Capítulo 22
La pesca con guijarros
En cualquier otra ciudad portuaria del Midéres habrían sonado las alarmas con la llegada de un galeón de guerra sin más bandera visible que la negra de la neutralidad y cargado con una tropa visiblemente equipada para la batalla.
Pero se trataba de Cheem, y allí algo así era tan habitual como ver peces en el mar. Cuando el navío amarró en el muelle y los soldados desembarcaron con una disciplina marcial, un puñado de mendigos —la mayoría antiguos marineros lisiados o con el cuerpo cubierto de quemaduras— se volvió para valorar si valía la pena molestarse en pedirles una limosna y la conclusión inmediata fue que no. Sólo uno de ellos se entretuvo un rato contemplando a los guerreros, un cuarentón cuyo brazo izquierdo acababa en un muñón envuelto en un vendaje de cuero. En otro tiempo también había sido soldado en la legión imperial, y no estaba tan castigado por la edad y las drogas como para no advertir los tatuajes del ejército imperial en las muñecas y los brazos de los hombres que desembarcaban, así como el atuendo de camuflaje que exhibían bajo las capas lisas y sus semblantes presuntuosos.
«Comandos», concluyó el viejo drogadicto, que dio un paso atrás en el rellano de la puerta para fundirse con las sombras. Desde allí observó con detenimiento a un oficial de la tropa recién llegada que se acercaba a un miembro del cuerpo de guardia de la ciudad. Al parecer realizaron unas gestiones y enseguida llegaron más guardias con mulas. Entretanto, a bordo de la nave, los miembros de la tripulación habían descargado unos cofres tan pesados que bien podían contener oro y los ataron a las mulas. Concluida la tarea, el oficial, junto con un puñado de sus hombres y una escolta formada por agentes del cuerpo de guardia local, se adentró con la carga en la ciudad.
El resto de los hombres, alrededor de setenta, recibieron permiso para descansar y se dispersaron por las cercanías bajo el sol de primera hora de la mañana. Si bien de vez en cuando se oía refunfuñar a alguno que era seleccionado para realizar algún cometido y grupos de soldados se dirigían esporádicamente a la ciudad, llevando una bolsa con dinero e instrucciones de conseguir zels, mulas y suministros.
Desde el rellano, el viejo drogadicto, olvidando por un bendito momento el mono, observaba la escena con gesto ceñudo y una curiosa punzada de nostalgia, y se preguntaba quiénes habrían sido los idiotas desgraciados que habían desatado esta vez la ira del Imperio.
Un frío glacial entraba por la ventana abierta de la torre arrastrando el olor a lluvia. Osho se ciñó la gruesa manta alrededor del cuerpo mientras contemplaba el cielo del atardecer y se estremeció.
«Se acerca una tormenta —dijo para sus adentros, llevando la vista más allá de las montañas, hacia los nubarrones que se apiñaban en la distancia—, y hace tan poco de la última… Este año el invierno se adelanta».
La idea no le hacía ninguna gracia. Osho no recibía con agrado los inviernos en las cumbres. La humedad permanente del aire le producía artritis y cualquier movimiento le costaba un trabajo tremendo. La simple acción de levantarse todos los días de su cálido lecho se convertía en una batalla que cada año parecía exigirle un esfuerzo mayor. El invierno le recordaba que era un viejo y, en cierta manera, por eso le fastidiaba su llegada.
«La edad me ablanda —pensó—. En otra época no me habrían acosado las dudas como ahora».
Debajo, Baso atravesó a la carrera el patio con la túnica agitada por el viento. Osho lo siguió con la mirada con la idea de llamar a su viejo amigo, pero de repente arrugó la frente.
No podía ser Baso. Baso estaba muerto.
Forzó la vista y descubrió que se trataba de Kosh, con las orejas enrojecidas y encorvado para protegerse del viento glacial. El roshun desapareció por la puerta de la cocina, sin duda a la caza de un desayuno por adelantado para aplacar su estómago insaciable.
La noticia de la desaparición de Baso había supuesto un duro golpe. A Osho se le había helado el corazón al oír por boca del Vidente, junto al resto de los roshuns congregados, que los hombres que habían enviado a Q’os habían fallecido. Osho se había quedado paralizado y sintió una opresión tal en el pecho que había tenido dificultades para respirar. Por un momento le cruzó por la mente la idea de que estaba sufriendo un ataque al corazón, si bien la terrible sensación pasó rápido. Por primera vez en su vida había sido incapaz de tomar la iniciativa delante de los hombres que estaban bajo su responsabilidad.
Sólo Ash, y luego Baracha, lo habían rescatado de la embarazosa situación recogiendo el testigo de la vendetta y permitiéndole regresar a sus aposentos y cerrar con firmeza la puerta a su espalda. Una vez a solas había llorado la pérdida de sus hombres.
Ahora, asomado a la ventana, le asaltó la imagen de un Baso riendo a mandíbula batiente recortado contra un cielo iluminado por un rayo ahorquillado. Osho se sonrió con el recuerdo. Hacía muchos años que no rememoraba esa imagen.
El recuerdo se remontaba al segundo día de huida de su vieja patria tras la derrota definitiva del Ejército Popular en la batalla de Hung. Osho era el único general que había escapado de la trampa letal. Tras una retirada accidentada había alcanzado junto a los restos dispersos de su tropa los buques de la flota que aún se mantenían a flote fondeados en la costa, a treinta laqs. Sin suficientes provisiones y en medio de una desorganización absoluta, habían logrado zarpar con un viento mínimo en las velas, conscientes de que abandonaban para siempre su patria, y de que el exilio era su única esperanza, una esperanza exigua, por lo demás, ya que las escuadras de los tiranos aparecían ante su vista a toda vela.
Incapaces de dejarlas atrás, la flota de Osho se encontró atrapada entre la escabrosa costa que se extendía al oeste, la tempestad que se aproximaba desde mar adentro por el sur y los barcos enemigos cada vez más cercanos y que la superaban en número en una proporción de tres a uno.
En una apuesta a todo o nada, sólo concebible en unos hombres tan al borde de la desesperación como los comandados por Osho, la flota fugitiva puso rumbo a la tempestad.
Baso entonces no era más que un muchacho de apenas dieciséis años, todavía enfundado con orgullo en su armadura abolida y demasiado grande cuando el grueso de los guerreros del derrotado Ejército Popular se habían despojado de ellas por temor a morir ahogados lastrados por su peso. Durante aquellas tétricas horas todo parecía perdido. Con labios trémulos, los sollados musitaban oraciones dedicadas a los ancestros. Envueltos por el fragor de la tempestad caían jarcias y mástiles; las olas barrían las cubiertas y se llevaban a los hombres o volcaban naves. Nadie esperaba salir vivo de aquello. También Osho creía que ya eran hombres muertos; no a manos de sus perseguidores, pero sí víctimas de la ferocidad de la tormenta, si bien había guardado para sí sus temores en el momento de dar la orden de mantener el rumbo hacia el temporal, adoptando un papel de general bravucón por el bien de sus hombres cuando en realidad, en el fondo de su corazón, compartía su congoja.
Sin embargo, al ver a Baso con el rostro desencajado de la risa mientras el barco daba bandazos bajo sus pies y el cielo se resquebrajaba encima, tan vivo en aquel momento demencial y sin ningún temor ni preocupación por el pasado o por el futuro, ni siquiera por el presente… Esa imagen del muchacho le había hecho levantar ligeramente la cabeza y le había insuflado valor cuando más lo necesitaba.
Y ahora Baso ya no estaba, como tampoco muchos otros. Sólo quedaba un puñado de la gente que había estado con Osho desde el principio: Kosh, Shiki, Ch’eng, el Vidente Shin, Ash… Podía contarlos con los dedos de una mano. Ellos eran todo el vínculo que todavía le quedaba con su remota patria. Tenía la impresión de que a medida que morían más vulnerable se volvía, Y el desasosiego se apoderaba de él cuando conjeturaba quién sería el siguiente.
Sabía que sería Ash. Ash sería el siguiente, y la pérdida de su antiguo aprendiz sería la más dolorosa de todas.
Ash seguía en algún lugar allí fuera, en Q’os seguramente, en medio de una vendetta… a su edad, ¡por el amor de Dao! Sabía que nunca debía haberlo dejado ir. No a un hombre en su estado. Aun así, había estado tan sumido en su propio tormento que no se le había pasado por la cabeza intentar disuadirlo hasta que fue tarde. Ash ya había partido y él se había dado cuenta de que su viejo camarada no tenía ninguna posibilidad de regresar vivo; como tampoco la había tenido Baso.
Desconocía el porqué de la intensidad de su presentimiento, pues no había tenido trágicos sueños premonitorios ni había oído augurios desfavorables de boca del Vidente. Simplemente sentía una enorme pesadumbre cuando pensaba en su viejo amigo, como la certeza de que nunca volverían a verse.
Todo lo relacionado con el lamentable asunto de esta vendetta le hacía sentir así. No era capaz de concebir un desenlace sin terribles consecuencias para todos ellos.
Asomado a la ventana abierta, se rodeó el torso con los brazos para protegerse de otra ráfaga de viento. En algún lugar fuera del alcance de su vista, el postigo de otra ventana dio un golpetazo, y otro. Luego el silencio.
«La vejez me ha vuelto melancólico», pensó, pero enseguida dio un chasquido con la lengua reprendiéndose por su estupidez. Sabía que la edad no tenía nada que ver.
Cerró los postigos y dejó fuera la tormenta que se cernía a través de las montañas. Sintió otro escalofrío y regresó a sus libros y a la butaca enguatada junto al fuego acogedor de la chimenea.
Era la última hora de la tarde en Q’os. Como era habitual, la taberna Las Cinco Ciudades estaba a rebosar de los operarios del puerto y de los vendedores callejeros que acababan su jornada, a los que se sumaba la acostumbrada mezcla heterogénea de forasteros que se hospedaban en las pensiones de la zona y que acudían atraídos por los buenos vinos y la comida de la taberna.
En un rincón, bajo la llama susurrante de una lámpara de gas alojada en una hornacina manchada de hollín, cinco individuos charlaban apiñados alrededor de una mesa. Los parroquianos del local apenas les prestaban atención y sólo la joven con el traje de cuero marrón atraía alguna mirada esporádica, pues era una imagen agradable para los cansados ojos de aquellos hombres, que habían estado ganándose el pan con el sudor de sus frentes desde el amanecer y que seguramente tenían que regresar a casa con unas esposas avejentadas por los continuos partos y los pesados quehaceres diarios.
—Eso es imposible —dijo Serése en un susurro, pese a que el bullicio de la taberna no le exigía bajar la voz.
Parecía no percatarse de las miradas que de vez en cuando le dirigían los clientes del bar. Quizá simplemente ya estaba acostumbrada a ese tipo de escrutinios y había aprendido a ignorarlos.
—No creo que haya un lugar en todo el Midéres más fuertemente vigilado de lo que lo está ahora el Templo de los Suspiros. No veo un resquicio por donde podamos entrar —añadió la muchacha.
Baracha cavilaba con la mirada clavada en su vaso de rhulika y enarcó una ceja con incredulidad.
—Te lo aseguro, padre. Si hasta han llenado el foso que rodea La torre con unos peces diminutos ávidos de carne. El cuerpo de guardia de la ciudad ha empezado a arrojar a los delincuentes en sus aguas por pura diversión y atraen multitudes todos los días. Yo misma presencié el espectáculo hace tres días. Los peces se dieron un festín y cuando volvieron a sacar al hombre del agua, le habían dejado los huesos de las piernas pelados. ¿Cómo planeas superar un obstáculo como ése?
Nico, sentado cabizbajo y en silencio junto a su maestro, levantó la vista al escuchar aquello. Nunca había oído nada sobre peces carnívoros.
—Escuchadme —dijo Baracha, todavía escéptico—. Todavía no me he topado en mi vida con un lugar en el que no haya podido entrar con un poco de tiempo e inspiración. Si no podemos cruzar a nado el foso, lo haremos en balsa.
Serése suspiró exasperada.
—Eso si consigues burlar los barcos patrulla… y evitar a los centinelas apostados en el interior de la torre. Por no hablar ya de Los soldados que vigilan la orilla.
—En ese caso nos hacemos pasar por un barco patrulla, cruzamos hasta la otra orilla y trepamos por la torre.
—Incluso de noche llamarías la atención. Han instalado luces en todos los pisos inferiores de la torre. Antes de que treparas tres metros ya te habría descubierto una patrulla o un agente volador.
—Entonces, olvidémonos del foso. Hagámonos con unas túnicas sacerdotales, crucemos el puente y entremos disfrazados por la puerta principal.
Tal como Baracha lo exponía sonaba fácil.
—Sí, salvo que no se permite el acceso de nadie que previamente no haya mostrado sus manos a través de una ventanita en la puerta. Comprueban que las puntas de los meñiques estén cortadas. De hecho, nadie pone el pie en el puente sin haber pasado antes ese control de identificación.
—Bueno, pues entonces la solución es obvia —repuso Aléas, atrayendo las miradas de sus compañeros. Una sonrisa generosa se dibujó en su rostro—. Nos cortamos todos las puntas de los meñiques, esperamos unas cuantas lunas y entramos tranquilamente.
—Cierra el pico, Aléas —le advirtió Baracha.
Aléas arqueó las cejas y lanzó una mirada a Nico. Sus ojos se encontraron, pero en esta ocasión Nico no lo secundó en su sonrisa distendida. Ese día estaba cansado, había dormido poco y mal, acosado por pesadillas en las que revivía una y otra vez los sucesos de la noche anterior.
—La única manera de acceder al templo es por un medio que no hayan previsto todavía —declaró Serése.
Aléas ya estaba aburrido del tema.
—No puede permanecer encerrado en la torre el resto de su vida. Si no hay forma de entrar, esperaremos a que salga. Tal vez lo haga para el Augere. Quién sabe.
—¿Y si no lo hace? —inquirió Baracha—. Anoche casi nos liquidan. Y mientras nosotros estamos hablando ahora, ellos están barriendo la ciudad buscándonos. Todos somos extranjeros salvo tú. Sólo es una cuestión de tiempo que den con nosotros. Y esta ciudad no es el colmo de la hospitalidad, por si no te habías dado cuenta.
Sus palabras sumieron en el silencio a sus compañeros. Nico paseó distraídamente la mirada por la clientela del bar, atento a cualquier indicio de que estaban siendo vigilados.
¡Allí! Un hombre que esquivaba los ojos de Nico con una premura sospechosa. El joven aprendiz continuó observándolo unos momentos a la espera de que hiciera algo, pero el tipo pidió otra copa y siguió conversando con sus compañeros.
Nico respiró, intentando relajarse. Probablemente, aquel tipo estaba mirando a Serése; eso era todo. «Veo fantasmas por todas partes —se dijo—. Esta asquerosa ciudad está acabando conmigo. Ojalá pudiéramos marcharnos ahora mismo para no volver jamás».
Baracha se hundió en la silla y suspiró ruidosamente para dar a entender su desagrado.
—Deberíamos tomárnoslo como un cumplido —se consoló—. Están demostrando tenernos un enorme respeto.
Sin embargo, eso no era una solución para sus problemas, y a Baracha se le veía contrariado mientras se mesaba la larga barba de chivo.
Durante toda la conversación, Ash había permanecido sentado en silencio, con la vista fija en su copa y la mano del brazo herido apoyada en el regazo. Ya se prolongaba el silencio en la mesa cuando levantó la copa con el brazo sano, le dio un sorbo y volvió a dejarla.
—Estamos pasando por alto lo más obvio —señaló de pronto, sin alzar la mirada.
Baracha se cruzó de brazos y suspiró.
—¿Y qué es eso tan obvio? ¿Eh, gran sabio?
—Esperan un ataque sigiloso, no abierto.
A Aléas se le pusieron los ojos como platos.
—¿Se refiere a asaltar las puertas?
Ash asintió, con un viso jocoso en las comisuras de sus labios.
—Una idea brillante —repuso Baracha—, salvo, por supuesto, por el detalle de que necesitaríamos un ejército.
Ash estudió uno a uno los semblantes de sus colegas. Tomó otro sorbo de vino y depositó la copa vacía en la mesa con un golpetazo de resolución.
—En ese caso, mis atribulados amigos, hemos de procurarnos un ejército.
En la calle, el sol resplandecía en un inusitado cielo despejado. Aun así, la luz que arrojaba no era ninguna bendición, pues simplemente resaltaba el carácter anodino y deslustrado de la ciudad, y según se filtraba por las calles estrechas como desfiladeros, Nico veía cómo se iba convirtiendo en algo apagado y sin fuerza.
—Sin ánimo de ofender, pero me temo que el maestro Ash ahora sí ha perdido el juicio por completo —observó Aléas, frente a la puerta de la taberna, acompañado de Nico y Serése mientras los dos maestros discutían algo en privado.
—Para empezar dudo que todavía lo conservara —repuso Nico con sequedad—, ¿de verdad creéis que vamos a salir de ésta? Sed sinceros.
Aléas caviló su respuesta mientras observaba a su maestro.
—Ambos están cortados por el mismo patrón —respondió, con un breve gesto de asentimiento con la cabeza—. Ahora que uno lo ha sugerido, el otro no tiene valor para echarse atrás. Lo harán, aunque con ello se jueguen la vida.
Aquello bastó para revolver el estómago a Nico. Levantó la vista hacia la lejana figura del Templo de los Suspiros, tan alta que incluso se divisaba desde los muelles orientales. No podía creer que estuvieran considerando seriamente asaltar aquella fortaleza. Pese a lo que pudiera pensar Aléas, no cabía duda de que era simple cháchara, y al cabo sus planes no desembocarían en nada concreto y se verían obligados a abandonar la ciudad sin consumar la vendetta. Según había oído decir, no sería la primera vez.
Sin embargo, había llegado a conocer muy bien a su maestro y sabía que estaba alimentando una falsa esperanza. Desvió la mirada de la torre y trató de pensar en otras cosas.
Serése lo observaba con atención.
—¿Cómo te encuentras hoy? —se interesó la muchacha.
—Un poco cansado —confesó Nico—. No he dormido bien. Creo que me alegraría marcharme de este lugar.
—No te gusta Q’os, ¿eh?
—No, nada. Demasiada gente y pocos sitios donde encontrar un poco de soledad.
Aléas le palmeó la espalda.
—Palabra de verdadero granjero.
—¿Cuándo demonios te he dicho yo que fuera granjero?
—Nunca. Básicamente lo sé por tu olor.
Nico no estaba de humor para su habitual intercambio de bromas, y le habría respondido con alguna insolencia si no hubiera advertido en ese preciso momento que Baracha echaba a andar. El Alhazií sacudió la cabeza en dirección a Aléas y su hija para que lo siguieran.
Aléas se despidió de Nico con un gesto.
—Cuídate —le dijo Serése cuando ya corría con Aléas en pos de su padre.
Ash se acercó a él con la cabeza gacha.
—Tengo que hacer unas averiguaciones. Vamos.
—Un momento.
Ash se volvió con impaciencia.
—Lo que ha propuesto… Me refiero a lo del asalto de la torre Me parece una locura.
La piel negra de su maestro parecía más fina a la luz del sol vespertino. Había perdido mucha sangre la noche anterior.
—Lo sé —aseveró; su voz sonaba fatigada—, pero tú no te preocupes. Prometí a tu madre que te mantendría a salvo, ¿lo recuerdas?
—Me parece que el concepto de seguridad de mi madre y el suyo son dos cosas completamente distintas.
Ash asintió.
—Aun así, todavía tengo la intención de mantener mi promesa. Cuando entremos en la torre, tú no me acompañarás. Es demasiado peligroso. Todavía no estás preparado para algo así. Coincido contigo, Nico. Este plan es un poco loco, pero sospecho que para cumplir esta vendetta será necesaria esa pizca de locura. Mientras nosotros estemos dentro, tú te quedarás con Serése y nos ayudarás a escapar si es que conseguimos regresar.
—No sólo me preocupo por mí.
El rostro del anciano recuperó un poco el color.
—Lo entiendo, pero es nuestro trabajo, Nico. Son los riesgos que debemos asumir. —Acabó con toda posibilidad de proseguir la discusión encogiéndose de hombros—. Basta ya de cháchara. Vamos.
La casa era una más en una calle repleta de viviendas, todas ellas estructuras abandonadas por sus antiguos moradores, con las ventanas destrozadas o tapadas con tablones y el interior sembrado de escombros; algunas carbonizadas y otras derruidas. Sólo aquella casa seguía habitada, en medio de una hilera de casas adosadas en ruinas. Aun así, atendiendo a su aspecto, era tan poco habitable como las demás. Las ventanas estaban recubiertas de hollín y el interior quedaba oculto detrás de unas cortinas oscuras. La pintura, que en otro tiempo debía de haber sido de un alegre amarillo, se descascarillaba en el enladrillado de los muros. De los canalones del tejado colgaba suelta una veleta —con la forma de un hombre desnudo blandiendo un rayo— que chirriaba mecida por la brisa suave.
Nico levantó la mirada y lo embargó una sensación de indefensión bajo aquella veleta oscilante que tenía toda la pinta de poder caer en cualquier momento, aunque seguramente llevaba meses, o incluso años, balanceándose de aquella manera. El golpeteo de Ash siguió resonando al otro lado de la puerta después de que el maestro roshun hubiera dejado caer la mano y dado un paso atrás para aguardar a que abrieran.
A su espalda yacían las ruinas de una extensa manzana de edificios que habían sido arrasados por el fuego muchos años atrás. Una enorme montaña de basura se levantaba desde el suelo cubierto de escombros y ocultaba gran parte del cielo. Las ratas se deslizaban por su superficie con descaro y correteaban por los desechos, que se agitaban como unas manos que suplicaran ayuda. El hedor a putrefacción era insoportable, y ni siquiera las ráfagas de viento lo disipaban, más bien al contrario, ya que revolvía todos los olores dando lugar a una fetidez que provocaba arcadas y hacía saltar las lágrimas.
Nico intentó contener la respiración y se volvió de nuevo a la puerta de madera maciza llena de arañazos de la casa que visitaban. A su lado, Ash tarareaba algo entre dientes. A Nico no le pareció una melodía, sino más bien como una sucesión de palabras pronunciadas con la boca cerrada.
—Así pues, ¿tu pueblo todavía no ha descubierto el arte de la música?
Ash dejó de tararear y se lo quedó mirando, y justo iba a decir algo cuando en el interior de la casa se oyó cómo una silla se estrellaba contra el suelo, o algo igual de estrepitoso. Alguien maldijo. Llegó un ruido metálico de cadenas. Un rayo rajó el cielo, y luego otro. La puerta giró sobre los goznes y se abrió hacia dentro arañando el suelo.
—¿Sí?
La mujer era bajita y con la espalda encorvada casi paralela al suelo. En una mano aferraba una lámpara, y en la otra, un bastón que soportó todo su peso cuando levantó la cabeza para mirar con fastidio a la pareja de desconocidos plantados delante de ella. Nico contempló con espanto su rostro mugriento; su cabellera lamida semejaba el pelaje de un animal, y exhibía un bigote más hirsuto del que podría haberse dejado crecer él.
—Nos gustaría ver a Gamorrel —dijo Ash—. Dígale que ha venido el extranjero de tierras remotas.
—¿Qué? —inquirió la mujer.
Ash soltó un suspiro y se inclinó hacia el oído de la anciana.
—¡Avise a su marido! —dijo, alzando la voz—, ¡dígale que un viejo extranjero de tierras remotas quiere hablar con él!
—Oiga, que no estoy sorda —repuso la mujer—. Pasen, pasen.
El estado del interior de la casa no difería demasiado del exterior. Ash y Nico siguieron codo con codo a la anciana que enfilaba por el pasillo del vestíbulo arrastrando los pies, como en una procesión hacia las entrañas de un templo secreto; si bien un templo con las paredes de ladrillo enlucidas con yeso descascarillado y adornadas con cuadros hasta los que no llegaba luz titubeante de la lámpara que la mujer sostenía a la altura de la cintura. Delante de la comitiva se extendía un suelo de madera blanqueado por una gruesa capa de polvo y arenilla que raspaba la suela de sus botas. En el aire que los envolvía imperaba un hedor de mil demonios, como a col que hubiera estado hirviendo día y noche ininterrumpidamente. Una rata se deslizó entre sus pies; otro puñado de roedores correteaba por los márgenes del corredor.
Ascendieron una escalera que crujió bajo su peso como si estuviera a punto de derrumbarse. Sólo podían subir los peldaños de uno en uno y debían esperar a que la mujer dejara libre el siguiente para poner ellos el pie. Ash y Nico intercambiaron una mirada en silencio. Al cabo llegaron a una puerta que tenía un sigilo trazado con pintura roja —o quizá sangre— que representaba una estrella de siente puntas.
Entraron en un salón: una estancia iluminada por un puñado de lámparas humeantes dispuestas sobre una mesa repleta de estatuillas, amuletos, morteros de piedra, cuchillos, alfileres y otros objetos imposibles de identificar. El techo se escondía detrás de un mar de sábanas que caían combadas, como si fuera una tienda de campaña. Debajo, sentado en un sillón cerca de la ventana con cortinas, había un hombre de edad avanzada que llevaba puesto un chaleco. Tenía las manos apoyadas sobre el vientre y los ojos cerrados. En su regazo descansaban un puñado de ratas con las colas enroscadas que se volvieron hacia los recién llegados.
El hombre se despertó con el ruido de la puerta que se cerró detrás de Nico y Ash, se rascó y continuó roncando. Un mechón de pelo lacio le cruzaba el rostro.
—¡Gamorrel! —vociferó Ash, sacudiendo los pies del anciano y espantando de paso las ratas instaladas en su regazo.
Gamorrel no despertó sobresaltado, sino que abrió los párpados de un ojo lo imprescindible para ver con él, como reconociendo el terreno antes de decidirse a abandonar el refugio del sueño. Cuando reparó en Ash, hizo un mohín y se despabiló.
—Debería habérmelo imaginado —repuso con su voz castigada por el tiempo—. Sólo un roshun osaría despertar a un sharti.
—Levántate. Tenemos que hablar.
—¿Eh? Hablar de qué.
Una bolsa de piel llena de dinero aterrizó sobre su regazo, y su peso bastó para que el anciano se incorporara como un resorte, con una sonrisa de oreja a oreja bajo los bigotes, dejando al descubierto una dentadura parda como la cerveza.
—Interesante —babeó, y se levantó con agilidad del sillón—. Por favor, acompáñame a mi despacho.
Guió a Ash al interior de otra estancia y cerró la puerta a su espalda.
—Siéntate —dijo la mujer, empujando a Nico hasta uno de los sillones que había junto a la ventana—. ¿Chee, eh? ¿Quieres un poco de chee?
Nico sonrió e hizo un gesto negativo con la cabeza. Le asaltó la imagen de las ratas correteando por todas partes, la mugre y la basura que atiborraban la casa y la roña incrustada en las uñas amarillentas de la anciana.
—Sí, ¿verdad? —insistió la anciana, y antes de que Nico pudiera contradecirla ya se había adentrado renqueante en otra habitación, por cuya puerta abierta emanó una nube de vapor impregnada del tufillo húmedo de col.
Nico oyó que la anciana espantaba algo a gritos y luego el choque de las tazas.
Un reloj mecánico hacía tic tac en algún rincón del salón, aunque no conseguía verlo entre todos los cachivache que abarrotaban sin orden ni concierto las paredes. No estaba cómodo en el sillón, tenía la sensación de estar sentado sobre un suelo cubierto de gravilla, de modo que se levantó y sacudió las cagarrutas de rata esparcidas por el asiento. Volvió a sentarse con aprensión. Estuvo a punto de posar los brazos sobre los brazos del sillón, pero cambió de opinión y los dejó caer sobre su regazo.
La anciana regresó tambaleante, cargada con una bandeja que amenazaba con estrellarse contra el suelo en cualquier momento y sobre la que asomaban una tetera humeante de chee y dos tazas blancas de porcelana.
—Déjeme ayudarla —dijo Nico, levantándose; le cogió la bandeja de las manos y la posó sobre una mesita de café.
Ella sonrió y se sentó en un sillón enfrente de Nico, encorvada incluso sentada y con la mano todavía apoyada sobre el bastón. Contempló detenidamente al muchacho mientras éste servía el chee.
—Gracias —dijo Nico, con una sonrisa forzada, y se hundió en el sillón con la taza en la mano, si bien no le dio ni un sorbo.
La anciana le correspondió inclinando la cabeza sin dejar de escrutarlo. Nico se preguntó qué estaría viendo.
—Dime, ¿sueñas a menudo? —le preguntó la mujer.
Nico reflexionó unos segundos.
—Últimamente tengo muchos sueños —confesó el muchacho.
—Algunas personas sueñan más que otras, eso ya lo sabrás. Y algunas también ven mejor que otras. Puedo asegurarte que tú eres una de esas personas. Eres afortunado. Mi marido es igual.
Nico se quedó mirando la taza entre sus manos. El chee tenía un aspecto apetecible y la porcelana estaba limpia. Levantó un instante la mirada y sonrió; luego desvió los ojos en otra dirección y al fin vio el reloj sobre un pedestal apoyado contra la pared de enfrente, junto a un perchero de pie del que colgaba un abrigo de amplios faldones y una chistera negra. Le incomodaba la mirada de la anciana, y la hedionda nube de vapor que seguía escapándose por la puerta abierta de la cocina empezaba a revolverle el estómago.
Nico se obligó a mirar a su anfitriona, cuya piel tenía el color de la grasa quemada incrustada en un fogón. Sus miradas se encontraron y el joven aprendiz vislumbró en sus ojos vidriosos un atisbo de vulnerabilidad, de sensibilidad sepultada bajo antiguas cicatrices. También leyó aburrimiento en ellos, revestido con la cortesía que exhibía con él.
La anciana hizo un gesto inclinando la cabeza, como si Nico acabara de regresar de algún lugar y estuviera saludándole.
—Por eso él es sharti, ¿sabes? Me refiero a mi marido. Conserva un gran poder en los ritos ancestrales. Mucha gente sigue acudiendo a él, gente desgraciada, desesperada… Son muchos los que aún solicitan sus servicios.
—Entonces, ¿ustedes no son mannianos?
—¿Eh? ¿Mannianos? No, muchacho. Si los mannianos se enteraran de a qué nos dedicamos, nos convertirían en esclavos.
Aquí practicamos los ritos ancestrales, los primigenios. Nos llaman herejes por ello. A nadie desprecian más los mannianos que a nosotros y a los pobres. —Hizo una pausa para coger su taza de la mesa y llevársela a los labios fruncidos. Sorbió ruidosamente, dos veces, y volvió a dejar la taza en la mesa—. No sabes a qué me refiero cuando hablo de los ritos ancestrales, ¿verdad?
Nico meditó un momento. Recordó que su madre se persignaba siempre que veía una pica sola, una costumbre que incluso le había pegado. También se acordó de que siempre dejaba una vela encendida sobre el alféizar de una ventana abierta las noches del solsticio de invierno.
—No estoy seguro. —Nico se encogió de hombros—. Esos ritos, ¿todavía se practican en algún lugar?
—Oh, se practican en todas partes, pero sólo a escondidas. En tradiciones donde perdieron su auténtico significado hace mucho tiempo y por aquellos que son lo suficientemente viejos como para acordarse de cómo eran nuestras vidas antes de Mann. Sólo en Alto Pash los ritos ancestrales conservan su auténtica esencia. E incluso más lejos aún, en las Islas del Cielo. Por eso sus vidas son eternas, ya sabes. Cuando uno de ellos muere, utilizan esos conocimientos ancestrales para resucitarlo. Sí, este tipo de cosas son las que los mannianos quieren que olvidemos.
Nico escuchaba a la anciana con un brillo de aparente interés en los ojos. Reprimió el impulso de rascarse los tobillos, donde notaba las picaduras y los saltitos de los piojos. Lanzó una mirada a la puerta cerrada preguntándose cuánto tardaría el maestro Ash en regresar. ¿Qué estarían haciendo allí dentro, por el amor de Dao?
La anciana aspiró profundamente y balanceó el bastón que sujetaba por la empuñadura con su mano atrofiada.
—Qué chico más educado. Te quedas ahí escuchando a una vieja cuando podrías estar en cualquier otro lugar. Bueno, creo que ya habrán acabado con sus asuntos.
Nico soltó la taza en la mesa en cuanto oyó que se abría la puerta y ya estaba de pie cuando Ash salió de la habitación seguido por el anciano.
—… hay que ser puntual, ¿de acuerdo? —decía Ash.
El maestro roshun reparó en la taza de chee en la mesita y se detuvo para cogerla. Le dio un trago largo y dirigió una sonrisa a la anciana antes de apurar el resto del contenido de la taza. Luego hizo un gesto sacudiendo la cabeza hacia Nico, para que lo siguiera, y enfiló a trancos hacia la escalera.
—Gracias por el chee —dijo Nico apresuradamente, y salió en pos de su maestro.
Cogieron un tranvía para regresar al distrito de los muelles orientales y se acomodaron en unos asientos de las filas traseras. Ash pasó un rato mirando por la ventana que tenía detrás.
—¿Cree que nos siguen?
Ash se volvió.
—Es difícil saberlo —masculló. No parecía demasiado preocupado.
El tranvía atravesó traqueteando una vasta plaza en tres de cuyos lados se levantaban edificios de mármol blanco y que estaba atestada por una masa arremolinada de miles y miles de individuos embutidos en túnicas rojas.
—Peregrinos —dijo Ash sin dar tiempo a su aprendiz a formular la pregunta.
—Tengo otra pregunta —repuso Nico, alzando la voz lo suficiente para que se le pudiera oír por encima del bullicio de la multitud—. ¿Consiguió lo que buscaba en la casa que hemos visitado?
—Eso espero.
—¿Y no va a contarme nada más sobre el tema?
—De momento, no.
Nico resopló con exasperación.
—Tiene usted un método fantástico de enseñanza: explicar lo mínimo a su aprendiz, incluso cuando le pregunta.
—Durante una misión siempre conviene resolver por uno mismo las dudas.
Nico soltó un gruñido.
—Una teoría muy oportuna. Así se ahorra responder mis preguntas.
—Además eso.
Un bache en la calzada hizo temblar las ventanas del tranvía. Ash giró el cuerpo para echar otro vistazo atrás. Cuando devolvió la vista al frente, empezó a acariciarse el dedo pulgar con el índice mientras meditaba.
Unos segundos después se levantó y se agarró a la redecilla portaequipajes para mantener el equilibrio.
—Regresa a la pensión y espérame en la habitación. Quédate allí hasta que yo vuelva.
Y sin esperar una respuesta enfiló hacia la salida abierta, saltó a la calle y se alejó rápidamente. Durante unos instantes siguió la misma ruta que el tranvía, hasta que Nico, con la cara apretada contra el cristal de la ventana, lo perdió de vista.
Un rato después, el tranvía llegó a los muelles orientales y Nico por fin empezó a reconocer los lugares que atravesaba. Contempló por la ventana las calles que iba dejando atrás y la vaga familiaridad de las vistas suponía una sensación reconfortante también vaga.
Una muchacha cruzó la calzada con paso enérgico y Nico reparó en su cabellera oscura. Se levantó dando un respingo, se adelantó hasta la puerta de salida y bajó.
—¡Serése! —gritó, pero la muchacha estaba demasiado lejos para oírlo.
La perdió de vista al llegar a la esquina de la siguiente manzana. Era ella, no había duda. Siguió caminando en la misma dirección, mirando a un lado y otro. Las calles estaban atestadas de gente como era habitual a última hora de la tarde. Los peatones se deslizaban apresuradamente por las aceras mientras los tranvías y los carros avanzaban con pesadez por la calzada. Un templo lejano dio la hora: dos campanadas y luego el silencio.
Enfiló por una calle de edificios idénticos con ventanas altas abiertas al aire de la ciudad y por donde escapaba el ruido de los trabajos industriales que se llevaban a cabo dentro. Se detuvo frente a una de las ventanas de la planta baja para echar un vistazo. Parecía un taller, aunque gigantesco; una nave amplia y polvorienta. Cientos de personas, la mayoría mujeres y niños, formaban filas sentadas sobre unas esterillas extendidas en el suelo, ajetreadas en una tarea repetitiva que al principio Nico no identificó. Otro grupo de niños barría los restos de tela del suelo, mientras que los hombres que allí trabajaban recorrían, empapados en sudor, los pasillos empujando carritos llenos de telas. Los trabajadores sentados en las esterillas arrojaban los productos terminados a los carritos según pasaban por su lado, mientras que otros los sacaban de ellos. Unos cuantos supervisores deambulaban entre los operarios, llamando la atención de vez en cuando a algún trabajador. Transcurrido un minuto, Nico no había visto ni rastro de Serése y dejó de mirar. Era evidente que la había perdido.
Por un momento pensó en regresar a la pensión, pero la perspectiva de pasarse el día metido allí, solo y dándole vueltas a los acontecimientos de la noche anterior, le resultaba deprimente. De modo que optó por dar un paseo pese a que las calles de la ciudad no eran mucho más acogedoras que su cuartucho de la pensión.
Fue a parar a un distrito de aspecto más refinado, con hileras de árboles a lo largo de las avenidas, plazoletas con casas de chee o fuentes de aguas cristalinas, y una atmósfera tranquila muy distinta del ajetreo de los muelles orientales. No obstante, Nico sentía en el fondo de su corazón que aquella ciudad no era para él. Apenas encontraba nada con lo que sentirse identificado y era rara la ocasión en la que posaba los ojos en algo que le proporcionara la sensación reconfortante de lo conocido. Todo le resultaba intimidante, no sólo las proporciones de los edificios, sino también el comportamiento de la gente.
Por lo menos en Bar-Khos, los desconocidos hablaban entre sí y los tenderos siempre tenían una sonrisa en los labios. Si de pronto se producía una pelea o una discusión, la gente siempre intervenía para calmar los ánimos. Por muy castigada por la guerra que estuviera Bar-Khos, o quizá por eso mismo, entre su población asediada pervivía un sentimiento de comunidad, de que compartían unas vidas con un propósito común que trascendía cualquier credo, religión o ideología. En Q’os, sin embargo, el carácter de la gente tenía algo de avinagrado e individualista. Era como si les hubieran prometido de todo en sus vidas —sí, y lo habían obtenido todo también— y, sin embargo, allí seguían, más atribulados y descontentos que antes.
Tal vez lo que Nico necesitaba con urgencia era un vasto espacio verde para contrarrestar la presencia permanente y opresiva del hormigón y el ladrillo. Ni corto ni perezoso detuvo a un muchacho en medio de la calle y le preguntó cómo llegar al parque más cercano, con la esperanza de que el chico no lo mirara con ojos bizcos por la confusión y le respondiera que en Q’os no había ese tipo de cosas.
Por el contrario, el muchacho le dio unas indicaciones muy sencillas, pues sólo estaba a una manzana. Nico torció la esquina y se le iluminó la mirada. Era cierto, justo delante de él se extendía un pequeño parque cercado por una verja negra de hierro forjado. Apresuró el paso y enfiló hacia la entrada; la gravilla del sendero crujía bajo sus pies. Fue aminorando la marcha para embeberse del paisaje. El parque era interesante a su manera, y estaba prácticamente vacío, sólo se atisbaba alguna que otra figura solazándose sentada entre los arbustos y un puñado de borrachos arrellanados en la hierba alta y descuidada, como si alguien los hubiera plantado allí bajo el sol.
Nico eligió el lugar más apartado del resto de la gente y se sentó bajo un árbol. Con el rostro al sol de la tarde, casi empezaba a relajarse. Se le cerraron los ojos y se imaginó en otro lugar: en su casa de Khos, sentado en las colinas boscosas que se levantaban detrás de la pequeña granja de su madre.
En días como ése solía salir de excursión acompañado por Boon y con la mochila a la espalda, donde llevaba un trozo del keesh recién hecho por su madre, algo de queso, un frasco con agua, su reclamo de aves, unos anzuelos e hilo de pesca. Acometía la ascensión dejando atrás sus preocupaciones y avanzaba por las pendientes sudando y respirando trabajosamente, envuelto por el aire fresco y vigorizante de los valles montañosos; su espíritu se aplacaba un poco más a cada paso mientras Boon correteaba de un lado a otro olfateando el suelo atento al rastro de conejos, ratones, o cualquier animal que pudiera cazar.
A veces, cuando Boon ya se había tranquilizado lo bastante como para tenderse en el suelo y aguantar quieto, Nico se dedicaba a la pesca en las charcas de las montañas y capturaba una trucha arco iris tras otra, que luego llevaría con orgullo a su madre para la cena. En otras ocasiones, cuando tenía un ánimo más contemplativo, buscaba una superficie llana entre las rocas desde donde se dominara algún estanque profundo y se dedicaba a lo que llamaba la pesca con guijarros: arrojaba piedrecitas que hacían un plaf sordo al impactar con el agua y las veía hundirse con nitidez. Si la suerte le sonreía, desde su escondrijo en el margen del lago salía disparada hacia el guijarro una trucha joven, que volvía a alejarse en cuanto descubría que no era nada comestible. El objetivo de Nico no era capturar peces, sino observarlos. Podía pasarse horas así, horas.
Si no se le había hecho tarde, Nico ascendía a la cumbre de la montaña más cercana sin importarle el hambre, el cansancio ni el dolor de pies, preguntándose si su padre alguna vez habría pisado el terreno por el que avanzaba cuando salía de caza o durante alguna de sus excursiones solitarias. Cuando coronaba el pico, se dejaba caer en el suelo junto a Boon—, resollando penosamente y embriagándose con las vistas de la vasta extensión de tierra a sus pies y el distante azul verdoso del mar. El salitre impregnaba el aire que corría allí arriba y que Nico aspiraba a bocanadas. Se le erizaba el vello con las suaves ráfagas de viento. Se sentía en paz con el mundo. Su vida encajaba en un contexto auténtico y sus problemas se le figuraban una nimiedad; se daba cuenta de que nada importaba de verdad, ni sus miedos ni sus inseguridades, ni sus esperanzas ni sus anhelos. Todo era pasajero y estaba en continuo movimiento, sólo parecía existir el momento presente, la conciencia de vivir en un instante concreto. Entonces miraba a Boon a los ojos y se daba cuenta de que el perro ya conocía ese estado del espíritu y envidiaba la simplicidad de su existencia.
—¡Eh! ¡Hola!
Al oír la voz Nico regresó de sus evocaciones y abrió los ojos. Poco a poco comenzó a distinguir los colores; en un principio únicamente vio una silueta verde que se levantaba delante de él recortada contra el cielo. Estiró el cuello y se protegió con la mano los ojos del sol.
Era Serése, con los brazos en jarras y el ceño fruncido.
—Me has quitado el sitio —espetó antes de que Nico pudiera hablar.
—¿Qué? —inquirió el muchacho, incorporándose.
—Que me has quitado el sitio —repitió Serése.
Nico esbozó una sonrisa, desconcertado, y paseó la mirada por los borrachos y los drogadictos diseminados por el pequeño parque.
—Ya entiendo. Vienes a menudo por aquí, ¿verdad?
Serése se sentó junto a él y lo empujó a un lado para tener más espacio junto al tronco del árbol. Nico notó el cálido cuerpo de la joven apretado contra el suyo y sintió un estremecimiento que le recorrió la espalda de arriba abajo.
—Nuestra pensión está aquí cerca —explicó Serése—. Mi padre se negó en redondo a que me quedara en el cuchitril de los muelles donde han estado alojados él y Aléas estos días, así que nos hemos trasladado a una pensión mejor. Ellos han regresado a la habitación para descansar y discutir el plan. A mí no se me ocurre nada más tedioso; preferí salir a dar un paseo y buscar un sitio donde sentarme al sol. —Miró en torno a sí, con la nariz arrugada—. Y me temo que eso es todo.
Sacó un cigarrillo marrón liado a mano del bolsillo y encendió una cerilla para prender la punta. Le dio una calada y soltó una bocanada de humo; el olor a hazii asaltó las fosas nasales de Nico.
—¿Fumas? —preguntó Serése, ofreciéndole el cigarrillo.
La madre de Nico afirmaba que el hazii era perjudicial para los pulmones, peor aún que la grindelia. Y debía ser cierto, porque ella misma sufría unos accesos de tos que parecía que iban a acabar con su vida después de una noche filmándolo. Nico estuvo a punto de declinar la invitación, pero entonces se dijo que por qué no y lo cogió con cautela. Aspiró un hilito de humo que le llegó hasta los pulmones y devolvió tosiendo el cigarrillo a Serése.
—¿He interrumpido algo? —preguntó la muchacha ante el silencio de Nico, que todavía no había regresado por completo de las colinas de Khos.
—No, sólo me había puesto a recordar.
—Bueno, pues en ese caso no te molesto más. —Se puso en pie con un solo movimiento elegante, como si fuera un gran gato.
—Por mí no te vayas —repuso rápidamente Nico.
Serése alargó la mano hacia el chico.
—Estaba tomándote el pelo. Si vamos a pasar la tarde juntos, preferiría no hacerlo aquí.
Nico no podía estar más de acuerdo, así que aceptó su mano y dejó que tirara de él para levantarlo.
—¿Y adonde sugieres que vayamos? —preguntó, todavía las manos de ambos entrelazadas.
Ella se encogió de hombros.
—Caminemos un rato.
Le soltó la mano y le tomó del brazo. El aire empezaba a soplar frío a medida que el sol se escondía tras los edificios de los alrededores. Por todas partes los envolvía el trajín de los peatones que recorrían apresuradamente las calles arriba y abajo; los esclavos con los cuellos apresados por los grilletes de hierro acarreaban pesadas cargas que mantenían en equilibrio sobre sus cabezas. Pasaron por delante de varios restaurantes cuyas puertas abiertas despedían aroma a comida.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Nico, aunque él mismo no sentía ningún apetito.
Serése meneó la cabeza y su melena oscura se contoneó sobre sus hombros.
—Necesito un poco de aire fresco. ¿A veces no te gusta simplemente caminar?
—Por supuesto —respondió Nico al punto.
Serése le pasó otra vez el cigarrillo de hazii y en esta ocasión Nico le dio una buena calada.
—Parece que después de todo Aléas y tú os habéis hecho buenos amigos.
—Supongo. Aunque no es que Baracha… es decir, tu padre, lo apruebe del todo.
—Claro que no. Eres el aprendiz de Ash.
Nico se volvió a la muchacha con una mirada inquisitiva. Ella se encogió de hombros.
—El maestro Ash es el mejor roshun de la orden —reveló Serése—, y todo el mundo lo sabe. A veces eso molesta a mi padre, pues siempre ha albergado el deseo malsano de convertirse en el mejor. No soporta que no sea así. Pero no se lo tengas en cuenta. Mi madre me contó cosas sobre su infancia y sobre mi abuelo, que al parecer era un hombre violento y autoritario, además de estrecho de miras. Humillaba a su hijo a la menor ocasión y hasta el día que murió no le demostró otro sentimiento que no fuera desprecio. Eso modeló el carácter de mi padre, y no puede hacer nada para remediarlo.
Nico reflexionó un instante y trató de cotejar esa descripción con el alhazií autoritario que él había conocido.
Pasaron por delante de las cafeterías de las calles laterales, donde las conversaciones de los clientes se desarrollaban en un tono cada vez más enérgico y escandaloso. Las sombras empezaban a alargarse.
—En cierta manera a mi madre le ocurre lo mismo —dijo Nico tras un silencio—. Algo que le ocurrió en el pasado sigue perfilando su carácter.
—¿También sus padres?
—No. Mi padre.
Serése dijo algo, pero Nico no lo oyó. Su paso brioso fue debilitándose hasta que finalmente se detuvo en seco.
Justo delante de ellos algo rodaba por el suelo y Nico se quedó mirándolo con gesto sorprendido. Era una semilla de cicado; su verdor lozano contrastaba con el gris apagado de los adoquines. Alrededor de la semilla se extendía un manto de hojas quebradas y pisoteadas entre las que se atisbaban varias semillas similares, aunque de un tamaño menor del habitual. Nico alzó la vista y observó uno a uno los pisos del edificio junto al que caminaban. Por el filo del lejano tejado asomaban las ramas de un árbol.
Serése siguió su mirada.
—Un jardín de azotea —explicó la muchacha—. A la gente rica le gusta tener uno. —Frunció fugazmente los labios—. Vamos —añadió, escabulléndose por un callejón que se extendía por un flanco del edificio.
Nico salió tras ellas y Serése se detuvo bajo una escalera fijada al enladrillado de la fachada: una salida contra incendios a la que se accedía desde una ventana en cada planta del edificio y que llegaba al tejado. Nico comprendió qué se proponía la muchacha y la excitación se apoderó de él.
Serése se encaramó a sus hombros para tomar impulso. A Nico se le dibujó una sonrisa; le temblaban las piernas bajo el peso de la muchacha, que flexionó las rodillas y dio un salto para aferrarse al primer peldaño de la escalera de madera; se impulsó hacia arriba y Nico se quedó admirando su figura ágil mientras ella tiraba del seguro que mantenía la escalera plegada.
La escalera corredera se abrió con estrépito y aterrizó justo a los pies de Nico.
—¿A qué esperas ahí boquiabierto? —le preguntó, jadeando.
El jardín de la azotea era pequeño, pero estaba bien cuidado. Una mano esmerada le había permitido desarrollarse con naturalidad sin llegar al punto de parecer un mero pedazo de selva. Hileras de árboles enanos plantados en tiestos de barro y espesos arbustos en arriates con la superficie cubierta de diminutas astillas definían su contorno, mientras que en el espacio interior crecía la hierba con total libertad, salpicada de flores azules y amarillas. Justo en el centro había una pequeña fuente. Sus aguas discurrían por un cauce artificial, construido con piedras lisas pero irregulares que pretendían darle la apariencia de un minúsculo arroyo de montaña.
Nico y Serése admiraron aquel reducto de naturaleza casi salvaje aislado por completo de los edificios de los alrededores; tenían la sensación de encontrarse en cualquier sitio menos en las entrañas de la metrópoli más grande del orbe. Al fondo del terrado había una caseta con una puerta, sin duda un acceso a la escalera del edificio. Serése intentó abrirla, pero descubrió complacida que estaba cerrada con llave. Se sentaron en un banco junto al arroyo y disfrutaron en silencio del regalo del jardín secreto. Hasta allí arriba el runrún de la ciudad llegaba como un zumbido apenas audible.
Serése encendió otro cigarrillo de hazii y arrojó una bocanada de humo a la luz mortecina.
—Estuviste muy bien —dijo la muchacha—. Me refiero a anoche.
Lo ocurrido la noche anterior era un tema que todavía no había mencionado ninguno de los dos.
—¿De verdad lo crees? Estaba tan asustado que me quedé paralizado por el miedo.
—¿Y? No fuiste el único. Sin embargo, hiciste lo que tenías que hacer. Demostraste tu valentía.
Nico contempló con detenimiento a la muchacha sentada a su lado, mirándola como era debido y despojado de todo atisbo de timidez y formalidad. De repente reparó en algo que se escondía tras aquella máscara luminosa y bella. Serése tenía los nervios a flor de piel y reclamaba a gritos que alguien aliviara su soledad.
La muchacha dio otra calada profunda al cigarrillo y lo pasó a Nico.
—¿Valentía? —repitió el muchacho como si fuera la primera vez en su vida que pronunciaba la palabra.
El rostro del hombre que había matado se apareció fugazmente delante de él: su mirada resuelta hasta el mismo instante que Nico lo alcanzó con su acero, cuando adquirió un gesto de sorpresa que fue tornándose progresivamente en la mirada de un hombre que comprende que va a morir.
—No, no fue la valentía precisamente lo que me empujó a hundir la espada en el estómago de aquel hombre. Fue el miedo. No quería morir allí. No quería que me matara. De modo que yo lo maté antes.
Le sorprendió hablar con tanta franqueza de sus sentimientos más íntimos. Se preguntó si habría cambiado algo en su interior, si habría madurado desde la noche anterior. Tal vez sólo se trataba de los efectos desinhibidores del cigarrillo de hazii.
—Es curioso —continuó reflexionando en voz alta Nico—, desde que me marché de Khos me he dado cuenta de unas cuantas cosas. Por ejemplo sobre mi padre. Fue el hombre más valiente que he conocido jamás, aunque en su momento no fui capaz de comprenderlo. Creo que en lo más profundo de mi interior, después de que lo abandonara todo y huyera, albergaba el temor de que en realidad fuera un cobarde. Cuando era más joven, tenía esos conceptos de valentía, del valor en el campo de batalla y de todas esas cosas que se cuentan en las historias, por supuesto. Pero ahora me hago una idea de lo que debió de pasar mi padre cada uno de los días que vivió bajo las murallas, y me pregunto cómo fue capaz de aguantar tanto tiempo de esa manera, levantándose todas las mañanas consciente del día que lo esperaba. Ahora entiendo por qué eligió cambiar de vida y alejarse de todo eso sin detenerse un momento a reflexionar sobre lo que podía depararle el futuro. Me conformaría con haber heredado la mitad de su entereza.
Nico dirigió la vista al cigarrillo que sujetaba entre los dedos; se había olvidado por completo de él y se había apagado. Se lo devolvió a Serése. La cabeza le daba vueltas.
—La valentía es algo de lo que no sé mucho, Serése… Desconozco de qué se trata. Cuando estoy en apuros, lo que siento sobre todo es miedo.
Serése prendió de nuevo el cigarrillo liado a mano. Estaba sentada con la barbilla apoyada sobre un puño.
—Te entiendo —repuso con voz queda—. Anoche también fue mi primera vez. Creo que tampoco lo estoy llevando demasiado bien.
De repente, sus ojos se abrieron alarmados. Una sombra atrajo sus miradas hacia el cielo y vislumbraron un agente volador que pasaba por encima de ellos y remontaba el vuelo con sus alas de murciélago negras, impelido por las corrientes de aire caliente que se deslizaban sobre la ciudad. Un escalofrío sacudió el cuerpo de Serése.
—¿Estás bien?
—Sí —le tranquilizó, aunque el tono de su voz delataba su zozobra.
«Distráela», le sugirió una voz en su interior.
—Cuéntame algo de ti, Serése.
—¿Qué quieres saber?
—No sé… ¿Por qué no me hablas de tu madre?
Sacar ese tema fue un error, lo vio inmediatamente en los ojos de la muchacha. Aun así, ella hizo un esfuerzo.
—Mi madre murió hace algunos años. Así fue como me reuní con mi padre; apareció cuando mi madre enfermó. Vino a vernos Minos y cuando ella falleció, me llevó con él a Cheem. Me quedé allí, en las montañas, con todos esos hombres entrenándose para convertirse en asesinos, hasta que cumplí los dieciséis.
—¿Nunca te planteaste seguir los pasos de tu padre?
—¿Yo? ¿Convertirme en roshun? No, odiaría llevar ese tipo de vida.
—¿Y cómo llegaste aquí?
Serése sonrió, si bien en su sonrisa torcida no había ni pizca Je regocijo.
—Acabé harta de todo aquello, estaba volviéndome loca. Intenté huir un par de veces. En una ocasión me enamoré y eso causó una gran conmoción en el monasterio. Entonces, el anciano Osho me propuso mudarme a Q’os. La agente destinada aquí empezaba a tener problemas de salud y necesitaba una ayudante. Así que no desaproveché la oportunidad. La señora Sar falleció de tisis a principios de año y yo acepté permanecer aquí hasta que encontraran a alguien para reemplazarla. —Fijó la mirada en d cigarrillo que había vuelto a apagarse en su mano. Lo arrojó lejos—. ¿Y qué me dices de ti, mi joven inquisidor? ¿Cómo acabaste tú mezclado en todo esto?
—Esa misma pregunta me hago yo últimamente.
—Lo dices como si te arrepintieras.
Nico se levantó y se acercó a la fuente, haciendo como que examinaba concienzudamente las líneas de la miniatura, aunque en realidad no les prestaba atención.
—No era mi intención ser indiscreta —se disculpó Serése a su espalda, intuyendo algo en la reacción de Nico—, he debido fumar demasiada hierba. —Vaciló unos instantes, intentando encontrar una excusa mejor—. Tienes algo especial, Nico. Algo que invita a hablar.
La fuente parecía verdaderamente una charca de las montañas, y Nico casi esperaba ver una trucha en miniatura deslizándose por el agua.
—De todas formas tienes razón. Me arrepiento de algunas decisiones. Desde anoche no dejo de repetirme que nunca debí haberme ido de Bar-Khos. Ahora me doy cuenta de que todo esto —paseó la mirada a su alrededor sin fijarse en nada en particular—, que esto no es una forma de vida. Un asesino en ciernes… ¿Sabes? En el monasterio estaba tan preocupado por hacerlo bien que no era consciente de para qué estaba preparándome. Sin embargo, hoy lo tengo justo delante de los ojos.
Serése se acercó a él y Nico vio el reflejo de la muchacha en el agua. El joven aprendiz se pasó la mano por el rostro y resopló tapándose la boca con ella.
—Quizá me sienta mejor cuando deje esta ciudad —añadió, mirando a la muchacha y esforzándose por quitar gravedad al tono de su voz—, dime, ¿tú te quedarás en Q’os cuando todo esto termine?
—No. Por seguridad tendré que marcharme.
—¿Y adonde irás?
—Con el dinero que tengo ahorrado pensaba… pensaba viajar un poco y volver a visitar Mercia antes de que pierda su independencia. Hace años que me marché de las islas y he oído que no son peligrosas para una mujer que viaja sola. —Había una sonrisa implícita en su voz—. Procuraré relajarme y tomarme la vida según venga, cargada únicamente con las cosas que me quepan en la mochila. Sola y sin preocupaciones. Ahora mismo me parece un plan perfecto.
—Y a mí —convino Nico, en un tono nostálgico del que él mismo se sorprendió. Sí, sonaba maravilloso: echarse una mochila a la espalda y recorrer las islas de los Puertos Libres.
Por un momento se recreó en la fantasía de emprender aquella aventura acompañado de una muchacha como Serése, disfrutando de cada nuevo día libres de miedos y amenazas. Su rostro se iluminó con el fuego interior que había prendido esa idea, por imposible que fuera.
—¡Entonces vente conmigo! —sugirió Serése, con una sonrisa en los labios—. Seríamos buenos compañeros de viaje. —Y añadió, todavía en un tono jocoso—: Pondría la mano en el fuego.
—Pero si apenas nos conocemos.
—Pero nos llevamos bien, ¿no? Esas cosas se perciben nada más conocer a alguien.
—Por favor, basta.
—¡Ah! ¿No te gusta cómo suena la idea? —Hizo un mohín.
—Ahora mismo daría lo que fuera por poder hacer algo así.
La sonrisa se esfumó de los ojos de Serése. Nico sintió el tacto de la mano de la joven en su brazo.
—Entonces, ¿qué te ata a este lugar? Eres un aprendiz, no un esclavo.
—Estoy en deuda con el maestro Ash. Tenemos un… un trato, y no lo romperé.
—¿Crees que no te dejaría marchar si descubriera qué deseas en realidad?
—No sé lo que haría —respondió Nico—, como mínimo se sentiría traicionado.
—Nico… —suspiró Serése—, Ash es un buen hombre, estás subestimándolo. Me he fijado en él cuando estáis juntos. Se preocupa por ti.
Nico se puso rígido y soltó el brazo de la mano de la muchacha.
—Tengo mis dudas. Me soporta, sí, pero me evita siempre que puede.
—Me extraña que un tipo de tu astucia lo haya pasado por alto —repuso Serése casi en un susurro.
Él no entendió a qué se refería.
—El maestro Ash es un hombre reservado. Guarda las distancias incluso con las personas que conoce desde hace más tiempo. Ha sufrido mucho a lo largo de su vida, Nico. Como todos los extranjeros procedentes de tierras remotas. Estoy segura, aunque él lo negaría, de que no soportaría otra pérdida.
Nico permaneció en silencio. El murmullo del agua al correr invadía el pequeño jardín. La temperatura había descendido notablemente desde que estaban allí y Nico había empezado a temblar. La humedad impregnaba la atmósfera y veía las nubes de vaho que formaba su aliento delante de él.
—Empieza a hacer frío.
—Está cayendo la niebla —repuso Serése.
—¿Niebla? ¿Ahora? El clima en esta ciudad es un poco extraño.
Llega desde las montañas del interior del continente. Será mejor que regresemos si no queremos morir congelados. Nico paseó sin prisa la mirada por el jardín una última vez antes de darle la espalda. Se le dibujó una sonrisa en los labios.
—El maestro Ash tiene una historia a propósito de morir por congelamiento. Te la contaré durante el camino de vuelta.
La habitación recibió con indiferencia a Nico a su vuelta a la pensión. Había gastado la última moneda que llevaba encima en abrir la puerta, así que en medio de la oscuridad buscó a tientas algún cuarto de maravilla que todavía pudiera quedar en el fondo de la pila del lavabo. Por suerte encontró uno y lo utilizó para encender la lámpara de gas. Fue a sentarse en el catre, se envolvió con la delgada manta y se puso a pensar en esas últimas horas mientras su cuerpo entraba poco a poco en calor.
Ash regresó por la noche y parecía aún más fatigado que horas antes. Chocó contra la pila del lavabo como si no la hubiera visto.
«Otra vez el dolor de cabeza», barruntó Nico.
El anciano roshun le saludó con un simple gruñido mientras se tumbaba sobre la cama inferior de la litera. Nico se preguntó lo que habría estado haciendo su maestro durante todo el día y se planteó soltarle la pregunta a bocajarro; sin embargo, lo más probable era que Ash lo mandara callar. Además, tenía otras cuestiones más acuciantes que le exigían una respuesta.
—La noche es fría —observó el anciano al cabo.
—Gélida.
—¿Has cenado?
Nico cayó en la cuenta de que no había comido nada en horas.
—No, pero no tengo hambre. Este lugar me quita el apetito.
Ash se levantó penosamente de la cama, revolvió en el interior de su mochila y sacó una torta de avena envuelta en papel.
—Maestro Ash… —empezó Nico, y esperó a que el anciano se volviera a él.
Ash le tendió la torta.
—Come —le ordenó. Pero Nico la rechazó con un gesto de la cabeza.
—Maestro Ash, quería hablarle de una cosa.
—Pues habla.
Nico aspiró hondo, haciendo acopio de todo su valor.
—Verá, he estado dándole vueltas en la cabeza… y no estoy seguro de estar hecho para esto. Me refiero a lo de ser un roshun.
A Ash le bizquearon los ojos, como si tuviera problemas para ver con nitidez. Rompió el envoltorio de la torta y le dio un bocado sin apartar la mirada de Nico.
—No sé si doy la talla —las palabras salían como un torrente de la boca de Nico—. Este trabajo… es peor de lo que esperaba. Y anoche… —meneó la cabeza—. Ser soldado y luchar para defender mi patria es una cosa, pero esto otro no me convence.
—Nico —le interrumpió su anciano maestro, con las mejillas salpicadas de migas de la torta—, si quieres dejar de ser mi aprendiz, simplemente dímelo y ahora mismo me pongo a arreglar las cosas para que puedas volver a casa.
Nico se enderezó de un respingo.
—Pero ¿qué hay de nuestro trato?
—Lo has llevado de la mejor manera que has podido. Has trabajado duro y te has enfrentado al peligro. Sólo dime las palabras precisas e iremos al muelle ahora mismo y te encontraré un camarote en un barco. Puedes pasar la noche a bordo y por la mañana el buque zarpará y te llevará lejos. No te guardaré rencor. Yo mismo haría lo mismo si pudiera.
Nico se dio cuenta de que Serése tenía razón: Ash era un buen hombre.
El anciano envolvió el resto de la torta y se dio la vuelta para guardarla de nuevo con manos torpes en la mochila.
—Entonces, ¿quieres irte? —preguntó en un tono como distraído, todavía de espaldas a Nico.
Nico contempló la figura del extranjero de tierras remotas desde lo alto de la litera. Esa noche el anciano parecía derrotado por la fatiga. La postura de su cuerpo, ligeramente encorvado sobre la mochila, inmóvil… Parecía que ni siquiera respiraba mientras esperaba la respuesta.
La pregunta de Ash había quedado flotando en el aire y parecía crecer como un globo que se interponía entre ambos y los alejaba; en ese momento eran unos completos extraños separados por sus caminos divergentes.
«Estás muriéndote», la idea brotó espontáneamente en la cabeza de Nico. Parpadeó sin dejar de mirar a su maestro mientras le daba vueltas en la cabeza a los dolores de cabeza del anciano, a la ingesta continua de hojas de stevia y a su necesidad apremiante de tomar a su cargo un aprendiz. Ash estaba enfermo y sabía que su estado ya sólo empeoraría. De repente, Nico se sintió sobrepasado por los acontecimientos. «Si me marcho ahora y dejo a este anciano solo en este horrible lugar, no pasará un solo día de mi vida que no me lo reproche».
—No, maestro —se oyó responder Nico—, es sólo que esta ciudad está acabando conmigo.
Ash permaneció por unos momentos de espaldas a Nico y sus hombros se alzaron al aspirar una bocanada de aire fresco.
Cuando se volvió, la distancia que los separaba había desaparecido y de nuevo retornaron a sus familiares papeles de maestro y discípulo.
—Deberías dormir un poco —sugirió Ash—. Mañana será un día largo. Si quieres, podemos retomar la conversación por la mañana.
Nico se tumbó con la cabeza apoyada en un brazo. Ash adoptó su habitual postura de meditación en el suelo y realizó sus ejercicios de respiración en silencio, con los ojos fijos en un punto de la puerta.
Nico contempló el techo, del que lo separaba poco más de medio metro, y examinó las grietas que recorrían el yeso, la luz cálida y titilante y las manchas oscuras de humedad. Oía el repiqueteo de las monedas que caían de vez en cuando desde las plantas superiores por los conductos de recogida que recorrían las paredes y que debían de desembocar en una cámara de seguridad instalada en el sótano de la pensión.
Se preguntó cuánto tiempo le quedaría a su maestro. Debía padecer algún tipo de enfermedad terminal. Había resuelto permanecer a su lado pese a las dudas que lo acuciaban, pese a que era consciente de que era una decisión en la que los sentimientos de lealtad y compasión sustituían el deseo sincero de quedarse.
Enseguida cayó dormido y soñó que enterraba a su maestro junto a Boon. Serése estaba allí con él y pronunció unas palabras junto a la tumba. Nico no habló, sino que depositó la espada de su maestro sobre la tierra allanada. Cuando Serése y él se dieron la vuelta y se alejaron de la tumba, sentía una mezcla de tristeza y alivio. Era como si a cada paso que se distanciaba de donde yacía su maestro el nudo que tenía en el estómago se aflojara.
Serése y él llevaban mochilas a la espalda. Por un tiempo que le pareció una eternidad, Nico soñó que viajaban juntos, despreocupados y enamorados.