Capítulo 27
Toby y yo esperábamos en el vestíbulo cuando Jacob llegó de la botica. Tenía enrojecida su enorme nariz y los ojos llorosos por el catarro.
—La señora Finche y yo vamos a salir con mi padre —informó Toby, dándose importancia—. Vamos a ayudarlo a hacer una entrega en Wood Street.
—¡Pero siempre acompaño yo a vuestro padre en las entregas! —Jacob me lanzó una mirada misteriosamente malévola, pero antes de que yo pudiera hablar, oímos los pasos de Gabriel.
Me calcé los guantes nuevos, notando la caricia de aquella piel sedosa y el perfume embriagador que despedían. Jane me había prestado su capa de terciopelo, y me puse la capucha para ocultar mi rostro. Tal vez Hackett me daba por muerta y enterrada, pero no estaba dispuesta a correr riesgos absurdos. Sentía una intensa emoción ante la perspectiva de salir, unida a cierta inquietud ante la posibilidad de que Hackett rondara también por las calles.
Gabriel llevaba el bastón de empuñadura de plata en una mano y una pequeña caja atada con una cinta y colgada de un dedo en la otra.
—Tenemos que hacer una entrega en Wood Street, ¿verdad, señor? —preguntó Jacob.
—Hoy tú no vienes, Jacob —contestó Gabriel—. Será mejor que te quedes aquí bien abrigado.
—Pero…
—¡Insisto!
Gabriel me ofreció el brazo.
—Señora Finche, ¿nos vamos?
Un destello asomó a los ojos de Jacob, pero de pronto soltó un estornudo explosivo. Enlacé mi brazo con el de Gabriel, deseosa de iniciar nuestra excursión.
Me escocían las mejillas a causa del aire gélido, pero, a pesar del frío de noviembre, el sol lucía y me invadía una maravillosa sensación de bienestar.
Gabriel hacía oscilar el largo bastón de un lado a otro ante nosotros mientras atajábamos hacia Covent Garden y Bow Street y luego avanzábamos por el Strand, un hervidero de vendedores ambulantes, carretas y carruajes. Toby brincaba por delante de nosotros, con Sombra a su lado. Me sorprendía el aplomo con que Gabriel se desenvolvía en las calles y no pude por menos que comentarlo.
—El tío Silas me enseñó la importancia de ser independiente.
—¿Siempre vivisteis con él? —Me eché a trotar en un intento de seguirle el paso a Gabriel, que avanzaba a largas zancadas.
—Ni mucho menos. Mi madre murió cuando yo era pequeño, pero mi padre volvió a casarse.
—¡Toby! —llamé—. ¡No te adelantes mucho!
—¡De acuerdo! —respondió, levantando la voz por encima del hombro.
—¿Sentíais aprecio por vuestra madrastra?
Gabriel dejó escapar un suspiro.
—El matrimonio de mi padre fue una especie de confuso apaño, y al cabo de no mucho tiempo ella se fugó con un tahúr amigo de mi padre. Para él, creo, fue un alivio, porque, aficionado como era al vino y a las mujeres, no le atraía sentar la cabeza. Yo no era la clase de hijo que él se esperaba, un niño tan serio e interesado en los libros. Y poco después de dejar atrás la infancia, empezó a fallarme la vista.
—Debió de ser terrible para vos.
—Creía que se me acababa el mundo. Mi padre vio en mi inminente ceguera una prueba más de su decepción conmigo y me mandó a vivir con su hermano ciego. Que el ciego guíe al ciego, así fue cómo lo describió.
—¡Qué crueldad! —Sentí crecer la indignación en mi pecho. Me dolía imaginar al niño solitario que había sido Gabriel. Me asaltó un repentino sentimiento de afinidad con él, ya que entendía muy bien lo aterrador que era para un niño no ser amado.
—Fue lo mejor que podía ocurrirme —contestó Gabriel—. Al final, mi tío fue para mí un padre como no lo había sido mi verdadero padre. En cuanto dejé de despotricar y quejarme por la injusticia de que Dios me hubiera infligido unas circunstancias tan penosas, desarrollé una estrecha amistad con el tío Silas.
—¿Y él os ayudó a aceptar vuestra ceguera?
—Me enseñó a abrir mis otros sentidos y aprovecharlos plenamente; aprendí a oír los susurros de las enaguas de seda cuando una dama elige sus velas perfumadas, a percibir el olor de un gato cuando pasa sigilosamente y a sentir la textura arenosa del azúcar molido en un bizcocho recién hecho. Antes nunca me habría fijado en esas cosas. Y, claro está, el tío Silas me enseñó todo lo que sé sobre la elaboración de perfumes. —Aflojando la marcha, me sujetó el brazo con firmeza al pasar un jinete al trote.
Mientras escuchaba su relato, sentía en el costado el calor que irradiaba su cadera y la cabeza me daba vueltas por el perfume de los guantes impregnado en el aire que respiraba. Por el júbilo de estar al aire libre en compañía tan grata, la euforia me corría por las venas.
—El tío Silas se formó como perfumista en París y allí amasó su fortuna. Cuando le falló la vista por completo, volvió a Londres. Compró una de las casas construidas no hacía mucho en Long Acre por el duque de Bedford y así nació la Casa del Perfume. Y yo, como heredero suyo, he podido continuar y desarrollar su labor. —Sonrió—. Me encantaría que Toby siguiera con el negocio.
—¿La pérdida de la vista no fue, pues, una desgracia tan atroz como podría haber sido?
—Ni mucho menos. Solo que… —Suspiró—. Ojalá pudiera ver la cara de mi hijo.
—¿Os mirasteis alguna vez en el espejo de niño? —pregunté—. Si os acordáis de vuestro rostro, tendréis el retrato de Toby.
Sonrió.
—Pero me complace decir que Toby es un niño más feliz de lo que fui yo.
—Porque sus padres lo quieren, y él lo sabe y se siente seguro.
—Y ahora os tiene también a vos —añadió Gabriel—. Es un niño afortunado.
No encontré palabras para responder a eso.
Llegamos a Fleet Street y, no mucho después, al lugar que marcaba el límite del Gran Incendio.
—Ahora me tendréis que guiar —dijo Gabriel, y se agarró firmemente de mi brazo—. En la nueva ciudad no me oriento.
—Es extraño —comenté—. Si vuelvo la vista atrás, Fleet Street y el Strand, Essex House, Arundel House y Chancery Lane, todo ello parece igual que siempre. Pero por este otro lado —me volví—, veo el nuevo tramo de Fleet Street y Ludgate Hill y los escombros de San Pablo.
—Yo aún veo la ciudad tal como era en mi cabeza —dijo Gabriel a la vez que cerraba los ojos.
Al cabo de un rato llegamos a la rambla, y Gabriel esperó mientras Toby, Sombra y yo corríamos por la orilla viendo mecerse nuestras naves de papel corriente abajo en el agua salobre. Mi barquito se quedó atrapado entre una maraña de juncos, y Toby dio saltos de alegría al ver que ganaba la carrera.
—Iré a buscar vuestro barquito —se ofreció. Bajó con dificultad por el terraplén y resbaló en el barro maloliente.
Lanzó un chillido, y yo me abalancé al frente y lo agarré del abrigo antes de que cayera al agua. Lo llevé a rastras hasta un lugar seguro y lo estreché contra mi pecho. El olor a suciedad del agua me recordó mi horrible experiencia bajo el puente de Londres.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Gabriel alzando la voz.
—Toby ha resbalado, pero ya lo tengo a salvo —contesté. El pelo del niño, ligero como vilanos de cardo, me acarició la mejilla mientras permanecía aferrado a mí, y un repentino amor por él invadió mi corazón—. Tu madre nunca me lo perdonaría si hubiese permitido que te cayeras —dije con el corazón acelerado mientras le sacudía el barro del calzón.
Pasó un carromato tirado por un enorme percherón y levantó una nube de polvo. El olor a caballo permaneció en el aire aún largo rato cuando el chacoloteo de los cascos quedó ahogado por el roce de las palas y el vocerío y los silbidos de los hombres que trabajaban en una obra cercana.
—La ciudad vuelve a despertar —comentó Gabriel—. Dentro de poco habrá tanto ajetreo como antes.
—San Pablo está a nuestra derecha —dije, echando un vistazo a las ruinas—, y nos acercamos a Cheapside.
—¿Y Wood Street es la tercera a la izquierda? Aún conservo mi propio plano en la cabeza, pero antes me guiaban las campanas de las iglesias, los gritos procedentes de los puestos del mercado o el olor de la tinta de las imprentas en los alrededores de San Pablo. Todos esos pequeños recordatorios de mi ubicación han cambiado.
Me entristeció su expresión de desánimo.
—En ese caso debemos venir a menudo para rehacer vuestro plano de olores y sonidos y ayudaros a volver a orientaros.
—Tardé muchos años en aprender a caminar con seguridad por la ciudad. —Hablaba en voz baja, y percibí un tono de desaliento.
—No será tan difícil como la primera vez —dije, consciente de pronto de que la pérdida de Gabriel a causa del incendio era, en diversos sentidos, mucho mayor que la mía—. Toby y yo os acompañaremos con gusto.
—Me encantaría.
—No sé si también le encantaría a Jacob —comenté, recordando los celos que traslucía su mirada cuando nos marchamos sin él—. Le gusta teneros para él solo.
Gabriel esbozó una sonrisa irónica.
—Jacob es mi criado leal y de confianza, pero a veces su atenta devoción resulta un poco opresiva. ¡Vamos, hasta me elige la ropa!
—Siempre vestís con tal elegancia, luciendo exquisitas telas y texturas que complementan a la perfección vuestro color de pelo y de tez, que daba por supuesto que era Jane quien os ayudaba a seleccionar vuestro vestuario.
Negó con la cabeza.
—A Jane la moda le trae sin cuidado, pero Jacob se toma como una cuestión de orgullo permitir que yo salga de casa si no voy a la última moda. Él personalmente tiene mucho interés en esas cosas. —Sonrió—. No me atrevería a defraudar las grandes expectativas que tiene puestas en mí.
—¿Hace mucho que es criado vuestro?
—Trece años. Él contaba solo catorce cuando lo encontré. Su padre era orfebre y creía que la espalda contrahecha de Jacob se debía al hecho de que su madre era gentil. —Gabriel hablaba con voz tensa—. Sé cómo se siente uno cuando lo rechaza su padre por algo de lo que no es culpable, y por eso me lo llevé a casa conmigo.
Otro desamparado, como yo y Sombra, pensé.
Nos detuvimos en la esquina de Wood Street para dejar paso a un carruaje, y vi que eran ya muchas las casas terminadas. Gabriel se detuvo y aguzó el oído.
—Hay niños jugando —dijo—, y huelo pan en el horno… —Olfateó el aire—. Cerdo asado. Es bueno saber que hay familias que insuflan nueva vida a la ciudad. Kate… —Se mordió el labio—. Señora Finche, decidme cómo son las casas para que pueda representármelas.
Me sonrojé por su desliz, pero me complació que pensara en mí como Kate.
—Son casas de ladrillo de cuatro plantas, con magníficos ventanales y sin voladizos.
Gabriel movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—El estilo se atiene a la Ley de Reconstrucción a fin de reducir la amenaza de que el fuego pase de una casa a otra. Eso me recuerda que ya es hora de que haga una visita a la obra de nuestro amigo Hackett en Rochester Court para que me informe de sus avances.
—Me estremezco con solo oír su nombre —comenté—. ¿Cuántas familias sufrirán por vivir en sus casas mal construidas?
—Yo, sin ir más lejos, no pienso aceptar una calidad deficiente en la construcción —declaró Gabriel—. No cuando están en juego las vidas de las personas y mis inversiones. Jacob me acompañará y será mis ojos. Al menor indicio de malas prácticas, me pondré en contacto con los otros inversores de Hackett.
—Señor Harte, ¿qué casa visitáis hoy?
—Es la novena a la derecha.
—Entonces debemos cruzar por aquí. Está al lado de un solar.
Llamé a Sombra y cogí a Toby de la mano para cruzar la calle.
—Esperaremos mientras entregáis vuestro paquete —dije—. Tenéis la puerta justo enfrente y hay dos peldaños. —Deseé guiarlo yo misma hasta la puerta, pero supe que no me lo permitiría.
Con cuidado, Gabriel hizo oscilar el bastón ante sí hasta localizar el primer escalón. Al cabo de un momento, una criada abrió la puerta y él entró.
Toby y yo, ateridos de frío, esperamos en el límite del descampado. Toby se abrazó a mí en busca de calor, y yo, sonriéndole, le acaricié el pelo. De pronto Sombra levantó las orejas. Emitió un profundo gruñido gutural y salió disparado por el solar detrás de un gato.
—¡Sombra! —llamé, pero, absorto en la persecución, no atendió mi orden.
Toby me soltó la mano y corrió en pos de él.
Tras exhalar un suspiro, los seguí. El terreno, lleno de hondonadas y socavones, estaba salpicado de pedruscos y vigas calcinadas. Mientras avanzaba a trompicones, las faldas se me prendían en las zarzas y los zapatos se me ensuciaban de polvo arenoso.
El gato había desaparecido, pero Sombra corría en círculos ladrando de excitación y Toby intentaba darle alcance.
Finalmente atrapé a Toby y llamé a Sombra.
—Debemos volver —dije—. Tu padre se preocupará.
—Pero si ya viene a buscarnos —advirtió Toby, y señaló hacia la calle.
Gabriel avanzaba con paso vacilante por el escabroso terreno, tanteando el camino con el bastón.
Sombra fue a recibirlo. Después de recorrer la mitad de la distancia, se detuvo, eligió una ruta distinta hacia Gabriel y se paró a su lado.
Gabriel se agachó y le dio unas palmadas en la cabeza antes de volver a ponerse en marcha hacia nosotros.
Al cabo de un momento, Sombra empezó a actuar de manera extraña. Se sentó delante de Gabriel, y cada vez que este intentaba apartarlo de un empujón o circundarlo, Sombra le cortaba el paso.
—¿Qué le pasa a este condenado perro? —exclamó Gabriel mientras nos acercábamos—. Me he orientado por el sonido de vuestras voces, pero Sombra no me deja seguir adelante.
Me dirigí a toda prisa hacia él con Toby fuertemente cogido de mi mano. De repente, a pocos metros, paré en seco.
—¡Cuidado, Toby! —Avancé otro par de pasos y examiné el terreno—. ¡Quedaos donde estáis, señor Harte! ¡No os mováis!
—¿Qué pasa?
Contemplé el profundo hoyo en el suelo.
—Hay un pozo sin tapar justo delante de vos. Sombra pretendía evitar que os cayerais en él. Gabriel ahogó una maldición. Toby echó una piedra al pozo, y me estremecí cuando la oí caer en las profundidades del agua.
Con cuidado, rodeé el peligro con Toby y sujeté a Gabriel del brazo firmemente. Cerré los ojos por un momento al imaginarlo quebrantado y sangrante al fondo del pozo.
—Estáis temblando —observó Gabriel.
—Sombra es muy listo, ¿verdad? —dijo Toby.
—Un ejemplar único en la especie canina —convino su padre—. Pero quizá en el futuro deberíamos llevarlo atado. No queremos que lo atropelle un coche si se escapa, ¿a que no?
Toby se agachó y rodeó el cuello de Sombra con los brazos. Como para dar mayor peso al comentario de Gabriel, en ese momento apareció un carruaje bamboleante a una velocidad temeraria en medio de un atronador ruido de cascos, los caballos con la testa al frente. Fue entonces cuando se me ocurrió un nuevo método para ayudar a Gabriel a recuperar su independencia.
—Volvamos ya a casa, no vayamos a morirnos de frío —propuso Gabriel, y me ofreció el brazo.
Con Toby bien cogido de la mano, fui describiendo lo que veía. Gabriel contaba nuestros pasos y jugaba a ello con Toby, mientras yo bullía de agitación pensando en las ventajas y desventajas de mi insólita idea.