Capítulo XIV
Si fui puntual en salir del domicilio de mademoiselle Reuter, al menos fui igualmente puntual en volver; al día siguiente me presenté allí a las dos menos cinco minutos y, al llegar a la puerta del aula, antes de abrirla, oí un barullo de voces atropelladas que me advirtieron de que la prière du midi[67] no había concluido aún. Esperé por tanto a que terminara; habría sido impío imponer mi presencia herética mientras se rezaba. ¡Cómo cacareaba y farfullaba la persona que repetía la plegaria! Jamás había oído ni he vuelto a oír una lengua pronunciada con esa velocidad de máquina de vapor. Notre Père qui êtes au ciel salió como un disparo, seguido de una alocución a María, Vierge céleste, Reine des anges, Maison d’or, Tour d’ivoire!![68], y luego una invocación al santo del día, y luego se sentaban todas y el solemne rito (¿?) había llegado a su fin. Entré abriendo la puerta de par en par y caminando a grandes zancadas, que era la costumbre que había adoptado, pues me había percatado de que entrar con aplomo y subir al estrado con decisión era el gran secreto que garantizaba el silencio inmediato. Las puertas que separaban las dos aulas, abiertas para el rezo, se cerraron al instante; una maestra se sentó en su lugar, costurero en mano; las alumnas aguardaban inmóviles con los libros y las plumas delante, mis tres bellezas de la vanguardia, bien aprendida la lección de humildad consistente en tratarlas con frialdad invariable, se sentaban erguidas, silenciosas, mano sobre mano en el regazo; habían renunciado a las risitas estúpidas y a los cuchicheos, y ya no se atrevían a pronunciar discursos descarados en mi presencia. Ahora sólo me hablaban ocasionalmente con los ojos, órganos con los cuales podían, no obstante, mostrarse audaces y coquetas. Si alguna vez el afecto, la bondad, la modestia y el auténtico talento hubieran empleado aquellos luceros brillantes como intérpretes, no creo que hubiera podido abstenerme de responder con amabilidad y aliento de vez en cuando, quizá incluso con ardor, pero, tal como se presentaban las cosas, disfrutaba respondiendo a la mirada de la vanidad con la del estoicismo. Por jóvenes, bellas y resplandecientes que fueran muchas de mis alumnas, puedo afirmar con toda sinceridad que en mí no vieron jamás otra conducta que la de un tutor austero, pero justo. Si hay alguien que dude de la exactitud de esta afirmación, como si yo pretendiera arrogarme un sacrificio consciente y un autodominio al estilo de Escipión[69] mayores de lo que se siente inclinado a concederme, que tenga en cuenta las circunstancias siguientes que, si bien me restan méritos, justifican mi veracidad.
Debes saber, ¡oh, lector incrédulo!, que un maestro tiene una relación algo diferente con una muchacha bonita, frívola y seguramente ignorante, de la que tiene una pareja de baile o un galán en el paseo. Cuando un profesor se encuentra con su alumna, no la ve vestida de raso y muselina, con los cabellos rizados y perfumados, el cuello apenas oculto por un encaje etéreo, los brazos blancos y torneados llenos de brazaletes y los pies calzados para la danza; su tarea no consiste en hacerla girar al son del vals, ni cubrirla de cumplidos, ni realzar su belleza con el rubor de una vanidad satisfecha. Tampoco se encuentra con ella en el bulevar pavimentado a la sombra de los árboles, ni en el verde y soleado parque, al que acude ataviada con su favorecedor vestido de paseo, el echarpe colocado con gracia sobre los hombros, y el sombrerito que apenas le cubre los rizos, con una rosa roja bajo el ala que añade un nuevo matiz al rosa pálido de sus mejillas, iluminados también el rostro y los ojos con su sonrisa, tal vez tan fugaz como el sol en un día de fiesta, pero también igual de resplandeciente. No es su deber pasear junto a ella, escuchar su animada charla, llevarle la sombrilla, apenas mayor que la hoja grande de una planta, conducir de una correa a su spaniel Blenheim o su galgo italiano. No, se encuentra con ella en un aula, vestida con sencillez, con libros delante; por culpa de su educación o de su naturaleza, los libros son un fastidio para ella y los abre con aversión. Sin embargo, su maestro debe inculcar en su cerebro el contenido de los libros; ese cerebro se resiste a admitir la información seria, la rehúye, se revuelve. Salen a la luz los temperamentos huraños, los ceños desfiguran el rostro, arruinando su simetría; a veces, gestos groseros destierran la gracia del porte al tiempo que expresiones murmuradas entre dientes, indicios de una auténtica e imborrable vulgaridad, profanan la dulzura de la voz. Cuando el temperamento es sereno, pero el intelecto está aletargado, un embotamiento insuperable se opone a todo esfuerzo por instruirlo. Cuando hay ingenio, pero sin energía, el disimulo, la hipocresía, un millar de trucos y argucias se ponen en práctica para eludir la necesidad de aplicación. En resumidas cuentas, para el profesor, la juventud femenil, los encantos femeninos son como tapices que ofrecen siempre el revés a su mirada, e incluso cuando alcanza a ver la superficie lisa y pulcra del derecho, conoce tan bien los nudos, las largas puntadas y los extremos desiguales que hay detrás que difícilmente siente la tentación de admirar con fervor las formas bien dispuestas y los colores brillantes expuestos al público en general.
Nuestras circunstancias modelan nuestros gustos. El artista prefiere un paisaje montañoso porque es pintoresco; el ingeniero lo prefiere llano porque es más cómodo; al hombre entregado a los placeres le gusta lo que él llama «una mujer refinada», le satisface; el joven caballero moderno admira a la señorita moderna, es su tipo; el preceptor agotado por el duro trabajo, seguramente irascible, ciego casi a la belleza, insensible a las afectaciones, se complace sobre todo con ciertas cualidades intelectuales: aplicación, amor al conocimiento, talento natural, docilidad, lealtad y agradecimiento son los encantos que atraen su atención y se ganan su estima. Son las cualidades que busca, pero rara vez encuentra; y si topa con ellas por casualidad, de buen grado las retiene para siempre, y cuando la Separación le priva de ellas, se siente como si una mano despiadada le hubiera arrebatado su única oveja[70]. Si tal es el caso, y lo es, mis lectores convendrán conmigo en que no había nada meritorio ni extraordinario en la integridad y la moderación de mi comportamiento en el Pensionnat de demoiselles de mademoiselle Reuter.
Lo primero que hice aquella tarde fue leer la tabla de honor del mes, determinada por la corrección de los ejercicios que se habían hecho el día anterior. La lista estaba encabezada, como era habitual, por el nombre de Sylvie, la muchachita fea y pacífica que he descrito como la alumna más capaz y a la vez menos agraciada de todo el centro. El segundo lugar correspondía a una tal Léonie Ledru, una criatura menuda, de facciones angulosas y piel apergaminada, dotada de un vivo ingenio, una conciencia frágil y un corazón endurecido; era un ser con aspecto de abogado de quien decía a menudo que, de haber sido un chico, se habría convertido en el epítome de leguleyo listo y sin principios. Le seguía Eulalie, la orgullosa beldad, la Juno de la escuela, a la que seis largos años estudiando la sencilla gramática inglesa la habían obligado a adquirir un conocimiento mecánico de la mayoría de sus reglas, pese a su pertinaz intelecto flemático. En el rostro monjil y pasivo de Sylvie no apareció el menor rastro de placer o satisfacción al oír su nombre en primer lugar. A mí me entristecía siempre la visión de la absoluta apatía de la pobre chica en todo momento, y tenía por costumbre mirarla y hablarle lo menos posible; su extrema docilidad, su aplicada perseverancia, habrían merecido mi buena opinión; su modestia y su inteligencia me habrían inducido a ser benevolente y afectuoso con ella, pese a la fealdad casi horrenda de sus rasgos, la desproporción de su figura y la falta de vitalidad, casi cadavérica, de su semblante, de no ser porque sabía que ella habría transmitido toda palabra amistosa o gesto amable a su confesor, quien los habría interpretado mal, emponzoñándolos. En una ocasión le puse la mano sobre la cabeza como señal de aprobación y creí que Sylvie iba a sonreír; sus ojos apagados casi se iluminaron, pero entonces dio un respingo; yo era un hombre y un hereje y ella, ¡pobre niña!, estaba destinada a ser monja y católica devota. Así pues, un cuádruple muro separaba su espíritu del mío. Una sonrisa descarada y una dura mirada de triunfo fueron el método utilizado por Léonie para declarar su satisfacción; la expresión de Eulalie era hosca y envidiosa, puesto que esperaba ser la primera; Hortense y Caroline intercambiaron una mueca indiferente al oír sus nombres hacia el final de la lista; no consideraban vergonzosa la inferioridad intelectual, ya que basaban sus expectativas de futuro únicamente en su atractivo personal.
Una vez leída la lista empezó la clase. Durante un breve intervalo que las alumnas emplearon en trazar los renglones de sus cuadernos, mis ojos vagaron azarosamente por los bancos y observaron por primera vez que el asiento más alejado de la fila más alejada, un asiento por lo general vacío, volvía a estar ocupado por la nueva alumna, la tal mademoiselle Henri, que con tanta ostentación me había recomendado la directora. Aquel día llevaba yo mis anteojos y la vi claramente desde un principio sin tener que cavilar sobre su aspecto. Parecía joven, pero si me hubieran pedido que adivinara su edad exacta, habría dudado; su esbeltez podía haberse correspondido con unos diecisiete años, pero una expresión inquieta y preocupada parecía indicar una edad más madura. Lucía, al igual que el resto, un vestido oscuro con cuello blanco. Sus facciones eran distintas a todas las demás, no tan redondeadas, más definidas, pero no podían considerarse regulares. También la forma de su cabeza difería, porque la parte superior estaba más desarrollada y la base bastante menos. Me convencí a primera vista de que no era belga, pues su cutis, su semblante, sus rasgos y su figura eran en todo diferentes de los belgas y pertenecían sin lugar a dudas al modelo de otra raza, una raza menos dotada de carnes abundantes y sangre caliente, menos jocunda, menos material e irreflexiva. Cuando fijé la vista en ella por primera vez, no alzó la vista; tenía el mentón apoyado en la mano, y no varió su actitud hasta que comencé la clase. Ninguna de las chicas belgas habría mantenido una postura, y reflexiva además, durante tanto tiempo. Sin embargo, tras haber insinuado que su aspecto era peculiar por diferenciarse del de sus compañeras flamencas, poco más tengo que decir; no puedo pronunciar encomios sobre su hermosura porque no era hermosa, ni lamentarme de su fealdad porque tampoco era fea; la frente agobiada por las preocupaciones y la correspondiente configuración de la boca despertaron en mí un sentimiento semejante a la sorpresa, pero seguramente esos rasgos habrían pasado inadvertidos a un observador menos malhumorado.
Bien, lector, aunque he dedicado una página a describir a mademoiselle Henri, sé muy bien que no he grabado en tu imaginación un retrato claro de su persona, no he pintado su tez, ni sus ojos, ni siquiera he trazado el contorno de su figura. No sabes si tenía la nariz aquilina o respingona, si su barbilla era corta o puntiaguda, si su rostro era cuadrado u ovalado; tampoco yo lo supe el primer día y no tengo intención de comunicarte de buenas a primeras un conocimiento que yo mismo obtuve poco a poco.
Les mandé un ejercicio corto que todas escribieron; vi que a la nueva le desconcertaba en un principio la novedad de la forma y el lenguaje; en un par de ocasiones me miró con una especie de ansiedad dolorosa, como si no comprendiera en absoluto el significado de lo que yo decía; tampoco estaba lista cuando lo estaban las demás, ni podía escribir las frases con tanta rapidez como ellas. No quise ayudarla, sino que proseguí implacable. Ella me miró; sus ojos me decían con toda claridad: «No puedo seguirle». Hice caso omiso de su súplica y, recostándome en la silla con aire despreocupado y mirando de vez en cuando por la ventana con la misma indiferencia, dicté un poco más deprisa. Al volver a mirarla, vi su rostro ensombrecido por el bochorno, pero ella seguía escribiendo con suma diligencia; hice una breve pausa, tiempo que empleó en repasar apresuradamente lo escrito; y la vergüenza y la turbación que sentía se hicieron evidentes. Sin duda había descubierto que su ejercicio era un cúmulo de despropósitos. Al cabo de otros diez minutos, el dictado había concluido y, después de conceder un breve intervalo para corregirlo, recogí los cuadernos. Mademoiselle Henri me lo dio con mano reticente, pero, una vez confiado a mi poder, recobró la compostura como si hubiera decidido dejarse de lamentaciones por el momento y pasar por una estúpida rematada. Echando una ojeada a su ejercicio descubrí que había omitido varias líneas, pero que lo escrito contenía muy pocas faltas. Al instante escribí Bon[71] al pie de la página y le devolví el cuaderno. Ella sonrió, primero con incredulidad, luego tranquilizada, pero no levantó los ojos; al parecer podía mirarme cuando estaba perpleja y desconcertada, pero no cuando estaba satisfecha; a mí no me pareció justo.