Capítulo 24
Voces, murmullos. Oscuridad. La luz amarilla de una vela chisporroteaba en la corriente de aire. Punzadas de dolor en la cabeza y la garganta. Un paño húmedo me tocaba los labios resecos.
Somnolencia.
La luz del sol iluminaba tenuemente una pared encalada, titilando y trenzándose en una danza de una lentitud fascinante. En algún lugar lejano se oía el canto de los ángeles, y sus voces dulces se elevaban y apagaban. Un dolor, insoportable de tan intenso, me oprimía la cabeza y latía al compás de mi pulso.
El sueño me venció de nuevo.
Tañía la campana de una iglesia, lenta y sonora. La luz del día, que penetraba por los postigos entreabiertos, dibujaba franjas en la pared encalada. Una mano fría me tocó la frente con delicadeza.
—¿Mamá? —Tenía la voz ronca y no me salía por falta de uso; me dolían la garganta y la cabeza.
—Bebed esto —dijo una voz grave y melodiosa.
Tomé un sorbo de aquella bebida espesa como el jarabe pero agria, con un regusto amargo a hierbas. Y luego volví a dormirme.
Fuertes campanadas reverberaron en mi cabeza. Cerré firmemente los ojos ante la luz y me tapé los oídos con las manos para apagar el clamor. Por fin cesó el ruido.
Abrí los ojos. La habitación era pequeña y blanca. En la cama me cubría una sábana blanca. Una ventana con barrotes en lo alto de una pared blanca y una puerta cerrada en la otra. Nada más. Por lo que recordaba, nunca había estado en esa habitación.
Bajé la vista hacia la enagua desconocida que llevaba puesta. Pensamientos desasosegados se arremolinaron, fantasmagóricamente, en mi cabeza dolorida, pero no logré atraparlos. ¿No debería estar en otro sitio? Me dolía la garganta y tenía sed. Al tiempo que me lamía los labios agrietados, me incorporé lentamente con cuidado y luego, sin prisa, desplacé las piernas hacia el borde de la cama.
Entonces oí de nuevo el canto. Voces femeninas, flotando nítidas y dulces en la brisa que entraba por la ventana. Me llevé las manos a las sienes para frotármelas y encontré un vendaje. Hice una mueca por el intenso dolor que me causó esa ligera presión con los dedos.
Tenía que recordar algo.
Me puse en pie y me sobrevino tal mareo que me desplomé de nuevo en la cama. Respirando hondo, esperé a que el vahído pasara antes de intentarlo de nuevo. Vacilante, me dirigí hacia la puerta, y cada paso de mis pies descalzos resonó en mis oídos. La puerta estaba cerrada y, torpemente, manipulé el pestillo hasta que se abrió con un chasquido.
Fuera, había un claustro con arcadas en torno a un pequeño jardín. Salí al suelo embaldosado y sentí en las plantas de los pies la humedad fría y áspera. Me estremecí y crucé los brazos para protegerme del viento frío. Miré a ambos lados del claustro, pero no había nadie. Embotada, permanecí inmóvil. Aparte del chillido lastimero de una gaviota que volaba en círculo y el leve murmullo del agua, reinaba el silencio.
Setos bajos bordeaban el jardín. Senderos de grava formaban una cruz, en cuya intersección había un pequeño estanque con una fuente. Con paso inseguro, recorrí el sendero de puntillas y me senté en el borde del estanque a contemplar el agua verdosa.
Mi reflejo trémulo me devolvió la mirada y, con actitud interrogativa, alcé la mano para tocarme el vendaje que envolvía mi cabeza. ¿Cómo había acabado yo allí? Me corroía la angustia, pero no recordaba aquello que había olvidado. El chorro de la fuente propagaba ondas en la superficie del agua, disolviendo y reconstruyendo el reflejo de mi cara. Me incliné un poco más. Si al menos pudiera ver bien mi cara, quizá recordase quién era.
Tendí la mano hacia mi gemela en el agua, y cuando mis dedos se hundieron en las profundidades verdes, el tamborileo de la fuente pareció intensificarse. Paralizada, intenté resistirme a mi creciente pánico a la vez que pugnaba con recuerdos fugaces.
De pronto, me vino a la memoria el ruido del agua impetuosa en la negrura de la noche, y mi terror al hundirme bajo la superficie del río, y cómo, impotente, me vi arrastrada por la corriente turbulenta. Me acordé de la falta de aire en los pulmones y de mis gritos al sentir que me ahogaba y del atroz golpe en la cabeza. Y luego nada.
El agua estaba tan fría que me dolió la mano. La retiré inmediatamente del estanque y me la llevé al calor del pecho. ¿Dónde estaba? Miré desesperada alrededor con la respiración acelerada a causa del miedo.
Un movimiento captó mi atención y vi una silueta menuda, vestida de blanco, caminar a toda prisa bajo la arcada, ondeando su hábito al viento por detrás de ella. Una monja. Confusa, me encogí, pero ya era tarde para esconderme, porque me había visto.
—¿Qué hacéis aquí fuera? —Su rostro arrugado delataba preocupación—. No me he pasado una semana atendiéndoos a las puertas de la muerte para que ahora cojáis un resfriado aquí sentada en camisón, con este frío. —La sonrisa de la monja desmentía el tono de reprensión. Me tomó de la mano húmeda—. ¡Entrad ahora mismo! ¡Fijaos, os habéis mojado el camisón! Y con este viento cortante…
Dejé que me llevara de vuelta a la pequeña habitación y me metiera en la cama.
—Soy la hermana Assumpta —dijo—. Voy a buscar un ladrillo caliente a la cocina. Tenéis los pies como carámbanos. ¡Ahora quedaos aquí! —Me lanzó una mirada severa con sus chispeantes ojos azules y, tras volverse con un vuelo del hábito, salió apresuradamente.
Temblorosa, volví a tocarme la sien. Si al menos no sintiera un dolor tan abominable en la cabeza, quizá recordara lo sucedido. Me recosté en las almohadas con los ojos cerrados e intenté concentrarme.
Al cabo de unos minutos, la hermana Assumpta regresó y colocó un ladrillo caliente envuelto en lana bajo mis pies y un chal de muselina en torno a mi cuello y mis hombros.
—Hermana Assumpta… —Me llevé una mano a la garganta, porque me dolía hablar—. ¿Cómo he venido a parar aquí?
—Esperaba que eso pudierais aclarármelo vos. Con la marea baja, os encontraron inconsciente en el barro cerca de la escalera Falcan, con una herida en la cabeza. Un aguador que pasaba os vio y os trajo aquí.
Arrugué el entrecejo a la vez que desfilaban por mi cabeza imágenes terroríficas.
—Estaba bajo el puente. Olía a moho y el ruido de la corriente era ensordecedor…
—La marea debía de estar alta en ese momento.
Unas voces reverberaron en mi cabeza. «¿Sabéis qué sois? Una mujercita ingrata, eso sois. Vos sois la culpable de esto. Habríais podido ser mi querida…». Y entonces me acordé de los carnosos labios de Hackett sobre mi boca y de su lengua…
—¡Fue Hackett! —susurré, tirando de la sábana y cubriéndome hasta la barbilla—. Hackett me arrojó al río.
La hermana Assumpta tomó aire en una repentina bocanada.
—¿Alguien os arrojó al río? ¿Estáis segura? Habéis recibido un fuerte golpe en la cabeza, querida.
—Intentó estrangularme.
Al rostro de la hermana Assumpta asomó una expresión de sorpresa e incredulidad. Me tocó la frente.
—Ahora dormíos y mañana todo estará en orden.
Presa del pánico, aparté la sábana.
—Debo irme antes de que venga a por mí.
La hermana Assumpta, con firmeza, me obligó a quedarme en la cama.
—Aquí estáis totalmente a salvo. ¿Puedo mandar a alguien a avisar a vuestra familia? Cerré los ojos y me recosté en la almohada. ¿A quién podía yo avisar? No a la tía Mercy, eso desde luego.
—No tengo familia. —Las lágrimas escaparon entre mis párpados—. Mi marido ha muerto. Se ahogó bajo el puente de Londres.
—¡Ah! Ya entiendo. Pero si vos os ahogarais, condenaríais vuestra alma y a él no le serviría de nada.
—Pero sí yo no…
—¡Ahora callad! Bebed esto y ya hablaremos mañana. ¿No tenéis alguna amistad que pueda ayudaros?
Acercó una taza a mis labios y no tuve más remedio que beber de nuevo aquella poción amarga. En medio del torbellino de pensamientos, me acordé de Jane.
—Tengo una amiga —musité a la vez que una sensación de aturdimiento empezaba a penetrar hasta mis huesos—. Jane Harte. —Me costaba hablar—. La Casa del Perfume —susurré al mismo tiempo que me sumergía en un vacío oscuro y arremolinado.
Fue el aroma de la flor de azahar lo que me despertó. El perfume flotaba en el aire, incitando mis sentidos a medida que salía de las profundidades de aquel sueño efecto de los narcóticos. Parpadeé y abrí los ojos.
Jane Harte se inclinó sobre mí con arrugas de preocupación en la tez pálida.
—¡Gracias a Dios! —exclamó—. Creíamos que no despertarías nunca. Temía que la hermana Assumpta te hubiera dado demasiado jarabe de adormidera.
Noté la boca seca como el esparto.
—Jane —murmuré. Ahora ya reconocía el aroma a flor de azahar, que era su perfume especial.
Me acarició la mejilla con un dedo.
—Tranquila. Estamos aquí Gabriel y yo, los dos. ¡Pobre Kate! ¡Ojalá me hubieras contado lo desesperada que estabas!
Empezó a despejárseme la cabeza y, al volverme, vi a Gabriel Harte al otro lado de la cama. Me quedé inmóvil mientras, uno tras otro, los recuerdos se agolparon de nuevo en mi mente.
—Kate, ¿no podrías haber confiado en mí? —preguntó Jane.
—Estabas en Epsom. Además, me daba vergüenza —dije.
—¿Vergüenza por sentirte apenada a causa de la muerte de tu marido?
Dolorida, negué con la cabeza.
—Fue Hackett… —Tenía aún la voz ronca.
—No lo entiendo —dijo el señor Harte.
—Me dio una semana para abandonar su casa. La alternativa era… —No podía mirarlo.
—Era ¿qué?
—Ser su querida.
Jane ahogó una exclamación y su marido juró entre dientes.
—Aun así —dijo ella—, intentar suicidarte…
—¡Yo no intenté suicidarme!
—Ben Perkins vino a la Casa del Perfume a buscaros —explicó el señor Harte—. Dijo que no os había encontrado en la tienda de Pye Corner.
Jane me cogió la mano.
—Kate, ¿cómo pudiste imaginar que podrías vivir encima de esa tiendecita espantosa de Pye Corner?
—Porque era una alternativa mejor que instalarme en la cama de Hackett, como él proponía —contesté con encono.
Jane se estremeció.
—Fui a ver a Hackett cuando desaparecisteis, y me contó que os había dado dinero y ofrecido la oportunidad de vivir en su casa sin pagar el alquiler —explicó el señor Harte—. Dijo que estabais muy abatida desde que vuestro marido se ahogó, y que en vuestra desesperación hablasteis de seguir sus pasos.
—¡Hackett es un miserable embustero! —Con el pecho agitado de indignación, me esforcé por incorporarme—. Lo oí admitir que había asesinado a Robert cuando él se disponía a desacreditarlo. Y luego intentó violarme, y cuando yo le clavé un cortaplumas en el hombro, me estranguló y me metió en un armario. Luego me lanzó a los rápidos.
Jane me miró con semblante inexpresivo.
—Ya veo —dijo por fin—. Kate, querida, te has dado un golpe tremendo en la cabeza. ¿No estarás confusa?
—No me crees —dije con rotundidad. Aparté el mantón de muselina y me descubrí el cuello.
Jane ahogó un grito.
—Veo que estás llena de magulladuras —dijo—, pero podrían ser el resultado de tu caída al río.
—Pero no lo son —repliqué—. ¡Créeme, Hackett asesinó a Robert!
—¿Qué más podía decir para que ella viera la verdad? —¡¿Por qué nadie me cree?!— exclamé.
—Yo sí la creo, señora Finche —afirmó el señor Harte.
—Gracias —respondí, y suspiré de alivio. En ese momento podría haberle besado. Gabriel Harte tenía fe en mí. Tendió la mano y la apoyó en mi muñeca.
—Es evidente que no podéis quedaros aquí, pero debéis descansar y recuperaros. Jane, creo que la mejor solución es llevarnos a casa a la señora Finche durante un tiempo. ¿No te parece?
—Eso mismo estaba yo pensando —contestó Jane.
Casi sollocé de alivio. Mis amigos me ayudarían y no estaba sola.
La hermana Assumpta me trajo un hato de ropa y se llevó a Jane y Gabriel Harte de la habitación mientras yo me vestía. El hábito de lana de color crema era pesado y raspaba un poco, pero proporcionaba una grata sensación de abrigo. Me calcé las sandalias que la hermana Assumpta me había dejado y salí.
El sol asomaba ligeramente entre las nubes en movimiento. Me sentía tan ligera como un vilano de cardo y me pregunté si se me llevaría el viento.
—¿No me digas que has decidido tomar el hábito? —preguntó Jane con una sonrisa. Se volvió hacia su marido—. Kate va vestida de monja, Gabriel. Pero es demasiado guapa para ser monja.
Gabriel Harte me tendió una mano.
—¿Vamos?
—Pero ¿y si salgo de aquí y Hackett me ve? —En un arrebato de miedo, me aferré a la muñeca de Gabriel Harte—. Si me ve…
—Hemos traído el coche —dijo Gabriel Harte con tono tranquilizador. Me acarició el dorso de la mano con el pulgar y su voz serena aplacó mi repentino pánico—. En el trayecto mantendremos las persianas bajadas para que nadie os vea.
—Pero si se entera de que al final no me ahogué…
—En Santa Inés nadie hablará de esto, porque somos una orden de clausura y hemos hecho voto de silencio —intervino la hermana Assumpta.
—Pero vos no guardáis silencio.
La hermana Assumpta sonrió.
—Dios me ha asignado otras funciones aparte de la oración. Soy el contacto con el mundo exterior, y así mis hermanas pueden concentrarse en sus devociones. Quedaos tranquila, no hablaré de vuestra estancia aquí con nadie.
La hermana Assumpta nos acompañó hasta la verja del convento, y mientras descorría el cerrojo, se oyeron unos alegres ladridos. Un perro corrió hacia nosotros meneando la cola.
—¡Es Sombra!
—¿Conocéis a esta criatura? —preguntó la hermana Assumpta—. Es de lo más persistente. Por más que le dijera que se marchara, siempre volvía a esperar frente a la verja.
—Me esperaba a mí —dije mientras Sombra gemía de placer.
—Nos lo llevaremos a casa —anunció Gabriel Harte. Me ofreció el brazo y lo acepté con mucho gusto.
Di las gracias a la hermana Assumpta por sus cuidados, y acto seguido nos encontrábamos de nuevo en el mundo exterior.