Capítulo XVIII

Era obvio que la joven anglosuiza disfrutaba y se beneficiaba a la vez del estudio de su lengua materna. En mis enseñanzas, naturalmente, no me limité a la rutina corriente de la escuela, sino que hice del aprendizaje del inglés un vehículo para la enseñanza de la literatura, imponiéndole una serie de lecturas. Ella tenía una pequeña colección de clásicos ingleses, algunos de los cuales había heredado de su madre y el resto los había comprado con su salario. Le presté algunas obras modernas, que leyó con avidez. De cada obra me hizo un resumen escrito después de leerla. También disfrutaba con las redacciones, tarea que parecía como el aire mismo que respiraba, y pronto mejoró tanto que me vi obligado a reconocer que aquellas cualidades suyas que había denominado Fantasía y Buen gusto debían llamarse más bien Imaginación y Discernimiento. Cuando expresé tal reconocimiento, de la misma forma escueta y contenida de siempre, esperé ver la sonrisa radiante y jubilosa que mi único elogio había suscitado antes, pero Frances se sonrojó, y si llegó a sonreír, fue la suya una sonrisa muy leve y tímida, y en lugar de plantarse frente a mí con una mirada de triunfo, sus ojos se posaron sobre mi mano, que, pasando por encima de su hombro, escribía unas indicaciones en el margen de su cuaderno.

—Bien, ¿le alegra que esté satisfecho con sus progresos? —preguntó.

—Sí —respondió ella despacio y en voz baja, y el rubor de antes, que casi había desaparecido, volvió a encender su rostro.

—Pero supongo que no será suficiente —añadí—. ¿Mis elogios son demasiado fríos?

No respondió, y me pareció que estaba un poco triste. Adiviné sus pensamientos y mucho me habría gustado responder a ellos, de haber sido conveniente hacerlo. No era entonces mi admiración lo que ella ambicionaba, ni estaba especialmente deseosa de deslumbrarme. Un poco de afecto, siempre tan escaso, la complacía más que todos los panegíricos del mundo. Al percibir este sentimiento, me quedé un buen rato detrás de ella, escribiendo en el margen de su cuaderno. Me resultaba imposible abandonar aquella posición y aquella actividad. Algo me retenía inclinado allí, con la cabeza muy cerca de la suya y mi mano cerca de la suya también; pero el margen de un cuaderno no es un espacio ilimitado. Lo mismo pensó sin duda la directora y aprovechó la oportunidad para pasar por delante a fin de averiguar con qué artes prolongaba de forma tan desproporcionada el tiempo necesario para llenarlo. Me vi obligado a alejarme. ¡Desagradable esfuerzo el de abandonar lo que más nos gusta!

Frances no perdió el color ni las fuerzas como consecuencia de su sedentaria actividad. Tal vez el estímulo que transmitía a su cerebro contrarrestaba la inacción que imponía a su cuerpo. Cambió, eso sí, de manera rápida y evidente, pero fue para mejor. Cuando la vi por primera vez, su expresión era abatida, su tez no tenía color. Parecía una persona sin motivo alguno para disfrutar, sin reserva alguna de felicidad en el mundo entero. Ahora, la nube que ensombrecía su semblante había desaparecido, dejando espacio al alba de la esperanza y el interés, y esos sentimientos surgieron como una mañana despejada, animando lo que antes estaba deprimido y tiñendo lo que antes era palidez. Sus ojos, cuyo color no había visto al principio de tan borrosos como estaban por las lágrimas reprimidas, tan empañados por un continuo desánimo, iluminados ahora por un rayo del sol que alegraba su corazón, revelaron unos iris de brillante color avellana, grandes y redondos, velados por largas pestañas, y unas pupilas encendidas. Desapareció aquel aire de lánguida delgadez que las preocupaciones o el desaliento transmiten a menudo a un rostro delgado y reflexivo, más alargado que redondo, y la transparencia de su piel, casi lozana, así como cierta redondez, casi embonpoint[84], suavizó las marcadas líneas de sus facciones. Su figura participó también de este beneficioso cambio; pareció llenarse, y como la armonía de su forma era completa y era de una grácil estatura media, uno no podía lamentar (o al menos yo no lo lamentaba) la ausencia de rotundidad de su contorno, ligero aún, aunque compacto, elegante, flexible. El exquisito giro de cintura, manos, muñecas, pies y tobillos satisfacía por completo mi noción de simetría y permitía una ligereza y una libertad de movimientos que se correspondían con mi idea de la gracia. Con esta mejoría, con este despertar a la vida, mademoiselle Henri empezó a crearse una nueva posición en la escuela. Su capacidad intelectual, manifestada con lentitud, pero también con seguridad, consiguió al poco tiempo arrancar el reconocimiento incluso de las envidiosas, y cuando las jóvenes comprobaron que podía sonreír y conversar alegremente, y moverse con viveza, vieron en ella a una hermana joven y saludable, y la aceptaron como una de ellas.

A decir verdad, yo observé este cambio igual que un jardinero observa el crecimiento de una planta preciosa, y contribuí a él igual que ese jardinero contribuye al desarrollo de su favorita. No me resultaba difícil descubrir cómo podía instruir mejor a mi alumna, alimentar sus hambrientas emociones e inducir la manifestación externa de esa energía interior que no había podido expandirse hasta entonces, impedida por una sequía abrasadora y un viento desolador. Constancia y Atención, una amabilidad muda, pero atenta, siempre a su lado, envuelta en el tosco atavío de la austeridad, dando a conocer su auténtica naturaleza únicamente mediante alguna que otra mirada de interés o una palabra cordial; auténtico respeto, enmascarado por un autoritarismo aparente, dirigiendo, instigando sus acciones, pero también ayudándola, y con devoto esmero. Éstos fueron los medios que utilicé, pues eran los que más convenían a los sentimientos de Frances, tan susceptibles como arraigados en una naturaleza orgullosa y tímida a la vez.

Los beneficiosos efectos de mi sistema se hicieron evidentes también en su comportamiento como maestra. Ahora ocupaba su lugar entre las alumnas con un aire de temple y firmeza, que las convencía de inmediato de que no toleraría ser desobedecida; y ellas no la desobedecían, porque se daban cuenta de que habían perdido el poder que antes tenían sobre ella. Si alguna alumna se hubiera rebelado, ya no se habría tomado su rebelión como algo personal. Se consolaba en una fuente que ellas no podían secar, se apoyaba en un pilar que ellas no podían derribar. Antes, cuando la insultaban, lloraba; ahora sólo sonreía.

La lectura pública de uno de sus devoirs logró que todas sin excepción fueran conscientes de su talento. Recuerdo el tema: la carta de un emigrante a los amigos que había dejado en su tierra. Se iniciaba con sencillez; unos trazos descriptivos descubrían al lector el paisaje virgen de un bosque y un gran río, por el que ningún barco navegaba, lugar donde se suponía que se había redactado la carta. Se insinuaban los peligros y dificultades que acompañaban la vida de un colono, y en las pocas palabras que se decían sobre el tema, mademoiselle Henri había conseguido hacer audible la voz de la resolución, la paciencia y el empeño. Se aludía a las calamidades que le habían llevado a abandonar su tierra natal; honor sin tacha, irreductible independencia, dignidad indestructible tomaban la palabra. Se comentaban los días pasados, el pesar por la partida. Se trataba someramente la nostalgia de los ausentes. En cada frase se respiraba con elocuencia la emoción, preciosa y contundente. Al final, se sugería el consuelo: la fe religiosa era entonces la que hablaba, y lo hacía bien.

El ejercicio estaba escrito con fuerza y convicción, en un lenguaje sobrio y escogido a la vez, en un estilo vertebrado con vigor y adornado con armonía.

Mademoiselle Reuter tenía un conocimiento del inglés lo bastante amplio para entenderlo cuando se hablaba o se leía en su presencia, pero no sabía hablarlo ni escribirlo. Durante la lectura del ejercicio, continuó con su plácida actividad, ocupados los dedos y los ojos en la creación de un rivière, un dobladillo calado en un pañuelo de batista. No dijo nada y su rostro, oculto tras una máscara de expresión puramente negativa, ofrecía tan pocos indicios como sus labios. Su semblante no manifestó sorpresa, placer, aprobación o interés, como tampoco desdén, envidia, fastidio o hastío. Si aquel rostro inescrutable decía algo, era, sencillamente: «Esta cuestión es demasiado trivial para sugerir una emoción o suscitar cualquier opinión». En cuanto terminé, se elevó un murmullo en el aula y varias alumnas rodearon a mademoiselle Henri, asediándola con sus cumplidos. Se oyó entonces la voz serena de la directora:

—Señoritas, las que tengan capa y paraguas deben darse prisa en regresar a casa antes de que la lluvia sea más intensa (lloviznaba), el resto aguardará aquí a que vengan a buscarlas sus respectivas criadas. —Y todo el mundo se dispersó, porque eran ya las cuatro.

—Monsieur, un momento… —dijo mademoiselle Reuter, subiendo al estrado e indicándome con un ademán que dejara un instante el gorro de pieles que llevaba ya en la mano.

—Mademoiselle, estoy a su disposición.

—Monsieur, sin duda es una idea excelente alentar el esfuerzo de las jóvenes destacando los progresos de una alumna especialmente aplicada. Sin embargo, ¿no cree usted que, en este caso, no se puede considerar que mademoiselle Henri deba competir con las demás alumnas? Tiene más edad que la mayoría de ellas y ventajas particulares para aprender inglés. Por otro lado, su posición social es ligeramente inferior. En tales circunstancias, distinguir a mademoiselle Henri públicamente por encima de las demás podría sugerir comparaciones y suscitar sentimientos que distarían mucho de ser beneficiosos para la persona a quien estuvieran destinados. El interés que siento por el bienestar de mademoiselle Henri me lleva a desear evitarle tales enojos. Además, monsieur, como ya le indiqué en otra ocasión el sentimiento de amour-propre tiene cierta preponderancia en su carácter. La celebridad tiende a fomentar ese sentimiento y en ella debería reprimirse, más que alentarse. Mademosielle Henri necesita más bien mantenerse en un segundo plano. Y por otro lado, monsieur, creo que la ambición, la ambición literaria sobre todo, no es un sentimiento que deba abrigar la mente de una mujer. ¿No sería mademoiselle Henri mucho más feliz si se la enseñara a creer que su auténtica vocación consiste en un callado cumplimiento de sus deberes sociales, que si se la anima a aspirar al aplauso y al reconocimiento público? Es posible que no llegue a casarse. Siendo sus recursos escasos, insignificantes sus relaciones, incierta su salud (me parece que está tísica; su madre murió de lo mismo), es más que probable que no se case nunca. No veo cómo puede llegar a alcanzar una posición que haga posible semejante paso, pero incluso como célibe, sería mejor que conservara el carácter y las costumbres de una mujer decente y respetable.

—Indiscutiblemente, mademoiselle —fue mi respuesta—. Su opinión no admite dudas —añadí y, temeroso de que siguiera la arenga, me fui, cubriendo mi partida con aquella cordial frase de asentimiento.

Dos semanas después del pequeño incidente que acabo de describir, veo registrado en mi diario que se produjo un paréntesis en la asistencia a clase de mademoiselle Henri, regular hasta entonces. Los dos primeros días me extrañó su ausencia, pero no quise pedir explicaciones. En realidad pensé que tal vez un comentario casual me procuraría la información que deseaba obtener sin correr el riesgo de dar pie a sonrisas tontas y cuchicheos pidiéndola directamente. Pero cuando pasó una semana y el asiento del pupitre cercano a la puerta siguió desocupado, y viendo que ninguna de las chicas hacía alusión al hecho, sino que, muy por el contrario, todas guardaban un acusado silencio, resolví romper el hielo de aquella estúpida reserva, coûte que coûte[85].

Où donc est mademoiselle Henri? —pregunté un día, al devolver un cuaderno después de repasarlo.

—Elle est partie, monsieur.

—Partie! Et pour combien de temps? Quand reviendra-t-elle?

—Elle est partie pour toujours, monsieur. Elle ne reviendra plus.

Ah! —exclamé involuntariamente. Luego, tras una pausa, insistí—: En êtes-vous bien sûre, Sylvie?

—Oui, oui, monsieur. Mademoiselle la directrice nous l’a dit elle-même il y a deux ou trois jours[86].

No pude seguir con el interrogatorio, dado que el momento, el lugar y las circunstancias me impedían añadir una palabra más. No podía comentar lo que ya se había dicho ni pedir más detalles. En realidad, estuve a punto de preguntar el motivo de la partida de la maestra, si había sido voluntaria o no, pero me contuve; tenía oyentes por todos lados. Una hora más tarde, pasé por delante de Sylvie en el corredor; se estaba poniendo el sombrero. Me detuve en seco y pregunté:

—Sylvie, ¿conoce la dirección de mademoiselle Henri? Tengo unos libros que son suyos… —añadí sin darle importancia—, y desearía enviárselos.

—No, monsieur —respondió Sylvie—, pero quizá se la pueda dar Rosalie, la portera.

El cuarto de Rosalie estaba allí mismo. Entré y repetí la pregunta. Rosalie, una espabilada grisette[87], alzó la vista de su labor con una sonrisa de complicidad, precisamente el tipo de sonrisa que tan deseoso estaba yo de evitar. La portera tenía la respuesta preparada: no conocía la dirección de mademoiselle Henri ni la había conocido nunca. Le di la espalda con exasperación, convencido de que mentía y de que le pagaban para mentir, y estuve a punto de derribar a otra persona que se había acercado por detrás; era la directora. Mi brusco movimiento la hizo retroceder dos o tres pasos. Me vi obligado a disculparme, cosa que hice escuetamente y con escasa cortesía. A ningún hombre le gusta que le atosiguen, y en el estado de ánimo soliviantado en el que entonces me encontraba, la visión de mademoiselle Reuter me sacó de mis casillas. En el momento en que me di la vuelta, su expresión era dura, sombría e inquisitiva, y me miraba fijamente con una ávida curiosidad; apenas tuve tiempo de captar aquella fase de su fisonomía antes de que se esfumara; una insulsa sonrisa varió sus facciones y mi grosera disculpa fue recibida de buen talante.

—Oh, no tiene importancia, monsieur. Sólo me ha tocado los cabellos con el codo. No es nada grave, sólo me ha despeinado un poco. —Se echó el pelo hacia atrás y se pasó los dedos por entre los rizos, separándolos en un sinfín de tirabuzones sueltos. Luego prosiguió con vivacidad—: Rosalie, venía a decirle que vaya inmediatamente a cerrar las ventanas del salón. Se está levantando viento y las cortinas de muselina se cubrirán de polvo.

Rosalie salió. «No me creo nada —pensé—. Mademoiselle Reuter cree que disimula su mezquindad cuando escucha lo que no debe con su arte para idear excusas, pero esas cortinas de muselina de las que habla no son más transparentes.» Sentí el impulso de apartar esa torpe pantalla y hacer frente a sus artimañas audazmente mediante un par de verdades bien dichas. «Los pies con calzado de suela rugosa pisan mejor sobre suelo resbaladizo», pensé, de modo que dije:

—Mademoiselle Henri ha abandonado su centro, supongo que despedida.

—Ah, deseaba tener una pequeña charla con usted, monsieur —replicó la directora con el aire más afable y natural del mundo—, pero aquí no podemos hablar tranquilamente. ¿Quiere monsieur salir al jardín un momento? —Me precedió, traspasando la puerta de cristal que ya he mencionado antes.

—Bien —dijo, cuando llegamos al centro del sendero principal y nos rodeó el espeso follaje de árboles y arbustos en su esplendor estival, que nos ocultaba de la casa, creando así una sensación de aislamiento incluso en aquel trocito de terreno en el centro mismo de la capital—. Bien, qué paz y libertad se sienten cuando sólo hay perales y rosales alrededor. Me atrevería a decir, monsieur, que usted también, igual que yo, se cansa a veces de estar siempre en medio del torbellino de la vida, de estar siempre rodeado de rostros humanos, de tener siempre ojos humanos clavados en usted y voces humanas siempre en sus oídos. Estoy segura de que a menudo desea intensamente la libertad de pasar todo un mes en el campo, en alguna pequeña granja, bien gentille, bien propre, tout entourée de champs et de bois. Quelle vie charmante que la vie champêtre! N’est-ce pas, monsieur?

—Cela dépend, mademoiselle.

Que le vent est bon et frais![88] —prosiguió la directora, y en eso tenía razón, pues el viento que soplaba del sur era suave y dulce. Yo llevaba el sombrero en la mano y la suave brisa, al pasar por mis cabellos, refrescaba mis sienes como un bálsamo. No obstante, su efecto no penetró más allá de la superficie, paseando junto a mademoiselle Reuter, pues aún me bullía la sangre y, mientras yo meditaba, el fuego no dejaba de arder. Luego me expresé de viva voz:

—Tengo entendido que mademoiselle Henri se ha ido del centro y no volverá.

—¡Ah, cierto! Hace días que quería hablarle de ello, pero estoy tan ocupada a todas horas que no puedo hacer ni la mitad de las cosas que desearía. ¿Ha experimentado usted alguna vez, monsieur, lo que es que a los días de uno les falten doce horas para cumplir con sus numerosos deberes?

—Rara vez. Supongo que la marcha de mademoiselle Henri no habrá sido voluntaria. De lo contrario, sin duda me lo habría comunicado, dado que era alumna mía.

—¿Ah, no se lo había dicho? Es extraño. Por mi parte, se me había olvidado por completo mencionarlo. Cuando una tiene tantas cosas a las que atender suele olvidar pequeños incidentes que carecen de importancia.

—Así pues, ¿considera que el despido de mademoiselle Henri ha sido un acontecimiento insignificante?

—¿Despido? ¡Ah! No ha sido despedida. Puedo asegurarle con toda sinceridad, monsieur, que desde que me convertí en directora de este centro, no se ha despedido a ningún profesor o maestro.

—Pero ¿algunos lo han abandonado, mademoiselle?

—Muchos. He tenido la necesidad de sustituirlos con frecuencia. Un cambio de educadores suele ser beneficioso para los intereses de una escuela; da vida y variedad al proceso educativo, divierte al alumnado y sugiere a los padres la idea de esfuerzo y mejora.

—Sin embargo, cuando se cansa de un profesor o de una maestra, ¿no es capaz de echarlo sin miramientos?

—No es necesario recurrir a tales extremos, se lo aseguro. Allons, monsieur le professeur, asseyons-nous. Je vais vous donner une petite leçon dans votre êtat d’instituteur[89]. (Ojalá pudiera escribir todo lo que me dijo en francés, porque el significado pierde mucho traducido al inglés.)

Habíamos llegado a «la» silla del jardín. La directora se sentó y me indicó con una seña que me sentara a su lado, pero yo sólo coloqué la rodilla sobre el asiento y apoyé la cabeza y el brazo en la densa rama de un gran laburno cuyas flores doradas, mezcladas con el verde oscuro de las hojas de un arbusto de lilas, formaban un arco de sol y sombra sobre aquel refugio. Mademoiselle Reuter guardó silencio un instante. Era evidente que en su cabeza se estaban produciendo nuevos movimientos, que mostraron su naturaleza en la frente sagaz; estaba meditando una chef-d’oeuvre[90] de la estrategia. Convencida, después de varios meses de experiencia, de que fingiendo virtudes que no poseía no lograría hacerme caer en la trampa, consciente de que yo había descubierto su auténtico carácter y de que no me creería nada del que pretendiera presentarme como suyo, había resuelto al fin probar con una nueva llave, y ver si encajaba en la cerradura de mi corazón: un pequeño descaro, una palabra cierta, una visión fugaz de la realidad. «Sí, lo intentaré», había decidido interiormente, y entonces sus ojos azules me miraron; no centelleaban; no había en su brillo moderado nada parecido a una llama.

—¿Monsieur tiene miedo de sentarse junto a mí? —preguntó con tono burlón.

—No deseo usurpar el lugar de Pelet —respondí, pues había adquirido la costumbre de hablarle con toda franqueza; costumbre motivada en un principio por la ira, pero en la que yo persistía porque había visto que, en lugar de ofenderla, la fascinaba. Bajó la vista y cerró los párpados, emitiendo un suspiro de inquietud. Se dio la vuelta con un gesto de impaciencia, como si quisiera darme la impresión de un pájaro que agita las alas en su jaula, deseoso de volar lejos de su cárcel y de su carcelero para buscar su pareja natural y un nido agradable.

—Bien, ¿y su lección? —pregunté secamente.

—¡Ah! —exclamó, recobrando la compostura—. Es usted tan joven, tan sincero e intrépido, tiene tanto talento, tolera tan mal la imbecilidad y desdeña en tan gran medida la vulgaridad, que merece una lección. Ahí la tiene: en este mundo se consigue mucho más con Maña que con Fuerza, pero quizá eso ya lo sabía porque su carácter es fuerte, pero también muestra delicadeza; ¿es político, a la vez que orgulloso?

—Siga —dije, y no pude evitar sonreír ante aquel halago tan agudo y avezado. Ella captó mi sonrisa contenida, aunque me pasé la mano por la boca para disimularla, y una vez más me hizo sitio para que me sentara a su lado. Negué con la cabeza, pese a que la tentación había embargado mis sentidos en aquel momento, y una vez más le pedí que continuara.

—Bien, pues, si alguna vez llega a dirigir un centro importante, no despida a nadie. A decir verdad, monsieur (y a usted le digo la verdad), desprecio a la gente que anda siempre enzarzada en disputas, soltando bravatas, expulsando a unos y a otros, forzando y precipitando los acontecimientos. Le diré lo que yo prefiero, monsieur, ¿me permite? —Volvió a alzar la vista; esta vez su mirada estaba bien ajustada, con mucha malicia, mucha deferencia, un toque picante de coquetería, una conciencia sin tapujos de su habilidad.

Asentí. Me trataba igual que al gran mogol, de modo que me convertí en él en provecho suyo.

—A mí, monsieur, me gusta coger la labor y sentarme tranquilamente en mi silla; las circunstancias desfilan ante mí, yo me limito a contemplarlas; siempre que tomen el rumbo que yo deseo, no digo ni hago nada; no doy palmadas, ni grito: «¡Bravo, qué afortunada soy!», para atraer la atención y la envidia de mis vecinos. Sólo soy pasiva. Pero, cuando las circunstancias se vuelven adversas, observo una estricta vigilancia; sigo tranquilamente ocupada en mi labor y guardo silencio, pero de vez en cuando, monsieur, alargo un poco la punta del pie, así, y le doy a la circunstancia rebelde un pequeño y disimulado puntapié sin alharacas, poniéndola en el camino que deseo que tome, con éxito y sin que nadie repare en mi táctica. Así pues, cuando los profesores o maestros se vuelven incompetentes o conflictivos, cuando, en resumidas cuentas, los intereses de la escuela se resentirían si conservaran sus puestos, me ocupo de mis labores, los acontecimientos se desarrollan, las circunstancias van pasando, veo una que, si recibe un ligero empujón que la desvíe apenas un poquito, hará insostenible el puesto que deseo dejar vacante, y ya está hecho: he quitado el bloque que se tambaleaba y nadie me ha visto, no me he creado ningún enemigo y me he desembarazado de una molestia.

Unos segundos antes la había encontrado seductora; concluido su discurso, la miré con aversión.

—Muy típico de usted —fue mi glacial respuesta—. ¿Y así es como ha expulsado a mademoiselle Henri? ¿Quería su puesto y, por lo tanto, hizo que le resultara insoportable conservarlo?

—En absoluto, monsieur. Yo sólo estaba preocupada por la salud de mademoiselle Henri. No, su visión moral es clara y penetrante, pero aquí no ha sabido ver la verdad. Tenía… siempre he tenido un auténtico interés por el bienestar de mademoiselle Henri. No me gustaba verla entrar y salir hiciera frío o calor. Pensaba que sería más beneficioso para ella conseguir un empleo permanente. Además, ahora la consideraba cualificada para enseñar algo más que costura. Hablé con ella, le expuse mis razones, dejé que tomara la decisión por sí misma, ella comprendió que mis puntos de vista eran correctos y los adoptó como propios.

—¡Excelente! Y ahora, mademoiselle, tendrá usted la bondad de darme su dirección.

—¡Su dirección! —un cambio frío y tétrico se operó en el semblante de la directora—. ¿Su dirección? ¡Ah! Bueno, ojalá pudiera satisfacer su petición, monsieur, pero no puedo, y le diré por qué. Siempre que le pedía su dirección, ella eludía dármela. Yo pensaba, puede que me equivoque, pero pensaba que la razón de hacerlo era una reticencia natural, pero equivocada, a revelarme una morada seguramente muy humilde. Sus recursos eran exiguos, sus orígenes oscuros. Sin duda vive en alguna parte de la basse ville[91].

—No querría perder de vista a mi mejor alumna —dije—, aunque fuera hija de mendigos y se alojara en un sótano. En cuanto al resto, es absurdo que me venga con esos cuentos sobre su origen. Da la casualidad de que sé que su padre era un ministro de la Iglesia de nacionalidad suiza, ni más ni menos. Y en cuanto a sus exiguos recursos, poco me importa que su bolsa esté vacía mientras le rebose el corazón.

—Sus sentimientos son muy nobles, monsieur —dijo la directora, fingiendo contener un bostezo. Su vivacidad se había extinguido, su momentánea sinceridad se había acabado. Recogió y plegó el rojo banderín de intrépido pirata que se había permitido enarbolar un instante y volvió a izar la sobria bandera del disimulo sobre la ciudadela. No me gustaba así, de modo que corté el tête à tête y me fui.