Capítulo 1

Londres, agosto de 1666

Ese había sido un verano muy caluroso, sin apenas lluvias que se llevaran el polvo y el hedor, y no era yo la única que deseaba su final. En la ciudad, seca como la yesca, el calor era extremo, y lo único que uno podía hacer era buscar una sombra y quedarse allí, muy quieto, esperando.

Mi suegra, la señora Finche, una mujer regordeta de una belleza ya marchita, conversaba desganadamente con sus dos amigas sobre el reciente brote de peste en una botica de Fleet Street y sobre las escandalosas actividades del país vecino, la Francia católica. A nuestros pies, desparramadas sobre la alfombra turca, teníamos sedosas muestras de damasco que nos había dejado el pañero para que las examináramos. Eran burdeos, morado, amarillo limón y azul marino, todas ellas posibles opciones para revestir las paredes del salón.

En la ventana, una mosca emitía un irritante zumbido, y en la lánguida brisa flotaban los fétidos efluvios de las cloacas propios del verano, junto con un tufillo a pescado podrido procedente del cercano mercado de Billingsgate. Fuera, el implacable retumbo del tráfico rodado y peatonal sobre los adoquines de Lombard Street me producía dentera.

Sufría una de esas jaquecas inducidas por el sofoco que no me aliviaba siquiera el aceite de lavanda, y la conversación fluía en torno a mí como el movimiento de las olas de un mar de aguas tibias. Deseosa de escapar del bochornoso salón, me dejé llevar por la arraigada fantasía de que era señora de mi propia casa. Y tras muchos años de desdicha y soledad, pronto mi deseo podía hacerse realidad por fin.

—¿Katherine? —La señora Finche me tocó la mano para captar mi atención. Dirigiéndose a la señora Spalding, dijo—: Vaya una soñadora está hecha la mujer de mi hijo.

La señora Spalding se abanicaba las mejillas sonrojadas, propagando por toda la sala un olor a sudor rancio.

—¿Quién puede echárselo en cara? Este calor espantoso es agotador.

La señora Finche acarició el damasco morado.

—Este es exquisito, ¿no os parece? —reflexionó.

—¿No será demasiado oscuro? —me aventuré a decir.

—Tonterías —repuso ella—. La duquesa de Lauderdale, una dama de un gusto excelente, tiene damasco precisamente de este color. Además, añadiré flecos de color amarillo.

—No sabes la envidia que me darás —dijo la señora Buckley.

—Asunto zanjado, pues —declaró la señora Finche, rebosante de satisfacción.

Mientras las damas chismorreaban, el tictac del reloj de la repisa de la chimenea medía los segundos con la regularidad de los latidos de un corazón en reposo. ¿Cuántas horas de mi vida había pasado en casas ajenas esperando y escuchando el tictac de un reloj?, me pregunté. ¿Cuándo acabaría eso? No podía decirse que los padres de mi marido fuesen desconsiderados conmigo, pero eran casi unos desconocidos para mí, y yo había vivido en el limbo con ellos durante lo que se me antojaba ya una eternidad. Mi marido había estado ausente seis de los siete meses que llevábamos casados.

Me acerqué a la ventana y apoyé la frente dolorida en el marco. Después de limpiar el polvo de la ciudad acumulado en el cristal, observé a la gente de la calle moverse tan despacio como la melaza en invierno, arrimada a las paredes para eludir el sol. Advertí que el perro negro estaba allí otra vez; husmeaba en la inmundicia del albañal.

Bessie entró con el té en una bandeja tintineante. Percibí el olor a grasa de la cocina en su pelo estropajoso y vi medias lunas de sudor bajo sus axilas cuando colocaba cansinamente en la mesa la tetera de plata, las cucharas, las delicadas tazas de porcelana y una tarta de jengibre con gotas de miel.

La señora Finche inició el ritual de contar las costosas hojas de té y verter el agua caliente. Como esposa de un próspero comerciante, enseguida había adoptado la moda de organizar reuniones para tomar el té, costumbre traída de Portugal por la reina. La señora Finche siempre buscaba nuevas maneras de impresionar a sus amigas neas.

—Un niño de la calle ha traído una nota —anunció Bessie, y sacó una hoja de papel doblada del bolsillo.

La señora Finche tendió la mano.

Bessie movió la cabeza en un gesto de negación.

—Es para la esposa del señor Robert.

—¿Para mí? —Yo no tenía amigos ni familiares que me enviaran notas. Desplegué el papel, y la sangre me subió de pronto a las mejillas. El Rosa de Constantinopla acababa de atracar, y mi larga espera tocaba a su fin.

En un susurro me disculpé ante la señora Finche y sus amigas, me escabullí del salón y corrí escalera abajo antes de que ella pudiera impedírmelo. Después de seis meses en el extranjero, por fin mi marido volvía a mi lado. Ese marido a quien apenas conocía me producía un gran nerviosismo, una mezcla de temor y emoción. Él era mi vía de acceso a todo: a una casa propia y a la familia que anhelaba desde que, al quedar huérfana, me enviaron a vivir con la abominable tía Mercy.

Un calor agobiante se elevaba del suelo y palpitaba en las paredes de los edificios de Lombard Street cuando recorrí la calle apresuradamente. Montículos de apestoso barro y basura cubiertos de moscas obstruían el lento riachuelo que corría por los albañales centrales e impedían que el agua se llevara los detritos de las calles. Levantaba con los pies pequeñas nubes de polvo, que me manchaban el dobladillo de la falda.

Me detuve a un lado de la calle para dejar paso a un carromato cargado a rebosar. En ese momento vi a un hombre salir de entre las sombras al otro lado de la calzada y adentrarse en la intensa luz del sol. Tocado con sombrero de plumas y vestido con una casaca de faldón completo de color verde mar que dejaba a la vista las cascadas de encaje blanco de la camisa, se lo veía tan fresco como un torrente de montaña. Llevaba un bastón con empuñadura de plata en una mano y un recargado frasco de cristal bien sujeto en la otra. Caminaba despacio, lo cual no era raro con semejante calor, pero se advertía algo extraño en su andar un tanto vacilante y en la manera de mover el bastón, trazando cortos arcos antes de cada paso.

Ocurrió todo tan deprisa que más tarde me costó recordar la secuencia exacta de los acontecimientos. Vi al hombre detenerse de pronto y ladear la cabeza como si aguzara el oído. Acto seguido, oí el estruendo de las ruedas de un coche acercarse rápidamente. Muy rápidamente.

De repente aparecieron dos caballos negros al galope. Sus cascos levantaban chispas en los adoquines y el coche del que tiraban se bamboleaba descontroladamente. El cochero, aferrado al techo, intentaba sofrenar a los corceles desbocados, perseguidos por una jauría de perros callejeros que gruñían y les lanzaban dentelladas en los corvejones.

El hombre de la casaca verde se hallaba justo en la trayectoria del coche.

—¡Cuidado! —grité, horrorizada. Creí que se apartaría de un salto, pero dio la impresión de que estaba paralizado. Crucé la calle como una flecha, extendí los brazos y me abalancé contra su pecho. Tras una indecorosa caída, quedó desmadejado en el suelo.

Una ráfaga de aire impregnado de olor a caballo me agitó el cabello cuando los animales, salpicados de espumarajos y con los ojos en blanco, pasaron atronadoramente en medio de un remolino de polvo.

Ahogando una exclamación, me llevé el puño al pecho.

El hombre se levantaba ya del suelo. Se le había manchado la elegante casaca de brocado y tenía ennegrecida la puntilla blanca de los puños a causa del polvo. Un hilillo de sangre descendía por su agraciado rostro.

—Tengo sobrados motivos para daros las gracias —dijo con una voz de timbre grave y suave.

Advertí que era muy alto: algo más de metro ochenta, calculé. En ese momento percibí el asomo de un perfume sugerente que flotaba en el aire bochornoso, tentándome con la promesa de un fresco día de primavera al aire libre. Una mancha oscura se había propagado por el suelo entre nosotros, y las esquirlas del cristal roto destellaban bajo el sol como diamantes.

—Se os ha roto el frasco —dije.

El hombre se echó atrás el espeso cabello rubio con los dedos, un poco temblorosos, pero mantuvo una expresión impasible.

Cuando me agaché a recoger su sombrero de ala ancha, olí de nuevo el delicioso perfume. Denso y dulce, me llevó a evocar un aroma de violetas empapadas por la lluvia en la orilla musgosa de un río.

—¿Era perfume lo que contenía ese frasco?

—Sí.

—Es delicioso.

Tenía los ojos de un color verde claro poco común, pero no me miraba a la cara. Sentí un amago de irritación por su descortesía y me pregunté si era por vanidad que llevaba una casaca tan exactamente a juego con el color de sus ojos.

—Me temo que mi clienta se llevará una decepción —dijo—. Iba a Bishopsgate a entregarlo. —Inclinó la cabeza—. Gabriel Harte, perfumero, para serviros, ¿señorita…?

—Señora Finche. Katherine Finche.

—¿Finche? ¿Los Finche de Lombard Street, los mercaderes de especias?

—Los mismos. —Le tendí el sombrero, pero no hizo caso. Sorprendida, con el sombrero en la mano, me sentí como una tonta.

—Se me ha caído el bastón —dijo—. ¿Seríais tan amable de buscármelo?

Molesta al ver que no hacía el menor intento de buscarlo él mismo, miré alrededor y vi el bastón en el suelo a unos pasos de distancia. Tampoco esta vez hizo ademán de cogerlo de mi mano.

—¡Vuestro bastón, caballero!

—Gracias. —Lentamente, tendió el brazo hacia mí y movió la mano de derecha a izquierda hasta tocar el bastón.

Fue entonces cuando comprendí que era ciego.

Debió de oírme tomar aire profundamente, porque esbozó una media sonrisa.

—Me habría visto en un verdadero aprieto si no hubieseis acudido en mi rescate.

Arrepentida de mi anterior irritación, contesté:

—Y también tengo vuestro sombrero. —Le rocé el dorso de la mano con él, y lo cogió—. Tenéis sangre en la mejilla. ¿Os la limpio?

—Si fuerais tan amable…

Un poco abochornada ante tal cercanía con un desconocido, y más con uno tan apuesto, me puse de puntillas y tendí la mano para limpiarle el rostro recién afeitado con mi pañuelo. Su piel despedía un agradable aroma a bálsamo de limón y romero.

Resultaba extraño mirarlo desde tan cerca, a sabiendas de que él no me veía a mí.

—Os habéis librado por poco —dije—. Cuando he visto que los caballos venían a toda velocidad hacia vos, he temido lo peor.

—Tal vez también yo me habría asustado si los hubiera visto. —Desplegó otra sonrisa, esta vez más amplia, como si hubiera hecho un comentario gracioso.

—¿Puedo acompañaros a algún sitio? —me ofrecí.

La sonrisa quedó helada en sus labios.

—Gracias, pero no.

—Estáis conmocionado…

—Puedo volver a mi casa en Covent Garden sin el menor problema, gracias.

—¡Pero eso está en la otra punta de la ciudad!

—¡Pues sí, así es! —exclamó con tono risueño—. Pero llevo cruzando la ciudad sin más ayuda que mi bastón desde hace muchos años. Gracias por vuestra gentileza, señora Finche. —Inclinó la cabeza y, moviendo el bastón con cuidado ante sí a uno y otro lado, se puso en marcha. De pronto se detuvo y se volvió de nuevo hacia mí—. ¿Señora Finche?

—¿Sí, caballero?

Titubeó.

—¿Podríais describirme vuestro aspecto?

—¿Mi aspecto? —Fruncí el entrecejo.

—Disculpad. Por vuestra voz deduzco que sois joven y, como vuestros pasos son ligeros y rápidos, sé que sois menuda y delgada, pero desearía conocer los colores de vuestro cabello y vuestra piel.

Lo miré fijamente, pero su semblante no delató nada. No parecía una petición impertinente.

—Veréis, caballero, tengo el pelo oscuro, los ojos de color avellana y la piel clara.

Sus ojos ciegos miraron a lo lejos por encima de mi hombro.

—Gracias —dijo—. Creo que ahora ya tengo una imagen de vos. —Al cabo de un momento asintió con la cabeza en un gesto concluyente—. Y espero que se os pase pronto la jaqueca.

¿Cómo sabía que yo tenía jaqueca? Perpleja, me quedé en medio de aquella nube de aire impregnada de aroma a violeta y lo observé hasta que su esbelta figura desapareció entre el gentío.

En cuanto se fue, me guardé en el bolsillo el pañuelo arrugado y encontré allí la nota de mi suegro, el señor Finche, que me recordó de pronto el asunto que tenía entre manos.

Al apretar el paso Fish Hill abajo, sentí un ligerísimo soplo de brisa, que aumentó cuando me adentré en el bullicio y ajetreo de Thames Street. Rodeé un carromato cuyo cochero estaba enzarzado en un ruidoso altercado con el dueño de una carreta cargada de tablones. Zarandeada por marineros, carboneros y abaceros, en medio de aquel rumor de conversaciones en distintas lenguas salpicado por los chillidos lastimeros de las gaviotas, atajé por uno de los callejones hacia el Muelle de la Torre, desde donde se veía el tramo oriental del río.

Empezaba a subir la marea y el río estaba a rebosar de botes, barcazas y gabarras que transportaban pasajeros desde Gravesend hasta la ciudad. Una brisa salitrosa de levante refrescaba el aire. Había varios barcos atracados, y dejé atrás rápidamente la aduana para doblar por Wiggins Key. El corazón me dio un vuelco cuando vi el Rosa de Constantinopla, imponente ante mí. Los marineros iban y venían a toda prisa por las pasarelas con cestas de género al hombro, y las velas plegadas y la bandera en el palo mayor batían al viento.

Tal era mi expectación que, aturdida, me quedé inmóvil en el muelle y, llevándome la mano a los ojos entornados para protegerlos del sol, escruté el Rosa en un intento de localizar a Robert en medio de aquel barullo. Como no lo vi, me encaminé hacia el almacén del señor Finche procurando no tropezar con las cuerdas enrolladas que serpenteaban por el muelle.

Matthew Lunt, el escribiente, acudió a recibirme.

—¿Está el señor Finche?

Matthew se enjugó la cara pecosa con un pañuelo y señaló el despacho con la cabeza.

Me asomé a la puerta abierta y vi a mi suegro sentado tras su escritorio. Se había quitado la peluca, depositada ahora en lo alto del globo terráqueo.

Con el rostro lustroso y sonrojado por el calor, me miró.

—¡Katherine, querida!

—Gracias por avisarme de la llegada del Rosa de Constantinopla.

—Sabía que estarías impaciente por ver a tu marido.

Me miré los zapatos a la vez que intentaba recordar el rostro de Robert.

—Como esposa de un comerciante, tendrás que acostumbrarte a sus largas ausencias —dijo—. Pero no tardarás en tener hijos que te mantengan ocupada.

Sentí asomar el rubor a mis mejillas.

El señor Finche desplegó una benévola sonrisa al percibir mi bochorno.

—En cuanto mi mujer tuvo que ocuparse de Robert y Sarah, los meses que yo estaba de viaje empezaron a pasársele volando. Ella adoraba a nuestros hijos. Es una lástima que ya no se avenga con Sarah. —Suspiró—. Para serte sincero, echaré de menos los tiempos en que viajaba. No las travesías por mar, quizá, pero sí las visitas a tierras y pueblos extraños y la emoción de descubrir nuevas mercancías exóticas.

—Tengo muchas ganas de oír las aventuras de Robert —dije.

El señor Finche se inclinó en actitud de complicidad.

—No se lo digas a mi mujer, pero he asumido un gran riesgo en esta última empresa.

—¿Un riesgo?

—Por lo general, peco de cauto, pero esta vez invertí hasta el último penique de mis propios fondos, así como tu dote, y convencí a todos mis amigos y allegados para que invirtieran en esta operación. En cuanto se venda todo el género, dejaré el negocio en manos de Robert. Ya es hora de dar paso a la juventud y la energía. —El señor Finche me dio unas palmadas en la mano—. Y ahora vete a casa, querida. Robert sigue a bordo supervisando la descarga.

—¡Ah! Pero…

—No querrá que lo interrumpan ahora, pero volveremos a casa a tiempo para la cena.

Con un sentimiento de decepción pero también de alivio ante la idea de aplazar el reencuentro con Robert, regresé a la casa de los Finche.

Un gran sol anaranjado empezaba a ocultarse por detrás de la catedral de San Pablo cuando oí voces abajo. La señora Finche y yo llevábamos horas sentadas en el salón, escuchando el tictac del reloj y matando el tiempo con nuestras labores. Me había cambiado tres veces de vestido y dos veces de medias. Me había empolvado la nariz, pero no necesitaba papel de cochinilla española para dar realce a mis mejillas.

Con la boca seca, oí las cadencias de la voz de mi marido mientras subía por la escalera.

Se abrió la puerta.

El señor Finche entró a zancadas, seguido de la robusta silueta de Robert, y las estridentes risas de ambos resonaron en el elegante salón.

—¡Aquí lo tienes, querida Katherine! —exclamó el señor Finche con una amplia sonrisa.

La señora Finche corrió a abrazar a su hijo y le sonrió con una ternura en los ojos que yo no veía desde la marcha de Robert.

—Bienvenido a casa, querido mío.

Robert y yo, nerviosos, cruzamos una mirada. Recordé entonces el trazo de su mandíbula, y el mentón, como el de su padre pero más afilado. Se le había oscurecido la piel y aclarado un poco el cabello castaño a causa del sol turco. Me examinó con sus tranquilos ojos grises, y yo, incómoda, tomé conciencia de que probablemente tampoco él debía de acordarse mucho de mí. De pronto sonrió. Tenía una pequeña mella en el borde de un diente, pero el blanco de su dentadura resaltaba en contraste con la piel morena.

—Katherine.

Al besarme, me arañó la mejilla con la barba, y percibí en él el tufo a humo, brea y sudor, por encima del penetrante olor a salitre del mar.

—Bienvenido a casa, Robert. —Vi que llevaba dos paquetes bajo el brazo y me pregunté qué podía ser—. ¿Cómo ha ido el viaje? ¿Os habéis cruzado con algún pirata?

—Ninguno al que no pudiéramos ahuyentar de un cañonazo por encima de la popa.

Me estremecí al pensarlo.

—¿Y el Rosa de Constantinopla? —pregunté, esperanzada y expectante.

—La bodega está repleta hasta los topes —contestó el señor Finche con satisfacción—. Y Robert ha traído una mercancía excelente.

Sentí aflojarse un nudo de tensión en algún lugar de mi pecho. La calidad del género que Robert había adquirido con mi dote determinaría nuestro futuro.

Robert me entregó uno de los paquetes.

—Esto es para ti, Katherine.

Lo desenvolví, y cayó al suelo una pieza de seda reluciente. Con una exclamación de placer, recogí el escurridizo tejido. Diminutos pavos reales bordados en hilo de oro adornaban la seda que, por el efecto tornasol, se veía de color topacio cuando se sostenía en una posición y verde musgo cuando se ladeaba.

—Es preciosa —musité.

—La elegí a juego con tus ojos —dijo Robert.

Esbocé una sonrisa vacilante, y él me sonrió también.

—Y a ti, madre, te he traído esto —anunció él.

La señora Finche extendió su pieza de seda azul noche y, con sonoras exclamaciones de placer, dio un beso a su hijo.

—¿Cenamos ya? —propuso el señor Finche.

Observé a Robert mientras comía fiambre y pan; en su cuchillo se reflejaban, con destellos dorados, los últimos rayos oblicuos del sol que entraban por la ventana. Muy animado, contaba anécdotas de su viaje.

—Si pensáis que aquí en la ciudad hace calor, deberíais haber estado conmigo en Alepo. O en Esmirna. Allí un hombre con la cabeza expuesta al sol puede enloquecer. En Constantinopla adquirí la costumbre de vestir túnicas turcas, como los nativos, y descubrí que eran muy útiles. Tal vez debería adoptar esa manera de vestir aquí mientras siga haciendo este calor —comentó en broma.

—¡Menudo revuelo causarías en la iglesia el domingo! —exclamó la señora Finche entre carcajadas.

—Te he traído pasas de Damasco y nuez moscada para nuestros pudines y cuero marroquí para tapizar la butaca en la que fuma padre.

—Y el resto de la mercancía… —me aventuré a decir.

—¡No temas! —dijo el señor Finche—. He examinado muy detenidamente todas las adquisiciones de Robert. Tu dote se ha gastado bien y no tardarás mucho en empezar a ver los beneficios de nuestra inversión.

—¿Y eso cuándo será?

—¡Qué impaciente! —exclamó el señor Finche, y una sonrisa asomó a sus ojos grises—. ¿Tanto te han pesado los meses que has pasado aquí?

—¡Claro que no! Habéis sido la amabilidad en persona…

—Ya, bueno, aún recuerdo la urgencia de mi mujer por marcharse de la casa de mi padre y establecerse en la suya propia cuando estábamos recién casados.

—No hay ninguna prisa para que Robert y Katherine se instalen por su cuenta —intervino la señora Finche—. Robert acaba de volver junto a nosotros y deseamos disfrutar de su compañía durante un tiempo antes de que piense en un nuevo hogar.

Posé la mirada en la mesa para que ella no advirtiera en mis ojos una repentina animadversión. Mi mayor anhelo era tener mi propio hogar.

—En todo caso —observó el señor Finche— habrá que tener guardado el género en el almacén un tiempo y venderlo poco a poco para no saturar el mercado.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Durante cuánto tiempo?

—¡No te lo tomes así, Katherine! —El señor Finche apoyó una pesada mano en la mía—. Podéis empezar a buscar una casa de alquiler. Y cuando encontréis un sitio adecuado, os compraré los muebles para ayudaros a empezar.

—¡Gracias! —Le di un beso en la mejilla sudorosa y él volvió a darme unas palmadas en la mano.

—¡Qué días tan felices nos aguardan! —dijo—. El almacén está a rebosar de las mercancías más selectas: sedas, nuez moscada, canela, clavo, pimienta y añil. Nunca me quedo tranquilo hasta que el barco llega sano y salvo al muelle. Pero se acabaron ya las pesadillas de repentinas tormentas, naufragios y piratas que me han atormentado durante las últimas semanas.

Robert dejó escapar un gran bostezo.

—Ha sido una jornada muy larga para mí y la tierra se mueve aún bajo mis pies. —Me miró de soslayo—. Pero esta noche dormiré en mi propia cama.

—¿Por qué no te retiras temprano? —preguntó el señor Finche con una media sonrisa—. Tu mujer y tú debéis de tener muchas cosas de qué hablar.

Sentí una llamarada en el rostro y fui incapaz de mirarlo. De pronto no quería quedarme a solas con el desconocido que era mi marido.

Robert recogió nuestras copas de vino y besó a su madre.

—Buenas noches, madre. Me alegro de estar en casa.

—Es maravilloso tenerte aquí otra vez. —Le dio unas palmadas en la mejilla.

—Buenas noches —dije, y abandoné el comedor tras los pasos de Robert.

Al lanzar una ojeada atrás por la puerta abierta, vi al señor Finche cruzar una sonrisa de complicidad con su mujer.

Arriba, la criada había dejado una jarra de agua caliente, y Robert se quitó la camisa y se lavó; entretanto yo me desvestí detrás del biombo.

Mientras me ataba torpemente las cintas del camisón, respiré hondo para serenarme. Habíamos consumado el matrimonio en nuestra noche de bodas, pero el mes de preparativos anterior al viaje de Robert había sido de gran ajetreo y no habíamos dispuesto de mucho tiempo para aprender a conocernos. Ignorante de las cosas de la vida y sin los consejos de una madre, el deber conyugal en cierto modo me había sorprendido, pero no me había resultado desagradable.

—¡Katherine! —exclamó Robert.

Me até las cintas y luego me las aflojé. A continuación me arreglé los bucles en torno a los hombros. No me engañaba pensando que ese era un matrimonio por amor. Los Finche habían estado buscando una novia con una buena dote que les permitiese ampliar el negocio, y cuando el representante de la tía Mercy hizo discretas indagaciones en la ciudad, acordaron gustosamente un encuentro. Por mi parte, habría aceptado a un enano jorobado y bizco con tal de huir de mi penosa existencia enclaustrada en la triste casa de mi tía Mercy en Kingston.

—¡Katherine! —volvió a llamarme Robert.

Lentamente, abandoné el refugio del biombo.

Tendido en la cama, me miraba.

—Ven a acostarte —susurró.