ese momento llegue, tendrá dinero en los bolsillos y habrá aprendido muchas cosas. Podrá incluso regresar a Bar-Khos, si es que la ciudad sigue en pie.
Hizo una pausa y observó a la madre de Nico, mientras ésta meditaba lo que acababa de decirle.
—Ahora mismo hay una nave esperándome en el puerto aéreo. Dentro de un par de días estará reparada y viajaremos a la tierra de mi orden. Allí será iniciado en nuestros preceptos y le aseguro, señora Calvone, que siempre antepondré la vida de su hijo a la mía propia. Se lo juro solemnemente.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué mi hijo?
La pregunta pareció coger por sorpresa al viejo extranjero. Se pasó la mano por los pelos milimétricos de su cabeza afeitada, produciendo un sonido similar al de una piedra frotada con un fino papel de lija.
—Demostró ser hábil, y valiente, en su acción. Esas son las cualidades que busco.
—Pero seguro que hay algo más.
El anciano se quedó mirando a la madre de Nico durante un tiempo que empezó a ser prolongado.
—En efecto —admitió—. Hay algo más. —Se revolvió en el taburete y clavó de nuevo la mirada en el suelo, en el tramo que mediaba entre él y Reese—, últimamente he tenido una serie de sueños, aunque eso no significará demasiado para usted. Aun así, los sueños, por decirlo de algún modo, me guiaban, y creo que en el camino correcto.
Reese bizqueó, todavía escéptica.
—Acepto —declaró de repente Nico desde el otro extremo del sótano.
Su madre y el extranjero se volvieron hacia él y el muchacho les sonrió, sintiéndose un poco estúpido. Su madre torció el gesto.
—Acepto —repitió, esta vez en un tono más firme.
—No —aseveró su madre.
Nico agachó con la cabeza, con el gesto ligeramente triste.
Sabía quiénes eran los roshuns, todo el mundo lo sabía. Mataban gente, asesinaban a sangre fría a cambio del dinero que recibían por llevar a cabo las vendettas. No se veía a sí mismo haciendo eso, ni por todo el oro del mundo. Sin embargo, podría renunciar a esa vida cuando terminara su período de aprendizaje, una buena cantidad de habilidades y experiencias. Quizá, a su manera, ésta era su oportunidad de ser algo en la vida. Quizá el Gran Necio había estado en lo cierto y en los peores momentos se hallaba el germen de tiempos mejores.
Aunque tal vez, por otro lado, en vez de eludir un castigo terrible estaba iniciando los trámites para una experiencia aún más atroz. No podía saberlo; y nunca lo averiguaría a menos que la viviera.
—Sí, madre —afirmó, esta vez en un tono tajante—. Acepto.