Capítulo 17
La guerra subterránea
Mann pasó buena parte del día bajo tierra.
El general Creed lo había enviado al laberinto de túneles y cámaras que se extendía a través de la tierra y los escombros de los cimientos de la muralla exterior —la muralla de Kharnost—, donde los zapadores y el Cuerpo Especial trabajaban a destajo para impedir que el enemigo socavara el Escudo. Sus instrucciones habían sido de lo más simples: una evaluación independiente del estado de los hombres allí destinados.
«Parecen fantasmas», concluyó Bahn tras la primera hora en aquellas penumbrosas y frías galerías subterráneas donde se trabajaba duro y a veces se luchaba.
Los zapadores presentaban un aspecto harapiento y roñoso. La mayoría eran criminales que habían conmutado sus condenas por el aquel trabajo; aunque también servían voluntarios, buena parte de ellos antiguos mineros y trabajadores cualificados. Cualquier fragmento de su piel limpia de mugre resplandecía con una palidez enfermiza a la mortecina luz oscilante de las linternas. Cavaban en la tierra, transportaban escombros y apuntalaban techumbres con vigas alquitranadas en el silencio abyecto de un ataúd. Las jornadas de trabajo de los esclavos eran inhumanas y agotadoras, y se les concedía poco tiempo para dormir. Trabajaban en turnos de once horas, medio día —que en los túneles daba la sensación de ser el doble de tiempo—, tras las cuales salían a la superficie, se embebían de aire fresco y se frotaban los ojos bañados por el sol abrasador como quien regresa de la muerte.
El Cuerpo Especial era un mundo aparte. Sus miembros eran enjutos, tenían un aspecto feroz, embutidos en sus compactos coseletes de piel negros, y sus rostros solían estar surcados por cicatrices—. Se repartían en pelotones y ocupaban minúsculas cámaras con las dimensiones justas para acogerlos, donde jugaban a las cartas, remendaban su equipo o simplemente esperaban —con los ojos apagados por el aburrimiento— una repentina señal de alarma. Acostumbraban a llevar perros: animales fuertes y con la cara chata criados expresamente para las batidas subterráneas y con tantas cicatrices como sus amos. Éstos también iban enfundados en unos sencillos coseletes de piel y permanecían con las correas atadas a unos postes; de vez en cuando sacudían las orejas como reacción a los ladridos distantes de otros perros sepultados en los túneles. El aire allí abajo era viciado y apestaba a rancio. La escasa luz obligaba a mantener la vista continuamente forzada y la presión del silencio palpitaba en los oídos, como preludiando un acontecimiento terrible.
Era la primera vez que Bahn visitaba los túneles. Como la mayoría de los soldados corrientes, se congratulaba de evitarlos y escuchaba los relatos de las batallas bajo tierra con una mezcla de horror por lo que pasaban aquellos hombres y de alivio por no encontrarse entre los destinados allí abajo. No podía evitar pensar en su hermano y en cómo debía haber matado el tiempo en aquellas galerías, sumido en el tedio más absoluto, durante sus turnos como voluntario del Cuerpo Especial, consciente de que en cualquier momento podía sonar la alarma que lo reclamaba para acometer una batalla desesperada y sórdida en algún túnel de una oscuridad impenetrable, no más alto ni más ancho que él mismo. Su hermano Colé había pasado dos años encerrado en aquellas galerías, hasta que había sucumbido a la tensión permanente con la que se cohabitaba ahí abajo y había desertado del ejército y abandonado a su familia y todo lo demás. Nunca había hablado de sus vivencias bajo tierra, ni siquiera con Bahn.
Bahn llegó al extremo de un túnel con el techo tan bajo que tuvo que agacharse para esquivar las vigas combadas y putrefactas. El túnel se prolongaba varios cientos de metros serpenteando bajo tierra, iluminado por unas linternas tan alejadas unas de otras que las luces que emitían nunca se solapaban; con una puerta maciza al final de cada tramo que un miembro del Cuerpo Especial se encargaba de abrir y cerrar a su paso, y con un suelo de tierra apisonada en declive que volvía a empinarse hasta los cimientos de la muralla Kharnost y luego continuaba hacia tierra de nadie.
En el extremo del túnel, con esa sensación de presión sobre la cabeza, como de un cielo de tierra, Bahn fue guiado hasta un taburete de madera en los confines fantasmagóricos de un puesto de escucha, una sala en la que apenas cabían el par de camastros, el escritorio, el balde para defecar y los dos miembros sudorosos del Cuerpo Especial apostados ahí. Se sentó un tanto titubeante y apretó la oreja contra la boca de un dispositivo cónico que semejaba el cuerno de un toro, a su vez pegado a una sólida pared de tierra.
En el silencioso abismo de aquella sala, Bahn escuchó los alaridos apagados y frenéticos de un hombre.
—Imagino que será un zapador enemigo —señaló uno de los miembros del Cuerpo Especial—. Atrapado en un derrumbamiento.
Bahn levantó la mirada y reparó en la sonrisa del soldado.
—También debe de ser un novato, de lo contrario no gritaría de esa manera.
Su compañero alzó los ojos del trozo de madera que estaba tallando sentado.
—Siempre llevan una campanilla encima, de modo que si quedan atrapados, desatan el badajo y la hacen sonar para pedir ayuda. Así consumen menos oxígeno que gritando. —Apoyó la cabeza contra la pared—. Este, sin embargo, está sufriendo un ataque de pánico.
Bahn dejó a ambos en su lúgubre habitáculo y se marchó. Durante el viaje de vuelta, montado en la misma carreta de ruedas diminutas que se deslizaba por unos raíles metálicos tirado por una mula enana, se oyó la señal de alarma. Se encontraban en una encrucijada de túneles y por la galería de su izquierda llegaba el sonido de las campanas lo suficientemente alto como para asustar a la mula.
—Vamos, ya está —dijo el conductor, dirigiéndose al animal atemorizado en un intento de aplacarlo justo en el mismo momento en que un destacamento del Cuerpo Especial aparecía a la carrera, por la puerta del tramo que acababan de dejar atrás con los cuerpos encogidos y armados de dagas de empuje. La mula respingó inquieta y sacudió los cascos de las patas delanteras en el aire. La imposibilidad de liberarse de los arneses sólo acrecentó su pavor.
El conductor se inclinó hacia ella con los brazos extendidos para calmarla, chasqueando la lengua y hablándole con dulzura.
La mula le enseñó los dientes, puso los ojos en blanco, y empezó a cargar contra la pared, con arneses y todo, empotrándose contra ella, provocando con sus acometidas unos ruidos sordos como los de un puño poderoso aporreando el suelo. Bahn se bajó del vagón y acudió a echar una mano. Era evidente que tenían que apaciguar al animal antes de que se rompiera el cuello.
Pero el cuerpo del conductor le impedía acercarse, de modo que retrocedió, rodeó el vagón y enfiló por el otro lado del túnel. Se protegió la cara con una mano. Junto a él, la mula soltaba coces que astillaban la madera de la carreta y de paso sus propios cascos.
«Por aquí no conseguiremos nada —dijo para sí—. Hay que llegar hasta la cabeza».
Bahn dio un salto hacia delante aprovechando que la mula había bajado las patas, pero el animal lo vio acercarse y lanzó una coz que lo alcanzó de lleno en un costado y lo dejó sin aire. Bahn salió rodando por el suelo y sintió cómo se le clavaban los raíles de hierro en la espalda. Permaneció tumbado, tratando desesperadamente de respirar.
No había forma de calmar al animal, y al cabo, el conductor, con el semblante adusto, tuvo que rebanarle la garganta con su cuchillo.
«Loco misericordioso», pensó Bahn tiempo después, todavía con la mano apoyada contra su costado maltrecho y apretando el paso de sus zancadas hacia los haces de los rayos del sol que descendían por el pozo de entrada al túnel como los dedos de la mano de un dios benévolo…
«Aquí perdió la cabeza mi hermano».
Todavía presa de la agitación, Bahn no se sentía en condiciones de emprender la ascensión al ministerio y redactar inmediatamente su informe. Después de todo, su jornada ya había acabado, de modo que resolvió postergar el informe hasta la mañana siguiente, detuvo una calesa de dos ruedas que vio pasar y le dio las señas de su casa al conductor mientras se encaramaba al angosto asiento y contemplaba maravillado el cielo esplendoroso que se desplegaba sobre su cabeza.
Las calles bullían con el habitual ajetreo de tráfico y tenderetes. La calesa serpenteaba entre la multitud con cierta dificultad, al trote lento del conductor, que tenía que dar voces para que le despejaran el paso. Enfilaron por el barrio del Barbero y pasaron por las calles que habían visto crecer al Bahn adolescente, por entonces un distrito humilde pero de vecinos muy unidos, con peluquerías, pequeños comercios y ruinosos edificios residenciales; sin embargo, ahora sus calles estaban ocupadas en su mayoría por los carritos de los mendigos y por prostitutas que chismorreaban, algo que antes del inicio de la guerra era impensable encontrarse a plena luz del día. Según las rebasaba subido a la calesa, a Bahn se le iban los ojos detrás de las chicas de la calle, cuya vestimenta apenas ocultaba un centímetro de su anatomía.
Ya era entrada la tarde cuando llegó a su casa, del barrio norte de la ciudad, ubicado en la zona más alejada del Escudo que podía encontrarse. Aliviado por dejar atrás una nueva jornada laboral, bajó de la calesa y puso el pie en la calle delante de su casa justo cuando su cuñada Reese subía a su carreta.
«Qué cosas más extrañas ocurren», pensó Bahn, viendo la mano del destino, o de Dao, en aquella coincidencia, todavía con el recuerdo fresco de su hermano dándole vueltas en la cabeza.
Reese lo abrazó y le dio un beso en la mejilla mientras entraban en la pequeña vivienda de dos pisos. Era más espaciosa que el primer hogar que había compartido con Marlee encima de los baños públicos, aunque el espacio seguía siendo reducido. La casa estaba vacía, lo que en un principio sorprendió a Bahn hasta que recordó que su esposa y sus hijos habían ido ese día a visitar a la hermana de Marlee.
Bahn y Reese tomaron chee y charlaron en la terraza de la planta superior. No se habían visto desde la última visita de su cuñada a la ciudad.
—¿Dónde está Los? —preguntó Bahn por educación, pues se sentía en la obligación de interesarse por la última pareja de su cuñada aunque sólo fuera por mantener las formas.
Reese se limitó a encogerse de hombros. Bahn sabía que Los podía desaparecer durante días sin dar noticias de su paradero. Para jugar e ir de putas, colegía Bahn a partir del vago contacto que había mantenido con él. Los estaba en edad de alistarse, lo que significaba que hacía oídos sordos al llamamiento o bien había comprado con éxito su exención.
Era una vergüenza, discurría Bahn, pues sin duda volvería junto a Reese en cuanto se quedara sin blanca y no tuviera otro lugar adonde ir.
—Ya se acerca la fecha del bautizo de vuestra hija, ¿no? —inquirió Reese, forzando una sonrisa.
—Sí —respondió Bahn, intentando mantener una respiración superficial. Se había dado cuenta de que de ese modo su costado magullado no le dolía tanto.
—Estoy reservando algo de comida para la ceremonia. Algunas patatas para hacer pasteles y pimientos en aceite. Me temo que es todo lo que puedo reunir.
—Es un detalle —suspiró Bahn—, Marlee parece no creerme cuando le digo que no hay alimentos almacenados en ningún lugar aparte de los que se ven en el mercado.
Reese asintió con el gesto pensativo y la vista fija en su taza.
—Algo te preocupa, Reese —observó Bahn—. Sabes que siempre lo noto.
Su cuñada permaneció callada, pero él no se dio por vencido y, mientras rumiaba qué decir a continuación, de repente le asaltó la probable causa de su zozobra.
—Se trata de Nico, ¿verdad?
Apareció un temblor en los párpados de Reese, que desvió la mirada.
—Se ha ido.
—¿Se ha ido? ¿Qué quieres decir? ¿Adónde ha ido?
De nuevo ese gesto encogiendo los hombros, como si ya no hubiera remedio para nada.
—Se ha marchado de la ciudad. Ha aceptado un puesto como… aprendiz.
—¿Qué?
Sintió una repentina punzada de dolor en el costado. Se esforzó en ralentizar el ritmo de su respiración mientras aguardaba la respuesta de Reese. Era evidente que su cuñada quería añadir algo, pero vacilaba, hasta que al cabo pareció darse por vencida, como si lo que tenía que decir fuera algo demasiado ridículo para pronunciarlo en voz alta.
—¿Has tenido noticias de él? ¿Se encuentra bien?
Al parecer Reese no sabía nada.
Normalmente, Reese no tenía problema en hablarle con franqueza; entre ellos existía una especie de confianza mutua, de complicidad, que se había acrecentado desde que Colé, hermano mediano de Bahn y padre de Nico, los había abandonado, como si esa pérdida común les permitiera compartir otra serie de intimidades y preocupaciones. A menudo hablaban de Colé y se comentaban hasta el rumor más insignificante que cualquiera de los dos hubiera oído por boca de los veteranos que se cruzaban en su camino o que les hubiera llevado noticias. De acuerdo con la información más reciente, el rastro de Colé se perdía en Pathia, donde se rumoreaba que había sido ahorcado acusado de robar en la vía pública. Si bien también había quien afirmaba que se había convertido en cazador, que cruzaba las montañas y se adentraba en el mundo del Gran Silencio, donde permanecía durante meses errando solo por la selva. Debía de estar seriamente trastornado, pensaba a menudo Bahn, para abandonar a una mujer como aquélla e irse a vivir solo a la selva.
El dolor en el costado se le había extendido hasta la vejiga y sintió la necesidad imperiosa de aliviársela. Maldiciendo a su cuerpo por su particular sentido de la oportunidad, se disculpó y se levantó.
—¿Estás bien? —le preguntó Reese.
—Sí, sólo un par de costillas doloridas. —No quería mencionar los túneles, que inevitablemente evocarían el recuerdo de Colé.
Bahn bajó al piso inferior y enfiló hacia el retrete del patio trasero. Orinó sangre. Se levantó la túnica y la sujetó con los dientes para examinar los feos moratones del costado, también se palpó en busca de alguna costilla fracturada. Contento porque las halló intactas, se peinó el pelo hacia atrás, se alisó la túnica y emprendió el camino de vuelta arriba.
En cuanto estuvo de regreso en la terraza se preguntó si no habría sido un error dejar sola a su cuñada. Reese seguía sentada, con un brazo apoyado en la barandilla de madera y sujetando la taza de chee sobre el regazo con la mano del otro, pero ahora contemplaba con una mirada inquietante la calle y las hileras de árboles que la recorrían.
No pareció percatarse de que su cuñado volvía a sentarse con un cuidado extremo. Bahn habría catalogado aquel comportamiento en cualquier otra persona como una escena de autocompasión… pero no en Reese.
—¿En qué piensas? —le preguntó suavemente.
Reese se volvió a él. Algo de su sonrisa efímera parecía contener una disculpa. La taza de chee en su regazo parecía ahora haber caído en el olvido.
—Estaba pensando… sólo estaba pensando que Nico y Colé ya no están aquí.
Su voz tenía un tono quedo, contenido, que a Bahn le recordó los gritos apagados del hombre atrapado bajo tierra de aquella mañana, sin otra cosa para ver, sentir u oír que la oscuridad que lo envolvía.