Capítulo 34

ABRIL de 1669

Hackett volvió a alterarme el sueño, a acosarme en mis pesadillas. Yo corría por oscuros callejones y oía resonar sus pisadas a mis espaldas; me ocultaba bajo puentes sombríos y pugnaba para no ahogarme arrastrada por una gélida corriente dando bandazos en la negrura de la noche al son de las crueles risas de Hackett. En cada ocasión despertaba con el corazón acelerado, empapada en sudor y temblorosa.

No mucho después empezó a atormentarme otra pesadilla, pero está en mis horas de vigilia, y los malos sueños nocturnos, en comparación, se me antojaron insignificantes. No me venía el período. Al principio, para tranquilizarme, intenté convencerme de que la angustia de las semanas anteriores era la causa de ese retraso en el ritmo natural de mi organismo, pero cuando no menstrué por segundo mes consecutivo, supe que debía afrontar la cruda realidad. Mi única noche de pasión con Gabriel había logrado lo que se me había negado durante mi legítimo matrimonio. Estaba encinta.

Una mañana de abril, sentada lánguidamente en la salita de Jane, miraba por la ventana sumida en la preocupación. El orgullo me impedía anunciar a Gabriel que esperaba un hijo suyo. Él no me amaba, pero ya me había tratado con gran generosidad. No se lo pagaría pidiéndole más. No me quedaba más remedio que marcharme de la Casa del Perfume. Pero ¿cómo iba a irme? Incluso si encontraba colocación como criada, me echarían a la calle en cuanto se pusiera de manifiesto mi estado. De nada serviría acudir a la señora Finche, porque ya sabía que allí no había sitio para mí, y menos ahora que pronto tendría un hijo que cuidar. Mi única opción era la tía Mercy, y empecé a temblar ante la sola idea de suplicarle ayuda. Atenazada por el miedo, no sabía por dónde tomar.

—¿Qué pasa, Kate? —preguntó Jane—. Duermo mal —admití—. Da la impresión de que, en cuanto cierro los ojos, Hackett está esperándome.

—¿Por eso de un tiempo a esta parte no pareces la de siempre? —Me libré de contestar porque en ese momento se abrió la puerta y apareció Gabriel.

—Hoy tienes muy buen aspecto, Gabriel —comentó Jane.

Lucía una casaca nueva de color verde bosque con botones de plata y hebillas a juego en los zapatos. El color de la casaca realzaba el verde claro de sus ojos, y agaché la cabeza para ocultar la repentina punzada de anhelo que sentí por él.

—He visitado a nuestro amigo Hackett en Rochester Court —anunció—. Las casas están casi terminadas. Hackett se dispone ya a venderlas o alquilarlas y repartir el beneficio. Nos ha llevado a ver los inmuebles, pero ni Jacob ni yo hemos podido observar nada fuera de lo habitual.

—¿Nada? —pregunté, decepcionada.

—No, salvo que los acabados de la obra de carpintería son deficientes.

En cuanto salió y se cerró la puerta, me invadió de nuevo la desesperación y seguí dando vueltas y más vueltas a cómo podía marcharme de la Casa del Perfume. Por fin tomé una decisión.

Más tarde, mientras Jane descansaba y Toby practicaba las letras, escribí una carta. Había llegado el momento de liberarme de la solitaria tortura de estar asiduamente en presencia de Gabriel y verme sumida en la vergüenza por mi duplicidad con Jane, pero el precio que debía pagar era enorme. Escribí a la tía Mercy para pedirle que me acogiera. En mi profunda desdicha, no se me ocurría ninguna otra manera de garantizar la seguridad de mi hijo. Le expliqué que mi marido había muerto y me había dejado en la miseria, omitiendo deliberadamente la fecha del fallecimiento de Robert. Pedí a Ann que llevara la carta a la estafeta de correos y me preparé para anunciar a Gabriel, Toby y Jane que me iría en cuanto recibiera la respuesta de la tía Mercy.

Esa noche soñé que estaba en lo alto de la escalera con la mirada fija en el sótano de la tía Mercy. Abajo, me esperaba en la oscuridad algo monstruoso, de aliento fétido y ojos rojos y resplandecientes como ascuas de carbón. De pronto, sentía el contacto de una mano en la parte baja de la espalda y el posterior empujón; con un grito de terror, caía al frente. Mientras rodaba hacia las profundidades tenebrosas, me deslumbraba un haz de luz que traspasaba la pared del sótano; momentos después el monstruo rugía y se abalanzaba sobre mí enseñando los colmillos.

De repente resonó en mi cabeza la voz de Robert: «Maundrell tenía razón».

Al instante me incorporé en la oscuridad y, temblorosa, encendí torpemente la vela. La vacilante luz me devolvió la cordura, y me paseé por la alcoba en espera de que se me acompasaran los latidos del corazón. Súbitamente, me detuve al caer en la cuenta del significado de algo que había visto en los cimientos de Rochester Court pero que hasta ese momento no había sido capaz de entender. Dejé escapar una risa entrecortada, me senté ante el escritorio y eché mano a la pluma.

«Querido Ben», escribí.

Dos días después, Gabriel, Jane y yo estábamos en el salón después de la cena. Jane dormitaba mientras Gabriel permanecía absorto en sus pensamientos y yo contemplaba las llamas pensando en mi hijo, el hijo de Gabriel, que crecía dentro de mí.

En mi miedo y mi vergüenza, hasta entonces apenas había pensado en el niño, pero ahora, decidido ya un modo de proceder, me permitía un atisbo de felicidad a través del velo de la preocupación. Conociendo el arraigado sentido del deber de la tía Mercy, tenía la certeza de que me acogería, por gravoso que le resultara. Por supuesto, me lo haría pagar amargándome la vida, pero ahora que yo había asumido que no me quedaba otra opción que regresar a su casa, al menos tenía el consuelo de saber que en otoño tendría en brazos a mi anhelado hijo. Me preguntaba si tendría los ojos verdes de Gabriel cuando oí unos aldabonazos.

—Señora Finche —dijo Ann al cabo de un momento—, dos hombres desean veros. Un tal señor Plumridge y un tal señor Perkins.

Me puse en pie con el corazón acelerado.

Dick Plumridge entró cojeando en el salón, seguido de Ben Perkins. Ben retorcía el sombrero entre sus manos.

—Perdonad que os moleste —dijo.

—¿Habéis recibido mi nota? —pregunté. Asintió con la cabeza y se dibujó en su rostro una ancha sonrisa.

—¡Teníais razón!

Me dejé caer en el asiento.

—¿Qué pasa? —preguntó Gabriel.

—Anoche entramos en los sótanos de Rochester Court —explicó Ben— en busca de pruebas de la vileza de Hackett.

—¡Y las encontramos! —Una sonrisa triunfal se desplegó en el rostro quemado y cruelmente arrugado del pobre Dick.

—La señora Finche dijo que posiblemente Hackett había usado los ladrillos defectuosos en los sótanos —explicó Ben—. Y allí están, claro como el agua.

—Hay unas grietas enormes en las paredes de los sótanos —informó Dick—. Esas casas se vendrán abajo, es solo cuestión de tiempo.

—¿Por qué no me lo dijiste? —me preguntó Gabriel.

—Le mandé la nota a Ben porque me acordé de un detalle —respondí—, pero no me había dado cuenta de su importancia hasta ahora.

—No lo entiendo —dijo Jane.

—Cuando Robert desapareció, fui a Rochester Court a ver a Hackett. Me sobresaltó cuando yo estaba junto a los cimientos y perdí el equilibrio. Mientras me tambaleaba en el borde del foso, vi que las paredes de los sótanos eran de ladrillos de aspecto poco sólido. En ese momento, preocupada como estaba por Robert, no caí en la cuenta de la trascendencia de ese detalle.

Gabriel soltó una maldición entre dientes.

—Y entonces me acordé de que en Ironmonger’s Lane se vino abajo el suelo de la cocina. Robert recuperó unos cuantos ladrillos del sótano y lo oí decir: «¡Maundrell tenía razón!». Lo vi muy afectado, pero no me explicó la razón. Hasta ahora no he entendido que él acababa de darse cuenta de que el sótano se había construido con esos ladrillos. No es de extrañar que las paredes se agrietaran de aquel modo.

—Sospecho que Hackett decidió utilizar los ladrillos defectuosos en lugares donde difícilmente se descubrirían —comentó Gabriel con expresión ceñuda—. Me pregunto si también los ha usado para construir los tabiques de las casas. Una vez enlucidos, nadie se enteraría. Habría sido una operación muy costosa deshacerse de todos los ladrillos de mala calidad en el río, como dijo que había hecho.

—¿Ha usado, pues, conscientemente, ladrillos deficientes en sus obras? —preguntó Jane.

—¡Y eso no puede achacárselo al pobre Robert Finche, ya muerto! —exclamó Ben.

—La cuestión es qué hacemos ahora al respecto —planteó Gabriel.

—Hay otra cosa —dije lentamente—. El día que Hackett me agredió, el magistrado, el señor Clifton, estaba en el despacho de Hackett. Hackett se disponía a llevarlo a Rochester Court para que eligiera la casa donde viviría su hija.

—Pero si existe el riesgo de que los sótanos se desmoronen, ¿no correrá ella un gran peligro? —preguntó Jane.

—Ella, y todas las familias que vivan en Rochester Court. Debemos ir a ver al señor Clifton a primera hora de la mañana —propuso Gabriel.

Al día siguiente Gabriel pidió el coche y partimos hacia el despacho del señor Clifton. Era la primera vez que nos quedábamos a solas más de unos minutos desde la noche en que yacimos abrazados. Tenía una expresión distante, y fue para mí un alivio que no demostrara interés en entablar conversación. Observé su semblante, para grabármelo en la memoria, consciente de que pronto ya no lo vería nunca más.

—¿Kate? —Tendió la mano hacia mí—. No podemos seguir actuando como si no existiéramos el uno para el otro. ¿No podemos ser amigos?

Le miré la mano, y casi me venció el deseo de llevármela a los labios y llenarla de besos.

—¡No! —contesté con aspereza. ¡Amigos! ¿Cómo podía conformarse con la simple amistad después de la noche de pasión que habíamos compartido?

—Como quieras —dijo. Se me volvió a partir el corazón al ver otra vez en su rostro aquella expresión distante, ya tan familiar.

Llegamos al despacho de Clifton, y Gabriel se apeó del coche y me dio la mano para ayudarme a bajar. Casi se me escapó una exclamación al sentir ese breve contacto, pero me soltó de inmediato.

—Tendrás que guiarme —dijo—, si no te resulta demasiado desagradable.

—No hagas esto más difícil de lo que ya es, Gabriel. —Lo cogí del brazo y lo llevé hacia la puerta, intentando permanecer indiferente al anhelo agridulce que me invadía a causa de su proximidad.

Ya dentro, un escribiente nos acompañó al despacho del señor Clifton.

—¿Qué puedo hacer por vos? —preguntó Clifton—. ¿No os conozco de algo?

—Gabriel Harte, perfumista —respondió Gabriel—. Nos presentaron en la reunión que organizó Standfast-for-Jesus Hackett el año pasado.

—¡Ah! Ya me acuerdo. Mi esposa le compra a usted los perfumes.

—Esta es la señora Finche, viuda de Robert Finche, empleado del señor Hackett en otro tiempo. Tenemos que contarle una historia de asesinatos y engaños.

—¡Qué interesante! —Clifton bostezó y lanzó un vistazo al reloj de la repisa de la chimenea.

—El señor Hackett asesinó a mi marido y trató de matarme a mí —dije, incapaz de morderme la lengua, irritada por su actitud condescendiente.

Las pobladas cejas de Clifton desaparecieron por un momento bajo la peluca.

—¿Ah, sí?

Levanté la barbilla y lo miré a los ojos.

—Pues sí, caballero.

Apretó los labios.

—¿Qué tontería es esa? Conozco al señor Hackett personalmente.

—¡No es ninguna tontería!

—¿Y cuándo decís que ocurrió ese suceso inverosímil, señora? —Soltó una risotada de incredulidad.

—El día que os vi en sus oficinas. Oí que el señor Hackett se proponía llevaros a visitar una de sus casas de Rochester Court e invitaros luego a cenar en el Folly. Os aconsejó que dejarais a vuestra esposa en casa, recuerdo, porque las camareras eran muy complacientes.

Todo rastro de humor se esfumó del rostro de Clifton.

—¿Y por qué he de escuchar estos infundios?

—Porque es la verdad —afirmó Gabriel.

—Conozco bien al señor Hackett —aseguró Clifton con un tono más severo—. Es un hombre muy generoso. Hasta me ofreció una casa en Rochester Court por un alquiler nominal para mi hija, recién enviudada y con cinco hijos.

—Por eso hemos venido hoy aquí —dijo Gabriel.

—Confío en que no imponga a vuestra hija las mismas condiciones que me impuso a mí —añadí.

—¿Condiciones?

—Me exigió que fuera su querida a cambio de mi alojamiento.

—¡Señora, estáis insultando a un hombre que me merece todo el respeto!

En un arranque de mal genio, hablé sin contener mi lengua.

—En ese caso, sois un necio, caballero.

Gabriel me dio un tirón de la manga.

—Señor Clifton, os aseguro que la señora Finche dice la verdad.

—¿Qué relación tenéis con esta mujer? ¿Sois acaso su protector?

—No —contestó—, y estáis insultando a esta dama. No obstante, sí soy copropietario de los inmuebles de Rochester Court. El señor Hackett no me ha consultado ese proyecto de ceder las viviendas por un alquiler reducido. Espero recibir todos los beneficios de mi inversión, y plantearé al señor Hackett preguntas muy concretas acerca de por qué considera necesario acordar con vos ese alquiler nominal cuando me aseguró que para esos inmuebles se obtendrían con toda certeza los alquileres más altos. Me pregunto, caballero, ¿qué desea de vos a cambio?

Clifton se quedó inmóvil.

—Ha llegado a mis oídos —prosiguió Gabriel— que a veces el señor Hackett presta menos atención de la que debería a los requisitos impuestos por la Ley de Reconstrucción. ¿Quizá a él le convenga que el magistrado de la zona haga la vista gorda cuando, por ejemplo, construya sin los permisos debidos? ¿Estáis enterado de que amenazó a los inquilinos de las antiguas viviendas de Rochester Court y finalmente prendió fuego a una de las casas? Una madre y sus hijos murieron en el incendio. Clifton se hundió en su butaca, y su rostro adquirió una peculiar tonalidad grisácea.

—¿Nos permitiréis ahora que os contemos la historia completa? —preguntó Gabriel—. Deseamos evitar que vuestra hija pase a ser otra de las víctimas de Hackett.

Clifton abrió un pequeño armario bajo su mesa y sacó una botella y un vaso con manos trémulas. Se sirvió una generosa cantidad y la apuró de un trago.

—No sé qué creer —dijo Clifton con la cabeza entre las manos al cabo de media hora—. Si Hackett es realmente el monstruo que pintáis, hay que llevarlo ante la justicia. Pero tiene muchos amigos…

—¡Y el mismo número de enemigos! —interrumpí.

—Amigos importantes. —Clifton me miró con expresión ceñuda—. Si yo lo acusara falsamente de alguna fechoría, sería el final para mí. No siento el menor deseo de poner en peligro la vida de mi hija, pero no existen pruebas de que las casas de Rochester Court no sean seguras.

—Debéis verlo con vuestros propios ojos —contestó Gabriel—. Propongo que Ben Perkins os lleve a los sótanos cuando todos los obreros hayan acabado la jornada.

—Los ladrillos defectuosos son de un característico color amarillo sucio —expliqué.

—Haré mis propias indagaciones —dijo Clifton.

—En ese caso sugiero que volvamos a vernos en cuanto las hayáis hecho —dijo Gabriel, y cogió su sombrero—. Y por favor recordad que la seguridad de la señora Finche depende de que no digáis a Hackett que sobrevivió a su agresión.

Al cabo de un rato, ya en el coche, Gabriel dijo:

—No sé si está del todo convencido.

—Si no lo convencemos, puede morir más gente —contesté—. Debemos encontrar la forma de conseguir que nos crea.

—Tiene que oír a Hackett admitir sus crímenes —dijo Gabriel—. Pero es poco probable que eso suceda, ¿no?

En silencio reflexioné sobre el comentario de Gabriel durante el resto del trayecto.

Dos semanas más tarde, sentada en mi alcoba junto a la ventana, me hallaba inmersa en angustiosos pensamientos. No había recibido aún respuesta de la tía Mercy, y mi temor iba en aumento a cada día que pasaba. Al cabo de un mes tendría que soltarme los corpiños y entonces sin duda Jane advertiría mi estado. En cuanto llegara la carta de la tía Mercy, y Dios quisiese que llegara, tendría que marcharme de inmediato si quería mantener oculto mi bochornoso secreto.

Vi un coche acercarse y detenerse delante de la Casa del Perfume. Movida por la curiosidad, miré por la ventana y vi la oronda figura del señor Clifton apearse del carruaje. Poco después oí a Jacob abrir la puerta y a continuación la voz de Clifton en el vestíbulo, que preguntaba por Gabriel.

Corrí escalera abajo y encontré a Clifton a punto de marcharse.

—¡Señor Clifton! —llamé, alzando la voz.

—Señora Finche. —Me saludó con la inclinación de cabeza más parca posible sin llegar a incurrir en la descortesía—. Me han informado de que el señor Harte está ausente.

—¿Hay alguna novedad? —pregunté. Titubeó lo suficiente para permitirme añadir—: Os ruego que me digáis qué habéis descubierto.

Jacob me observó con expresión especulativa cuando entré en el salón detrás de Clifton y cerré la puerta.

—He estado haciendo indagaciones acerca de la casa que se derrumbó —explicó Clifton—. Si bien el asunto de los ladrillos defectuosos ha sido corroborado por varios constructores, todos me han dicho que el señor Hackett fue cruelmente engañado por vuestro marido.

Me invadió una repentina ira.

—Pero ¿es que no os dais cuenta? Hackett ha utilizado a mi marido como chivo expiatorio.

Clifton se encogió de hombros.

—Escuchadme, señor Clifton. No hay tiempo que perder. En breve varias familias se instalarán en Rochester Court y sus vidas correrán peligro por vuestra pasividad. ¿Queréis cargar con sus muertes en vuestra conciencia?

—Deberíais reservar vuestras dotes teatrales para el escenario, señora.

—¿Por qué no vais a inspeccionar los sótanos de Rochester Court? ¿Por favor?

—Por eso he venido a ver al señor Harte. El señor Hackett en persona me ha llevado a verlos.

—¿Y? —pregunté con nerviosismo.

—No hay nada que ver.

—No lo entiendo.

—Son sótanos amplios, provistos de varios espacios de almacenamiento y una cisterna. Los techos son de una altura considerable…

—Pero ¿y las paredes? —lo interrumpí.

—Las paredes están bien enyesadas y enjalbegadas.

Me senté.

—¿No se ven los ladrillos?

—No. Todas las casas están enlucidas y recién decoradas, ya listas para ocuparse.

—O sea, que ha esperado hasta el último momento antes de la venta para cubrir con yeso cualquier grieta —dije. Debería haber imaginado que Hackett buscaría una forma artera de eludir los problemas.

—Si es que existen esas grietas…

El cinismo que traslució la voz de Clifton me enfureció.

—Así pues, ¿estáis dispuesto a poner en peligro las vidas de vuestra hija y vuestros cinco nietos porque os asusta indisponeros con Hackett? Esperaba más de vos. Creo que tendré que hablar con vuestra esposa y vuestra hija.

—¡Eso no!

—Si a vos os preocupa tan poco vuestra familia, es mi deber prevenirlas. —Suspiré. Mi ira ya se desvanecía y daba paso al hastío—. Debo obligar a Hackett a que confiese sus fechorías.

Clifton soltó una risotada.

—¿Y cómo pensáis hacerlo?

—Llevando a Hackett hasta allí e induciéndolo a confesar mediante adulaciones.

—¿Y por qué iba él a prestarse?

—Porque es un hombre de una arrogancia extraordinaria y porque ya tiene razones para sospechar que no me ahogué. No se resistirá a la oportunidad de eliminar la amenaza que representa para él que yo pueda incriminarlo. Si cree que estoy sola, planeará matarme. —Un estremecimiento me recorrió la espalda solo de pensarlo—. Siendo así, le traerá sin cuidado confesar, y yo lo incitaré a jactarse de sus desaguisados. Si os escondéis en algún sitio de la casa donde podáis escucharnos, conoceréis la verdad.

Clifton arrugó la frente.

—Si Hackett es tan peligroso como decís, estaréis expuesta.

—Podéis tener cerca a vuestros alguaciles y llamarlos con un silbato en cuanto hayáis oído su confesión.

—¿Y estáis dispuesta a arriesgar vuestra vida por llevar a Hackett ante la justicia?

—Estoy muerta de miedo —contesté—, pero no me queda más remedio, ¿no os parece?

Urdimos el plan y, cuando Clifton se marchó, fui a mi alcoba a escribir a Hackett. Necesité varios intentos, pero al final quedé satisfecha con la carta. Después de esparcir arena sobre la tinta húmeda, volví a leerla.

Querido señor Hackett:

Puede que os sorprenda recibir esta carta, pero estoy sana y salva, aunque no contenta.

Lamento muy sinceramente no haber aceptado el año pasado vuestro generoso ofrecimiento de ser mi protector. En ese momento no comprendí que conocéis el mundo mucho mejor que yo.

Humildemente os pido perdón. Ojalá pudiera hacer retroceder el tiempo, ya que no ansío nada tanto como ser vuestra querida.

Si mañana a las nueve de la noche os reunís conmigo en el número 1 de Rochester Court, me propongo mostraros lo agradecida que estaría si volvierais a ofrecerme esa oportunidad.

Deseo y confío en que así sea,

Katherine Finche

Esperé que mi carta tentara lo suficiente la monumental vanidad de Hackett para atraerlo a Rochester Court. Después de eso ya solo dependería de mí animarlo a jactarse de sus hazañas.

Tras una breve reflexión, escribí una nota a Ben Perkins para pedirle que se reuniera conmigo en el jardín esa noche a fin de solicitarle ayuda en los preparativos necesarios para el día siguiente. A continuación pedí a Ann que entregara ambas misivas.

Pasara lo que pasara, no podía permitir que Gabriel tuviese el menor conocimiento de mis planes, porque me constaba que jamás consentiría que los llevara a cabo.