Capítulo 28
Al día siguiente Jane guardó cama y mandó a Jacob en busca del médico. Estuvieron encerrados en su alcoba durante casi una hora. Yo esperé en mi habitación, al otro lado del pasillo, con la puerta entreabierta, mirando a Toby y Jacob, que jugaban a soldados abajo en el jardín. Oí a Jane lanzar un grito de angustia, y llevándome la mano al corazón, me volví. Tras cruzar sigilosamente el pasillo, me detuve ante su puerta, pensando en llamar para ver si necesitaba algo. Pero oí al médico hablarle con tono tranquilizador y me retiré a mi habitación.
En cuanto el médico se marchó, fui a verla.
—Me ha parecido oír que llamabas —dije, viendo que se tiraba nerviosamente del cuello del camisón con los dedos.
—No era nada —contestó, y eludió mi mirada.
—Jane, ¿puedo hacer algo por ti?
—Nadie puede hacer nada. —Le temblaban los labios—. Tengo que pensar…
Miré sus ojos enrojecidos, pero me abstuve de seguir interrogándola.
—Kate, necesito estar a solas un rato. A pesar de la escarcha, luce el sol y hace un día magnífico —dijo con una sonrisa vacilante—. ¿Por qué no lleváis Gabriel y tú a Toby a dar una vuelta por el parque de St James?
Harta de mi encierro, no hizo falta que insistiera. Bajé por la escalera a toda prisa y me detuve en el vestíbulo con olor a rosas. Tenía la mano en alto, dispuesta a llamar a la puerta del Salón del Perfume, cuando oí un murmullo de voces femeninas y agudas risas intercaladas. Vacilé. Gabriel estaba atendiendo a unas clientas, y no podía interrumpirlo para pedirle que nos acompañara a dar un paseo por el parque.
Toby llamó desde el piso de arriba.
—¿Nos vamos ya, señora Finche? —Me miraba por encima de la balaustrada con tal expresión de impaciencia en su pequeño rostro que no soporté la idea de defraudarlo. Al fin y al cabo, razoné, no corría ningún riesgo porque nos dirigiríamos hacia el oeste, en tanto que Hackett tenía la oficina en Holborn y sus casas en construcción se hallaban en el este.
Poco después me cubrí la cara con la capucha de la capa, por si acaso, y Toby, Sombra y yo nos pusimos en marcha.
Pasadas unas dos horas, tonificada por el aire frío y estimulante, entramos atropelladamente en el vestíbulo en medio de un ruidoso parloteo. Toby y Sombra, que gruñía, jugaban al tira y afloja con mi bufanda, y yo, riéndome, intentaba impedir que la dejaran hecha jirones.
La puerta del Salón del Perfume se abrió y apareció Gabriel.
—Con semejante alboroto, he pensado que debían de estar llegando los franceses para asesinarnos en nuestras camas —comentó.
—¡Sombra es muy travieso! ¡No me da la bufanda de la señora Finche! —exclamó Toby. Gabriel se detuvo junto a Sombra y apoyó una mano en sus cuartos traseros.
—¡Sentado, Sombra! —dijo con voz firme.
Sombra se sentó.
—¡Suelta!
A regañadientes, Sombra soltó la bufanda que sujetaba con los dientes sobre los zapatos inmaculadamente abrillantados de Gabriel.
Gabriel la recogió y me la entregó con una exagerada reverencia. Sus manos cálidas rozaron por un instante las mías, heladas, y sentí un hormigueo aún mayor.
—Desprendéis un exquisito olor a escarcha y aire fresco —dijo.
—Gracias, amable caballero —contesté con una genuflexión.
Toby, dejando escapar un chillido de júbilo, se abrazó a las rodillas de su padre.
—¿Qué es todo este jaleo? —preguntó desde el piso de arriba una voz trémula.
Al volver la cabeza, vi a Jane, todavía en camisón, aferrada con mano temblorosa al poste de la balaustrada, su pelo desgreñado sobre los hombros.
—Disculpa si te hemos molestado con nuestro jolgorio —dije, preocupada de pronto por la tonalidad cenicienta de su rostro.
—¿Es mucho pedir que se me permita descansar sin que me molesten? Un poco de consideración no estaría de más, Kate.
Me quedé mirándola, atónita. Jane nunca antes me había hablado con esa aspereza.
—Lo siento mucho —farfullé—. Me llevaré a Toby a comer a la cocina y lo mantendré ocupado mientras tú descansas.
—¡No! Toby vendrá a hacerme compañía después del almuerzo. Esta tarde no te necesitaremos. —Me habló con la misma frialdad que si yo fuese una sirvienta que la había disgustado.
—Muy bien. —¿Debía llamarla «señora Harte»? Al fin y al cabo, a pesar de que siempre me había tratado como a una amiga, ¿quién era yo, si no la niñera de su hijo? Confusa y entristecida, cogí a Toby de la mano—. ¿Vamos a por tu comida, jovencito?
El niño lanzó miradas de incertidumbre, primero a su madre y luego a su padre, que permaneció impasible.
Tiré con delicadeza de la mano de Toby.
—Vamos ya —dije—. Dentro de un ratito estarás con tu madre.
Cuando Toby acabó de comer, me aseguré de que tenía la cara y las manos limpias; luego escribí las primeras letras del alfabeto en su pizarra.
—Hoy tu madre está cansada, así que debes quedarte callado junto a ella y practicar las letras —dije a la vez que le entregaba la pizarra.
Asintió, mirándome con un a expresión de inquietud en los ojos verdes, y deslizó su mano en la mía.
Subimos a la alcoba de Jane y llamé a la puerta. Esperamos hasta que nos invitó a entrar con su débil voz.
Jane estaba recostada en unas cuantas almohadas con el pelo enmarañado. Vi que tenía los ojos hinchados de llorar.
—¿Quieres que te haga un masaje en las sienes con aceite de lavanda? —pregunté, muy preocupada por ella.
—No. Y esta tarde no te necesitaré. —No me miró pero tendió los brazos hacia su hijo—. Toby, cariño, ven a sentarte en la cama conmigo.
Toby me lanzó una mirada, y yo lo animé con un gesto de asentimiento, procurando no exteriorizar mi desazón por el tono quejumbroso de su voz.
Toby se acercó despacio a su madre, y yo cerré la puerta cuidadosamente al salir con la sensación de haberme tragado una piedra.
Sin Toby, no sabía qué hacer y, con tanto tiempo por delante, no podía por menos que dar vueltas a las desconsideradas palabras de Jane. ¿Y si se volvía contra mí para siempre? La Casa del Perfume se había convertido en mi refugio, y si Jane me echaba, ¿qué sería de mí? Sentada en mi alcoba, acortaba el dobladillo de una falda negra que ella me había dado unos días antes. Estaba ya muy harta de llevar luto, pero esa tarde el negro se acomodaba a mi ánimo.
Al cabo de un rato, fui en busca de la señora Jenks y la encontré sentada a la mesa de la cocina, de charla con Ann, que zurcía una pila de ropa.
—¿Estorbaría si hiciera una tarta? —pregunté.
—¡Qué va, por Dios! —La señora Jenks me sonrió y unas arrugas se dibujaron en las comisuras de sus ojos—. Ya hemos recogido los platos de la comida y no hemos empezado aún con la cena. —Apoyándose en la mesa, se levantó y se alisó el delantal blanco y almidonado que cubría su cuerpo orondo—. Permitidme que os enseñe dónde está todo. ¡Quién iba a decir que una refinada dama como vos prepararía una tarta!
En la cocina hacía una temperatura agradable y se estaba a gusto. Mientras amasaba pan de jengibre en un extremo de la mesa, las dos mujeres charlaban, recordándome la cocina de mi infancia, el único lugar seguro en casa de la tía Mercy. Mientras se hacía el pan de jengibre, me senté en la mecedora junto a la lumbre, escuchando la cháchara de cocina y procurando hacer caso omiso de la triste sensación de vacío que sentía en el estómago. ¿Qué había hecho yo para molestar tanto a Jane?
El fragante aroma a jengibre flotaba en la cocina, y cuando dejé el pan de jengibre a enfriar en el trébede, la señora Jenks hincó con delicadeza un dedo regordete.
—A mí esto me parece un trabajo bien hecho —dictaminó—. En cuanto lo huela, el señorito Toby se presentará aquí en menos que canta un gallo.
Ann, tan pulcra como siempre con su cofia limpia, cerró los ojos y olfateó los efluvios que se elevaban del pan.
—Huele igual que el pan de jengibre de mi madre.
El pan apenas se había enfriado cuando oí las ruidosas pisadas de Toby por el pasillo.
La señora Jenks me dirigió un gesto.
—¿Qué os he dicho? Al cabo de dos minutos, Toby estaba sentado a la mesa con una sonrisa mientras yo cortaba el pan de jengibre.
—¿Tu madre se siente mejor? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—A veces me aprieta demasiado cuando me abraza —dijo con la boca llena de pan.
No me pareció bien preguntarle si ella le había dicho la razón de su enfado conmigo y no pude darle más vueltas al asunto porque apareció Gabriel.
—Percibo un aroma delicioso en el aire —dijo—. ¿Es pan de jengibre?
—La señora Finche lo ha preparado especialmente para mí, papá —prorrumpió Toby.
—¿Os apetece un trozo, señor Harte? —pregunté.
—Posiblemente dos. —Sonrió.
A Toby se le cayeron unas migas y Sombra se abalanzó sobre ellas como una flecha para lamerlas.
—Cualquiera diría que ese perro pasa hambre —comentó la señora Jenks— en lugar de llevar una vida regalada en mi cocina. ¡Vaya si es listo! Lástima que no podamos encontrarle una utilidad.
—Un pan de jengibre delicioso, señora Finche —dijo Gabriel a la vez que se relamía—. Ahora siempre me acordaré de vos cuando perciba aroma a jengibre y nuez moscada. Toby, ¿por qué no le llevas un trozo a tu madre?
Le di las gracias a la señora Jenks por dejarme usar su cocina y salí con Gabriel al pasillo, donde esperé con él mientras Toby, llevando con cuidado el pan de jengibre, subía por la escalera y entraba en la alcoba de su madre.
En cuanto se cerró la puerta, Gabriel dijo:
—No os enfadéis con Jane, por favor.
—No estoy enfadada —respondí—. Solo desconcertada. ¿Qué he hecho yo para disgustarla tanto?
—Creo que os ha hablado con aspereza a causa del dolor.
—Pero tiene dolores a menudo y nunca me había tratado con brusquedad.
—Tal vez hoy esté peor que de costumbre. —Suspiró—. Percibo el malestar en su voz, y cuanto más le pregunto qué puedo hacer para ayudarla, más distancia pone entre nosotros. Cada vez es mayor mi impresión de que no tenemos nada en común, excepto Toby, e incluso eso… —Su voz se apagó gradualmente.
—Lamento oírlo. —Si Jane se negaba a hablar del asunto con su marido, quizá yo no debía preocuparme tanto por ser blanco de su irritación.
A la mañana siguiente me detuve en la puerta del comedor cuando vi a Jane sentada a la mesa del desayuno con Gabriel y Toby.
Al levantar la vista, me vio vacilar en el umbral de la puerta. Tenía profundas ojeras y las mejillas blancas como el papel, pero habló con voz serena.
—Pasa, Kate.
Di los buenos días a Gabriel, devolví la sonrisa a Toby y ocupé mi sitio habitual.
—¿Estás un poco mejor? —me atreví a preguntar.
Ella asintió, sin llegar a mirarme a los ojos.
—Hoy Jacob se llevará a Toby a dar su paseo. ¿Me harás compañía un rato?
—Será un placer —contesté.
La escarcha había dibujado delicadas flores de encaje en el interior de las ventanas de la salita de Jane mientras, acurrucadas en torno al fuego, intentábamos calentarnos.
Jane dejó el bordado, una meticulosa labor en apagados tonos verdes, azules y rosa.
—¿Kate? —dijo—. Ayer estuve desconsiderada contigo sin motivo alguno.
Esperé, sin saber muy bien qué responder.
—Sentía tal desánimo que cuando os vi a Toby y a ti entrar después de vuestro paseo, tan sonrojados y exultantes de salud, deseé con toda mi alma ser yo, no tú, quien se riera con Toby y Gabriel —explicó—. No resisto que Toby pueda pensar que no lo quiero porque ya no nos divertimos juntos. Sentí celos y rabia, pero no debería haberte hablado de esa manera.
—Siento que eso te molestara —dije con cautela—. Pero nadie podrá ocupar nunca tu lugar en el corazón de Toby.
—Quizá no.
Tenía tal expresión de angustia que olvidé mi propia desdicha.
—Jane, de verdad, no pretendo apropiarme del afecto de tu hijo.
—Pero sí le quieres, ¿no es así? Lo veo en tus ojos.
Asentí.
—Sabes lo mucho que deseaba un hijo. La muerte de Robert y mis circunstancias actuales me lo han negado. Es difícil aceptarlo… —Se me quebró la voz y tragué saliva antes de poder seguir—. Me cuesta aceptar que nunca tendré mis propios hijos. He llegado a querer a Toby, y creo que él me devuelve ese afecto. Pero tú, incuestionablemente, eres su querida madre. A lo máximo que yo puedo aspirar —dije con tono sombrío— es a que se me considere una tía honoraria.
Jane tendió el brazo, me cogió la mano y se la llevó a la mejilla pálida.
—Toby no podría desear una tía mejor que tú, Kate.
—¿No deberías pedir la opinión de otro médico acerca de tus jaquecas?
Fijó la mirada por un momento en las flores de escarcha en el cristal de la ventana.
—No son solo las jaquecas —respondió—. Creo que quizá estas se deban al miedo que siento. Me acuerdo de mi querida hermana, Eleanor, y me preocupo…
—Pero tú no eres Eleanor —dije—. Procura no preocuparte y quizá así desaparezcan las jaquecas. Y te prometo que… —le di un apretón a su mano fría— mi única intención es ayudarte a cuidar de Toby y hacerle feliz hasta que tú te recuperes.
—Gracias, Kate. Significa más para mí de lo que imaginas que te ocupes de él por mí con tanto afecto incluso cuando yo no estoy con él. Quiero que se sienta siempre seguro. —Suspiró y se recostó en la butaca con los ojos cerrados. La tensión empezó a disiparse en su cara y al final, tras un ligero temblor de párpados, la venció el sueño. Su mano se relajó en la mía.
Escuché su respiración mientras dormía y me dio pena.
Después, esa misma tarde, cuando pasaba por el vestíbulo, oí la voz grave de Gabriel mezclarse con los tonos más agudos de un grupo de visitantes femeninas en el Salón del Perfume. Me detuve a escuchar y de pronto la puerta se abrió y retrocedí.
Jacob y yo nos miramos por un momento y alcancé a ver nuestros reflejos en el espejo colgado encima de la repisa de la chimenea: yo con una mano ante el pecho y la boca abierta en actitud de sorpresa; Jacob con su larga nariz y una expresión de recelo en los ojos brillantes y negros. Me cerró la puerta en la cara. Con las mejillas encendidas de vergüenza, fui a buscar a Sombra y me lo llevé a la caballeriza.
Jem, el mozo, barría el patio, y me miró con curiosidad cuando me acerqué.
—Buenas tardes, Jem —dije—. Me pregunto si podrías ayudarme.
Jem apoyó las manos en la escoba y escuchó atentamente mientras le explicaba lo que quería. Cuando terminé, se rascó la cabeza.
—Bueno, supongo que puedo hacerlo —dijo—. Aunque eso sí, nunca he oído nada semejante. —Lanzó una mirada de incertidumbre a Sombra, que olfateaba la pila de estiércol. De pronto se dibujó una sonrisa en su rostro curtido—. Veré qué puedo hacer, señora. Venid a verme mañana por la tarde.
—Gracias, eso haré. ¡No digas una sola palabra a nadie!
Mientras colgaba mi capa en el vestíbulo, oí la voz aguda e infantil de Toby procedente del Salón del Perfume. Las visitas debían de haberse ido. Vacilante, abrí la puerta y seguí el sonido de las risas de mi joven pupilo hacia el laboratorio. En la tenue luz, por el hueco de la puerta entreabierta, vi a Toby de pie en un taburete ante el banco de trabajo junto a su padre. Tenían delante un despliegue de frascos y tarros.
—¿Os molesta que esté aquí Toby mientras trabajáis? —pregunté.
—En absoluto —contestó Gabriel—. Estoy aprendiendo los distintos olores —explicó Toby—. Papá, a ver si ella adivina el último. —Cerrad los ojos, señora Finche— indicó Gabriel con voz risueña.
—¿Los tenéis cerrados? —preguntó Toby.
—Ya estoy abriendo el frasco —anunció Gabriel.
Olfateé y a continuación sonreí al percibir un olor de ropa blanca limpia y calurosos días veraniegos.
—Esta es fácil; es lavanda —dije. Por un momento me pregunté qué debía de sentir uno en la situación de Gabriel, ciego pero sacando el máximo provecho a todos los demás sentidos. Me habría gustado saber si él olía y oía cosas que a mí se me pasaban por alto.
—Toby, quiero que aprendas distintos aromas —dijo Gabriel—. Para crear un buen perfume, debes recurrir a la memoria. Imagina el olor de la lluvia en verano al caer en un camino polvoriento, o el de la flor del manzano bajo el sol de primavera, o quizá la fragancia de las manzanas almacenadas en un espacio seco y polvoriento. Todos esos olores pueden utilizarse para inspirar un nuevo perfume, pero necesitas saber cuál usar en tu repertorio de aromas. Ahora he aquí uno dedicado especialmente a la señora Finche. ¡Cerrad los ojos!
Oí cómo descorchaba un tarro y acto seguido percibí un ligero movimiento en el aire cuando acercó el recipiente a mi nariz.
—Es una especia —dije, captando de nuevo una fragancia intensamente aromática. Me invadió una repentina tristeza, solo por un momento, al recordar el olor acre de las especias quemadas en el almacén de los Finche—. ¿Es cardamomo?
—¡Correcto! —respondió Gabriel—. Ahora huélelo tú, Toby.
Advertí la ternura en el semblante de Gabriel cuando habló a su hijo y un profundo dolor me traspasó el corazón al pensar que yo nunca tendría uno. Di gracias por que Toby gozaba de la seguridad de un padre que lo quería.
—Ya está bien por hoy —dijo Gabriel—. Si hueles demasiadas cosas distintas, no las recordarás.
—Me voy a buscar a Sombra —anunció Toby, y se bajó atropelladamente del taburete. Cerró de un portazo, pero yo sentí una curiosa renuencia a seguirlo. Gabriel volvió a tapar el tarro de cardamomo molido con el corcho.
—Supongo que nunca es demasiado temprano para formarlo por si… —Dispuso los frascos y los tarros en una ordenada hilera y los recorrió rápidamente con sus largos dedos para identificarlos—. No sé si perderá la vista —dijo—, pero quiero que entienda que si eso ocurriera, podría disfrutar igualmente de una vida nea y satisfactoria. —Mantenía el semblante impasible, pero asomaba a su voz un ligerísimo atisbo de temblor.
Tragué saliva cuando un dolor afilado como una espina traspasó mi corazón.
—No sabía que…
—El tío Silas se quedó ciego de joven. Yo tenía catorce años. Y un primo de mi abuelo padeció el mismo mal, así que no podemos dar por sentado que Toby se libre.
—Ya veo. —Caí en la cuenta de la ironía de mi comentario y me mordí el labio.
—Procuro que contar los pasos forme parte de nuestra vida cotidiana, y le enseñaré a reconocer a las personas por sus voces, pisadas y olor natural. Así, si ocurriera lo peor, tendrá ya realizada parte de su adiestramiento.
—En ese caso, me aseguraré de que continúo con vuestra buena labor. También yo lo convertiré en juego.
Una sonrisa iluminó el rostro de Gabriel.
—Sabía que lo entenderíais. Jane… —Suspiró—. Es una esposa abnegada, pero le horroriza la posibilidad de que nuestro precioso hijo padezca mi dolencia y se niega a hablar conmigo de esa posibilidad futura.
Me dolió que, particularmente en ese asunto, Jane y él no coincidieran.
—Traedme a Toby otra vez mañana, ¿queréis? Proseguiremos con nuestra lección.
—Esperaremos ese momento con impaciencia —respondí.
Crucé el laboratorio y me detuve en la puerta, desde donde vi a Gabriel volver a colocar sin prisa los frascos y los tarros en su sitio en los estantes. Un haz de luz oblicuo entraba por los postigos entornados e iluminaba su cara, perfilando la firme línea de la mandíbula y la boca sensible. Yo apreciaba mucho a Jane y a Gabriel, pero me daba pena que, pese al hijo al que los dos amaban y la vida acomodada que llevaban, no encontraran alegría y consuelo el uno en el otro. En silencio, cerré la puerta a mis espaldas.
Al día siguiente, en el desayuno, Gabriel anunció que tenía previsto visitar al señor Hackett en su oficina.
Mientras desmigaba el pan, sentí tal desasosiego que se me revolvió el estómago.
Cuando Gabriel se fue, Jane se retiró a su salita, dejando a Toby conmigo para que lo entretuviera.
—Tengo un secreto —dije.
—¿Qué es? —preguntó Toby con los ojos muy abiertos en una expresión de curiosidad.
—Ve a buscar a Sombra y te lo enseñaré.
Al cabo de un momento Toby y yo cruzábamos el jardín de camino a la caballeriza seguidos por Sombra.
Cuando llegamos allí, Jem almohazaba a una de las yeguas zainas. Dejó el paño y se irguió para recibirnos.
—¡Buenos días, Jem! ¿Has conseguido lo que te pedí? —pregunté.
Asintió con la cabeza y entró en la caballeriza.
—¿Qué es? —susurró Toby.
—Espera y verás.
Jem regresó con un arnés de cuero. Con un silbido, llamó a Sombra, que trotó alegre hacia él y se sentó pacientemente mientras le ponía el arnés.
—¿Sombra va a tirar de un carro? —preguntó Toby.
Negué con la cabeza y esperé a que la última correa estuviera abrochada y bien ajustada.
—Listos, señora —anunció Jem. Cogió dos varas de madera, cada una de unos cuatro palmos, las prendió por un extremo a los lados del arnés y las unió por el otro extremo mediante una pieza transversal que formaba un asa.
Agarré el asa y, con señas, indiqué a Sombra que avanzara.
—¡Mira, Toby! —dije—. Cuando Sombra previno a tu padre de que había un pozo abierto en aquel solar, se me ocurrió que si era posible obligarlo a caminar justo por delante de tu padre, podría alertarlo sobre cualquier peligro que surgiera en las calles. Así, recorrer la ciudad sería mucho menos arriesgado para él.
—Pero ¿no se escapará Sombra?
—Por eso necesita el arnés. Y habrá que adiestrarlo para que no persiga a los gatos.
—¿Puedo adiestrarlo yo? —Ilusionado, levantó hacia mí el rostro.
—Claro. —Yo había pensado que no existía el menor riesgo en ir en dirección oeste hasta el parque a diario sin la protección de Gabriel—. Lo llevaremos a pasear con el arnés cada mañana. Pediré a la señora Jenks trocitos de queso o carne para premiarlo cuando se porte bien.
—¡Siempre se porta bien!
—Casi siempre. Pero no se lo cuentes a tu padre por si se lleva una decepción. Quiero asegurarme de que Sombra hace lo que se le exige.
Toby movió la cabeza en un solemne gesto de asentimiento.
—¿Podemos sacarlo ahora, pues?
Bajamos por Long Acre y recorrimos St Martin’s Lane hacia el parque de St James. A veces Sombra tiraba del arnés, se tendía en el suelo o intentaba desviarse hasta que yo lo animaba con un trocito de queso y una cantidad desmedida de elogios para que siguiera adelante a paso uniforme. Se rascó vigorosamente el arnés con la pata trasera una o dos veces, pero me sorprendió que lo aceptara con tanta facilidad.
Cuando llegamos al parque, desenganché el asa de madera, retiré el arnés y dejé que Toby y Sombra dieran rienda suelta a su brío durante un rato.
Con las mejillas sonrojadas y los ojos radiantes, Toby se acercó al trote mientras Sombra corría en círculo alrededor de él.
—¿Volvemos a ponerle el arnés a Sombra?
—¿Puedo hacerlo yo?
Ayudé a Toby a ponerle el arnés al perro y nos dirigimos tranquilamente a la puerta del parque. Cerré los ojos como si estuviese ciega y me dejé guiar por Sombra, complacida al ver que se desviaba, tirando de mí, para circundar un tronco caído.
—Para adiestrarlo bien, aún tenemos mucho trabajo por delante, pero hemos empezado con buen pie. ¿No te parece, Toby?
Él asintió vigorosamente.
—Mañana volveremos a sacarlo. Pero, recuerda, ¡es un secreto!
Esa misma tarde Jane salió en el coche con Toby, y yo, sentada ante la ventana del cuarto de juegos remendando camisolas, vi de pronto a un hombre a lomos de un caballo negro que avanzaba resueltamente al trote por la calle. El corazón me latió con fuerza cuando, horrorizada, reconocí a Hackett, que venía de visita a la Casa del Perfume. Presa del pánico, me aparté de la ventana. ¿Se había enterado de que yo vivía allí?
Me acerqué con sigilo al rellano para escuchar. Abajo en el vestíbulo, Gabriel invitó a Hackett a pasar al Salón del Perfume y, a partir de ese momento, ya solo oí el murmullo reverberante de sus voces.
Temblorosa, me descalcé y bajé de puntillas por la escalera. Me aposté detrás de la puerta entreabierta para mirar por la rendija.
—Como estáis contemplando la posibilidad de invertir en mi obra de Cornhill, he venido a hablaros antes de que os lleguen ciertos rumores —explicó Hackett.
—¿Rumores? —preguntó Gabriel.
—Rumores maliciosos que podrían arruinar mi buen nombre. Robert Finche me defraudó profundamente —continuó Hackett con un cabeceo—. Yo lo traté bien, mucho más de lo que me imponía mi deber cristiano, y he descubierto que me lo devolvió estafándome y robándome.
—¿Qué os lleva a pensar eso? —preguntó Gabriel.
—Hace un tiempo me vi obligado a cerrar la fábrica de ladrillos porque descubrí que la arcilla no era estable. Inmediatamente di órdenes a Finche de que se tiraran al río todos los ladrillos.
—Una solución onerosa.
—¡Me costó una auténtica fortuna! —El entarimado temblaba a cada pisada de Hackett, que deambulaba por la estancia—. Ya imaginaréis, pues, mi indignación y mi disgusto cuando me llegaron quejas de que los ladrillos se desmenuzan, con lo que las casas se desmoronan. Según parece, Finche y su antiguo jefe, Elias Maundrell, vendieron los ladrillos defectuosos en tabernas y callejones a precios de saldo y se embolsaron las ganancias.
Me llevé una mano a la boca para ahogar una exclamación. ¡Cómo osaba empañar el buen nombre de Robert con semejante mentira!
—¿Cómo sabéis que fueron Finche y Maundrell? —preguntó Gabriel.
—¿Quién iba a ser, si no? Finche quería a toda costa pagar las deudas de su padre, y yo ya había descubierto que andaba falseando las cuentas. Maundrell, por su parte, me la tenía jurada —respondió Hackett.
—¿Ahora tendréis que indemnizar a los constructores que compraron vuestros ladrillos deficientes, supongo?
Hackett resopló.
—¡Yo no tuve nada que ver con eso! Mi única culpa fue acoger al hijo de un comerciante arruinado. Tal vez debería haber previsto que Finche sería tramposo y corrupto, pero, en cualquier caso, ese hombre me traicionó gravemente —dijo aparentemente ofendido—. Ni siquiera puedo denunciar a Maundrell. Se ahorcó el otro día; por la vergüenza, supongo.
—Es un asunto vergonzoso, desde luego —coincidió Gabriel.
—¡Sabía que lo entenderíais! —Hackett exhaló un profundo suspiro—. Mejor será que siga mi camino. Tengo que poner al corriente a todos mis inversores sobre las fechorías de Finche y Maundrell.
De puntillas, me alejé a toda prisa de la puerta y me escondí en el salón.
—Menos mal que la pequeña señora Finche, antes de ahogarse, no se enteró de que su marido era un hombre pérfido —comentó Hackett con su voz atronadora en medio del eco de sus sonoras pisadas en el vestíbulo.
—Sí, ciertamente —dijo Gabriel con tono cortante.
—En cualquier caso, me gustaría invitaros a cenar en el Folly un día de estos para hablar de nuestra próxima empresa juntos. Allí atienden mozas muy complacientes y sirven buen vino. —Hackett estrechó la mano a Gabriel—. Buen día tengáis, Harte.
Se oyó el portazo, y salí del salón.
Gabriel permanecía en el vestíbulo con una expresión de desagrado en el semblante.
—Lo he oído —dije.
—¡Qué individuo tan despreciable!
—Espero que muera aplastado en una de sus propias casas —dije con el pecho agitado en mi indignación.
—He estado muy tentado de decirle que sé la verdad, pero, por el momento, más vale no gastar pólvora en salvas. En todo caso, me mantendré cerca de él y averiguaré lo que pueda. —Gabriel esbozó una breve sonrisa—. Mientras tanto, tendré que buscar una excusa para rechazar su invitación a cenar en el Folly.