Capítulo XXII

Una semana pasa pronto; llegó le jour des noces[105]. El matrimonio se celebró en St. Jacques; mademoiselle Zoraïde se convirtió en madame Pelet, de soltera Reuter, y una hora después de esta transformación «la feliz pareja», como suelen decir en los periódicos, había emprendido viaje a París, donde, según se había dispuesto previamente, pasarían la luna de miel. Al día siguiente dejé el internado. Yo y mis pertenencias (unos cuantos libros y ropa) nos mudamos a un modesto alojamiento que había alquilado en una calle cercana. En media hora había ordenado mi ropa en una cómoda y mis libros en una estantería; una mudanza sencilla. No me habría sentido desdichado aquel día de no haber sido por una punzada que me torturaba: el anhelo de ir a la Rue Notre-Dame-aux-Neiges, reprimido, pero también apremiado, por la resolución de evitar aquella calle hasta que la neblina de la incertidumbre se disipara de mi futuro.

Era un apacible día de septiembre, hacia el final de la tarde. La temperatura era suave y no soplaba viento. No tenía nada que hacer. Sabía que a esa hora también Frances estaría libre de ocupaciones; pensé que tal vez ella desearía ver a su maestro igual que yo deseaba ver a mi alumna. La Imaginación empezó a hablar en susurros, infundiendo en mi alma una dulce esperanza de placeres que podrían ser:

«La encontrarás leyendo o escribiendo —me decía—. Podrás sentarte a su lado. No debes turbar su paz con una excitación excesiva; no debes azorarla con ningún gesto o palabra insólitos. Sé como eres siempre. Repasa lo que ha escrito; escucha mientras lee; corrígela o muestra tu aprobación con tranquilidad. Ya conoces el efecto de cada método; conoces su sonrisa de satisfacción; conoces el juego de sus miradas cuando se enardece. Sabes el secreto para arrancar la expresión que desees y puedes elegir entre tanta y tan placentera variedad. Contigo guardará silencio mientras a ti te convenga hablar solo; puedes controlarla con un poderoso hechizo. A pesar de su inteligencia, de lo elocuente que puede ser, tú puedes sellar sus labios y velar con retraimiento su animado semblante. Sin embargo, sabes que no es de una docilidad monótona; con un extraño placer has visto la rebeldía, el desprecio, la austeridad y la amargura reclamar con vigor un lugar en sus sentimientos y en su fisonomía. Sabes que pocas personas podrían manejarla como tú; sabes que podría desmoronarse bajo la mano de la Tiranía y la Injusticia, pero nunca someterse; la Razón y el Afecto pueden guiarla cuando tú se lo indiques. Prueba su influencia ahora. Ve; no son pasiones, puedes controlarlas perfectamente.»

«No iré —fue mi respuesta a la zalamera tentadora—. Un hombre es dueño de sí mismo hasta un cierto punto, pero no más allá. ¿Podría ir a ver a Frances esta noche, podría sentarme a solas con ella en una tranquila habitación y dirigirme a ella únicamente con el lenguaje de la Razón y el Afecto?»

«No», fue la réplica breve y vehemente de ese Amor que me había vencido y me dominaba ya.

El tiempo parecía estancado; el sol no acababa de ponerse; mi reloj hacía tictac, pero tenía las manos como paralizadas.

—¡Qué noche tan calurosa! —exclamé, abriendo la celosía; eran contadas las ocasiones en que me había sentido tan febril. Oí pasos que subían por la escalera común y me pregunté si el locataire[106] que subía a su piso sentiría un desasosiego de cuerpo y alma tan grande como el mío, o bien vivía con la tranquilidad de ciertos recursos y la libertad de unos sentimientos sin trabas. ¡Cómo! ¿Venía en persona a resolver el dilema expresado en un pensamiento inaudible? Realmente llamaba a mi puerta… a mi puerta, con golpes rápidos y secos. Casi antes de que pudiera invitarle a pasar, había traspasado el umbral y había cerrado la puerta.

—¿Qué tal? —preguntó en inglés mi visitante, baja la voz y el tono displicente, mientras dejaba el sombrero sobre la mesa y los guantes en el sombrero, sin bullicio ni preámbulos; y, acercando la única butaca de la habitación, se sentó en ella tranquilamente—. ¿No puedes hablar? —preguntó al cabo de un rato en un tono cuya despreocupación parecía indicar que le daba exactamente igual si le respondía o no. Lo cierto es que me pareció deseable recurrir a mis buenos amigos les bisicles no para averiguar la identidad de mi visitante, pues ya lo había reconocido, ¡maldita insolencia la suya!, sino para ver su aspecto, para hacerme una idea clara de su expresión y su semblante. Limpié los cristales muy despacio y me los puse con la misma lentitud, ajustándolos para que no me hicieran daño en el caballete de la nariz y para evitar que se enredaran con mis cortos mechones de cabellos oscuros. Me había acomodado en el asiento de la ventana, de espaldas a la luz, y le podía mirar a la cara, situación que él habría invertido de buen grado, pues prefería siempre examinar a ser examinado. Sí, no había error posible: era él. Allí sentado, con su metro ochenta de estatura su oscuro surtout[107] de viaje con cuello de terciopelo, sus pantalones grises, su corbatín negro y su rostro, el más original que la Naturaleza haya moldeado, aunque también el más discreto: no había en él facción alguna que pudiera considerarse característica o singular. Sin embargo, el efecto del conjunto era único. De nada sirve intentar describir lo que es indescriptible. Como no tenía prisa por hablarle, me quedé contemplándolo a placer.

—Ah, así que ése es tu juego, ¿eh? —dijo por fin—. Bueno, veamos quién se cansa antes. —Y lentamente sacó una elegante tabaquera, eligió un cigarro de su gusto, lo encendió, cogió un libro del estante que tenía al alcance de la mano, se recostó y empezó a fumar y a leer con la misma calma que si hubiera estado en su gabinete de la calle Grove en X, …shire, Inglaterra. Yo sabía que era capaz de seguir tal cual hasta la medianoche si le entraba el capricho, de modo que me levanté, le quité el libro de las manos y dije:

—No me lo ha pedido y no se lo dejo.

—Es tonto y aburrido —comentó—, así que no me he perdido gran cosa. —Roto el hielo, prosiguió—: Pensaba que vivías en casa de Pelet. He ido allí esta tarde, esperando que me dejaran morir de inanición, sentado en el salón de un internado, y me han dicho que te habías ido esta mañana. Sin embargo, habías dejado tu nueva dirección, cosa extraña. Es la precaución más práctica y sensata que te imagino capaz de tomar. ¿Por qué te has marchado?

—Porque monsieur Pelet acaba de casarse con la señora que usted y el señor Brown me habían designado como esposa.

—¡Vaya! —exclamó Hunsden, y soltó una breve carcajada—. De modo que has perdido esposa y empleo al mismo tiempo.

—Exactamente.

Le vi pasear la mirada breve y furtivamente por la habitación; observó sus estrechos límites, su escaso mobiliario; en un instante había captado la situación y me había absuelto del delito de prosperidad. Este descubrimiento obró un curioso efecto sobre su extraño entendimiento. Estoy moralmente convencido de que, si me hubiera encontrado instalado en un precioso gabinete, tumbado en un mullido sofá junto a una esposa guapa y rica, me habría odiado. En tal caso, una visita breve, desapegada y altiva habría sido el límite extremo de su cortesía, y no habría vuelto a acercarse a mí mientras la marea de la fortuna me llevara apaciblemente sobre su superficie. Pero los muebles pintados, las paredes desnudas, la triste soledad de mi habitación, relajaron su estricto orgullo, y no sé qué cambio se operó en su voz y en su expresión, suavizándolas, antes de volver a hablar.

—¿No tienes otro trabajo?

—No.

—¿Estás en camino de conseguir uno nuevo?

—No.

—Mala cosa. ¿Has recurrido a Brown?

—Desde luego que no.

—Sería lo mejor. A menudo tiene en sus manos información útil en tales cuestiones.

—Me ayudó mucho en una ocasión. No tengo derecho a reclamarle nada y no me apetece volver a molestarle.

—Oh, si eres tímido y temes ser impertinente, no tienes más que encargármelo a mí. Iré a verle esta noche. Puedo abogar por ti.

—Le ruego que no lo haga, señor Hunsden; ya tengo una deuda con usted. Me hizo un gran favor cuando estaba en X; me sacó del agujero en el que me estaba muriendo. Todavía no le he pagado ese favor y por el momento me niego tajantemente a añadir una nueva cifra a la cuenta.

—Si el viento sopla de ese lado, me callo. Pensaba que mi generosidad sin parangón cuando hice que te echaran de aquella maldita oficina acabaría siendo apreciada algún día. «Echa tu pan al agua, y lo hallarás al cabo del tiempo», dicen las Escrituras[108]. Sí, es cierto, muchacho. Concédeme la importancia que merezco. No hay otro igual en el mundo. Mientras tanto, dejando a un lado todas esas paparruchas, hablemos con sensatez un momento: tu situación mejoraría grandemente y, lo que es más, estás loco si rechazas lo que se te ofrece.

—Muy bien, señor Hunsden. Ahora que ya ha dejado claro ese punto, hablemos de otra cosa. ¿Qué noticias trae de X?

—No he dejado claro ese punto, o al menos hay otro que aclarar antes de que hablemos de X. Esa tal señorita Zénobie («Zoraïde», le corregí)… bueno, pues Zoraïde, ¿se ha casado de verdad con Pelet?

—Le digo que sí. Y si no me cree, vaya y pregúnteselo al párroco de St. Jacques.

—¿Y a ti se te ha partido el corazón?

—No, que yo sepa. Está estupendamente; late como de costumbre.

—Entonces tus sentimientos son menos refinados de lo que yo creía. Debes de ser un hombre grosero e insensible cuando soportas semejante golpe sin tambalearte.

—¿Tambalearme yo? ¿Qué demonios hay que pueda hacerme tambalear en el hecho de que una maestra belga se case con un maestro francés? Sin duda su descendencia será un extraño híbrido, pero eso es cosa suya, no mía.

—¡Se lo toma a broma, cuando la novia era su prometida!

—¿Quién ha dicho eso?

—Brown.

—Le diré una cosa, Hunsden: Brown es un viejo chismoso.

—Lo es, pero entre tanto, si sus chismes no se basaban en hechos, si no tenías un interés especial por la señorita Zoraïde, ¿por qué, ¡oh, joven pedagogo!, por qué has dejado tu puesto cuando ella se ha convertido en madame Pelet?

—Porque… —noté que tenía la cara encendida—, porque… En resumen, señor Hunsden, me niego a contestar a ninguna otra pregunta. —Y hundí las manos en los bolsillos de los pantalones.

Hunsden había triunfado; lo anunciaban sus ojos y su sonrisa.

—¿De qué demonios se ríe usted, señor Hunsden?

—De tu ejemplar recato. Bueno, muchacho, no te molestaré más. Ya comprendo lo que ha ocurrido. Zoraïde te ha dejado plantado para casarse con alguien más rico, como habría hecho cualquier mujer con un poco de cordura.

No contesté. Dejé que pensara lo que quisiera. No tenía ganas de explicar la verdad y menos aún de inventar una mentira; pero no era fácil engañar a Hunsden, porque incluso el silencio parecía volverlo suspicaz en lugar de convencerlo de que había dado con la verdad. Añadió:

—Supongo que el asunto se ha llevado como se llevan siempre tales asuntos entre personas racionales: tú le has ofrecido tu juventud y tu talento, sea cual sea, a cambio de su posición y su dinero. No creo que hayas tenido en cuenta el físico, o lo que se llama amor, porque tengo entendido que es mayor que tú y, a decir de Brown, más que hermosa, sensata. Así pues, ella, que no tenía mejores oportunidades, se sintió inclinada en un principio a aceptar tu propuesta, pero se interpuso Pelet, director de una floreciente escuela, con una puja mayor. Ella aceptó y él se llevó el gato al agua en una transacción absolutamente limpia, profesional y legítima. Y ahora hablemos de otra cosa.

—Bien —dije, muy contento de cambiar de tema y, sobre todo, de haber despistado a mi sagaz interrogador, si realmente así era porque, aunque sus palabras se desviaron de aquel espinoso punto, sus ojos, atentos y penetrantes, parecían preocupados aún por aquella idea.

—¿Quieres oír noticias de X? ¿Y qué interés tienes tú en X? No dejaste allí ningún amigo; no habías hecho ninguno. Nadie pregunta nunca por ti, ni hombre ni mujer. Si menciono tu nombre en sociedad, los hombres me miran como si hablara del Preste Juan y las mujeres adoptan un aire despectivo. No debías de gustar a nuestras beldades de X. ¿Qué hiciste para ganarte su antipatía?

—No lo sé. Apenas hablé con ellas. No significaban nada para mí. Las consideraba tan sólo un objeto que se contemplaba desde lejos. Con frecuencia sus rostros y sus vestidos eran agradables a la vista, pero yo no entendía su conversación ni sabía interpretar su actitud. Cuando me llegaban retazos de lo que hablaban, nunca comprendía gran cosa, y ni el movimiento de sus labios ni sus ojos no me ayudaban en absoluto.

—Eso era culpa tuya, no de ellas. En X hay mujeres sensatas, además de hermosas, mujeres con las que a cualquier hombre le merece la pena hablar y con las que yo hablo muy a gusto. Pero tú no tenías ni tienes una conversación agradable, no hay nada en ti que induzca a una mujer a mostrarse amable. Te he visto sentado cerca de la puerta en un salón lleno de personas, dispuesto a escuchar, pero no a hablar, a observar, pero no a entretener; fríamente cohibido al comienzo de una fiesta, desconcertantemente atento hacia la mitad, e insultantemente cansado al final. ¿Te parece a ti que ésa es manera de resultar simpático o de despertar interés? No, si eres impopular es porque te lo mereces.

—¡Conforme! —exclamé.

—No, no estás conforme. Ves cómo la Belleza te da siempre la espalda, te sientes humillado y entonces la miras con desdén. Estoy convencido de que todo lo que es deseable en este mundo, Riqueza, Amor, Reputación, será siempre para ti como las uvas maduras del emparrado[109]: las mirarás desde abajo, atormentarán la lujuria de tus ojos, pero estarán siempre fuera de tu alcance. No se te ocurrirá ir en busca de una escalera y te alejarás, afirmando que están verdes.

Por mordaces que hubieran podido ser estas afirmaciones en otras circunstancias, no llegaron a herirme entonces. Mi vida había cambiado; había tenido experiencias diversas desde mi partida de X, pero Hunsden no podía saberlo; él sólo me había visto en el papel de empleado del señor Crimsworth, como un subordinado entre desconocidos acaudalados, que recibía el desdén con una fachada de dureza, y que era consciente de su apariencia huraña y carente de atractivo; que se negaba a reclamar una atención que sabía que le duraría poco, y no quería demostrar una admiración que sabía que sería menospreciada como cosa de poco valor. Él no podía saber que desde entonces la juventud y la belleza habían sido para mí objetos diarios de observación, que los había estudiado a placer y con detenimiento, ni que había visto la fea textura de la verdad bajo los bordados de las apariencias. Tampoco podía, pese a su sagacidad, penetrar en mi corazón y rebuscar en mi cerebro para hallar mis simpatías y mis peculiares aversiones. No me había tratado el tiempo suficiente o lo suficientemente bien como para percibir hasta qué punto decaerían mis sentimientos bajo ciertas influencias, poderosas sobre otras personas, ni hasta qué punto se exaltarían o con cuánta rapidez bajo otras que tal vez ejercieran una fuerza mayor sobre mí, precisamente porque sólo sobre mí la ejercían. Como tampoco podía sospechar ni por un instante que la historia de mi trato con mademoiselle Reuter, secreta para él y para todos los demás, era la historia de su extraño enamoramiento. Sólo yo había oído sus lisonjas y había sido testigo de sus tretas, y sólo yo las conocía; pero me habían cambiado, puesto que me demostraban que podía impresionar a alguien. En el fondo de mi corazón anidaba un secreto aún más dulce, tan lleno de ternura como de fuerza, que restaba mordiente al sarcasmo de Hunsden, impidiendo que me doblegara la vergüenza o me alterara la ira. Pero de todo esto nada podía decir, nada decisivo al menos. La incertidumbre selló mis labios y, durante la silenciosa pausa con que me limité a responder al señor Hunsden, decidí permitir por el momento que me juzgara mal, tal como hizo. Pensó que había sido demasiado duro conmigo y que me había aplastado con el peso de sus reconvenciones, y así, para tranquilizarme me dijo que, sin duda, algún día enmendaría mis pasos, que me hallaba aún en la flor de la vida y que, no careciendo por suerte de sentido común, cualquier paso en falso que diera sería para mí una buena lección.

Justo entonces volví un poco el rostro hacia la luz. La cercanía del crepúsculo y mi posición en el asiento de la ventana habían impedido a Hunsden estudiar mi semblante en los últimos diez minutos. Sin embargo, al moverme, captó una expresión que interpretó de la siguiente manera:

—¡Maldita sea! ¡Con qué terquedad se obstina este muchacho en parecer satisfecho! Pensaba que estaba a punto de morirse de vergüenza, y ahí lo tienes, todo sonrisas, como si dijera: «Que se mueva el mundo como quiera; tengo la piedra filosofal en el bolsillo y el elixir de la vida en el armario. ¡No dependo ni del Destino ni de la Fortuna!».

—Hunsden, ha hablado usted de uvas; estaba pensando en una fruta que me gusta mucho más que sus uvas de invernadero de X, una fruta única, silvestre, que me he adjudicado y que espero algún día poder recoger y paladear. Es inútil que me ofrezca apurar una copa de hiel o que me amenace con morir de sed, porque mi paladar saborea ya la dulzura y tengo en los labios la esperanza del frescor. Puedo rechazar lo desagradable y soportar el agotamiento.

—¿Por cuánto tiempo?

—Hasta que se presente una nueva oportunidad para el esfuerzo, y cuando el premio del éxito sea un tesoro de mi gusto. Entonces presentaré batalla con la fuerza de un toro.

—La mala suerte aplasta a los toros con tanta facilidad como a las ciruelas silvestres, y creo que la ira te persigue; naciste con una cuchara de madera en la boca, puedes estar seguro.

—Le creo y tengo intención de usar mi cuchara de madera para hacer el trabajo que otros hacen con cucharones de plata. Si se agarra con firmeza y se maneja con agilidad, incluso una cuchara de madera es capaz de extraer el caldo.

—Ya veo —dijo Hunsden, poniéndose en pie—. Supongo que eres una de esas personas que maduran mejor a su aire y que actúan mejor sin ayuda de nadie. Haz lo que quieras, ahora debo marcharme. —Y sin añadir nada más se encaminó hacia la puerta; allí se dio la vuelta—: Crimsworth Hall se ha vendido —dijo.

—¡Se ha vendido! —repetí.

—Sí. Sin duda sabes ya que tu hermano quebró hace tres meses.

—¡Qué! ¿Edward Crimsworth?

—Exactamente. Y su mujer volvió a casa de su padre. Cuando sus asuntos empezaron a torcerse, el genio de tu hermano se torció con ellos; la maltrataba. Ya te dije que algún día sería un tirano con ella. En cuanto a él…

—Sí, ¿qué se ha hecho de él?

—Nada extraordinario, no te alarmes. Se acogió a la protección del tribunal, llegó a un acuerdo con sus acreedores y pasó diez días en la jaula. Al cabo de seis semanas volvió a establecerse, engatusó a su mujer para que volviera y ahora florece como un retoño de laurel.

—¿Y también se vendió el mobiliario de Crimsworth Hall?

—Todo, desde el piano hasta el rodillo de amasar.

—Y el contenido del comedor revestido de roble… ¿También se vendió?

—Por supuesto. ¿Por qué habían de considerarse los sofás y las sillas de esa habitación más sagrados que los de cualquier otra?

—¿Y los cuadros?

—¿Qué cuadros? Que yo sepa, Crimsworth no poseía ninguna colección, ni se había declarado aficionado a la pintura.

—Había dos retratos, uno a cada lado de la repisa de la chimenea; no puede haberlos olvidado, señor Hunsden; en una ocasión se fijó en el de la dama.

—¡Ah, ya sé! La dama de rostro delgado vestida con un chal. Pues, naturalmente, lo venderían con las demás cosas. Si hubieras sido rico, podrías haberlo comprado, porque, ahora que recuerdo, me dijiste que era el retrato de tu madre. Ya ves lo que significa no tener ni un sou[110].

En efecto, lo veía. «Pero no seré siempre tan pobre —pensé—. Tal vez algún día pueda recuperarlo.»

—¿Quién lo compró? ¿Lo sabe? —pregunté.

—¿Cómo iba a saberlo? No pregunté quién había comprado nada. Ahí ha hablado el hombre poco práctico. ¡Imagina que el mundo entero se interesa por lo que le interesa a él! Buenas noches. Mañana por la mañana salgo para Alemania; volveré dentro de seis semanas y es posible que vuelva a visitarte. ¡Me gustaría saber si para entonces seguirás sin trabajo! —se rió, tan burlón y cruel como Mefistófeles, y así, riendo, desapareció.

Ciertas personas, por indiferentes que puedan acabar dejándonos tras una ausencia prolongada, se las apañan siempre para causar una impresión agradable al despedirse; eso no ocurría con Hunsden: una conversación con él tenía sobre uno el mismo efecto que una pócima de corteza peruana[111]; parecía un concentrado de los sabores más fuertes, astringentes y amargos. Lo que no sabía era si, igual que la corteza, tonificaba.

Una mente alterada acaba en una almohada inquieta. Dormí poco la noche de esta entrevista; empecé a dormitar hacia la mañana, pero apenas comenzaba a dormirme de verdad cuando me despertó un ruido en la salita contigua al dormitorio. Eran pasos y muebles que se movían. El ruido duró apenas dos minutos y cesó al cerrarse la puerta. Escuché; ni un ratón se movía. Tal vez lo había soñado; tal vez algún inquilino se había equivocado de piso. No eran más que las cinco.

Yo estaba tan poco despierto como el día, me di la vuelta y pronto caí en la inconsciencia. Cuando por fin me levanté, unas dos horas más tarde, había olvidado el incidente. Sin embargo, lo primero que vi al salir del dormitorio me lo recordó: junto a la puerta de la salita, introducida apenas en la habitación, había una caja de madera de tosca factura, ancha pero de escasa profundidad. Sin duda el portero la había empujado hacia dentro, pero al no ver a nadie, la había dejado justo en la entrada.

«Esto no es mío —pensé acercándome—. Debe de ser de otra persona.» Me agaché para leer la dirección: «Señor Wm. Crimsworth, ——, Bruselas». Me quedé desconcertado, pero decidí que el mejor modo de obtener información era cortando las cuerdas y abriendo la caja. Un paño verde, con los lados cuidadosamente cosidos, envolvía su contenido. Rompí los hilos con mi cortaplumas y, cuando se abrieron las costuras, vislumbré un marco dorado por los intersticios. Después de quitar finalmente maderas y paño, saqué un gran cuadro de la caja en un marco magnífico; lo apoyé contra una silla para que le diera la luz de la ventana del modo más favorable y retrocedí, con los anteojos ya puestos. Un cielo de pintor de retratos (la más sombría y amenazadora de las bóvedas celestes) y unos árboles lejanos de una tonalidad convencional realzaban en toda su plenitud el rostro pálido y pensativo de una mujer, enmarcado por suaves cabellos oscuros, que casi se mezclaban con las nubes. Unos ojos grandes y solemnes me miraban pensativos; una fina mejilla descansaba sobre una mano menuda y delicada; un chal, artísticamente dispuesto en pliegues, dejaba entrever una figura esbelta. De haber tenido algún oyente, tal vez me hubiera oído pronunciar la palabra tras diez minutos de contemplación silenciosa. Podría haber dicho más, pero en mi opinión, la primera palabra que se pronuncia en voz alta en soledad es una llamada de alerta; me recuerda que sólo los locos hablan solos, y entonces pienso mi monólogo en lugar de expresarlo. Mucho había pensado, y contemplé durante largo rato la inteligencia, la dulzura y, ¡ay!, también la tristeza de aquellos hermosos ojos grises, la capacidad intelectual de aquella frente y la rara sensibilidad de aquella boca seria, cuando, al bajar la mirada, topé con una estrecha nota, entremetida en una esquina del cuadro, entre el marco y la tela. Entonces me pregunté por primera vez: «¿Quién ha mandado el cuadro? ¿Quién pensó en mí, lo salvó de la ruina de Crimsworth Hall, y lo entrega ahora al cuidado de su propietario natural?». Saqué la nota; rezaba así:

Se obtiene una especie de estúpido placer al darle a un niño golosinas, cascabeles a un tonto, y huesos a un perro. El premio consiste en ver al niño manchándose la cara de azúcar, en ser testigo de cómo en su éxtasis el tonto comete aún mayores tonterías, y en contemplar cómo el hueso hace aflorar la auténtica naturaleza del perro. Al entregar a William Crimsworth el retrato de su madre, no hago sino darle golosinas, cascabeles y huesos, todo en uno. Lo que me pesa es no poder contemplar el resultado. Habría pagado cinco chelines más al subastador de haber podido prometerme ese placer.

H. Y. H.

P. D. Me dijiste anoche que te negabas rotundamente a añadir una nueva cifra a la deuda que tienes conmigo. ¿No te parece que te he ahorrado la molestia?

Volví a cubrir el retrato con el paño verde, lo metí de nuevo en la caja, lo llevé a mi dormitorio y lo guardé bajo la cama. Un punzante dolor había envenenado el placer que sentía. Resolví no volver a mirarlo hasta que pudiera hacerlo sintiéndome a gusto. Si Hunsden hubiera entrado en aquel momento, le habría dicho: «No le debo nada, Hunsden, ni siquiera una fracción de un cuarto de penique. Se ha pagado usted mismo con sus pullas».

Demasiado angustiado para seguir inactivo por más tiempo, salí inmediatamente después del desayuno para volver a visitar a monsieur Vandenhuten, con la leve esperanza de encontrarlo en casa, ya que apenas había pasado una semana desde mi primera visita, pero imaginé que tal vez pudiera enterarme de la fecha en que se esperaba su llegada. Me aguardaba un resultado mejor de lo que había supuesto, ya que, si bien la familia seguía en Ostende, monsieur Vandenhuten había vuelto a Bruselas aquel día por cuestiones de negocios. Me recibió con la serena amabilidad de un hombre sincero, pero no excitable. No llevaba más de cinco minutos a solas con él en su despacho cuando me di cuenta de que me sentía cómodo en su presencia, cosa que raras veces me ocurría con desconocidos. Me sorprendió mi propia desenvoltura, pues al fin y al cabo el asunto que me ocupaba era extraordinariamente doloroso, pues se trataba de solicitar un favor. Me pregunté en qué se basaría aquella calma, temiendo que fuera engañosa, y no tardé mucho en vislumbrar sus fundamentos al tiempo que me convencía de su solidez; sabía el terreno que pisaba. Monsieur Vandenhuten era un hombre rico, influyente y respetado; yo era pobre, carecía de influencias y me habían despreciado. Ésa era nuestra posición para el mundo, como miembros de su sociedad, pero en lo que a nosotros concernía, como seres humanos, se invertían los papeles. El holandés (no era flamenco, sino natural de Holanda) era lento, frío y de una inteligencia bastante obtusa, pero también era un hombre sensato y con criterio; el inglés era mucho más nervioso, activo y despierto, tanto para proyectar como para llevar sus proyectos a la práctica, tanto para concebir como para realizar. El holandés era benévolo; el inglés, susceptible. En resumen, nuestros caracteres se complementaban, pero mi intelecto, más agudo y despierto que el suyo, asumió instintivamente y mantuvo el papel predominante. Sentado este punto y delimitada mi posición, le expuse mis asuntos con esa franqueza genuina que sólo una plena confianza puede inspirar. Para él fue un placer recibir mi petición; me dio las gracias por darle la oportunidad de hacer un pequeño esfuerzo en mi favor. Yo añadí que mi deseo no era tanto ser ayudado como recibir los medios para ayudarme a mí mismo. No exigía esfuerzo de él, eso corría de mi cuenta, sino tan sólo que me diera información y me recomendara. Al poco rato me levanté para marcharme; al despedirnos me ofreció su mano, gesto de un significado mucho más grande para los extranjeros que para los ingleses. Al intercambiar con él una sonrisa, pensé que la benevolencia de su rostro franco era mejor que la inteligencia del mío: los que son como yo experimentan un balsámico consuelo en compañía de almas como la que albergaba el honrado pecho de Victor Vandenhuten.

Las dos semanas siguientes constituyeron un periodo de grandes alternancias. Mi existencia durante ese espacio de tiempo fue similar al firmamento de una de esas noches otoñales que son especialmente abundantes en estrellas fugaces y meteoros; esperanzas y miedos, expectativas y desengaños descendieron en repentinos aguaceros desde el cenit hasta el horizonte, pero todos fueron fugaces, y la oscuridad siguió rápidamente a cada una de estas apariciones. Monsieur Vandenhuten cumplió religiosamente; me informó sobre diversos empleos en otros tantos lugares y él personalmente hizo todo lo posible para que los obtuviera, pero durante mucho tiempo mis solicitudes y sus recomendaciones fueron infructuosas; a veces la puerta se cerraba en mis narices cuando estaba a punto de entrar, a veces un candidato que entraba antes que yo hacía inútil que lo intentara. Enardecido y febril, no hubo decepción que consiguiera detenerme; las derrotas se sucedían con rapidez, pero servían para espolear la voluntad. Olvidé manías, vencí mi reserva, arrojé al orgullo lejos de mí. Pregunté, insistí, protesté, acosé. Es así como se consigue entrar a viva fuerza en el protegido círculo en el que la Fortuna otorga sus favores. Mi perseverancia me hizo conocido; mi impertinencia hizo que se fijaran en mí. Se hicieron averiguaciones; los padres de mis antiguos alumnos recabaron la opinión de sus hijos, les oyeron hablar de mi talento y se hicieron eco de la información. Este sonido, dispersado al azar, llegó por fin a oídos que, de no haberse propagado por todas partes, jamás habrían alcanzado. Y en el preciso momento de crisis en que, después de un último esfuerzo, no sabía ya qué hacer, la Fortuna me sonrió una mañana, estando yo sentado en la cama, sumido en deliberaciones angustiosas y casi desesperadas; inclinó la cabeza con la familiaridad de una vieja conocida, aunque sabe Dios que nunca me la había encontrado antes, y arrojó un premio sobre mi regazo.

En la segunda semana de octubre de 18… logré el puesto de profesor de inglés de todas las clases del …College, en Bruselas, con un salario de tres mil francos anuales y la certeza de la posibilidad, gracias a mi reputación y a la publicidad que acompañaba tal puesto, de ganar otros tantos dando clases particulares. La nota oficial con la que se comunicó esta información mencionaba también que había sido la entusiasta recomendación de monsieur Vandenhuten, négociant, la que había decantado la balanza a mi favor. En cuanto leí el anuncio, corrí al despacho de monsieur Vandenhuten, le puse el documento delante de las narices y, cuando lo hubo leído, le cogí ambas manos y le di las gracias profusa y efusivamente. Mis efusivas palabras y enfáticos gestos alteraron su placidez holandesa, originando sensaciones insólitas; dijo que se sentía feliz, contento de haberme ayudado, pero que no había hecho nada para merecer tanto agradecimiento; no había puesto un solo céntimo, tan sólo había garabateado unas líneas en una hoja de papel. Una vez más le repetí:

—Me ha hecho usted completamente dichoso, y del modo que más me conviene. El favor que me ha otorgado su mano benévola no es para mí una deuda fastidiosa. No tengo intención de rehuirle porque me haya hecho usted un favor; a partir de hoy debe consentir en admitirme como uno de sus amigos íntimos, pues recurriré una y otra vez al placer de su compañía.

Ainsi soit-il[112] —fue la respuesta, acompañada por una sonrisa de beatífica satisfacción. Me fui con su calor en el corazón.