Capítulo XXV
Al cabo de dos meses, se cumplió el período de luto por la tía de Frances. Una mañana de enero, la primera de las vacaciones del Año Nuevo, fui a la Rue Notre-Dame-aux-Neiges en coche de alquiler, acompañado tan sólo por monsieur Vandenhuten, y tras apearme solo y subir las escaleras, encontré a Frances esperándome con un atuendo muy poco apropiado para aquel gélido día. Hasta entonces no la había visto nunca vestida de otro color que no fuera el negro o algún otro tono oscuro, y allí estaba, de pie junto a la ventana, toda de blanco, envuelta en un tejido de la más diáfana textura. El traje era sencillo, sin duda, pero resultaba impresionante y festivo, por ser tan claro, completo y vaporoso. Se cubría la cabeza con un velo que le llegaba hasta las rodillas; una pequeña corona de flores rosas lo sujetaba a su gruesa trenza griega y caía suavemente a ambos lados del rostro. Aunque parezca extraño, estaba o había estado llorando. Cuando le pregunté si estaba lista, me contestó: «Sí, monsieur», conteniendo un sollozo, y cuando cogí un chal que había sobre la mesa y se lo coloqué sobre los hombros, no sólo le rodaron libremente las lágrimas por las mejillas, sino que reaccionó a mis atenciones temblando como una hoja. Le dije que lamentaba verla tan deprimida y le pedí que me permitiera conocer el motivo. Ella se limitó a decir que le era imposible evitarlo; luego, dándome la mano voluntariamente, pero con cierta precipitación, salió de la habitación conmigo y bajó corriendo las escaleras con paso inseguro, como quien está impaciente por acabar de una vez con un asunto tremebundo. La ayudé a subir al coche; monsieur Vandenhuten la recibió y la sentó a su lado. Una vez en la capilla protestante, oficiaron uno de los servicios del devocionario, y salimos de allí convertidos en marido y mujer. Monsieur Vandenhuten entregó a la novia.
No hubo viaje de novios; nuestra modestia, protegida por nuestra pacífica y oscura condición social y la grata circunstancia de nuestra soledad, hacían innecesaria esa precaución. Nos retiramos de inmediato a una pequeña casa que había alquilado en el faubourg[135] más cercano a la zona de la ciudad donde desempeñábamos nuestra vocación.
Tres o cuatro horas después de la ceremonia de boda, Frances se había despojado del níveo vestido de novia, se había puesto un bonito vestido lila de tejido más cálido, un provocativo delantal de seda negra, un cuello de encaje ribeteado de cinta de color violeta, y se había arrodillado sobre la alfombra de nuestra salita, pulcramente amueblada, aunque no muy espaciosa. Estaba colocando en los estantes de una chiffonnière los libros que había sobre la mesa y que yo le iba dando. Fuera nevaba con fuerza. La tarde se había vuelto desapacible; el cielo plomizo parecía cargado de ventiscas y en la calle la blanca nieve llegaba ya a la altura del tobillo. En nuestra chimenea ardía un buen fuego, nuestra nueva morada resplandecía de limpieza. Los muebles estaban todos en su sitio, y no quedaban por colocar más que unos cuantos objetos de cristal y porcelana, así como unos libros, etcétera, tarea que tuvo ocupada a Frances hasta la hora del té; luego, después de que yo le explicara de manera clara cómo se hacía una taza de té al razonable estilo inglés y después de que ella superara la consternación producida por la extravagante cantidad de té que echaba en la tetera, me preparó una auténtica comida británica, para la que no faltaron las velas, ni el recipiente que mantenía caliente el té, ni el amor de la lumbre, ni las comodidades.
Nuestra semana de vacaciones terminó y nos reincorporamos al trabajo. Tanto mi mujer como yo nos empleamos a fondo, convencidos de que éramos trabajadores destinados a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente y de la manera más ardua. Teníamos siempre unos días muy ajetreados. Solíamos despedirnos a las ocho de la mañana para no volver a vernos hasta las cinco de la tarde, pero ¡qué dulce reposo nos aguardaba al final del bullicio diario! Al venirme ahora a la Memoria, veo las veladas que pasábamos en aquella salita como una ristra de rubíes ciñendo la oscura frente del Pasado. Eran tan inmutables como cada una de las gemas talladas, y al igual que ellas, ardían y brillaban.
Transcurrió un año y medio. Una mañana (era fiesta y teníamos el día entero para nosotros), repentinamente, como acostumbraba a hacer cuando había estado meditando mucho tiempo una cosa y, finalmente, tras llegar a una conclusión, deseaba probar su validez con la piedra de toque de mi discernimiento, Frances me dijo:
—No trabajo lo suficiente.
—¿A qué viene eso? —pregunté, alzando la vista del café, que estaba removiendo despacio mientras disfrutaba por adelantado pensando en el paseo que me proponía dar con Frances aquel bonito día de verano (era junio), para llegarnos hasta cierta granja, en el campo, donde íbamos a comer—. ¿Qué pasa? —repetí, y en la seria vehemencia de su rostro, vi enseguida un proyecto de vital importancia.
—No estoy satisfecha —respondió—. Ahora gana ocho mil francos al año, monsieur —era cierto; mi empeño, mi puntualidad, la fama de los progresos de mis alumnos, la publicidad de mi puesto me habían ayudado a medrar—, mientras que yo sigo con mis miserables mil doscientos francos. Puedo ganar más y pienso conseguirlo.
—Trabajas tanto y con tanta diligencia como yo, Frances.
—Sí, monsieur, pero no trabajo en la dirección correcta, estoy convencida.
—Quieres cambiar. Tienes un plan para mejorar. Ven, ponte el sombrero y me lo cuentas mientras paseamos.
—Sí, monsieur.
Fue a ponerse el sombrero, dócil y bien educada, igual que una niña. Frances era una curiosa mezcla de ductilidad y firmeza. Yo seguí sentado, pensando en ella, preguntándome cuál sería su plan, hasta que vino a buscarme.
—Monsieur, le he dado permiso a Mimie (nuestra bonne) para que salga ella también, ya que hace tan buen día. Así que, ¿tendrá la amabilidad de cerrar la puerta y coger la llave?
—Déme un beso, señora Crimsworth —fue mi respuesta, no demasiado apropiada. Estaba tan seductora con su ligero vestido veraniego y su pequeño sombrero de paja, su manera de hablarme era tan natural y elegantemente respetuosa que mi corazón se expandía al verla, y me pareció necesario un beso para satisfacer su insistencia.
—Ahí lo tiene, monsieur.
—¿Por qué me llamas siempre monsieur? Llámame William.
—No sé pronunciar bien la W. Además, monsieur le sienta bien. Lo prefiero.
Mimie salió con una cofia limpia y un bonito chal, y también nos fuimos nosotros, dejando la casa solitaria y silenciosa, o al menos sólo se oía el tictac del reloj. Pronto llegamos a las afueras; nos recibieron los campos, y luego los caminos alejados de las chaussées[136] donde resonaban las ruedas de los carruajes. Al poco rato dimos con un precioso rincón, tan rural, tan verde y resguardado, que parecía sacado de alguna provincia inglesa. Un terraplén cubierto de corta hierba musgosa, bajo un espino, nos ofreció un asiento demasiado tentador para rechazarlo. Nos sentamos y, después de admirar y examinar unas flores silvestres de apariencia inglesa que crecían a nuestros pies, recordé a Frances el tema que había surgido durante el desayuno.
¿Cuál era su plan? El más natural: el siguiente paso que debíamos dar o, al menos, que debía dar ella si quería ascender en su profesión. Me propuso que abriéramos una escuela. Disponíamos ya de los medios para empezar a pequeña escala, puesto que habíamos vivido por debajo del nivel de nuestros ingresos. También poseíamos una amplia y escogida selección de relaciones que podían ser provechosas para nuestra profesión, pues, si bien nuestro círculo de amistades seguía siendo tan reducido como siempre, éramos muy conocidos como profesores en escuelas y entre muchas familias. Cuando Frances me explicó su plan, expresó en las últimas frases sus esperanzas para el futuro. Si seguíamos teniendo buena salud y un éxito aceptable, estaba segura de que, con el tiempo, lograríamos hacer fortuna, quizá incluso antes de que fuéramos demasiado viejos para disfrutarla. Entonces descansaríamos los dos, ¿y qué nos impediría irnos a vivir a Inglaterra? Inglaterra seguía siendo para ella la Tierra Prometida.
No puse el menor obstáculo en su camino; no objeté nada. Sabía que Frances no podía vivir callada e inactiva, siquiera relativamente. Necesitaba deberes que cumplir, y que fueran importantes; necesitaba trabajo que hacer, y que fuera estimulante, absorbente, provechoso. Grandes facultades se agitaban en su interior, exigiendo alimento y ejercicio. No sería mi mano la que permitiera que murieran de hambre ni la que les cortara el vuelo. No, me deleitaba ofreciéndoles sustento y despejándoles el camino para la acción.
—Has trazado un plan, Frances —dije—; es un buen plan. Ponlo en práctica; tienes mi consentimiento, y siempre que necesites mi ayuda, pídemela y estaré ahí.
Los ojos de Frances me dieron las gracias casi con lágrimas: apenas un par de centelleos que pronto fueron enjugados. También se apoderó de mi mano y la apretó un rato entre las suyas, pero no dijo nada más que:
—Gracias, monsieur.
Pasamos un día divino y volvimos tarde a casa, iluminados por la luna llena estival.
Diez años se agolpan ahora ante mí con sus alas polvorientas, vibrantes e inquietas; años de ajetreo, de actividad, de infatigable empeño; años en los que mi mujer y yo nos lanzamos de lleno a la carrera del Progreso, tal como avanza el Progreso en las capitales europeas, y apenas conocimos el descanso; éramos ajenos a la diversión, no pensábamos jamás en caprichos. Sin embargo, a medida que se desarrollaba nuestra vida en común, marchando cogidos de la mano, no murmuramos jamás, no nos arrepentimos, ni vacilamos. Ciertamente la Esperanza nos animaba, la salud nos sostenía, la armonía de pensamiento y obra allanaba muchas dificultades y, finalmente, el éxito otorgaba de vez en cuando una alentadora recompensa a la laboriosidad. Nuestra escuela se convirtió en una de las más populares de Bruselas y, a medida que mejoramos nuestras condiciones y nuestro sistema educativo, la admisión de alumnos se hizo más exquisita, y finalmente acogió a los hijos de las mejores familias de Bélgica. También teníamos una excelente conexión en Inglaterra, que debíamos a las recomendaciones que el señor Hunsden inició por su parte. Durante una visita, y después de haberme insultado con palabras inflexibles por mi prosperidad, regresó a Inglaterra y no tardó mucho en enviarnos a una serie de jóvenes herederas de …shire, sus primas, para que «las pula la señora Crimsworth», como decía él.
En cuanto a la señora Crimsworth, en cierto sentido se convirtió en otra mujer, aunque en otro sentido siguiera siendo la misma. Tan diferente era según las circunstancias que acabé hallándome bajo la impresión de tener dos mujeres. Sus talentos naturales, que ya había descubierto antes de casarme con ella, siguieron frescos y puros, pero surgieron con fuerza otros atributos, se esparcieron y cambiaron por completo el carácter externo de la planta. Firmeza, actividad e iniciativa cubrieron con su grave follaje el sentimiento y el ardor poéticos, pero estas flores seguían allí, siempre puras y frescas, a la sombra de los nuevos retoños y una naturaleza más consistente. Tal vez fuera yo la única persona en el mundo que conocía el secreto de su existencia, pero para mí estaban siempre dispuestas a despedir una exquisita fragancia y a ofrecerme una belleza tan sobria como radiante.
Durante el día, madame la directora gobernaba mi casa y la escuela como una mujer majestuosa y elegante cuya frente mostraba sus muchas preocupaciones y cuyo serio rostro era la imagen de una dignidad calculada. Inmediatamente después del desayuno, solía despedirme de esa dama, me iba a mi colegio y ella se iba a su aula. En el transcurso del día, regresaba a casa una hora, y la encontraba siempre en clase, diligentemente ocupada, y trabajando en silencio, con aplicación y disciplina. Cuando no estaba dando clases, supervisaba y guiaba mediante miradas y gestos. Entonces parecía vigilante y solícita. Cuando instruía, su aspecto era más animado; parecía disfrutar con su trabajo. Se dirigía a sus alumnas en un lenguaje que no era nunca árido ni trillado, pese a su sencillez. No utilizaba fórmulas rutinarias, sino que improvisaba sus propias frases; que resultaban con frecuencia muy enérgicas e impresionantes. A menudo, cuando aclaraba alguna de sus dudas favoritas sobre geografía o historia, se volvía realmente elocuente en su dedicación; sus alumnas, o al menos las mayores y las más inteligentes, sabían reconocer el lenguaje de un intelecto superior, también percibían sus elevados sentimientos, que dejaron huella en algunas de ellas. Había pocas palabras afectuosas entre maestra y alumnas, pero con el tiempo algunas de las alumnas de Frances llegaron realmente a quererla, y todas le tenían un gran respeto. Con ellas se mostraba seria por lo general, benéfica algunas veces, cuando la complacían con sus progresos y su atención, y siempre escrupulosamente cortés y considerada. Cuando se hacía necesario censurar o castigar, solía ser muy tolerante, pero si alguna se aprovechaba de su indulgencia —cosa que ocurría a veces—, su severidad estricta, súbita y rápida como una centella, enseñaba a la culpable hasta qué punto era grande el error cometido. Algunas veces, una chispa de ternura suavizaba sus ojos y sus modales, pero eso no solía ocurrir, salvo cuando alguna alumna estaba enferma, o cuando sentía nostalgia de su casa, o si se trataba de una niña huérfana de madre, o tan pobre, en comparación con sus compañeras, que su exiguo vestuario y su ruin asignación suscitaban el desprecio de las jóvenes condesas enjoyadas y de las señoritas vestidas con sedas. Sobre estos débiles polluelos, la directora extendía un ala de bondadosa protección. Era al lecho de aquellas niñas al que acudía por las noches para arroparlas; era a ellas a quienes buscaba en invierno para asegurarse de que tuvieran siempre un sitio cómodo junto a la estufa; era a ellas a las que llamaba por turno al salón para darles un trozo de pastel o de fruta, para que se sentaran en un escabel junto a la chimenea, para que disfrutaran de las comodidades de un hogar, y casi también de sus libertades, pasando la velada junto a ella. Les hablaba entonces con serenidad y en voz baja, las consolaba, las animaba y mimaba. Y cuando llegaba la hora de acostarse, les daba las buenas noches con un afectuoso beso. En cuanto a Julia y Georgiana G., hijas de un baronet inglés, en cuanto a mademoiselle Mathilde de…, heredera de un condado belga, y muchas otras niñas de sangre aristocrática, la directora se preocupaba por ellas como por las otras, esperaba verlas progresar, igual que a las otras, pero no se le pasó jamás por la cabeza distinguirlas con una muestra de preferencia. Sólo llegó a sentir un sincero afecto por una muchacha de sangre noble, una joven baronesa irlandesa, lady Catherine…, pero fue por su ánimo entusiasta y su inteligencia, por su generosidad y su genio; el título y el rango no le decían nada.
Mis tardes se desarrollaban también en el colegio, con excepción de una hora que me exigía diariamente mi mujer para su centro, y de la que no quería prescindir de ninguna de las maneras. Decía que yo tenía que pasar ese tiempo entre sus alumnas para conocerlas mejor, para estar au courant de todo lo que ocurría en la escuela, para interesarme por lo que le interesaba a ella, para poder darle mi opinión sobre asuntos espinosos cuando me lo pidiera, cosa que hacía a menudo. No permitía jamás que mi interés por sus alumnas decreciera, ni hacía cambios importantes sin mi conocimiento ni mi permiso. Le encantaba sentarse a mi lado cuando daba mi clase (de literatura), con las manos unidas sobre las rodillas, poniendo más atención que ninguna de las presentes. Muy pocas veces se dirigía a mí durante la clase; cuando lo hacía, era con un aire de marcada deferencia. Sentía placer y alegría en tenerme a mí como Maestro en todo.
Mis deberes diarios concluían a las seis de la tarde, y a esa hora volvía siempre a casa, pues mi hogar era mi Paraíso. Cuando entraba en nuestra sala de estar privada, la directora se desvanecía ante mis ojos y Frances Henri, mi pequeña zurcidora de encajes, era devuelta mágicamente a mis brazos. Grande habría sido su decepción si su maestro no hubiera sido tan fiel a la cita como ella y si no hubiera tenido presto el beso para responder a su suave Bon soir, monsieur.
No dejó de hablarme en francés, y más de un castigo recibió por su terquedad. Me temo que no debí de elegir los castigos con buen criterio, pues, en lugar de corregir la falta, parecían alentarla. Las veladas eran nuestras, un esparcimiento necesario para reponer fuerzas y cumplir debidamente con nuestro deber. Algunas veces las dedicábamos a conversar, y mi joven ginebrina, ahora que estaba acostumbrada ya totalmente a su profesor inglés, ahora que lo amaba demasiado para tenerle miedo, depositaba en él una confianza tan ilimitada que no podía haber para él tema de conversación que no fuera motivo de comunión con el corazón de su esposa. En aquellos momentos, feliz como un pájaro con su pareja, me mostraba ella el ímpetu, el regocijo y la originalidad de su bien dotada naturaleza. Guardaba asimismo ciertas reservas de sarcasmo, de malice, y a veces me mortificaba, se burlaba de mí, me pinchaba por lo que ella decía que eran mis bizarreries anglaises, mis caprices insulaires[137], con una maldad perversa e ingeniosa que la convertía en un auténtico diablillo mientras duraba. No obstante, estas ocasiones eran raras, y su insólita transformación en duende siempre era breve. A veces, cuando recibía un varapalo en la guerra verbal, pues su lengua hacía plenamente justicia al fundamento, el sentido y la delicadeza de su francés nativo —idioma en el que siempre me atacaba—, solía revolverme contra ella con mi antigua decisión y detener físicamente al duende que me hacía chanzas. ¡Vana idea! En cuanto la sujetaba a ella por el brazo o la mano, el duende se esfumaba, la sonrisa provocativa se apagaba en sus expresivos ojos castaños y un rayo de amable homenaje brillaba bajo los párpados. Atrapaba a un hada irritante y me encontraba en los brazos con una mujer mortal, sumisa y suplicante. Entonces la obligaba a coger un libro y le imponía la penitencia de leerme en inglés durante una hora. Frecuentemente le prescribía una dosis de Wordsworth; este poeta pronto la sosegaba. Frances tenía ciertas dificultades para comprender la profundidad, la serenidad y la sobriedad de su espíritu. Tampoco su lenguaje era fácil para ella; tenía que hacer preguntas, pedir explicaciones, volver a ser una niña y reconocerme a mí como maestro y director. Su instinto interpretaba y adquiría rápidamente el significado de autores más ardientes e imaginativos: Byron la emocionaba; le encantaba Scott. Sólo Wordsworth era un misterio para ella, y vacilaba en expresar su opinión sobre él.
Pero tanto si me leía como si me hablaba; tanto si se mofaba de mí en francés como si me suplicaba en inglés; tanto si bromeaba con ingenio como si preguntaba con deferencia; tanto si narraba con interés como si escuchaba con atención; tanto si se reía de mí como si reía conmigo, a las nueve en punto siempre me abandonaba. Se desprendía de mis brazos, se alejaba de mí, cogía su lámpara y se marchaba. Su misión estaba arriba. La he seguido en ocasiones para contemplarla. Primero abría la puerta del Dortoir (el dormitorio de las alumnas), entraba sigilosamente en la larga habitación y recorría el pasillo entre las dos hileras de blancas camas para supervisar a todas las durmientes. Si había alguna despierta, sobre todo si estaba triste, le hablaba para apaciguarla; se quedaba unos minutos para asegurarse de que todo estaba tranquilo; comprobaba la lámpara que ardía toda la noche en la estancia; y luego se marchaba, cerrando la puerta sin hacer ruido. Desde allí se dirigía a nuestro dormitorio, donde había un pequeño gabinete; hacia allí encaminaba sus pasos; también había allí una cama, pero muy pequeña. Su rostro (la noche que la seguí para observarla) cambió cuando se acercó a este pequeño lecho, pasando de la gravedad a una tierna preocupación. Tapando con una mano la lámpara que sostenía, se inclinó sobre la almohada para mirar a un niño dormido, cuyo sueño (aquella noche al menos, y creo que habitualmente) era profundo y sosegado; ninguna lágrima humedecía sus oscuras pestañas, ni la fiebre encendía sus carrillos, ni pesadilla alguna alteraba sus facciones incipientes. Frances lo contempló; no sonreía; sin embargo, una profunda felicidad iluminaba todo su semblante, un sentimiento intenso y placentero se adueñaba de todo su ser, que aun así permanecía inmóvil. Pero vi su pecho latir, sus labios entreabiertos, su respiración algo entrecortada. El niño sonrió, y al fin sonrió también la madre y dijo en voz baja: «¡Dios bendiga a mi hijo!». Se inclinó aún más para posar un levísimo beso sobre la frente infantil, cogió su mano minúscula y, por fin, se incorporó para alejarse. Yo llegué a la sala de estar antes que ella. Frances entró dos minutos más tarde y dijo en voz baja, al dejar la lámpara ya apagada:
—Victor duerme bien; me ha sonreído en sueños. Tiene su sonrisa, monsieur. —El susodicho Victor era, claro está, nuestro hijo, nacido durante el tercer año de nuestro matrimonio. Se le había puesto ese nombre en honor de monsieur Vandenhuten, nuestro querido y fiel amigo.
Frances era una buena esposa para mí, porque yo era un marido bueno, justo y fiel para ella. ¿Qué habría sido de ella si se hubiera casado con un hombre rudo, envidioso y negligente, con un derrochador, un borracho o un tirano? Ésta fue la pregunta que le propuse un día, y su respuesta fue, después de meditarla:
—Durante un tiempo habría intentado soportar el mal o curarlo y, cuando se hubiera hecho intolerable e incurable, habría abandonado a mi torturador súbitamente y en silencio.
—¿Y si te hubieras visto obligada a volver con él por ley o por fuerza?
—¿Cómo? ¿Con un borracho, un derrochador, un egoísta, un estúpido injusto?
—Sí.
—Habría vuelto. Me habría asegurado de si su vicio y mi sufrimiento tenían remedio, y en caso de que no lo tuvieran, habría vuelto a alejarme.
—¿Y si una vez más te hubieras visto obligada a regresar, y forzada a vivir con él?
—No lo sé —se apresuró a decir ella—. ¿Por qué me lo pregunta, monsieur?
Insistí en obtener respuesta porque vi un espíritu extraño en sus ojos, cuya voz estaba resuelto a despertar.
—Monsieur, si una mujer aborrece al hombre con el que está casada, el matrimonio es una esclavitud, y cuantos piensan cuerdamente se rebelan contra la esclavitud. Aunque la tortura fuera el precio de la resistencia, a la tortura habría de arriesgarme; aunque el camino hacia la libertad pasara por las puertas de la Muerte, esas puertas habría de franquear, puesto que la libertad es indispensable. Así pues, monsieur, resistiría hasta donde me alcanzaran las fuerzas, y cuando las fuerzas me fallaran, recordaría que siempre queda un último refugio. Sin duda la Muerte me protegería tanto de las malas leyes como de sus consecuencias.
—¿Una muerte voluntaria, Frances?
—No, monsieur. Tendría el coraje para soportar todos los sufrimientos que me deparara el Destino, y principios para luchar por la Justicia y la Libertad hasta el fin.
—Ya veo que no habrías sido una paciente Griselda[138]. Y ahora, suponiendo que el Destino te hubiera asignado tan sólo el papel de solterona, ¿qué te habría parecido el celibato?
—No gran cosa, desde luego. Sin duda la vida de una solterona es inútil e insípida, su corazón está vacío y seco. Si hubiera sido una solterona, habría dedicado mi existencia a intentar llenar el vacío y mitigar el sufrimiento. Seguramente habría fracasado y habría muerto cansada, decepcionada, despreciada e ignorada, como tantas otras mujeres solteras. Pero no soy una solterona —añadió rápidamente—. Estaba destinada a no ser de otro más que de mi maestro; jamás habría agradado a otro hombre que no fuera el profesor Crimsworth; ningún otro caballero, francés, inglés o belga, me habría considerado agradable o bella, y dudo que a mí me hubiera importado la aprobación de los demás aunque hubiera podido obtenerla. Hace ocho años que soy la mujer del profesor Crimsworth, ¿y qué es él a mis ojos? ¿Es un hombre amado, honorable…? —se interrumpió, con la voz quebrada y velados de pronto sus ojos. Estábamos los dos de pie, uno junto al otro; me rodeó con sus brazos y me estrechó contra su corazón con apasionamiento. En sus ojos oscuros y dilatados brillaba la energía de todo su ser y teñía de color carmesí sus mejillas. Su mirada y su gesto fueron como una inspiración, pues en una había brillo y en el otro, intensidad.
Media hora después, cuando se hubo calmado, le pregunté adónde había ido aquel vigor desbordante que la había transformado, haciendo su mirada tan ardiente y excitante y su gesto tan fuerte y expresivo. Ella bajó la vista, sonriendo levemente.
—No sé adónde ha ido —dijo pasivamente—, pero sé que volverá siempre que se le pida.
Contémplanos ahora, al final de los diez años. Hemos hecho fortuna. La rapidez con la que hemos logrado nuestro objetivo se debe a tres razones. En primer lugar, que trabajamos muy duramente para conseguirlo. En segundo lugar, no contrajimos deudas que retrasaran nuestro éxito. En tercer lugar, en cuanto tuvimos capital para invertir, dos hábiles consejeros, uno en Bélgica y otro en Inglaterra, a saber, Vandenhuten y Hunsden, nos aconsejaron el tipo de inversiones que debíamos elegir. Sus sugerencias eran juiciosas; basándonos en ellas, actuamos con prontitud. El resultado fue provechoso; huelga decir hasta qué punto; los detalles se los comuniqué a los señores Vandenhuten y Hunsden, a nadie más pueden interesar. Con las cuentas zanjadas y tras habernos retirado de la profesión, considerando que no teníamos a Mamón por amo, ni queríamos pasar la vida a su servicio, y dado que nuestros deseos eran moderados y nuestras costumbres nada ostentosas, ambos convinimos en que podíamos vivir en la abundancia y legársela a nuestro hijo, y que además debíamos tener siempre a mano una balanza que, adecuadamente gobernada por una caridad bien entendida y una actividad desinteresada, pudiera ayudar a la Filantropía en sus empresas y ofrecer recursos a la Beneficencia.
Resolvimos trasladarnos a Inglaterra, adonde llegamos sanos y salvos; Frances vio cumplido el sueño de toda su vida.
Dedicamos todo un verano y un otoño a viajar de punta a punta de las islas británicas, y luego pasamos el invierno en Londres. Decidimos entonces que había llegado el momento de fijar nuestra residencia. Mi corazón anhelaba volver a su condado natal de …shire, y es en …shire donde ahora vivo; es en la biblioteca de mi propia casa donde ahora escribo. Mi casa se halla en medio de una región aislada y bastante montañosa a treinta millas de X, región cuyo verdor el humo de las fábricas no ha conseguido aún mancillar, cuyas aguas discurren aún puras, cuyos ondulados páramos conservan en algunos de los valles cubiertos de helechos que se extienden entre ellos su naturaleza primitiva, su musgo, sus helechos, sus jacintos silvestres, la fragancia de los juncos y del brezo, y sus brisas frescas. Mi casa es una vivienda pintoresca y no demasiado grande, con ventanas bajas y alargadas, con un tupido emparrado sobre la puerta principal que, justo ahora, en esta noche estival, parece un arco de hiedra y rosas. El jardín está cubierto de césped en su mayor parte, nacido de la tierra de las colinas, con una hierba corta y suave como el musgo, llena de flores peculiares en forma de estrellas minúsculas, incrustadas en el minucioso bordado de su fino follaje. Al final de la pendiente del jardín hay un portillo que se abre a un sendero tan verde como el jardín, muy largo, sombreado y solitario; en este sendero suelen aparecer las primeras margaritas de la primavera que le dan nombre, Daisy[139] Lane, que sirve también para distinguir la casa. Termina (el sendero, quiero decir) en un valle boscoso; el bosque, principalmente de robles y hayas, extiende su sombra sobre la vecindad de una antiquísima mansión, un edificio isabelino mucho más grande y antiguo que Daisy Lane, propiedad y residencia de un individuo familiar tanto para mí como para el lector. Sí, en Hunsden Wood —pues así se llama esa propiedad y ese edificio gris con muchos gabletes y chimeneas— vive Yorke Hunsden, aún soltero, supongo que por no haber encontrado aún a su ideal, aunque yo conozco al menos a veinte señoritas en un radio de cuarenta millas que estarían dispuestas a ayudarle en la búsqueda.
La propiedad fue a parar a sus manos tras la muerte de su padre, hace cinco años. Abandonó la industria tras haber ganado con ella el dinero suficiente para pagar ciertas deudas que gravaban la herencia familiar. Digo que tiene aquí su residencia, pero no creo que viva en ella más de cinco meses al año, porque vaga de país en país y pasa parte del invierno en Londres. Cuando viene a …shire suele hacerlo acompañado y sus visitantes son a menudo extranjeros. En ocasiones se trata de un metafísico alemán, otras de un erudito francés. Una vez recibió a un italiano descontento y de aspecto feroz que no sabía cantar ni tocar ningún instrumento y del que Frances afirmaba que tenía tout l’air d’un conspirateur[140]. Todos los ingleses a los que Hunsden invita son de Manchester, o bien de Birmingham, hombres duros y que, al parecer, no tienen más que un único pensamiento, pues solamente saben hablar del libre comercio. Los visitantes extranjeros también son políticos, pero su charla se ciñe a un tema más amplio: el progreso europeo, la expansión de las ideas liberales por el continente. En sus tablillas mentales, los nombres de Rusia, Austria y el Papa están grabados con tinta roja. A algunos de ellos les he oído hablar con energía y buen juicio. Sí, he estado presente en discusiones políglotas en el antiguo comedor revestido de roble de Hunsden Wood; en ellas se apreciaba una singular visión de los sentimientos que abrigaban personas decididas respecto a los viejos despotismos del norte y las supersticiones del sur, aún más viejas. También oí muchas estupideces, sobre todo en francés y en alemán, pero pasémoslas por alto. El propio Hunsden se limita a tolerar las tonterías de los teóricos; con los hombres prácticos parece confabulado, de palabra y obra.
Cuando Hunsden está solo en el Wood (lo que ocurre muy raras veces), suele venir a Daisy Lane dos o tres veces por semana. Tiene un motivo filantrópico para venir a fumarse su cigarro bajo nuestro emparrado en las noches de verano: dice que lo hace para matar las tijeretas de los rosales, insectos que, según afirma, nos habrían invadido ya de no haber sido por sus benévolas fumigaciones. También en los días de lluvia solemos esperar su llegada. Afirma que sólo es cuestión de tiempo que consiga volverme loco, atacando mis puntos débiles, o para obligar a la señora Crimsworth a que saque al dragón que lleva dentro, insultando la memoria de Hofer[141] y Tell.
También nosotros frecuentamos Hunsden Wood, y tanto Frances como yo disfrutamos enormemente de nuestras visitas. Si hay otros invitados, siempre es interesante estudiar sus caracteres; su conversación es extraña y estimulante; la ausencia de provincianismo tanto en el anfitrión como en su selecta compañía da a la charla una libertad y una amplitud casi cosmopolitas. Hunsden es un hombre cortés en su propia casa; cuando decide utilizarla, tiene una inagotable capacidad para entretener a sus invitados. También su mansión es interesante; las estancias parecen históricas y sus pasillos legendarios; las habitaciones de techo bajo, con sus largas hileras de celosías en forma de diamante, tienen el aire encantado del viejo mundo, pues en sus viajes ha ido coleccionando objetos de arte que ha distribuido con gusto por sus estancias revestidas de madera o tapices. He visto allí uno o dos cuadros y una o dos estatuas que cualquier aficionado aristocrático habría envidiado.
Cuando Frances y yo cenamos y pasamos la velada con Hunsden, después suele acompañarnos a casa. Su bosque es inmenso y algunos de los árboles son centenarios; hay en él senderos sinuosos que, atravesando brezos y claros, hacen bastante largo el camino de vuelta a Daisy Lane; más de una vez, favorecidos por la luna llena y una noche apacible, cuando además cierto ruiseñor ha cantado y cierto arroyo oculto entre alisos ha prestado a la canción un suave acompañamiento, oímos las doce campanadas de la iglesia de una aldea, a una distancia de diez millas, antes de que el señor del bosque nos deje en nuestra puerta. Fluye su charla libremente a tales horas y mucho más amable y reposada que durante el día y ante otras personas. Se olvida entonces de la política y el debate para charlar sobre épocas pretéritas, de su casa, de su historia familiar, de sí mismo y de sus sentimientos, temas todos ellos a los que confiere un celo especial, pues son todos únicos. Una espléndida noche de junio, después de que yo hubiera bromeado sobre su novia ideal, preguntándole cuándo llegaría para insertar su belleza extranjera en el viejo roble de Hunsden, éste me respondió de repente:
—Dices que es un ideal, pero mira, aquí tengo su sombra, y no puede haber sombra sin cuerpo.
Nos había conducido desde las profundidades del sendero sinuoso hasta un claro del que se habían retirado las hayas para dejar el cielo al descubierto; la luz de la luna bañaba el claro y Hunsden alzó hacia ella una miniatura de marfil.
Frances la examinó primero con avidez, luego me la dio a mí, pero acercando su rostro al mío para ver en mis ojos qué pensaba del retrato. Me pareció que representaba un rostro femenino muy hermoso y peculiar, con «facciones rectas y armónicas», tal como había dicho él mismo en una ocasión. Era de tez morena; los cabellos negros como el azabache, apartados no sólo de la frente sino también de las sienes, parecían echados hacia atrás descuidadamente, como si su belleza los dispensara de… no, despreciara todo peinado. Los ojos italianos miraban directamente al que los contemplaba con una mirada resuelta e independiente. La boca era tan firme como fina, lo mismo que el mentón. En el dorso de la miniatura había una inscripción con letras doradas: «Lucia».
—Es un busto auténtico —concluí. Hunsden sonrió.
—Ya lo creo —replicó—. Todo en Lucia era auténtico.
—¿Y era una mujer con la que le habría gustado casarse pero no podía?
—Desde luego, me hubiera gustado casarme con ella, y el hecho de que no me casara demuestra que no podía.
Hunsden volvió a apoderarse de la miniatura, que tenía de nuevo Frances, y la guardó.
—¿Qué piensa usted de ella? —preguntó a mi mujer, abrochándose la chaqueta.
—Estoy segura de que Lucia en otro tiempo llevó cadenas y las rompió —fue su extraña respuesta—. No me refiero a las cadenas del matrimonio —añadió, corrigiéndose, como si temiera ser mal interpretada—, sino a algún tipo de cadenas sociales. Tiene el rostro de quien ha hecho un gran esfuerzo y ha salido triunfante para liberar un talento enérgico y precioso de una restricción insoportable; y cuando el talento de Lucia quedó libre, estoy convencida de que desplegó sus grandes alas y la llevó más alto de lo que… —vaciló.
—Siga —pidió Hunsden.
—Más alto de lo que les convenances le permitían a usted seguirla.
—Creo que se está volviendo usted maliciosa, impertinente.
—Lucia ha pisado los escenarios teatrales —prosiguió Frances—. Usted no tuvo nunca la intención de casarse con ella; admiraba su originalidad, su intrepidez, su vitalidad; se deleitaba con su talento, fuera éste cual fuera: el canto, el baile o la interpretación dramática; idolatraba su belleza, que respondía a sus deseos; pero estoy segura de que pertenecía a una esfera social en la que usted no había pensado jamás en buscar esposa.
—Ingenioso —comentó Hunsden—. Si es cierto o no, ésa es otra cuestión. Mientras tanto, ¿no le parece que su pequeña lámpara de alcohol palidece ante una girandole[142] como la de Lucia?
—Sí.
—Al menos es sincera. Y el profesor, ¿se cansará pronto de la luz que usted le proporciona?
—¿Se cansará usted, monsieur?
—Mi vista ha sido siempre demasiado débil para soportar una fuerte llama, Frances. —Habíamos llegado al portillo.
He dicho hace unas cuantas páginas que aquélla era una agradable noche de verano, y lo era. A una serie de días radiantes, siguió el más radiante de todos. En mis campos acababan de recoger el heno, y su perfume seguía suspendido en el aire. Frances me había propuesto un par de horas antes tomar el té en el jardín; veo la mesa redonda con el servicio de porcelana, colocada bajo cierta haya. Esperamos a Hunsden… Ya le oigo llegar. Ésa es su voz, sentando cátedra sobre algún tema con autoridad; la voz de Frances responde; está en desacuerdo con él, por supuesto. Discuten sobre Victor; Hunsden afirma que su madre está haciendo de él un gallina. La señora Crimsworth replica: «Prefiero mil veces que sea un gallina a que sea lo que él, Hunsden, llama “un buen mozo”», y añade que «si Hunsden residiera siempre en la vecindad y no fuera tan sólo un cometa que viene y va, nadie sabe cómo, ni dónde, ni cuándo, ni por qué, ella no estaría tranquila hasta que hubiera mandado a Victor a una escuela a cien millas por lo menos porque, con sus máximas rebeldes y sus dogmas abstractos, echaría a perder a una veintena de niños». Tengo algo que decir sobre Victor antes de terminar este manuscrito y dejarlo sobre mi mesa, pero habré de ser breve porque oigo el tintineo de la plata en la porcelana.
Victor tiene tanto de niño bonito como yo de hombre apuesto o su madre de belleza. Es pálido y enjuto, de ojos grandes, oscuros como los de Frances y hundidos como los míos. Sus proporciones son simétricas, pero es menudo de talla. Su salud es buena. Jamás he visto a un niño sonreír menos que él, ni a ninguno que muestre tan formidable ceño cuando lee un libro que le interesa o cuando escucha cuentos de aventuras, peligros y maravillas narrados por su madre, Hunsden o yo mismo. Pero, aunque reservado, no es infeliz; aunque serio, no es malhumorado; es susceptible a las sensaciones placenteras en tan alto grado que alcanza el entusiasmo. Aprendió a leer con el anticuado método del cuaderno de caligrafía en el regazo de su madre, y dado que lo consiguió sin esforzarse con ese método, ella no creyó necesario comprarle letras de marfil, ni ninguno de los demás estímulos para leer que hoy en día se consideran indispensables. Cuando aprendió a leer, se convirtió en un devorador de libros, y aún lo es. Ha tenido pocos juguetes y nunca ha querido más; por los que posee parece haber desarrollado una predilección equivalente al afecto. Los sentimientos que dirige a algunos de los animales domésticos de la casa son casi apasionados.
El señor Hunsden le regaló un cachorro de mastín al que llamó Yorke en su honor. El cachorro se convirtió en un espléndido perro, cuya fiereza, sin embargo, se vio alterada por la compañía y las caricias de su joven amo, que no quería ir a ninguna parte ni hacer nada sin él: Yorke yacía a sus pies mientras estudiaba las lecciones, jugaba con él por el jardín, paseaba con él por el sendero y el bosque, se sentaba junto a su silla en las comidas, se alimentaba siempre de su mano, era la primera cosa que buscaba por la mañana. Y la última que dejaba por la noche. Un día Yorke acompañó al señor Hunsden a X y le mordió en la calle un perro que tenía la rabia. En cuanto Hunsden lo trajo a casa y me informó de esta circunstancia, salí al jardín y lo maté de un tiro allí mismo, mientras se lamía la herida: murió en el acto; no me había visto levantar la escopeta, pues me había colocado detrás de él. Apenas diez minutos después de que volviera a entrar en casa, unos sonidos angustiosos me golpearon los oídos, y salí al jardín una vez más, ya que era de allí de donde procedían. Victor estaba arrodillado junto a su mastín muerto, abrazado a su macizo cuello y sumido en un arrebato de la más terrible congoja. Me vio.
—¡Oh, papá! ¡No te perdonaré nunca! ¡No te perdonaré nunca! —exclamó—. Has matado a Yorke, lo he visto desde la ventana. Nunca pensé que pudieras ser tan cruel. ¡Ya no te quiero!
Le expliqué con voz firme la imperiosa necesidad de aquel acto, extendiéndome en profusión de detalles. Sin embargo, con ese acento amargo e inconsolable, imposible de transcribir, pero que a mí me traspasó el corazón, repetía:
—Podría haberse curado. Deberías haberlo intentado. Deberías haber quemado la herida con un hierro candente, o frotarla con sosa cáustica. No has esperado, y ahora es demasiado tarde. ¡Está muerto!
Victor se desplomó sobre el cadáver del perro. Aguardé pacientemente durante un buen rato hasta que quedó agotado por el llanto, y luego lo levanté en brazos y se lo llevé a su madre, convencido de que sabría consolarlo mejor. Frances había presenciado toda la escena desde una ventana; no quiso salir por miedo a que sus emociones se desbordaran y aumentaran mis dificultades, pero estaba dentro, esperándolo. Lo estrechó contra su bondadoso corazón, acurrucándolo en su amable regazo. Durante un rato lo consoló sólo con los ojos, los labios y su dulce abrazo, y luego, cuando disminuyeron los sollozos, le dijo que Yorke no había sufrido y que, si le hubiéramos dejado expirar de forma natural, habría tenido un espantoso fin. Sobre todo, le dijo que yo no era cruel (pues esta idea parecía causar un indescriptible dolor al pobre Victor), que era mi afecto por Yorke y por él mismo lo que me había hecho actuar así y que ahora me partía el corazón verle llorar desconsoladamente.
Victor no habría sido digno hijo de su padre si estas consideraciones, si estos razonamientos susurrados en tono tan dulce y acompañados de caricias tan cariñosas y miradas tan llenas de compasión no hubieran producido en él efecto alguno. Sí lo produjeron. Se tranquilizó, apoyó el rostro en el hombro de su madre y se quedó quieto, abrazado a ella. Poco después, alzó la vista, pidió a su madre que le volviera a contar todo lo que le había dicho sobre que Yorke no había sufrido y que yo no era cruel, y cuando estas balsámicas palabras se repitieron volvió a descansar la mejilla sobre su seno y de nuevo se quedó tranquilo.
Unas horas más tarde vino a verme a la biblioteca. Me preguntó si le perdonaba y si deseaba reconciliarme con él. Abracé al muchacho y lo retuve un buen rato, y después tuve con él una larga charla, en el curso de la cual me descubrió muchas emociones y sentimientos que aprobaba, si bien es cierto que en él hallé pocas de las características de un «buen mozo»; eran escasos los destellos de ese ánimo que quiere destacar tras una copa de vino o que enciende las pasiones hasta extinguirlas en su fuego; pero vi en la tierra abonada de su corazón las semillas incipientes de la compasión, la lealtad y el afecto, y descubrí en el jardín de su intelecto una rica cosecha de saludables principios: razón, justicia, coraje prometían, si no se agostaban, un fértil carácter. Así pues, besé con orgullo su ancha frente y sus mejillas —pálidas aún por las lágrimas— y me despedí de él ya consolado. Sin embargo, lo vi al día siguiente echado sobre el túmulo bajo el cual Yorke había sido enterrado, con las manos cubriéndose el rostro. Su melancolía duró varias semanas, y pasó más de un año antes de que quisiera oír hablar de tener otro perro.
Victor aprende deprisa. Pronto tendrá que ir a Eton, donde sospecho que sus dos primeros años serán absolutamente desdichados: abandonar a su madre, a mí y a esta casa le destrozará el corazón; las novatadas[143] no le sentarán nada bien; pero la emulación, la sed de conocimientos, la gloria del éxito le servirán de acicate y recompensa con el tiempo. Mientras tanto, siento una fuerte aversión a fijar el momento en que habré de arrancar de raíz mi única rama de olivo y trasplantarla lejos de mí, y cuando hablo a Frances sobre este tema, me escucha con una especie de dolor resignado, como si aludiera a una horrible operación que la aterroriza, pero su fortaleza no le permite retroceder. Sin embargo, este paso ha de darse, y se dará, pues, aunque Frances no convertirá a su hijo en un gallina, le acostumbrará a un trato, a una indulgencia, a un cariño que no recibirá de nadie más. Ella comprende, igual que yo, que en el temperamento de Victor hay una especie de energía eléctrica que de vez en cuando emite chispas ominosas. Hunsden lo llama su espíritu, y dice que no ha de ser domeñado. Yo lo llamo la chispa de Adán, y considero que hay que apagarla, quizá no a latigazos, pero sí con una férrea disciplina, y que todo sufrimiento mental o corporal que sirva para inculcarle radicalmente el arte del autodominio estará bien empleado. Frances no da nombre a ese algo que hay en el carácter acusado de su hijo, pero cuando asoma en el rechinar de dientes, en el brillo de los ojos, en la sublevación de los sentimientos contra la decepción, el infortunio, un súbito pesar o una supuesta injusticia, lo estrecha contra su pecho o lo lleva a pasear por el bosque y razona con él como cualquier filósofo, y a la razón Victor se muestra siempre accesible. Luego su madre lo mira con los ojos del amor, y con amor se puede infaliblemente someter a Victor, pero ¿acaso serán la razón y el amor las armas con las que en el futuro el mundo reaccionará ante su violencia? ¡Oh, no! Porque, a cambio de ese destello de sus ojos negros, de esa nube que ensombrece su hermosa frente, de esa compresión de sus labios carnosos, el muchacho recibirá algún día golpes en lugar de lisonjas y patadas en lugar de besos; luego los ataques de ira muda que debilitarán su cuerpo y enajenarán su alma merecen la dura prueba de un sufrimiento merecido y saludable, de la que espero saldrá convertido en un hombre mejor y más sabio (en eso confío).
Lo estoy viendo ahora, de pie junto a Hunsden, que está sentado en el jardín bajo el haya. La mano de Hunsden descansa sobre el hombro del muchacho y le está inculcando al oído Dios sabe qué principios. Victor tiene un agradable aspecto en este momento, ya que escucha con una especie de interés sonriente y nunca se parece tanto a su madre como cuando sonríe. ¡Lástima que sonría tan poco! Victor siente un gran aprecio por Hunsden, mayor de lo que considero deseable, dado que es bastante más intenso, decidido e indiscriminado del que he sentido yo mismo por ese personaje. También Frances lo contempla con una especie de angustia no expresada. Cuando su hijo se apoya en las rodillas de Hunsden o en su hombro, revolotea a su alrededor con movimientos inquietos, como una paloma protegiendo a sus polluelos de un halcón. Dice que desearía que Hunsden tuviera hijos, porque entonces comprendería mejor el peligro de incitar su orgullo y tolerar todas sus debilidades.
Frances se acerca a la ventana de la biblioteca, aparta la madreselva que la cubre a medias y me dice que el té está servido. Viendo que sigo ocupado, se acerca a mí en silencio y pone su mano sobre mi hombro.
—Monsieur est trop appliqué[144].
—Pronto acabo.
Frances acerca una silla y se sienta a esperar que acabe. Su presencia es tan placentera para mi espíritu como el perfume del heno fresco y las flores fragantes, como el resplandor del sol poniente, como el sosiego del atardecer estival para mis sentidos.
Pero entra Hunsden. Oigo sus pasos y allí está, asomándose por la ventana después de apartar la madreselva sin miramientos, estorbando a dos abejas y una mariposa.
—¡Crimsworth! ¡Crimsworth! Quítele esa pluma de la mano, señora, y oblíguele a levantar la cabeza…
—¿Sí, Hunsden? Le escucho.
—Ayer estuve en X. Tu hermano Ned se está haciendo rico con la especulación ferroviaria; en el Piece Hall[145] le llaman el especulador. Y he tenido noticias del señor Brown; monsieur y madame Vandenhuten piensan venir a verle el mes que viene con Jean Baptiste. También menciona a los Pelet. Dice que su armonía doméstica no es la mejor del mundo, pero que en cuanto al negocio on ne peut mieux[146], circunstancia que, en su opinión, bastará para consolarles de cualquier pequeño enfado. ¿Por qué no invitas a los Pelet a …shire, Crimsworth? Me gustaría ver a tu primer amor, Zoraïde. No se ponga usted celosa, señora, pero debo decirle que estaba perdidamente enamorado de esa dama. Lo sé de buena tinta. Brown dice que ahora pesa ochenta kilos. Ya ve lo que se ha perdido, señor profesor. Bien, monsieur y madame, si no vienen ahora mismo a tomar el té, Victor y yo empezaremos solos.
—¡Papá, ven!