Los bardos todavía cantan aquella batalla, aunque sólo los dioses saben cuántos detalles inventan para adornar el relato, pues al oir sus baladas, diriase que ninguno de nosotros hubiera sobrevivido en el valle del Lugg, y quién sabe si no habría sido preferible. Fue una batalla a la desesperada, y aunque los bardos no lo reconozcan, una derrota para Arturo.

En la primera embestida, los lanceros de Gorfyddyd se lanzaron enloquecidos al vado en clamorosa avalancha. Sagramor dio orden de avanzar y chocamos en el río con un estrépito atronador, como si hubiera estallado una tormenta en la boca del valle. El enemigo contaba con la ventaja del número, pero sus movimientos estaban condicionados por las márgenes del vado, mientras que nuestros hombres de los flancos tomaron posiciones nuevas reforzando la defensa por el centro.

Los de la primera fila tuvimos tiempo de cargar una vez antes de agachamos tras los escudos y empujar a las filas enemigas; luego fueron los de la segunda fila los que arremetieron con las armas por encima de nuestras cabezas. El entrechocar de las espadas, el estruendo de los tachones de los escudos y el estrépito de las varas de las lanzas era ensordecedor, mas por increíble que parezca, pocos murieron, pues resulta difícil matar cuando dos barreras de escudos se abrazan y se machacan la una a la otra; el encontronazo se convierte en un combate de embestidas. El enemigo sujeta tu lanza por la punta de forma que no la puedes retirar, apenas queda espacio para desenvainar la espada y la segunda fila enemiga lanza una lluvia de estocadas, hachazos y lanzazos contra los yelmos y los contornos de los escudos. Las peores heridas son las que causan los golpes de espada asestados por debajo de los escudos, y poco a poco se forma en la primera fila una barrera de hombres cojos que aún dificulta más la matanza. Sólo cuando los de un bando retroceden puede el enemigo rematar a los lisiados que se rezagan al recular. Aquel primer ataque lo ganamos, mas no por puro valor sino gracias a que Morfans se adelantó con sus seis jinetes entre la apelotonada infantería y, con sus largas lanzas, hostigaron a los soldados enemigos que resistían agachados en primera línea.

–¡Escudos! ¡Escudos! – oí gritar a Morfans mientras nuestra barrera de escudos avanzaba empujada por el peso enorme de los seis caballos.

Los hombres de la última fila levantaron los escudos para proteger a los grandes brutos de guerra de la lluvia de lanzas, mientras que los de la primera fila nos agachábamos en el río y procurábamos rematar a los que retrocedían ante el empuje de los jinetes. Protegido tras el bruñido escudo de Arturo, acuchillaba con Hywelbaine aprovechando cualquier resquicio en la línea enemiga. Recibí dos sonoros golpes en la cabeza, pero el yelmo los amortiguó, aunque el ruido siguió resonándome en el cráneo durante una hora. Una lanza me dio en la cota maclada pero no la horadó. El hombre que arrojó esa lanza murió a manos de Morfans, y tras su muerte el enemigo perdió coraje y se retiró chapoteando en el agua de la orilla norte del río. Se llevaron a sus heridos, excepto a unos pocos que habían caído muy cerca de nosotros, a los cuales matamos antes de retirarnos a nuestra orilla. Seis de los nuestros se fueron al más allá y el doble resultaron heridos.

–No deberíais estar en primera línea -me dijo Sagramor, contemplando a los heridos que eran transportados a otro lugar-. Descubrirán que no sois Arturo.

–Al menos verán que Arturo lucha -dije-, no como Gorfyddyd y Gundleus.

Los reyes enemigos se mantenían cerca de la batalla, pero alejados del alcance de nuestras armas.

Iorweth y Tanaburs daban grandes voces a los hombres de Gorfyddyd animándolos a matar y prometiéndoles la recompensa de los dioses, pero mientras Gorfyddyd los reorganizaba, un grupo de hombres sin amo cruzó el río para atacarnos por su cuenta. Esa clase de guerreros solía emprender exhibiciones de arrojo con la esperanza de ganar riqueza y rango, y aquellos treinta desesperados cargaron con rabia tan pronto como hubieron superado la parte más profunda del río. Debían de estar borrachos o sedientos de guerra, pues no eran más que treinta contra todos nosotros. La recompensa, en caso de vencer, habría sido tierra, oro, perdón de sus delitos y nombramiento de lores en la corte de Gorfyddyd, pero treinta no eran suficientes. Nos hicieron daño, mas les fue la vida en ello. Todos eran buenos lanceros y llevaban la mano del escudo llena de anillos de guerrero, pero cada uno tenía que enfrentarse a tres o cuatro de nosotros. Abalanzóse contra mi un grupo compacto creyendo ver en la armadura y el blanco penacho de Arturo el camino más rápido a la gloria; pero Sagramor y mis lanceros de cola de lobo salieron a su encuentro. Un hombre corpulento blandía un hacha sajona. Sagramor terminó con él de una estocada de su arma curva, luego cogió el hacha de la mano del moribundo y la arrojó contra otro enemigo; no dejó de cantar ni un momento una extraña canción guerrera en su lengua materna. Recibí además el ataque de un espadachin y paré su golpe lateral con los tachones de hierro del escudo de Arturo, aparté el suyo con Hywelbane y le encajé una patada en las tripas. Doblóse entonces por la cintura con tanto dolor que ni siquiera pudo gritar, e Issa arremetió contra él y le clavó la lanza en el cuello. Despojamos a los atacantes de sus armaduras, armas y joyas y dejamos sus cuerpos en la orilla del vado, a modo de barricada para el siguiente asalto.

El siguiente ataque no se hizo esperar, y fue duro. Al igual que en el primero, en este tercer asalto tomó parte una gran masa de lanceros, pero salimos a su encuentro hasta nuestra orilla del río para que la presión de los hombres de las segundas filas enemigas empujara a sus principales lanceros y les hiciera tropezar con el montón de cadáveres. Al tropezar, abrieron huecos en la defensa que nosotros aprovechamos para contraatacar acuchillando con nuestras rojas lanzas y profiriendo gritos de victoria. Después los escudos chocaron de nuevo, los moribundos gritaban y clamaban a sus dioses y las espadas entrechocaban fragorosamente como los yunques de Magnis. Me encontraba otra vez en primera fila, apretado contra el enemigo a tan poca distancia que olía su aliento de hidromiel. Un hombre intentó quitarme el yelmo y perdió la mano de una estocada. El combate de empujones comenzó de nuevo y una vez más pareció que el enemigo nos haría retroceder a fuerza de peso, pero Morfans volvió a intervenir con sus pesados caballos y nuevamente el enemigo arrojó lanzas que rebotaron en nuestros escudos; hasta que el enemigo hubo de retirarse una vez más. Dicen los bardos que el río bajaba rojo, lo cual no es cierto, aunque si se veían algunos hilillos de sangre que iban deshaciéndose en la corriente; era la sangre de los heridos que intentaban retirarse por el vado sin conseguirlo.

–Podemos luchar contra esos mal nacidos aquí todo el día -dijo Morfan.

Su caballo sangraba y desmontó para curarle la herida.

Hice un gesto negativo con la cabeza.

–Más arriba hay otro vado -le dije, señalando hacia poniente-. No tardarán en colocar lanceros en esta orilla.

Las tropas que habían de rodearnos aparecieron antes de lo que esperaba, pues al cabo de diez minutos un grito de nuestro flanco izquierdo nos avisó de la presencia en la parte occidental del río de un grupo enemigo que avanzaba por nuestra orilla.

–Es el momento de retirarse -me dijo Sagramor. Su rostro negro y bien afeitado tenía sangre y sudor, pero los ojos le brillaban de alegría, pues ésta seria una batalla que haría forjar palabras nuevas a los poetas para describir un combate que seria rememorado a lo largo de muchos inviernos en los salones llenos de humo; una lucha que, aunque se perdiera, enviaría a los guerreros a los salones del más allá con todos los honores-. Es el momento de llevarlos a la trampa -añadió, y dio a voces la orden de retirada.

Y así, el grueso de nuestras fuerzas inició la retirada lenta y torpemente hasta detenerse cien pasos más allá de la aldea y el edificio romano. Nuestro flanco izquierdo se asentó en la empinada ladera occidental del valle, mientras que el derecho quedó protegido por el terreno pantanoso que llevaba al río. A pesar de todo nuestra posícion era mucho más vulnerable que antes, porque la barrera de escudos era desesperadamente poco tupida y el enemigo podía atacarla en toda su longitud.

Gorfyddyd tardó una hora larga en conseguir que sus hombres cruzaran el río y formaran una nueva barrera de escudos. Me imaginé que seria ya mediodía y miré hacia atrás por sí veía alguna señal de Galahad o de los hombres de Tewdric, pero nadie aparecía en lontananza. Aunque tampoco vi, afortunadamente, ni a un solo hombre en la montaña occidental donde Nimue había levantado la valla de espíritus para protegernos por ese lado; de todos modos, Gorfyddyd no necesitaba colocar hombres allí porque su ejército ya era más numeroso que nunca. Habían llegado contingentes de refresco de Branogeníum y los comandantes de Gorfyddyd arrastraban y arrojaban a los recién llegados a la barrera de escudos. Observamos a los capitanes, que enderezaban las líneas con sus largas lanzas, y todos nosotros, a pesar de las amenazas que proferíamos, sabíamos que por cada hombre que habíamos matado en el río, diez más acababan de cruzar el vado.

–Aquí no conseguiremos detenerlos -dijo Sagramor, observando el aumento de las fuerzas enemigas-, tenemos que volver al parapeto de árboles.

En ese momento, antes de que Sagramor pudiera dar la orden de retirada, Gorfyddyd en persona se adelantó para provocarnos. Cabalgó solo, sin siquiera la compañía de su hijo, únicamente con la espada envainada y una lanza, pues no tenía brazo con que sujetar el escudo. El yelmo con ribetes de oro, el que Arturo le devolviera el día de su compromiso con Ceinwyn, estaba rematado con unas alas de águila abiertas y doradas y llevaba el manto negro extendido sobre la grupa del caballo. Sagramor me dijo que no me moviera de donde estaba y salió al encuentro del rey.

En vez de usar las riendas, Gorfyddyd habló a su caballo en voz baja y éste se detuvo obediente a dos pasos de Sagramor. Gorfyddyd apoyó el extremo de la lanza en el suelo, retiróse los protectores de las mejillas y mostró su rostro avinagrado.

–Tú eres el demonio negro de Arturo -dijo a Sagramor, y escupió para espantar el mal-, y tu señor, el amante de la ramera, se refugia tras tu espada. – Volvió a escupir, pero esta vez en direccion a mí-. ¿Por qué no parlamentas conmigo, Arturo? – gritó-. ¿Acaso te has quedado sin lengua?

–Mi señor Arturo -respondió Sagramor con su fuerte acento extranjero- ahorra el aliento para cantar la canción de victoria.

Gorfyddyd levantó la lanza.

–Sólo tengo un brazo -me dijo a voces-, ¡pero lucharé contra ti!

No respondí ni me moví. Sabia que Arturo jamás se enfrentaría en combate singular con un manco; aunque tampoco habría guardado silencio sino que, a esas alturas, estaría abogando ante Gorfyddyd por la paz.

Gorfyddyd no deseaba la paz, quería matar. Recorrió nuestra línea de arriba abajo gobernando al caballo con las rodillas e increpando a nuestros hombres.

–¡Morís porque vuestro señor no puede apartar las manos de una ramera! ¡Morís por una perra de ancas calientes! ¡Una perra que arde en fuego perpetuo! Vuestros espíritus serán malditos. Mis muertos ya están disfrutando en el más allá, pero vuestros espíritus serán sus dados. ¿Y por qué vais a morir? ¿Por su ramera pelirroja? – dijo señalándome con la lanza; entonces azuzó al caballo directamente hacia mi y retrocedí para que no percibiera, por la ranura de la visera del yelmo, que yo no era Arturo, y mis lanceros cerraron filas para protegerme. Gorfyddyd soltó una risa sarcástica ante mi aparente timidez. Su caballo estaba tan cerca de mis hombres que podían tocarlo, pero él no mostró temor de las lanzas cuando me escupió-. ¡Mujer! – me llamó, su peor insulto.

Rozó al caballo con el pie izquierdo, la bestia dio media vuelta y salió al galope hacia los suyos.

Sagramor se dirigió a nosotros con los brazos en alto.

–¡Atrás! – gritó-. ¡Al parapeto! ¡Rápido! ¡Atrás!

Dimos la espalda al enemigo e iniciamos la marcha a paso vivo. Cuando vieron que nuestras dos enseñas se retiraban, rompieron a gritar pensando que huíamos y rompieron filas para lanzarse a la persecución; sin embargo, habíamos iniciado la maniobra con mucha ventaja y pasamos todos al otro lado del parapeto de árboles mucho antes de que los hombres de Gorfyddyd pudieran darnos alcance. Formamos rápidamente tras el parapeto y yo me situé en el lugar de Arturo, en el centro mismo, por donde pasaba el camino despejado entre los árboles amontonados. Dejamos el hueco libre de obstáculos intencionadamente con la esperanza de que Gorfyddyd concentrara el ataque en ese punto y nuestros flancos pudieran tomarse un respiro. Icé las dos enseñas de Arturo allí y me dispuse a esperar el asalto.

Gorfyddyd daba instrucciones a grandes voces para que los soldados reorganizaran la barrera de escudos. El rey Gundleus se puso al frente del flanco derecho y el príncipe Cuneglas dirigió el izquierdo. Tal disposición no parecía indicar que Gorfyddyd hubiera mordido el anzuelo del hueco abierto, sino que tenía intenciones de atacar en todo el frente a la vez.

–¡Este es vuestro puesto! – gritó Sagramor a nuestros lanceros-. ¡Sois guerreros! ¡Ahora vais a demostrarlo! ¡Éste es vuestro puesto, matad aquí y venced aquí!

Morfans había obligado a su caballo a subir un poco por la ladera occidental, desde donde observaba el valle que se extendía hacia el norte, considerando si seria el momento oportuno de tocar el cuerno y llamar a Arturo; pero los refuerzos del enemigo todavía cruzaban el vado y regresó sin haberse llevado el cuerno de plata a los labios.

El cuerno que sí sonó fue el de Gorfyddyd, un estentóreo cuerno de carnero que no hizo avanzar la fila de escudos sino que precipitó a doce hombres desnudos y locos fuera de la línea y los lanzó hasta el centro de la nuestra. Esa clase de hombres encomiendan su espíritu a los dioses y embotan sus sentidos con una mezcla de hidromiel, zumo de manzanas silvestres, mandrágora y belladona, bebedizo capaz de producir alucinaciones de pesadilla, aunque quite el miedo. A pesar de tratarse de hombres locos, borrachos y desnudos, eran peligrosos porque les movía el único propósito de abatir a los comandantes enemigos. Se abalanzaron hacia mi con la boca llena de espumarajos de las hierbas mágicas que habían mascado, levantando las lanzas por encima de la cabeza y dispuestos a terminar conmigo.

Mis lanceros de cola de lobo avanzaron a su encuentro. A aquellos desnudos no íes importaba morir; se arrojaron contra nosotros como dando la bienvenida a las puntas de las lanzas. Un bruto desnudo se tiró a los ojos de uno de mis hombres escupiéndole en la cara y le hizo retroceder. Issa acabó con él, pero otro logró matar a uno de mis mejores lanceros y cantó victoria a grandes gritos, plantado con las piernas separadas, los brazos levantados, la lanza ensangrentada en la mano ensangrentada, y todos mis hombres creyeron que los dioses nos habían abandonado; Sagramor le rajó las tripas y le cortó la cabeza casi por completo incluso antes de que el cuerpo cayera a tierra. Escupió al cadáver desnudo y destripado y volvió a escupir en dirección a la barrera de escudos del enemigo; ellos, al ver el desorden del centro de la nuestra, cargaron.

Mis hombres se realinearon precipitadamente y la barrera se dobló por el centro bajo el peso de los lanceros. La poco nutrida formación que cerraba el camino se combó como un árbol joven, pero logramos resistir. Nos animábamos unos a otros, clamábamos a los dioses, acuchillábamos y cercenábamos mientras Morfans y sus hombres recorrían la formación de lado a lado a caballo, arrojándose al combate allá donde pareciera que el enemigo estuviera a punto de rompernos la defensa. Los flancos quedaban protegidos por el parapeto y se defendían mejor, pero en el centro el combate era desesperado. Yo ya era presa del delirio, la euforia de la batalla me arrastraba. Perdí la lanza a manos de un enemigo y desenvainé a Hywelbane, pero no asesté el primer golpe porque hube de detener con el escudo plateado de Arturo el impacto de otro escudo enemigo.

Los escudos entrechocaron con estrépito, mi oponente asomó la cara por un momento, lancé una estocada directa y, de súbito, la presión sobre el escudo cedió. El hombre cayó formando una barrera sobre la que habían de pasar sus camaradas. Issa mató a un hombre y recibió un lanzazo en el brazo del escudo que le empapó la manga de sangre, pero continuó luchando. Yo repartía tajos a diestra y siniestra en el espacio que había dejado mí enemigo al caer y trataba de abrir una brecha en la defensa de Gorfyddyd. Una vez vi al monarca enemigo, que me observaba desde el caballo mientras yo gritaba, atacaba y provocaba a sus hombres para que vinieran a tomar mi espíritu. Algunos se atrevieron con la esperanza de convertirse en tema de canciones, pero sólo encontraron la muerte. Hywelbane chorreaba sangre, yo tenía ya la mano empapada y pegajosa, y también la manga de la pesada cota maciada, pero ni una gota era sangre mía.

Nuestra barrera, cuyo centro no contaba con la protección del parapeto de árboles, estuvo a punto de romperse en una ocasión, pero los hombres de Morfans taparon el hueco con los caballos. Una de las bestias murió entre relinchos de agonía, coceando y desangrándose en el suelo. Después recompusimos la barrera de escudos y empujamos de nuevo contra el enemigo, que poco a poco, lentamente, iba asfixiándose bajo la presión de los muertos y los moribundos caídos por entrambos bandos. Nimue estaba situada detrás de nosotros, aullando y lanzando maldiciones sin fin.

El enemigo se retiró y por fin pudimos descansar. Todos estábamos cubiertos de sangre y barro, resollábamos como perros y teníamos los brazos fatigados. Comenzaron a circular entre las filas noticias sobre los camaradas. Minac había muerto, tal hombre estaba herido, tal otro agonizaba. Los unos curaban heridas a los otros y juraban defenderse mutuamente hasta la muerte. Intenté aliviar el peso mortificante de la armadura de Arturo, que me había producido dolorosas rozaduras en los hombros.

El enemigo estaba cansado, los hombres que habían luchado contra nosotros habían probado el temple de nuestras espadas y nos temían; no obstante, atacaron de nuevo. Fue la guardia de Gundleus la encargada de asaltar el centro, y salimos a su encuentro hasta el macabro montón de cadáveres y moribundos, despojos del ataque anterior; esto fue nuestra salvación, porque los lanceros contrarios no podían trepar por los cuerpos y protegerse al mismo tiempo. Así, partimos tobillos, rajamos piernas y clavamos lanzas al caer los hombres, que a su vez hacían crecer más el sangriento parapeto. Negros cuervos trazaban círculos en el aire, sobre el vado, alas serradas contra el cielo pardo. Vi a Ligessac, el traidor que entregara a Norwenna a la espada de Gundleus, e intenté abrirme camino hasta él, pero el tumulto de la batalla se lo llevó lejos de Hywelbane. El enemigo se retiró de nuevo y ordené a mis hombres con voz ronca que trajeran pellejos de agua del río. Todos estábamos sedientos, empapados de sangre y sudor. Yo tenía un rasguño en la mano de la espada, pero nada más. Supuse que mi buena suerte en la batalla se debía a que había estado en el pozo de la muerte.

El enemigo empezó a situar tropas de refresco en primera línea. Unos llevaban el águila de Cuneglas, otros el zorro de Gundleus, y algunos enseñas que no habíamos visto nunca. Oí un clamor a la espalda y me volví con la esperanza de ver llegar a los hombres de Tewdric en uniforme romano, pero fue a Galahad a quien vi, a lomos de un caballo sudoroso. Se detuvo detrás de nuestras lineas y a punto estuvo de caer de la montura por la prisa que tenía en unírse a nosotros.

–Creí que llegaba tarde -dijo.

–¿Van a venir? – pregunte.

Tardó un poco en responder, pero antes de que hablara yo ya sabia que nos habían abandonado.

–No -dijo al fin.

Lancé una maldición y volví a mirar al enemigo. Sólo los dioses nos habían salvado en el último ataque, y sólo ellos sabían cuánto resistiríamos a partir de aquel momento.

–¿Nadie vendrá? – pregunté con amargura.

–Unos pocos, quizás. – Anunció las malas noticias en voz baja-. Tewdric cree que estamos condenados y Agrícola dice que deberían acudir en nuestra ayuda, pero Meurig quiere dejarnos morir. Están todos discutiendo; de todos modos, Tewdric proclamó que todo aquel que deseara morir aquí tenía licencia para seguirme. Tal vez unos pocos se hayan puesto en camino.

Rogué por que así fuera, pues los contingentes de la leva de Gorfyddyd que acababan de llegar se habían situado en el monte occidental, aunque ni uno solo de la harapienta horda había osado todavía cruzar la valla de espíritus de Nimue. Juzgué que podríamos resistir dos horas más y después estaríamos sentenciados, aunque seguro que Arturo llegaría antes.

–¿No ha habido señales de los irlandeses Escudos Negros? – pregunté a Galahad.

–No, a Dios gracias -dijo.

Una pequeña bendición en un día sin bendiciones apenas, aunque media hora después de la llegada de Galahad recibimos algún refuerzo. Siete hombres cabalgaban hacia el norte en dirección a nuestra maltrecha barrera de escudos, siete hombres vestidos para la guerra, con lanzas, escudos y espadas, con el símbolo del halcón en el escudo, el halcón de Kernow, enemigo nuestro. Sin embargo, aquellos hombres no acudían como enemigos. Eran seis guerreros avezados y curtidos con su Edling a la cabeza, el príncipe Tristan.

Pasada la primera emoción de los saludos, Tristán justificó su presencia.

–En una ocasión Arturo luchó por mi, hace mucho tiempo que deseaba devolverle el favor.

–¿A costa de vuestra vida? – cuestionó Sagramor gravemente.

–Él arriesgó la suya -replicó Tristán con sencillez. El recuerdo que yo guardaba de él era el de un hombre alto y atractivo, y seguía siendo así, aunque los años habían entristecido su expresión y parecía más fatigado, como si hubiera sufrido numerosas decepciones-. Es posible que mi padre no me perdone jamás el haber venido aquí -añadió compungido-, pero yo no podría perdonarme la ausencia.

–¿Cómo se encuentra Sarlinna? – le pregunté.

–¿Sarlinna? – Tardó unos segundos en recordar a la pequeña que había acusado a Owain en Caer Cadarn-. ¡Ah, Sarlinna! Se casó con un pescador. – Sonrió-. Vos le regalasteis un gatito, ¿no es así?

Colocamos a Tristán y a sus hombres en el centro, el lugar de honor en aquel campo de batalla, aunque durante el siguiente ataque el enemigo no dirigió las fuerzas al centro sino a la barrera de árboles que protegía nuestros flancos. Durante un tiempo la zanja, poco profunda, y las enredadas ramas del parapeto les causaron dificultades, pero no tardaron en aprender a utilizar los árboles caídos como protección; lograron penetrar limpiamente por algunas partes y curvar de nuevo nuestra línea hacia atrás de nuevo. Pero una vez más logramos contenerlos y Griffid, mi antiguo enemigo, se cubrió de gloria acabando con la vida de Nasiens, el paladín de Gundleus. Los escudos chocaban sin cesar. Quebrábanse las lanzas, saltaban las espadas hechas pedazos y resquebrajábanse los escudos en el embate de hombres exhaustos contra hombres fatigados. El ejército de leva se agrupó en la cima del monte y observaba desde lejos la valla de espíritus de Nimue; Morfans obligó una vez más a su cansado caballo a subir por la peligrosa pendiente. Estuvo mirando hacia el norte y todos rogamos por que hiciera sonar el cuerno. Observó al enemigo largo rato y debió de sentirse satisfecho al ver a todas las tropas enemigas atrapadas por fin en el valle, pues se llevó el cuerno de plata a la boca y envió la esperada llamada por encima del fragor de la batalla.

Nunca el sonido de un cuerno había causado tanta alegría. Nuestras filas empujaron a una y las espadas abolladas cayeron sobre el enemigo con energía renovada. El cuerno de plata emitió su nota pura y limpia una y otra vez avisando para la matanza, y cada vez que sonaba, nuestros hombres empujaban y avanzaban entre las ramas de los árboles amontonados cortando, cercenando y gritando al enemigo, el cual, temiéndose una encerrona, miraba con inquietud la extensión del valle sin dejar de defenderse. Gorfyddyd ordenó a sus hombres que rompieran nuestra defensa en ese momento y su guardia real dirigió el ataque contra nuestras posiciones centrales. Oí a los hombres de Kernow lanzar sus gritos de guerra y satisfacer de ese modo la deuda de su Edling. Nimue estaba entre los lanceros blandiendo una espada con ambas manos. Le grité que se alejara, pero la sed de sangre se había apoderado de su espíritu y luchaba fanáticamente. Inspiraba temor al enemigo, pues sabían que estaba con los dioses, y los hombres procuraban evitarla en vez de enfrentarse a ella; de todas formas, me alegré cuando Galahad la sacó de un empujón del centro de la batalla. Aunque Galahad hubiera llegado tarde, batiase con un regocijo salvaje que obligaba al enemigo a recular sobre el montículo de muertos y moribundos.

El cuerno sonó por última vez y finalmente Arturo se lanzó a la carga.

Sus lanceros, vestidos de armadura, salieron de su escondite, al norte del río, y sus caballos entraron en el vado como una tormenta repentina, levantando espuma. Pisotearon a los muertos del primer enfrentamiento y cargaron con sus brillantes lanzas contra las unidades de la retaguardia enemiga. Las filas se esparcían como broza en el aire al paso de los caballos herrados, que lograron adentrarse mucho en el ejército de Gorfyddyd. Los hombres de Arturo se dividieron en dos grupos y abrieron sendos canales en la masa de lanceros. Cargaron, dejaron las lanzas en los cuerpos y continuaron matando con las espadas.

Por un momento, por un breve momento triunfal, creí que el enemigo rompería filas, pero Gorfyddyd, previniendo el mismo peligro, ordenó formar otra barrera de escudos de cara al norte. Sacrificaría a los hombres de la retaguardia y formaría otra línea de lanzas con las últimas filas de sus tropas delanteras. Y la táctica dio resultado. ¡Con cuánta razón me decía Owain, hacia ya tanto tiempo, que ni siquiera los caballos de Arturo se lanzarían a la carga contra una barrera de escudos bien formada! Y no lo hicieron. Arturo sembró la muerte y el pánico entre un tercio del ejército de Cuneglas, pero los demás formaron atinadamente y se enfrentaron al reducido contingente de caballería.

A pesar de todo, el enemigo nos seguía superando en número.

Tras el parapeto de árboles, nuestras lineas no contaban con más de dos hombres por puesto, y en algunos puntos uno solo. Arturo no logró llegar hasta nosotros y Gorfyddyd sabia que jamás lo lograría mientras la barrera de escudos se mantuviera firme frente a los caballos. Formó dicha barrera de escudos, dejó al tercio perdido de su ejército a merced de Arturo y colocó al resto de sus hombres frente a Sagramor. Gorfyddyd comprendía la estrategia de Arturo y se la echó por tierra, de modo que estaba en condiciones de azuzar a sus hombres a la batalla con confianza renovada, aunque en esta ocasión, en vez de ordenar el ataque a lo largo de toda nuestra barrera, lo concentró en el extremo occidental del valle en un intento de rompernos el flanco izquierdo.

Los hombres del flanco izquierdo lucharon, mataron y murieron, pero pocos habrían sido capaces de mantener la barrera mucho tiempo, y ninguno lo habría conseguido desde el momento en que los silurios de Gundleus nos rodearon situándose en las pendientes más bajas del monte, sin llegar a la macabra valla de espíritus. Atacaron brutalmente y nos defendimos con pareja ferocidad. Los hombres de Morfans que aún sobrevivían se arrojaron contra los silurios, Nimue los cubrió de maldiciones y los recién llegados hombres de Tristán se debatieron como campeones; pero aunque hubiéramos contado con el doble de los que éramos, no habríamos podido evitar que el enemigo nos rodeara, y así, nuestro frente de batalla, retorciéndose como una culebra, desembocó en la orilla del río, donde formamos un semicírculo de defensa en torno a las dos enseñas y a unos cuantos heridos que pudimos arrastrar con nosotros.

Fueron momentos espantosos. Vi romperse nuestra barrera de escudos, vi al enemigo dar comienzo a la matanza de los que huían y después corrí con los demás al desesperado corrillo de supervivientes. Sólo hubo tiempo para improvisar una barrera de escudos poco compacta y quedarnos mirando a las fuerzas triunfadoras de Gorfyddyd, que perseguían y mataban a nuestros fugitivos. Tristán sobrevivió, y también Galahad y Sagramor, pero era magro consuelo, pues habíamos perdido la batalla y sólo restaba morir como héroes. En la mitad norte del valle, Arturo seguía detenido por la barrera de escudos, mientras que en el sur nuestra barrera, que había resistido al enemigo durante toda la jornada, se había roto y sus restos se hallaban rodeados. Habíamos comenzado la batalla con doscientos hombres y quedábamos pocos más de cien.

El príncipe Cuneglas se acercó a caballo a pedir nuestra rendición. Su padre se hallaba al frente de los hombres que luchaban contra Arturo y no le importó dejar en manos de su hijo y del rey Gundleus la destrucción de los restantes lanceros de Sagramor. Al menos, Cuneglas no insultó a mis hombres. Frenó su caballo a doce pasos de nuestra línea y levantó la mano derecha, vacía, en señal de tregua.

–¡Hombres de Dumnonia! – les dijo-. Habéis luchado bien, pero seguir luchando es procurarse una muerte segura. Os ofrezco la vida.

–Estrenaos al menos con la espada antes de pedir la rendición a unos hombres valientes -le grité.

–Tenéis miedo de luchar, ¿no es así? – se burló Sagramor, pues hasta el momento ninguno habíamos visto a Gorfyddyd, a Cuneglas ni a Gundleus en el frente de batalla.

El rey Gundleus permanecía en su caballo a pocos pasos de Cuneglas. Nimue le lanzaba maldiciones pero no sabría decir si él llegó a percibir su presencia o no. Si llegó a verla, no le importaría porque estábamos todos atrapados y condenados.

–¡Enfrentaos conmigo ahora! – le dije a Cuneglas-. Hombre contra hombre, si os atreveis.

Cuneglas me miró con expresión triste. Yo estaba cubierto de sangre y barro, sudoroso, magullado y dolorido, mientras que él aparecía elegante con su cota corta de malla y su yelmo rematado con plumas de águila. Me dedicó una media sonrisa.

–Sé que no sois Arturo -dijo-, pues le he visto a lomos de un caballo, pero seáis quien seáis, habéis combatido noblemente. Os ofrezco la vida.

Me quité el asfixiante y sudado yelmo de la cabeza y lo arrojé al centro del semicírculo.

–Me conocéis, lord príncipe -dije.

–Lord Derfel -dijo, haciéndome el honor de reconocerme-. Lord Derfel Cadarn, si os doy mi palabra de respetar vuestra vida y la de vuestros hombres, ¿os rendiréis?

–Lord príncipe, no soy yo quien da las órdenes aquí. Debéis hablar con lord Sagramor.

Sagramor se situó a mi lado y se quitó el yelmo negro rematado por una espiral; había recibido el impacto de una lanza y tenía una costra de sangre en el pelo, rizado y negro.

–Lord príncipe -dijo con cautela.

–Os ofrezco la vida -repitió Cuneglas- a cambio de la rendición.

Sagramor señaló con su espada curva hacia el norte del valle, donde los jinetes de Arturo dominaban.

–Mi señor no se ha rendido -le dijo a Cuneglas-, por tanto yo no puedo rendirme. Sin embargo -levantó la voz- libero a mis hombres de su juramento.

–Yo también -dije a mis hombres.

Sin duda algunos sintieron la tentación de abandonar las filas, pero ante el abucheo de otros, nadie se movió; aunque quizás el abucheo que oi no fuera más que las burlas de unos hombres cansados. El príncipe Cuneglas aguardó unos segundos y después sacó dos finas torques de oro de una bolsa que llevaba al cinturón. Nos sonrio.

–Rindo homenaje a vuestro valor, lord Sagramor. Os rindo homenaje a vos, lord Derfel. – Arrojó el oro a nuestros pies. Yo recogí una torques y apreté los extremos para ajustármela al cuello-. Derfel Cadarn -añadió Cuneglas sonriendo.

–Hablad, lord príncipe.

–Mi hermana me ha pedido que os salude, y así lo hago.

Mi espíritu, tan próximo a la muerte, saltó de dicha al oir esas palabras.

–Saludadla también de mi parte, lord príncipe -respondí-, y decidle que espero disfrutar de su compañía en el más allá.

Entonces, la idea de no volver a ver a Ceinwyn en este mundo se sobrepuso a la felicidad y me embargó un deseo incontenible de llorar. A Cuneglas no le pasó desapercibida mi tristeza.

–No es necesario morir, lord Derfel -dijo-. Os ofrezco la vida y os garantizo seguridad. Os ofrezco mi amistad también, sí estáis dispuesto a aceptaría.

–Sería un honor, lord príncipe, pero mientras mi señor luche, yo lucho.

Sagramor se puso el yelmo de nuevo y se estremeció ligeramente al rozar el metal la herida de la lanza.

–Os doy las gracias, lord príncipe -le dijo a Cuneglas-, pero escojo luchar contra vos.

Cuneglas dio media vuelta. Miré mi espada, mellada y pegajosa, y miré a mis hombres.

–Aunque no hayamos logrado otra cosa -les dije-, al menos es seguro que el ejército de Gorfyddyd tardará muchos días en marchar sobre Dumnonia. ¡Quizá nunca lo consiga! ¿Quién

se atreverá a enfrentarse dos veces contra hombres como nosotros?

–Los irlandeses Escudos Negros -replicó Sagramor, y señaló con la cabeza hacia la ladera, donde la valla de espíritus había protegido aquel flanco todo el día.

Y allí, tras los postes mágicos, vimos una banda guerrera con los escudos redondos y negros y las temibles lanzas largas de los irlandeses. Era la guarnición de Monte Coel, los irlandeses Escudos Negros de Oengus Mac Airem que acudían a participar en la carnicería.

Arturo seguía luchando. Había reducido a despojos rojos a un tercio del ejército enemigo, pero el resto le tenía en jaque. Cargaba una y otra vez esforzándose por romper la barrera, pero no hay caballo en la tierra capaz de atravesar un matorral de hombres, escudos y lanzas. Incluso Llamrei flaqueó. Pensé que sólo faltaba clavar a Excalibur profundamente en el suelo teñido de sangre y desear que el dios Gofannon acudiera a rescatarlo desde el abismo más profundo del otro mundo.

No acudió dios alguno, ni tampoco los hombres de Magnis. Más tarde supimos que unos cuantos voluntarios se habían puesto en camino, pero llegaron tarde.

El ejército de leva de Powys permanecía en la montaña, sin atreverse a cruzar la valla de espíritus; se les habían juntado más de cien guerreros irlandeses, que empezaron a marchar hacia el sur con la intención de pasar rodeando a los espíritus vengativos de la valla. Pensé que al cabo de media hora esos Escudos Negros se unirían al ataque final de Cuneglas; entonces fui a hablar con Nimue.

–Vete nadando por el río -le dije-. Sabes nadar,¿verdad?

–Si tu mueres aquí, Derfel -dijo levantando la mano izquierda, la de la cicatriz-, yo también.

–Tienes que…

–Calla, eso es lo que tú tienes que hacer. – Se puso de puntillas y me besó en la boca-. Mata a Gundleus antes de morir, hazlo por mí -me rogó.

Uno de nuestros lanceros empezó a cantar la canción de muerte de Weriinna y los demás nos unimos a la lenta y triste melodía. Cavan, el manto ennegrecido de sangre, golpeaba con una piedra el encaje de la punta de la lanza para ajustarla a la vara.

–Nunca pensé que terminaría así -le dije.

–Ni yo, señor -me contestó, levantando la mirada.

Hasta la cola de lobo tenía empapada de sangre, y el yelmo hendido. Un vendaje de trapo le envolvía el muslo izquierdo.

–Creí que tenía buena suerte -dije-, siempre lo creí, aunque eso debemos de creerlo todos.

–No todos, señor, pero si los mejores jefes.

Se lo agradecí con una sonrisa.

–Me habría gustado ver el sueño de Arturo hecho realidad -añadí.

–Los guerreros nos quedaríamos sin ocupación, si así fuera -replicó Cavan, adusto como de costumbre-. Todos seríamos administradores o campesinos. Tal vez sea mejor como es. Un último combate y… al otro mundo, a servir a Mitra. Allí lo pasaremos bien, señor. Mujeres de carnes generosas, buenas peleas, hidromiel fuerte y oro para siempre.

–Me alegraré de tenerte allí por compañero -le dije, aunque no sentía el menor atisbo de alegría.

No quería irme al otro mundo todavía, no mientras Ceinwyn viviera aun en éste. Apreté la armadura contra el pecho a la altura del broche hasta que lo noté y pensé en el delirio que nunca seria posible. Pronuncié su nombre en voz alta y Canvan me miró confuso. Estaba enamorado y moriría sin siquiera haber tomado la mano de mi amada y sin volver a ver su rostro.

Luego hube de olvidarme de Ceinwyn porque los Escudos Negros de Demetia, en vez de rodear la valía, habían decidido cruzarla directamente arriesgándose al castigo de los espíritus, y enseguida comprendí por qué. Apareció un druida en la loma guiándolos por entre los espíritus. Nimue vino a mi lado y contempló la ladera por donde descendía una silueta de gran estatura y largas piernas, con túnica y capucha blancas, tras la cual descendían los irlandeses, y tras sus lanzas y escudos, el ejército de leva de Powys pertrechado con arcos, azadones, hachas, lanzas, palos y horcas.

Mis hombres dejaron de cantar, apretaron las lanzas en la mano y unieron los extremos de sus escudos para hacer más compacta la barrera defensiva. El enemigo, que ya había formado en orden de ataque, volvióse a contemplar al druida, que traía consigo a los irlandeses. Iorweth y Tanaburs salieron a recibirlo, pero el recién llegado les hizo seña con su larga vara de que se apartaran del camino y luego se retiró la capucha; entonces vimos su luengas barbas trenzadas y su cabello recogido en una cola con cinta negra. Era Merlín.

Nimue gritó al verlo y echó a correr a su encuentro. El enemigo le abrió paso, y de igual forma se apartaron al paso de Merlín, que avanzaba hacia ella. Los druidas podían moverse a su albedrío incluso en medio de un campo de batalla, y aquel druida era el más famoso y poderoso de toda la tierra. Nimue siguió corriendo y Merlín abrió los brazos para acogerla; la felicidad del esperado reencuentro la hizo sollozar y lo abrazó con sus delgados brazos blancos. Sentí una alegría repentina por ella.

Merlín la tomó con un brazo por los hombros y siguio caminando hacia nosotros. Gorfyddyd había observado la llegada del druida y corrió al galope hacia nuestra parte del campo de batalla. Merlín lo saludó levantando la vara, pero no respondió a sus preguntas. La banda irlandesa se detuvo al pie de la montaña y los guerreros formaron su temible barrera de escudos

negros.

Merlín se dirigió hacia mi, igual que el día en que me salvó la vida en Caer Sws, avanzando con fría e imponente majestad. Su rostro oscuro no sonreía, no había rastro de alegría en sus ojos profundos, sino una expresión de furia feroz que me hizo postrarme de hinojos e inclinar la cabeza ante él. Secundóme Sagramor y, súbitamente, nuestra destrozada banda de lanceros en pleno se arrodilló ante el druida.

Merlín alargó la lanza y tocó en los hombros primero a Sagramor y después a mi.

–Alzaos -dijo en voz baja y severa, antes de volverse hacia el enemigo.

Soltó a Nimue y levantó la negra vara con ambas manos por encima de su cabeza tonsurada. Quedóse mirando fijamente el ejército de Gorfyddyd y bajó la vara lentamente, y fue tal la autoridad de su rostro antiguo y alargado y de su gesto lento y seguro que también el enemigo en pleno se postró ante él. Sólo los dos druidas permanecieron de pie, y los pocos jinetes en sus

caballos.

–He pasado siete años -dijo Merlín con una voz que resonó claramente por todo el valle, hasta el mismo centro, de modo que Arturo y sus hombres lo oyeron- errando en pos de la sabiduría de Britania para recuperar el poder de nuestros antepasados, el que abandonamos cuando llegaron los romanos. He buscado los objetos que han de devolver esta tierra a sus verdaderos dioses, a sus propios dioses, a nuestros dioses, los que nos crearon y a los que hemos de convencer para que regresen y nos asistan. – Hablaba despacio y con palabras sencillas para que todos oyeran y entendieran-. Ahora necesito ayuda. Necesito hombres con espadas, hombres con lanzas, hombres de corazón valiente que vengan conmigo a tierras enemigas a rescatar el último tesoro de Britania. Busco la olía de Clyddno Eiddyn. La olla es nuestro poder, el poder que perdimos, la última esperanza de volver a hacer de Britania la isla de los dioses. No os prometo sino duras contiendas ni más recompensa que la muerte, ni más alimento que amargura ni más bebida que hiel; a cambio pido vuestras espadas y vuestras vidas. ¿Quién me acompaña a buscar la olla?

Formuló la pregunta bruscamente. Esperábamos que hablase del derramamiento de sangre que había teñido de rojo el verde valle, pero pasó por alto el cruento enfrentamiento como detalle irrelevante, casi como si no se hubiera dado cuenta de que había irrumpido en medio de un campo de batalla.

–¿Quién me acompaña? – insistió.

–¡Lord Merlín! – gritó Gorfyddyd antes de que hombre alguno respondiera. El rey enemigo se abrió paso a caballo entre las filas de hombres arrodillados-. ¡Lord Merlín! – repitió con tono furioso y con expresíon amarga.

–Gorfyddyd -respondió Merlín.

–¿Vuestra misión de la olla podría esperar una breve hora? – inquirió Gorfyddyd sarcásticamente.

–Puede esperar un año, Gorfyddyd ap Cadeil. Puede esperar cinco años. Puede esperar eternamente, pero no es aconsejable.

Gorfyddyd llevó el caballo al pasillo abierto entre las dos barreras de escudos. El druida ponía en peligro su gran victoria y su derecho a proclamarse rey supremo, de modo que hizo virar al caballo hacia sus hombres, se apartó los protectores de las mejillas de su yelmo alado y levantó la voz.

–Tiempo habrá de reunir lanzas para la búsqueda de la olla -dijo a sus hombres-; antes habéis de castigar al protector de la ramera y saciar la sed de vuestras lanzas en el espíritu de sus hombres. Estoy obligado por un juramento y no permitiré que hombre alguno, ni siquiera lord Merlín, impida el cumplimiento de mi palabra. No puede haber paz ni olla mientras el amante de esa ramera contin·e con vida. – Volvióse a mirar al mago-. ¿Pretendéis salvar la vida al amante de la ramera iniciando esa búsqueda?

–Gorfyddyd ap Cadell -replicó Merlín-, nada me importaría que la tierra se abriera y se tragara a Arturo con su ejército. Y a vos mismo, de paso.

–¡Entonces, a la lucha! – gritó Gorfyddyd, y con su uníco brazo desenvainó la espada-. Estos hombres -dijo dirigiéndose a los suyos pero señalando nuestras enseñas- son vuestros. Sus tierras, sus rebaños, su oro y sus hogares son para vosotros. Sus mujeres y sus hijas son vuestras rameras a partir de ahora. Os habéis enfrentado con ellos hasta aquí, ¿los dejaréis escapar ahora? La olla no desaparecerá con sus vidas, pero vuestra victoria si, si no terminamos lo que vinimos a hacer. ¡A la lucha!

Tras un instante de silencio, los ejércitos de Gorfyddyd se pusieron en pie y comenzaron a golpear las lanzas contra los escudos. Gorfyddyd echó a Merlín una mirada triunfadora, hincó los talones al caballo y volvió entre sus clamorosas filas.

Merlín se dirigió a Sagramor y a mí.

–Los irlandeses Escudos Negros -dijo sin darle importancia- están de vuestra parte. He hablado con ellos. Atacarán a los hombres de Gorfyddyd y obtendréis una gran victoria. Que los dioses os concedan fuerza.

Dio media vuelta, tomó a Nimue por los hombros y se alejó entre las filas enemigas, que se apartaron para dejarles pasar.

–¡Al menos lo habéis intentado! – le gritó Gorfyddyd.

El rey de Powys estaba a las puertas de su gran victoria, el vértigo de semejante perspectiva le había prestado confianza para desafiar al druida, pero Merlín desoyó el alarde jactancioso del rey y se alejó en compañía de Tanaburs e Iorweth.

Issa me trajo el yelmo de Arturo y volví a ponérmelo, satisfecho de la protección que me proporcionaría en los últimos momentos de la batalla.

El enemigo reordenó su barrera de escudos. Pocos insultos se oyeron en esta ocasión, pues pocos hombres conservaban aún energías para algo más que prestarse a la inminente carnicería a orillas del río. Gorfyddyd, por vez primera en toda la jornada, desmontó y se situó en primera línea. No tenía escudo, pero aun así dirigiría el último asalto, en el que habría de aplastar el poder de su odiado enemigo. Levantó la espada, la mantuvo en alto unos segundos y la bajó.

El enemigo se lanzó a la carga.

Salimos a su encuentro adelantando escudos y lanzas y las dos barreras chocaron con un estrépito horrísono. Gorfyddyd intentó traspasar el escudo de Arturo con la espada, pero detuve el golpe desviándolo y ataqué con Hywelbane. La espada rebotó en su yelmo y cortó una de sus alas de águila; quedamos pegados uno a otro, restringidos nuestros movimientos por la presión de los hombres que empujaban desde atras.

–¡Empujad! – gritó Gorfyddyd a sus hombres, y me escupió por encima del escudo-. Tu amante de la ramera -me dijo sobreponiéndose al fragor de la batalla- se oculta mientras tú combates.

–No es ramera, lord rey -le dije, e intenté librar a Hywebane para encajarle un golpe, pero el acero estaba inmovilizado entre los escudos y los hombres.

–Aceptó todo el oro que le di -dijo Gorfyddyd-, y yo no pago a las mujeres si no abren las piernas.

Traté de pincharle los pies, pero la espada rebotó contra el faldón de su armadura. Rióse el rey de mi intento fallido y escupióme una vez más; luego levantó la cabeza al oir un grito de guerra estremecedor.

Los irlandeses atacaban. Los Escudos Negros de Oengus Mac Airem siempre cargaban con un grito ululante, un grito de guerra terrorífico que parecía surgir de una complacencia inhumana en la carnicería. Gorfyddyd gritaba a sus hombres que empujaran e hincaran las armas, que rompieran nuestra diminuta barrera, y durante unos segundos los hombres de Powys y Siluria nos golpearon con inusitado frenesí creyendo que los Escudos Negros acudían en su ayuda; pero otros gritos de las filas de retaguardia les advirtieron de la traición de los Escudos Negros, pues habían cambiado de bando. Los irlandeses entraron a cuchillo entre las filas de Gorfyddyd; sus largas lanzas daban fácilmente en el blanco, y de súbito, a gran velocidad, los hombres de Gorfyddyd empezaron a caer como el agua de un pellejo agujereado.

El pánico y el miedo ensombrecieron el rostro de Gorfyddyd por un momento.

–¡Rendios, lord rey! – le grité, pero sus guardias encontraron un hueco por donde atacar con espada, y mientras yo me defendía desesperadamente, perdí de vista al rey por unos segundos; al cabo, Issa me dijo a gritos que habían herido a Gorfyddyd.

Hallábase Galahad a mi lado, atacando y parando golpes cuando de pronto, como por ensalmo, el enemigo empezó a huir. Nuestros hombres se lanzaron en persecución de los soldados de Powys y Siluria y, junto con los Escudos Negros, los arrearon como si fueran ovejas hacia el lugar donde esperaban Arturo y sus jinetes para acabar con ellos. Busqué a Gundleus y lo vi una vez entre una muchedumbre que corría, cubierta de barro y sangre; luego lo perdí de vista.

Harto había visto el valle la muerte aquel día, pero en aquel momento hubo de ver la masacre total, pues nada propicia la carnicería como el enemigo rompiendo filas. Arturo intentó impedirlo, pero nada habría podido detener semejante avalancha de furor desatado; los jinetes cabalgaban como dioses vengadores entre la multitud aterrorizada y nosotros perseguíamos y abatíamos a los fugitivos en una orgia de sangre. Muchos enemigos lograron escapar a los caballos y ponerse a salvo al otro lado del vado, pero muchos más se vieron obligados a refugiarse en la aldea, donde por fin tuvieron tiempo y espacio para formar una nueva barrera de escudos. Entonces fueron ellos los que quedaron rodeados. Cuando nos detuvimos alrededor de la aldea, la luz de la tarde caía sobre el valle tiñendo los árboles con los primeros rayos pálidos y amarillos de aquel largo y sangriento día. Jadeábamos y nuestras espadas y lanzas chorreaban sangre.

Arturo, con la espada tan roja como la mía, desmontó cansado de Llamrei. La yegua negra estaba blanca de sudor, temblaba y tenía los claros ojos muy abiertos; Arturo estaba agotado en extremo a causa de la lucha desesperada. Había intentado una y otra vez cruzar las líneas enemigas para llegar hasta nosotros; sus hombres contaban que después había luchado como un poseso de los dioses, aunque se diría que éstos le habían abandonado durante toda la larga tarde. En aquel momento, a pesar de ser el vencedor del día, abrazó a Sagramor y después a mí vivamente consternado.

–No he cumplido contigo, Derfel -me dijo-, no he cumplido contigo.

–¡Oh, no, señor! – repliqué-. Hemos vencido -dije señalando con la abollada y ensangrentada espada a los supervivientes de Gorfyddyd, congregados alrededor de la enseña del águila de su rey, que había caído en la trampa.

También se encontraba allí el zorro de Gundleus, pero ninguno de los monarcas estaba a la vista.

–No he cumplido -insistió-, no he conseguido traspasar la barrera. Eran demasiados.

Aquel fracaso le irritaba, pues bien sabía él cuán cerca habíamos estado de la más absoluta derrota. El hecho de que el enemigo hubiera logrado detener a sus renombrados guerreros ímpidiéndoles todo movimiento haciale sentirse verdaderamente derrotado, pues hubo de limitarse a contemplar cómo acababan con nosotros; pero se equivocaba. La victoria era suya, íntegramente suya; sólo él, de entre todos los hombres de Dumnonia y Gwent, mostró la confianza necesaria para presentar batalla. El combate no se desarrolló según lo había previsto Arturo. Tewdric nos nego apoyo y los caballos se vieron impotentes contra la barrera de escudos de Gundleus; pero aun así no dejaba de ser una victoria, y debida a una sola cosa: al coraje de Arturo en combatir por ella. Naturalmente, había que tener en cuenta la intervención de Merlín, pero el druida no quiso aceptarla nunca. El triunfo fue para Arturo y, aunque en aquel momento no era capaz sino de cubrirse de oprobio a si mismo, gracias a la victoria del valle del Lugg, la única que siempre despreció, Arturo consolidó por un tiempo su papel de gobernador de Britania. El Arturo de los poetas, el que agota la lengua de los bardos, aquél por cuyo regreso ruegan todos los hombres en estos días oscuros, revistióse de grandeza en aquella batalla caótica y dificultosa. En nuestros días, naturalmente, los poetas no cantan la verdad sobre el valle del Lugg. Hablan con palabras de victoria rotunda, como en las batallas posteriores, y tal vez no yerren adornando así su relato, pues en estos tiempos difíciles que corren necesitamos que Arturo sea un gran héroe desde el principio; aunque la verdad es que en aquellos primeros días era un ser vulnerable. Rigió los destinos de Dumnonia por obra de la muerte de Owain y el apoyo de Bedwin, pero a medida que transcurrían los años de guerra, cada vez eran más los que deseaban que se fuera. Gorfyddyd tenía partidarios en Dumnonia y, que Dios me perdone, muchos cristianos rogaban por la derrota de Arturo. Por ese motivo luchaba, porque se sabía harto débil como para no luchar. Arturo tenía que ofrecer una victoria o perderlo todo, y al final ganó, aunque no sin hallarse antes al filo del desastre.

Acercóse Arturo a abrazar a Tristán y después a saludar a Oengus Mac Airem, el rey irlandés de Demetia cuyo contingente salvara la batalla. Postróse Arturo ante el rey, como siempre, pero Oengus lo levantó y le dio un abrazo de oso. Mien-tras ellos departían, di la vuelta y miré hacia el valle. Estaba fétido de hombres destrozados, lastimoso de caballos en agonía, saturado de cadáveres y cubierto de armas. Me sentía más fatigado que nunca en mi vida, y también mis hombres, pero vi que la leva de Gorfyddyd había llegado desde la montaña y comenzaba a despojar a los muertos y a los heridos, de modo que envié a Cavan con un puñado de los nuestros para que los expulsaran de allí. Los cuervos cruzaban el río y arrancaban las entrañas a los cadáveres. Las cabañas que habíamos incendiado por la mañana todavía humeaban. Pensé en Ceinwyn y, en medio de tanto espanto, mi espíritu voló repentinamente como dotado de grandes alas blancas.

Al volverme, Arturo y Merlín se abrazaban. Arturo parecía a punto de desmoronarse en brazos del druida, pero Merlín lo sostuvo a tiempo y le dio coraje. Después se alejaron juntos hacia los escudos del enemigo.

El príncipe Cuneglas y el druida Iorweth salieron de la barrera circular. Cuneglas llevaba lanza pero no escudo y Arturo no portaba sino a Excalibur en la vaina. Caminaba delante de Merlín y, al acercarse a Cuneglas, hincó una rodilla en tierra e inclinó la cabeza.

–Lord príncipe -le dijo.

–Mi padre se muere -dijo Cuneglas-. Una lanza le dio por la espalda.

Su tono era de acusación, aunque todos sabíamos que, desde el momento en que la línea defensiva se rompía, muchos morían por la espalda.

Arturo permaneció postrado. Pareció quedarse sin respuesta durante unos momentos; después levantó la mirada.

–¿Dais licencia para verlo? – preguntó-. Ofendí a los vuestros, lord príncipe, os insulté en el honor y, aunque no pretendía ofenderos, deseo rogar el perdón de vuestro padre.

Cuneglas quedó desconcertado y se encogió de hombros como no sabiendo si tomaba o no la decisión acertada, pero al fin señaló hacia la barrera de escudos. Arturo se puso en pie y, caminando al lado del príncipe, fue a visitar al rey Gorfyddyd en su lecho de muerte.

Quise advertir a mi señor de que no fuera, pero se lo tragaron las lineas enemigas antes de que yo recuperara el juicio. Me estremecí al pensar en lo que Gorfyddyd le diría, y sabia que le diría las mismas palabras despreciables que me escupiera a mi por encima del escudo machacado por las lanzas. El rey Gorfyddyd no perdonaba a sus enemigos ni les escatimaba sufrimientos, aunque se hallara al borde de la muerte. Máxime hallándose al borde de la muerte. El último placer de Gorfyddyd en este mundo seria hacer daño a su enemigo. Sagramor compartía mis temores y ambos observábamos angustiados hasta que, al cabo de unos momentos, Arturo salió de entre las filas enemigas con el rostro tenebroso como la cueva de Cruachan. Sagramor acudió presto a su lado.

–Miente, señor -dijo Sagramor en voz baja-, siempre ha mentido.

–Sé que ha mentido -dijo Arturo, y se estremecio-. Pero hay mentiras difíciles de escuchar e imposibles de olvidar. – Entonces la rabia se apoderó de él y sacó a Excalibur volviéndose como una fiera hacia el enemigo-. ¿Alguno de vosotros quiere batirse por las mentiras de su rey? – Los retó a voces, paseando ante ellos de lado a lado-. ¿Hay alguno entre vosotros? ¿Hay siquiera uno dispuesto a defender al malvado que morirá con vosotros? ¿Ni uno solo? íPorque maldigo el espíritu de vuestro rey hasta la última oscuridad! ¡Vamos, luchad! – Blandió a Excalibur ante los escudos levantados-. ¡Luchad, basura! – Su rabia era más terrible que todo lo visto en el valle a lo largo del día-. ¡En nombre de los dioses, declaro que vuestro rey miente, que es un malnacido, un ser sin honor, nada! – Les escupió y empezó a abrirse con una sola mano los cierres de mi armadura, que aún llevaba puesta. Logró desatar las correas de los hombros, pero

no las de la cintura, de modo que la coraza le quedó colgando como el mandil de un herrero-. ¡Os doy ventaja! – aulló-. ¡Sin armadura y sin escudo! ¡Venid a luchar contra mi! ¡Demostradme que el malnacido protector de rameras de vuestro rey dice la verdad! ¿Ni uno se atreve? – Estaba fuera de si, en manos de los dioses, y escupía su rabia al mundo, que se encogía ante fuerza tan sobrecogedora. Volvió a escupir-. ¡Rameras rancias! – Se volvió en redondo al ver salir a Cuneglas del circulo de escudos-. ¿Tú, cachorro? – Apuntó la espada hacia Cuneglas-. ¿Tú lucharás por ese montón de basura moribunda?

Cuneglas, como todos los demás, se conmovió ante la furia desatada de Arturo, pero se adelantó desarmado y, a pocos pasos de Arturo, se arrodilló.

–Estamos a vuestra merced, lord Arturo -dijo, y Arturo le miró fijamente. Su cuerpo era presa de la tensión, toda la rabia y la frustración de un día de lucha hervían dentro de él, y por un momento creí que Excalibur silbaría en la oscuridad llevándose por delante la cabeza de Cuneglas; pero entonces el príncipe levantó los ojos-. Ahora soy rey de Powys, lord Arturo, pero estoy a vuestra merced.

Arturo cerró los ojos. Después, sin abrirlos todavía, buscó la vaina de Excalibur a tientas y guardó la larga hoja. Dio la espalda a Cuneglas, abrió los ojos, nos miró a nosotros, sus lanceros, y vi que la locura se desvanecía. Todavía vibraba de rabia, pero la ira incontenible había pasado, y con voz serena pidió a Cuneglas que se levantara. Después llamó a los portadores de las enseñas para que el dragón y el oso prestaran dignidad a sus palabras.

–Estas son mis condiciones -dijo para que todos le oyeran en el valle ensombrecido-; exijo la cabeza del rey Gundleus. Tiempo ha que la conserva gratuitamente y debe hacerse justicia por el asesinato de la madre de mi rey. Cumplido esto, sólo pido la paz entre el rey Cuneglas y mi rey y entre el rey Cuneglas y el rey Tewdric. Pido la paz para todos los britanos.

La perplejidad sumió a todos en el silencio. Arturo había ganado la batalla, sus soldados habían acabado con la vida del rey enemigo y capturado al heredero de Powys, y todos esperaban que exigiera un rescate real por Cuneglas. Sin embargo sólo pidió la paz.

Cuneglas frunció el ceño.

–¿Qué decís de mi trono? – preguntó sin salir de su asombro.

–Vuestro trono vuestro es, lord rey. ¿Qué otro podría sentarse en él? Aceptad mis condiciones, lord rey, y sois libre para regresar a él.

–¿Y el trono de Gundleus? – preguntó Cuneglas, sospechando que tal vez Arturo lo quisiera para si.

–No es vuestro -replicó Arturo con firmeza-, ni mio. Entre ambos encontraremos a quien pueda mantenerlo caliente. Cuando Gundleus muera -añadió implacable-. ¿Dónde se encuentra?

Cuneglas señaló hacia la aldea.

–En uno de los edificios, señor.

Arturo se volvió hacia los lanceros derrotados de Powys y levantó la voz para que todos le oyeran.

–¡Esta batalla nunca debió tener lugar! – declaró-. Mía es la culpa, la acepto y pagaré por ella en cualquier moneda salvo mi vida. Debo a la princesa Ceinwyn mucho más que una disculpa y satisfaré sus deseos sean cuales sean, pero lo único que pido ahora es la alianza entre nosotros. A diario llegan más sajones para tomar nuestras tierras y esclavizar a nuestras mujeres. Contra ellos tenemos que luchar, no entre nosotros. Pido vuestra amistad y, como prueba de tal deseo, quedaos con vuestras tierras, vuestras armas y vuestro oro. No hay victoria ni derrota -señaló hacia el valle ensangrentado y lleno de humo-, sino paz. Lo único que pido es paz y una vida. La de Gundleus. – Miró a Cuneglas de nuevo y bajó la voz-. Espero vuestra decisión, lord rey.

El druida Iorweth corrió presuroso al lado de Cuneglas y hablaron entre ellos. Ninguno de los dos parecía dar crédito a la oferta de Arturo, pues los lores no solían ser magnánimos en la victoria. Quien ganaba batallas exigía rescate, oro, esclavos y tierra; Arturo sólo buscaba amistad.

–¿Y Gwent? – preguntó Cuneglas a Arturo-. ¿Qué pedirá Tewdric?

Arturo hizo un gesto ampuloso dominando el valle con la mirada.

–No veo hombres de Gwent, lord rey. Cuando un hombre no participa en la batalla tampoco participa de los acuerdos posteriores. Pero os aseguro, lord rey, que Gwent desea la paz. El rey Twedric no pedirá sino vuestra amistad y la de mi rey. Una amistad que prometemos no romper jamás.

–¿Y puedo marchar libre si os hago tal promesa? – preguntó Cuneglas con recelo.

–Allá donde deseéis, lord rey, aunque os pido licencia para acompañaros a Caer Sws y hablar más largamente con vos.

–¿Y mis hombres son libres? – insistió Cuneglas.

–Pueden conservar las armas, el oro, la vida y mi amistad -replicó Arturo.

Hablaba más fervientemente que nunca, desesperado por asegurarse de que aquélla seria, para siempre, la última batalla entre britanos, aunque observé que había omitido discretamente toda alusión a Ratae. Tal sorpresa podía esperar.

Cuneglas, al parecer consideraba la oferta harto generosa como para creerla, pero entonces, recordando tal vez su anterior amistad con Arturo, sonrió.

–Tendréis la paz que pedís, lord Arturo.

–Con una última condición -añadió Arturo inesperada y bruscamente, mas no en voz alta, de modo que sólo algunos alcanzamos a oir sus palabras. Cuneglas parecía fatigado, pero aguardó-. Prometedme, lord rey, por vuestra palabra y por vuestro honor, que vuestro padre me mintió en el lecho de muerte.

La paz pendía de la respuesta de Cuneglas, el cual cerró los ojos por un momento como presa del sufrimiento y después habló.

–La verdad nunca fue importante para mi padre, lord Arturo, sólo mostraba interés por las palabras que contribuyeran a colmar sus ambiciones. Mi padre era un mentiroso, lo juro.

–¡Entonces, sea la paz! – exclamó Arturo.

Tan sólo en una ocasión le había visto más feliz, el día en que desposó a Ginebra; pero en ese instante, en medio del humo y el hedor de la batalla ganada, parecía casi tan dichoso como en aquel claro florido a orillas del río. Y, ciertamente, el júbilo le impedía hablar, pues había ganado aquello que había deseado más que nada en el mundo. Había proclamado la paz.

Partieron mensajeros hacia el norte y hacia el sur, a Caer Sws y a Durnovaria, a Magnis y a Siluria. El valle del Lugg apestaba a sangre y humo. Muchos heridos agonizaban allá donde habían caído y gritaban lastimosamente en la noche; los vivos se agrupaban en torno a las fogatas y decían que los lobos bajarían de los montes a cebarse con los muertos de la batalla.

Arturo apenas daba crédito a la magnitud de la victoria. Se había convertido, aunque difícilmente alcanzaba a comprenderlo, en el verdadero soberano del sur de Britania, pues nadie

osaría levantarse contra su ejército, aun encontrándose tan maltrecho. Necesitaba hablar con Tewdric, necesitaba enviar lanceros a la frontera con los sajones, deseaba ansiosamente enviar nuevas a Ginebra y los hombres no cesaban de rogarle favores y tierras, oro y rango. Merlín le hablaba de la olla, Cuneglas quería hablar de los sajones de Aelle y Arturo de Ceinwyn y Lanzarote, mientras que Oengus Mac Airem exigía tierras, mujeres, oro y esclavos de Siluria.

Aquella noche sólo pedí una cosa, y Arturo me la concedió.

Me entregó a Gundleus.

Habiase refugiado el rey de Siluria en la aldea, en un pequeño templo romano adjunto a un casa romana de mayores dimensiones. El templo era de piedra, no tenía más ventana que un burdo agujero en el alto techo para dar salida al humo y una sola puerta que se abría al patio de las cuadras de la casa. Gundleus había intentado salir del valle, pero su caballo había caído por el arma de un jinete de Arturo; en aquel momento, el rey aguardaba su destino como un rata en el último agujero. Un puñado de fieles lanceros silurios guardaba la puerta del templo, pero desertaron tan pronto vieron a mis guerreros salir de la oscuridad.

Tanaburs se hallaba solo vigilando el templo, iluminado por fuego, y había levantado una pequeña valla de espíritus con dos cabezas recién cortadas, que había colocado al pie de las jambas de la puerta. Vio destellar las puntas de nuestras lanzas en la entrada del patio y levantó la vara de media luna lanzándonos maldiciones sin parar. Rogaba a los dioses que marchitaran nuestros espíritus cuando, súbitamente, dejó de gritar.

Interrumpió sus maldiciones en el momento en que desenvainé a Hywelbane. Al oir el ruido, atisbó en el oscuro patio por donde Nimue y yo avanzábamos juntos; me reconoció y chilló asustado, un chillido breve, como el que exhalan la liebres atrapadas por un gato montés. Sabia que su espíritu me pertenecía y desapareció aterrorizado por la puerta del templo. Nimue dio un puntapié burlonamente a las cabezas y entró detrás de mi. Llevaba una espada. Mis hombres aguardaban fuera.

El templo estuvo en su día dedicado a algún dios romano, aunque las calaveras que colgaban en aquel momento de lo alto, contra las desnudas paredes de piedra, eran en honor de los dioses britanos. Las negras órbitas de los ojos de los cráneos miraban sin ver las dos fogatas que iluminaban la estancia alta y estrecha donde Tanaburs se había hecho un circulo mágico de cráneos amarillentos. Lo encontramos en el interior del circulo, salmodiando hechizos; detrás de él, contra la pared del extremo opuesto, donde había un altar bajo de piedra manchado de negro por la sangre de un sacrificio, estaba apostado Gundleus

con la espada desenvainada.

Tanaburs, la túnica bordada salpicada de barro y sangre, levantó la vara e insultóme con sucias palabras. Me maldijo por el agua y por el fuego, por la tierra y por el aire, por la piedra y por la carne, por el rocio y por la luz de la luna, por la vida y por la muerte, y ninguna de sus maldiciones detuvo mi lento andar hacia él, con Nimue, que llevaba sucia su blanca túnica a mi lado. Tanaburs escupió la última maldición y me señaló directamente a la cara con la vara.

–¡Tu madre vive, sajón! – me dijo a gritos-. Tu madre vive y su vida me pertenece. ¿Me oyes, sajón? – Me enseñó los dientes sin moverse de su circulo, el viejo rostro hundido en la sombra entre las dos hogueras encendidas en el templo que hacían su mirada fulminante y roja-. ¿Me oyes? – volvió a gritar-. ¡El espíritu de tu madre me pertenece! Me lo apropié copulando con ella. Hice con ella la bestia de dos espaldas y derramé su sangre para apoderarme de su espíritu. Tócame, sajón, y el espíritu de tu madre irá directo a los dragones de fuego. La tierra la aplastará, el aire la quemará, el agua la ahogará y penará por los siglos de los siglos. Y no sólo penará su espíritu, sajón, sino también el espíritu de todo ser viviente engendrado en sus entrañas. Derramé su sangre por el suelo, sajón, y llene su vientre de mi poder. – Rió y levantó la vara hacia las vigas del techo-. Tócame, sajón, y la maldición le segará la vida arrastrando la tuya consigo. – Bajó la vara y me apuntó nuevamente-. Pero si me dejas ir, ella y tú viviréis.

Me detuve al borde del circulo. Las calaveras no formaban una valla de espíritus, pero de todos modos se percibía un poder temible en la disposición, como alas invisibles que batieran vigorosamente para confundirme. Pensé que si entraba en el circulo de calaveras, entraría en el campo de batalla de los dioses a contender contra cosas que ni siquiera imaginaba, y menos aún entendía. Tanaburs captó mi incertidumbre y sonrió triunfante.

–Tu madre es mía, sajón -se burló-, la hice mía, toda entera, en carne, sangre y espíritu, y así tú también eres mio también, porque naciste de la sangre y el dolor de mi cuerpo. – Movió la vara y me tocó el pecho con la luna de la punta-. ¿Quieres que te lleve hasta ella, sajón? Sabe que vives y un viaje de dos días te llevaría junto a ella. – Sonrió malévolamente-. Eres mio -gritó-. ¡Todo tú! Soy tu padre y tu madre, tu espíritu y tu vida. Estamos unidos en el útero de tu madre por la fórmula de la unidad y ahora eres hijo mio. ¡Pregúntaselo a ella! – Señaló a Nimue con la vara-. Ella conoce la fórmula.

Nimue no dijo nada, miraba torvamente a Gundleus mientras yo miraba los terribles ojos del druida. Aterrorizado por sus amenazas, no me atrevía a entrar en el circulo, cuando de pronto, en un instante de mareo, las escenas de aquella lejana noche revivieron en mí memoria como si acabaran de suceder la noche anterior. Oi los gritos de mi madre suplicando a los soldados para que me dejaran con ella y las carcajadas de los lanceros que le golpeaban la cabeza con la vara de la lanza, y vi al druida vociferante con la túnica de liebres y lunas y huesecillos en el pelo, que me cogía, me acariciaba y me decía que seria una ofrenda espléndida para los dioses. Todos los detalles acudieron a mi memoria. El druida me levantó, yo llamaba a mi madre a gritos, ella no podía socorrerme y el druida me condujo por entre los dos fuegos donde los guerreros bailaban y las mujeres gemían; me levantó por encima de su cabeza tonsurada y se acercó al borde del pozo, un circulo negro en la tierra rodeado de fuego, a cuyo poderoso resplandor distinguí la punta ensangrentada de una estaca que sobresalía de las entrañas del pozo, redondo y tenebroso. Los recuerdos eran serpientes dolorosas que me mordían el espíritu; vi los sanguinolentos restos de carne y piel que colgaban de la estaca iluminada y recordé el horror no entendido en toda su magnitud de los cuerpos desmembrados que culebreaban en lenta y dolorosa agonía hasta morir en las tinieblas sangrantes del pozo de la muerte de aquel druida. Y recordé que había vuelto a llamar a mi madre a gritos cuando Tanaburs me elevó hacia las estrellas y se preparó para entregarme a sus dioses. Por Gofannon, gritó, al tiempo que mi madre chillaba al ser violada, y yo también porque sabia que iba a morir. Por Lleullaw -continuó Tanaburs-. ¡Por Cernunnos, por Taranis, por Sucellos, por Bel! Y al pronunciar ese gran nombre en último lugar, me arrojó a la estaca de la muerte.

Y erró el tiro.

Mi madre no dejaba de gritar, y seguía gritando cuando salí del círculo de Tanaburs apartando las calaveras a puntapiés; los gritos de mi madre se mezclaron con el aullido del druida, y yo remedé su antiguo grito de muerte.

–¡Por Bel! – exclamé.

Clavé a Hywelbane y no erré el golpe. La hoja penetró en el hombro de Tanaburs, bajó hasta las costillas e, impulsada por la pura cólera sangrienta de mi espíritu, siguió abriendo el escuálido vientre del druida, se hundió en sus fétidas entrañas y lo dejó abierto en canal, reventado como un cadáver descompuesto. Ni por un instante dejé de gritar la angustia desgarradora de un niño al que se entrega al pozo de la muerte.

El circulo de calaveras se llenó de sangre y mis ojos, de lágrimas. Miré entonces al rey, el asesino del hijo de Ralla y de la madre de Mordred, el rey violador de Nimue, el que la privara de un ojo, y al recordar tanto sufrimiento, tomé a Hywelbane con las dos manos y saqué la hoja de un tirón de la despreciable podredumbre que tenía a los pies; pasé por encima del cadáver del druida para llevar la muerte a Gundleus.

–Es mío -me dijo Nimue a voces. Se había quitado el parche y su cuenca vacía parecía reír maliciosamente a la luz de las fogatas. Adelantóse con una sonrisa-. Eres mío -canturreó-, todo mio.

Y Gundleus empezó a gritar.

Tal vez en el otro mundo Norwenna oyera sus gritos y supiera que su hijo, su pequeño niño nacido en invierno, todavía era rey.

Nota Del Autor

No es extraño que la época artúrica de la historia británica se conozca con el nombre de los Tiempos Oscuros, pues contamos con escasa información sobre los hechos y las gentes de aquellos años. Ni siquiera podemos dar por sentado que Arturo existiera en realidad, aunque en lineas generales sí parece posible que un gran héroe británico llamado Arturo (Arthur, o Artur o Artorius) contuviera por un tiempo la invasión sajona en alg·n momento a lo largo de los primeros años del siglo VI.

Durante la década del 540 al 550 se escribió una historia sobre aquel conflicto, De Excidio et Conquestu Britanniae, de Gildas; podría esperarse que una obra de tales características constituyera una fuente de autoridad sobre las proezas de Arturo, pero Gildas ni siquiera lo nombra, argumento esgrimido con gusto por quienes discuten su existencia.

Con todo, existen algunas pruebas tempranas a favor de Arturo. En los documentos que nos han llegado de mediados del siglo VI, cuando Gildas escribía su historia, encontramos una cantidad sorprendente y atípica de hombres llamados Arturo, lo cual apunta hacia una moda repentina de bautizar a los hijos con el nombre de un hombre famoso y poderoso. Esta prueba no es concluyente, como tampoco lo es la más antigua referencia literaria a Arturo, cuando es nombrado de refilón en el gran poema épico Y Gododdin, escrito hacia el 600 para conmemorar una batalla entre los británicos del norte (una hueste alimentada con hidromiel) y los sajones, aunque muchos eruditos opinan que esa referencia a Arturo es una interpolación tardía.

Después de esa única y oscura referencia en Y Gododdin, tenemos que esperar doscientos años para que la historia de Arturo se recoja en unas crónicas, un lapso de tiempo tan largo que debilita la credibilidad de la prueba, aunque Nennius, que compiló la historia de los britanos en los últimos años del siglo VIII, habla mucho de la figura de Arturo. Nennius nunca lo llama rey, sino que lo describe como Dux Bellorum, general de batallas, titulo que he adaptado con el nombre de señor de la guerra. Es muy posible que Nennius se inspirara en antiguos relatos populares, fuente inagotable en que bebían las cada vez más numerosas historias sobre Arturo, que alcanzaron su punto culminante en el siglo XII, cuando dos escritores, en paises diferentes, convirtieron a Arturo en un héroe eterno. En Bretaña, Geoffrey de Monmouth escribió la maravillosa y mítica Historia Regum Britanniae, y en Francia el poeta Chrétien de Troyes añadió a la real mezcla, entre otras cosas, a Lanzarote y Camelot. Aunque el nombre de Camelot haya sido pura invención (o una adaptación arbitraria del nombre romano de Colchester, Camulodunum), es casi seguro que Chrétien de Troyes se inspirase en los mitos bretones, que tal vez conservaran, como las historias populares galesas que irrigan el relato de Geoffry, recuerdos auténticos de un héroe del pasado. Más tarde, en el siglo XV, sir Thomas Malory escribió Le Morte d’Arthur, que es la versión principal de nuestra flamante leyenda de Arturo, con Santo Grial, mesa redonda, gráciles doncellas, bestias mitológicas, magos poderosos y espadas mágicas.

Probablemente es imposible desenredar tan prolija tradición para desentrañar la verdad sobre Arturo, aunque son muchos los que lo han intentado y muchos los que, sin duda, lo intentarán. Se dice que Arturo era de la Britania septentrional, de Essex y de las tierras occidentales. Un estudio reciente lo identifica positivamente como un gobernador galés llamado Owain Ddantgwyn, pero, como indican los autores, no hay documentos sobre Owain Ddantgwyn, por lo cual tampoco sirve de gran cosa. Camelot se ha situado en varios lugares, como Carlisle, Winchester, South Cadbury o Colchester, entre otros. Respecto a la ubicación geográfica, en el mejor de los casos he actuado a capricho, basándome en la certeza de que la auténtica respuesta no existe. He inventado para Camelot el nombre de Caer Cadarn y la he situado en South Cadbury, Somerset, no porque me parezca la ubicación más acertada (aunque tampoco me parece la más peregrina), sino porque conozco y aprecio esa parte de Gran Bretaña. Por más que indaguemos, lo único deducible de la historia es que un tal Arturo vivió seguramente entre los siglos V y VI, que fue un gran señor de la guerra aunque nunca llegara a ser rey y que sus batallas más señaladas tuvieron lugar contra los odiados invasores sajones.

Sabemos muy poco sobre Arturo, pero estamos en condiciones de inferir gran cantidad de información de los tiempos en que seguramente vivió. La Britania de los siglos V y VI había de

ser un lugar horroroso. Los protectores romanos abandonaron la isla a principios del siglo V dejando a los britanos romanizados rodeados de feroces enemigos. Del oeste llegaron los saqueos de los irlandeses, celtas parientes cercanos de los británicos, pero invasores y colonizadores que los esclavizaban. Al norte se encontraba el extraño pueblo de las Tierras Altas de Escocia, siempre dispuesto a organizar incursiones destructivas en el sur; pero ninguno de estos enemigos era tan temido y odiado como los sajones, que primero hicieron incursiones, después colonizaron, más tarde se apoderaron de la parte oriental de Britania, y que, con el tiempo llegaron a apoderarse también del centro de Britania y la rebautizaron con el nombre de Inglaterra.

Los britanos que se enfrentaron a dichos enemigos no estaban unidos entre si. Al parecer, empleaban tanta energía en luchar unos contra otros como en resistir a los invasores, y sin duda también estarían divididos ideológicamente. Los romanos les habían legado leyes, industria, cultura y religión, pero tal herencia debió de encontrar la oposición de las numerosas tradiciones nativas, suprimidas violentamente durante la larga ocupación romana pero nunca aniquiladas por completo; la principal de estas tradiciones era el druidismo. Los romanos aplastaron el druidismo por su íntima vinculación con el nacionalismo británico y su consiguiente carácter antirromano e introdujeron en su lugar un fárrago de religiones diversas, entre ellas el cristianismo, naturalmente. Según los expertos, el cristianismo debía de estar muy extendido en la Britania posromana (aunque un cristianismo muy diferente del que conocemos hoy en día), pero sin duda el paganismo no había desaparecido, sobre todo en el campo (pagano proviene del vocablo latino para designar a las gentes del campo), y con la caída del Estado posromano, hombres y mujeres se aferrarían desesperadamente a cualquier esperanza de vida sobrenatural que se les ofreciera. Un erudito al menos ha apuntado la idea de que el cristianismo toleraba los restos de druidismo británico y que ambos credos coexistieron pacíficamente, aunque la tolerancia nunca ha sido la cualidad más relevante de la Iglesia, y personalmente pongo en duda tales conclusiones. Creo que las disensiones religiosas convulsionaban la Britania de Arturo tanto como las invasiones y la política. Con el tiempo, claro está, las historias de Arturo sufrieron una fuerte cristianización, sobre todo en lo tocante al Santo Grial, aunque seria licito poner en duda que Arturo conociera la existencia de dicho cáliz. No obstante, las leyendas en torno a la búsqueda del Santo Grial no tienen por qué ser íntegramente inventos posteriores, pues guardan semejanzas asombrosas con leyendas populares celtas de guerreros que buscaban ollas; leyendas paganas que más tarde, igual que tantas cosas de la mitología artúrica, fueron piadosamente barnizadas por autores cristianos, borrando así la tradición artúrica, mucho más antigua, que ahora sólo existe en algunas antiguas y oscuras vidas de santos celtas. Dicha tradición, sorprendentemente, retrata a Arturo como villano y enemigo del cristianismo. Al parecer, la Iglesia celta no veía a Arturo con buenos ojos, tal vez porque, tal como parecen indicar las vidas de santos, Arturo tomara dinero de la Iglesia para financiar sus guerras, lo cual explicaría por qué Gildas, sacerdote y el contemporáneo más cercano a la época de Arturo, no le reconoce mérito alguno en las victorias británicas que contuvieron temporalmente el avance sajón.

El Santo Espino habría existido en Ynys Wydryn (Glastonbury) si damos crédito a la leyenda según la cual José de Arimatea llevó el Santo Grial a Glastonbury en el año 63, aunque en realidad dicha historia nace en el siglo XII, y sospecho que el hecho de incluir el espino en El rey de invierno es uno de los varios anacronismos que me he permitido a propósito. Cuando empecé a escribir el libro tomé la determinación de excluir todos los anacronismos, incluidos los adornos de Chrétien de Troyes; pero tanto rigor purista me habría obligado a suprimir a Lanzarote, a Galahad y a Excalibur, amén de Camelot, además de figuras como Merlín, Morgana y Nimue. ¿Existió Merlín? Las pruebas documentales son aún menos convincentes que las relativas a Arturo, y es muy improbable que ambos coincidieran en el tiempo; pero son inseparables y me pareció imposible dejar a Merlín de lado. No obstante, podría haber prescindido de muchos otros anacronismos, como la cota maclada de Arturo en el siglo V, o la lanza medieval. No tendría mesa redonda, aunque sus guerreros (que no caballeros), siguiendo el estilo celta, habrían celebrado sus festines sentados en corro en el suelo. Los castillos serian de barro y madera, no de piedra, altos y con torres. Y dudo mucho, por desgracia, de que un brazo místico y mágico, cubierto con una manga blanca con brocado de seda, emergiera de un lago neblinoso para llevarse su espada a la eternidad, aunque si tenemos prácticamente la certeza de que los tesoros personales de cualquier gran guerrero, en el momento de su muerte, eran arrojados a un lago como ofrenda postrera a los dioses.

Muchos nombres de los personajes del libro han sido extraídos de documentos de los siglos V y VI, pero de las gentes que tenían esos nombres no sabemos prácticamente nada, porque es muy poco lo que sabemos de los reinos de la Britania posromana; las historias modernas no se ponen de acuerdo siquiera en el número de reinos ni en sus nombres. Dumnonía existió, y también Powys, mientras que el narrador de la historia, Derfel (pronunciado Dervel, como en el habla galesa), es un guerrero de Arturo de algunos de los relatos más antiguos, y se dice que después fue monje, pero nada más hemos podido averiguar sobre él. Otros, como el obispo Sansum, existieron sin duda y todavía son conocidos hoy como santos, aunque parece que en aquellos tiempos se requería poquisima virtud para ser santo.

Así pues, El rey del invierno es un relato de los Tiempos Oscuros en que la leyenda y la imaginación deben compensar la falta de documentación histórica. De lo único que podemos dar prueba fehaciente es del contexto histórico más amplio: una Britania en la que aún están presentes las guarniciones, las vías y las villas construidas por los romanos, así como algunas de sus costumbres; pero también una Britania en rápido proceso de destrucción a causa de las invasiones y de las luchas intestinas. Algunos britanos ya han abandonado la lucha y se han asentado en Armórica, en la Britania gala, lo cual justifica la persistencia de los relatos de Arturo en dicha región de Francia. Pero para los britanos que permanecieron en su amada isla fue una época de búsqueda desesperada de salvación tanto espiritual como militar, y a tan desdichada tierra hubo de llegar un hombre que, al menos durante un tiempo, contuviera el avance del enemigo. Ese es mi Arturo, el gran señor de la guerra, el héroe que luchó contra adversidades imposibles hasta el punto de que mil quinientos años más tarde sus enemigos le aman y veneran su recuerdo.

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