–Le hubiera gustado disponer de algo mejor que enviaros -dije, transmitiéndole el mensaje de Arturo-, pero desgraciadamente los sajones se quedan con nuestras mejores joyas en estos días.
–En otro tiempo -contestó ella con amargura- el motivo de sus regalos era el amor, no la culpa. – Ailleann era aún una mujer llamativa, aunque había encanecido y sus ojos estaban nublados por la resignación. Llevaba una larga túnica azul de lana y el cabello recogido en dos rodetes iguales, uno a cada lado de la cabeza. Quedóse mirando el extrano animal de esmalte- ¿Qué creéis que es? – me preguntó-. No es una liebre. ¿Será un gato?
–Sagramor dice que se llama conejo. Los ha visto en un lugar llamado Capadocia, que no sé dónde se encuentra.
–No creáis todo lo que cuenta Sagramor -dijo con ironía, mientras se colocaba el broche en la túnica-. Tengo tantas joyas como una reina -añadió, mientras me conducía al pequeño patio de su casa romana-, pero sigo siendo esclava.
–¿Arturo no os dio la libertad? – pregunté asombrado.
–Le preocupa que desee volver a Armórica o que me vaya a Irlanda y me lleve a los gemelos conmigo. El día en que los niños cumplan la mayoría de edad, Arturo me devolverá la libertad, y ¿sabéis lo que haré? Me quedaré en el mismo lugar. – Me señaló una silla que había a la sombra de una parra-. Os habéis hecho mayor -dijo, sirviendo un vino de color paja de una botella enfundada en mimbre-. ¿ Es cierto que Lunete os abandonó? – preguntó, al tiempo que me ofrecía un recipiente de cuerno.
–Creo que nos dejamos el uno al otro.
–Me han dicho que ahora es sacerdotisa de Isis -dijo en son de burla-. Me cuentan muchas cosas de Durnovaria, pero no creo ni la mitad.
–¿Cosas como qué?
–Si no lo sabéis, vale más que continuéis en la ignorancia. – Tomó un sorbo de vino que le hizo torcer el gesto-. Y lo mismo digo de Arturo. No le gustan las malas noticias, sólo las buenas. Cree incluso que los gemelos tienen algo de bueno.
Me quedé perplejo al oír a una madre hablar así de sus hijos.
–Seguro que algo bueno tendrán -dije.
Me miró directamente sin ocultar cierta burla.
–Derfel, los chicos no son mejores que antaño, y nunca fueron buenos. Culpan a su padre, creen que deberían ser príncipes y como tales se comportan. No hay maldad en esta ciudad que no hayan empezado o ayudado a producir, y cuando intento llamarlos al orden, me llaman ramera. – Partió un trozo de tarta y echó las migas a los gorriones. Un criado barría el extremo opuesto del patio con un manojo de retama, pero Ailleann le ordenó que nos dejara solos y me preguntó sobre la guerra; intenté ocultar el pesimismo que me inspiraba el enorme ejército de Gorfyddyd-. ¿No podéis llevaros a Amhar y Loholt? – me preguntó luego-. Tal vez se conviertan en buenos soldados.
–No creo que su padre los considere con edad suficiente.
–Si es que se hace consideraciones respecto a ellos alguna vez. Les envía dinero, pero más valdría que no lo hiciera. – Acarició el broche nuevo-. Los cristianos de la ciudad dan a Arturo por perdido.
–Todavía no, señora.
–No será por mucho tiempo, Derfel -dijo con una sonrisa-. El pueblo subestima a Arturo. Ven su bondad, oyen de su amabilidad, escuchan sus discursos sobre justicia pero nadie, ni siquiera vos, sabe de la llama que arde dentro de él.
–¿Cuál es?
–La ambición -contestó llanamente, y luego lo pensó un momento-. Su espíritu -prosiguió- es un carro tirado por dos caballos, la ambición y la conciencia; pero creedme, Derfel, lleva en la diestra las riendas del caballo de la ambición, que siempre se impone al otro. Y es tan capaz, tan capaz. – Sonrió con tristeza-. Basta con mirarlo cuando parece acabado, cuando se hunde en el pozo más oscuro; os asombrará. Yo ya lo he visto en otras ocasiones. Triunfará, pero entonces el caballo de la conciencia tirará de las riendas y Arturo cometerá el error de siempre, perdonar a sus enemigos.
–¿Tan malo es eso?
–No es que sea malo ni bueno, Derfel, es una cuestión práctica. Los irlandeses conocemos una verdad esencial: un enemigo perdonado es un enemigo contra el que habrá que luchar una y otra vez. Arturo confunde poder con moralidad y adoba la mezcla con la creencia de que los hombres son buenos por naturaleza, todos, hasta los peores, y por esa razón, no olvidéis lo que os digo, jamás logrará la paz. Ansia la paz, habla de paz, pero siempre tendrá enemigos a causa de su espíritu confiado. A menos que Ginebra consiga poner un poco de pedernal en su corazón, cosa que no es improbable. ¿Sabéis a quién me recuerda Ginebra?
–No sabia que la conocierais.
–Tampoco conozco a la persona a la cual me recuerda, pero oigo muchas cosas y a Arturo sí que lo conozco bien. Creo que se parece a la madre de Arturo, atractiva y fuerte, y sospecho que Arturo haría cualquier cosa por satisfacerla.
–¿Aunque fuera contra su conciencia?
La pregunta hizo sonreír a Ailleann.
–Deberíais de saber, Derfel, que algunas mujeres siempre exigen a sus hombres un precio desorbitado. Cuanto más paga el hombre, más aumenta el valor de la mujer, y sospecho que Ginebra se valora en mucho a si misma. Y está bien que lo haga, así deberíamos hacerlo todas. – Pronunció las últimas palabras con pesadumbre, y se levantó de la silla-. Transmitidle mi amor
–me dijo cuando volvíamos hacia la casa- y pedidle por favor que se lleve a sus hijos a la guerra.
Arturo se negó a llevarlos consigo.
–Démosles un año más -me dijo cuando nos pusimos en camino a la mañana siguiente.
Había comido con los gemelos y les había entregado unos pequeños obsequios, pero todos contemplamos el resquemor con que Amhar y Loholt recibieron el afecto de su padre. A Arturo tampoco le pasó desapercibido, motivo por el cual mostróse anormalmente adusto durante la marcha hacia poniente.
–A los hijos de madre soltera -comentó tras un largo silencio- les falta una parte del alma.
–¿Qué me decís de la vuestra, señor? – pregunte.
–La remiendo todas las mañanas, Derfel, agujero por agujero. – Suspiró-. He de dedicar tiempo a Amhar y Loholt, y sólo los dioses saben de dónde lo sacaré, porque dentro de cuatro o cinco meses seré padre otra vez. Si es que vivo -añadió sombríamente.
De modo que Lunete tenía razón, Ginebra estaba encinta.
–Me alegro por vos, señor -dije, aunque me acordé de que Lunete había comentado que Ginebra no se alegraba de su estado.
–¡Yo me alegro por mi! – rió, y el pesimismo desapareció de un plumazo-. ¡Y por Ginebra! A ella le hará bien y, dentro de diez años, Derfel, Mordred ascenderá al trono y Ginebra y yo nos retiraremos a algún lugar feliz a criar ganado, niños y cerdos. Entonces seré feliz. Enseñaré a Llamrei a tirar de la carreta y Excalibur será la aguijada de los bueyes de mi arado.
Traté de imaginarme a Ginebra convertida en campesina, mas no logré figurármela siquiera como labriega rica; no obstante, me reservé el comentario.
De Corinium fuimos a Glevum, cruzamos el Severn y nos adentramos en el corazón de Gwent. Componíamos una bella estampa pues, por deseo de Arturo, desfilábamos con las enseñas desplegadas al viento y los caballeros en armadura de combate, toda una exhibición de magnificencia para infundir nuevas esperanzas a los lugareños, que habíanlas perdido todas; el pueblo daba por sentada la victoria de Gorfyddyd y, a pesar de ser tiempo de siega, faltaba alegría en los campos. Pasamos junto a una era y el cantor entonaba el Lamento de Essylt en vez de la alegre canción que imprimía ritmo a los mayales. Observamos que no había villa, casa o choza que no hubiera sido despojada de todo objeto de valor. Habían ocultado sus posesiones, bajo tierra seguramente, para que los invasores de Gorfyddyd no dejaran al pueblo desnudo.
–Los topos se están enriqueciendo de nuevo -comentó Arturo agriamente.
Sólo Arturo no cabalgaba con su mejor armadura.
–Morfans lleva mi cota maclada -repuso cuando le pregunté por qué llevaba la de repuesto, mucho más sencilla.
Morfans era el guerrero feo con el que había trabado amistad durante el festín con que se celebró la llegada de Arturo a Caer Cadarn, hacia ya muchos anos.
–¿Morfans? – pregunté sin dar crédito a mis oídos-. ¿Cómo mereció semejante regalo?
–No es un regalo, Derfel, tan sólo un préstamo. Desde hace una semana, Morfans se deja ver muy cerca de los hombres de Gorfyddyd. Creen que ya estoy allí, y tal vez eso les contenga un poco. Al menos hasta el momento no hemos tenido noticia de ataque alguno.
No pude contener la risa al pensar en el feo rostro de Morfans oculto bajo el yelmo de Arturo; y tal vez el engaño funcionara, pues cuando nos reunimos con el rey Tewdric en la guarnición romana de Magnis, el enemigo aún no había hecho ninguna incursión fuera de sus plazas fuertes en los montes de Powys.
Tewdric, ataviado con su elegante armadura romana, parecía casi un anciano. Tenía el pelo canoso y su porte ya no era el mismo que la última vez que lo viera. Recibió con un bufido las nuevas sobre Aelle pero luego se esforzó por mostrar un poco más de amabilidad.
–Buenas nuevas -dijo secamente, y se restregó los ojos-, aunque bien sabe Dios que Gorfyddyd no necesita de la ayuda sajona para vencernos. Le sobran hombres.
La fortificación romana bullía de actividad. En las armerías se fabricaban puntas de lanza y todos los fresnos en varias millas a la redonda habían sido convertidos en varas de lanza. Arribaban a cada hora carretas con las mieses recogidas y los hornos de los panaderos ardían con la misma fiereza que las fraguas de los herreros, de modo que el humo envolvía constantemente el lugar. A pesar de la cosecha recién llegada, el ejército que se estaba reuniendo padecía hambre. La mayoría de los lanceros habían acampado fuera de la empalizada, algunos a varias millas de distancia, y a menudo surgían disputas por la ración de pan duro y judías secas. Otros grupos se quejaban de que las letrinas de los campamentos de río arriba envenenaban el agua potable. Proliferaban las enfermedades, el hambre y las deserciones, prueba palpable de que ni Tewdric ni Arturo habían tenido que vérselas nunca con los problemas de organizar un ejército tan numeroso.
–Pues si nosotros tenemos dificultades -comentó Arturo con optimismo-, imagínate los problemas que tendrá Gorfyddyd.
–Preferiría tener sus problemas en vez de los míos -replicó Tewdric sombríamente.
Mis lanceros, que seguían a las órdenes de Galahad, estaban acampados a ocho millas al norte de Magnis, donde Agrícola, el comandante de Twedric, mantenía estrecha vigilancia sobre las montañas que señalaban la frontera entre Gwent y Powys. Me llenó de alegría volver a ver los yelmos con las colas de lobo. Tras el desaliento que había visto en los campos, me regocijó pensar que allí, al menos, había hombres que jamás conocerían la derrota. Nimue me acompañó y los hombres la rodearon para que tocara sus lanzas y sus espadas y les comunicara fuerza. Nimue cumplía las funciones de Merlín y, como sabían que había regresado de la isla de los Muertos, creían que era casi tan poderosa como su señor.
Agrícola me recibió en una tienda de campaña, la primera que veía en mi vida. Era un artilugio maravilloso, con un eje central y cuatro palos en las esquinas que sujetaban un dosel de lienzo por el que se filtraba la luz, de modo que el cabello blanco de Agrícola adquiría un extraño tinte amarillo. Llevaba puesta la armadura romana y estaba sentado a una mesa cubierta de trozos de pergamino. Como hombre severo que era, nos recibió con un saludo al uso, aunque tuvo una palabra de alabanza para mis hombres.
–Se muestran seguros, pero también el enemigo se muestra seguro, y ellos son mucho más numerosos que nosotros -comentó en tono desalentador.
–¿Cuántos son? – pregunté.
Mi franqueza pareció ofenderle, pero yo ya no era el muchacho que veía por primera vez al señor de la guerra de Gwent. Yo también era lord, comandante de mis hombres, y tenía derecho a saber qué circunstancias les aguardaban. Aunque quizá no fuera la franqueza lo que le irritara, sino el rechazo a hablar de la preponderancia del enemigo. No obstante, al final hizo recuento.
–Según nuestros espias -dijo-, Powys ha reunido seiscientos lanceros entre sus propios súbditos. Gundleus ha traído doscientos cincuenta de Siluria, tal vez más. Ganval de Elmet ha enviado doscientos, y sólo los dioses saben cuántos hombres sin amo se han unido a la enseña de Gorfyddyd por reclamar parte del botín.
Los hombres sin amo eran bribones, desterrados, asesinos y salvajes que se apuntaban al ejército sólo por el botín con que pudieran hacerse en la batalla. Tales hombres eran de temer, pues tenían todo que ganar y nada que perder. Pensé que esa calaña no debía de abundar entre los nuestros, no sólo porque se nos daba por vencidos sino también porque tanto Tewdric como Arturo no veían con buenos ojos a esos hombres sin ley. Sin embargo, muchos de los mejores caballeros de Arturo habían salido de entre ellos. Algunos guerreros, como Sagramor, habían luchado en los ejércitos romanos derrotados por los bárbaros que invadieron Italia, pero el genio juvenil de Arturo había logrado organizar en bandas de guerra a muchos de aquellos mercenarios sin ley.
–Debo añadir -prosiguió Agrícola en tono alarmante- que el reino de Cornovia ha aportado hombres, y ayer mismo supimos que Oengus Mac Airem de Demetia se ha sumado con una banda de guerreros Escudos Negros, unos cien hombres fuertes, calculo. Por otra parte, hemos sido informados de que los hombres de Gwynedd se han unido a Gorfyddyd.
–¿De la leva? – pregunté.
–Unos quinientos o seiscientos -replicó Agrícola tras encogerse de hombros-, o incluso mil. Pero no llegarán antes de que termine la cosecha.
Empecé a arrepentirme de haber preguntado.
–¿Con cuántos contamos nosotros, señor?
–Ahora que ha llegado Arturo… -hizo una pausa-. Setecientas lanzas.
No dije nada. No era de extrañar que los hombres de Gwent y Dumnonía enterraran cuantos bienes poseyeran y murmuraran que Arturo debía abandonar Britania. Nos enfrentábamos a una horda.
–Os agradecería -añadió Agrícola con acidez, como si la idea de gratitud fuera completamente ajena a su pensamiento- que no divulgarais los datos que os he dado. Ya se han producido deserciones más que suficientes. Si continuamos así, más valdría que caváramos nuestras propias tumbas.
–Entre mis hombres, ni una -dije con énfasis.
–No -admitió-, todavía no. – Se puso en pie, tomó su corta espada romana que pendía del mástil de la tienda y se detuvo en el umbral de la entrada para echar una torva mirada hacia los montes enemigos-. Dicen que sois amigo de Merlín.
–Sí, señor.
–¿Acudirá?
–Lo ignoro, señor.
–Ruego por que así sea -musitó con un bufido-. Es necesario que alguien imbuya sensatez a este ejército. Se ha convocado a todos los comandantes a un consejo de guerra esta noche en Magnis. – Lo anunció con amargura, como si supiera que tales reuniones provocaban más desavenencias que camaradería-. Presentaos allí a la puesta del sol.
Galahad me acompañó y Nimue se quedó con mis hombres, pues su presencia les infundía ánimos; me alegré de que no viniera con nosotros porque el obispo Conrad de Gwent abrió el consejo con una oración pletórica de desaliento, rogando a su dios que nos concediera fuerza para enfrentarnos al poderosísimo enemigo. Galahad, con los brazos extendidos en la postura de los cristianos para rezar seguía la oración del obispo con un murmullo, mientras los paganos protestaban en voz baja diciendo que no debíamos pedir fuerza sino victoria. Eché de menos la presencia de algún druida entre nosotros, pero Tewdric, que era cristiano, no tenía ninguno a su servicio y Balise, el anciano que oficiara en la aclamación de Mordred, había muerto durante el primer invierno que pasé en Benoic. Comprendí el deseo de Agrícola de que Merlín acudiese, pues un ejército sin druidas se situaba en desventaja frente al enemigo.
Al consejo asistieron cuarenta o cincuenta hombres, todos jefes o comandantes. Nos reunimos en el desnudo salón de la casa de baños de Magnis, un recinto que me recordó la iglesia de Ynys Wydryn. El rey Tewdric, Arturo, Agrícola y el hijo de Tewdric, el Edling Meurig, se sentaron a una mesa elevada sobre un estrado de piedra. Meurig se había convertido en una criatura delgada y pálida, y aquella armadura romana que nada le convenía le daba un aspecto aún más desvalido. Acababa de alcanzar la edad de unirse al ejército, pero su personalidad nerviosa no encajaba con las exigencias de la guerra. Parpadeaba sin cesar, como aquel a quien el sol ciega al salir de una habitación muy oscura, y no paraba de manosear una macíza cruz de oro que llevaba colgada al cuello. Arturo fue el único de los comandantes que no se presentó vestido de guerrero, y daba la impresión de sentirse a gusto ataviado como un labriego.
Los guerreros lanzaron vítores y golpearon el suelo con las lanzas cuando el rey Tewdric anunció que, al parecer, los sajones se habían retirado de la frontera oriental, pero aquella noche no volvió a producirse otra manifestación de euforia durante un buen rato, porque Agrícola tomó la palabra y comparó las fuerzas de ambos ejércitos sin tapujos. No enumeró los contingentes menores del enemigo, pero incluso así quedó patente que el ejército de Gorfyddyd nos superaría en una proporción de dos a uno.
–¡Pues seremos doblemente mortíferos! – gritó Morfans desde el fondo.
Había devuelto la armadura a Arturo jurando que sólo un héroe sería capaz de soportar tamaña cantidad de metal sobre los hombros y además luchar. Agrícola pasó por alto la interrupción y añadió que la siega terminaría en una semana y que entonces el ejército de leva de Gwent vendría a aumentar nuestro numero. Nadie pareció animarse con la noticia.
El rey Twedric habló de la conveniencia de enfrentarnos a Gorfyddyd al pie de las murallas de Magnis.
–Dadme una semana -dijo- para llenar esta fortaleza con la nueva cosecha y Gorfyddyd no logrará expulsarnos jamás. Luchemos aquí -dijo, señalando hacia la oscuridad que se abría tras las puertas del salón-, y si la batalla se tuerce, nos retiramos tras las puertas y que rompan sus lanzas contra la empalizada.
Era la táctica preferida de Tewdric, y la había perfeccionado con los años: la guerra de sitio, atrincherarse tras las murallas levantadas por ingenieros romanos muertos hacía mucho tiempo ya, contra las cuales de nada servían las espadas ni las lanzas enemigas. Un murmullo de acuerdo se elevó en la sala, murmullo que aumentó cuando Tewdric anunció al consejo la posibilidad de que Aelle estuviera planeando un ataque a Ratae.
–Entretengamos aquí a Gorfyddyd -dijo un hombre-, y se apresurará a volver al norte tan pronto como tenga noticia de que Aelle ataca por la puerta de atrás.
–Aelle no luchará por mí.
Era la primera intervención de Arturo y se hizo el silencio en el salón. Arturo pareció avergonzado de haberse pronunciado con tanta rudeza. Sonrió a Tewdric disculpándose y preguntó en qué lugar exactamente se hallaban reunidas las fuerzas enemigas. Él ya conocía la respuesta, naturalmente, pero hizo la pregunta para que también los demás tuviéramos conocimiento. Respondió Agrícola en vez de Tewdric.
–Las posiciones de vanguardia cubren el terreno entre Monte Coel y Caer Lud. El grueso del ejército está reunido en Branogenium y algunas tropas avanzan desde Caer Sws.
Esos nombres nada significaban para nosotros, pero Arturo daba a entender que dominaba la geografía.
–¿De forma que los montes que nos separan de Branogeníum están defendidos?
–Todos los pasos -corroboró Agrícola- y todos los picos.
–¿Cuántos son en el valle del Lugg? – preguntó Arturo.
–Por lo menos doscientos lanceros de los mejores. No son incautos, señor -añadió Agrícola con acritud.
Arturo se puso en pie. En los consejos se manejaba con destreza, sabía imponerse a las multitudes descontentas. Nos sonrío.
–Lo que ahora voy a decir lo entenderán muy bien los cristianos -anunció, halagando sutilmente a los que con mayor probabilidad se le opondrían-. Imaginaos una cruz cristiana. Aquí, en Magnis, nos hallamos al pie de la cruz. El madero vertical es la calzada romana que va de norte a sur desde Magnis hasta Branogenium, y el transversal es la cadena de montañas que cierra el paso de la calzada. Monte Coel está a la izquierda del madero transversal y el valle del Lugg en el centro. La calzada y el río cruzan las montañas por ese mismo valle.
Adelantóse hasta la parte anterior de la mesa y sentóse en el borde para estar más cerca de los que escuchábamos.
–Ahora, imaginaos la situación -continuó-. La luz de las antorchas proyectaba sombras en sus alargadas mejillas, pero los ojos le brillaban y hablaba con tono enérgico.
–Todos creen saber que perderemos la batalla, pues el enemigo nos supera en numero. Esperamos aquí a que Gorfyddyd nos ataque. Esperamos aquí y el desánimo empieza a cundir entre nosotros; unos nos arrojamos sobre nuestras lanzas, otros caen enfermos y en todos arraiga la amargura de pensar en el gran ejército que nos acecha desde las hondonadas de los montes que rodean Branogenium. Procuramos no imaginar nuestra línea de defensa emparedada y el enemigo atacando desde tres flancos a la vez. ¡Pero reparad en el enemigo! ¡También se mantiene a la espera! Mientras tanto, se hacen fuertes. Llegan refuerzos de Cornovia, de Elmet, de Demetia, de Gwynned. Los desterrados se les unen para ganar un terruño y los proscritos para participar en el botín. Saben que van a ganar y que nosotros aguardamos como ratones acorralados por una manada de gatos.
Volvió a sonreír y se levantó.
–Pero no somos ratones. Con nosotros se encuentran algunos de los más grandes guerreros que empuñaran jamás la lanza. ¡Tenemos campeones entre nosotros! – Comenzaron las ovaciones-. ¡Podemos matar como gatos! ¡Y también sabemos despellejar! Pero -añadió, frenando la siguiente demostración de euforia que ya comenzaba a oírse-, pero, no será así si nos quedamos aquí esperando el ataque. Si permanecemos encerrados entre las murallas de Magnis, ¿qué sucede? El enemigo nos rodea. Se apodera de nuestros hogares, de nuestras esposas, de nuestros hijos, de nuestras tierras, de nuestros rebaños y de nuestra cosecha recién recogida, y quedamos reducidos a la situación de ratones atrapados. Tenemos que lanzarnos al ataque, ¡y enseguida!
Agrícola esperó a que terminaran las ovaciones.
–Y ¿por dónde atacamos? – inquirió desabrido.
–Donde menos lo esperan, señor, ¡en su plaza más fuerte! En el valle del Lugg. ¡En el centro de la cruz! ¡Directo al corazón! – Levantó una mano para detener los vivas-. El valle es angosto y no permite rodear una barrera de escudo por los flancos. La calzada vadea el río al norte del valle. – Hablaba con el ceño fruncido, tratando de recordar un lugar que sólo había visto una vez en la vida, pero Arturo poseía la memoria de un soldado para el terreno y no necesitaba ver un terreno más que una vez para no olvidarlo-. Tendremos que situar hombres en la montaña occidental para impedir que los arqueros enemigos arrojen flechas desde lo alto, pero tan pronto como alcancemos el valle, juro que nadie nos moverá.
–Aunque resistamos allí -objetó Agrícola-, ¿cómo lograremos llegar? Ya han colocado doscientos arqueros en ese paso, más tal vez, pero aunque sólo fueran cien, podrían defender el
valle el día entero. Cuando hayamos conseguido abrirnos camino hasta el otro extremo del valle, Gorfyddyd ya habrá llegado con sus hordas desde Branogenium. O peor aún, los irlandeses Escudos Negros que guarnecen Monte Coel pueden avanzar hacia el sur y cortarnos la retirada. Aunque no nos muevan, señor, nos matarán en el sitio.
–Los irlandeses de Monte Coel no importan -replicó Arturo con despreocupación. Estaba emocionado y azogado y empezó a pasear de un lado a otro del estrado dando explicaciones, tratando de ganarse a la audiencia-. Os ruego que penséis, lord rey -le dijo a Tewdric-, en las consecuencias que nos acarrearía atrincheramos aquí. Llega el enemigo, nos retiramos tras los inexpugnables muros y ellos invaden nuestras tierras. A mediados de invierno seguiremos con vida, ¿pero quién más, en toda Gwent o Dumnonia? No. Esos montes al sur de Branogenium son las murallas de Gorfyddyd. Si las cruzamos, tendrá que luchar contra nosotros y, si esa lucha se produce en el valle del Lugg, ya puede darse por vencido.
–Los doscientos hombres situados en el valle del Lugg nos detendrán -insistió Agrícola.
–¡Se evaporarán como niebla! – exclamó Arturo con convicción-. Son doscientos hombres que jamás se han enfrentado a caballos con armadura.
–Hay una barrera de árboles caídos que impide el acceso al valle -arguyó Agrícola haciendo un gesto negativo con la cabeza-. Los caballos con armadura no podrán pasar -hizo una pausa y abrió el puño para alzar la palma- y morirán -afirmó sin sombra de duda, en tono tan determinante que Arturo hubo de sentarse.
En el recinto se respiraban aires de derrota. En el exterior, donde los herreros trabajaban día y noche, oí el hervor de una hoja recién forjada al ser templada en agua.
–¿Me concedéis venia para hablar? – intervino Meurig, el hijo de Tewdric. Tenía una voz muy aguda y un tono rayano en mohíno; además, era ostensiblemente miope, pues forzaba la vista y torcía la cabeza cuando quería mirar a alguno de los que presidian el consejo-. Quisiera preguntar -dijo una vez su padre le hubo dado permiso para dirigirse al consejo- por qué hemos de presentar batalla.
Parpadeó repetidas veces tras formular la pregunta. Nadie respondió, quizá porque a todos nos sorprendió grandemente la pregunta.
–Dejadme, permitidme, consentid que os conteste yo mismo -prosiguió Meurig con cierta pedantería. Aunque fuera joven, mostraba la seguridad en sí mismo propia de un príncipe, si bien la falsa modestia de que revistió su intervencion me pareció irritante-. Nos enfrentamos a Gorfyddyd, corregidme si yerro, por nuestra antigua alianza con Dumnonia. Dicha alianza nos ha sido valiosa, sin duda, pero a mi entender Gorfyddyd no tiene los ojos puestos en el trono de Dumnonía.
Un murmullo de protesta se produjo entre los dumnonios presentes, pero Arturo levantó la mano en demanda de silencio y luego indicó a Meurig que continuara. Meurig parpadeó y tironeó de la cruz que llevaba al cuello.
–¿Por qué presentamos batalla? Yo lo diría con otras palabras, ¿se trata de nuestro casus belli?
–¿Casus belli? – repitió Culhwch a gritos. Me había visto llegar. Cruzó el salón para saludarme y me habló al oído-. Los hijos de perra tienen escudos endebles, Derfel, y están buscando la forma de escabullirse.
Arturo se levantó de nuevo y se dirigió secamente a Meurig.
–La causa de la guerra, lord príncipe, es el juramento hecho por vuestro padre de mantener al rey Mordred en el trono, y es evidente que Gorfyddyd piensa arrebatárselo a nuestro rey.
–Pero a mi entender -continuó Meurig-, y corregidme sí me equivoco, os lo ruego, Gorfydyyd no aspira a destronar al rey Mordred.
–¿Lo sabéis a ciencia cierta? – terció Culhwch a voces.
–Existen indicios -contestó Meurig irritado.
–Algunos hijos de perra han estado en contacto con el enemigo -me dijo Culhwch al oído-. ¿Alguna vez te han puesto un cuchillo en la espalda, Derfel? Porque creo que a Arturo se lo acaban de poner.
Arturo mantenía la calma.
–¿Qué indicios son ésos? – preguntó con tono apacible.
El rey Tewdric guardó silencio durante la intervención de su hijo, prueba suficiente de que éste contaba con su aprobación para insinuar, aunque fuera con delicadeza, que más valía aplacar a Gorfyddyd que enfrentarse a él; sin embargo, en ese momento el rey, envejecido y cansado tomó el control del salón.
–No existen indicios, señor, sobre los cuales desee apoyar mi posición. No obstante -cuando pronunció estas palabras con tanto énfasis, todos comprendimos que Arturo había perdido el debate-, no obstante, señor, estoy convencido de que no debemos provocar a Powys innecesariamente. Veamos si es cierto que no podemos tener paz. – Hizo una pausa como sí temiera provocar la ira de Arturo, pero éste no dijo nada. Tewdric suspiró-. Gorfyddyd lucha -prosiguió lentamente, escogiendo las palabras con mesura- a causa de una ofensa hecha a su familia. – Volvió a detenerse temiendo que su franqueza pudiera molestar a Arturo, pero Arturo, que jamás eludía responsabilidades, la aceptó con un gesto poco entusiasta-. Pero nosotros -prosiguió Tewdric- luchamos por mantener la palabra dada a Uter, el rey supremo, palabra por la que nos comprometimos a mantener a Mordred en el trono. Y yo declaro que no romperé ese juramento.
–¡Ni yo! – exclamó Arturo en voz alta.
–Pero, lord Arturo, ¿y si el rey Gorfyddyd no tuviera intenciones de usurpar el trono? – preguntó Tewdric-. Sí sus intenciones fueran mantener a Mordred como rey, ¿por qué lucharíamos nosotros?
Se produjo un gran alboroto en el salón. Los dumnonios olíamos la traición y los de Gwent olfateaban la posibilidad de eludir la guerra; empezamos a insultarnos unos a otros hasta que Arturo impuso silencio de un manotazo en la mesa.
–El último mensajero que envié a Gorfyddyd -informó Arturo- me fue devuelto con la cabeza cortada dentro de un saco. ¿Deseáis, lord rey, que enviemos a otro?
Tewdric hizo un gesto negativo con la cabeza.
–Gorfyddyd no quiere recibir a mis mensajeros. Les obliga a retroceder en la frontera. Pero si aguardamos aquí y dejamos que su ejército malgaste esfuerzos contra las murallas, confio en que se desanime y se muestre dispuesto a negociar.
Un murmullo de aprobación se elevó entre sus hombres.
Arturo intentó una vez más persuadir a Tewdric. Describió a nuestro ejército enterrado tras los muros mientras la horda de Gorfyddyd saqueaba los graneros con la cosecha recién recogida, mas los hombres de Gwent resistieron el poder persuasorío de su apasionada oratoria. No veían sino líneas de defensa rodeadas por el enemigo y campos de cadáveres, de modo que se aferraron a la creencia de su rey según la cual la paz sólo seria posible si se atrincheraban en Magnis y dejaban que Gorfyddyd agotara las fuerzas de los suyos tratando de abatir las inexpugnables murallas. Empezaron a exigir el consentimiento de Arturo a dicha estrategia y vi el dolor que ello le causaba.
Había perdido. Si se quedaba allí, Gorfyddyd pediría su cabeza. Si huía a Armórica, viviría, pero abandonaría a Mordred y renunciaría a su sueño de una Britania justa y unida. El clamor iba en aumento, y fue entonces cuando Galahad se puso en pie y pidió a gritos la palabra.
Tewdric señaló hacia él y mi amigo se presento.
–Lord rey, soy Galahad -dijo-, un príncipe de Benoic. Si el rey Gorfyddyd se niega a recibir mensajeros de Gwent o de Dumnonia, seguro que no rechazará a uno de Armórica. Lord rey, dadme vuestro consentimiento para partir a Caer Sws y averiguar las intenciones de Gorfyddyd en lo que concierne a Mordred. En caso de que me concedáis licencia, lord rey, ¿daréis por buena mi palabra como veredicto?
Twedric aceptó de muy buen grado. Cualquier intento de evitar la guerra le parecía adecuado, pero seguía pendiente de la opinión de Arturo.
–Supongamos que Gorfyddyd declara que Mordred está a salvo -le dijo a Arturo-. ¿Qué haríais en tal caso?
Arturo miraba la mesa fijamente. Su sueño se le escapaba de las manos pero no podía mentir para salvarlo, de modo que levantó los ojos con una sonrisa triste.
–En tal caso, lord rey, abandonaría Britania y os confiaría a Mordred por entero.
Los dumnonios volvimos a manifestar nuestro desacuerdo, pero fue Tewdric quien nos impuso silencio.
–No sabemos la respuesta que nos traerá el príncipe Galahad -dijo-, pero os prometo que si el trono de Mordred está amenazado, yo, el rey Tewdric, presentaré batalla. En caso contrario, no veo razón alguna para ir a la guerra.
Hubimos de conformarnos con tal promesa. Al parecer, la guerra dependía de la respuesta de Gorfyddyd. Al día siguiente Galahad partió hacia el norte en busca de la respuesta.
Y yo partí con él. Decidí acompañarlo aun en contra de sus deseos, pues arguyó que mi vida corría peligro. Mantuvimos una discusión enconada como nunca hasta entonces y rogué a Arturo que intercediera por mí, pues al menos un dumnonio debía escuchar la declaración de intenciones de Gorfyddyd con respecto a nuestro rey. Arturo discutió mi caso con Galahad y por fin, éste cedió. A fin de cuentas éramos amigos, pero por mí propia seguridad insistió en que me hiciera pasar por criado suyo durante el viaje y que pintara su enseña en mi escudo.
–¡No tienes enseña! – le dije.
–Ahora si -replicó, y ordenó que pintaran una cruz en nuestros escudos-. ¿Por qué no? – me preguntó-. Soy cristiano.
–No me parece apropiado -repuse.
Yo estaba acostumbrado a escudos de guerra con toros, águilas, dragones y ciervos, no con un pobre motivo de geometría religiosa.
–A mí me gusta -dijo-; y además ahora eres mi humilde siervo, Derfel, de modo que tu opinión no me interesa para nada. Para nada.
Lanzó una carcajada y esquivó un puñetazo que le dirigí al brazo.
Me vi obligado a cabalgar hasta Caer Sws. En todos los años que compartí con Arturo nunca llegué a acostumbrarme a ir sentado a lomos de un caballo. Me parecía más natural sentarme en la parte más baja de la espalda del animal, pero cabalgando de aquella forma era imposible sujetarse a los flancos con las rodillas, para lo cual había que deslizarse hacia delante hasta quedar colgado justo en la base del cuello, con los pies colgando por detrás de sus cuartos delanteros. Al final opté por asegurar un pie en la cincha para tener un punto de apoyo, variante que ofendió a Galahad, orgulloso como estaba de su estilo hípico.
–¡Monta como Dios manda! – me decía.
–¡Pero no tengo dónde apoyar los pies!
–El caballo tiene cuatro, ¿para qué quieres más?
Cabalgamos hasta Caer Lud, la principal fortaleza de Gorfyddyd en las montañas fronterizas. El pueblo se hallaba en un monte, junto a un meandro del río, y supusimos que los centinelas estarían menos atentos que los de la calzada romana del valle del Lugg. Aun así, no declaramos la verdadera misión que nos llevaba a Powys, sino que nos identificamos como hombres sin tierra procedentes de Armórica que deseaban entrar en el país de Gorfyddyd. Los guardias, al descubrir que Galahad era príncipe, insistieron en darnos escolta hasta el comandante de la plaza, de modo que nos condujeron por el pueblo, rebosante de hombres armados cuyas lanzas descansaban a la puerta de cada casa y cuyos cascos se apilaban bajo los bancos de las tabernas. El comandante era un hombre abrumado por los problemas que dejaba traslucir su odio hacia las responsabilidades de gobernar una guarnición desbordada por la inminencia de la guerra.
–Supe que veníais de Armórica tan pronto como vi vuestros escudos, lord príncipe -le dijo a Galahad-; es un símbolo de otras tierras para nuestros ojos provincianos.
–Y un símbolo honorable a los míos -repuso Galahad con seriedad, sin mirarme.
–Sin duda, sin duda -replicó el comandante. Se llamaba Halsyd-. Y os damos la bienvenida lord príncipe. Nuestro rey supremo acoge a todos… -Enmudeció cohibido. Estaba a punto de decir que Gorfyddyd acogía a todos los guerreros desterrados, pero tal calificativo rayaba en el insulto, aplicado a un príncipe despojado del reino de Armórica-. A todos los hombres valientes -se corrigió-. ¿Por casualidad teníais intenciones de quedaros aquí?
Temía que fuéramos dos hambrientos más en un pueblo que ya se veía obligado a alimentar a la numerosa soldadesca presente.
–Quisiera dirigirme a Caer Sws -anunció Galahad- con mí criado -añadió, señalándome.
–Que los dioses os acorten el camino, lord príncipe.
Y así entramos en tierras enemigas. Cabalgamos por valles tranquilos donde el grano recién engavillado parcelaba los campos y cuyos pomares estaban rebosantes de manzanas maduras. Al día siguiente entramos en las montañas siguiendo el camino de polvo que serpenteaba entre grandes extensiones de bosques húmedos hasta que, finalmente, remontamos una arboleda y cruzamos el paso que llevaba a la capital de Gorfyddyd. Sentí un escalofrío nervioso al columbrar las rudas murallas de tierra de Caer Sws. Aunque el ejército de Gorfyddyd se estuviera reuniendo en Branogenium, a unas cuarenta millas de distancia, las tierras que rodeaban Caer Sws hervían de soldados. Las tropas habían levantado toscos refugios de paredes de piedra y techumbre de turba alrededor del alcázar, donde ondeaban ocho enseñas en señal de que eran ocho los reinos que engrosaban las filas cada vez más numerosas de Gorfyddyd.
–¿Ocho? – preguntó Galahad-. Powys, Siluria, Elmet y ¿cual más?
–Cornova, Demetia, Gwynedd, Rheged y los Escudos Negros de Demetia -dije, completando la amenazadora lista.
–No me extraña que Tewdric quiera la paz -comentó Galahad en voz baja, asombrado por el número de hombres acampados a ambos lados del río que regaba la capital enemiga.
Bajamos en dirección a aquella colmena de hierro. Los chiquillos nos perseguían atraídos por el extraño símbolo de nuestros escudos, mientras que sus madres vigilaban nuestro paso con recelo desde las aberturas sombrías de sus refugios. Los hombres nos miraban de pasada, tomando nota de nuestra insignia y de la calidad de nuestras armas, pero ninguno nos detuvo hasta que llegamos a las puertas de Caer Sws, donde la guardia real de Gorfyddyd nos cerró el paso con lanzas pulidas.
–Soy Galahad, príncipe de Benoic -se anunció pomposamente- y vengo a visitar a mi primo el rey supremo.
–¿Sois primos? – musité.
–Así se expresa la realeza -me contestó en un susurro.
Lo que vimos en el interior de la fortaleza justificaba en parte la presencia de tantos soldados en Caer Sws. Tres altas estacas habían sido clavadas al suelo para las ceremonias formales que precedían a la guerra. Powys era uno de los reinos donde la influencia cristiana era menor y los ritos antiguos se observaban escrupulosamente; pensé que muchos de los soldados que acampaban extramuros habrían vuelto de Branogenium sólo para presenciar las ceremonias e informar a sus camaradas de que los dioses habían sido aplacados. Gorfyddyd no emprendería la invasión precipitadamente sino con arreglo al procedimiento, y pensé que Arturo tenía razón al pensar que un ataque por sorpresa podía hacer tambalearse un plan tan toscamente organizado.
Unos criados se llevaron nuestros caballos y cuando un consejero, tras un interrogatorio, se hubo cerciorado de que Galahad era quien decía ser nos hicieron pasar a un gran salón de festejos. El ujier recogió nuestras espadas, escudos y lanzas y los colocó junto a las armas de los hombres reunidos en el salón de Gorfyddyd.
Había más de cien guerreros entre los achaparrados pilares de roble de donde pendían calaveras humanas, expresión del estado de guerra en que se hallaba el reino. Hallábanse reunidos bajo los cráneos reyes, príncipes, jefes y paladines de los ejércitos aliados. Los únicos muebles de la sala eran los tronos, alineados sobre un estrado al fondo de la estancia; Gorfyddyd se hallaba bajo el símbolo del águila, y junto a él, pero en un trono más bajo, estaba Gundleus. La mera visión del rey silurio me provocó palpitaciones en la cicatriz de la mano. Tanaburs estaba acuclillado junto a Gundleus; y sentado a la derecha de Gorfyddyd se veía a Iorweth, su druida personal. Cuneglas, Edling de Powys, ocupaba el tercer trono, flanqueado por reyes a los que no reconocí. No había mujeres. Era sin duda un consejo de guerra, o al menos la ocasión de refocilarse juntos con la victoria que iban a conseguir. Todos vestían cota de malla y armadura de cuero.
Nos detuvimos al final del salón y vi que Galahad elevaba una plegaria silenciosa a su dios. Un perro lobo con una oreja mordida y el lomo lleno de cicatrices nos olisqueó las botas y volvió junto a su amo, que se hallaba junto con los demás guerreros en el suelo de tierra cubierto por esteras. En un rincón alejado, un bardo cantaba en voz baja una canción de guerra, aunque nadie prestaba oídos a su monótono recitar, pues todos escuchaban a Gundleus, que enumeraba las fuerzas que habrían de llegar de Demetia. Un cacique, que evidentemente debía de haber sufrido a causa de los irlandeses en el pasado, arguyó que Powys no necesitaba a los Escudos Negros para derrotar a Arturo y a Tewdric, pero su protesta fue acallada por un gesto brusco de Gorfyddyd. Ya estaba dispuesto a aguardar hasta el final de la sesión, pero transcurridos breves minutos, nos condujeron al centro de la sala, al espacio despejado que había ante Gorfyddyd. Miré a Gundleus y a Tanaburs pero ninguno de ellos me reconocio.
Nos postramos de hinojos y aguardamos.
–Alzaos -dijo Gorfyddyd.
Obedecimos al instante, y una vez más contemplé su rostro amargo. Poco había cambiado desde la última vez que lo viera. Tenía las mismas bolsas bajo los ojos y su expresión recelosa era idéntica a la del día en que Arturo se presentó a pedir la mano de Ceinwyn, aunque la enfermedad sufrida entre tanto le había encanecido el pelo y la barba. La barba rala no ocultaba del todo el bocio que había desarrollado. Nos miró con cautela.
–Galahad -dijo con voz ronca-, príncipe de Benoic. Hemos oído hablar de vuestro hermano Lanzarote, pero no de vos. ¿Sois, al igual que vuestro hermano, cachorro de Arturo?
–Yo no debo obediencia a hombre alguno, lord rey -respondió Galahad-, sino a los huesos de mi padre, pisoteados por sus enemigos. Soy un hombre sin tierra.
Gorfyddyd se removió en el trono. Sobre el brazo izquierdo del asiento reposaba su manga vacía, recuerdo perenne de su odiado enemigo, Arturo.
–¿Acudís a mí en busca de tierras, Galahad de Benoic? – preguntó-. Son muchos los que se presentan con tal propósito -le advirtió, señalando a la multitud que atestaba el salón-. Aunque me atrevo a decir que en Dumnonia hay para todos.
–Acudo a vos, lord rey, con los saludos, traídos por voluntad propia, del rey Tewdric de Gwent.
El nombre causó sensación. Los del fondo, que no habían oído la declaración de Galahad, pidieron escucharla de nuevo y el murmullo de las conversaciones se prolongó varios segundos. Cuneglas, el hijo de Gorfyddyd, levantó la mirada bruscamente. Una preocupación se reflejaba en su rostro redondo de largos bigotes, y no me extrañó, pues Cuneglas, como Arturo, deseaba la paz; pero Arturo había destruido sus esperanzas al desdeñar a Ceinwyn, y ahora el Edling de Powys no podía sino secundar a su padre en una guerra que prometía arrasar todos los reinos del sur.
–Nuestros enemigos, al parecer, pierden la sed de guerra -dijo Gorfyddyd-. ¿Por qué otro motivo enviaría Tewdric sus saludos?
–Rey supremo -replicó Galahad, dirigiéndose a Gorfyddyd prudentemente por el titulo que él mismo se había adjudicado previendo la victoria-, el rey Tewdric no teme al hombre, pero ama la paz por encima de todo.
Gorfyddyd se convulsionó de tal modo que pensé que iba a vomitar, pero entonces me di cuenta de que se estaba riendo.
–Los reyes sólo amamos la paz cuando la guerra no nos favorece. Esta reunión, Galahad de Benoic -añadió, señalando la multitud de jefes y príncipes- es motivo suficiente para que Tewdric prefiera la paz. – Hizo una pausa para cobrar resuello-. Hasta ahora, Galahad de Benoic, me he negado a recibir a los mensajeros de Tewdric. ¿Por qué habría de recibirlos? ¿Acaso el águila escucha al cordero que clama piedad? Dentro de pocos días espero escuchar el balido de todos los hombres de Gwent suplicándome la paz, mas de momento, y puesto que habéis llegado tan lejos, tal vez me hagáis pasar un buen rato.
–Decid, ¿qué ofrece Tewdric?
–Paz, lord rey, simplemente paz.
–Sois un desheredado, Galahad -escupió Gorfyddyd-, tenéis las manos vacías. ¿Acaso Tewdric cree que puede disponer de la paz a su antojo? ¿Acaso cree que he gastado el oro de mí reino en un ejército para nada? ¿Me toma por demente?
–Cree, señor, que el derramamiento de sangre entre britanos es un derroche inútil.
–Habláis como mujer, Galahad de Benoic -le insultó Gorfyddyd en voz suficientemente alta para que la chanza y las risas se extendieran por todo el salón-. Sin embargo -prosiguió, apaciguadas las carcajadas-, y puesto que habréis de llevar al rey de Gwent una respuesta u otra, decidle lo siguiente. – Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos-. Decidle que es un cordero que mama de las tetas secas de Dumnonia. Decidle que mi querella no es contra él sino contra Arturo, por lo que podrá tener la paz que desea con dos condiciones. Primera, que de paso franco a mi ejército por sus tierras, y segunda, que me proporcione grano suficiente para alimentar a un millar de hombres durante diez días. – Los guerreros presentes se asombraron ante la generosidad de las condiciones, que además traslucían un planteamiento ingenioso, pues si Tewdric aceptaba, evitaría el saqueo sistemático del país y facilitaría la invasión de Dumnonía-. Galahad de Benoic, ¿os han dado poder para aceptar estas condiciones?
–No, lord rey; sólo para preguntaros las condiciones que vos pondríais y para conocer vuestro pensamiento con respecto a Mordred, rey de Dumnonia, a quien Tewdric ha jurado proteger.
Gorfyddyd adoptó una expresión ofendida.
–¿Acaso me consideráis capaz de promover guerras contra los infantes? – preguntó; se puso en pie y avanzó hasta el borde del estrado de los tronos-. Esta guerra es contra Arturo -insistió, para ponerlo no sólo en nuestro conocimiento sino también en el de todos los presentes-, que prefirió tomar a una ramera de Henis Wyren en vez de desposar a mi hija ¿Habrá hombre capaz de dejar impune semejante insulto? – El salón en pleno se sumó a la respuesta-. ¡Arturo es un advenedizo -exclamó a gritos- nacido de una ramera, y a una ramera se ha unido! Mientras Gwent proteja al amante de la ramera, Gwent y Powys serán enemigos. Mientras Dumnonia luche por el amante de la ramera, Dumnonia y Powys serán enemigos. ¡Y nuestro enemigo nos procurará generosamente oro, esclavos, alimento, tierra, mujeres y gloria! Mataremos a Arturo y su ramera estará a nuestra disposición en las barracas. – Aguardó a que las ovaciones terminaran y luego miró a Galahad desde arriba imperiosamente-. Transmitidselo así a Tewdric, Galahad de Benoic, y luego comunicádselo también a Arturo.
–Derfel será quien se lo diga a Arturo -clamó una voz en el salón; me volví y vi a Ligessac, otrora comandante de la guardia de Norwenna y traidor después, al servicio de Gundleus. Me señaló con el dedo-. Rey supremo, ese hombre ha jurado servir a Arturo. Lo juro por mi vida.
El salón hervía de agitación. Algunos me acusaban de espía a gritos y otros pedían mi muerte. Tanaburs me miraba fijamente, como sí quisiera ver a través de mi barba y de mis gruesos bigotes; de pronto me reconoció y dio un grito.
–¡Matadlo! ¡Matadlo!
Los guardias de Gorfyddyd, los únicos hombres armados del salón, corrieron hacia mi. Gorfyddyd los detuvo alzando la mano, gesto que también fue acallando los ánimos poco a poco.
–¿Has jurado servir al amante de la ramera? – me preguntó el rey, como si fuera a dictar una sentencia de muerte.
–Derfel está a mi servicio, rey supremo -reiteró Galahad.
–Que responda por si mismo -replicó Gorfyddyd, señalándome con el dedo-. ¿Has jurado servir a Arturo?
–Sí, lord rey -admití, incapaz de renegar de un juramento.
Gorfyddyd bajó de la plataforma con paso plúmbeo y tendió su único brazo hacia un centinela sin dejar de mirarme con fijeza.
–¿Sabes, perro, lo que hicimos con el último mensajero de Arturo?
–Le disteis muerte, lord rey -dije.
–Envié su cabeza de gusano a tu señor, el amante de la ramera, así lo hice. ¡Vamos, rápido! – repitió el gesto hacia el centinela más cercano, que no sabia qué colocar en la mano tendida de
su rey-. ¡La espada, imbécil! – gritó Gorfyddyd, y el hombre sacó la espada a toda prisa y se la entregó al rey por el pomo.
–Lord rey -dijo Galahad interponiéndose; pero Gorfyddyd hizo girar el arma de modo que quedó vibrando a escasa distancia de los ojos de Galahad.
–Cuidad vuestras palabras en mi salón, Galahad de Benoic -le advirtió con un gruñido.
–Os suplico por la vida de Derfel -continuó Galahad-. No ha venido en condición de espía sino como emisario de paz.
–¡No quiero paz! – replicó a gritos-. ¡No me place la paz! Quiero ver a Arturo gimiendo como gimió mi hija en una ocasion. ¿Lo comprendéis? ¡Quiero verle derramar lágrimas! ¡Quiero que me suplique como me suplicó ella! Quiero verlo humillado, quiero verlo muerto mientras su ramera complace a mis hombres. Aquí no son bien recibidos los emisarios de Arturo, y él lo sabe. ¡Y tú también lo sabías! – terminó gritándome a la cara las últimas palabras y preparando la espada.
–¡Mátalo! ¡Mátalo!
Tanaburs brincaba, ataviado con su harapienta túnica bordada; y los huesecillos prendidos de su pelo entrechocaban como alubias en una cazuela.
–Si lo tocáis, Gorfyddyd -intervino otra voz-, vuestra vida queda en mis manos. Os enterraré en el estercolero de Caer Idion y haré que los perros orinen encima. Entregaré vuestro espíritu a los espíritus de los niños que no tienen con qué jugar. Os condenaré a la oscuridad hasta el final del último día y luego escupiré sobre vos hasta el nacimiento de la nueva era, pero incluso entonces vuestros tormentos sólo habrán empezado a manifestarse.
La tensión desapareció de mis músculos como una corriente de agua. Sólo un hombre podía atreverse a hablar en esos termínos al rey supremo. Era Merlín. ¡Merlín! Merlín, que avanzaba despacio, erguido en toda su estatura, por el pasillo central del salón. Merlín, que pasó a mi lado y, con un gesto más majestuoso de lo que Gorfyddyd pudiera soñar siquiera, apartó la espada de mi con un golpe de su negra vara. Merlín, que dirigiéndose después a Tanaburs, le musitó al oído unas palabras que hicieron huir del salón al druida menor dando gritos de espanto.
Era Merlín, el que sabía transformarse como nadie. Le gustaba fingir, confundir y engañar. Podía mostrarse brusco, perverso, paciente o señorial, pero aquel día se presentó revestido de severa y fría majestad. Su rostro oscuro no sonreía, sus ojos profundos no mostraban rastro de alegría, sólo una mirada de autoridad y arrogancia tales que los hombres más próximos a él se postraron de hinojos involuntariamente e incluso el rey Gorfyddyd, que un momento antes se disponía a decapitarme de un tajo, bajó la espada.
–¿Abogáis por este hombre, lord Merlín? – inquirió Gorfyddyd.
–¿Estáis sordo, Gorfyddyd? – le espetó Merlín-. Derfel Cadarn no perderá la vida, sino que lo trataréis como huésped de honor. Comerá de vuestra comida y beberá de vuestro vino. Dormirá en vuestros lechos y tomará a vuestras esclavas si ése es su deseo. Derfel Cadarn y Galahad de Benoic están bajo mi protección. – Se volvió a todos los presentes retando a quien quisiera oponérsele-. ¡Derfel Cadarn y Galahad de Benoic están bajo mi protección! – repitió, alzando la negra vara. Los guerreros vacilaron bajo su amenaza-. Sin Derfel Cadarn y Galahad de Benoic -prosiguió Merlín-, la sabiduría de Britania no existiría. Yo habría perecido en Benoic y todos vosotros estaríais condenados a la esclavitud bajo el dominio sajón. – Volvió a dirigirse a Gorfyddyd-. Necesitan comer. ¡Y deja de mirarme, Derfel! – añadió sin siquiera dirigirme la vista.
Era cierto que no le había quitado los ojos de encima, tanto por puro asombro como por verdadero alivio, pero no lograba imaginar qué hacia Merlín allí, en la ciudadela enemiga. Claro está que los druidas podían viajar a su antojo incluso en territorio enemigo, pero su presencia en Caer Sws, con los tiempos que corrían, me parecía incomprensible e incluso peligrosa, pues aunque los hombres de Gorfyddyd se acobardaran ante él, estaban resentidos por su entrometimiento, y los que se hallaban al fondo, lejos de su alcance inmediato, murmuraban que se fuera a meter las narices en sus propios asuntos.
A ellos, precisamente, se dirigió entonces.
–Mis propios asuntos -dijo en voz baja, aunque suficiente para cortar las murmuraciones de raíz- son cuidar de vuestros espíritus, y si me tomara la molestia de sumirlos en la desgracia, desearíais que vuestras madres no os hubieran parido jamás. ¡Necios! – Pronunció la última palabra en voz alta y cortante subrayándola con un movimiento de la vara que obligó a arrodillarse a los hombres, aun a los que portaban armadura. Ningún rey osó intervenir cuando Merlín golpeó con fuerza una calavera que pendía de una columna-. ¡Pedís victoria! – prosiguió-. ¿Victoria sobre quién? ¡Sobre vuestros congéneres, en vez de sobre vuestros enemigos! ¡Vuestros enemigos son los sajones! Pasamos largos años de sufrimiento bajo la férrea mano romana, pero al fin los dioses tuvieron a bien liberarnos de los gusanos romanos, y ahora, ¿qué hacemos? Luchamos unos contra otros mientras el nuevo enemigo se apodera de nuestras tierras, viola a nuestras mujeres y recoge nuestras cosechas. ¡Id a la guerra, insensatos! ¡íd y venced, pero ni aun así os alzaréis con la victoria!
–Pero mi hija será vengada -dijo Gorfyddyd a espaldas de Merlín.
–Tu hija, Gorfyddyd -replicó Merlín, volviéndose hacia él-, vengará su propia herida. ¿Deseas conocer su destino? – preguntó en son de burla, aunque respondió con sobriedad, en un tono preñado de matices proféticos-. Nunca será encumbrada y nunca será rebajada, pero será feliz. Gorfyddyd, su espíritu tiene la bendición divina, y si tuvieras el cerebro de una pulga, te conformarías con eso.
–Sólo me conformaré con el cráneo de Arturo -insistió Gorfyddyd en tono desafiante.
–Entonces, ve a buscarlo -replicó Merlín con sarcasmo, y me tomó por el codo-. Ven, Derf el, y disfruta de la hospitalidad de tu enemigo.
Nos sacó del salón a paso tranquilo, cruzando despreocupadamente entre el hierro y el cuero de las filas enemigas. Los guerreros nos miraban con rencor, pero nada podían hacer por detenernos ni por impedir que nos instaláramos en uno de los aposentos destinados a los huéspedes, el mismo en que se había instalado Merlín.
–De modo que Tewdric quiere paz, ¿no es así? – nos pregunto.
–Sí, señor -respondí.
–No podía esperarse otra cosa de él. Es cristiano y cree saber más que los dioses.
–¿Y vos conocéis el pensamiento de los dioses, señor? – inquirió Galahad.
–Creo que los dioses odian el aburrimiento, de modo que hago todo lo posible por divertirlos, así que me sonríen. Tu dios -añadió agriamente- desprecia la diversión y exige que os postréis para adorarlo. Ha de ser por fuerza una criatura lamentable, semejante a Gorfyddyd, eternamente suspicaz y celoso de su reputación hasta la náusea. ¿No os alegráis ambos de mi oportuna aparición? – dijo repentinamente con una sonrisa maliciosa, y comprendí lo mucho que había disfrutado humillando a Gorfyddyd públicamente.
La reputación de Merlín se alimentaba en parte de sus demostraciones públicas; unos druidas, como Iorweth, trabajaban discretamente; otros, como Tanaburs, empleaban métodos de astucia siniestra; pero a Merlín le gustaba dominar y aturdir; humillar a un rey ambicioso era una tendencia instintiva que le procuraba gran placer.
–¿Es cierto que Ceinwyn tiene la bendición de los dioses? – le pregunté; pero le tomé por sorpresa y me miró atónito.
–¿Por qué habría de importarte a ti? Es una muchacha bonita y confieso que las muchachas bonitas son mi debilidad, de modo que la bendeciré con un hechizo. Hice lo mismo contigo en una ocasión, Derfel, aunque no porque seas bonito. – Soltó una sonora carcajada y comprobó lo avanzado de la tarde en la largura de las sombras del exterior-. Pronto tendré que partir.
–¿Qué motivo os trajo aquí, señor? – preguntó Galahad.
–Necesitaba hablar con Iorweth -respondió Merlín, al tiempo que echaba un vistazo alrededor para comprobar si había recogido todos sus enseres-. Aunque sea un torpe incompetente, posee ciertos conocimientos raros que yo había olvidado por un momento relativos al anillo de Eluned, que por cierto lo tengo por aquí. – Se palpó los bolsillos cosidos al forro de la túníca-. Bien, lo tenía -comentó sin darle importancia, aunque me pareció que fingía indiferencia.
–¿Qué es el anillo de Eluned? – preguntó Galahad.
Merlín frunció el ceño ante la ignorancia de mi amigo, pero optó por perdonársela.
–El anillo de Eluned -dijo pomposo- es uno de los trece tesoros de Britania. Siempre hemos sabido de la existencia de los tesoros, claro está, al menos aquellos de nosotros que reconocemos a los verdaderos dioses -subrayó mirando a Galahad-, pero nadie conocía a ciencia cierta su auténtico poder.
–¿Y lo averiguasteis gracias al pergamino? – pregunté.
Merlín sonrió con astucia. Llevaba la larga cabellera blanca pulcramente recogida en la base del cuello con un lazo negro, y las barbas en apretadas trenzas.
–El pergamino -dijo- confirma todo lo que sabia o sospechaba, e incluso insinúa uno o dos secretos más. ¡Ah, aquí está! – Tras rebuscar en diversos bolsillos por fin encontró el anillo y nos lo enseñó. Parecióme un vulgar aro de hierro como los de los guerreros, pero Merlín lo sujetaba en la palma cual si fuera la joya más grande de Britania-. El anillo de Eluned, forjado en el más allá al principio de los tiempos. Un fragmento de metal, en realidad, sin nada especial. – Me lo lanzó y me apresuré a atraparlo-. El anillo por sí solo no tiene poder alguno; ninguno de los trece tesoros lo tiene por separado. El manto de la invisibilidad no hace invisible, como el cuerno de Bran Galed no suena mejor que cualquier otro cuerno de caza. Por cierto, Derfel, ¿fuiste a buscar a Nimue?
–Si.
–Bien hecho, sabia que irías. Es un lugar interesante, la isla de los Muertos, ¿verdad? Suelo ir allí cuando necesito compañía estimulante. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, los tesoros! En realidad no valen nada. La capa de Padarn no se la darías ni a un pordiosero, si fueras buena persona, y sin embargo es uno de los tesoros.
–Entonces, ¿para qué sirven? – preguntó Galahad.
Me había quitado el anillo de la mano y en ese momento se lo devolvió al druida.
–Mandan sobre los dioses, ¿qué esperabas? – soltó Merlín, como si la respuesta fuera tan evidente-. Cada uno por separado son pura chatarra, pero todos juntos pueden hacer que los dioses se pongan a saltar como ranas. Claro está que no es suficiente con ponerlos juntos -añadió inmediatamente-, es necesario llevar a cabo un par de ceremonias más. ¿Y quién sabe si de verdad funcionarán o no? Nadie lo ha intentado hasta ahora, que yo sepa. ¿Nimue se encuentra bien? – me preguntó con mucho interes.
–Ahora si.
–¡Cuánto resentimiento detecto en tu voz! ¿Crees que tendría que haber ido yo a buscarla? Mi querido Derfel, bastante tengo que hacer ya como para ir tras Nimue por toda Britania. Si no es capaz de vérselas con la isla de los Muertos, ¿de qué nos sirve en la tierra?
–Pudo haber muerto -le dije en tono acusatorio acordándome de los necrófagos y los caníbales de la isla.
–¡Naturalmente! ¿Qué sentido tendrían las pruebas sí no encerraran peligro alguno? En verdad tienes ideas infantiles, Derfel. – Sacudió la cabeza de un lado a otro como compadecíendome; luego se puso el anillo en un dedo y nos miro con solemnidad; nos quedamos los dos en suspenso, llenos de respeto y temor esperando una manifestación de poder sobrenatural. Al cabo de unos segundos de ominoso silencio, Merlín se río de nuestra expresión-. ¡Ya os lo he dicho! ¡Los tesoros no tienen nada de especial!
–¿Cuántos habéis reunido? – preguntó Galahad.
–Varios -respondió Merlín evasivamente-, pero aunque tuviera doce de los trece, seguiría necesitando el decimotercero. Derfel, se trata del tesoro perdido, la olla de Clyddno Eiddyn. Sin la olla estamos perdidos.
–Estamos perdidos de cualquier manera -dije con amargura.
Merlín me miró como sí tuviera ante si a un idiota redomado.
–¿La guerra? – preguntó al cabo de unos segundos-. ¿Ese es el motivo que os ha traído aquí? ¿Suplicar la paz? ¡Qué necios sois los dos! Gorfyddyd no quiere la paz a ningún precio, es un verdadero bruto. Tiene el cerebro de un buey, de un buey no muy espabilado, además. Quiere ser rey supremo, lo cual significa reinar en Dumnonía.
–Dice que dejará a Mordred en el trono -arguyó Galahad.
–¡Naturalmente! – replicó Merlín con sarcasmo-. ¿Qué otra cosa iba a decir? Pero en el momento en que ponga las manos en el gaznate de esa criatura contrahecha, se lo retorcerá como a un pollo, de lo cual me alegrare.
–¿Deseáis que venza Gorfyddyd? – pregunté horrorizado.
–Derfel, Derfel -dijo con un suspiro-, te pareces mucho a Arturo. Crees que el mundo es sencillo, que lo bueno es bueno y lo malo, malo, que arriba es arriba y abajo, abajo. ¿Preguntas qué es lo que deseo? Te lo voy a decir. Deseo los trece tesoros y deseo utilizarlos para traer a los dioses de nuevo a Britania; luego les ordenaré que devuelvan a Britania su condición de tierra bendita, como antes de que llegaran los romanos. Se acabaron los cristianos -señaló a Galahad con un dedo- y se acabaron los adeptos a Mitra -y me señaló a mi-, sólo el pueblo de los dioses morará en el país de los dioses. Eso es lo que deseo, Derfel.
–¿Y Arturo? – pregunté.
–¿Qué le pasa a Arturo? Es un hombre, tiene una espada, sabe cuidarse solo. El destino es inexorable, Derfel. Si el destino quiere que Arturo gane esta guerra, no importa que Gorfyddyd reúna a todos los ejércitos del mundo contra él. Si yo no tuviera nada mejor que hacer, confieso que acudiría en ayuda de Arturo, porque le aprecio; pero el destino me hace viejo, cada vez más débil y con una vejiga que parece un pellejo de agua agujereado; tengo que dosificar mis menguantes energías. – Habló de su triste estado con tono enérgico-. Ni siquiera yo puedo ganar la guerra de Arturo, sanar la mente de Nimue y buscar los tesoros de Britania al mismo tiempo. Claro que si descubro que salvando la vida a Arturo encuentro los tesoros, ten por seguro que acudiré a la batalla. Pero si no… -Se encogió de hombros como si la guerra no le importara en absoluto. Y seguramente no le importaba nada. Volvió a mirar por la ventana, hacia las tres estacas clavadas fuera-. Supongo que os quedaréis a presenciar las formalidades.
–¿Os parece oportuno? – pregunté.
–¡Naturalmente, si Gorfyddyd os lo permite! Toda experiencia es buena, por más repugnancia que inspire. He oficiado esos ritos muchas veces, de modo que no voy a quedarme a la diversión, pero descuidad, aquí no corréis peligro. Convertiré a Gorfyddyd en una babosa si se atreve a tocaros un pelo de esa cabeza insensata que tenéis, pero ahora tengo que irme. Iorweth cree que hay una anciana en la frontera con Demetia que tal vez recuerde algún dato de utilidad, si es que vive, claro está, y si conserva la memoria. No me gusta hablar con viejas, agradecen tanto la compañía que no dejan de cotorrear y cambian de tema continuamente. ¡Lo que me espera! Dile a Nimue que tengo muchas ganas de verla.
Y con esas palabras salió por la puerta y cruzó el patio interior a grandes zancadas.
El cielo se nubló por la tarde y una llovizna fea y gris empapó el fuerte antes de caer la noche. El druida Iorweth acudió a visitarnos y nos aseguró que nada nos sucedería, pero nos advirtió con diplomacia de que pondríamos a prueba la hospitalidad de Gorfyddyd, concedida de mala gana, si nos presentábamos al festín de la noche, que señalaría la última reunión de aliados y jefes de Gorfyddyd; después los hombres de Caer Sws emprenderían la marcha hacia el sur para unirse al resto del ejército en Branogenium. Le dijimos que no deseábamos asistir al festín; el druida sonrió al darnos las gracias y se sentó en un banco junto a la puerta.
–¿Sois amigos de Merlín? – preguntó.
–Lord Derfel si -respondió Galahad.
Iorweth se restregó los ojos con aire de cansancio. Era viejo, tenía un rostro amable y amistoso y en su calva se adivinaba un resto de tonsura, por encima de las orejas.
–No dejo de pensar que mi hermano Merlín espera demasiado de los dioses -dijo-. Cree que el mundo puede volver a hacerse y que la historia puede borrarse como una raya hecha en el barro. Sin embargo, no es posible. – Se rascó la picazón que le producía un piojo en la barba y advirtió la cruz que Galahad llevaba colgada del cuello. Sacudió la cabeza-. Envidio a vuestro dios cristiano; es uno y es tres, está muerto y está vivo, está en todas partes y no está en ninguna, exige que se le adore y dice que ninguna otra cosa es digna de adoración. Tales contradicciones dan pie a que cualquiera crea en todo o en nada, cosa que no sucede con nuestros dioses. Los nuestros son como reyes, volubles y poderosos, nos olvidan si así lo desean. No importa lo que nosotros creamos, sólo importan sus deseos. Nuestros hechizos sólo funcionan si ellos lo permiten. Bien, Merlín no está de acuerdo, cree que si gritamos con la potencia necesaria, llamaremos su atención, pero ¿qué hacemos con un crío que grita?
–¿Le prestamos atención? – dije.
–Lo golpeamos, lord Derfel -replicó Iorweth-. Lo golpeamos hasta que calla. Temo que lord Merlin lleve demasiado tiempo gritando más de lo debido. – Levantóse y tomó su vara-. Lamento que no podáis acudir a la cena con los demás guerreros; sin embargo, la princesa Helledd dice que seréis bien recibidos si acudís a cenar en su casa.
Helledd de Elmet era la esposa de Cuneglas y su invitación no tenía por qué ser una deferencia. Podría tratarse en realidad de un insulto bien calculado por Gorfyddyd, una insinuación de que no merecíamos sino cenar con las mujeres y los niños, pero Galahad dijo que sería un honor aceptar la invitación.
Y allí, en el pequeño salón de Helledd, se encontraba Ceinwyn. Deseaba volver a verla, lo deseé desde el mismo momento en que Galabad se aventuró a ofrecerse como embajador en Powys; tal fue el verdadero motivo de mi empecinamiento en acompañarle. Por mi parte no había acudido a Caer Sws en busca de paz, sino para contemplar de nuevo el rostro de Ceinwyn, y en aquel momento, a la iuz parpadeante de las teas de junco, en el salón de Helledd, volví a verla.
Los años no la habían transformado. Conservaba la misma dulzura en el rostro, el mismo recato en el porte, el mismo brillo en el cabello y el mismo encanto en la sonrisa. Cuando entramos en la estancia, se ocupaba de un pequeño al que daba trocitos de manzana a la boca. Se trataba del hijo de Cuneglas, Perddel.
–Le he dicho que si no se come la manzana, los monstruos de Dumnonia se lo llevarán -dijo con una sonrisa-. Creo que desea ir con vosotros, porque no está dispuesto a probar bocado.
Helledd de Elmet, la madre de Perddel, era alta, con la mandíbula fuerte y los ojos claros. Nos dio la bienvenida y ordenó a una doncella que nos sirviera hidromiel; luego nos presentó a dos de sus tías, Tonwyn y Elsel, que nos miraron con rencor. Habíamos interrumpido una conversación de la que estaban disfrutando y las avinagradas miradas de las tías nos invitaban a
marcharnos de allí, pero Helledd fue más gentil.
–¿Conocéis a la princesa Ceinwy? – nos pregunto.
Galahad se inclinó ante ella y después se acuclilló al lado de Perddel. Le gustaban mucho los niños, y los niños confiaban en él desde el primer momento. Al instante los dos príncipes empezaron a jugar con los trocitos de manzana como si fueran zorros; la boca de Perddel era la cueva del zorro y las manos de Galahad, los perros que querían cazarlo. La manzana desapareció en pocos minutos.
–¿Cómo no se me ocurrio antes? – se pregunté Geinwyn.
–Porque a vos no os crió la madre de Galahad, señora -dije-, la cual debió de alimentarlo de esa misma forma, sin duda. Hoy es el día en que aún no come si no es al toque de un cuerno de caza.
Ceinwyn rió; luego se fijó en el broche que yo llevaba. Contuvo el aliento y se ruborizó; por un instante creí haber cometido un error imperdonable. Pero al cabo, sonrió.
–¿Debería reconoceros, lord Derfel?
–No, señora. Era yo muy joven.
–¿Y lo habéis conservado? – preguntó, muy asombrada de que alguien se molestara en conservar un regalo suyo.
–Lo he conservado, señora, incluso en momentos en que perdí cuanto tenía.
La princesa Helledd nos interrumpió con una pregunta; quería saber qué asuntos nos habían llevado a Caer Sws. Estoy seguro de que ya lo sabía, pero resultaba adecuado para una princesa fingirse al margen de los consejos de hombres. Le dije que habíamos sido enviados para determinar si la guerra era verdaderamente inevitable.
–¿Y lo es? – inquirió la princesa con preocupación comprensible, pues al día siguiente su esposo partiría hacia el sur para enfrentarse al enemigo.
–Desgraciadamente, señora, eso parece.
–Y todo por causa de Arturo -comentó la princesa en tono firme, y las tías corroboraron sus palabras enérgicamente.
–Creo que Arturo estaría de acuerdo con vos, señora -dije-, y lo lamenta.
–Entonces, ¿por qué lucha contra nosotros?
–Porque ha jurado mantener a Mordred en el trono, señora.
–Mi suegro jamás usurparía el trono del heredero de Uter -arguyó Helledd con ardor.
–Lord Derfel estuvo a punto de perder la cabeza esta mañana cuando mantenía una conversación semejante -terció Ceinwyn maliciosamente.
–Lord Derfel -intervino Galahad levantando la mirada, una vez concluida la última cacería del zorro- no perdió la cabeza porque es amado por sus dioses.
–¿Por los vuestros no, lord príncipe? – inquirió Helledd con agudeza.
–Mi dios ama a todos, señora.
–¿Queréis decir que no discrimina? – Y se rió.
Comimos ganso, pollo, liebre y venado, y nos sirvieron un vino peleón que debía de haber permanecido mucho tiempo almacenado desde que lo trajeran a Britania. Tras la cena nos sentamos en mullidos asientos y una arpista nos deleitó con su música. Aquellos asientos blandos, propios de los salones de las damas, semejaban lechos bajos y tanto Galahad como yo nos sentíamos incómodos en aquellas camas bajas y blandas, pero me alegré de tener ocasión de sentarme al lado de Ceinwyn. Al principio me senté muy tieso, pero después me apoyé en un codo para hablar con ella en voz baja. La felicité por su compromiso con Gundleus y ella miró con ojos de risa.
–Habláis como un cortesano -comento.
–A veces tengo que comportarme como un cortesano, señora-. ¿Os complacería que me mostrara como un guerrero?
Ella también se apoyó en un codo, de modo que hablábamos sin interrumpir la música; su proximidad me producía la sensacion de estar flotando en humo.
–Mi señor Gundleus -dijo en voz baja- exigió mi mano a cambio del apoyo de su ejército en la próxima guerra.
–Entonces, señora, su ejército es lo más valioso que posee Britania -dije.
No sonrió ante el cumplido pero tampoco apartó sus ojos de los míos.
–¿Es cierto que mató a Norwenna? – preguntó muy quedo.
La pregunta fue tan directa que me turbé.
–¿Qué dice él, señora? – pregunté a mi vez, en vez de responder inmediatamente.
–Dice -bajó la voz tanto que apenas la oía- que sus hombres fueron atacados y que ella murió en la confusión. Dice que fue un accidente.
Eché una ojeada a la muchacha que tañía el arpa. Las tías nos miraban furibundas, pero a Heiledd no parecía afectarle que charláramos. Galahad escuchaba la m·sica sosteniendo a Perddel, que se había dormido en sus brazos.
–Aquel día yo estaba en el Tor, señora -dije volviéndome de nuevo hacia ella.
–¿Y?
Pensé que su franqueza bien merecía una respuesta directa.
–Ella lo recibió postrada de hinojos, señora, y él le clavó la espada en la garganta, hasta el fondo. Lo vi todo.
Su rostro se tensó un momento. La luz temblorosa de las teas de junco bruñía su piel blanca y proyectaba delicadas sombras sobre sus mejillas y bajo su labio inferior. Llevaba un hermoso vestido de paño azul claro festoneado por piel invernal, blanquisima y moteada, de un armiño. Una torques de plata le ceñía la garganta y unos aros de plata adornaban sus orejas; me pareció que la plata convenía sobremanera al brillo de su pelo. Dejó escapar un leve suspiro.
–Temía oír esas palabras -dijo-, pero ser princesa me obliga a contraer el matrimonio más provechoso, y no el que mejor responda a mis deseos. – Se quedó un rato mirando a la arpista y luego se volvió de nuevo hacia mi-. Mi padre -dijo nerviosamente- dice que esta guerra es por mi honor. ¿Es cierto?
–Para él, sí, señora, aunque os aseguro que Arturo lamenta profundamente el pesar que os causo.
Hizo un breve gesto de estremecimiento. El recuerdo la hería pero no podía dejarlo de lado, pues el rechazo de Arturo había cambiado su vida de forma mucho más sutil y triste que la de él. Arturo había ido en pos de la felicidad y el matrimonio mientras ella se quedaba sufriendo y lamentándose, buscando dolorosas respuestas que, al parecer, no había encontrado.
–¿Vos lo comprendéis? – me preguntó al cabo de un rato.
–En aquel momento no, señora. Le juzgué loco, como todos los demás.
–¿Y ahora? – preguntó clavándome sus ojos azules.
–Creo -dije tras pensarlo un poco- que por una vez en su vida, cayó preso de una locura que no fue capaz de controlar.
–¿Amor?
La miré y me dije que no estaba enamorado de ella y que el broche era un talismán que había caído en mis manos por azar. Me dije que ella era princesa y yo hijo de una esclava.
–Sí, señora -respondí.
–¿Entendéis vos esa locura? – me pregunto.
Yo no veía ni oía nada más que a ella en toda la sala. La princesa Helledd, el príncipe dormido, Galahad, las tías, la arpista, nadie existía para mi, como tampoco las colgaduras de las paredes ni los tederos de bronce. Sólo veía los ojos de Ceinwyn, grandes y tristes, y sólo oía los latidos de mí corazon.
–Sé que se puede mirar a una persona a los ojos -me oi decir- y comprender de pronto que la vida es imposible sin ellos, que su voz puede pararnos el corazón, que su compañía es la única felicidad deseable para siempre, que su ausencia nos dejará el alma solitaria, viuda y perdida.
Calló unos momentos, pero me miraba con expresíon confusa.
–¿Os ha sucedido alguna vez, lord Derfel? – me preguntó al cabo.
Dudé. Sabía las palabras que mi alma deseaba pronunciar y las que mi condición me obligaba a decir, pero entonces pensé que un guerrero no deber dejar que la timidez medre y permití que mi alma hablara por mi boca.
–Nunca, hasta este momento, señora -dije.
Y para pronunciar semejante declaración hube de reunir más valor del que había necesitado en toda mi vida para atacar una barrera de escudos.
Inmediatamente retiró la mirada y se irguió en el asiento; me maldije por haberla ofendido con mi torpeza inexcusable. Me quedé recostado en el asiento, rojo como una amapola y con el alma dolorida de verguenza, mientras ella aplaudía la interpretación de la arpista y le lanzaba unas monedas de plata a la alfombra, al pie del arpa. Le pidió que interpretara la canción de Rhiannon.
–Creía que no escuchabas, Ceinwyn -tercio venenosamente una de las tías.
–Pues sí, Tonwyn, escucho, y mucho me place cuanto oigo -respondió Ceinwyn, y me hizo sentir como se siente un hombre cuando la defensa enemiga cede.
Mas no osé tomar sus palabras al pie de la letra. Lo deseaba, pero no me atrevía. La locura del amor, pasar del éxtasis a la desesperación en un segundo vertiginoso.
La música empezó de nuevo sobre un fondo de vivas y ovaciones estruendosas procedentes del salón grande, donde los guerreros disfrutaban de la victoria por adelantado. Me hundí por completo en los cojines, todavía sonrojado, tratando de adivinar si las últimas palabras de Ceinwyn se habían referido a la conversación o a la música, hasta que también ella se reclinó en los cojines, cerca de mí.
–No quiero ser el motivo de una guerra -dijo.
–Parece inevitable, senora.
–Mi hermano está de acuerdo conmigo.
–Pero es vuestro padre quien reina en Powys, señora.
–En efecto -dijo secamente. Calló, frunció el ceño y me miró a la cara-. Si Arturo vence, ¿con quién querrá desposarme?
Volvió a sorprenderme la franqueza de la pregunta y respondí con la verdad.
–Desea que seáis reina de Siluria, señora -dije.
–¿Casada con Gundleus? – preguntó, mirándome alarmada.
–Casada con el rey Lanzarote de Benoic, señora -dije, desvelando la esperanza secreta de Arturo.
Me quedé pendiente de su reacción.
Me miró profundamente a los ojos, quería adivinar si le había dicho la verdad.
–Dicen que Lanzarote es un gran guerrero -comentó al cabo de un momento, con una falta de entusiasmo que me dio nuevo aliento.
–Eso dicen, si, señora.
Guardó silencio de nuevo. Se apoyó en el codo observando las manos de la arpista que volaban sobre las cuerdas; yo la miraba a ella.
–Decidle a Arturo -habló por fin, pero sin mirarme- que no le guardo rencor, y decidle otra cosa mas.
Enmudeció de repente.
–¿Sí, señora? – traté de animarla.
–Decidle que si vence -empezó sin mirarme, pero enseguida se volvió hacia mi y, acercando un delicado dedo al hueco que separaba los asientos, me rozó el dorso de la mano para demostrarme lo importantes que eran sus palabras-, que si vence -repitió-, le pediré protección.
–Así se lo diré, señora -respondí, e hice una pausa con el corazón alborozado-. Y os juro que yo os protegeré también, con todo honor.
No apartó el dedo de mí mano, era un roce tan leve como la respiración del príncipe que dormía.
–Tal vez os obligue a dar cumplimiento a ese juramento, lord Derfel -me dijo mirándome a los ojos.
–El juramento será mantenido hasta el final de los tiempos y para toda la eternidad, señora.
Sonrió, retiró la mano y se sentó con la espalda recta.
Aquella noche me acosté en un delirio de confusión, esperanza, estupidez, aprensión, temor y dicha. Como le sucediera a Arturo, había llegado a Caer Sws y me había enamorado perdidamente.
15
–Si, señora, ella fue -confesé, y confieso ahora que se me llenan los ojos de lágrimas al pensar en Ceinwyn.
O tal vez sea que ya ha llegado el otoño a Dinnewrac y por la ventana se cuela un viento helado que me hace llorar los ojos. Pronto habré de hacer una pausa en la escritura pues habremos de ocuparnos de recoger víveres para el invierno y de llenar la leñera para que el bendito santo Sansum se complazca en no gastarla y compartamos de ese modo los sufrimientos de nuestro amado Salvador.
–¡Por algo odiáis tanto a Lanzarote! – dijo Ygraine-. Erais rivales. ¿Conocía él vuestros sentimientos hacia Ceinwyn?
–Con el tiempo llegó a conocerlos, si.
–¿Qué sucedió entonces? – preguntó ansiosa.
–¿Porqué no mantenemos el orden debido de la historia, señora?
–Porque no quiero, naturalmente.
–Pues yo si, y el que cuenta la historia soy yo, no vos.
–Si no os apreciara tanto, hermano Derfel, haría que os cortaran la cabeza y arrojaran vuestros despojos a los perros.
Frunció el ceño pensativa. Hoy está muy bonita, con un traje de lana gris ribeteado de piel de marta. No está encinta, de modo que el pesario de heces de niño pequeño no ha surtido efecto o Brochvael pasa mucho tiempo con Nwylle.
–En la familia de mi padre siempre se habla mucho de la tía abuela Ceinwyn, pero en realidad nadie me ha contado nunca en qué escándalo se vio envuelta.
–Jamás he conocido a nadie, señora -repliqué severamente-, que diera menos motivos de escándalo.
–Ceinwyn no se casó, eso si lo sé.
–¿Y eso es escandaloso?
–Lo es si se comportó como casada -contestó indignada-. Eso predica vuestra iglesia, nuestra iglesia -se corrigió al punto-. Bien, ¿qué pasó? íContádmelo!
Me tapé el muñón con la manga, era la parte del cuerpo que siempre acusaba primero el viento frío.
–La historia de Ceinwyn es muy larga para contárosla ahora -dije, y me negué a añadir una palabra más a pesar de las importunas exigencias de mí reina.
–Bien, ¿y Merlín encontró la olla? – insistió, aunque cambiando el tema de su pesquisa.
–Llegaremos a ese punto a su debido tiempo -insistí.
–¡Me enfurecéis, Derfel! – exclamó alzando las manos-. Si procediera como una auténtica reina, pediría vuestra cabeza.
–Si yo fuera algo más que un monje viejo y débil, señora, os la entregaría gustoso.
Rió y se volvió a mirar por la ventana. Las hojas de los jóvenes robles que el hermano Maelgwyn plantó para protegernos un poco del viento ya se han tornado marrones y la vegetación de la cañada que discurre a nuestros pies está rebosante de moras, señal de que se acerca un invierno crudo. Sagramor me contó en una ocasión que hay lugares donde nunca es invierno y el sol calienta todo el año, aunque tal vez no fuera sino otra invención suya, como la existencia de los conejos. Hubo un tiempo en que deseé que el cielo de los cristianos fuera un lugar templado, pero el santo Sansum insiste en que tiene que ser frío, puesto que el infierno es caliente, y me imagino que tendrá razón. Quedan tan pocas cosas que desear. Ygraine sintió un escalofrío y me miro.
–Nunca me han construido una enramada de Lughnasa -me dijo con melancolía.
–¡Claro que si! – repliqué-. ¡Cada año os levantan una!
–Pero es sólo el pabellón de Caer. Los esclavos lo construyen porque es su obligación, y como es natural, me siento allí, pero no es lo mismo que si te lo hace un amigo joven con dedaleras y ramas de sauce. ¿Se enfadó Merlín porque Nimue y vos yacierais juntos?
–No tendría que habéroslo confesado nunca. Si Merlín llegó a saberlo, nada dijo. – No le habría importado, no era celoso-. No como los demás, como Arturo o como yo. ¡Cuánta tierra se ha empapado de sangre a causa de los celos! Y al final de la vida, ¿qué importancia tiene todo? Envejecemos, los jóvenes nos miran y no adivinarían jamás que en otro tiempo hicimos vibrar un reino por amor.
Ygraine adoptó una expresión de malicia.
–Decís que Gorfyddyd calificó a Ginebra de ramera. ¿Lo fue?
–No deberíais pronunciar esa palabra.
–De acuerdo. ¿Ginebra era en realidad lo que Gorfyddyd dijo de ella y que no estoy autorizada a repetir por no ofender vuestros inocentes oídos?
–No, no lo era.
–Pero ¿fue fiel a Arturo?
–Aguardad. – Me sacó la lengua.
–¿Lanzarote llegó a ingresar en la orden de Mitra?
–Esperad y lo sabréis.
–¡Os odio!
–Soy vuestro más ferviente servidor, querida señora, pero estoy fatigado con este frío y la tinta se coagula. Escribiré el resto de la historia, os lo prometo.
–Si Sansum os lo consiente.
–Consentirá.
El santo varón está más contento últimamente gracias al único novicio que nos queda, que ya no es novicio sino sacerdote consagrado y monje, y un santo ya, según Sansum, como él mismo. Ahora tenemos que llamarlo san Tudwal; ambos santos comparten celda y glorifican a Dios juntos. Lo único que encuentro molesto de tan bendita camaradería es que san Tudwal, que ahora tiene doce años, vuelva a intentar aprender a leer. No habla esta lengua sajona, desde luego, pero aun así temo que llegue a descifrar algo de mis escritos. De todas formas, dicho temor queda en suspenso en tanto san Tudwal no domine las letras, si es que lo consigue alguna vez, y por el momento, si Dios lo desea y para satisfacer la impaciente curiosidad de mi estimadisima reina Ygraine, continuaré la presente historia de Arturo, mi amigo y señor, estimado y perdido, mi señor de la guerra.
Al día siguiente a nada presté atención. Galahad y yo permanecimos como huéspedes no gratos del enemigo Gorfyddyd mientras Iorweth ofrecía a los dioses la ceremonia de propiciacion, mas para lo que yo colaboré en ello, como si el druida se hubiera dedicado a soplar molinillos de diente de león. Sacrificaron un toro, ataron a tres prisioneros a las estacas, los estrangularon y leyeron los augurios relativos a la guerra en las entrañas de un cuarto prisionero. Bailaron alrededor del cadáver cantando la canción de guerra de los Maponos y luego, reyes, príncipes y caciques mojaron la punta de sus lanzas en la sangre de los sacrificados y, limpiándola con los dedos, se la untaron en las mejillas. Galahad se santiguó y yo pensaba en Ceinwyn. Ella no asistió a la ceremonia, como no asistió ninguna mujer. Galahad me dijo que los augurios habían resultado favorables a la causa de Gorfyddyd, pero no me importó. Yo flotaba en el recuerdo del roce plateado del dedo de Ceinwyn en mi mano.
Nos trajeron nuestras armas, escudos y monturas y Gorfyddyd en persona nos acompañó hasta las puertas de Caer Sws. También acudió su hijo Cuneglas, por cortesía tal vez, aunque su padre no tenía intención alguna de agasajarnos.
–Decid a vuestro amante de rameras -dijo el rey con las mejillas manchadas todavía de sangre- que sólo hay una forma de evitar la guerra. Decid a Arturo que si se presenta en el valle del Lugg y se somete a mi juicio y a mi sentencia, consideraré limpio el honor de mi hija.
–Así lo haré, lord rey -respondió Galahad.
–¿Arturo no se ha dejado la barba todavía? – preguntó Gorfyddyd en tono insultante.
–En efecto, lord rey -contestó Galahad.
–En tal caso no podré tejer una correa de esclavo con sus propias barbas, de modo que decidle que corte las trenzas a su ramera pelirroja y las traiga ya tejidas para su propia correa. – Gorfyddyd disfrutó exigiendo tal humillación de sus enemigos, aunque Cuneglas dejó traslucir la vergüenza que le producía la rudeza de su padre-. Decidle, Galahad de Benoic -prosiguió Gorfyddyd-, decidle que si me obedece, su ramera rapada quedará en libertad, siempre y cuando se vaya de Britania.
–La princesa Ginebra quedará en libertad -repitió Galahad.
–¡La ramera! – gritó Gorfyddyd-. Bastantes veces yací con ella como para saberlo a ciencia cierta. ¡Decidselo a Arturo! – escupió su orden a Galahad en el rostro-. ¡Decidle que acudió a mi lecho por voluntad propia, y al de muchos otros!
–Así se lo diré -mintió Galahad para poner freno a sus venenosas palabras-. ¿Y qué he de decir respecto al rey Mordred, lord rey? – añadió.
–Sin Arturo -dijo Gorfyddyd-, Mordred necesitará un nuevo protector. Yo tomaré en mis manos la responsabilidad del futuro de Mordred. Ahora, partid.
Hicimos una inclinación de cabeza, montamos y partimos; miré atrás una vez con la esperanza de ver a Ceinwyn, pero en las almenas de Caer Sws sólo distinguí hombres. Alrededor de la fortaleza todo era actividad; los soldados desmontaban los refugios y se preparaban para emprender la marcha por el camino de Branogenium. Nosotros, según lo acordado, seguiríamos otra ruta más larga, dando un rodeo por Caer Lud a fin de impedir que informáramos sobre las huestes que Gorfyddyd iba reuniendo.
Emprendimos la marcha hacia levante, Galahad en un estado de ánimo sombrío y yo incapaz de reprimir la dicha; tan pronto como dejamos atrás la actividad de los campamentos, empecé a cantar la canción de Rhiannon.
–¿Qué demonios te ocurre? – me preguntó Galahad de mal humor.
–Nada. ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! – grité gozoso; clavé los talones al caballo, éste se desbocó sendero abajo y me arrojó a un lecho de ortigas-. Nada de nada -repetí mientras Galahad me devolvía el caballo-. Nada en absoluto.
–íHas perdido el seso, amigo mío!
–Tienes razón -dije mientras me encaramaba torpemente al caballo. Ciertamente había perdido el seso, pero no pensaba contarle a Galahad el motivo de mi desvarío, de modo que durante un rato procuré comportarme sabiamente-. ¿Qué le diremos a Arturo?
–Respecto a Ginebra, nada -repuso Galahad con firmeza-. Además, Gorfyddyd miente. íDios mío! ¿Cómo puede difamarla con tal saña?
–Para provocarnos, claro está. Pero ¿qué le diremos a Arturo respecto a Mordred?
–La verdad, que Mordred está a salvo.
–Pero si Gorfyddyd miente respecto a Ginebra, ¿por qué no habría de hacer lo propio respecto a Mordred? Además, Merlín no le cree.
–No nos enviaron a buscar la respuesta de Merlín -replicó Galahad.
–Nos enviaron para averiguar la verdad, amigo mio, y yo digo que la verdad la dijo Merlín.
–Pero Tewdric -arguyó Galahad contundente- creerá las palabras de Gorfyddyd.
–Lo cual significa que Arturo ha perdido -añadí con pesar; pero no deseaba hablar de derrota, de modo que pregunté a Galahad su opinión sobre Ceinwyn.
El delirio empezaba a apoderarse de mí nuevamente y deseaba oir alabanzas de Ceinwyn, que Galahad me dijera que era la más bella criatura entre los mares y las montañas, pero se limitó a encogerse de hombros.
–Una linda muñequita -dijo sin darle importancia-, bastante bonita para quienes gusten de las muchachas de aspecto frágil. – Se quedó pensando unos momentos-. A Lanzarote le gustaría -prosiguió-. ¿Sabes que Arturo desea que contraigan matrimonio? Aunque ahora no creo que tal cosa llegue a realizarse. Supongo que el trono de Gundleus está a salvo y que Lanzarote tendrá que buscarse otra esposa.
No hablé más de Ceinwyn. Cabalgamos por el camino que habíamos recorrido a la ida y llegamos a Magnis al cabo de dos noches, tal como Galahad había previsto. Tewdric depositó toda su fe en la palabra de Gorfyddyd, mientras que Arturo creyó la de Merlín. Comprobé que Gorfyddyd nos había utilizado para separar a Tewdric y a Arturo y lo juzgué acertado, sobre todo cuando oímos la disputa de los dos hombres en los aposentos de Tewdric y comprendí sin lugar a dudas que el rey de Gwent no tenía agallas para emprender la inminente batalla. Galahad y yo los dejamos discutiendo y nos fuimos a pasear por las murallas de Magnis, formadas por un gran muro de tierra rodeado de un foso de agua y rematadas por una sólida empalizada.
–Tewdric ganará la discusión -comentó Galahad sombríamente-, es que no confía en Arturo, ¿comprendes?
–¡Claro que confía! – repliqué.
Galahad negó con la cabeza.
–Sabe que Arturo es honesto -admitió-, pero también que es un aventurero. No tiene tierras, ¿no te habías dado cuenta? Defiende la reputación, no la propiedad. Debe su rango a la minoría de edad de Mordred, no a su propio nacimiento. Arturo debe mostrar mayor arrojo que cualquier otro para triunfar, pero no es eso lo que conviene a Tewdric en estos momentos; Tewdric necesita seguridad, aceptará la oferta de Gorfyddyd. – Se sumio en el silencio unos momentos-. Tal vez sea nuestro destino ser guerreros errantes -prosiguió con tristeza-, sin tierras, obligados a retroceder siempre hacia el mar de poniente ante el empuje de nuevos enemigos.
Sentí un escalofrío y me arropé en el manto. La noche iba cubriéndose de nubes y el viento de poniente traía una fría promesa de lluvia.
–¿Crees que Tewdric nos abandonará?
–Ya nos ha abandonado -replicó Galahad secamente-. El único problema que tienen ahora es dar con la forma de deshacerse de Arturo con la mayor delicadeza posible. Tewdric tiene mucho que perder y no quiere asumir más riesgos, mientras que Arturo sólo pierde sus esperanzas.
–¡Vosotros dos! – nos llamó una voz, y al volvernos vimos a Culhwch que corría por la muralla-. Arturo quiere veros.
–¿Para qué? – inquirió Galahad.
–¿Para que creeís vos, lord príncipe? ¿Para jugar una partida de dados? – Culhwch sonrió-. Seguro que esos malnacidos no tienen agallas para la lucha -señaló hacia la fortaleza, donde los
hombres de Tewdric se apiñaban ataviados con sus elegantes uniformes-, pero nosotros si. Sospecho que atacaremos por nuestra cuenta, solos. – Nuestra expresión de sorpresa le hizo reír-. Ya oísteis a lord Agrícola la otra noche. Doscientos hombres pueden defender el valle del Lugg contra un ejército. ¿Y bien? Nosotros tenemos doscientos lanceros y Gorfyddyd tiene un ejército, de modo que no necesitamos a nadie de Gwent. ¡Ha llegado la hora de echar de comer a los cuervos!
Las primeras gotas de lluvia crepitaron sobre las fogatas de las fraguas; todo indicaba que íbamos a la guerra.
A veces pienso que aquélla fue la decisión más valiente de Arturo. Bien sabe Dios que hubo de tomar otras en circunstancias igualmente desesperadas, pero nunca se vio tan débil como aquella noche lluviosa en Magnis, cuando Tewdric empezó a impartir órdenes de retirada a las vanguardias de los puestos de avanzadilla a fin de que regresaran a la fortaleza con vistas a la
tregua entre Gwent y el enemigo.
Arturo reunió a cinco de nosotros en una caserna de soldados próxima a la muralla. La lluvia golpeaba el tejado y, debajo, un leño humeante nos proporcionaba una luz desvaída. Sagramor comandante de Arturo y su brazo derecho, se hallaba sentado junto a Morfans en el pequeño banco de la cabaña. Culhwch, Galahad y yo nos acuclillamos en el suelo mientras Arturo hablaba.
El príncipe Meurig, – admitió Arturo, había dicho una verdad desagradable, puesto que era él el causante de la guerra. De no haber rechazado él a Ceinwyn, no se habría producido enemistad entre Powys y Dumnonía. El país de Gwent estaba implicado en tanto que enemigo más antiguo de Powys y amigo de Dumnonía desde siempre, pero a Gwent no le interesaba continuar las hostilidades.
–Si yo no hubiese venido a Britania -dijo Arturo-, el rey Tewdric no tendría que enfrentarse hoy a la violación de su tierra. Esta guerra es mía y habiéndola empezado yo, yo he de concluirla. – Hizo una pausa; la emoción lo embargaba con facilidad, y en aquel momento los sentimientos lo desbordaban-. Mañana parto hacia el valle del Lugg -dijo al fin, y por un momento espantoso creí que pensaba entregarse a la cruel venganza de Gorfyddyd, pero al punto mostró su generosa sonrisa de costumbre- y mucho me agradaría que me acompañarais, aunque bien sé que no tengo derecho a pedíroslo.
Se hizo el silencio en la estancia. Me imaginé que todos pensábamos que el combate en el valle parecía peligroso aun contando con los ejércitos de Gwent y de Dumnonia, pero ahora, con sólo los hombres de Dumnonia, ¿cómo podríamos vencer?
–Tenéis derecho a exigir que os acompañemos -dijo Culhwch rompiendo el silencio-, puesto que juramos prestaros servicio.
–Quedáis libres del tal juramento -dijo Arturo-, y sólo pido que sí vivís, mantengáis mi promesa de que Mordred llegue a reinar.
De nuevo se hizo el silencio. Ninguno de nosotros, según creo, vaciló en su lealtad, pero tampoco supimos expresarla hasta que Galahad tomó la palabra.
–Yo no os he jurado nada pero lo hago ahora. Donde vos luchéis, señor, lucharé yo; vuestro enemigo es mí enemigo y vuestro amigo, mi amigo. Lo juro por la preciosa sangre de Cristo. – Se inclinó hacia delante y, tomando la mano de Arturo, se la besó-. Que pierda la vida si falto a mi palabra.
–Para hacer un juramento hacen falta dos hombres -intervino Culhwch-. Aunque vos me liberéis del que pronuncié en su día, yo no me libero.
–Yo tampoco, señor -añadí.
Sagramor nos miró con cara de hastío.
–A vos me debo -le dijo a Arturo-, y a nadie más.
–¡Al diablo con el juramento! – exclamó Morfans el feo-. Yo quiero luchar.
Arturo tenía lágrimas en los ojos. Tardó un rato en recuperar el habla, de modo que se puso a revolver el fuego hasta que logró atenuar el calor que daba y redoblar el humo que desprendía.
–Vuestros hombres no están atados por un juramento -dijo con voz ronca-, y mañana en el valle del Lugg no quiero más que voluntarios.
–¿Por qué mañana? – cuestionó Culhwch-. ¿Por qué no pasado mañana? Cuanto más tiempo tengamos para prepararnos, mejor, ¿no es cierto?
Arturo negó con la cabeza.
–Aunque aguardáramos un año entero, no estaríamos mejor preparados. Además los espias de Gorfyddyd ya habrán partido hacia el norte con la noticia de que Tewdric acepta las condiciones de Gorfyddyd; por tanto, debemos atacar antes de que esos mismos espias se percaten de que los dumnonios no nos retiramos. Atacaremos mañana al amanecer. – Me miró-. Atacareis vos en primer lugar, lord Derfel, de modo que debéis reuníros esta noche con vuestros hombres para hablarles; si no se prestan voluntarios, no les obliguéis, pero en caso de que acepten, Morfans os dirá lo que debéis hacer.
Morfans había recorrido toda la línea enemiga para exhibirse disfrazado de Arturo, con su armadura, pero también con la intención de llevar a cabo un reconocimiento de las posiciones del enemigo. En ese momento tomaba puñados de grano de un cuenco y los colocaba encima de su manto, que había extendido a modo de representación del valle del Lugg.
–El valle no es alargado, pero las laderas son escarpadas. Aquí, en el extremo sur, se encuentra el parapeto -dijo señalando un punto figurado del valle-. Han abatido árboles y levantado una empalizada suficiente para detener el paso de los caballos, pero un puñado de hombres no tardaría mucho en apartar los árboles. Éste es su punto débil -añadió indicando la montaña occidental-. Es un pico de difícil acceso por el lado norte del valle, pero la ladera que lleva al parapeto es fácil de bajar. Subid a este monte durante la noche y al amanecer atacáis colina abajo y desmanteláis la barrera de árboles mientras ellos se desperezan. Entonces podrán entrar los caballos. – Sonrió al imaginarse la sorpresa del enemigo.
–Vuestros hombres están hechos a caminar de noche -me dijo Arturo-, de modo que mañana al alba caéis sobre el parapeto, lo destruís y mantenéis la posición el tiempo necesario hasta que lleguen los caballos. Tras los caballos llegarán nuestros lanceros. Sagramor irá al mando de los lanceros por el valle mientras yo, con cincuenta hombres a caballo, caigo sobre Branogenium.
Sagramor no reaccionó en forma alguna ante el anuncio de que estaría al mando del grueso del ejército de Arturo.
Los demás a duras penas conteníamos nuestro asombro, no por el nombramiento de Sagramor sino por la táctica ideada por Arturo.
–¿Cincuenta hombres a caballo contra el ejército de Gorfyddyd en pleno? – inquirió Galahad sin dar crédito a sus oídos.
–No vamos a tomar Branogenium -admitió Arturo-, no estamos en condiciones siquiera de aproximarnos, pero les incitaremos a perseguirnos, y en la persecución los arrastraremos hasta el valle. Sagramor les saldrá al paso en el extremo norte del valle, donde el camino vadea el río, y cuando ataquen, os retiráis. – Nos miró uno por uno para comprobar si habíamos entendido sus instrucciones-. Batirse en retirada. Esa es la consigna, batirse en retirada. íQue crean que han vencido! Y cuando los hayáis encajonado en las profundidades del valle, yo atacaré.
–¿Desde dónde? – pregunté.
–¡Desde atrás, naturalmente! – Arturo, habiendo cobrado energías ante la perspectiva de la batalla, ardía de entusiasmo nuevamente-. Cuando la caballería se retire de Branogenium no entraremos en el valle, sino que nos ocultaremos en el extremo norte, un lugar poblado de árboles. Tan pronto como se hayan metido en la boca del lobo, nosotros caeremos sobre su retaguardia.
Sagramor miraba los montoncitos de grano.
–Los Escudos Negros irlandeses, desde Monte Coel -dijo con su marcado acento- pueden dirigirse hacia las montañas del sur y atacarnos por la retaguardia. – Ilustró su idea empujando con un dedo los granos desperdigados en el extremo sur del valle. Se refería a los temidos guerreros de Oengus Mac Airem, rey de Demetia, bien conocidos por todos nosotros, pues habían sido aliados nuestros hasta que Gorfyddyd compró con oro la lealtad de su rey-. ¿Queréis que detengamos a un ejército por delante y a los Escudos Negros por detrás? – preguntó.
–Ahora comprenderéis -contestó Arturo con una sonrisa- por qué os libero de vuestros juramentos. Pero tan pronto como Tewdric tenga noticia de que hemos presentado batalla, acudirá en nuestra ayuda. A medida que el día transcurra, Sagramor, te darás cuenta de que tu línea de defensa se refuerza de minuto en minuto. Los hombres de Tewdric se enfrentarán al enemigo desde Monte Coel.
–¿Y si no fuera así? – inquirió Sagramor.
–En ese caso, seguramente nos derrotarían -admitió Arturo con serenidad-, y con mi muerte, Gorfyddyd conseguirá la victoria y Tewdric la paz. Ceinwyn recibirá mi cabeza como regalo el día de su boda y vosotros, amigos míos, lo celebraréis en el más allá, donde espero que me guardéis un sitio a la mesa entre vosotros.
Callamos todos. Arturo se mostraba seguro de que Tewdric intervendría en la batalla, pero los demás albergábamos dudas. En mi opinión, Tewdric podría preferir que Arturo y sus hombres perecieran en el valle del Lugg y librarse así de una molesta alianza, pero me dije que los asuntos de alta política no eran de mi incumbencia. Yo debía preocuparme de sobrevivir hasta el día siguiente, y al observar la tosca maqueta del campo de batalla de Morfans empecé a preocuparme de la ladera occidental sobre la cual habíamos de caer al alba. Pensé que sí nosotros podíamos atacar aquel punto, el enemigo podría hacer lo mismo.
–Nuestra defensa quedará rodeada -dije expresando mi principal preocupación.
Pero Arturo hizo un gesto negativo con la cabeza.
–El lado norte de la ladera es demasiado escarpado para un hombre con armadura. Como maxímo enviarán a hombres de la leva, es decir, arqueros. Si puedes prescindir de unos cuantos
soldados, Derfel, apóstalos convenientemente; por lo demás, ruega que Tewdric no se demore. Para lo cual -añadió dirigiéndose a Galahad-, aunque me duela pediros que os alejéis de la línea de defensa, lord príncipe, me prestaríais un valioso servicio manana si cabalgarais conmigo como enviado ante el rey Tewdric. Como príncipe que sois, habláis con autoridad, y vos mejor que cualquier otro convenceríais de que aproveche la victoria que pretendo ofrecerle mediante mi desobediencia.
–Preferiría el combate, señor -replicó Galahad atribulado.
–Y yo -replicó Arturo con una sonrisa- preferiría la victoria a la derrota. Por tal motivo necesito que los hombres de Tewdric acudan antes del final de la jornada y vos, lord príncipe, sois el mensajero más apto que podría enviar a un rey agraviado. Debéis persuadirle, halagarlo, rogarle, pero por encima de todo, lord príncipe, debéis convencerle de que mañana, o ganamos la guerra o habremos de luchar durante el resto de nuestros días.
Galahad aceptó la proposición.
–De todas formas, ¿cuento con vuestra venia para volver y luchar junto a Derfel tan pronto lleve el mensaje? – añadió.
–Será un placer -respondió Arturo. Hizo una pausa sin apartar la vista de los montoncillos de grano-. Somos pocos -dijo simplemente-, y ellos una nutrida hueste, pero los sueños no se hacen realidad a base de cautela, sino afrontando el peligro. Tal vez mañana logremos la paz para los britanos.
Calló bruscamente, sorprendido quizá por la idea de que su ambición de paz era también el sueño de Tewdric. Tal vez se preguntara si debía luchar. Recordé entonces la ocasión en que, tras su reunión con Aelle, antes de hacer el juramento al pie del roble, Arturo había considerado la posibilidad de renunciar a la lucha; y casi esperaba que volviera a desnudar su alma, pero aquella noche lluviosa el caballo de la ambición tiraba con fuerza de su espíritu y no le dejaba imaginar la paz a cambio de su propia vida o del destierro. Deseaba la paz, pero sobre todo ansiaba dictarla personalmente.
–Que los dioses en los que crea cada cual -dijo en voz baja- os acompañen a todos mañana.
Tuve que volver a caballo junto a mis hombres. Tenía prisa y me caí tres veces. Las caídas son presagios funestos, pero el suelo estaba blando a causa del barro y no me herí sino en el orgullo. Arturo me acompañó, pero detuvo mi montura cuando todavía nos hallábamos a un tiro de lanza del lugar donde ardían las bajas fogatas de mis hombres bajo la lluvia insistente.
–Lucha por mi mañana, Derfel -me dijo- y llevarás tu propia enseña y pintarás tus escudos.
En esta vida o en la siguiente, pensé; pero no dije nada por no tentar a los dioses, pues al día siguiente nos enfrentaríamos al mundo bajo un alba gris y triste.
Ni uno solo de mis hombres trató de eludir su juramento. Algunos, unos pocos, habrían querido evitar la batalla, pero ninguno quería mostrarse débil frente a sus camaradas, de modo que emprendimos la marcha a través de los campos empapados de lluvia en medio de la noche; Arturo nos despidió y regresó al campamento donde estaban sus hombres.
Nimue quiso venir con nosotros. Nos había prometido un hechizo de ocultamiento, motivo por el cual mis hombres no deseaban dejarla atrás. Llevó a cabo el hechizo antes de iniciar la marcha, con el cráneo de una oveja que encontró, a la luz de las fogatas, en una zanja próxima a nuestro campamento. Un lobo había dado buena cuenta del animal entre unos matorrales; sacó los despojos a rastras, cortó la cabeza, la limpió de gusanos y restos podridos y luego se acuclilló ocultándose con el manto y tapando también la fétida calavera. Así permaneció largo rato, aspirando el hedor de la cabeza en descomposición; después se puso en pie y dio un desdeñoso puntapié al cráneo. Vio dónde iba a parar y, tras reflexionar unos momentos, declaró que el enemigo volvería la vista a otro lado mientras nosotros avanzábamos en la oscuridad. Arturo, fascinado por la capacidad de entrega de Nimue, se estremeció al oir el veredicto y después me abrazó.
–Estoy en deuda contigo, Derfel.
–Nada me debéis, señor.
–Una cosa al menos, sí. Te agradezco que me trajeras el mensaje de Ceinwyn. – Se había alegrado mucho al conocer el perdón de ella, y cuando le comuniqué que deseaba acogerse a su
protección, se encogió de hombros-. Nada ha de temer ella de ningún dumnonio -declaró. Me dio unas palmadas en el hombro-. Nos veremos de madrugada -prometió, y se quedo víendonos pasar de la luz de las fogatas a la oscuridad.
Cruzamos prados de hierba y campos recién segados y no hallamos más obstáculos que el suelo empapado, la oscuridad y la lluvia torrencial. La lluvia caía desde el lado izquierdo, desde poniente, y no parecía que fuese a amainar; caía en frías gotas que se clavaban como agujas y se escurrían por el interior de nuestros justillos helándonos el cuerpo. Al principio marchábamos apelotonados, pues ninguno deseaba encontrarse solo en la oscuridad, y a pesar de que atravesábamos terreno llano, nos llamábamos constantemente unos a otros en voz baja para saber dónde estaba cada cual. Algunos se agarraban al borde del manto del compañero más próximo, pero las lanzas entrechocaban y tropezábamos unos con otros, hasta que por fin nos detuvimos y formamos en dos filas, con los escudos a la espalda y sujetando con una mano el extremo de la lanza del compañero de delante. Cavan avanzaba en retaguardia asegurándose de que nadie quedara atrás y Nimue y yo abríamos la marcha. Me dio la mano no por cariño, sino por no quedar aislada en la oscuridad de la noche. En aquel momento Lughnasa era un sueño desaparecido, no porque se lo hubiera llevado el tiempo, sino por el rechazo total de Nimue a reconocer que habíamos yacido juntos bajo la enramada. Aquellas horas, igual que los meses transcurridos en la isla de los Muertos, habían servido a sus propósitos y, cumplidos éstos, perdieron toda relevancia.
Llegamos a los árboles. Tras un momento de vacilación me lancé por un empinado terraplén lleno de barro y me vi en medio de una oscuridad tan densa que creí que jamás lograría conducir a cincuenta hombres por tan horrendas tinieblas; pero entonces Nimue empezó a cantar suavemente, en voz baja, y el sonido actuó como un faro orientador que sacó a los hombres sanos y salvos de aquel oscuro obstáculo. Ambas cadenas de lanzas se rompieron, pero siguiendo la voz de Nimue avanzamos todos entre los árboles dando tumbos hasta salir a un prado al otro lado de la arboleda. Allí nos detuvimos; Cavan y yo hicimos recuento de los hombres mientras Nimue daba vueltas a nuestro alrededor musitando encantamientos contra la oscuridad.
Me sentí todavía más desanimado, con el cuerpo empapado y embargado por la pesadumbre. Creía tener una imagen clara de aquella parte del país que se extendía justo al norte del campamento de mis hombres, pero las dificultades del avance me la habían borrado. No sabía dónde me encontraba ni hacia dónde debíamos ir. Suponía que habíamos caminado en dirección
norte, pero sin estrellas que me orientasen ni luna que me iluminase, los temores acabaron por socavarme el ánimo.
–¿A qué esperáis? – me preguntó Nimue al oído.
No contesté, no quería reconocer que me había perdido, o tal vez no deseaba decirle que estaba asustado.
Nimue notó mi absoluta indefensión y tomó el mando.
–Ahora tenemos un largo trecho de prados abiertos ante nosotros -dijo a mis hombres-. Aquí antes pastaban las ovejas, pero se han llevado los rebaños a otra parte, de modo que no habrá pastores ni perros que nos descubran. Todo el camino es cuesta arriba, pero fácil de cubrir si nos mantenemos juntos. Al final de los prados encontraremos un bosque y allí aguardaremos hasta el alba. No está lejos ni es difícil. Sé que estamos empapados y que tenemos frío, pero mañana nos calentaremos en las hogueras de nuestros enemigos. – Habló con una confianza inamovible.
No creo que yo hubiera sido capaz de llevar a mis hombres a ninguna parte aquella noche, pero Nimue lo hizo. Dijo que con su único ojo veía en la oscuridad mejor que nosotros con los dos y acaso fuera cierto, o quizá conociera mejor aquella parte del país; fuera como fuese, lo logró. Durante la última hora caminamos por la ladera de una colina, y de pronto la marcha se hizo más fácil al alcanzar la cima occidental del valle del Lugg; las fogatas de los centinelas enemigos ardían en la oscuridad por debajo de nosotros. Distinguí incluso el parapeto de pinos y el brillo del río Lugg un poco más allá. En el valle, los hombres alimentaban con grandes brazadas de leña las hogueras que iluminaban el camino por donde podía llegar un ataque desde el sur.
Llegamos al bosque y nos dejamos caer en el suelo húmedo. Algunos caímos en esa somnolencia superficial y engañosa, plagada de sueños, que no es dormir ni cosa que se le parezca y que deja el cuerpo destemplado, entumecido y dolorido; pero Nimue se mantuvo en vela musitando encantamientos y hablando con los que no podían conciliar el sueño. Su conversación no era mero pasatiempo, pues no tenía tiempo que perder, sino que les dio ardientes explicaciones de los motivos por los que luchábamos. Les dijo que no era por Mordred sino por una Britania limpia de foráneos y de ideas ajenas, y hasta los cristianos la escucharon.
No esperé al amanecer para ordenar el ataque. Tan pronto como el cielo preñado de lluvia se iluminó por levante con la primera claridad mortecina de luz acerada, desperté a los que dormían y llevé a mis cincuenta hombres colina abajo hasta el lindero del bosque. Allí aguardamos, sobre un lomo de tierra herbosa que caía hasta el lecho del valle tan verticalmente como las laderas del monte de Ynys Wydryn. Con el brazo izquierdo sujetaba firmemente las correas del escudo, llevaba a Hywelbane ceñida a la cadera y la pesada lanza en la diestra. Una fina neblina se levantó en el punto donde el río abandonaba el valle.
Un búho blanco pasó volando bajo por entre los árboles, muy cerca de nosotros, y los hombres creyeron que era un mal augurio; pero después un gato montés nos enseñó los dientes en la retaguardia y Nimue dijo que el efecto nefasto del búho blanco había quedado neutralizado. Oré a Mitra y ofrecí en su honor las horas venideras; luego dije a mis hombres que los francos habían sido enemigos mil veces más feroces que aquella soldadesca adormilada de Powys que estaba en el valle, a nuestros pies. Dudaba de la veracidad de mis palabras, pero cuando nos aprestamos a la batalla no son verdades lo que necesitamos, sino confianza. En privado ordené a Issa y a otro de mis hombres que permanecieran cerca de Nimue, pues sabía que si ella moría, la confianza de mis filas se evaporaría como una niebla estival.
La lluvia nos azotaba desde atrás y la hierba de la ladera nos hacia resbalar. El cielo se iluminó un poco más por el lado opuesto del valle y entre las nubes aparecieron las primeras sombras. El mundo amanecía gris y negro, negro como la noche en lo hondo del valle, pero clareaba en el lindero del bosque, un contraste que me hizo temer que el enemigo nos descubriera antes de que nosotros pudiéramos distinguirlo nítidamente. Sus hogueras brillaban todavía, pero mucho más tenues que durante las negras profundidades misteriosas de la noche. No avisté centinelas, era el momento de avanzar.
–Avanzad despacio -les ordené.
Me había imaginado una carrera precipitada ladera abajo, pero cambié de opinión sobre la marcha. La hierba húmeda nos haría resbalar y juzgué más conveniente acercarnos con sigilo, arrastrándonos como espectros al amanecer. Me puse en cabeza, avanzando con mayor precaución a medida que la pendiente se hacía pronunciada. Ni siquiera las botas de clavos permitían caminar con paso seguro en el suelo empapado, de modo que continuamos lentamente, como gatos al acecho, y el sonido más audible en la penumbra era el de nuestras respiraciones.
Utilizamos las lanzas a modo de varas. En dos ocasiones un grupo tropezó y cayó al suelo con todo su peso, haciendo entrechocar escudos, vainas y lanzas, y en ambas ocasiones nos detuvimos en seco en espera de una respuesta que no se produjo.
El último tramo de la pendiente era el más pronunciado, pero antes de iniciar la última etapa alcanzamos a ver por fin todo el fondo del valle. El río discurría como una sombra negra por su extremo más lejano y la calzada romana pasaba justo por debajo de nosotros, entre unas chozas con techumbre de paja donde el enemigo debía de haberse refugiado. Sólo avisté cuatro hombres, dos acuclillados junto a las hogueras, uno sentado bajo el alero de una cabaña y otro paseando de acá para allá al lado de la empalizada de troncos. El cielo iba aclarándose por el este hasta alcanzar el destello brillante de la aurora; había llegado el momento de soltar a mis lanceros de cola de lobo tras las presas.
–¡Que los dioses sean vuestra barrera de escudos! – les dije-. ¡Matad y rematad!
Cubrimos a la carrera el final de la pronunciada pendiente. Algunos optaron por deslizarse de costado en vez de esforzarse por mantener el equilibrio, otros se lanzaron de cabeza y yo, como era el jefe, corrí con ellos. El miedo nos prestaba alas y nos hacia lanzar amenazas a voz en grito. Éramos los lobos de Benoic, llegados a las montañas fronterizas de Powys con la muerte entre las fauces, y de súbito, como siempre en la batalla, la euforia me dominó. Un júbilo vertiginoso nos encendió el espíritu barriendo todo rastro de contención, raciocinio y decencia, dejando tan sólo el furor implacable del combate. Salvé el último tramo de un salto, caí entre unas matas de frambuesa, di un puntapié a un cubo vacio y entonces vi al primer hombre, que salía sobresaltado de una choza cercana. Iba en calzas y jubón, sostenía una lanza y parpadeaba en la lluviosa madrugada; y así murió, con el vientre atravesado por mi lanza. Aullé como aúllan los lobos, retando al enemigo a buscar la muerte en mis manos.
Quedóse la lanza atascada en las tripas del hombre y no la saqué, sino que desenvainé a Hywelbane. Otro hombre se asomó a la puerta de la choza a ver qué había pasado, me abalancé contra él y lo hice retroceder. Mis hombres pasaron a mi lado corríendo, aullando y gritando. Los centinelas huían. Uno echó a correr hacia el río, vaciló un momento, dio media vuelta y murió de dos lanzazos. Uno de mis hombres cogió una tea encendida de la hoguera y la arrojó al húmedo tejado de paja. A ésa siguieron otras, hasta que por fin las chozas prendieron y obligaron a los ocupantes a salir a campo abierto, donde aguardaban mis lanceros. Una mujer gritó cuando el techo en llamas le cayó encima. Nimue se había apoderado de la espada de un enemigo muerto y la hundía en el cuello de un hombre caído. Chillaba con una lamento agudo y extraño que añadió un nuevo terror a la helada madrugada.
Cavan ordenó a voces a los hombres que empezaran a retirar la valía de árboles. Dejé a los pocos supervivientes de las cabañas a merced de mis hombres y fui a ayudar a los otros. El parapeto había sido levantado con dos docenas de pinos caídos y hacia falta veinte hombres para levantar cada árbol. Habíamos despejado de la carretera una anchura de unos cuarenta pies
cuando Issa dio una voz de alarma.
Los hombres a los que habíamos matado no eran la única fuerza que guardaba el valle, sino un simple piquete que vigilaba el parapeto, y en aquel momento el grueso de la guarnición, alarmado por la barahúnda, asomaba por el sombrío extremo septentrional del valle.
–¡Barrera de escudos! – exclamé-. ¡Barrera de escudos!
Cerramos la línea de defensa al norte de las chozas incendiadas. Dos de mis hombres se habían roto el tobillo al bajar la pendiente y otro había muerto en los primeros momentos de la lucha, pero los demás cerramos filas en una compacta línea de defensa. Envainé a Hywelbane tras recuperar la lanza y la apunté hacia el frente junto a las demás, que sobresalían cinco pies con respecto a la línea de escudos. Ordené a seis hombres que permanecieran en retaguardia con Nimue por si quedaba algún enemigo oculto entre las sombras y esperamos a que Cavan cambiara de escudo, pues las correas del suyo se habían roto. Tomó el de un enemigo, quitóle de un tajo rápido la cubierta de cuero con el águila y se situó en el extremo derecho de la barrera de escudos, la posición más vulnerable, pues el hombre de la diestra tiene que proteger al compañero de la siniestra con el escudo dejando su propio flanco derecho expuesto a los golpes del enemigo.
–¡Listos, señor! – me dijo.
–¡Adelante! – grité.
Me pareció mejor avanzar que dar tiempo al enemigo para formarse y atacar.
A medida que avanzábamos hacia el norte, las laderas del valle se tornaban más altas y escarpadas. La pared de la derecha, al otro lado del río, era una espesa maraña de árboles, pero la de la izquierda estaba cubierta de hierba al principio y de matorrales después. El valle se estrechaba, aunque no llegaba a formar una garganta. El valle del Lugg tenía espacio suficiente para maniobrar, aunque la cenagosa ribera del río restringía el terreno seco y nivelado que se necesita para librar batallas. La primera luz que se filtraba entre las nubes iluminaba ya las montañas occidentales, pero no penetraba todavía en las profundidades del valle, donde al menos había dejado de llover, aunque el viento soplaba frío y h·medo y hacía parpadear el fuego de las hogueras que ardían en la parte alta del valle. A la luz de esas hogueras divisamos una aldea de chozas alrededor de un edificio romano. Ante las llamas pasaban sombras de hombres que se afanaban de un lado a otro; un caballo relinchó y de pronto, cuando la luz mortecina de la aurora alcanzó por fin el camino, vi que se estaba formando una barrera de escudos.
También percibí que la componían unos cien hombres, al menos, e iban sumándose más y mas.
–¡Alto! – ordené a mis hombres.
Agucé la vista y calculé unos doscientos guerreros en la barrera de escudos. La luz gris brillaba en las puntas de sus lanzas. Se trataba de la guardia de elite que Gorfyddyd había situado en el valle para defenderlo.
Efectivamente, la anchura del valle excedía nuestra defensa de cincuenta hombres; el camino discurría junto a la ladera occidental dejando a nuestra derecha una ancha pradera por donde el enemigo podría rodearnos los flancos sin dificultad, de forma que ordené la retirada.
–¡Atrás, despacio! – dije-. Despacio y pisando firme. ¡Volvemos al parapeto! – Podríamos defender el hueco que habíamos abierto en la valla de troncos, aunque de todos modos el enemigo no tardaría en trepar por los árboles que aún quedaban y rodearnos-. ¡Atrás, despacio! – repetí, pero no di un paso más mientras mis hombres se retiraban.
Aguardé al ver que un solo hombre a caballo se destacaba de entre las filas enemigas y cabalgaba hacia nosotros.
El emisario era un hombre alto que dominaba su montura. Llevaba un yelmo de hierro con penacho de plumas de cisne, lanza y espada, pero no escudo. Vestía coraza y su silla era una piel de oveja. Su rostro de ojos oscuros y barba negra llamaba la atención y sus rasgos me resultaban familiares, pero no llegué a reconocerle hasta que detuvo el caballo cerca de mi. Tratábase de Valerin, el cacique al que Ginebra estaba prometida cuando conoció a Arturo. Me miró desde arriba y fue levantando la lanza poco a poco hasta colocármela a la altura de la garganta.
–Tenía la esperanza de que fuerais Arturo.
–Mi señor os envía saludos, lord Valerin -le dije.
Valerin escupió hacia mi escudo, donde había vuelto a pintar el símbolo del oso de Arturo.
–Enviadle los míos -dijo-, y también a la ramera que desposó. – Hizo una pausa y levantó un poco la punta de la lanza, hasta la altura de mis ojos-. Estás muy lejos de casa, muchacho -dijo-, ¿sabe tu madre que no estás en la cama?
–Mi madre -repliqué- está preparando la olla para hervir vuestros huesos, lord Valerin. Nos hace falta cola y dicen que los huesos de oveja la hacen de mejor calidad.
Sentíase halagado porque le había reconocido, pero lo achacó a la fama, sin caer en la cuenta de que yo había estado en Caer Sws con Arturo hacía ya muchos años. Retiró la lanza de mi cara y miró fijamente a mis hombres.
–Sois pocos, y nosotros muchos. ¿No queréis rendiros ahora?
–Sois muchos -dije-, pero mis hombres están hambrientos de lucha y agradecen una ración generosa de enemigos.
Los jefes habían de saber comportarse en las sesiones rituales de insultos que precedían a las batallas, y a mí me divertía. Arturo no solía hacer buen papel en dichas ocasiones, pues hasta el último momento, antes de comenzar la matanza, trataba de congraciarse con sus enemigos.
–¿Tu nombre? – inquirió Valerin, a punto de volver la grupa.
–Lord Derfel Cadarn -respondí con orgullo, y me pareció detectar, o eso hubiera deseado, un destello de reconocimiento antes de que me diera la espalda para volver con los suyos.
Pensé que si Arturo no venia podíamos darnos todos por muertos, pero antes de volver junto a mis lanceros, al lado del parapeto, vi a Culhwch y a Arturo aguardándome. Culhwch había logrado al fin lo que deseaba, esto es, luchar de nuevo junto a Arturo. Su enorme caballo triscaba hierba ruidosamente por los alrededores.
–No estamos lejos, Derfel -me dijo animosamente-, cuando esos gusanos ataquen, tenéis que daros a la huida. ¿Entendido? Que os persigan, así se dispersarán, y cuando veáis que nos acercamos, apartaos de nuestro camino. – Me dio la mano y luego me envolvió entre sus brazos como un oso-. Es más divertido que hablar de paz, ¿cierto? – dijo; fue a buscar su caballo y montó-. Mostraos cobardes por una vez -recomendó a mis hombres; levantó la mano y azuzó al caballo hacia el sur.
Expliqué a mis hombres el significado de las últimas palabras de Culhwch y me situé en mi puesto, en el centro de la barrera de escudos que cubría el hueco del parapeto de árboles. Nimue se colocó detrás de mi, blandiendo todavía la espada ensangrentada.
–Cuando ataquen, fingiremos huir en desbandada -dije a los hombres-. No tropecéis al correr y no os metáis bajo los cascos de los caballos.
Ordené a dos de los míos que ayudaran a los que se habían roto el tobillo a esconderse en unos matorrales situados detrás del parapeto y aguardamos. Miré hacia la retaguardia pero no vi a los hombres de Arturo, que suponía ocultos donde el camino atravesaba una arboleda, a un cuarto de milla hacia el sur.
A mi derecha el río corría en remolinos oscuros; dos cisnes se dejaban llevar por la corriente. Una garza real pescaba en la orilla, pero abrió las alas perezosamente y salió volando hacia el norte, cosa que Nimue interpretó como de buen augurio, pues el ave se llevaba su mala suerte hacia el enemigo.
Los lanceros de Valerin iban acercándose lentamente. Los habían despertado para la batalla y aún estaban adormilados. Vi a algunos con la cabeza descubierta y supuse que sus jefes los habrían arrancado de sus yacijas de paja con tal premura que ni tiempo habían tenido para recoger toda su impedimenta. No había druidas entre ellos, de modo que nos vimos libres de maldiciones, aunque yo, igual que mis hombres, dije unas breves oraciones. Yo rezaba a Mitra y a Bel. Nimue invocaba a Andraste, la diosa de las matanzas, y Cavan pedía a sus dioses irlandeses que concedieran a su lanza muchas muertes en ese día. Observé que Valerin había desmontado y dirigía a sus hombres desde el centro de la barrera, aunque me fijé en que un criado llevaba el caballo de su caudillo en la retaguardia.
Una fuerte racha de viento h·medo arrastró hasta el camino el humo de las chozas que a·n ardían y ocultó en parte la línea enemiga. Pensé que los cadáveres de los compañeros muertos enardecerían el ánimo de los lanceros y, tal como esperaba, les oí gritar de rabia al encontrarse los cuerpos, calientes todavía; cuando otra racha de viento despejó la humareda del camino, el enemigo avanzaba más deprisa, profiriendo insultos. Aguardamos en silencio y la temprana luz gris iluminó el suelo mojado del valle.
Detuviéronse a cincuenta pasos de nosotros. Todos llevaban el águila de Powys en el escudo, ninguno provenía de Siluria ni de los demás contingentes reunidos por Gorfyddyd. Imaginé que serian los mejores lanceros del país, de modo que matar a un buen número de ellos sería una gran ventaja para el futuro, y bien sabían los dioses cuán necesaria nos era cualquier ayuda. Hasta el momento todo iba como la seda y hube de recordar que esos momentos tan fáciles no eran sino el preámbulo tras el cual todo el poder de Gorfyddyd y de sus aliados caeria sobre los pocos guerreros leales a Arturo.
Dos hombres se destacaron de las filas de Valerin y arrojaron las lanzas, que pasaron muy alto por encima de nuestras cabezas y se clavaron en la tierra a nuestra espalda. Mis hombres respondieron con burlas y algunos apartaron los escudos como invitando al enemigo a intentarlo de nuevo. Agradecí a Mitra que Valerin no llevara arqueros. Pocos guerreros usaban el arco, pues las flechas no atraviesan los escudos ni las cotas de cuero. El arco era arma de cazador, idónea para aves silvestres o piezas de caza menor, pero un grupo nutrido de campesinos de la leva armado con arcos ligeros podía convertirse en una molestia de consideración obligando a los guerreros a agacharse tras la barrera de escudos.
Otros dos hombres arrojaron sus lanzas. Una acertó en un escudo y se quedó clavada, la otra pasó demasiado alta. Valerin nos observaba sopesando nuestra actitud, y tal vez la falta de reacción por nuestra parte le hiciera pensar que ya éramos hombres muertos. Levantó los brazos, golpeó el escudo con la lanza y ordenó cargar a sus hombres.
Se lanzaron gritando y nosotros, tal como Arturo ordenara, rompimos filas y nos dimos a la fuga. Se produjo gran confusión al principio, pues los hombres se estorbaban unos a otros, mas enseguida echamos a correr a la desbandada camino abajo.
Nimue iba a la cabeza, con el negro manto flotando al viento, y miraba atrás constantemente para ver lo que sucedía a su espalda. El enemigo cantó victoria y se precipitó tras nosotros; Valerin vio la posibilidad de montar a caballo entre la muchedumbre dispersa y pidió a gritos a su criado que le trajera la montura.
Corríamos torpemente, impedidos por los mantos, los escudos y las lanzas. Me sentía fatigado y respiraba entrecortadamente sin dejar de correr tras mis hombres en dirección sur. Oía las voces del enemigo y por dos veces miré hacia atrás y vi a un hombre alto y pelirrojo que sonreía y se esforzaba por darme alcance. Era más veloz que yo y ya empezaba a considerar la posibilidad de detenerme y enfrentarme a él cuando oi el bendito sonido del cuerno de Arturo. Sonó dos veces y enseguida el poder de Arturo surgió ante nosotros de entre los árboles que el alba teñía de gris.
Arturo abría la marcha con su penacho de plumas blancas, su brillante escudo bruñido como un espejo y el manto blanco desplegado a la espalda como si fueran alas. Bajó la punta de la lanza y aparecieron sus cincuenta hombres sobre caballos con armadura, el rostro cubierto de hierro y enhiestas las brillantes puntas de las lanzas. Las enseñas del oso y el dragón ondeaban luminosas y la tierra temblaba bajo los potentes cascos, que levantaban una lluvia de agua y barro en el aire a medida que los caballos ganaban velocidad. Mis hombres se apartaron del camino, se dividieron en dos grupos y, sin tardanza, formaron corros defensivos protegiéndose tras los escudos y las lanzas. Opté por el de la izquierda y me volví a tiempo de ver a los hombres de Valerin que intentaban cerrar filas en una barrera de escudos. Valerin les gritaba desde el caballo que se retirasen al parapeto, pero ya era demasiado tarde. La trampa había funcionado y los defensores del valle del Lugg estaban condenados.
Arturo pasó a mi lado al galope a lomos de Llamrei, su yegua preferida. Los faldones de la gualdrapa del caballo y los bordes del manto ya estaban cubiertos de barro. Una lanza rebotó en
el pecho de Llamrei, protegido por la armadura; entonces Arturo arrojó la suya y, tras dar muerte al primer enemigo de la jornada, dejó el arma allí clavada y desnudó a Excalibur a la luz
del amanecer. Los demás caballos pasaron al galope levantando un torbellino de agua y ruido. Los hombres de Valerin gritaron al ver a los grandes brutos irrumpir a toda velocidad entre sus
filas rotas. Abatiéronse las espadas y dejaron tras de si hombres que sangraban y se tambaleaban; los caballos continuaron abriéndose camino y aplastando a unos cuantos hombres aterrorizados bajo sus poderosos cascos reforzados con hierro. Los lanceros, rota su formación, quedaron indefensos frente a los caballos, y los guerreros de Powys no tenían ninguna posibilidad de formar una barrera de escudos. Sólo les restaba correr en desbandada y Valerin, al ver que no había escapatoria, volvió grupas y salió al galope en dirección norte.
Algunos de sus hombres le siguieron, pero todos los que iban a pie estaban condenados a morir bajo las patas de los caballos. Otros se dirigieron hacia el río o hacia la montaña, y tras ellos fuimos, organizados en bandas de lanceros. Unos pocos arrojaron las lanzas y los escudos al suelo y levantaron las manos; les perdonamos la vida, pero todo aquel que ofreció resístencía murió a lanzazos, atrapado como un oso en un matorral. El caballo de Arturo desapareció en el valle dejando tras de si un rastro macabro de hombres con el cráneo hendido por un tajo a la altura del cerebro; algunos hubo que siguieron cojeando antes de caer definitivamente y Nimue aullaba gozosa en medio de la destrucción.
Hicimos casi cincuenta prisioneros, y otros tantos muertos o agonizantes. Algunos huyeron trepando por la montaña por la que habíamos llegado nosotros bajo la luz gris y otros se ahogaron al tratar de cruzar el Lugg, y el resto eran hombres vencidos que sangraban, se arrastraban y vomitaban. Los hombres de Sagramor, ciento cincuenta lanceros excelentes, aparecieron caminando mientras rematábamos la redada de los últimos supervivientes de Valerin.
–No podemos prescindir de hombres para vigilar a los prisioneros -me dijo Sagramor a modo de saludo.
–Lo sé.
–Pues matadlos -me ordenó, y Nimue se mostró de acuerdo.
–No -dije.
Sagramor sería mi comandante durante toda aquella jornada y no me gustaba estar en desacuerdo con él, pero Arturo quería la paz para los britanos, y matar a prisioneros indefensos no era la forma de ganar Powys para la paz. Por otra parte, los prisioneros los habían tomado mis hombres y su vida quedaba bajo mi responsabilidad; en vez de matarlos, ordené que los desnudaran; y luego fueron conducidos uno a uno ante Cavan, que aguardaba con un canto rodado por martillo y una gran piedra por yunque. Colocábamos sobre la piedra la mano con que cada hombre usaba la lanza, la sujetábamos y le aplastábamos el meñique y el anular con el canto rodado. Nadie moría por que le aplastaran los dedos, incluso se podía volver a usar la lanza, pero no en el mismo día ni durante muchos días más. Después los mandamos hacia el sur, desnudos y sangrantes, y les advertimos que si volvíamos a ver su caras antes de la noche, morirían con toda seguridad. Sagramor se mofó de semejante alarde de indulgencia, pero no contradijo mis órdenes. Mis hombres recogieron las mejores prendas de los enemigos, registraron las demás en busca de monedas y arrojaron lo que no querían a las chozas, que continuaban ardiendo. Las armas capturadas las amontonamos a la vera del camino.
Después nos pusimos en marcha hacia el norte y descubrimos que Arturo había terminado la persecución en el vado y había regresado a la aldea que se extendía alrededor del sólido edificio romano, que Arturo reconoció como una antigua posada para viajeros camino de las montañas del norte. Un grupo de mujeres se hallaba bajo vigilancia al lado de la casa, abrazadas a sus hijos y a sus míseras, pertenencias.
–Vuestro enemigo -dije a Arturo- era Valerin.
Tardó unos segundos en reconocer el nombre y luego sonrío. Se había quitado el yelmo y se había apeado del caballo para recibirnos.
–Pobre Valerin -comentó-, ha salido perdedor por dos veces. – Me abrazó y dio las gracias a mis hombres-. La noche fue tan oscura -dijo- que dudé de que lograrais dar con el valle.
–El mérito no es mio, sino de Nimue.
–En ese caso, os debo agradecimiento -dijo a Nimue.
–Agradecédmelo -respondió Nimue- dándonos la victoria en este día.
–Con la ayuda de los dioses, así lo haré. – Se volvió hacia Galahad, que había cargado con ellos a caballo-. Id al sur, lord príncipe, llevad mis saludos a Tewdric y rogadle que nos envíe lanceros. Que Dios os conceda elocuencia.
Galahad espoleó a su caballo y partió al galope, cruzando el valle que hedía a sangre.
Arturo se quedó mirando la cima de la montaña que se elevaba a una milla al norte del vado. Allí había un antiguo fuerte de tierra, legado del pueblo antiguo, pero parecía desierto.
–Nada nos conviene -dijo con una sonrisa- que vean dónde nos escondemos.
Quería encontrar un lugar donde esconderse y quitarse la pesada armadura de a caballo antes de dirigirse hacia el norte para sacar a los hombres de Gorfyddyd de sus campamentos de Branogenium.
–Nimue os hará un hechizo para pasar desapercibido -le dije.
–¿Lo haréis, señora? – le preguntó con entusiasmo.
Nimue se fue a buscar un craneo. Arturo me dio otro abrazo y después llamó a un criado para que le ayudara a quitarse la pesada cota maclada. Se la quitó por la cabeza y apareció su cabeza despeinada.
–¿Te la pondrías tú? – me pregunto.
–¿Yo? – No podía creerlo.
–Cuando el enemigo ataque -me dijo-, espera encontrarme aquí, y si no me encuentra, sospechará que se trata de una celada. – Sonrió-. Se lo pediría a Sagramor, pero su cara es más peculiar que la tuya. De todos modos, tendrías que cortarte un poco el pelo -cualquiera sabría que aquél no era Arturo si por debajo del yelmo asomaba una melena rubia- y recortarte la barba -añadió.
Tomé la armadura de manos de Hygwydd y me quedé impresionado por el peso.
–Será un honor para mi -respondí.
–Pesa -me advirtió-, da calor y con el yelmo puesto no deja ver a los lados, de modo que ponte un hombre valiente a cada lado. – Percibió que dudaba-. ¿Se lo pido a otro, tal vez?
–No, no, señor. La llevaré yo.
–Implica un riesgo -me advirtió nuevamente.
–No esperaba que el día de hoy fuera tranquilo, señor.
–Os dejo las enseñas. Cuando Gorfyddyd llegue, tenemos que convencerle de que todos sus enemigos se hallan reunidos en un solo lugar. Será un combate duro, Derfel.
–Galahad traerá refuerzos -le dije en tono firme.
Tomó mi cota y mi escudo, me dio el suyo junto con el manto y se volvió para tomar a Llamrei de las riendas.
–Hasta aquí -me dijo una vez montado en el caballo-, todo ha sido fácil. – Llamó a Sagramor y nos habló a los dos-. El enemigo llegará hacia mediodía. Haced cuanto podáis por estar preparados y luchad como no habéis luchado en vuestra vida. Si os veo nuevamente, habremos logrado la victoria. En caso contrario, os doy las gracias, os saludo y os espero en el otro mundo para celebrarlo juntos. – Ordenó a sus hombres que montaran y partieron hacia el norte.
Nosotros quedamos aguardando el comienzo de la verdadera batalla.
La cota maclada pesaba extraordinariamente, me aplastaba los hombros como las perchas que las mujeres acarreaban hasta sus casas todas las mañanas. Me costaba un esfuerzo levantar el brazo de la espada, aunque noté cierto alivio al ajustarme el cinturón de la espada por encima de las escamas de hierro, aligerando así en parte el peso que caía sobre los hombros.
Nimue, una vez hubo terminado el encantamiento para ocultar a Arturo, me cortó el pelo con un cuchillo. Quemó los mechones para que el enemigo no tuviera ocasión de encontrarlos y hacer un hechizo con ellos; luego, con el escudo de Arturo por espejo, me recorté la larga barba para que no se asomara por debajo de los protectores de las mejillas. Acto seguido me calé el yelmo forrado de cuero y presioné con fuerza hasta que me quedó encajado en la cabeza como una concha. A pesar de las perforaciones abiertas a la altura de las orejas en el bruñido metal, oía mi propia voz como amortiguada. Cogí el pesado escudo, Nimue me colocó el manto blanco manchado de barro, me lo abrochó y empecé a moverme para acostumbrarme al peso tremendo de la armadura. Pedí a Issa que tomara la vara de una lanza y, usándola a modo de palo, luchara conmigo; me movía con mayor lentitud que nunca.
–El miedo os prestará velocidad, señor -me dijo Issa tras ganarme diez asaltos y asestarme en la cabeza un golpe que me resonó como un trueno en los oídos.
–No rompas las plumas -le advertí.
En mi fuero interno deseaba no haber aceptado la pesada armadura. Era propia de soldados de caballería, estaba pensada para aumentar el peso y hacer que el jinete que tenía que abrirse paso entre las filas enemigas causara una impresión más imponente, pero los lanceros confiábamos en la agilidad y la velocidad siempre que no estábamos apretados hombro con hombro en la línea de defensa.
–Tenéis un aspecto magnifico, señor -comentó Issa con admiración.
–Seré un cadáver de magnifico aspecto sí no me cubres el flanco -le contesté-. Es como luchar dentro de un caldero. – Me quité el yelmo y sentí un gran alivio en el cráneo-. La primera vez que vi esta armadura -le dije- deseé poseerla más que cualquier otra cosa en el mundo. Ahora la regalaría a cambio de una buena cota de cuero.
–Saldréis bien parado, señor -me consoló con un gesto burlón.
Teníamos mucho que hacer. Las mujeres y los niños que los hombres vencidos de Valerin habían dejado abandonados fueron conducidos hacia el sur, lejos del valle; después preparamos defensas cerca del parapeto de árboles. Sagramor temía que la fuerza arrolladora del enemigo nos expulsara del valle antes de que la caballería de Arturo llegara a rescatamos, de modo que preparó el terreno con meticulosidad. Mis hombres querían dormir, pero hubimos de cavar una zanja en medio del valle, no tan profunda como para impedir el paso a nadie pero si lo suficiente como para dificultar la marcha a los lanceros e incluso hacerlos tropezar al acercarse a nuestra línea de lanzas. El parapeto de árboles se hallaba justo detrás de la zanja y marcaba el limite hasta el que podíamos retirarnos por el sur y el lugar que habríamos de defender a muerte. Para reforzar la defensa Sagramor clavó entre los troncos unas cuantas lanzas abandonadas por los hombres de Valerin y ordenó que las hundieran firmemente en la tierra de modo que formaran un seto de puntas de lanza en diversos ángulos entre las ramas de los pinos. Dejamos libre la parte del camino que habíamos despejado para tener la posibilidad de atrincheramos detrás de la frágil barrera y defenderla.
Me preocupaba la ladera empinada y abierta por la que habíamos descendido de madrugada. Sin duda los guerreros de Gorfyddyd lanzarían el ataque desde el mismo valle, pero los de la leva serian enviados a terreno elevado para amenazarnos por el flanco izquierdo, y Sagramor no podía prescindir de hombres para enviarlos a defender la colina; sin embargo, Nimue dijo que no había necesidad de preocuparse. Tomó diez lanzas enemigas y con ayuda de seis hombres cortó la cabeza a diez de los lanceros caídos de Valerin y entre todos llevaron las lanzas y las cabezas sangrantes monte arriba; hundió las lanzas en el suelo por el extremo inferior y empaló las cabezas en las puntas de hierro; luego las envolvió en macabras pelucas de hierbas entretejidas, con un encantamiento en cada nudo, y esparció ramas de tejo entre los postes, que estaban bastante separados. Había hecho una barrera de espíritus, una fila de espantapájaros humanos cargados de encantamientos y hechizos que nadie se atrevería a cruzar sin ayuda de un druida. Sagramor le pidió que pusiera otra igual en la parte norte del vado, pero Nimue se negó.
–Los guerreros de Gorfyddyd traerán a sus druidas -le dijo-, y la barrera de espíritus haría reír a cualquier druida. Sin embargo, los de la leva vendrán solos.
Nimue había recogido un puñado de verbena en la ladera y distribuyó las pequeñas flores moradas entre los lanceros; todos sabían que la hierba les protegería en la batalla. A mí me introdujo un buen puñado en la armadura.
Los cristianos rezaron juntos sus oraciones mientras los paganos pedían ayuda a los dioses. Algunos arrojaron monedas al río y presentaron sus talismanes a Nimue para que los tocara. La mayoría llevaban patas de liebre, pero unos cuantos tenían dardos mágicos o piedras de serpiente. Los dardos mágicos eran diminutas puntas de flecha hechas de pedernal disparadas por los espíritus y muy preciadas entre los soldados, y las piedras de serpiente tenían vivos colores que Nimue hizo resaltar mojándolas en el río antes de llevárselas al ojo sano. Yo me apreté la cota con la mano hasta notar el broche de Ceinwyn en el pecho, luego me arrodillé y besé la tierra. Toqué el suelo húmedo con la frente y pedí a Mitra fuerza, valor y, si tal era su designio, una muerte honrosa. Algunos bebieron hidromiel, que encontramos en la aldea, pero yo sólo bebí agua. Comimos los alimentos que los hombres de Valerin habían llevado para el almuerzo y a continuación un grupo ayudó a Nimue a atrapar sapos y musarañas; luego los mató y los colocó en el camino, mas allá del vado, para que esparcieran influencias nefastas sobre el enemigo cuando se acercara. Después volvimos a afilar nuestras armas y nos quedamos a la espera. Sagramor encontró a un hombre oculto en los bosques, detrás de la aldea. Se trataba de un pastor y Sagramor le interrogó acerca del terreno circundante; el hombre le dijo que río arriba había otro vado desde donde el enemigo podría rodearnos si intentábamos defender la orilla en el extremo norte del valle. Por el momento no nos preocupaba que hubiera un segundo vado, pero no debíamos olvidar su existencia porque el enemigo podría aprovecharlo para desbaratar nuestra línea de defensa por el lado norte. Me inquietaba la proximidad del combate, pero Nimue no parecía tener miedo.
–Nada tengo que temer -me dijo-. Ya he recibido las tres heridas, nada puede hacerme daño. – Estaba sentada a mi lado, cerca del vado del extremo norte del valle. Ahí situaríamos nuestra primera línea defensiva, y desde allí comenzaríamos a retirarnos poco a poco hasta llevar al enemigo al corazón del valle y a la trampa preparada por Arturo-. Además -añadió-, estoy bajo la protección de Merlín.
–¿Sabe que estamos aquí? – pregunté.
–Lo sabe -respondió tras una pausa.
–¿Va a venir?
Frunció el ceño como si la pregunta estuviera de más.
–Merlín hará -dijo despacio- lo que tenga que hacer.
–Entonces, vendrá -añadí con esperanza ferviente.
Nimue hizo un gesto de impaciencia con la cabeza.
–Lo único que le importa es Britania. Cree que Arturo podría ayudarle a restaurar la sabiduría de Britania, pero si creyera a Gorfyddyd más adecuado para la misión, créeme, Derfel, Merlín se pondría de parte de Gorfyddyd.
Ya me lo había insinuado el propio Merlín en Caer Sws, pero de todas formas me costaba trabajo creer que sus ambiciones se alejaran tanto de mis propias lealtades y esperanzas.
–¿Y tú, Nimue?
–Un vínculo me une a este ejército -dijo-, después quedaré libre para ayudar a Merlín.
–Gundleus -dije, y ella asintió.
–Entrégame a Gundleus vivo, Derfel -me dijo mirándome a los ojos-, entrégamelo vivo, te lo ruego. – Se tocó el parche de cuero y se quedó en silencio, reuniendo energías para la venganza que tanto ansiaba. Todavía tenía el rostro macilento y el negro pelo le caía lacio sobre las mejillas. La suavidad que me demostrara en Lughnasa se había transformado en una frialdad sombría que me hizo pensar que jamás llegaría a comprenderla. La amaba, pero no de la misma forma en que creía amar a Ceinwyn, sino con el amor que se pueda sentir hacia un gran ejemplar de animal salvaje, un águila o un gato montés, pues sabia que nunca entendería por completo su vida ni sus sueños. De repente, sonrío-. Haré que el espíritu de Gundleus aúlle eternamente -dijo en voz baja-. Lo enviaré por el abismo hasta la nada, pero jamás la alcanzará, Derfel, sufrirá para siempre al borde de la nada, lamentándose sin tregua.
Sentí un escalofrío al pensar en Gundleus.
Un grito me llamó la atención hacia el otro lado del río. Seis caballos se acercaban al galope. Nuestra barrera de escudos se puso en pie y entre las curvas de los escudos asomaron las armas, pero entonces distinguí al que cabalgaba en cabeza: era Morfans. Corría a toda prisa clavando los talones a su montura, cansada y sudorosa, y temí que aquellos seis fueran lo único que quedara de los hombres de Arturo.
Los caballos cruzaron el vado chapoteando en el río y Sagramor salió a su encuentro. Morfans se detuvo en la orilla.
–A dos millas de aquí -dijo jadeante-, Arturo nos envía en vuestra ayuda. ¡Dioses! ¡Son cientos y cientos de malnacidos! – Se limpió el sudor de la frente y sonrió-. ¡Habrá botín para mil de los nuestros.
Se apeó del caballo y vi que llevaba el cuerno de plata; supuse que seria para avisar a Arturo cuando llegara el momento oportuno.
–¿Dónde está Arturo? – preguntó Sagramor.
–Escondido a buen recaudo -dijo, y al verme con la armadura su fea cara se torció en una sonrisa asimétrica-. El peso de esa armadura hunde,¿verdad?
–¿Cómo es capaz de luchar con ella puesta? – pregunte.
–Pues lo hace, y muy bien. Como lo harás tú, Derfel. – Me dio unas palmadas en el hombro-. ¿Hay noticias de Galahad?
–Ninguna.
–Agrícola no nos abandonará, digan lo que digan ese rey cristiano y el cobarde de su hijo -declaró Morfans, y se llevó a sus cinco jinetes al otro lado de la barrera de escudos-. Dejadnos cinco minutos para que descansen los caballos.
Sagramor se colocó el yelmo. El n·mida llevaba cota de malla, manto negro y botas altas. Su casco de hierro estaba pintado de negro, con pez, y terminaba en una punta afilada que le confería un aspecto exótico. Solía luchar a caballo, pero no parecia apenarle formar parte de la infantería aquel día. Tampoco daba muestras de nerviosismo mientras recorría de un lado a otro la barrera de escudos animando a sus hombres.
Me coloqué el agobiante yelmo de Arturo y me até el barboquejo por debajo de la barbilla. Después, ataviado como mi señor, recorrí a mi vez la línea de defensa advirtiendo a mis hombres que la batalla seria dura, pero que teníamos la victoria asegurada mientras la barrera de escudos resistiera. Nuestra barrera se afinaba mucho en algunos puntos, con sólo tres hombres, pero todos eran grandes luchadores. Uno de ellos salió de la fila al acercarme yo al punto donde mis lanceros se unían a los de Sagramor.
–¿Os acordáis de mi, señor? – me pregunto.
Por un momento pensé que me había confundido con Arturo y me retiré los protectores de las mejillas para que me viera bien la cara, hasta que por fin lo reconocí. Se trataba de Griffid, el capitán de Owain, el que había intentado matarme en Lindinís, aunque no lo logró gracias a la intervención de Nimue.
–Griffid ap Annan -le saludé.
–Hay sangre entre nosotros, señor -me dijo, y se postró de hinojos-. Perdonadme.
Lo levanté y lo abracé. Tenía la barba gris pero seguía siendo el mismo hombre de huesos largos y rostro triste que yo recordaba.
–Mi espíritu está bajo tu protección -le dije-, y me alegro por ello.
–Y el mio bajo la vuestra, señor -dijo.
–¡Minac! – exclamé, al reconocer a otro de mis antiguos camaradas-. ¿Me habéis perdonado?
–¿Hubo algo que perdonar, señor? – preguntó, cohibido por mi pregunta.
–Nada hubo que perdonar -le aseguré-, porque no rompí el juramento, lo juro ahora de nuevo.
Minac se adelantó y me abrazó. Toda clase de querellas semejantes iban solucionándose a lo largo de la barrera de escudos.
–¿Qué ha sido de vosotros? – pregunté a Griffid.
–Hemos luchado mucho, señor, sobre todo contra los sajones de Cerdic. La batalla de hoy será fácil comparada con aquellos malnacidos, excepto en una cosa -añadió vacilante.
–¿De qué se trata?
–¿ Nos devolverá ella nuestros espíritus, señor? – preguntó Griffid mirando a Nimue.
Se acordaba del espantoso maleficio que les había echado a él y a sus hombres.
–Naturalmente -dije, y llamé a Nimue; tocó a Griffid en la frente, y a todos los que me amenazaron aquel lejano día en Lindinis.
De esa forma conjuró y deshizo la maldición; ellos se lo agradecieron besándole la mano. Abracé a Griffid de nuevo y levanté la voz para que me oyeran todos mis hombres.
–En el día de hoy -declaré- daremos a los bardos canciones para cantar durante mil años. íY en el día de hoy volveremos a ser ricos!
Todos aplaudieron. Tan grande era la emoción en la barrera de escudos que algunos lloraban de alegría. Ahora sé que no hay gozo comparable al de servir a Cristo Jesús, pero ¡cuánto echo de menos la compañía de los guerreros! Aquella mañana se esfumó cualquier traba del pasado que hubiera entre nosotros y un gran amor nos unió en la espera. Éramos hermanos, éramos invencibles, y hasta el lacónico Sagramor derramó algunas lágrimas. Un lancero empezó a cantar la canción de guerra de Beli Mawr, la más famosa canción guerrera de Britania, y las fuertes voces masculinas fueron agregándose, empujadas por el instinto, a lo largo de toda la fila. Algunos iniciaron un baile entre las espadas, brincando torpemente con la armadura de cuero puesta y marcando los intrincados pasos de un lado a otro de la hoja. Nuestros cristianos abrían los brazos completamente al cantar, como si la canción de guerra fuera una plegaria pagana a su dios, mientras que otros hacían chocar las lanzas contra los escudos al ritmo de la melodía.
Estábamos cantando todavía sobre la sangre enemiga que derramaríamos cuando apareció el enemigo en carne y hueso. Seguimos cantando a voz en grito al tiempo que las filas de enemigos iban apareciendo, una tras otra, ocupando la extensión de los lejanos campos bajo las enseñas reales que brillaban a la oscurecida luz del día. Y no dejamos de cantar; era un torrente
musical que desafiaba al ejército de Gorfyddyd, el ejército del padre de la mujer a quien yo amaba. Ese era el verdadero motiyo por el que yo luchaba; no sólo por Arturo, sino porque únicamente a través de la victoria podría volver a Caer Sws y verla de nuevo. Tal aspiración escapaba a mis posibilidades, no tenía esperanzas porque yo era hijo de una esclava y ella princesa de Powys; sin embargo, de alguna manera, aquel día creí que me jugaba mucho más de lo que había poseido en toda mi vida.
Aquella horda, lenta y pesada, tardó más de una hora en formarse en línea de batalla en la otra orilla del río. El río sólo podía cruzarse por el vado, lo cual nos daría tiempo para la retirada, llegado el momento; pero de momento el enemigo debió de pensar que íbamos a defender el vado durante todo el día, porque concentró a sus mejores hombres en el centro de la barrera. El propio Gorfyddyd estaba presente, y su enseña con el águila parecía empapada ya de sangre nuestra, pues la lluvia había corrido los colores. En el centro de nuestro frente ondeaban el oso negro y el dragón rojo de Arturo, y allí estaba yo, frente al vado. Sagramor se encontraba a mi lado y contaba las enseñas enemigas. Allí estaban el zorro de Gundleus y el caballo rojo de Elmet, además de otras muchas que no reconocíamos.
–¿Seiscientos hombres? – calculó Sagramor.
–Y aún no han llegado todos -dije.
–Poco importa. – Escupió en dirección al vado-. Además habrán visto que falta el toro de Twedric -dijo, con una de sus escasas sonrisas-. Será una batalla digna de recordar, lord Derfel.
–Me alegro de compartirla con vos, señor -repliqué con fervor, y así me sentía en efecto.
No había guerrero más poderoso que Sagramor ni hombre más temido por sus enemigos. Ni siquiera la presencia de Arturo despertaba el temor que infundían el rostro impasible del númida y su espada mortífera. Era una arma curvada de extraña factura y Sagramor la blandía a una velocidad sin igual. En una ocasión le pregunté por qué había jurado lealtad a Arturo.
–Porque cuando yo nada tenía -me contestó secamente-, Arturo me lo dio todo.
Nuestros lanceros dejaron de cantar cuando de las filas de Gorfyddyd se destacaron dos druidas. Nosotros contábamos sólo con Nimue para contrarrestar sus encantamientos, y en ese momento Nimue avanzó por el vado al encuentro de los dos hombres, que caminaban dando saltos por el camino con un brazo levantado y un ojo cerrado. Se trataba de Iorweth, el druida de Gorfyddyd, y Tanaburs, el de Gundleus, que llevaba su larga túnica con lunas y liebres bordadas. Intercambiaron besos con Nimue, así como algunas palabras, y a continuación ella volvió a nuestro lado del vado.
–Querían que nos rindiéramos -me dijo en tono de burla-, y les he dicho que se rindan ellos.
–Bien dicho -comentó Sagramor con un gruñido.
Jorweth ganó la orilla opuesta a torpes saltos.
–¡Que los dioses sean con vosotros! – nos gritó desde el otro lado, pero nadie le contestó.
Yo había cerrado los protectores de las mejillas para que no me reconocieran. Tanaburs seguía remontando el río a saltos, apoyándose en la vara. Iorweth levantó la suya a la altura de la cabeza para indicar que quería decir algo mas.
–Mi rey, el rey de Powys y rey supremo de Britania, Gorfyddyd ap Cadell ap Brychan ap Laganis ap Coel ap Beli Mawr ahorrará a vuestros espíritus un viaje al más allá. ¡Lo único que
debéis hacer, nobles guerreros, es entregarnos a Arturo! – Apuntó la vara hacia mi y Nimue formuló inmediatamente una oración protectora y arrojó al aire dos puñados de tierra.
No contesté, el silencio fue mi negativa. Iorweth hizo girar la vara y escupió tres veces hacia nosotros; después empezó a dar saltos río abajo por la orilla y se fue con Tanaburs a reforzar sus maldiciones.
El rey Gorfyddyd, acompañado de su hijo Cuneglas y de su aliado Gundleus, se habían acercado a caballo para ver la labor de los druidas, que trabajaban de lo lindo. Maldijeron nuestros días y nuestras noches y encomendaron nuestra sangre a los gusanos, nuestra carne a las bestias y nuestros huesos a la agonía. Maldijeron a nuestras mujeres y a nuestros hijos, nuestros campos y nuestro ganado. Nimue contrarrestaba las maldiciones, pero nuestros hombres no dejaban de temblar. Los cristianos proclamaban que no había nada que temer pero también ellos se persignaban a cada nueva maldición que cruzaba el río en alas de la oscuridad.
Los druidas estuvieron maldiciéndonos durante una hora entera y nos dejaron temblando. Nimue recorrió la barrera de escudos tocando las puntas de las lanzas y asegurando a los hombres que las maldiciones no habían surtido efecto, pero los nuestros seguían temblando por temor a la ira de los dioses cuando, por fin, el frente enemigo se puso en marcha.
–¡Escudos arriba! – gritó Sagramor con voz ronca-. ¡Lanzas arriba!
El enemigo se detuvo a cincuenta pasos del río y un hombre solo se destacó. Era Valerin, el cacique al que habíamos expulsado del valle al amanecer y que en ese momento se acercaba a pie hacia la margen norte del río armado de escudo y lanza. Había sufrido una derrota al amanecer y el orgullo le empujaba a la restitución de su buen nombre.
–¡Arturo! – me gritó-. ¡Te has casado con una ramera!
–Manteneos en silencio, Derfel -me aconsejó Sagramor.
–¡Con una ramera! – insistió Valerin-. Ya estaba usada cuando vino a mi. ¿Quieres conocer la lista de los amantes que tenía? ¡No bastaría una hora para nombrarlos a todos! ¿Con quién anda ahora, mientras tú esperas la muerte? ¿Crees que te guarda la ausencia? ¡Conozco a esa ramera! ¡Está envolviendo las piernas alrededor de otro, o de otros dos! – Tendió los brazos y movió las caderas obscenamente, lo que provocó voces de burla entre mis hombres; pero Valerin las desoyó-. ¡Una ramera! – prosiguió-. ¡Una ramera vieja y más que usada! ¿Luchas por tu ramera, Arturo? ¿O te faltan redaños? ¡Defiende a tu ramera, gusano! – Siguió andando por el vado, con el agua por los muslos, y se detuvo en nuestra orilla con el manto chorreando a doce pasos de mi. Miró fijamente la sombra oscura de donde asomaban mis ojos-. Una ramera, Arturo -repitió-, tu mujer es una ramera. – Escupió. Llevaba la cabeza descubierta, con unas ramas de muérdago trenzadas en el pelo a modo de protección. Vestía coraza, pero ninguna otra pieza de armadura, y lucía en el escudo el águila de alas abiertas de Gorfyddyd. Se rió de mi y después habló a mis hombres levantando la voz-. Vuestro jefe no quiere luchar por su ramera, ¿por qué habiais de luchar vosotros por él?
Sagramor me gruñó que no contestara, pero la provocación de Valerin socavaba el ánimo de los hombres, ya apocados por las maldiciones de los druidas. Esperé a que Valerin insultara una vez más a Ginebra y le arrojé la lanza. Fue un lanzamiento torpe, impedido por la cota maclada que me limitaba los movimientos; la lanza cayó junto a él y rebotó hasta el río.
–Una ramera -gritó, y embistió contra mi lanza en ristre al tiempo que yo desenvainaba a Hywelbane.
Avancé hacia él y sólo pude dar dos pasos antes de que me arrojara su arma con un gran grito de rabia.
Hinqué una rodilla en tierra y levanté el bruñido escudo en angulo de modo que desvió la lanza por encima de mi cabeza. Vi los pies de Valerin y oí su gruñido rabioso al hincarle Hywelbane por debajo de mi escudo. Dirigí la hoja hacia arriba y noté cómo se clavaba justo antes de que su cuerpo con toda la fuerza de la embestida cayera sobre mi escudo y me tirara al suelo. El grito iracundo era ya de dolor, pues el golpe de la hoja desde abajo abría una herida terrible en las entrañas; y supe que Hywelbane se había hundido profundamente en su cuerpo, ya que sentí cómo su peso descansaba sobre la hoja al caer él sobre mi escudo. Empujé hacia arriba con todas mis fuerzas para quitármelo de encima y, con un gruñido, libré el acero de la succión de la carne. La sucia sangre se derramó junto a su lanza, que había caído a su lado, mientras él se retorcía en el suelo entre grandes dolores. A pesar de todo, cuando me levanté trató de sacar su espada y lo detuve poniéndole un pie en el pecho. Perdió el color, se estremeció y se le nublaron los ojos, anuncio de la muerte.
–Ginebra es una dama -le dije-, y tu alma es mía si lo niegas.
–Es una ramera -logró decir con esfuerzo, entre dientes; entonces se atragantó y sacudió la cabeza débilmente-. El toro me protege -consiguió añadir; comprendí entonces que éramos hermanos en Mitra y hundí Hywelbane con fuerza.
La hoja encontró resistencia en la garganta, pero enseguida termino con su vida. La sangre manó como un surtidor y resbaló por la hoja; no creo que Valerin llegara a sospechar que no había sido Arturo quien envíara su espíritu al puente de las espadas, en la gruta de Cruachan.
Nuestros hombres lanzaron vivas. Los ánimos, destemplados por los druidas y por los sucios insultos de Valerin, se calentaron inmediatamente a la vista de la primera sangre enemiga derramada. Me acerqué a la orilla del río y di los pasos de la victoria enseñando al decepcionado enemigo la hoja ensangrentada de mi espada. Gorfyddyd, Cuneglas y Gundleus, una vez abatido su paladín, volvieron grupas y mis hombres los tildaron a voces de cobardes y alfeñiques.
Sagramor me recibió con un gesto de asentimiento que era su forma de alabar una lucha bien disputada.
–¿Qué queréis que hagamos con él? – me preguntó, refiriéndose al cadáver de Valerin.
Pedí a Issa que despojara al cadáver de las joyas; luego, entre dos hombres lo arrojaron al río y rogué a los espíritus del agua que llevaran a mi hermano en Mitra hacia su recompensa. Issa me presentó las armas de Valerin, su torques de oro, dos broches y un anillo.
–Es vuestro, señor -dijo, ofreciéndome el botín. También había recuperado mi lanza del río. Tomé la lanza y las armas de Valerin, pero nada más.
–El oro es para ti, Issa -dije, acordándome del día en que me ofreció su única torques a nuestra vuelta de Ynys Trebes.
–Esto no, señor -dijo, y me mostró el anillo de Valerin.
Era una joya de oro macizo, bellamente forjada y con un ciervo en relieve que corría bajo la luna creciente. Era la insignia de Ginebra, y dentro del aro había una cruz rústica claramente grabada. Era un anillo de enamorado y me pareció que Issa había demostrado inteligencia al percatarse del detalle.
Tomé el anillo y pensé en Valerin, que lo había llevado durante años con el corazón herido. O, según me atreví a pensar, tal vez hubiera intentado vengar el dolor de su corazón atacando la reputación de Ginebra y él mismo habría hecho la cruz de enamorados para presentarse como amante de ella.
–Que Arturo no llegue a saberlo nunca -le dije a Issa, y arrojé el macizo anillo al agua.
–¿Qué ha pasado? – preguntó Sagramor cuando volví a su lado.
–Nada, nada. Un encantamiento que podía habernos traído mala suerte.
Entonces sonó un cuerno de carnero desde el otro lado del río y ya no tuve necesidad de pensar más en el significado del anillo.
El enemigo se acercaba.