Capítulo 12
Nunca me ha gustado estar en deuda con nadie, consecuencia, supongo, de haberme visto obligada a mostrarme siempre tan agradecida con la tía Mercy. Fue, pues, con cierto resentimiento que me puse manos a la obra en mi nueva cocina para liquidar mi deuda con el señor Hackett. Aun así, cuando los dos fragantes bizcochos de miel se enfriaban encima de la mesa, recuperé el buen ánimo.
Me puse el vestido verde, una de las pocas pertenencias que había salvado del incendio. Se veía ya gastado y tenía varios remiendos, pero me quedaba bien. Me peiné para que los rizos oscuros me encuadraran favorecedoramente el rostro y a continuación, tras una breve vacilación, saqué mis zapatillas de satén del baúl.
Los hombres que trabajaban en la obra contigua me saludaron con alegres voces cuando salí de casa, y sus silbidos, aunque algunas los habrían considerado irrespetuosos, a mí me infundieron brío en el andar.
En este estado de júbilo llegué a la oficina del señor Hackett, en Holborn. Un joven escribiente me abrió y me acompañó a una antecámara, donde me pidió que esperara. Estridentes voces llegaban del otro lado de una puerta entreabierta.
—¡Teníamos un acuerdo!
—Las cosas han cambiado, Maundrell —dijo Hackett con voz estentórea.
Al oír el nombre del anterior jefe de Robert, presté atención.
—He invertido en mi propia fábrica de ladrillos, en St Giles in the Fields, y mis ladrillos me salen mucho más baratos que los vuestros —prosiguió Hackett.
—Teníamos un acuerdo —insistió Elias Maundrell—, y rechacé todos los demás pedidos porque me prometisteis quedaros todos los ladrillos que pudiese traeros. —Se advertía un tono de desesperación en su voz aflautada.
Permanecí inmóvil en mi asiento, tensa y abochornada, mientras proseguía el altercado. Aunque el señor Maundrell nunca me había inspirado simpatía, no me gustaba la idea de que me descubriera siendo testigo de su humillación.
—No tengo tiempo para quedarme aquí escuchando vuestros gimoteos todo el día —dijo Hackett—. Hogg os acompañará a la puerta.
—Pero yo…
—¡Hogg! —bramó Hackett—. Ven y llévate a este hombre de la oficina.
Un individuo de pelo ralo y aspecto de comadreja entró apresuradamente en la antesala y me rozó a su paso en dirección al sanctasanctórum de Hackett. Al cabo de un momento reapareció con Elias Maundrell agarrado del cuello; indiferente a las protestas de este, lo llevó a rastras hasta la salida.
Echándome hacia atrás, me encogí y volví la cara. Poco después se oyó un portazo en la entrada.
Cuando el señor Hackett salió a la antesala con cara de pocos amigos, permanecí en la silla, con la mirada baja.
Al verme, paró en seco.
—¿A qué debo el placer de vuestra visita, señora Finche? ¿Venís a pincharme de nuevo con vuestros agudos comentarios?
—Nada más lejos —contesté, deseando estar en otra parte—. He venido para cumplir con mi parte del trato. —Destapé los dos bizcochos de miel que llevaba en la canasta—. Son para vos.
Desaparecieron las arrugas en su frente y dejó escapar una risotada antes de hundir en la canasta unos dedos tan gruesos como las mejores salchichas de un carnicero.
—Mejor será que entréis en mi despacho.
—No deseo molestaros…
—¡Tonterías!
A regañadientes, lo seguí. Mi intención era liquidar la deuda lo antes posible y marcharme.
Se dejó caer pesadamente detrás de su escritorio y señaló con el mentón la silla de las visitas.
—¿Queréis beber algo?
—Gracias, no…
—Claro que sí. —Abrió un armario junto a su mesa y sacó dos vasos y una botella de ron.
Lo observé horrorizada mientras llenaba los dos vasos y empujaba uno hacia mí. Yo nunca había bebido ron, y no me gustó el olor.
Tras beberse la mitad de un trago, Hackett extrajo una navaja del interior de su casaca y cortó dos porciones de bizcocho. Me lanzó una, y yo la atrapé torpemente.
—Como los que hacía mi vieja madre —comentó él con la boca llena—. Solo que a ella casi siempre se le quemaban. —Riendo su propio chiste, soltó una sonora carcajada y salpicó el escritorio de migas—. Y bien, pues, ¿qué os parece la casa? ¿No será demasiado pequeña y pobre para vos, Vuestra Excelencia?
—Todo lo contrario —respondí. Ciertamente no convenía contrariar a ese hombre—. Tenemos tan pocos muebles que hay espacio de sobra.
Hackett apuró el vaso y cortó otro trozo de bizcocho.
—Dios mío —dijo—, si fueseis mi esposa, no tardaría en engordarme.
Reprimiendo un estremecimiento ante la sola idea, tomé un sorbo del vaso de ron y me comí el bizcocho, con la esperanza de que compensara el efecto de esa fuerte bebida.
—Mi esposa era poca cosa. Bonita como una flor, pero demasiado delicada para sobrevivir a los rigores del parto.
—Lamento oírlo —dije educadamente.
—No lo lamentéis. Ya me había cansado de ella. —Hackett se sirvió otro vaso y blandió la botella en dirección a mí. Negué con la cabeza, a la vez que me preguntaba cuándo podría marcharme.
Hogg entró parsimoniosamente y se apoyó en la pared con las manos en los bolsillos.
—Ya he despachado a Maundrell —informó.
Hackett, en silencio, llenó otro vaso para él.
—No te habrá dado muchos problemas, supongo.
Hogg serio.
—No volverá.
—Vaya un pelele con ínfulas… —Hackett me miró—. Acabaos vuestra copa, señora Finche. ¿O debo llamaros Kate?
Para eludir su pregunta, tomé un largo trago de ron, que retuve en la boca el mayor tiempo posible, pero al final tuve que tragarlo. Aparté el vaso bruscamente.
—Me ofenderé si no bebéis otra copa conmigo —dijo Hackett con un brillo en los ojos.
—Debo irme —dije, y me puse en pie—. Tengo otro recado pendiente. —Con el estómago revuelto, me balanceé ligeramente y busqué apoyo en el borde del escritorio.
Hackett se echó a reír.
—Venid a verme en algún otro momento. ¿O preferís que os visite yo una tarde? ¿Una tarde cuando vuestro marido esté trabajando, quizá? —Abrió la puerta—. ¡Finche! —bramó.
Enseguida apareció Robert. Al verme, enarcó las cejas en un gesto de sorpresa.
—Vuestra esposa me ha hecho una visita de cortesía.
Estreché la mano al señor Hackett y salí con toda la dignidad que pude reunir.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Robert en un susurro.
—He traído unos bizcochos de miel para el señor Hackett —contesté con un ligero hipo.
—Ah. —Me miró con recelo—. ¿Has estado bebiendo?
—Ron. Me ha obligado él a tomar una copa. Robert, Elias Maundrell ha estado aquí, y ese hombre, Hogg, lo ha echado.
—¿Maundrell?
—Hackett tenía un acuerdo por la compra de ladrillos con el señor Maundrell y lo ha incumplido.
—¡Le está bien empleado!
—Pero, Robert…
—Vete a casa, Kate. —Abrió la puerta de la calle y de pronto me vi al otro lado.
Para cuando llegué a Covent Garden, me dolían los pies y la cabeza. Sabía que tenía que haberme puesto un calzado más robusto, pero, sucumbiendo a la vanidad, había considerado que las zapatillas de satén eran más adecuadas para una visita de cortesía. No obstante, con el paseo se me había ido el malestar de estómago.
Mientras caminaba a la fresca sombra de la arcada que delimitaba la plaza, me detuve en un puesto de fruta para comprar dos manzanas, a cuya elección dediqué un buen rato, hasta dar con ejemplares perfectos, teñidos totalmente de rojo escarlata. Me comí una mientras paseaba, con la esperanza de que me quitara el aliento a ron.
Desde la plaza engravada, por James Street, no había más que un paso hasta Long Acre, una ancha calle arbolada. Allí vi varias tiendas elegantes, intercaladas entre patios de carroceros y unas cuantas casas grandes con amplios jardines.
El letrero con la poma y la rosa se mecía suavemente en la brisa, suspendido de la fachada de una casa alta, con amplias ventanas a ambos lados de las columnas del pórtico, todo ello detrás de una verja.
El señor Harte debía de ser más rico de lo que yo imaginaba, reflexioné mientras subía por la refinada escalinata curva que ascendía hasta la puerta. Tiré de la argolla de hierro instalada a un lado y oí el tintineo de la campanilla a lo lejos.
—¿Sí? ¿En qué puedo ayudaros? —Abrió la puerta un joven anormalmente bajo pero de lustroso cabello negro y con una nariz de dimensiones impresionantes, y se quedó mirándome. De pronto caí en la cuenta de que no era un niño, ni siquiera un enano, sino que tenía joroba.
—¿Está la señora Harte en casa? —pregunté.
Me miró con sus ojos oscuros y redondos e intenté no reír al pensar de repente que, con su casaca de seda marrón y su chaleco de color rojizo, tenía todo el aspecto de un petirrojo.
Ladeó la cabeza.
—¿Sois la señora Finche? —No esperó la respuesta—. Sí, claro que sí. La señora de la casa os espera. Está en su salita. ¿Tendríais la bondad de seguirme?
Entré en el vestíbulo de alto techo y en el acto percibí una fragancia de una belleza intensa: un delicioso perfume de almizcle con aroma a rosas a secas y un matiz de especias, mezclado con algo que acaso fuese, pensé, verbena. Permanecí inmóvil inhalando el aire para localizar la procedencia de ese aroma, pero de pronto caí en la cuenta de que el criado había cruzado ya el suelo de baldosas rojas y empezaba a subir por la escalera de madera de roble labrada.
Me apresuré a seguirlo y aguardé en el rellano mientras él llamaba a una puerta y la abría sin aguardar respuesta.
Jane Harte, sentada junto a la ventana abierta del soleado cuartito, bordaba la funda de un cojín. Alzó la vista y me dirigió su sonrisa más dulce.
—¡Señora Finche, qué placer veros! ¿No os importará sentaros en mi salita, espero? —Se inclinó hacia delante—. Aquí estaremos cómodas, porque es un espacio menos formal que el salón. —Se volvió hacia el criado—. Jacob, ¿puedes pedirle a Ann que nos traiga el té?
Jacob agachó la cabeza y se retiró.
Me senté en una de las dos bonitas butacas venecianas tapizadas con un bordado en punto de llama que hacía sombras de tonalidades coral y crema. Revestía las paredes un damasco de un delicado color azul grisáceo y las coronaba un friso de colibríes y enredadera. En un aparador vi un recipiente de cristal con rosas blancas aromáticas.
—¡Es una habitación encantadora! —dije.
—Es mi escondrijo secreto —explicó la señora Harte—. Esta casa era del tío de mi marido, y sigue amueblada tal como él la dejó. Cuando Gabriel y yo nos casamos, prometí no cambiar nunca nada sin su consentimiento, porque él lo recuerda todo en la imaginación. Pero esta sala es mi territorio y tengo permiso para decorarla a mi antojo.
—Es una delicia —comenté. Puse la manzana que había comprado en el mercado en la mesa accesoria—. Esto es para Toby.
—¡Qué amabilidad la vuestra! Todavía habla de los mazapanes que hurtasteis para él. Lo llamaré para que os presente sus respetos.
—Será un placer para mí, señora Harte.
—¡Ah! Por favor, llámame Jane. —Me dirigió una cálida sonrisa.
—Y a mí mis amigas me llaman Kate —dije, pensando que, aparte de Nell, no tenía más amigas.
La puerta se abrió y entró con una bandeja una criada pulcramente vestida. La colocó en una mesa pequeña al lado de Jane y se marchó con el mismo sigilo con que había entrado.
—Ann es mi criada nueva —explicó Jane—, pero creo que me gustará.
—Cuando nos vimos en la fiesta del señor Hackett —dije—, no estabas muy contenta con la niñera de Toby.
—Tiene un punto de frivolidad que no me complace. —Jane suspiró mientras servía el té—. ¿Tienes hijos?
Negué con la cabeza, y ante su mirada escrutadora le abrí mi corazón.
—Pero un hijo es lo que más anhelo en este mundo. Perdí a mis padres cuando tenía ocho años y mi mayor deseo es formar mi propia familia.
—Entiendo perfectamente lo espantoso que es eso —comentó Jane—. Yo perdí a mi madre cuando tenía diez años y mi hermana once.
—¿Estás muy unida a tu hermana?
A Jane se le empañaron los ojos.
—También Eleanor murió, hace cuatro años.
La tristeza de otros tiempos invadió mi pecho, pero sentí cierto consuelo al ver que Jane comprendía realmente mi dolor.
—La pena de perder a la familia nunca desaparece, ¿verdad?
Suspiró.
—Me acordé de eso una vez más el otro día cuando una casa de Rochester Court quedó reducida a cenizas y perecieron una madre con cuatro de sus hijos.
—¡Qué horror!
—No puedo quitarme de la cabeza a los niños supervivientes. Y lo peor es que, según dicen algunos, fue un incendio provocado. —Jane cabeceó en un gesto de incredulidad—. Alguien abrió los postigos de la planta baja en plena noche y lanzó antorchas encendidas al interior.
Conmocionada, dejé la taza. El recuerdo de las nubes de humo y el calor infernal en el almacén de los Finche asaltó mi mente cuando imaginé los gritos de terror de los niños atrapados en la casa en llamas.
Parpadeé cuando el chillido repentino de un niño me arrancó de mi ensoñación.
Jane llamó por la ventana a su hijo, que estaba en el jardín.
—¡Toby! Ven a saludar a la señora Finche.
Poco después se oyeron unas ruidosas pisadas escalera arriba y la puerta se abrió de par en par.
—¡Toby! —Jane atrajo al niño hacia sí y le sacudió el barro del calzón—. ¡Mira cómo te has puesto! ¿Qué has estado haciendo?
—Estaba luchando contra los soldados holandeses. Y luego contra los franceses.
—¿Has ganado la batalla? —pregunté.
Asintió solemnemente.
—Siempre gano.
Tomé la manzana de la mesa accesoria.
—Te he traído esto.
Me dio las gracias con una sonrisa radiante.
—Vale más que vuelva al jardín, o esos condenados franceses nos invadirán otra vez.
—¡Toby! —Jane le dio un tirón del brazo—. ¿Quién te ha enseñado a decir eso?
—¿Qué? —El niño miró a su madre con una expresión de inocencia en los ojos verdes.
—Eso que has dicho de los franceses.
—Según Jacob, si les das la mano, te cogen el brazo. Los malditos franceses fueron los culpables del Gran Incendio, dice Jacob.
—Eso no lo sabemos con certeza, Toby. Ahora vete a jugar.
—Sí, mamá. —Me sonrió mientras se frotaba la manzana en la manga—. ¿Volveréis?
—Quizá la próxima vez vengas tú a visitarme.
Dio un bocado a la manzana.
—Llevaré mi aro y os dejaré jugar con él. Mejor será que vaya a ver si los condenados… —Miró de reojo a su madre—. Iré a asegurarme de que esos malvados franchutes no están trepando por la tapia del jardín.
Sonreí a Jane cuando Toby salió a toda prisa de la salita.
—Cómo te envidio —dije—. Es un encanto.
—Ese niño pasa demasiado tiempo con Jacob Samuels —comentó—. Sé que Gabriel considera a Jacob el más leal de los criados, pero su influencia en Toby no es siempre la que yo desearía. —Jane suspiró—. ¡En fin! Me ha dicho Gabriel que tienes una casa nueva.
—El señor Hackett nos ofreció la oportunidad de alquilar una de las casas construidas por él.
—¿No sentirá quizá remordimientos por el bochorno que os causó?
—Robert dijo que el señor Hackett prefiere alquilar la casa a arriesgarse a que la ocupe chusma desamparada. Además, la casa contigua aún no está acabada y hay mucho ruido y polvo, lo cual podría disuadir a cualquier posible comprador.
—Pero qué gran satisfacción tener una casa nueva y bonita.
Desconsideradamente, recordé la profunda grieta en la despensa por donde entraban las ratas. Me reí.
—Ahora mismo se oye el eco por toda la casa de tan pocos muebles como tenemos.
—Pero ahora tienes la oportunidad de elegirlo todo a vuestro gusto.
Me encogí de hombros.
—Con el tiempo, quizá. Estamos ahorrando todo lo que podemos para ayudar a los padres de Robert.
Jane se mordió el labio.
—Hay una mesa y seis sillas que el tío Gabriel arrinconó en el desván. Son antiguas pero están bien hechas y quizá te sirvan. Puedo ocuparme de que te las entreguen.
Encogí los dedos de los pies de vergüenza.
—Me temo que no puedo ofrecerme a comprarlas. Es que los padres de Robert, hazte cargo…
—El único pago que te pido es una invitación a cenar una noche para ver que se les da buen uso. —Jane sonrió. Le devolví la sonrisa, emocionada ante la perspectiva.
—Siendo así, las recibiré muy agradecida y esperaré con impaciencia esa cena en compañía vuestra —dije.
—Y le diré a Gabriel que lleve el violín y la flauta para entretenernos después de la cena —añadió.
Cuando llegó la hora de irme, Jane preguntó:
—¿Quieres que compruebe si Gabriel tiene alguna visita?
Bajamos al vestíbulo, y Jane llamó a una puerta y esperó mientras yo buscaba de nuevo la procedencia del almizcleño perfume a rosas.
Jacob Samuels abrió la puerta.
—¿Sí? —dijo.
—¿Está ocupado mi marido, Jacob?
Sin sonreír, Jacob contestó:
—No querría importunarlo. —La puerta empezó a cerrarse, pero se oyeron unas pisadas y de pronto se abrió de par en par.
—Gracias, Jacob —dijo Gabriel Harte. Me tendió la mano—. Señora Finche, bienvenida a la Casa del Perfume.
—¿Podemos pasar? —preguntó Jane.
—Sería una decepción para mí si no entrarais —contestó él.
Lo primero que percibí en la sala fue el tenue pero delicioso perfume. Indefinible, era una mezcla de un sinfín de flores, pero con notas subyacentes de cítricos, especias y el olor verde y fresco de las hierbas aromáticas. La luz entraba a raudales por la alta ventana con vistas a la calle y madera de roble de color miel revestía las paredes. Había sillas de respaldo alto dispuestas en torno a una mesa con la superficie de cristal, todo ello sobre una sedosa alfombra persa. A través de otra puerta entornada, alcancé a ver el brillo de los frascos de cristal en el taller en penumbra.
—Este es el Salón del Perfume, donde Gabriel recibe a sus clientas —explicó Jane—. Las damas de la alta sociedad vienen de visita y toman un té mientras hacen sus compras.
El señor Harte abrió las dos puertas de un armario con un floreo y me acerqué a mirar los estantes forrados de seda que contenían diversos frascos decorativos de perfume, todos con cintas de raso.
Jane me condujo hasta los estantes que cubrían una de las paredes, atestados de velas aromáticas, bolsitas de encaje y pomadas.
—Qué tentador —dije, rebosante de anhelo—. De hecho, me gustaría comprar este tarro de cera de abeja con lavanda. El revestimiento de madera de nuestro salón es muy nuevo y he decidido abrillantarlo cada semana hasta que se suavice.
El señor Harte me dio un precio que consideré muy razonable.
—No he podido sino notar la deliciosa fragancia que me ha recibido en el vestíbulo —comenté mientras contaba las monedas y las colocaba en la mesa.
—Eso debe de ser el tarro dulce. —Gabriel Harte sonrió—. U olla podrida, como también se lo conoce. Recogemos flores del jardín, desde principios de la primavera, y las cubrimos de sal en una olla con la tapa perforada. Cuando las flores han fermentado un poco, añadimos rosas, bálsamo de limón y lavanda a lo largo del verano.
—¡Ya me parecía a mí detectar el bálsamo de limón!
—Tenéis buen olfato —elogió el señor Harte—. Y en otoño añadimos especias y raíz de orris molida. Ahora el olor es dulzón, pero en invierno, cuando colocamos el tarro cerca del fuego, es cuando de verdad disfrutamos del perfume.
—Lo probaré —dije—, aunque antes tendré que cultivar el jardín. Nos hemos trasladado a una casa nueva en Ironmonger’s Lane y de momento solo hay un pequeño pedazo de tierra salpicado de ladrillos y clavos herrumbrosos.
—Te llevaré unos esquejes de nuestro jardín —prometió Jane.
—Has sido ya la amabilidad en persona —dije—, y debo marcharme antes de abusar de vuestra hospitalidad.
El señor Harte cerró su armario de delicias fragantes y luego me tendió una vela con una cinta rosa.
—Un regalo para vos. Perfumará con olor a nardo vuestro nuevo hogar.
Me despedí y salí de la Casa del Perfume, rebosante de júbilo. No había tenido muchas amigas en la vida; la tía Mercy no me había dejado, pero tenía la absoluta certeza de que Jane sería la amiga que yo siempre había anhelado.