Capítulo XII

Todos los días, cuando iba al internado de mademoiselle Reuter, hallaba nuevas ocasiones para comparar el ideal con la realidad. ¿Qué sabía yo del carácter femenino antes de llegar a Bruselas? Muy poco. ¿Y qué idea me había hecho de él? Una idea vaga, leve, sutil, resplandeciente; ahora, al conocerlo de cerca, descubría que era una sustancia más que palpable, a veces también muy dura, con metal en ella, tanto hierro como plomo.

Que los idealistas, los que sueñan con ángeles terrenales y flores humanas, echen un vistazo a mi carpeta abierta, donde encontrarán un par de esbozos tomados del natural. Hice estos esbozos en la segunda aula del colegio de mademoiselle Reuter, donde se reunían aproximadamente un centenar de ejemplares del género jeune fille[56] que ofrecían una fértil variedad sobre el tema. Formaban un grupo heterogéneo que difería tanto en la clase social como en la nacionalidad. Desde mi asiento del estrado veía, en la larga hilera de pupitres, francesas, inglesas, belgas, austríacas y prusianas. La mayoría pertenecían a la clase burguesa, pero había muchas condesas, las hijas de dos generales y las de varios coroneles, capitanes y funcionarios del gobierno; estas damas se sentaban junto a jóvenes féminas destinadas a ser demoiselles de magasins[57], y con algunas flamencas, nativas del país. En el vestir eran prácticamente iguales y en los modales era poca la diferencia; había excepciones a la norma general, pero la mayoría marcaba el estilo del centro, y ese estilo era tosco, bullicioso, caracterizado por un desprecio absoluto de la paciencia con sus maestros o entre ellas mismas, por la ávida búsqueda por parte de cada una de su propio interés y comodidad y por una grosera indiferencia hacia el interés y la comodidad de los demás. La mayoría mentía con descaro cuando parecía provechoso hacerlo. Todas conocían el arte de hablar bien cuando se conseguía algo con ello y, con destreza consumada y celeridad, podían pasar a mirarte fríamente por encima del hombro en el instante mismo en que la cortesía dejara de serles beneficiosa. Entre ellas se producían muy pocas disputas cara a cara, pero las puñaladas por la espalda y la propagación de chismes eran generalizados; las normas de la escuela prohibían amistades íntimas, y ninguna joven parecía cultivar por otra un mayor aprecio del estrictamente necesario para asegurarse compañía cuando la soledad era un fastidio. Se suponía que todas y cada una de ellas habían sido educadas en una absoluta ignorancia del vicio, dado que las precauciones tomadas para hacerlas ignorantes, ya que no inocentes, eran innumerables. ¿Cómo era posible entonces que apenas una entre todas las que habían cumplido los catorce años fuera capaz de mirar a un hombre a la cara con decoro y modestia? La mirada masculina más normal provocaba indefectiblemente un aire de coqueteo audaz e impúdico, o una estúpida mirada lasciva. No sé nada de los misterios de la religión católico-romana y no soy intransigente en cuestiones de teología, pero sospecho que la raíz de esa impureza precoz, tan evidente, tan generalizada en los países papistas, está en la disciplina, cuando no en las doctrinas de la Iglesia de Roma. Hago constar lo que he visto. Aquellas chicas pertenecían a lo que se consideran las clases respetables de la sociedad, a todas las habían educado con esmero y, sin embargo, la mayoría de ellas eran mentalmente depravadas. Esto en lo que concierne a una visión general; paso ahora a un par de ejemplares escogidos.

El primer retrato del natural es de Aurelia Koslow, una fräulein[58] alemana, o más bien una mezcla entre alemana y rusa. Tiene dieciocho años y la han enviado a Bruselas para concluir su educación. Es de estatura mediana, estirada, de cuerpo largo y piernas cortas, tiene muy desarrollado el busto, pero no bien moldeado, un corsé apretado de forma inhumana comprime desproporcionadamente su cintura, el vestido lo lleva cuidadosamente arreglado y sus grandes pies sufren la tortura de unos botines pequeños, la cabeza es pequeña, y lleva el cabello en trenzas perfectas que unta con aceite y gomina; su frente es muy baja, los ojos grises minúsculos y vengativos, las facciones tienen un aire levemente tártaro, la nariz es bastante chata y los pómulos, prominentes. Sin embargo, el conjunto no es del todo feo y el cutis, aceptable. Esto en cuanto a su físico. En cuanto al intelecto, es ignorante y mal informada, incapaz de escribir o hablar correctamente hasta en alemán, su propia lengua, es un asno en francés y sus intentos de aprender inglés no pasan de una mera farsa, todo pese a que lleva doce años en la escuela. Pero una compañera le hace siempre los ejercicios, sean del tipo que sean, y las lecciones las recita de un libro que oculta en el regazo. No es extraño que sus progresos hayan sido tan lentos como un caracol. No conozco los hábitos diarios de Aurelia, porque no he tenido ocasión de observarla a todas horas, pero por lo que veo del estado de su pupitre, sus libros y papeles, diría que es desaliñada e incluso sucia; la ropa, como he dicho, la lleva bien cuidada, pero al pasar por detrás de su banco, he notado que tiene el cuello gris por falta de limpieza, y sus cabellos, tan relucientes de grasa y gomina, no tentarían a nadie a tocarlos y mucho menos a pasarles los dedos. La conducta de Aurelia en clase, al menos cuando yo estoy presente, es algo extraordinario, si se toma como índice de inocencia juvenil. En cuanto entro en el aula, le da un codazo a su vecina de banco y suelta una carcajada mal contenida; cuando ocupo mi asiento en el estrado, clava la vista en mí, al parecer resuelta a atraer y, si es posible, monopolizar mi atención; con este fin, me dirige todo tipo de miradas: lánguidas, provocativas, lascivas, regocijadas; viéndome inmune a esa clase de artillería —pues despreciamos lo que se ofrece en abundancia sin ser solicitado— recurre a la producción de ruidos; algunas veces suspira, otras gruñe, a veces hace sonidos inarticulados para los que el lenguaje no tiene nombre; si paso cerca de ella al pasear por el aula, adelanta el pie para que toque el mío; si por casualidad no observo la maniobra y mi bota toca su borceguí, finge ser presa de convulsiones a causa de las carcajadas reprimidas; si me doy cuenta de la trampa y la evito, expresa su mortificación con un hosco murmullo, en el que me oigo insultar en un mal francés pronunciado con un intolerable acento bajo alemán.

No lejos de mademoiselle Koslow se sienta otra joven de nombre Adèle Dronsart, belga. Es de estatura baja, figura corpulenta, con la cintura ancha, el cuello y los miembros cortos, cutis blanco y sonrosado, facciones bien cinceladas y regulares, ojos bien formados de un tono castaño claro, el mismo de los cabellos, buenos dientes, y de poco más de quince años, pero desarrollada como una rotunda joven inglesa de veinte. Este retrato da la idea de una damisela algo rechoncha, pero atractiva, ¿no es así? Bueno, cuando miraba la hilera de jóvenes cabezas, mis ojos solían detenerse en los de Adèle; su mirada estaba siempre pendiente de la mía y lograba atraerla con frecuencia. Adèle era un ser de aspecto antinatural, tan joven y lozana y, sin embargo, tan semejante a una gorgona. En su frente llevaba escrita la suspicacia y un carácter irritable y huraño, en sus ojos se leía la inclinación al vicio y en su boca la falsedad de una pantera. En general estaba siempre muy quieta, como si su robusta figura no fuera capaz de inclinarse, como tampoco su gran cabeza, tan ancha en la base, tan estrecha hacia la coronilla, parecía hecha para girar con prontitud sobre su corto cuello. No tenía más que dos variedades de expresión: predominaba el ceño adusto y descontento, alterado a veces por una sonrisa de lo más pérfida y perniciosa. Sus compañeras la rehuían, pues, pese a lo malas que eran muchas, pocas lo eran tanto como ella.

Aurelia y Adèle estaban en la primera mitad de la segunda aula, la segunda mitad la encabezaba una alumna interna que se llamaba Juanna Trista, una joven de ascendencia belga y española. Su madre, flamenca, había muerto y su padre, catalán, era un comerciante que residía en las Islas…, donde había nacido Juanna y desde donde la habían enviado a Europa para recibir educación. Me extrañó que alguien, viendo la cabeza y el rostro de esa muchacha, la hubiera aceptado bajo su techo. Tenía exactamente el mismo tipo de cráneo que el papa Alejandro VI[59]; los órganos de la benevolencia, la veneración, la diligencia y la lealtad eran especialmente pequeños, mientras que los del amor propio, la firmeza, la tendencia destructiva y pendenciera eran absurdamente grandes. Su cabeza ascendía en curva, contrayéndose en la frente y abultándose en la coronilla. Tenía unas facciones regulares, pero grandes y muy marcadas. Era de temperamento duro y bilioso, de cutis claro, cabellos oscuros y ojos negros, de figura angulosa y rígida, pero proporcionada. Su edad: quince años. Juanna no era muy delgada, pero tenía el semblante demacrado y su regard[60] era ávido y apasionado. Pese a su estrechez, en la frente tenía espacio suficiente para ver grabadas en ella dos palabras: Odio y Rebeldía. También la Cobardía se leía claramente en algún otro de sus rasgos, los ojos creo. Mademoiselle Trista estimó conveniente perturbar mis primeras clases creando una especie de burda algarada diaria: hacía ruidos con la boca como un caballo, escupía saliva y soltaba exabruptos. Detrás y delante de ella había una banda de flamencas muy vulgares e inferiores por su aspecto, incluidos dos o tres ejemplos de esa deformidad física e imbecilidad intelectual cuya frecuencia en los Países Bajos parece ser prueba fehaciente de que su clima es causa de degeneración de la mente y el cuerpo. Pronto descubrí que estas jóvenes estaban completamente bajo la influencia de Juanna que, con su ayuda, provocaba y mantenía una algarabía de cerdos que me vi forzado al fin a acallar, ordenándole a ella y a un par de sus instrumentos que se levantaran y, tras obligarlas a permanecer de pie durante cinco minutos, expulsándolas de la clase, y envié a las cómplices a una gran estancia contigua que llamaban la grande salle y a la cabecilla al interior de un armario, cuya puerta cerré con llave, la cual me guardé en el bolsillo. Ejecuté esta sentencia delante de mademoiselle Reuter, que contempló con horror un proceder tan expeditivo, el más severo al que se habían atrevido jamás en su centro. A su expresión de terror respondí con compostura y finalmente con una sonrisa que quizá la halagó y ciertamente sirvió para aplacarla. Juanna Trista siguió viviendo en Europa el tiempo suficiente para pagar con malevolencia e ingratitud a cuantos le habían hecho un buen favor, y luego regresó a las Islas… junto a su padre, regocijándose con la idea de que allí tendría esclavos a los que podría patear y golpear a su gusto, tal como ella decía.

He tomado estos tres retratos del natural. Tengo otros tan notables y desagradables como éstos, pero se los ahorraré a mis lectores.

Habrá quien piense, sin duda, que ahora, a modo de contraste, debería mostrar a una criatura encantadora, con amable cabeza virginal rodeada de un halo, a una dulce personificación de la Inocencia que apriete la paloma de la paz contra su seno. No, no vi nada parecido y, por lo tanto, no puedo reflejarlo. La alumna de la escuela que tenía el temperamento más alegre era una muchacha del país, Louise Path; su carácter era bastante bueno y servicial, pero no tenía educación ni buenos modales; además, padecía también la plaga del disimulo propia del centro y el Honor y los Principios le eran desconocidos, apenas si había oído sus nombres. La alumna menos excepcional era la pobrecita Sylvie, que he mencionado antes. Sylvie era de modales amables, inteligente, e incluso sincera hasta donde le permitía su religión, pero tenía un organismo defectuoso; la mala salud atrofiaba su crecimiento y enfriaba su espíritu. Por otro lado, habiendo sido destinada al claustro, su alma entera se había deformado, adquiriendo un sesgo conventual, y en su dócil sumisión aprendida se adivinaba que se había preparado ya para su vida futura renunciando a la independencia de pensamiento y acción, entregándose a algún despótico confesor. No se permitía una sola opinión original, ni una sola preferencia sobre la compañía o la ocupación, en todo la guiaba otra persona. Macilenta, pasiva, con aspecto de autómata, andaba todo el día haciendo lo que se le pedía, nunca lo que le gustaba o lo que creyera correcto hacer por convicción innata. A la pobrecilla, futura monja, le habían enseñado desde temprana edad a subordinar los dictados de su razón y su conciencia a la voluntad de su director espiritual. Era la alumna modelo del centro de mademoiselle Reuter: imagen ruinosa, desvaída, en la que latía débilmente la vida, ¡pero a la que habían extraído el alma mediante brujería papista!

Había unas cuantas alumnas inglesas en la escuela, que podían dividirse en dos clases. En primer lugar, las inglesas continentales, hijas principalmente de aventureros arruinados a los que las deudas o el deshonor habían llevado a abandonar su país. Estas pobres chicas no habían conocido jamás las ventajas de un hogar estable, de un ejemplo decoroso ni de una sincera educación protestante; residían unos meses en una escuela católica y luego en otra, pues sus padres vagaban de país en país, de Francia a Alemania, de Alemania a Bélgica, y de todas ellas habían recogido una educación insuficiente y muchas malas costumbres, perdiendo toda noción hasta de los elementos básicos de la moral y la religión, adquiriendo en cambio una estúpida indiferencia hacia todo sentimiento que pueda elevar a la humanidad. Se las distinguía por una habitual expresión de hosco abatimiento, resultado de una dignidad pisoteada y de la intimidación constante de sus compañeras papistas, que las odiaban por ser inglesas y las despreciaban por herejes.

La segunda clase era la de las inglesas británicas, de las que no encontré ni media docena durante todo el tiempo que di clases en el internado. Sus características eran: atuendos limpios, pero descuidados, cabellos mal peinados (en comparación con el esmero de las extranjeras), porte erguido, figuras flexibles, manos blancas y finas, facciones más irregulares, pero también más inteligentes que las de las belgas, semblantes graves y recatados, un aspecto general de auténtico decoro y decencia; esta última circunstancia, por sí sola, me permitía distinguir de una ojeada a una hija de Albión, criada dentro del protestantismo, de la hija adoptiva de Roma, protegida de los jesuitas. Orgullosas eran también estas jóvenes británicas; envidiadas y ridiculizadas a la vez por sus compañeras continentales, rechazaban los insultos con austera cortesía y se enfrentaban al odio con mudo desprecio. Evitaban la compañía de las demás y parecían vivir aisladas en medio del grupo.

Las profesoras que dirigían esta abigarrada multitud eran tres, todas francesas, y se llamaban mesdemoiselles Zéphyrine, Pélagie y Suzette. Las dos últimas eran de lo más vulgar, de apariencia ordinaria, igual que sus modales, su temperamento, sus pensamientos, ideas y sentimientos; si quisiera escribir un capítulo entero sobre este tema, no podría explicarlo mejor. Zéphyrine era algo más distinguida en su aspecto y su comportamiento que Pélagie y Suzette, pero su carácter era el de una auténtica coqueta parisina, pérfida, mercenaria y sin corazón. Algunas veces vi a una cuarta maestra que al parecer acudía al centro diariamente para enseñar a coser, a tejer, a zurcir encajes, o algún otro arte insustancial por el estilo, pero nunca pasé de un vistazo fugaz, puesto que se sentaba en el rincón con sus bastidores, rodeada de unas doce alumnas de las de mayor edad; en consecuencia, no tuve oportunidad de estudiar su carácter, ni de observar su persona; de esta última aprecié que tenía un aire muy juvenil para ser una maestra, pero sin ningún otro rasgo sobresaliente. En cuanto a su carácter, me pareció que poseía muy poco, ya que sus alumnas parecían siempre en révolte[61] contra su autoridad. No vivía en el centro y creo que se llamaba mademoiselle Henri.

En medio de esta colección de cuanto hay de insignificante y defectuoso, de gran parte de lo vicioso y repulsivo (muchos habrían usado este último epíteto para describir a las dos o tres británicas envaradas, silenciosas, mal vestidas y recatadas), la juiciosa, sagaz y afable directora brillaba como una estrella sobre un pantano lleno de fuegos fatuos; profundamente consciente de su superioridad, esta conciencia le proporcionaba una felicidad interior que era su sostén frente a las preocupaciones y la responsabilidad inherentes a su posición; le ayudaba a mantener la calma, a no fruncir el entrecejo y a no perder la compostura. Le gustaba notar, ¿a quién no le habría gustado?, cuando entraba en el aula, que su sola presencia bastaba para establecer el orden y el silencio que todas las reconvenciones e incluso órdenes de sus subordinadas frecuentemente no lograban imponer. Le gustaba ser comparada o incluso aparecer en contraste con los que la rodeaban, y saber que en cualidades personales, así como intelectuales, se llevaba sin discusión la palma (las tres maestras eran feas). A sus alumnas las manejaba con indulgencia y maña, asumiendo siempre el papel de quien recompensaba y pronunciaba panegíricos, dejando a sus subalternas la tarea ingrata de culpar y castigar, para inspirar deferencia, ya que no afecto. Sus profesoras no la querían, pero se sometían porque eran inferiores a ella en todo; los diversos profesores que daban clases en la escuela estaban todos, de una forma u otra, bajo su influencia. A uno lo dominaba porque sabía manejar hábilmente su mal genio, a otro por pequeñas atenciones a sus caprichos mezquinos; a un tercero lo había sojuzgado mediante halagos; a un cuarto, un hombre tímido, lo tenía intimidado con un semblante austero y decidido. A mí me observaba aún, poniéndome a prueba todavía de mil modos ingeniosos, revoloteaba a mi alrededor, desconcertada, pero perseverante. Creo que me consideraba un precipicio liso y desnudo que no ofrecía arista de piedra, ni raíz prominente, ni mata de hierba a las que agarrarse para ascender. Ora me adulaba con tacto exquisito, ora moralizaba, ora tanteaba hasta qué punto era yo accesible a intereses mercenarios, luego jugueteaba al borde de la afectación, sabiendo que a algunos hombres se les gana fingiendo debilidad, para luego hablar con excelente criterio, consciente de que otros cometen la locura de admirar el buen juicio. Era placentero y sencillo a la vez esquivar todos sus esfuerzos. Era una dulce sensación, cuando me creía casi vencido, revolverme y sonreír mirándola a los ojos con cierto desdén, y ser testigo luego de su humillación apenas disimulada, pero muda. Aun así, siguió insistiendo, y finalmente, debo confesarlo, probando, hurgando y tanteando en cada átomo del cofre, su dedo halló el resorte secreto y, por un momento, la tapa se abrió, y ella posó la mano sobre la joya que contenía. Sigue leyendo y sabrás si la robó y la rompió, o si la tapa volvió a cerrarse, pillándole los dedos.

Ocurrió que un día di una clase hallándome indispuesto; tenía un fuerte resfriado y tos. Dos horas hablando sin parar me dejaron ronco y agotado. Cuando abandoné el aula y salí al corredor, me encontré con mademoiselle Reuter, la cual me dijo con preocupación que estaba muy pálido y que parecía cansado.

—Sí —dije—, estoy cansado —y entonces ella añadió, con interés creciente:

—No se irá usted hasta que haya tomado algo. —Me convenció para que entrara en el gabinete y fue muy buena y amable mientras estuve allí. Al día siguiente, fue más amable aún, entró en la clase en persona para comprobar que las ventanas estaban cerradas y que no había corrientes de aire, me exhortó con cordial seriedad a que no hiciera esfuerzos, y cuando me fui, me dio la mano sin ofrecérsela yo, y no pude por menos que hacerle notar, mediante un suave y respetuoso apretón, que era consciente del favor y que se lo agradecía. Mi modesta manifestación propició una alegre y breve sonrisa en su rostro, y casi la encontré encantadora. Durante el resto de la velada, no vi el momento de que llegara la tarde del día siguiente para volverla a ver.

No sufrí una decepción, pues estuvo sentada en clase durante toda la lección y me miró a menudo casi con afecto. A las cuatro me acompañó fuera, interesándose solícitamente por mi estado y reprendiéndome luego dulcemente porque hablaba demasiado fuerte y me esforzaba en exceso. Me detuve ante la puerta de cristal que daba al jardín para oír su sermón hasta el final; la puerta estaba abierta, el día era precioso, y mientras escuchaba la balsámica reprimenda, contemplé la luz del sol y las flores y me sentí muy feliz. Las alumnas diurnas empezaron a salir de las aulas al corredor.

—¿Quiere salir al jardín unos minutos —preguntó ella—, hasta que se hayan ido?

Bajé los escalones sin responder, pero me di la vuelta lo justo para decir:

—¿Viene usted conmigo?

En unos instantes la directora y yo paseábamos juntos por el sendero flanqueado de árboles frutales, que estaban en flor y llenos de nuevos retoños. El cielo era azul, no soplaba el aire, la tarde de mayo rebosaba fragancias y color. Liberado del aula sofocante, rodeado de flores y follaje, con una mujer agradable, sonriente y afable a mi lado, ¿cómo me sentía? Pues… en una situación envidiable. Parecía como si las visiones románticas de aquel jardín, sugeridas por mi imaginación cuando aún lo ocultaban a mis ojos los celosos tablones, se hubieran realizado con creces, y cuando una curva del sendero hizo que perdiéramos de vista la casa y unos altos arbustos taparon la mansión de monsieur Pelet y nos ocultaron momentáneamente de las demás casas, que se elevaban como un anfiteatro en torno a aquel frondoso paraje, ofrecí mi brazo a mademoiselle Reuter y la llevé a una silla del jardín colocada bajo unas lilas cercanas. Ella se sentó y yo a su lado; siguió hablándome con esa desenvoltura que infunde desenvoltura y, mientras la escuchaba, caí en la cuenta de que estaba a punto de enamorarme. Sonó la campana de la cena, tanto en su casa como en la de monsieur Pelet; nos vimos obligados a despedirnos; la retuve un momento cuando ya se alejaba.

—Quiero una cosa —dije.

—¿Qué? —preguntó Zoraïde ingenuamente.

—Sólo una flor.

—Pues cójala, o dos, o veinte si quiere.

—No, una bastará, pero tiene que cogerla usted y dármela.

—¡Qué capricho! —exclamó, pero se puso de puntillas y, atrayendo hacia sí una hermosa rama de lilas, me ofreció una con garbo. Yo la cogí, satisfecho por el momento y esperanzado para el futuro.

Desde luego aquel día de mayo fue encantador y terminó con una noche de calor y serenidad estivales, bañada por la luz de la luna. Lo recuerdo bien, pues me quedé hasta tarde corrigiendo devoirs y, sintiéndome cansado y un poco agobiado entre las cuatro paredes de mi habitación, abrí la ventana tapiada que he mencionado a menudo, pero cuyos tablones había convencido a madame Pelet que mandara quitar desde que ocupaba el puesto de profesor en el Pensionnat de demoiselles, dado que a partir de entonces ya no era inconvenant que contemplara a mis propias pupilas mientras se divertían. Me senté en el asiento de la ventana, apoyé el brazo en el alféizar y me asomé; sobre mi cabeza tenía el claroscuro de un firmamento nocturno sin nubes; la espléndida luz de la luna atenuaba el trémulo resplandor de las estrellas; abajo estaba el jardín envuelto en un brillo plateado y en profundas sombras y cubierto de rocío; los capullos cerrados de los árboles frutales exhalaban un grato perfume; no se movía una sola hoja, era una noche sin brisa. Mi ventana daba directamente a cierto paseo del jardín de mademoiselle Reuter, llamado l’allée défendue[62], que se conocía con este nombre porque las alumnas tenían prohibido entrar en él por su proximidad al colegio de chicos. Era allí donde las lilas y los laburnos crecían en abundancia, aquél era el rincón más recóndito del jardín, sus arbustos ocultaban la silla donde me había sentado aquella tarde con la joven directora. Huelga decir que mis pensamientos estaban centrados sobre todo en ella cuando miré más allá de la celosía y dejé que mis ojos vagaran por los senderos y las márgenes del jardín, por la fachada de la casa llena de ventanas que se alzaba como una masa blanca en medio del denso follaje. Me pregunté en qué parte del edificio estaría su habitación, y una luz solitaria que brillaba a través de las persianas de una ventana croisée pareció guiarme hasta ella.

«Vela hasta tarde —pensé—, porque debe de ser casi medianoche. Es una mujercita fascinante —proseguí en mudo soliloquio—. Su imagen forma un agradable retrato en mi memoria. Sé que no es lo que se llama hermosa, no importa, hay armonía en su aspecto y me gusta. Sus cabellos castaños, sus ojos azules, sus mejillas sonrosadas, la blancura de su cuello; todo es de mi gusto. Además, respeto su talento; siempre he aborrecido la idea de casarme con una muñeca o con una estúpida. Sé que una preciosa muñeca o una beldad estúpida podrían servir para la luna de miel, pero una vez enfriada la pasión, ¡qué espanto encontrar un pedazo de cera y madera sobre mi pecho, una idiota entre mis brazos, y recordar que yo había convertido eso en un igual, no, en mi ídolo, y saber que tendría que pasar el resto de mi deprimente vida con una criatura incapaz de comprender lo que le dijera, de apreciar lo que pensara o simpatizar con lo que sintiera! En cambio, Zoraïde Reuter —me dije— tiene tacto, caractère, buen juicio, discreción; ¿tiene corazón? Debe de tenerlo. ¡Con qué amabilidad y afecto me ha tratado hoy! ¡Qué sencilla y agradable sonrisa tenía en los labios cuando me ha dado la rama de lilas! Pensaba que era astuta, simuladora, interesada a veces, es cierto, pero ¿no podría ser que buena parte de lo que parece astucia y disimulo en su conducta fueran tan sólo los esfuerzos de un temperamento dócil por superar con serenidad dificultades desconcertantes para ella? Y en cuanto al interés, no cabe duda de que desea abrirse camino en el mundo, ¿y a quién puede extrañarle? Aunque carezca realmente de sólidos principios, ¿no es más bien una desgracia que un defecto? Ha sido educada como católica; de haber nacido en Inglaterra y haber crecido como protestante, ¿no habría añadido la integridad a todas sus demás cualidades? Suponiendo que se casara con un inglés protestante, ¿no reconocería rápidamente, juiciosa como es ella, que es mejor obrar correctamente que el interés personal, que la sinceridad es superior a la política? Valdría la pena que un hombre intentara el experimento. Mañana volveré a observarla. Sabe que la observo; ¡con qué calma soporta el escrutinio! Parece más bien complacerla que molestarla». En aquel momento una melodía se entrometió sigilosamente en mi monólogo, interrumpiéndolo. Era un clarín, tocado con gran maestría, en la vecindad del parque, me pareció, o en la Place Royale. Tan dulces eran las notas, tan apaciguador su efecto a aquellas horas, en medio del silencio y bajo el sosegado reinado de la luna, que dejé de pensar para poder oír mejor. La melodía se alejó, su sonido fue debilitándose y pronto se extinguió del todo; mis oídos se prepararon para reposar en la paz de la medianoche una vez más. No. ¿Qué murmullo era aquel que, tenue, pero cercano, y aproximándose aún más, frustraba la esperanza de un silencio absoluto? Era alguien que conversaba; sí, claramente, una voz audible, pero apagada, hablaba en el jardín justo debajo de mi ventana. Otra voz le respondía; la primera era la voz de un hombre, la segunda de una mujer, y un hombre y una mujer vi acercándose lentamente por el sendero. De sus formas ocultas entre las sombras, no pude distinguir al principio más que un oscuro contorno, pero un rayo de luna cayó sobre ellos al final del sendero, cuando los tenía justo debajo, y revelaron con toda claridad, sin ningún género de dudas, a mademoiselle Zoraïde Reuter, cogida del brazo, o de la mano (no recuerdo qué) de mi director, confidente y consejero, monsieur François Pelet. Y monsieur Pelet decía:

—À quand donc le jour des noces, ma bien-aimée?

Y mademoiselle Reuter respondía:

—Mais, François, tu sais bien qu’il me serait impossible de me marier avant les vacances[63].

—¡Junio, julio, agosto, todo un trimestre! —exclamó el director—. ¡Cómo voy a esperar tanto, yo, que moriría ahora mismo de impaciencia a tus pies!

—¡Ah! Si te mueres, se arreglará todo sin tener que molestarnos en notarios ni contratos. Sólo tendré que encargar un vestido de luto ligero, que me prepararían con mucha más rapidez que el ajuar.

—¡Cruel Zoraïde! Te burlas de la angustia de quien te ama con tanto fervor como yo, te diviertes atormentándome, no te importa estirar mi alma en el potro de los celos porque, por mucho que lo niegues, estoy convencido de que has alentado a ese colegial, Crimsworth, con tus miradas. Se ha enamorado de ti, cosa que no se habría atrevido a hacer si no le hubieras dado pie.

—¿Qué me dices, François? ¿Crees que Crimsworth está enamorado de mí?

—De los pies a la cabeza.

—¿Te lo ha dicho él?

—No, pero se lo noto en la cara. Se ruboriza siempre que se menciona tu nombre.

Una risita de exultante coquetería traicionó la satisfacción que sentía mademoiselle Reuter al conocer la noticia (que era falsa, por cierto, porque al fin y al cabo no había ido nunca tan lejos). Monsieur Pelet prosiguió preguntando a mademoiselle Reuter qué pensaba hacer conmigo, dando a entender con claridad meridiana y de manera muy poco galante que era absurdo que pensara en tomar a semejante blanc-bec por marido, puesto que ella debía de tener diez años más que yo como mínimo (¿tenía entonces treinta y dos años?; nunca lo hubiera creído). La oí negar semejante propósito, pero el director siguió presionándola para arrancarle una respuesta definitiva.

—François —dijo—, estás celoso —y volvió a reír; entonces, como recordando de pronto que su coquetería no era compatible con la modesta dignidad que deseaba aparentar, añadió en tono recatado—: En serio, mi querido François, no negaré que es posible que ese joven inglés haya hecho algún intento por ganarse mis simpatías, pero, lejos de alentarle en modo alguno, le he tratado siempre con la mayor reserva que era posible combinar con la cortesía. Estando comprometida contigo, jamás daría falsas esperanzas a ningún hombre, créeme, querido amigo.

Aun así, Pelet musitó palabras de desconfianza, o al menos eso juzgué, a tenor de la réplica de ella:

—¡Qué tontería! ¿Cómo iba a preferir a un extranjero desconocido antes que a ti? Además, no es por halagar tu vanidad, pero Crimsworth no puede compararse a ti ni física ni intelectualmente; no es un hombre atractivo en ningún aspecto; puede que a otra le parezca un caballero de aspecto inteligente, pero lo que es a mí…

El resto de la frase se perdió en la distancia, pues la pareja se había levantado de la silla y se alejaba. Aguardé su regreso, pero pronto el sonido de una puerta que se abría y se cerraba me hizo ver que habían vuelto a entrar en la casa; escuché un rato más, pero todo siguió en silencio. Estuve escuchando más de una hora; finalmente oí entrar a monsieur Pelet y le oí subir a su habitación. Volví a mirar una vez más hacia la larga fachada de la casa del jardín, y percibí que su solitaria luz se había apagado, igual que mi fe en el amor y la amistad lo haría durante un tiempo. Me acosté, pero por mis venas corría una fiebre, una exaltación que apenas me dejó dormir aquella noche.