Capítulo XXIII

Eran las dos cuando regresé a mi alojamiento. Sobre la mesa humeaba la comida, que acababan de traerme de un hotel de la vecindad. Me senté pensando en comer, pero no habría fracasado más estrepitosamente aunque en la bandeja me hubieran servido trozos de cerámica y cristales rotos en lugar de judías y buey hervido: había perdido el apetito. No toleraba la visión de una comida que no podía saborear, de modo que la guardé en la alacena y luego me pregunté: «¿Qué voy a hacer hasta la noche?»; sería inútil presentarme en la Rue Notre-Dame-aux-Neiges antes de las seis, pues su habitante (para mí sólo ella existía) estaría trabajando en otro lugar. Paseé por las calles de Bruselas y me paseé por la habitación desde las dos hasta las seis, sin sentarme ni una sola vez en todo ese tiempo. Estaba en la habitación cuando por fin dieron las seis. Acababa de lavarme la cara y las manos febriles, y me miraba al espejo: tenía las mejillas rojas y mis ojos despedían llamas. Aun así, mis facciones parecían sumidas en sereno reposo. Bajé velozmente las escaleras y, al salir a la calle, me alegré de ver que el crepúsculo llegaba envuelto en nubes. Aquellas sombras eran para mí como una grata pantalla, y el frío de finales del otoño que llegaba a ráfagas desde el noroeste me pareció reconfortante. Sin embargo, vi que no lo era para otros, pues por mi lado pasaron mujeres arrebujadas en sus chales y hombres con las chaquetas abrochadas.

¿Cuándo somos completamente felices? ¿Lo era yo entonces? No; un temor creciente y apremiante soliviantaba mis nervios desde que recibí la buena noticia. ¿Cómo estaba Frances? Hacía diez semanas que no la había visto y seis que no tenía noticias de ella. Había respondido a su carta con una breve nota, cordial, pero tranquila, en la que no mencionaba la posibilidad de una correspondencia continuada ni de nuevas visitas. En aquel momento, mi balsa estaba suspendida sobre la cresta más alta de la ola de la Fortuna, y no sabía a qué banco de arena podría arrojarme la resaca. No quise entonces vincular su destino al mío ni siquiera con el hilo más sutil. Estuviera condenado a estrellarme contra las rocas o a correr sobre la arena, había decidido que ninguna otra nave compartiría el desastre. Pero seis semanas eran mucho tiempo. ¿Seguiría bien de salud y le irían bien las cosas? ¿No estaban de acuerdo todos los sabios en afirmar que la felicidad no encuentra su punto culminante en la tierra? ¿Me atrevería a pensar que tan sólo media calle me separaba de la copa rebosante de la Satisfacción, del brebaje extraído de las aguas de las que se dice que sólo discurren en el Cielo?

Llegué a su puerta. Entré en la casa silenciosa. Subí las escaleras, el rellano estaba desierto y todas las puertas cerradas. Busqué el pulcro felpudo verde: estaba en su sitio.

«¡Señal de esperanza! —me dije, y avancé hacia él—. Pero será mejor que me calme. Voy a irrumpir en su casa y a organizar directamente una escena.» Refrené mis pasos precipitados y me planté sobre el felpudo.

«¡Qué silencio! ¿Estará en casa? ¿Habrá alguien en el edificio?», me pregunté. Me contestó un leve tintineo como de carbonilla al caer del hogar de la chimenea; un movimiento, el del fuego al ser atizado, y se reanudó el ligero frufrú de la vida. Unos pasos serenos se movían de un lado a otro del piso. Fascinado, me quedé inmóvil, y mayor fue mi fascinación cuando una voz recompensó la atención que le dedicaban mis oídos, una voz, muy baja y contenida, para ella sola, pues no concebía compañía de nadie quien hablaba. Así clamaba tal vez la soledad en el desierto, o en el vestíbulo de una casa abandonada.

“And ne’er but once, muy son”, he said,

“Was yon dark cavern trod;

In persecution’s iron days,

When the land was left by God.

From Bewley’s bog, with slaughter red,

A wanderer hither drew;

And oft he stopped and turned his head,

As if by fits the night-winds blew.

For trampling round by Cheviot-edge,

Were heard the troopers keen;

And frequent from the Whitelaw ridge

The death-shot flashed between”[113].

Etcétera, etcétera.

La antigua balada escocesa se interrumpió antes de que la recitara del todo. Siguió una pausa, luego otro melancólico son, en francés, cuyo significado, a grandes rasgos, era como sigue:

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Fijé al principio mi Atención;

a ella siguió un cálido interés;

del interés, con la mejoría,

surgió la gratitud.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Pronto la obediencia llegó sin esfuerzo,

y el duro trabajo no causó dolor;

si estaba cansada, sólo una palabra, una mirada

Me hacían recobrar las fuerzas.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

De entre las estudiosas al poco

me distinguió a mí;

pero sólo con mayores exigencias

y más grave apremio.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

De otras aceptó las tareas,

a mí me las rechazaba;

no admitía la más ligera omisión,

ni toleraraba defecto alguno.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Si mis compañeras se desviaban,

apenas les reprochaba sus desvaríos;

pero si tropezaba yo en el camino,

su ira estallaba en llamas.

Algo se movió en un piso contiguo; no habría estado bien que me sorprendieran escuchando tras la puerta. Me apresuré a llamar y entré con igual premura. Frances estaba ante mí; paseaba lentamente por la habitación y la había interrumpido con mi llegada: sólo la acompañaban la Penumbra y la serena luz rojiza del Fuego de la chimenea; con estas Hermanas, el Resplandor y la Oscuridad, había estado hablando en verso antes de que yo entrara. La voz de sir Walter Scott, para ella un sonido extranjero y lejano como un eco de las montañas, había hablado en las primeras estrofas; creo que las segundas, por estilo y contenido, eran el lenguaje de su propio corazón. Tenía el rostro grave y la expresión concentrada; me miró con ojos que no sonreían, que acababan de salir de su ensimismamiento, recién despertados del mundo de los sueños. Su atuendo era sencillo, pero atildado, y llevaba los oscuros cabellos bien arreglados; en la tranquila habitación reinaba el orden. Con aquella mirada pensativa, con aquella serena confianza en sí misma, con aquel gusto por la meditación y la inspiración improvisada, ¿qué tenía ella que ver con el amor? «Nada», fue la respuesta de su propio semblante triste pero gentil, que parecía decirme: «Debo cultivar la fortaleza y aferrarme a la poesía; la primera ha de ser mi apoyo, y la segunda, mi consuelo en esta vida. Ni los sentimientos florecen, ni las pasiones se encienden en mí». Otras tienen pensamientos parecidos; de haber estado tan sola como creía, Frances no habría sido peor por ello que cientos de mujeres. No hay más que pensar en la raza formal y estricta de las solteronas, esa raza que todos desprecian: se alimentan desde la juventud con máximas que las exhortan a la resignación y al sacrificio; muchas se anquilosan con una dieta tan estricta, sus pensamientos están siempre tan pendientes de la Disciplina, que es su único objetivo y acaba por absorber las cualidades más indulgentes y agradables de su naturaleza, y cuando mueren son meros ejemplos de austeridad moldeados con un poco de piel arrugada y mucho hueso. Los anatomistas dirán que hay un corazón en el viejo y marchito armazón de la solterona, el mismo que posee cualquier esposa bien amada o madre orgullosa de la tierra. ¿Es esto posible? Realmente, no lo sé, pero me siento inclinado a dudarlo.

Di unos cuantos pasos, deseé buenas noches a Frances y tomé asiento. La silla que elegí era seguramente la que ella acababa de dejar; estaba junto a una pequeña mesa donde tenía papel y útiles para escribir. No sé si me había reconocido al principio, pero me reconoció entonces y me devolvió el saludo en voz baja. Yo no había delatado mi impaciencia, ella siguió mi ejemplo y no demostró sorpresa. Éramos, como siempre, maestro y alumna, nada más. Procedí a revisar los papeles; Frances, observadora y atenta, se metió en una habitación interior, volvió con una vela, la encendió, la colocó junto a mí, luego corrió la cortina y, tras haber añadido combustible al bien alimentado fuego, acercó una segunda silla a la mesa y se sentó a mi derecha, algo apartada. La hoja superior contenía una traducción de un solemne autor francés, pero debajo había otra con estrofas, de la cual me apoderé. Frances hizo ademán de levantarse y recuperar mi botín, afirmando que no eran más que unos versos copiados. Sometí con decisión la resistencia que nunca había podido oponerme mucho tiempo, pero esta vez sus dedos se aferraban con fuerza al papel, y yo tuve que soltarlos sin perder la calma. La resistencia cedió cuando los toqué. Frances hurtó la mano; la mía la habría seguido con placer, pero reprimí ese impulso por el momento. La primera página la ocupaban los versos que había oído tras la puerta; su continuación no era exactamente una experiencia vivida por la autora, sino una redacción inspirada en partes de esa experiencia. Así pues, se evitaba el egotismo, pero se ejercitaba la fantasía y se complacía al corazón. Mi traducción será prácticamente literal, igual que antes. La continuación era ésta:

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Cuando la enfermedad era mi compañera,

él parecía impacientarse

porque la fuerza flaqueaba en su alumna

y no podía obedecer a su voluntad.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Un día, llamado al lecho

donde conmigo el Dolor contendía,

le oí decir, al inclinar la cabeza:

«¡Dios, haz que reviva!».

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Noté la suave presión de su mano

posada un momento sobre la mía,

y deseé manifestar que la sentía

con alguna señal de respuesta.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Pero impotente entonces para hablar o moverme,

sólo sentía en mi interior

la emoción de la Esperanza, la fuerza del Amor

iniciar la curación.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Cuando él se retiró

siguió sus pasos mi corazón;

anhelaba demostrarle con nuevo empeño

mi muda gratitud.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Cuando una vez más ocupé mi lugar

en el aula, tanto tiempo vacío,

esa rara sonrisa a su cara

por un momento vi asomar.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Concluidas las clases, oída la señal

de la alegre liberación y los juegos,

él se demoró un instante al pasar

para decir una palabra amable.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

«Jane, hasta mañana te libero

de las tediosas normas y tareas;

esta tarde no he de ver

ese pálido rostro en la escuela.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Busca un asiento del jardín entre las sombras

lejos de la zona de juegos;

el sol es cálido, el aire dulce;

quédate allí hasta que yo te llame».

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Larga y placentera tarde

pasé entre los verdes emparrados;

silenciosa, tranquila y sola

con los pájaros, las abejas y las flores.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Mas, cuando la voz de mi maestro

llamó desde la ventana: «¡Jane!»,

entré jubilosa al oírla

en la bulliciosa casa.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Él, en el pasillo, andaba de un lado a otro;

se detuvo al pasar yo,

relajando el entrecejo de su severa frente

y alzando sus ojos hundidos.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

«No tan pálida», murmuró.

«Ahora, Jane, ve a descansar un rato».

Y al sonreír yo, su lisa frente

me devolvió una sonrisa igual de radiante.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Recobrada la salud, volvió

su rostro a ser austero,

y como antes, no toleró

a Jane el menor fallo.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

La tarea más larga, el más arduo tema

primero sobre mí recaían;

aun así me esforcé por colocar mi nombre

en todo ejercicio el primero.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Él se contenía y escatimaba el elogio,

pero yo había aprendido a interpretar

el secreto significado de su rostro

y ésa era mi mayor recompensa.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Incluso cuando su vivo genio hablaba

en un tono que causaba pesadumbre,

se calmaba mi pena no bien despertada

con alguna expresión de transigencia.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Y cuando me prestaba algún valioso libro

o alguna fragante flor me daba,

no me atemorizaba ninguna mirada de Envidia,

porque el poder del Placer me sostenía.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Al fin llegó el día de las distinciones;

el campo de batalla duramente conquisté;

la recompensa, una corona de laurel ceñida

a mis sienes palpitantes.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Agaché la cabeza ante mi maestro,

para aceptar la corona;

sus verdes hojas traspasaron mi frente

con una emoción tan dulce como intensa.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Noté el fuerte latido de la Ambición

en cada una de mis venas;

la sangre manó a la vez

de una secreta herida interna.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

La hora de la victoria fue para mí

de amargo pesar la hora;

un día más y habré de cruzar el mar

para no volver a cruzarlo.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Una hora más: en la habitación de mi maestro

con él me senté a solas,

y le conté la terrible melancolía

que la separación arrojaba sobre la dicha.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Él poco dijo; el tiempo era breve,

la nave pronto habría de zarpar,

y mientras yo sollozaba con amargura,

mi maestro, pálido, callaba.

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

luego volvió a sujetarme;

me retuvo con fuerza y musitó por lo bajo:

«¿Por qué nos separan, Jane?

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

¿No eras feliz a mi cuidado?

¿No he demostrado mi lealtad?

¿Acaso otros podrán a mi amada

dar amor tan profundo y sincero?

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

¡Oh, Dios, cuida de mi pupila!

¡Oh, guarda su gentil cabeza!

¡Cuando sople el viento y arrecie la tempestad

Extiende tu manto protector en torno a ella!

Lo llamaron con apremio; me pidió que me marchara,

Vuelven a llamar; abandona, pues, mi pecho,

tu auténtico refugio, Jane,

¡pero cuando te engañen, te rechacen o te opriman,

vuelve a tu hogar conmigo!».

Leí; luego con el lápiz anoté al margen mis comentarios como en un sueño, pensando todo el tiempo en otras cosas; pensando que estaba ahora a mi lado y que no era una niña, sino una joven de diecinueve años, y que podía ser mía; mi corazón así lo afirmaba. La maldición de la Pobreza se había alejado de mí; lejos quedaban la Envidia y los Celos, y nada sabían de nuestro callado encuentro. El hielo del maestro podía derretirse; notaba que el deshielo llegaba rápidamente tanto si quería como si no; no era ya necesario que mis ojos practicaran su dura mirada, ni que la frente se contrajera en un severo pliegue. Se le permitía ahora experimentar la revelación de la llama interior, podía buscar, exigir, arrancar una pasión semejante como respuesta. Mientras así meditaba, pensé que la hierba de Hermón[114] jamás había embebido el fresco rocío del Ocaso con mayor gratitud que la que sentía yo al apurar la dicha de aquel instante.

Frances se levantó como inquieta; pasó por delante de mí para atizar el fuego, que no necesitaba ser atizado; cogió los pequeños adornos que había sobre la repisa y luego volvió a colocarlos; su vestido ondeaba a un metro de distancia, esbelta, erguida y elegante frente a la chimenea.

Hay impulsos que podemos dominar, pero hay otros que nos dominan porque nos alcanzan con un salto de tigre y se convierten en nuestros amos antes de que podamos verlos. Sin embargo, tal vez esos impulsos no sean siempre completamente malos; tal vez la Razón, mediante un proceso tan breve como silencioso, un proceso que termina antes de ser notado, haya decidido que el acto que medita el instinto es cuerdo y crea justificada su pasividad mientras éste se lleva a cabo. Sé que yo no razoné, que no planeé ni pretendía nada; sin embargo, un momento antes estaba solo, en la silla junto a la mesa, y al siguiente había colocado a Frances sobre mis rodillas con viveza y decisión, y allí la retuve con extremada tenacidad.

—¡Monsieur! —exclamó Frances, quedándose inmóvil. Ni una palabra más escapó de sus labios; muy confusa me pareció en los primeros instantes, pero pronto se mitigó el Asombro; el Terror no triunfó, ni tampoco la Ira. Al fin y al cabo, sólo estaba un poco más cerca de lo que había estado hasta entonces de alguien a quien solía respetar y en quien confiaba. El azoramiento podría haberla impulsado a forcejear, pero la Dignidad frenaba la resistencia cuando ésta era inútil.

—Frances, ¿cuánto aprecio me tienes? —pregunté. No hubo respuesta; la situación era aún demasiado nueva y sorprendente para permitirle hablar. Teniendo esto en cuenta, me obligué a tolerar su silencio durante algunos segundos, pese a mi impaciencia. Al cabo de un rato repetí la pregunta, seguramente en un tono menos calmado. Ella me miró; sin duda mi rostro no era un modelo de compostura, ni mis ojos, apacibles manantiales de serenidad.

—Habla —la apremié, y una voz muy baja, apresurada, pero no sin picardía, contestó:

—Monsieur, vous me faites mal; de grâce lâchais un peu ma main droite.

Realmente me di cuenta de que sujetaba la susodicha main droite con cierta rudeza. Obedecí a su deseo y por tercera vez pregunté con mayor amabilidad:

—Frances, ¿cuánto aprecio me tienes?

Mon maître, j’en ai beaucoup —fue la sincera respuesta.

—Frances, ¿el suficiente para entregarte a mí como esposa? ¿Para aceptarme como marido?

Noté cómo su corazón se agitaba, vi «la luz púrpura del amor»[115]; reflejarse en sus sienes, su cuello y sus mejillas. Sentí deseos de consultar los ojos, pero me lo impidieron párpados y pestañas.

Monsieur —dijo al fin con voz queda—. Monsieur désire savoir si je consens… si… enfin, si je veux me marier avec lui?

—Justement.

—Monsieur sera-t-il aussi bon mari qu’il a été bon maître?

—Lo intentaré, Frances.

Una pausa. Luego, con una nueva inflexión de la voz, aunque siempre atenuada, una inflexión que me irritaba al tiempo que me complacía, acompañada además por un sourire à la fois fin et timide en perfecta armonía con el tono, dijo:

—C’est à dire, monsieur sera toujours un peu entêté, exigeant, volontaire…?

—¿Todo eso he sido, Frances?

—Mais, oui; vous le savez bien.

—¿No he sido nada más?

—Mais, oui; vous avez été mon meilleur ami.

—Y tú, Frances, ¿qué eres para mí?

—Votre dévouée élève, qui vous aime de tout son coeur[116].

—¿Consiente mi alumna en pasar su vida a mi lado? Háblame en inglés ahora, Frances.

Transcurrieron unos instantes de reflexión. La respuesta, lentamente pronunciada, decía así:

—Siempre me has hecho feliz, me gusta oírte hablar, me gusta verte, me gusta estar cerca de ti. Creo que eres muy buena persona y un ser superior. Sé que eres severo con los perezosos y apáticos, pero también eres muy bueno con los atentos y estudiosos, aunque no sean inteligentes. Maestro, me alegraría poder vivir contigo para siempre —hizo entonces una especie de ademán, como si fuera a abrazarme, pero se contuvo y añadió tan sólo, con grave énfasis—: Maestro, acepto pasar mi vida junto a ti.

—Muy bien, Frances. —La estreché contra mi corazón; tomé un primer beso de sus labios, sellando así nuestro pacto. Después guardamos silencio, y no fue breve. No sé qué pensó Frances durante este intervalo ni intenté adivinarlo; no quise estudiar su semblante, ni turbar en modo alguno su compostura, ni la paz que sentía y que deseaba que ella sintiera. Cierto, mis brazos aún la retenían, pero con suavidad, en tanto que no se resistía. No dejaba de mirar las rojas llamas; mi corazón ponderaba su propio contento; sonaba y sonaba hasta profundidades insondables.

Monsieur —dijo por fin mi muda compañera, tan inmóvil en su felicidad como un ratón atemorizado; incluso ahora, al hablar, apenas levantó la cabeza.

—¿Sí, Frances? —No me gustan los cortejos exagerados; soy tan incapaz de abrumar con epítetos amorosos como de inquietar con caricias egoístas e inoportunas.

—Monsieur est raisonnable, n’est-ce pas?

—Sí, sobre todo cuando me lo piden en inglés, pero ¿por qué me lo preguntas? No verás vehemencia ni exageración en mis modales. ¿No te parezco suficientemente tranquilo?

C’est n’est pas cela[117] —empezó a decir Frances.

—¡En inglés! —le recordé.

—Bueno…, monsieur, sólo deseaba decir que me gustaría, claro está, conservar mi empleo como profesora. Supongo que usted seguirá enseñando, monsieur.

—Trazas tus planes para ser independiente —dije yo.

—Sí, monsieur, no debo ser una molestia para usted ni una carga.

—Pero, Frances, aún no te he contado cuáles son mis perspectivas. He dejado a monsieur Pelet y, tras casi un mes de búsqueda, he conseguido otro empleo con un salario de tres mil francos al año, que puedo doblar fácilmente con un pequeño esfuerzo adicional. Así pues, como ves, no es necesario que te agotes dando clases; con seis mil francos, tú y yo podemos vivir, y vivir bien.

Frances pareció reflexionar. Hay algo halagador para la fortaleza de un hombre, algo que está en consonancia con el honorable orgullo que siente ante la idea de convertirse en la Providencia de la persona amada, alimentarla y vestirla como hace Dios con los lirios del campo[118]; de modo que para que se decidiera, añadí:

—Tu vida ya ha sido suficientemente dura y dolorosa, Frances. Necesitas un absoluto descanso. Tus mil doscientos francos no serían un complemento demasiado importante para nuestros ingresos, ¡y hasta qué punto tendrías que sacrificar tu comodidad para ganarlos! Renuncia a trabajar; debes de estar cansada; permíteme la dicha de darte descanso.

No estoy seguro de que Frances prestara la debida atención a mi discurso, porque en lugar de responderme con su respetuosa rapidez habitual, se limitó a suspirar y dijo:

—¡Qué rico es usted, monsieur! —Y se agitó con inquietud entre mis brazos—. ¡Tres mil francos! —musitó—. ¡Y yo sólo gano mil doscientos! —a esto añadió rápidamente—: Sin embargo, así debe ser por el momento. Monsieur, ¿decía usted algo sobre renunciar a mi empleo? ¡Oh, no! ¡Lo conservaré con todas mis fuerzas! —sus pequeños dedos apretaron los míos recalcando sus palabras—. ¡Imagine que me caso con usted para que me mantenga, monsieur! No podría hacerlo… ¡Y qué aburridos serían mis días! Usted estaría siempre fuera de casa, enseñando en aulas cerradas y ruidosas de la mañana a la noche, y yo me quedaría en casa sola y sin nada en lo que ocuparme. Me deprimiría. Me volvería irritable; y pronto se cansaría de mí.

—Frances, podrías leer y estudiar, dos cosas que te gustan mucho.

—Monsieur, no podría. Me gusta la vida contemplativa, pero aún me gusta más la actividad. Debo ocuparme en algo y hacerlo con usted. Me he dado cuenta, monsieur, de que las personas que solamente están juntas para divertirse no llegan a gustarse ni a quererse tanto como las que trabajan juntas y quizá sufren unidas.

—Lo que dices es cierto —repliqué al fin—, y se hará como quieres, pues es lo más razonable. Bien, ahora, como recompensa por tan rápido consentimiento, dame un beso.

Tras cierta vacilación, natural para una principiante en el arte de besar, sus labios establecieron un tímido y suave contacto con mi frente. Acepté este pequeño regalo como préstamo, que le devolví de inmediato y con generosos intereses.

No sé si Frances había cambiado mucho en realidad desde la primera vez que la vi, pero cuando la miré en aquel momento, la noté distinta. Aquellos primeros atributos que yo recordaba: los ojos tristes, las mejillas pálidas, el semblante abatido, habían desaparecido para trocarse en un rostro adornado de gracias: la sonrisa, el tinte rosado y los hoyuelos de sus mejillas suavizaban el perfil y animaban sus matices. Me había acostumbrado a abrigar la halagadora idea de que mi fuerte vínculo con ella se debía a cierta perspicacia particular de mi naturaleza: ella no era hermosa, no era rica, ni siquiera tenía un talento especial; sin embargo, era mi don más preciado; yo tenía que ser entonces un hombre de gran discernimiento. Aquella noche, mis ojos se abrieron a la equivocación. Empecé a sospechar que sólo mis gustos eran únicos, no mi capacidad de detección y apreciación de la superioridad moral sobre los encantos naturales. Para mí, Frances tenía encantos, y en ella no había deformidad que superar, ninguno de esos destacados defectos de ojos, cutis, dientes o figura que refrenan la admiración de los más intrépidos defensores masculinos del intelecto (pues las mujeres pueden amar a un hombre realmente feo… siempre que tenga talento). De haber sido Frances édentée, myope, rugueuse o bossue[119], tal vez mis sentimientos hacia ella habrían seguido siendo amables, pero jamás apasionados. Sentía afecto por la pobre Sylvie de cuerpo contrahecho, pero jamás podría haberla amado. Es cierto que las cualidades intelectuales de Frances habían sido lo primero en llamar mi atención y seguía prefiriéndolas, pero también me gustaban sus atributos físicos: era puramente material el placer que sentía al contemplar sus claros ojos castaños, la blancura de su fina piel y de sus dientes regulares, y la proporción de sus formas delicadas; no habría podido prescindir de ese placer. Según parece, por tanto, también yo era un sensualista, a mi modo comedido y exigente.

Bien, lector, durante las dos últimas páginas no he hecho más que darte miel de flores, pero no debes sustentarte únicamente de alimento tan exquisito. Así pues, prueba un poco la hiel, apenas unas gotas, para variar un poco.

Regresé a mi piso a una hora algo tardía, habiendo olvidado que los seres humanos tenían necesidades vulgares como las de beber y comer, y me acosté en ayunas. Había estado nervioso e inquieto todo el día; no había probado bocado desde las ocho de la mañana; además, hacía dos semanas que ni mi cuerpo ni mi espíritu conocían el reposo. Las últimas horas habían sido un dulce delirio, que no quiso aplacarse y que me tuvo despierto hasta bastante después de la medianoche, alterando con un turbulento éxtasis el descanso que tanto necesitaba. Al final me adormilé, pero no por mucho tiempo; todavía era noche cerrada cuando me desperté. Mi despertar fue como el de Job cuando un espíritu le rozó la cara, y al igual que él: «se erizaron los pelos de mi cuerpo». Podría seguir con el paralelismo, pues en verdad, aunque yo nada vi, «Algo se llegó hasta mí en secreto, que percibió mi oído; en medio del silencio oí una voz», diciendo: «En medio de la Vida estamos en la Muerte»[120].

Muchos habrían considerado sobrenatural aquel sonido y la sensación de fría angustia que lo acompañaba, pero yo lo reconocí de inmediato como efecto de una reacción. El hombre está siempre limitado por su Mortalidad; era mi naturaleza mortal la que ahora vacilaba y protestaba, y mis nervios los que se encrespaban y desafinaban, porque el alma, que se había precipitado de cabeza a su objetivo, había sometido la debilidad, mayor en comparación, del cuerpo a una tensión excesiva. Me invadió el horror de una gran oscuridad; sentí que alguien a quien había conocido en otro tiempo y creía desaparecido para siempre invadía mi dormitorio: temporalmente fui presa de la Hipocondría. Era una vieja amiga, no, una invitada de mi adolescencia; la había tenido hospedada durante un año. Durante ese espacio de tiempo, me acompañaba en secreto; se acostaba conmigo, comía conmigo, conmigo salía a pasear, me mostraba los claros del bosque y los valles de las colinas donde podíamos sentarnos juntos y donde ella podía dejar caer sobre mí su pavoroso velo, ocultando así el cielo y el sol, los árboles y la hierba, abarcándome por entero en su seno frío como la muerte, abrazándome con sus miembros huesudos. ¡Qué historias solía contarme en momentos como aquéllos! ¡Qué canciones me recitaba al oído! Qué arengas me obsequiaba sobre su propio país, La Tumba, y cómo me prometía una y otra vez conducirme allí sin tardanza; y después de arrastrarme hasta el borde mismo de un río oscuro y sombrío, me enseñaba la otra orilla, cubierta de túmulos, mausoleos y lápidas a la luz de un resplandor más antiguo que la luz de la luna. «¡Necrópolis!», me susurraba, señalando aquellos pálidos bultos, y añadía: «Hay en ella una mansión preparada para ti».

Pero había tenido la adolescencia solitaria de un huérfano, sin la alegría de un hermano o una hermana; no era extraño que en el período de tránsito a la juventud, hallándome perdido en vagas disquisiciones mentales, con muchos afectos y pocos objetivos, con grandes aspiraciones y sombrías perspectivas, alzara una hechicera a lo lejos su engañosa lámpara y me atrajera hacia su abovedada mansión de los horrores. No es extraño que sus hechizos tuvieran poder entonces, pero ahora que mi camino se ensanchaba, que tenía más brillantes perspectivas, que mis afectos habían encontrado el reposo y que mis deseos plegaban las alas, cansados del largo vuelo, y se posaban en el regazo mismo de su Realización, anidando allí, cálidos y satisfechos bajo las caricias de una suave mano, ¿por qué ahora venía a mí la Hipocondría?

La rechacé, igual que habría hecho con una temida y espectral concubina que quisiera envenenar el corazón del marido indisponiéndole con su joven esposa. Fue en vano; siguió adueñándose de mí durante toda la noche y el día siguiente, así como en los ocho días que le sucedieron. Después mi espíritu empezó lentamente a recobrarse; me volvió el apetito y, al cabo de quince días, me sentía bien. Durante todo ese tiempo había actuado como si no ocurriera nada, y nada había dicho a nadie de lo que me acuciaba, pero me alegré cuando el espíritu maligno se alejó de mí y pude volver de nuevo a Frances y sentarme a su lado, libre de la espantosa tiranía de mi demonio.