es un lugar de maravilla, el más hermoso de cuantos he visto. Levantábase sobre una escarpada isla de granito, en una bahía amplia y poco profunda que en ocasiones semejaba un campo de espuma barrido por vientos aullantes, mientras que en el interior de Ynys Trebes todo permanecía en calma. En verano la bahía ardía de calor, pero la capital de Benoic siempre se conservaba fresca. A Ginebra le habría entusiasmado Ynys Trebes, pues allí todo lo antiguo era venerado y no se permitía fealdad alguna que empañara su gracia.
Naturalmente, los romanos habían llegado a Ynys Trebes, pero no la habían fortificado, sino que se habían limitado a construir un par de villas en la cumbre. Las villas continuaban en pie, el rey Ban y la reina Elaine las habían unido y mejorado a costa de las construcciones romanas de tierra firme, de donde habían obtenido columnas, pedestales, mosaicos y estatuas; así pues, en la cumbre de la isla se elevaba un palacio espacioso y lleno de luz, con cortinas de lino blanco que se agitaban al menor soplo de brisa marina. El mar era la vía de acceso más fácil a la ínsula, aunque existía una especie de terraplén que quedaba bajo las aguas cada vez que subía la marea y que durante la bajamar resultaba traicionero, pues se formaban arenas movedizas. El terraplén estaba marcado por sarmientos trenzados, pero las marcas eran arrasadas una y otra vez por las tremendas mareas y sólo un insensato osaría cruzar por allí sin contar con los servicios de un guía local que le condujera entre las arenas movedizas y las rías engañosas. En el punto más bajo de la marea, Ynys Trebes emergía del mar en medio de una extensión de arenas rizadas surcada por barrancos y profundos charcos y, cuando el mar subía y el viento de poniente soplaba con fuerza, la ciudad semejaba una nave monstruosa abriéndose paso intrépidamente por las tumultuosas aguas.
Al pie del palacio había un corrillo de edificios de menor importancia, colgados de las escarpadas laderas de granito cual nidos de gaviotas. Había templos, comercios, iglesias y viviendas, todo encalado y construido en piedra, todo adornado con cuantos relieves y ornamentos no hubieran encontrado acomodo en el palacio de Ban; orientábanse las casas hacia el camino pavimentado que ascendía en escalones, rodeando la empinada ladera de la isla hasta alcanzar la morada del rey. En el lado oriental de la ínsula había un pequeño muelle de piedra en el que sólo se podía atracar sin riesgo en los momentos de mayor calma; por tal motivo habíamos desembarcado nosotros en otro punto más seguro, a un día de marcha hacia poniente. Más allá del muelle había un puertecillo que no era sino un gran charco formado por las mareas y protegido por bancos de arena. Durante la bajamar el charco quedaba aislado del mar, y cuando subía la marea el amarre no era seguro si el viento soplaba del norte. Una muralla de piedra mantenía a raya al mundo exterior rodeando enteramente el pie de la ínsula, excepto en las partes donde la pared de granito era de por sí imposible de escalar. Fuera de Ynys Trebes acechaban los tumultos, los enemigos francos, la sangre, la pobreza y la enfermedad, pero murallas adentro respirábase dedicación al estudio, a la m·sica, a la poesía y a la belleza.
Mi destino no era la amada ínsula y capital del rey Ban, pues tenía la misión de defenderla combatiendo en tierra firme contra los francos, que atacaban las tierras de labor que a su vez sustentaban la magnífica capital; sin embargo, Bleiddig insistió en que conociera al rey, de modo que fui conducido por el terraplén hasta cruzar las puertas de la ciudad, adornadas con un
hombre sirena que blandía un tridente. Subimos después por la empinada escalera de piedra serpenteando entre templos y tiendas; vi casas con tiestos de flores en los balcones, estatuas y fuentes que vertían sus aguas limpias y frescas en abrevaderos de mártítol en donde cualquiera podía llenar un cubo o agacharse a beber. Bleiddig me guiaba y protestaba por el derroche que acarreaba la ciudad, cuando todo ese dinero estaría mejor empleado en reforzar las defensas de la tierra, pero yo estaba perplejo. Me pareció que valía la pena luchar por semejante lugar.
Cruzamos las últimas puertas adornadas con hombres sirena y llegamos al patio de palácio; tres lados estaban ocupados por edificios de paredes cubiertas de parras y el cuarto se abría ampliamente al mar en una serie de arcos blancos. En todas las puertas había guardias con mantos blancos y lanzas de punta brillante y mango pulido.
–No sirven para nada práctico -musító Bleiddig-, no serian capaces ni de enfrentarse a un pelele, pero adornan mucho.
Un cortesano con toga blanca salió a nuestro encuentro y nos escoltó durante un largo recorrido por varias salas, todas llenas de singulares tesoros. Vi estatuas de alabastro, platos de oro y, en una de las habitaciones, una hilera de espejos de azogue que me dejó atónito, pues mi imagen se reflejaba interminablemente: un soldado sucio con barba y manto rojo repetido infinitas veces, cada vez más pequeño, en los diversos espejos. En la siguiente estancia, que estaba pintada de blanco y olía a flores, una muchacha tocaba el arpa. Llevaba una túnica corta, nada más. Sonrió al vernos pasar y siguió tocando. Tenía el pecho dorado por el sol, el cabello corto y la sonrisa pronta.
–Esto parece un prostíbulo -dijo Bleiddig en un murmullo ronco-, y ojalá lo fuese, así al menos serviría para algo.
El cortesano de la toga abrió las últimas puertas con pomos de bronce y, con una inclinación de cabeza, nos hizo pasar a un espacioso aposento con vistas al brillante mar.
–Lord rey -dijo, y se inclinó ante el único ocupante de la sala-, el jefe Bleiddig y Derf el, capitán dumnonio.
Un hombre alto y delgado, de expresión preocupada y escaso pelo blanco, que estaba sentado a una mesa escribiendo en un pergamino, se levantó entonces. Un sopío de aire movió el pergamino y el hombre se apresuró a sujetarlo por las esquinas con cuernos de tinta y piedras de serpiente.
–¡Ah, Bleiddig! – exclamó el rey, avanzando hacia nosotros-. Habéis regresado, veo. Bien, bien. Algunos no regresan jamás, los barcos no sobreviven. Deberíamos reflexionar sobre ello. ¿Será la respuesta naves de mayor envergadura, creéis vos? ¿O será por ventura que las construimos defectuosamente? No estoy seguro de que nuestros conocimientos de construccion naval sean adecuados, aunque nuestros pescadores juran que sí, a pesar de que algunos de ellos tampoco regresan nunca. Es un problema. – El rey Ban se detuvo en medio de la habitación y se rascó la sien, con lo que manchó de tinta un poco más, su escaso cabello-. No adivino en modo alguno una solución inmediata -anunció por fin, y entonces se quedó mirándome-. Vos sois Drivel, si no yerro.
–Derfel, lord rey -dije hincando una rodilla en el suelo.
–¡Derfel! – Pronunció mi nombre con gran asombro-. ¡Derfel! ¡Permitidme un momento de meditación! Derfel. Si vuestro nombre significa algo, supongo que debe de referirse a perteneciente a un druida. ¿Es así, Derfel?
–Merlín me crió, lord rey.
–¡Ah! ¿Sí? ¡Oh, sí, sí, ciertamente! ¡Vaya, vaya! Gran hallazgo. Hemos de hablar vos y yo. ¿Cómo se encuentra mi querido Merlín?
–Hace cinco años que no lo vemos, señor.
–¡De modo que es invisible! ¡Ja! Siempre pensé que dominaba ese truco, entre otros. Y resulta harto útil. Tengo que pedir a mis sabios que investiguen ese tema. Alzaos, alzaos, no puedo soportar que la gente se arrodille ante mí. No soy un dios, o al menos no creo serlo. – El rey me miró de arriba abajo y pareció decepcionado por lo que veía-. ¡Parecéis un franco -puntualizó con tono confuso.
–Soy dumnonio, lord rey -dije con orgullo.
–No lo dudo un momento, un dumnonio precursor de mi querido Arturo, ¿verdad? – preguntó con interés.
–No, señor -dije. ¡Qué pocos deseos tenía de que llegara ese momento!-. Arturo está rodeado de numerosos enemigos. Lucha por la supervivencia de nuestro reino y por ese motivo me ha enviado a mí con unos pocos hombres, cuantos fueron posibles, y tengo orden de escribirle y comunicarle si son necesarios más.
–Son necesarios más, en verdad que son necesarios -dijo Ban con el tono más fiero que le permitió su delicada y aguda voz-. ¡Ay de mí, sí! De modo que habéis traído a unos pocos hom-
bres, ¿cuán pocos son unos pocos, exactamente?
–Sesenta, señor.
El rey Ban se dejó caer en una silla taraceada de marfil.
–¡Sesenta! ¡Esperaba trescientos! ¡Y a Arturo en persona! Parecéis harto joven para ser capitán de soldados -dijo, y en su voz había duda. De pronto se exaltó-. ¿He entendido correctamente? ¿Habéis dicho que sabéis escribir?
–Sí, señor.
–¿Y leer? – inquirió con vehemencia.
–Por supuesto, lord rey.
–¿Lo veis, Bleiddig? – exclamó el rey con tono triunfante, levantándose de la silla como movido por un resorte-. ¡Hay guerreros que saben leer y escribir sin menoscabo de su hombría! El conocimiento de las letras no les reduce a la condición de escribientes, mujeres, reyes o poetas, tal como vos sostenéis con tanto empeño. ¡Ja! Un guerrero que sabe leer y escribir. ¿Por ventura escribís poesía? – me pregunto.
–No, señor.
–¡Qué lástima! Somos una comunidad de poetas. ¡Somos una hermandad! Nos llamamos los fili, y la poesía es nuestra severa dueña. Por decirlo de otro modo, la poesía es nuestra misión sagrada. Tal vez os inspiréis aquí. Venid conmigo, mí sapiente Derfel.
Ban olvidó por completo la ausencia de Arturo y empezó a corretear exaltado por la habitación. Me hizo una seña para que lo siguiera y salimos por otras grandes puertas, cruzamos una habitación más reducida donde tañía el arpa otra muchacha semidesnuda como la anterior e igual de bonita y finalmente llegamos a una gran biblioteca.
Nunca hasta entonces había visto una biblioteca de verdad, y el rey Ban, alardeando de la suya, observaba mi reacción. Me quedé boquiabierto y había motivos para ello, pues todos los pergaminos estaban atados con un lazo y colocados en una especie de casillas abiertas, hechas a medida, que se apilaban una encima de otra como las celdas de un panal. Había cientos de celdas, cada cual con su pergamino y una etiqueta esmeradamente manuscrita con tinta.
–¿Qué lenguas conocéis, Derfel? – me preguntó Ban.
–La sajona, señor, y la britana.
–¡Ah! – exclamó decepcionado-. Sólo lenguas plebeyas. Por mi parte, he llegado a poseer cierto dominio del latín, el griego, el britano, naturalmente, y una iniciación al árabe. El padre Celwin, que está ahí, habla tantas como yo pero multiplicadas por diez, ¿no es cierto, Celwin?
El rey se dirigió al único ocupante de la biblioteca, un sacerdote viejo y con barba que tenía una grotesca joroba y un hábito monacal negro. El sacerdote alzó la mano en gesto de asentimiento, pero no levantó la cabeza del legajo de pergaminos que tenía encima de la mesa. Por un momento creí que el anciano tenía una bufanda de piel alrededor de la capucha del hábito, pero de pronto vi que era un gato gris, pues levantó la cabeza, me miró, bostezó y volvió a dormirse. El rey Ban pasó por alto la rudeza del sacerdote y me llevó al otro lado de las hileras de casillas para enseñarme los tesoros de su colección.
–Todo lo que hay aquí -dijo con orgullo- perteneció a los romanos que habitaron estas tierras o son regalos que mis amigos se acuerdan de enviarme. Algunos manuscritos son tan viejos que no se pueden manipular, y son los que copiamos. A ver, ¿qué es esto? ¡Ah, si! Una de las doce comedias de Aristófanes. La tengo todas, claro está. Aquí tenemos Los babilonios, una comedia en griego, jovencito.
–Con menos gracia que el pan duro -soltó el sacerdote desde la mesa.
–Y tremendamente divertida -dijo el rey Ban, impertérrito ante la falta de gentileza del sacerdote, a la que, sin duda, debía de haberse habituado-. Tal vez fuera necesario que los fili construyéramos un teatro para representarla -añadió-. ¡Ah! Esto os agradará. Ars poética, de Horacio. Esta copia la hice yo.
–Por eso es ilegible -terció de nuevo el padre Celwin.
–Obligo a todos los fili a estudiar las máximas de Horacio -me dijo el rey.
–Razón por la cual hay poetas execrables -remató el sacerdote, que no había levantado la cabeza de los pergaminos.
–¡Ah, Tertuliano! – El rey sacó un pergamino de la casilla y sopló para quitarle el polvo-. Una copia de su Apolo geticus.
–¡Basura! – exclamó Celwin-. ¡Qué lástima de tinta, con lo preciosa que es!
–¡La elocuencia misma! – exclamó el rey Ban con entusiasmo-. No soy cristiano, Derfel, pero algunos escritos cristianos rebosan de recto sentido moral.
–Nada más lejos de la verdad -insistió el sacerdote.
–¡Ah, si! Seguro que conocéis este trabajo -prosiguió el rey extrayendo otro pergamino de su casilla-, Meditaciones, de Marco Aurelio. Es una guía sin parangón, mi estimado Derfel, del modo en que el hombre debería vivir la vida.
–Perogrulladas de un romano aburridisimo escritas en un griego pésimo.
–Probablemente es la joya más grande del mundo en lo que a libros se refiere -comentó el rey con aire soñador; dejó a Marco Aurelio y sacó otro pergamino-. Esto es una gran curiosidad, ciertamente. El gran tratado de Aristarco de Samos. Sin duda lo conoceis.
–No, señor -confesé.
–Tal vez no se encuentre en la lista de lecturas imprescindibles de todas las personas -comentó el rey con tristeza-, y sin embargo, no carece de cierta gracia curiosa. Aristarco afirma, no os riáis, que la Tierra gira alrededor del Sol, y no el Sol alrededor de la Tierra. – El rey ilustró tan peregrina noción moviendo sus largos brazos en círculos de una manera harto extravagante-. Lo entendió al revés, ¿comprendéis?
–A mi me parece sensato -opinó Celwin, que seguía sin mirarnos.
–¡Y Silio Itálico! – El rey señaló varias celdillas todas llenas de pergaminos-. Mi estimado Silio Itálico. Tengo sus dieciocho volúmenes sobre la segunda guerra plúmbea. En verso, naturalmente. ¡Un auténtico tesoro!
–La segunda guerra púnica -dijo el sacerdote.
–Esta es mi biblioteca -resumió Ban con orgullo, y salimos de la estancia-, ¡la gloria de Ynys Trebes! La biblioteca y los poetas. Disculpadnos las molestias, padre.
–¿Qué molestias puede causar un saltamontes a un camello? – apostilló el padre Celwin; cerramos la puerta y seguí al rey.
Pasamos ante la arpista del pecho descubierto y volvimos con Bleiddig.
–El padre Celwin dirige un trabajo de investigación -anunció Ban con orgullo- relativo a la envergadura de las alas de los ángeles. Tal vez le pregunte acerca de la invisibilidad. Al parecer, todo lo sabe. Pero, Derfel, ¿comprendéis ahora por qué es tan importante que Ynys Trebes no sucumba? Este reducido espacio, mi querido amigo, cobija la sabiduría de nuestro mundo, recogida de entre las ruinas y de la cual nos hacemos depositarios. Me pregunto qué será un camello. ¿Sabéis vos qué es un camello, Bleiddig?
–Una clase de carbón, señor. Los herreros lo usan para fabricar el acero.
–¿Es cierto eso? ¡Qué interesante! Pero seria difícil que un saltamontes molestara al carbón, ¿no es cierto? No es probable que tal contingencia haya lugar, por tanto, ¿por qué plantearla? ¡Qué perplejidad! Tengo que preguntárselo al padre Celwin cuando esté de humor para preguntas, lo cual no sucede a menudo. Bien, jovencito, sé que habéis venido a salvarme el reino y no dudo de que estéis deseando poneros manos a la obra, pero antes debéis quedaros a cenar. Mis hijos se encuentran aquí, ¡ambos son guerreros! Tenía la esperanza de que dedicaran su vida a la poesía y al estudio, pero los tiempos demandan guerreros, ¿no es cierto? Con todo, mi amado Lanzarote tiene a los fili en tan alta estima como yo mismo, así que hay esperanzas para el futuro. – Hizo una pausa, arrugó la nariz y me sonrío con benevolencia-. Creo que debéis de estar deseando un baño.
–¿Cómo decís?
–Sí -remató Ban con decisión-. Leanor os conducirá a vuestros aposentos, os preparará el baño y os proporcionará ropa limpia.
A unas palmadas suyas, la primera arpista apareció en la puerta. Al parecer se llamaba Leanor.
Me hallaba en un palacio a orillas del mar que rebosaba de luz y belleza, poseido por la música, consagrado a la poesía y hechizado por sus habitantes, que se me antojaban procedentes de otra época y de otro mundo.
Y entonces conocí a Lanzarote.
–No sois más que un niño -me dijo Lanzarote.
–Cierto, señor -contesté.
Estaba comiendo langosta con salsa de mantequilla y creo que hasta el momento no había probado jamás bocado tan delicioso, ni después tampoco.
–Arturo nos insulta enviándonos a un simple niño -insistió Lanzarote.
–No es cierto, señor -dije, con la barba llena de mantequilla.
–¿Me acusáis de mentir? – me preguntó con exigencias el príncipe Lanzarote, Edling de Benoíc.
–Os acuso, lord príncipe -respondí con una sonrisa-, de equivocación.
–¿Sesenta hombres? – dijo en son de burla-. ¿Eso es todo lo que Arturo puede hacer por nosotros?
–Así es, senor.
–Sesenta hombres al mando de un niño -resumió Lanzarote con sarcasmo.
No debía contar él un año o dos más que yo, aunque sentía hacia el mundo el hastio propio de un hombre mucho mayor. Era impresionantemente bello, alto y bien proporcionado, con un rostro estrecho de ojos oscuros que resultaba tan impactante en su masculinidad como el de Ginebra en su femineidad, aunque Lanzarote tenía un no sé qué de serpiente en su distante forma de estar. Llevaba el oscuro cabello aceitado y peinado en rizos que se sujetaba con peinetas de oro; el bigote y la barba bien recortados y aceitados también, de forma que brillaban, y olía a espliego. Era el hombre más atractivo que había visto en mi vida, y peor aún, él lo sabia, pero me disgustó desde el primer momento. Nos conocimos en el salón de festejos de Ban, que por cierto, no se parecía a ninguno de los que yo había visto. Tenía columnas de mármol, cortinas blancas que nublaban la vista del mar y paredes lisas y revocadas, decoradas con frescos de dioses, diosas y animales fabulosos. Los sirvientes y los guardias se alineaban junto a las paredes de la hermosa habitación, iluminada por un millar de pequeños platos de bronce donde ardían mechas que flotaban en aceite; gruesos velones de cera alumbraban directamente la larga mesa, cubierta por un paño blanco que yo no cesaba de manchar de gotas de mantequilla, igual que la incómoda toga con que el rey Ban quiso que acudiera al banquete.
La comida era deliciosa, pero la compañía, insoportable. Estaba también el padre Celwin, y me habría gustado tener ocasión de hablar con él, pero se dedicaba a importunar a uno de los tres poetas presentes, miembros de la estimada banda de fili del rey Ban, y yo quedé aislado en el otro extremo de la mesa con el príncipe Lanzarote. La reina Elaine, que ocupaba un lugar junto a su esposo, defendía a los poetas de las pullas de Celwín, que parecían mucho más divertidas que la desagradable conversación de Lanzarote.
–Arturo nos insulta -insistió una vez mas.
–Lamento que penséis de ese modo, señor -respondí.
–¿Es que no discutís jamás, niño? – me pregunto.
Lo miré a los ojos, duros y fríos.
–Es necedad que los guerreros discutan durante un banquete, lord príncipe -dije.
–De modo que sois un niño tímido -se burló.
–¿En verdad queréis discutir, lord príncipe? – dije en voz baja, al limite de la paciencia-, porque si es eso lo que queréis, llamadme niño una vez más y os parto el cráneo -dije con una sonrisa.
–Niño -me dijo.
Volví a mirarlo confuso; no sabia si se trataba de un juego cuyas reglas ignoraba, pero si de juego se trataba, era tremendamente serio.
–Diez veces la espada negra -dije.
–¿Cómo? – preguntó con el ceño fruncido, pues no reconocía la seña de Mitra y, por ende, no era hermano mio-. ¿Os habéis vuelto loco? – añadió, e hizo una pausa-. ¿O sea que sois un niño tímido y loco, por demás?
Le golpeé. Tenía que haberme dominado, pero el malestar y la rabia pudieron con la prudencia. De un solo codazo le hice sangrar por la nariz, le partí el labio y lo tiré al suelo de espaldas. Quedó allí tendido y me arrojó la silla, pero la esquive rápidamente, aunque estábamos tan cerca que el golpe carecía de fuerza. Aparté la silla de una patada, levanté a Lanzarote y lo empujé haciéndole caminar hacia atrás hasta arrinconarlo contra una columna; allí, le golpeé la cabeza contra la piedra y le clavé una rodilla en la entrepierna. Se encogió; su madre gritaba y el rey Ban y los poetas invitados me miraban con la boca abierta. Un inquieto guardia de manto blanco me apuntó a la garganta con la lanza.
–Retiradla -le dije- o sois hombre muerto. – Y la retiró.
–¿Qué soy, lord príncipe? – pregunté a Lanzarote.
–Un nino.
Le agarré por la garganta con el brazo, ahogándolo casi. Él se resistía pero no podía librarse de mí.
–¿Qué soy, señor? – pregunté de nuevo.
–Un niño -dijo entrecortadamente.
Me tocaron el hombro y, al volverme, vi a un hombre rubio de mi misma edad que me sonreía. Como durante la cena ocupaba el otro extremo de la mesa, lo había tomado erróneamente por un poeta mas.
–Hace tiempo que tengo ganas de hacer lo que acabáis de hacer vos -me dijo-, pero si lo que pretendéis es que mi hermano deje de insultaros, tendréis que matarlo y, tal como exige el honor de la familia, yo tendría que mataros a mí vez, pero dudo que desee hacerlo.
Aflojé el brazo con que sujetaba a Lanzarote. Se quedó quieto unos segundos, recuperando el aliento, y después sacudió la cabeza, me escupió y volvió a la mesa. Sangraba por la nariz, los labios se le estaban hinchando y sus rizos aceitados y repeinados colgaban en lastimoso desorden. La pelea pareció agradar a su hermano.
–Soy Galahad -dijo-, y me siento orgulloso de conocer a Derfel Cadarn.
Se lo agradecí y después, haciendo un esfuerzo, me acerqué a la silla del rey Ban; a pesar de lo mucho que le desagradaban los modales respetuosos, me arrodillé ante él.
–Os pido perdón, lord rey, por haber insultado a vuestra casa -dije-, y estoy dispuesto a aceptar el castigo pertinente.
–¿Castigo? – dijo Ban, sorprendido-. No seáis necio. Sólo es por el vino, exceso de vino. Deberíamos aguar el vino como hacían los romanos, ¿no os parece, padre Celwin?
–Me parecería una ridiculez supina -repuso el sacerdote.
–No hay castigo, Derfel -dijo Ban-. Y alzaos, no puedo soportar que me adoren. ¿Cuál ha sido la ofensa? Simplemente, estar ávido de discusión. ¿ Qué mal hay en ello? Me place la discusión, ¿no es cierto, padre Celwin? Una cena sin discusión es como un día sin poesía. – El rey desoyó el cáustico comentario del sacerdote a propósito de la bendición que seria un día semejante-. Mi hijo Lanzarote se precipita un tanto. Tiene corazón de guerrero y alma de poeta, lo cual, me temo, es una mixtura que arde al menor sopío. Quedaos y cenad.
Ban era una monarca sumamente generoso, pero observé el disgusto que causaba la decisión a su esposa Elaine. Tenía la reina el cabello gris, pero no había arrugas en su rostro, distendido y elegante como convenía a la serena belleza de Ynys Trebes. No obstante, en aquel momento me miró reprobatoriamente con el ceño fruncido.
–¿Todos los guerreros dumnonios hacen gala de tan pésimos modales? – preguntó la reina en general, con un tono punzante en la voz.
–¿Es que los guerreros han de ser cortesanos? – reconvino Celwin con brusquedad-. ¿Serán enviados a matar francos vuestros caros poetas? Y no me refiero a que lo hagan disparando sus versos, aunque ahora que lo pienso, tal vez resultara efectivo.
Lanzó a la reina una mirada lasciva que hizo temblar a los poetas.
Celwin había burlado de alguna manera la prohibición de cosas feas en Ybys Trebes. Sin la protección del hábito que llevaba en la biblioteca, era un hombre asombrosamente mal parecido, con un ojo penetrante y un parche mohoso en el otro, la boca sucia y torcida, el pelo lacio que crecía a partir de la línea de la tonsura, serrada y desigual, la barba descuidada que ocultaba a medias una ruda cruz de madera que colgaba sobre su pecho hundido, y el cuerpo encorvado y retorcido a causa de la formidable chepa. El gato gris que tenía enroscado al cuello en la biblioteca descansaba en ese momento en su regazo y comía migajas de langosta.
–Venid a este lado de la mesa -dijo Galahad- y dejad de culparos.
–Pero soy culpable -dije-. Todo ha sido culpa mía, tenía que haber dominado el mal genio.
–Mi hermano -me dijo Galahad, una vez asentados-, mejor dicho, mi medio hermano se complace en provocar a la gente, es su pasatiempo preferido, pero casi nadie se atreve a enfrentarse a él porque es el Edling, lo cual significa que un día será amo y señor de la vida de los demás. Vos habéis actuado como procedía.
–No, he actuado mal.
–No pienso discutir, pero os llevaré a tierra firme esta noche.
–¿Esta noche? – pregunté sorprendido.
–Mi hermano no encaja la derrota con facilidad -me dijo en voz baja-. ¿Qué os parecería un cuchillo entre las costillas mientras dormís? Si yo fuera vos, Derfel Cadarn, me reuniría con mis hombres en tierra firme y dormiría a salvo entre los míos.
Miré al otro extremo de la mesa, donde el bello y siniestro Lanzarote se dejaba consolar por su madre, la cual le enjugaba la sangre de la cara con un pañuelo mojado en vino.
–¿Medio hermano, habéis dicho? – pregunté a Galahad.
–Madre era amante del rey, no su esposa -me dijo, inclinándose hacia mi y bajando la voz-. Pero padre me ha tratado bien y me llama príncipe.
El rey Ban discutía con el padre Celwin a propósito de una oscura cuestión de teología cristiana. Ban debatía el tema con entusiasmo cortés y Celwin escupía insultos, pero ambos se divertían de lo lindo.
–Vuestro padre me ha dicho que Lanzarote y vos sois guerreros -le dije.
–¿Los dos? – Galahad se rió-. Mi amado padre paga a los poetas y a los bardos para que canten sus alabanzas como el más grande guerrero de Armórica, pero aún no le he visto nunca en la línea de combate.
–Pero yo tengo que luchar -dije con amargura- para defender su herencia.
–El reino está perdido -dijo Galahad sin mayor énfasis-. Padre ha gastado el dinero en construcciones y manuscritos, no en soldados; Ynys Trebes está muy alejada de nuestra gente, y por eso el pueblo prefiere retirarse a Brocelianda en vez de acudir a nosotros en busca de ayuda. Los francos vencen por todas partes. Vuestra obligación, Derfel, consiste en conservar la vida y volver a vuestra casa sano y salvo.
Tanta honestidad hizome mirarlo con renovado interés; tenía el rostro más ancho que su hermano, de rasgos menos definidos y expresión más abierta, la cara que inspira confianza cuando uno se la encuentra a la derecha en la línea de combate. El lado derecho, en la línea de combate, es el que queda bajo la protección del escudo del compañero, de modo que era cosa buena ser amigo del tal compañero; el instinto me indicó que no seria difícil sentir aprecio por Galahad.
–¿Queréis decir que no deberíamos enfrentarnos a los francos? – pregunté en voz baja.
–Lo que digo es que la lucha está perdida; pero efectivamente, jurasteis a Arturo que lucharíais y cada momento más que Ynys Trebes sobreviva, será un momento más de luz en un mundo oscuro. Quiero convencer a padre de que envíe la biblioteca a Britania, pero creo que antes se arrancaría el corazon. De todas formas, opino que cuando llegue el momento, la enviará a otra parte. Bien -separó su dorada silla de la mesa-, ahora vos y yo debemos partir. Antes de que -y bajó la voz aún más- reciten los fili. A menos, claro está, que os agrade escuchar versos sin fin sobre las glorias del claro de luna entre los juncales.
Me puse en pie, golpeé la mesa con uno de los cuchillos para comer que el rey Ban ponía a disposición de sus invitados y quedáronse todos mirándome con recelo.
–Deseo pediros disculpas -dije-, no sólo a todos vosotros sino también a mi señor Lanzarote. Un guerrero de su talla bien merecía un compañero de mesa más adecuado. Ahora, perdonadme, necesito dormir.
Lanzarote no respondió. El rey Ban sonrió, la reina Elaine parecía indignada y Galahad me condujo rápidamente al lugar donde estaban mi ropa y mis armas; después bajamos al muelle, iluminado por antorchas, donde nos esperaba una barca para llevarnos a tierra firme. Galahad, que aún tenía la toga puesta, cargaba un fardo que arrojó al fondo de la barca; cayó el fardo con un ruido de metal.
–¿Qué es? – pregunté.
–Mis armas y mi armadura -dijo. Soltó la amarra y saltamos al bote-. Voy con vos.
El bote se separó del amarradero con una vela negra desplegada. El agua lamía la proa y chapoteaba suavemente contra el casco; salimos a la bahía y Galahad se quitó la toga, la entregó al remero y vistió el atavio de guerrero. Me quedé mirando el palacio encaramado en la peña. Parecía suspendido del cielo como una nave celestial surcando la nubes, o una estrella caída a la tierra; un lugar de sueños, un refugio gobernado por un rey justo y una bella reina donde los poetas cantaban y los ancianos podían dedicarse al estudio de la envergadura de las alas de los ángeles. Ynys Trebes era bella, infinitamente bella.
Pero estaba condenada sin remedio, a menos que lográramos salvarla
Luchamos durante dos años. Dos años contra todo pronostico. Dos años de esplendores y vilezas. Dos años de matanzas y festines, de espadas rotas y escudos destrozados, de victoria y de desastre; a lo largo de tantos meses, de tantas luchas y tanto sudor, en que hombres valientes se ahogaron en su propia sangre y hombres comunes realizaron gestas jamás soñadas, no vi a Lanzarote ni una sola vez. Sin embargo, ensalzábanlo los poetas como el héroe de Benoic, el más perfecto de los guerreros, el luchador de luchadores. Los poetas dijeron que Benoic se mantenía merced al valor de Lanzarote, no merced al mio, ni al de Galahad, ni al de Culhwch, sino merced al valor de Lanzarote. Pero Lanzarote pasó la guerra en la cama, rogando a su madre que le llevara vino y miel.
Bien, no pasó toda la guerra en la cama, exactamente. A veces acudía a la lucha, pero rezagado a una milla de la línea de combate para ser el primero en llegar a Ynys Trebes con las nuevas de la victoria. Sabia rasgarse el manto, mellar el filo de la espada, despeinarse e incluso hacerse unos cortes en la mejilla y presentarse en casa caminando penosamente como un héroe; entonces su madre ordenaba a los fili que compusieran un cantar, que llegaría a Britania en boca de mercaderes y marineros, de forma que hasta en la remota Rheged, al norte de Elmet, creían que Lanzarote era el nuevo Arturo. Los sajones temían su llegada y Arturo le envió como regalo un tahalí bordado y con una vistosa hebilla de esmalte.
–¿Creéis que la vida es justa? – me preguntó Culhwch cuando me oyó protestar por la dádiva.
–No, señor -le dije.
–Pues no malgastéis palabras en Lanzarote -dijo Culhwch, el hombre que Arturo dejara al frente de sus caballeros de Armorica cuando partió a Britania.
Era, por demás, primo de Arturo, aunque en nada se parecía a mí señor, pues era de complexión cuadrada, de cerrada y abundante barba, camorrista de largos brazos, y nada pedía a la vida salvo abundancia de enemigos, bebida y mujeres. Habialo dejado Arturo al frente de treinta hombres y otros tantos caballos, pero los brutos habían muerto y la mitad de los caballeros había partido, de forma que Culhwch luchaba a pie. Uní mis hombres a los suyos y me puse a sus órdenes. Culhwch ansiaba concluir la guerra de Benoic y volver a luchar junto a Arturo. Lo adoraba.
Fue una guerra singular. Cuando Arturo estaba en Armórica, los francos se hallaban aún a varias millas hacia el este, en terreno llano y sin árboles, condiciones idóneas para la caballería pesada; sin embargo, en esos momentos el enemigo había penetrado hasta el corazón de los bosques que envolvían los montes del centro de Benoic. El rey Ban, igual que el rey Tewdric, había depositado su confianza en las fortificaciones, pero mientras que la situación de Gwent era idónea para el emplazamiento de guarniciones fuertes y altas murallas, los bosques y colinas de Benoic ofrecían al enemigo numerosos senderos hasta las fortalezas de la cima de las colinas, defendidas por las desanimadas fuerzas de Ban. Nuestra misión consistía en devolver la esperanza a esos hombres, y para ello recurrimos a las tácticas de Arturo: largas marchas y ataques por sorpresa. Los boscosos montes de Benoic se prestaban a tal clase de batallas y nuestros hombres eran incomparables. Pocas cosas pueden igualarse al júbilo de la lucha que sigue a una emboscada bien tendida, cuando se cae sobre un enemigo desperdigado que aún no ha sacado las armas. El largo filo de Hyweiibane cobró unas cuantas abolladuras más en aquellos lances.
Los francos nos temían, nos llamaban lobos del bosque y adoptamos el insulto como símbolo propio colocándonos en el yelmo colas de lobo gris. Aullábamos para atemorizarlos, no los dejábamos dormir, los acechábamos noche tras noche y tendíamos emboscadas cuando nos convenía, no cuando ellos las esperaban convenientemente preparados; con todo, el enemigo era numeroso y nosotros pocos y, de mes en mes, disminuía el número de los nuestros.
Galahad luchaba con nosotros. Era un gran guerrero, y cultivado por demás, pues no en vano frecuentaba la biblioteca de su padre; por las noches nos hablaba de los dioses antiguos, de las nuevas religiones, de paises extraños y de grandes hombres. Recuerdo una ocasión en que acampamos entre las ruinas de una villa. Tan sólo una semana antes era un asentamiento próspero con molino, alfarería y lechería, pero los francos habían pasado por allí y sólo quedaban ruinas humeantes, sangre derramada, muros destruidos y un pozo envenenado por los
cadáveres de mujeres y niños. Pusimos centinelas en los caminos, de modo que nos permitimos el lujo de encender una hoguera para asar unas cuantas liebres y un cabritillo. Bebimos agua y fingimos que era vino.
–Falerno -dijo Galahad con aire soñador, levantando la taza de arcilla hacia las estrellas como si fuera un cáliz de oro.
–¿Quién es? – preguntó Culhwch.
–Mi estimado Culhwch, Falerno es un vino, el más grato de los vinos romanos.
–Nunca me ha gustado el vino -replicó Culhwch, y bostezó a lo grande-. Es bebida de mujeres. Pero la cerveza sajona… ¡Eso sí que es bebida! – Al cabo de unos minutos se quedó dormido.
Galahad no podía dormir. La fogata ardía con llamas bajas y las estrellas brillaban intensamente sobre nuestras cabezas. Una cayó describiendo una trayectoria blanca y veloz en el cielo y Galahad se santiguó, pues era cristiano y para él la caída de una estrella simbolizaba el ángel expulsado del Paraíso.
–Una vez estuvo en la tierra -dijo.
–¿A qué os referís? – pregunté.
–Al Paraíso. – Se recostó en la hierba con la cabeza apoyada en los brazos-. El Paraíso Terrenal.
–¿Os referís a Ynys Trebes?
–No, no, Derfel. Me refiero a que, cuando Dios hizo al hombre, lo puso a vivir en el Paraíso, y se me ocurre que hemos ido perdiéndolo pulgada a pulgada desde entonces. Creo que harto pronto habrá desaparecido por completo. Se acerca la oscuridad. – Guardó silencio unos momentos y de pronto se sentó otra vez, recobrada la energía merced a alg·n pensamiento-. Detente a pensarlo un instante. No hace ni cien años vivíamos aquí en paz; los hombres construían grandes casas. Ahora no sabemos construirlas así. Padre ha levantado una hermosa ciudadela, pero sólo con piezas sueltas de palacios antiguos vueltas a unir y remendadas con piedra. No sabemos construir como los romanos, no sabemos levantar altos y elegantes edificios. No sabemos hacer carreteras, canales ni acueductos. – Yo ni siquiera sabía qué era un acueducto, pero nada dije; Culhwch roncaba plácidamente a mi lado-. Los romanos construyeron ciudades enteras -prosiguió Galahad-, tan vastas que se tardaba una mañana entera en cruzarlas de lado a lado, andando siempre por calles bien empedradas y alineadas. Además, en aquellos tiempos uno podía viajar días y días sin salir de territorio romano, bajo la ley romana y hablando la lengua romana. Sin embargo ahora, fijaos. – Señaló hacia la noche-. No hay más que tinieblas, y las tinieblas avanzan, Derfel. La oscuridad se adueña ladinamente de Armórica. Desaparecerá Benoic, y después Brocelianda, y tras Brocelianda, Britania; se acabaron las leyes, los libros, la música, la justicia. Sólo quedarán hombres viles que planearán las muertes del día siguiente sentados alrededor de humeantes hogueras.
–No mientras Arturo viva -dije con tozudez.
–¿Un solo hombre contra la oscuridad? – preguntó Galahad con escepticismo.
–¿Acaso no fue vuestro Cristo un solo hombre contra la oscuridad? – pregunté.
Galahad meditó un momento, con la mirada fija en la fogata, que ensombrecía su vigoroso rostro.
–Cristo -dijo al cabo- era nuestra última esperanza. Nos enseñó a amarnos unos a otros, a hacer el bien entre nosotros, a dar limosna al pobre, alimentar al hambriento y vestir al desnudo. Por eso los hombres lo mataron. – Se volvió a mirarme- Creo que Cristo sabia lo que estaba por venir, y por eso prometió que si vivíamos conforme a sus enseñanzas nos reuniríamos con él en el Paraíso. Pero no en la tierra, Derfel, sino en el cielo. Allá arriba -señaló hacia las estrellas-, porque sabia que la tierra estaba condenada. Éstos son los últimos tiempos. Hasta vuestros dioses nos han abandonado. ¿No me habéis dicho vos que Merlín busca y rebusca en tierras extrañas los secretos de los dioses antiguos? ¿Y de qué servirán esos secretos? Vuestra religión murió tiempo ha, cuando los romanos arrasaron Ynys Mon, y lo único que os queda son fragmentos inconexos de sabiduría. Vuestros dioses ya no están.
–No -dije, pensando en Nimue, que sentía su presencia aunque los dioses siempre me habían parecido distantes y misteriosos.
Bel era para mi como Merlín, sólo que más lejano, indescriptíblemente grandioso y muchísimo más misterioso. Tenía de él la vaga idea de que vivía en los confines septentrionales,y Manawydan en poniente, por donde las aguas caían sin cesar.
–Los dioses antiguos se han ido -repitió Galahad-. Nos abandonaron porque no somos dignos.
–Arturo silo es -insistí-, y también vos.
Galahad hizo un gesto negativo con la cabeza.
–Soy un pecador tan vil, Derfel, que tiemblo de pensarlo.
–Pamplinas -dije, y me reí de su tono absolutamente despectivo.
–Mato, tengo deseos carnales, envidio.
Se sentía rastrero en verdad, pero Galahad, igual que Arturo, juzgaba su alma de continuo y la hallaba siempre en falta; jamás conocí un solo hombre que, siendo así, fuera feliz mucho tiempo.
–Matáis a hombres que os matarían a vos -dije, defendiéndolo.
–Que Dios se apiade de mi, porque además disfruto haciéndolo.
Se santiguó de nuevo.
–Bien, ¿y qué mal hay en tener deseos carnales?
–Que el deseo vence a la razón.
–Pero vos sois razonable.
–Pero deseo, Derfel, con toda mi alma. Hay una muchacha en Ynys Trebes, una de las arpistas de mi padre.
Sacudió la cabeza desesperanzado.
–Pero sabéis controlar vuestros deseos -dije-, de modo que podéis sentiros orgulloso.
–Me siento orgulloso, y el orgullo también es pecado.
Era inútil discutir con él, y sacudí la cabeza negativamente.
–¿Y la envidia? – dije, para completar el trío de sus pecados-. ¿A quién envidiáis?
–A Lanzarote.
–¿A Lanzarote? – No me esperaba tal respuesta.
–Porque es Edling, y yo no. Porque toma lo que desea cuando le place y no siente remordimientos. ¿Quiso a la arpista? Pues la tomó. Ella gritaba y se negaba, pero nadie osó detenerlo porque es Lanzarote.
–¿Ni siquiera vos?
–Yo lo habría matado, pero me hallaba ausente.
–¿Tampoco lo detuvo vuestro padre?
–Mi padre estaba enfrascado en sus libros. Tomaría los gritos de la muchacha por graznidos de gaviotas en el mar o por peleas entre sus fili por una metáfora.
–Lanzarote es un gusano -dije, escupiendo en el fuego.
–No -recalcó Galahad-, es sencillamente Lanzarote. Consigue lo que quiere y pasa los días preparando el modo de conseguirlo. A veces es encantador, harto convincente, y podría llegar a ser un gran rey.
–Jamás -dije con firmeza.
–Ciertamente. Si lo que quiere es poder, y así es, y si llega a recibirlo, tal vez sus apetitos se calmen. Quiere ser amado, en verdad.
–Pues lo intenta de forma harto curiosa -dije, acordándome de cómo me había hostigado en la mesa de su padre.
–Supo desde el principio que a vos no os complacería, y por eso os retó. Así, habiéndoos hecho su enemigo abiertamente podría justificar vuestra falta de afecto para con él. Sin embargo, es amable con quienes no suponen una amenaza. Puede llegar a ser un gran rey.
–Es débil -dije en son de burla.
–Y vos sois Derfel el fuerte -replicó con una sonrisa-, Derfel el que no tiene dudas. Debemos de pareceros todos harto débiles.
–No, pero si me parece que estamos todos harto fatigados y que mañana tenemos que matar francos, así que voy a dormir.
Al día siguiente dimos muerte a numerosos francos, en efecto, y luego descansamos en una plaza fuerte de Ban situada en la cima de un monte; con las heridas vendadas y habiendo afilado de nuevo las abolladas espadas, regresamos al bosque. Sin embargo, semana a semana, mes a mes, la lucha iba replegándose hacia Ynys Trebes. El rey Ban pidió auxilio a su vecino, Budic de Brocelianda, pero Budic estaba fortificando sus propias fronteras y renunció a malgastar hombres en una causa perdida. Ban llamó a Arturo de nuevo y éste le envió una nave con un puñado de hombres, mas él no acudió. La guerra contra los sajones se lo impedía. A veces teníamos noticias de Britania, aunque solían ser escasas e imprecisas; supimos que nuevas hordas de sajones intentaban colonizar la tierra media y ofrecían gran resistencia en las fronteras de Dumnonia. Gorfyddyd, una gran amenaza cuando salí de Britania, no había hecho ningún movimiento últimamente debido a una peste terrible que asolaba su país. Los viajeros decían que hasta el mismo Gorfyddyd había caído enfermo y que seguramente no llegaría a final del año. La misma enfermedad que afligía a Gorfyddyd había terminado con la vida del prometido de Ceinwyn, un tal príncipe Rheged. Ignoraba incluso que la princesa se hubiera prometido de nuevo y confieso que sentí una alegría egoísta por la muerte del príncipe Rheged, pues así no se casaría con la estrella de Powys. De Ginebra, Nimue y Merlín, nada llegué a saber.
El reino de Ban se desmoronaba. El último año faltaron brazos para recoger la cosecha, y al llegar el invierno hubimos de refugiarnos en una fortaleza en el extremo sur del reino, sobreviviendo de carne de venado, raíces, bayas y aves silvestres. De vez en cuando hacíamos una incursion en territorio franco, pero éramos como avispas empecinadas en matar a un toro a picotazos, pues los francos se multiplicaban por doquier. Sus hachas levantaban ecos en los bosques durante el invierno, a medida que limpiaban terrenos para levantar casas de labor y nuevas empalizadas de troncos limpiamente cortados que brillaban al pálido sol invernal.
A principios de la primavera hubimos de retirarnos ante un ejército de guerreros francos. Llegaron tocando tambores bajo enseñas hechas de cuernos de toro ensartadas en mástiles. Vi una línea de combate de más de doscientos hombres y comprendí que nuestros cincuenta supervivientes no podrían romperla jamás, de modo que, flanqueados por Galahad y Culhwch, nos batimos en retirada. Los francos se burlaron con ganas y nos persiguieron lanzándonos una lluvia de jabalinas.
No quedó gente en el reino de Benoic. La mayoría había huido a Brocelianda, donde prometían tierras a cambio de servicios de guerra. Los antiguos asentamientos romanos fueron abandonados y las malas hierbas inundaron los campos. Los dumnonios marchamos al norte arrastrando las lanzas a defender el último bastión del reino de Ban: la propia Ynys Trebes.
Los refugiados atestaban la ciudad insular. Cada casa alojaba a veinte. Los niños lloraban y menudeaban las peleas familiares. Algunos fugitivos escapaban en pequeñas naves pesqueras hacia el oeste, en dirección a Brocelianda, o hacia el norte, en dirección a Britania, pero no había embarcaciones suficientes y, cuando los ejércitos francos aparecieron en la costa frente a la isla, Ban ordenó que las naves restantes permanecieran ancladas en Ynys Trebes, en el pequeño puerto de difícil acceso. Deseaba mantenerlas allí para aprovisionar a la guarnición cuando comenzara el sitio, pero los patronos de barco son de carácter tozudo y, cuando supieron de la orden, muchos levaron anclas y huyeron hacia el norte de vacio. Sólo quedó un puñado de embarcaciones.
Lanzarote fue nombrado comandante de la ciudad y las mujeres lanzaban vivas a su paso por la calle que la circundaba. Los ciudadanos creían que a partir de ese momento todo marcharía bien, pues el más grande soldado se pondría al mando.
Lanzarote aceptó la adulación con dignidad y pronunció discursos en los que prometió construir un nuevo terraplén para Ynys Trebes con los cráneos de los francos muertos. Ciertamente, el príncipe tenía aspecto de héroe, ataviado con cota de escamas con las placas esmaltadas de un blanco deslumbrante, de forma que refulgía al sol de la temprana primavera. Lanzarote decía que la cota había pertenecido a Agamenón, un héroe de la antig·edad, aunque Galahad me dio fe de que era de factura romana. Lanzarote calzaba botas de cuero rojo, cubriase con manto azul oscuro y ceñía al costado, colgada del tahalí bordado que le regalara Arturo, la espada Taniiadwyr, asesina brillante. El yelmo era negro, coronado por unas alas abiertas de águila marina.
–Para huir volando -comentó Cavan, mi adusto irlandés, con tono zahiriente.
Lanzarote convocó un consejo de guerra en la alta estancia próxima a la biblioteca de Ban, donde siempre soplaba el viento. La marea estaba baja y el mar habíase retirado de los bancos de arena de la bahía, donde varios grupos de francos buscaban un camino hacia la ciudad. Galahad había colocado indicaciones falsas por la bahía con la intención de llevar al enemigo a las arenas movedizas o a los arenales que primero quedarían aislados tan pronto como la marea comenzase a anegar las playas. Lanzarote, dando la espalda al enemigo, nos contó sus planes estratégicos. Su padre y su madre, sentados uno a cada lado del príncipe, sonreían ante la sagacidad del hijo.
Lanzarote anunció que la defensa de Ynys Trebes era sencilla. Lo único que teníamos que hacer era defender las murallas de la ínsula, nada más. Los francos poseían pocas embarcaciones y no
eran seres voladores, de forma que sólo caminando se acercarían a Ynys Trebes, y éso sólo con la bajamar y habiendo descubierto previamente el camino correcto. Llegarían cansados a la ciudad, e incapaces en cualquier caso de trepar por las murallas.
–Defended las murallas -dijo Lanzarote- y estaremos a salvo. Tenemos embarcaciones que nos aprovisionarán. ¡Ynys Trebes no ha de caer jamás!
–¡Cierto! ¡Cierto! – exclamó el rey Ban, animado por el optimismo de su hijo.
–¿Con qué víveres contamos? – preguntó Culhwch con un gruñido.
–Con la totalidad del mar -dijo Lanzarote, mirándolo con desdén-; en el mar abunda el pescado. Esas cositas brillantes, lord Culhwch, que tienen cola y aletas. Se comen.
–Lo ignoraba -contestó Culhwch, impertérrito-, he estado ocupado matando francos.
Algunos soldados rieron discretamente. Había un puñado que, como nosotros, había participado en las luchas de tierra firme, pero los demás eran partidarios del príncipe Lanzarote y acababan de recibir, con vistas al sitio, nombramiento de capitanes. Boores, primo de Lanzarote, era el paladín de Benoic y comandante de la guardia de palacio. Al menos él había visto la lucha de cerca y habiase ganado cierta fama en el campo de batalla, aunque en esos momentos, repantigado, en uniforme romano y con el negro cabello aceitado y pegado al cráneo, igual que su primo Lanzarote, parecía hastiado de todo.
–¿Con cuántas lanzas contamos? – pregunté.
Lanzarote había hecho caso omiso de mi presencia hasta el momento. Sabia que no había olvidado nuestro encuentro, dos años antes, y sin embargo mi pregunta le hizo sonreír.
–Contamos con cuatrocientos veinte hombres armados, cada cual con su lanza. ¿Sois capaz de deducir la respuesta?
–Las lanzas se rompen, lord príncipe -dije, devolviéndole su aterciopelada sonrisa-, y para defender las murallas, los hombres arrojan las lanzas como si fueran jabalinas. Cuando hayamos arrojado cuatrocientas veinte lanzas, ¿qué arrojaremos?
–Poetas -gruñó Culhwch en voz tan baja que, por suerte, Ban no lo oyó.
–Tenemos lanzas -contestó Lanzarote con desenvoltura-, y además, utilizaremos las que arrojen los francos.
–Poetas, a fe mía -repitió Culhwch.
–¿Habéis dicho algo, lord Culhwch? – preguntó Lanzarote.
–Un eructo, lord príncipe. Pero, ahora que tan gentilmente me prestáis atención, decidme, ¿tenemos arqueros?
–Algunos.
–¿Cuántos?
–Diez.
–Que los dioses nos asistan -concluyó Culhwch, y se hundió en la silla. Odiaba las sillas.
Después intervino Elaine para recordarnos que en la ínsula se cobijaban mujeres, niños y los más grandes poetas el mundo.
–La vida de los fili depende de vosotros -nos dijo-, y sabéis lo que les pasará si fracasáis.
Le di un puntapié a Culhwch para que se ahorrase el comentario.
Ban se levantó e indicó la biblioteca.
–Ahí hay siete mil ochocientos cuarenta y tres pergaminos -anuncio solemnemente-, el tesoro de la sabiduría humana; si la ciudad cayera, la civilización desaparecería. – Entonces nos relató la historia de un héroe de la antiguedad que entró en un laberinto para matar a un monstruo y fue dejando tras de sí un hilo de lana para encontrar el camino de vuelta en la oscuridad-. Mi biblioteca -añadió, a modo de moraleja de la larga historia- es ese hilo. Si lo perdemos, caballeros, quedaremos sumidos en la oscuridad eternamente. Por eso os lo ruego, ¡os ruego que luchéis! – Hizo una pausa y sonrió-. Además he pedido ayuda. He enviado misivas a Brocelianda y a Arturo, y no creo que esté lejano el día en que nuestro horizonte amanezca cubierto de velas amigas. ¡No olvidéis que Arturo juró por su honor acudir en nuestro auxilio!
–A Arturo -terció Culhwch- le salen sajones por las orejas.
–¡Un juramento es un juramento! – le recriminó Ban.
Galahad preguntó si íbamos a seguir hostigando a los francos de tierra adentro. Adujo que no seria difícil acercarse en las embarcaciones y atracar a la diestra o a la siniestra de las posiciones enemigas; pero Lanzarote rechazó la idea.
–Si abandonamos las murallas, moriremos, así de sencillo.
–¿Y no haremos más incursiones? – preguntó Culhwch indignado.
–Si abandonamos las murallas -repitió Lanzarote-, pereceremos. Las órdenes son bien simples: permaneced intramuros.
Anunció que los mejores guerreros de Benoic, cien veteranos de la guerra en tierra firme, defenderían la entrada principal. A los cincuenta dumnonios sobrevivientes nos destinaron a las
murallas de poniente y la leva de la ciudad, engrosada por fugitivos llegados de tierra firme, defendería el resto de la ínsula. Lanzarote y una companía de la guardia de palacio serian la reserva que seguiría la marcha del combate desde palacio e intervendría donde más falta hiciera.
–Será como llamar a las hadas -comentó Culhwch de mal humor.
–¿Otro eructo? – preguntó Lanzarote.
–Por comer tanto pescado, lord príncipe -replicó Culhwch.
El rey Ban nos invitó a inspeccionar la biblioteca antes de partir, con la intención, tal vez, de que el valor de lo que habíamos de defender nos prestara coraje. La mayoría de los asistentes al consejo de guerra entraron con desánimo, contemplaron boquiabiertos los pergaminos encasillados y después salieron a mirar a la arpista del torso desnudo que tocaba en la antecámara de la biblioteca. Galahad y yo nos retrasamos un poco mirando unos libros cerca de la mesa donde se encontraba el jorobado padre Celwin, que seguía trabajando y tratando al mismo tiempo de que el gato no jugara con su pluma.
–¿Seguís investigando la envergadura de las alas de los ángeles, padre? – le pregunte.
–Alguien tiene que hacerlo -contestó; se volvió y me miro atravesadamente con su único ojo-. ¿Quién eres?
–Derfel, padre, de Dumnonia. Nos conocimos hace dos años. Me sorprende que aún estéis aquí.
–Me es indiferente que te sorprendas o no, Derfel de Dumnonía. Además, has de saber que me ausenté una temporada. Fui a Roma, una ciudad harto sucia. Pensaba que los vándalos la habrían limpiado, pero aquello sigue lleno de sacerdotes con sus muchachos gordezuelos, y por eso volví. Las arpistas de Ban son mucho más bonitas que los niños catamites de Roma. – Me miro de mala manera-. ¿Te preocupa mi vida, Derfel de Dumnonia?
No podía decirle que no, aunque ganas tuve.
–Mi tarea consiste en proteger vidas -contesté pretenciosamente-, incluida la vuestra, padre.
–En ese caso, en tus manos encomiendo mi vida, Derfel de Dumnonía -dijo; volvió su feo rostro hacia la mesa y apartó al gato de la pluma-. Mi vida pesa sobre tu conciencia, Derfel de Dumnonía, y ahora, ve a luchar y déjame hacer algo útil.
Quise preguntar al sacerdote acerca de Roma, pero me despachó con un gesto y volví entonces al almacén de las murallas de poniente, que sería nuestro hogar durante el sitio. Galahad, que ya se consideraba dumnonio honorífico, estaba con nosotros; intentamos calcular el número de francos que se retiraban al empezar a subir la marea, después de haber intentado una vez más encontrar el camino entre la arena. Los bardos que cantan el sitio de Ynys Trebes dicen que el enemigo era más numeroso que los granos de arena de la bahía. No había tantos, pero de todos modos eran muchísimos. Todas las bandas francas del lado occidental de la Galia habían aunado sus fuerzas para conquistar Ynys Trebes, la joya de Armórica, pues se creía que estaba atestada de tesoros procedentes de la caída del imperio romano. Galahad calculó que había tres mil francos, yo, que dos mil, y Lanzarote nos aseguró que eran diez mil. Pero, fueran cuantos fuesen, nos rodeaban en número ingente.
Los primeros ataques fueron desastrosos para los francos. Hallaron un camino en el arenal y asaltaron la puerta principal, donde fueron rechazados sangrientamente; al día siguiente atacaron la sección de las murallas defendida por nosotros y recibieron el mismo trato, y además, como se demoraron mucho más, gran parte de sus hombres quedaron aislados a causa de la subida de la marea. Unos cuantos perecieron bajo las aguas al tratar de alcanzar tierra firme, otros se refugiaron en el estrecho brazo de tierra que rodeaba nuestras murallas y que se reducía por momentos, y allí fueron exterminados por un grupo de lanceros emboscados al mando de Bleiddig, el jefe que me llevara a Benoic y que comandaba entonces el grupo de veteranos de Benoic. La incursión de Bleiddig en la arena desobedecía radicalmente las órdenes de Lanzarote de permanecer intramuros, pero fueron tantos los muertos que Lanzarote fingió haber ordenado el ataque y más adelante, después que Bleiddig hubiera muerto, aseguró haber comandado la incursión él mismo. Los fili compusieron un cantar sobre el dique que Lanzarote había levantado en la bahía con los cadáveres de los francos abatidos, cuando en realidad el príncipe había permanecido en palacio durante la ofensiva de Bleiddig. Los cadáveres de los guerreros francos quedaron flotando alrededor de la isla durante muchos días, traídos y llevados por las olas y sirviendo de pasto a las gaviotas carroñeras.
Después los francos comenzaron a construir un terraplén más seguro. Cortaron cientos de árboles, los colocaron en la arena y los aseguraron con piedras que los esclavos transportaron hasta la costa. Las mareas eran formidables en la bahía de Ynys Trebes, a veces subían hasta cuarenta pies y las corrientes destrozaban el nuevo terraplén, de forma que al bajar la marea la arena quedaba cubierta de troncos a la deriva, pero los francos no cejaban, transportaban más árboles cortados y más piedras y rellenaban los huecos. Contaban con miles de esclavos y no les importaba sacrificarlos a cientos en la construcción del terraplén. A medida que la obra avanzaba, disminuían nuestras provisiones. Las pocas embarcaciones que nos quedaban salían a pescar y a buscar grano en Brocelianda, pero los francos botaron sus propias embarcaciones y, cuando capturaron a dos de las nuestras y destriparon a la tripulación, los patronos decidieron no hacerse a la mar de nuevo. Los poetas de la cima, que utilizaban las lanzas como ornamento, vivían de las bien provistas despensas de palacio, pero los guerreros arrancábamos lapas de las rocas, comíamos mejillones y navajas o guisábamos las ratas que quedaban atrapadas en nuestra bodega, llena todavía de pellejos, sal y barriles de clavos. No nos moríamos de hambre. Diariamente tendíamos al pie de las rocas redes confeccionadas con ramas de sauce, y siempre nos proporcionaban algo de pesca menuda, aunque cuando bajaba la marea, los francos nos las destrozaban.
Con la pleamar, las naves francas navegaban alrededor de la isla para recoger las redes tendidas más allá de la costa de la ciudad. La bahía era poco profunda y el enemigo descubría las redes fácilmente, de forma que podía romperlas enseguida con las lanzas. Una de esas naves embarrancó al volver a tierra firme y allí quedó, perdida a un cuarto de milla de la ciudad cuando bajó la marea. Culhwch ordenó un ataque rápido y treinta de nosotros bajamos a recoger las redes suspendidas de la pared rocosa. Los doce hombres de la tripulación de la nave huyeron tan pronto nos acercamos; en la nave abandonada encontramos un barril de pescado en salazón y dos hogazas de pan seco, que nos llevamos triunfantes a nuestra posición. Cuando subió la marea, trasladamos la embarcación a la ciudad y la amarramos a la sombra de nuestras murallas. Lanzarote vio nuestra desobediencia desde lejos, y aunque no nos hizo llegar su recriminación, la reina Elaine exigió saber qué provisiones habíamos encontrado en la nave. Le hicimos llegar pescado seco, lo cual fue tomado como un insulto. Entonces Lanzarote nos acusó de habernos apoderado de la embarcación para abandonar Ynys Trebes y ordenó que la amarrásemos en el pequeño puerto de la bahía. En respuesta, subí hasta palacio y le exigí que defendiera con la espada tal acusación de cobardía. Le lancé el reto desde el patio de armas, a voz en grito, pero el príncipe y sus poetas permanecieron tras las puertas cerradas. Escupí en el umbral y me marché.
Cuanto más desesperada se hacía la situación, mayor contento mostraba Galahad. Debíase su alegría en parte a la presencia de Leanor, la arpista que me saludara al llegar dos años antes, la misma que despertaba el deseo carnal de Galahad, según me confesó él mismo, es decir, la que Lanzarote tomara contra su voluntad. Galahad y ella cohabitaban en un rincón de la bodega. Teníamos mujeres con nosotros. Nuestra situación era tan desesperada que la propia desesperanza modificaba la conducta normal, de modo que vivíamos lo más intensamente posible, antes de morir, aquellas horas que dábamos por últimas. Las mujeres montaban guardia con nosotros y apedreaban a los francos cuando trataban de romper nuestras redes. Hacia tiempo que nos habíamos quedado sin lanzas, sólo teníamos las que habíamos traído a Benoic con nosotros, pues las reservábamos para el combate postrero. El puñado de arqueros no contaba sino con las flechas que los francos disparaban a la ciudad, arsenal que aumentó cuando el nuevo terraplén permitió al enemigo sítuarse a tiro de arco de la puerta principal de la ciudad. Al final del terraplén levantaron una barricada de paja desde la que los arqueros disparaban contra los defensores de las puertas. Los francos detuvieron en ese punto la construcción del terraplén, pues su única intención era salvar la distancia hasta el lugar apropiado para comenzar el asalto. Así pues, sabíamos que el ataque no tardaría en llegar.
Cuando detuvieron las obras del terraplén era principios de verano. La luna estaba llena y provocaba mareas colosales. El terraplén estaba casi siempre anegado, pero cuando las aguas bajaban, una extensa playa se abría alrededor de Ynys Trebes, y los francos, que aprendían día a día los secretos de los arenales, se esparcían por todas partes a nuestro alrededor. Sus tambores eran nuestra m·sica a todas horas y oíamos sus amenazas constantemente. Un día en que celebraron una festividad propia de sus tribus, en vez de atacarnos, encendieron grandes hogueras en la playa e hicieron desfilar una columna de esclavos hasta el final del terraplén; allí los decapitaron uno a uno. Eran esclavos britones en su mayoría, y algunos tenían parientes que hubieron de contemplar su muerte desde la muralla de la ciudad, de suerte que algunos defensores de Ynys Trebes, espoleados por tan bárbara carnicería, precipitáronse por las puertas de la ciudad en un vano intento de rescatar a los desgraciados niños y mujeres. Los francos esperaban el ataque y formaron en línea de batalla sobre la arena de la playa, pero los hombres de Ynys Trebes, enloquecidos por la ira y el hambre, cargaron. Bleiddig fue uno de ellos. Murió ese día, atravesado por una lanza franca. Los dumnonios permanecimos observando la retirada de los escasos supervivientes. No habríamos podido sino añadir nuestros propios cadáveres al montón de muertos. El cuerpo de Bleiddig fue desollado, destripado y empalado al final del terraplén, de modo que hubimos de contemplarlo hasta la siguiente pleamar. El cuerpo quedó en la estaca aunque las aguas lo cubrieron por completo, y al día siguiente, al alba gris, las gaviotas se cebaron en la carne bañada en sal.
–Teníamos que haber cargado con Bleiddig -me dijo Galahad apesadumbrado.
–No.
–Más hubiera valido morir como hombres frente al enemigo que de hambre aquí dentro.
–Tendréis ocasión de enfrentaros al enemigo -le prometí, aunque tomé las medidas necesarias para ayudar a los míos en la derrota.
Levantamos barricadas en los senderos que llevaban a nuestro sector para mantener a los francos a raya, si acaso entraban en la ciudad, mientras las mujeres escapaban por un sendero estrecho y rocoso que serpenteaba por un costado de la peña de granito hasta llegar a una pequeña hendidura de la costa noroccidental de la ínsula, donde habíamos escondido la nave capturada al enemigo. La hendidura no servía de amarradero, así que, para no dejar la embarcación a merced de las olas y el viento, que la habrían estrellado contra los riscos, la anclamos llenándola de piedras, de modo que quedaba bajo las aguas dos veces al día. Supuse que el enemigo atacaría durante la bajamar y di órdenes a dos de nuestros heridos de que la vaciaran y dejaran a flote tan pronto como comenzara el asalto. La idea de escapar en la nave era desesperada, pero infundió coraje a nuestra gente.
No acudieron naves a rescatarnos. Una mañana divisamos una gran vela en el norte y corrió por la ciudad el rumor de que Arturo había llegado, pero la vela se alejó poco a poco hasta desaparecer en la calina estival. Estábamos solos. Durante la noche, cantábamos y contábamos historias antiguas y por el día observábamos el aumento de las bandas guerreras francas que iban reuniéndose en tierra firme.
Iniciaron el asalto una tarde de verano, al final de la marea baja. Cayeron como un enjambre inmenso de hombres con corazas de cuero, yelmos de hierro y escudos de madera, que sostenían en alto. Cruzaron el terraplén, saltaron y subieron la suave cuesta de arena que llevaba a las puertas de la ciudad. Los que venían en cabeza transportaban un tronco descomunal a modo de ariete, con la cabeza curada al fuego y forrada de cuero, y los que corrían detrás llevaban escalas. Una horda llegó hasta nuestra muralla y fijó varias escalas.
–¡Dejad que suban! – ordenó Culhwch a nuestros soldados. Esperó a que hubiera cinco hombres en una escala y arrojó entonces una gran piedra directamente a los travesaños. Los francos cayeron gritando. Una flecha alcanzó a Culhwch en el yelmo al asomarse a lanzar otra roca; muchas flechas más rascaron los muros o silbaron por encima de nuestras cabezas y una lluvia de jabalinas se estrelló en vano contra la piedra. Los francos formaban una masa oscura que pululaba al pie de la muralla soportando las pedradas y las aguas negras que les arrojábamos. Cavan consiguió levantar una escala entera por encima de la muralla y la rompimos en astillas, que luego lanzamos contra los atacantes. Cuatro mujeres llegaron al muro arrastrando una columna estriada de piedra desde la puerta de la ciudad; la izamos por encima de la muralla y nos regocijamos con los gritos horribles de los hombres que aplastó en su caída.
–¡He aquí que la oscuridad se extiende! – me dijo Galahad a gritos.
Estallaba de júbilo, librando la última batalla y escupiendo a la muerte en la cara. Aguardó a que un franco llegara al final de la escala para rebanarle la cabeza de una estocada tremenda; la cabeza cayó dando tumbos por la arena y el cuerpo quedó aferrado a la escala, impidiendo el paso a los que subían detrás, que de esa forma se convirtieron en blanco fácil de nuestras pedradas. Nuestro arsenal procedía de las paredes de la bodega, que estábamos destruyendo para no quedarnos sin proyectiles, y además estábamos ganando la batalla porque cada vez eran
menos los francos que osaban trepar por las escalas. Terminaron por retirarse del pie de las murallas y nos burlamos de ellos diciéndoles que habían sido derrotados por mujeres, pero que si atacaban de nuevo, despertaríamos a nuestros guerreros y se las verían con ellos. No sé si llegaron a entender nuestras baladronadas, pero se mantuvieron a distancia, temerosos de nuestra defensa. El ataque más feroz no cejaba en la entrada principal, las embestidas del ariete conmovían la bahía entera como sí de un tambor gigantesco se tratara.
El sol alargaba sobre la arena las sombras del cabo occidental de la bahía y pintaba de rosa las nubes, que semejaban rayas en el cielo. Las gaviotas se recogían para pasar la noche. Los dos heridos destinados a vaciar nuestra nave partieron a cumplir su misión -yo albergaba la esperanza de que los francos no se hubieran adentrado tanto en la isla como para descubrir nuestra vía de escape-, aunque dudaba de que fuéramos a necesitarla siquiera. Caía la tarde y la marea subía, de modo que las aguas pronto harían retroceder al enemigo hacia el terraplén, hasta sus campamentos, y nosotros celebraríamos una victoria histórica.
Pero entonces se elevaron grandes clamores de guerra y triunfo entre las filas de más allá de las puertas de la ciudad, los francos derrotados echaron a correr para unírse a un asalto lejano y supimos que la ciudad había sido tomada. Más tarde, hablando con los supervivientes, supimos que los francos habían logrado entrar por el muelle de piedra del puerto y que se esparcían ya por la ciudad como un hormiguero arrasador.
Entonces comenzaron los gritos.
Galahad y yo cruzamos la barricada más cercana con veinte hombres. Algunas mujeres corrían hacia nosotros, pero al vernos, intentaron trepar por la colina de granito, presas del pánico. Culhwch se quedó a defender la muralla y a cubrirnos la retirada hasta la embarcación; la primera columna de humo de una ciudad tomada se elevó en el cielo del atardecer.
Pasamos por detrás de los defensores de la entrada principal, bajamos por unas escaleras de piedra y vimos al enemigo desplegándose como ratas en un granero. Lanceros enemigos invadían a cientos la ciudad desde el muelle. Los estandartes de cuernos de toro avanzaban en todas direcciones, sus tambores retumbaban y las mujeres atrapadas en las casas de la ciudad gritaban. A nuestra izquierda, en el lado opuesto del puerto, donde sólo unos pocos atacantes habían ganado posiciones, vimos aparecer de repente a unos cuantos lanceros de manto blanco. Boores, primo de Lanzarote y comandante de la guardia de palacio, dirigía el contraataque; por un momento llegué a creer que en ese instante cambiaría el signo de la jornada y que el enemigo sería obligado a batirse en retirada definitivamente, pero en vez de iniciar el asalto al muelle, Boores llevó a sus hombres por unos escalones hacia una flotilla de pequeñas naves que aguardaba para llevarlos a todos a buen puerto. Vi al príncipe Lanzarote corriendo en medio de la guardia, llevando a su madre de la mano y dirigiendo a un grupo de cortesanos aterrorizados. Los fil abandonaban la ciudad sentenciada. Galahad redujo a dos hombres que trataban de subir por los escalones y en ese momento vi que la calle que teníamos a la espalda se llenaba de francos envueltos en negros mantos.
–¡Atrás! – grité, y me llevé a Galahad a rastras, lejos del callejón.
–¡Dejad de luchar!
Trató de librarse de mi para enfrentarse a los dos hombres que subían ya por los peldaños de piedra.
–¡Dejadlo, insensato! – De un empujón le obligué a ponerse detrás de mí, apunté la lanza a mi izquierda, la levanté y se la clavé a un franco en la cara. Solté el arma, paré la lanza del segundo hombre con el escudo, saqué a Hywelbane y largué una estocada por debajo del escudo que hizo recular al hombre; el franco gritó al caer por los peldaños agarrándose las tripas con las manos, desangrándose-. Vos sabréis sacarnos de la ciudad -le dije a Galahad. No recuperé la lanza pero, de un empujón, alejé a Galahad de los enemigos sedientos de lucha que subían en gran número por los escalones. Al final de la escalinata había una alfarería, y a pesar del sitio el alfarero no había retirado los tenderetes donde exponía la mercancía ni los toldos que los protegían. Derribé una de las mesas, llena de vasijas y jarras, en medio del camino de los atacantes, corté el toldo y se lo arrojé a la cara-. ¡Enseñadnos el camino! – le pedía a gritos.
En Ynvs Trebes había callejones y jardines que sólo sus habitantes conocían, y necesitábamos esos vericuetos para poder escapar.
Los invasores entraban ya por la puerta principal y quedamos apartados de Culhwch y sus hombres. Galahad nos llevó colina arriba, torció a la izquierda, hacia un túnel que se abría a un templo, luego cruzamos un jardín y subimos hasta el muro de una cisterna de agua de lluvia. A nuestros pies, la ciudad se estremecía de horror. Los francos victoriosos tiraban abajo las puertas para vengar a sus compañeros muertos en la arena. Los gemidos de los niños eran ahogados por la espada. Vi a un guerrero franco, un hombre enorme de gran estatura con cuernos en el casco, que cortaba por la mitad a cuatro defensores con el hacha. El humo salía de las casas. Aunque la ciudad estuviera construida con piedras, había muebles, brea para embarcaciones y tejados de paja suficientes para incendiar sin tino. En el mar, la marea ya subía inundando los bancos de arena; vi brillar el casco alado de Lanzarote en una de las tres naves que huían mientras sobre mi cabeza, rosado bajo el sol poniente, eí hermoso palacio esperaba sus ·ltimos momentos. La brisa del crepúsculo esparció el humo gris y agitó suavemente la cortina blanca de una de las ventanas de palacio.
–¡Por allí! – dijo Galahad, señalando hacia un estrecho sendero-. ¡Seguid el camino hasta nuestra nave! – Nuestros hombres corrieron para salvar la vida-. ¡Vamos, Derfel! – me dijo.
Pero no me moví; me quedé mirando la empinada subida.
–¡Vamos, Derfel! – insistió Galahad.
Pero yo estaba escuchando una voz interior, la voz de un viejo, una voz seca, sardónica y antipática, una voz que no me dejaba mover.
–¡Vamos, D erfel! – gritó Galahad una vez mas.
En tus manos encomiendo mi vida, fueron las palabras del viejo, y súbitamente, le oi otra vez. Mi vida pesa sobre tu conciencia, Derfel de Dumnonía.
–¿Cómo llego a palacio? – pregunté a Galahad.
–¿A palacio?
–¡Decidme! – grité furioso.
–¡Por aquí, por aquí!
Y subimos.
He sido afortunado con los amigos. Arturo, por ejemplo, pero de entre todos mis amigos no hubo jamás otro como Galahad. A veces nos entendíamos sin necesidad de palabras y otras hablábamos incesantemente durante horas. Todo lo compartíamos, salvo las mujeres. Fueron incontables los momentos en que estuvimos hombro con hombro en la línea de combate, y las ocasiones en que compartimos el último mendrugo de pan. Nos tomaban por hermanos y así nos considerábamos nosotros también.
Y aquella aciaga tarde, cuando la ciudad sucumbía al fuego a nuestros pies, Galahad comprendió que no podría obligarme a ir a la nave que nos aguardaba. Supo que me retenía algún imperativo, algún mensaje de los dioses que me empujó a ascender desesperadamente hacia la serena ciudadela de la cumbre de Ynys Trebes. El horror iba ascendiendo también a nuestro alrededor, pero aún manteníamos cierta distancia. Cruzamos el tejado de una iglesia corriendo como desesperados, saltamos a un callejón y nos abrimos paso a contracorriente entre una multitud de fugitivos que creían que la iglesia les ofrecería cobijo; después, subiendo unos escalones de piedra, alcanzamos la calle principal que circundaba Ynys Trebes. Un grupo de francos nos venía a la zaga, compitiendo por ver quién sería el primero en llegar al palacio de Ban, pero les llevábamos aún bastante distancia, nosotros y el lastimoso puñado de gente que había escapado a la matanza de la zona baja de la ciudad y que pretendía vanamente refugiarse en la morada de la cima.
No había guardia en el patio de armas. Las puertas de palacio estaban abiertas y dentro las mujeres se encogían atemorizadas, los niños lloraban, el noble mobiliario esperaba a los conquistadores y el viento agitaba las cortinas. Crucé las elegantes estancias, la cámara de los espejos, pasé de largo ante el arpa abandonada de Leanor y me precipité en el gran aposento donde Ban me recibiera la primera vez. El rey aún se encontraba allí, ataviado con su toga, sentado a la mesa con la pluma en la mano.
–Se ha hecho tarde -dijo al verme entrar apresuradamente con la espada desenvainada-. Arturo no ha cumplido su palabra.
Resonaban gritos en los corredores de palacio. El humo nublaba la vista desde las ventanas arqueadas.
–¡Venid con nosotros, padre! – dijo Galahad.
–Tengo quehaceres -replicó Ban quejumbrosamente. Mojó la pluma en tinta y empezó a escribir-. ¿No veis que estoy ocupado?
Pasé a la antecámara que llevaba a la biblioteca; estaba vacía; abrí de un empujón las puertas de la biblioteca y vi al sacerdote jorobado de pie junto a un estante de pergaminos. Había muchos manuscritos desperdigados por el suelo.
–Vuestra vida es mía -grité furioso, resentido porque un hombre tan feo me hubiera cargado con semejante responsabilidad, habiendo además tantas otras vidas que salvar en la ciudad-. ¡Seguidme al punto! – añadí. El sacerdote no me hizo el menor caso. Sacaba pergaminos de las estanterías frenéticamente, cortaba la cinta y el sello, leía las primeras lineas y los arrojaba al suelo con los otros-. ¡Vámonos! – insistí.
–¡Un momento! – dijo Celwin, y sacó otro pergamino, lo tiró y abrió el siguiente-. ¡Todavía no!
Un estruendo resonó en el palacio, seguido por clamores de victoria que enseguida quedaron ahogados por gemidos. Galahad se encontraba en la puerta de la biblioteca, rogando a su padre que se uniera a nosotros, pero Ban lo despidió con un gesto de la mano como si sus palabras le molestaran. Entonces la puerta se abrió y tres francos sudorosos se precipitaron en la estancia. Galahad corrió a su encuentro pero no llegó a tiempo de salvar la vida de su padre, y Ban no intentó defenderse síquiera. El primer franco lo cosió a estocadas, aunque en mi opinión el rey de Benoic ya había muerto de pesadumbre antes de recibir el primer tajo. El franco iba a cortarle la cabeza, pero cayó atravesado por la lanza de Galahad, mientras yo, Hywelbane en ristre, acometía contra el segundo guerrero y, con un amplio movimiento, lo arrojaba contra el tercero obstruyéndole el paso. Al franco moribundo le olía el aliento a cerveza, como a los sajones. Más allá de la puerta había humo. Galahad ya estaba a mi lado, enfrentándose al tercer franco con la lanza, cuando llegó un tropel de invasores corriendo por el pasillo. Recuperé a Hywelbane y retrocedí hasta la antecámara.
–¡Vamos, viejo loco! – grité al obstinado sacerdote sin girarme del todo.
–Viejo si, Derfel, pero ¿loco? Jamás.
El sacerdote soltó una carcajada; una cierta amargura en esa risa me hizo volverme hacia él, y vi, como en sueños, que la joroba desaparecía y el sacerdote, al enderezar la espalda, alcanzaba una altura considerable. No me pareció feo en absoluto, sino maravilloso y majestuoso y tan imbuido de sabiduría que, a pesar de encontrarme en un palacio de muerte, empapado de sangre y vibrante de gritos de agonía, me sentí más seguro que nunca en mi vida. El sacerdote seguía riéndose de mí, muy complacido por haberme engañado durante tanto tiempo.
–¡Merlin! – exclamé con lágrimas en los ojos, lo confieso.
–Dame unos minutos -dijo-, entreténmelos. – Seguía sacando pergaminos y tirándolos al suelo con una mirada de desprecio. Se había retirado el parche del ojo, que no era sino parte del disfraz-. Entreténmelos -repitió, al tiempo que se acercaba a otro estante de pergaminos sin abrir-. Tengo entendido que sabes defenderte muy bien, así que ahora, esfuérzate.
Galahad puso el arpa y el atril de la arpista en la puerta y nos apostamos los dos a la entrada a defender el paso con lanzas, espadas y escudos.
–¿Sabíais que estaba aquí? – le pregunte.
–¿Quién?
Galahad clavó la lanza en el redondo escudo de un franco y la retiró.
–Merlín.
–¿Está aquí? – dijo, sorprendido-. No, no tenía la menor idea.
Un franco vociferante de pelo ondulado y barba manchada arremetió contra mi lanza en ristre, pero la atrapé justo por debajo de la punta y tiré de ella, de modo que ensarté al guerrero en la punta de mi espada. Otra lanza me pasó rozando y fue a clavarse en el dintel. Un hombre metió el pie entre las discordantes cuerdas del arpa y cayó hacia delante, momento que aprovechó Galahad para darle una patada en la cara. Yo le di un golpe en el cuello con el escudo y después desvié su estocada. No se oían sino gritos en el palacio y acres humaredas levantábanse por doquier, pero los atacantes iban perdiendo interés en saquear la biblioteca y se dirigían hacia otras habitaciones donde el botín fuera más fácil de cobrar.
–¿Merlín está aquí? – me preguntó Galahad, incrédulo.
–Comprobadlo con vuestros propios ojos.
Galahad se volvió a mirar al alto personaje que buscaba desesperadamente entre los ya condenados manuscritos de Ban.
–¿Ese es Merlín?
–Sí.
–¿Cómo habéis sabido que estaba aquí?
–No lo sabia. ¡Vamos, hijo de perra! – le dije a un franco que llevaba capa de cuero y hacha de guerra de doble filo y que pretendía demostrarse a si mismo que era un héroe.
Cargó contra nosotros entonando su himno de guerra y murió cantándolo todavía. El hacha fue a clavarse entre los tablones del suelo a los pies de Galahad, mientras éste sacaba su lanza del pecho del hombre.
–¡Lo tengo! ¡Lo tengo! – gritó Merlín de pronto, a nuestra espalda-. ¡Silio Itálico, cómo no! No escribió dieciocho libros sobre la segunda guerra púnica, sólo diecisiete. ¡Cómo he podido ser tan estúpido! Tienes razón, Derfel, ¡soy un viejo loco! ¡Y peligroso! ¡Dieciocho libros sobre la segunda guerra púnica! ¡Hasta un simple niño sabe que sólo escribió diecisiete! ¡Ya lo tengo! ¡Vamos, Derfel, no me hagas perder tiempo! ¡No podemos andar por aquí mareando la perdiz toda la noche!
Echamos a correr de nuevo hacia la desordenada biblioteca, tiré la gran mesa al suelo delante de la puerta a modo de barrera mientras Galahad abría de una patada los postigos de las ventanas de poniente. Otro grupo de francos irrumpió en la habitación de la arpista; Merlín se arrancó la cruz de madera que llevaba al cuello y arrojó tan débil arma a los invasores, detenidos de momento por la maciza mesa Al caer la cruz, una gran llamarada envolvió la antecámara. Tomé el mortal incendio por mera coincidencia, pensé que la pared de la habitación se había derrumbado, permitiendo que se extendieran las llamas del otro lado en el mismo momento en que la cruz tocó el suelo, pero Merlín se atribuyó el prodigio.
–Al menos ha servido para algo ese objeto despreciable -dijo refiriéndose a la cruz, y se rió del enemigo, que aullaba entre llamas-. ¡Asaos, gusanos, asaos vivos! – Se guardó el precioso pergamino entre los pliegues del hábito, a la altura del pecho-. Derfel, ¿has leído a Silio Itálico? – me preguntó.
–Ni siquiera conocía el nombre, señor -dije, llevándolo hacia una ventana abierta.
–Escribió poesía épica, mi querido Derfel, poesía épica. – Se resistió a que lo llevara hacia la ventana y me puso una mano en el hombro-. Permíteme que te dé un consejo -dijo con gran seriedad-. Huye de la poesía épica, te lo digo por experiencia.
De pronto sentí deseos de llorar como un niño. Regocijábame tanto volver a ver sus ojos, sabios y malvados, como sí de mi propio padre se tratara.
–Os he echado tanto de menos, señor -balbucí.
–¡No te pongas sentimental conmigo ahora! – me dijo bruscamente, y se fue hasta la ventana con rapidez en el momento en que un franco lograba salvar la barrera de fuego saltando por encima de la mesa con un aullido de guerra; le salía humo de la cabeza.
El hombre nos arrojó la lanza, la desvié con el escudo, le clavé un tajo, le di una patada y volví a clavarle el acero.
–¡Por aquí! – gritó Galahad desde el jardín.
Asesté al franco moribundo un último golpe y después vi que Merlín había vuelto a su pupitre.
–¡Rápido, señor! – le dije.
–El gato -replicó-, no puedo abandonarlo aquí. ¡No seas necio!
–¡Por todos los dioses, señor! – dije a voz en grito, pero Merlín seguía escarbando bajo la mesa para alcanzar al asustado gato gris; por fin, saltó por el alféizar de la ventana con el animal en brazos y salió al jardín de hierbas aromáticas, rodeado por unos setos bajos de laurel.
El sol se ponía con todo esplendor, inundando el cielo de un rojo brillante y reflejándose en las aguas ondulantes de la bahía. Saltamos el seto, seguimos a Galahad por unas escaleras que llevaban a una cabaña de jardinero y continuamos por un peligroso camino que descendía bordeando el pico de granito. A un lado se elevaba la pared pelada y al otro se abría el vacío, pero Galahad conocía los senderos desde la infancia y nos condujo sin titubeos hasta la orilla de las oscuras aguas.
En el mar flotaban cadáveres. Nuestra nave, atestada hasta el punto de que parecía un milagro que se conservara a flote, ya estaba a un cuarto de milla de la costa; los remos se movían esforzadamente para llevar a los pasajeros a buen puerto. Haciendo bocina con las manos, grité.
–¡Culhwch! – Mi voz rebotó en la roca y se perdió en el mar, confundida con la inmensidad de gritos y gemidos que ponían el punto final a Ynys Trebes.
–Déjalos -dijo Merlín con calma, y empezó a rebuscar bajo el mugriento hábito que llevaba cuando era el padre Celwin-. Sujétalo -dijo, y me puso el gato en los brazos; luego volvió a rebuscar entre los pliegues de la ropa hasta que sacó un pequeño cuerno de plata; lo hizo silbar una vez y dio una nota dulce.
Casi al momento, por el lado norte de Ynys Trebes apareció una barca pequeña. Un hombre vestido con un simple sayo impulsaba la barquita con una especie de aspa larga sujeta a la popa en un tolete. La barca tenía la proa alta y puntiaguda y espacio suficiente como para tres pasajeros. Había un cofre en el fondo marcado con el sello de Merlín, Cernunnos, el dios cornudo.
–Lo preparé todo -dijo Merlín sin darle importancia- cuando llegué a la conclusión de que el pobre Ban no tenía ni idea de los pergaminos que poseía. Creí que iba a necesitar más tiempo, y así ha sido. Aunque los pergaminos estuvieran catalogados, los fili los desordenaban constantemente, por no hablar de cuando trataban de mejorarlos o de robar versos para atribuirselos a sí mismos. Un desvergonzado pasó seis meses plagiando a Catulo y luego lo colocó debajo de Platón. ¡Buenas noches, mi querido Caddwg! – saludó cordialmente al remero-. ¿Todo en orden?
–El mundo agoniza, pero por lo demás, sí -dijo Caddwg.
–Bien, tienes el cofre -dijo Merlín, señalando el cofre sellado-, es lo único que importa.
La elegante barca había pertenecido a palacio en otro tiempo y se usaba para transportar pasajeros desde la bahía hasta otras embarcaciones más grandes ancladas frente a la costa; Merlín había ordenado que aguardara su llamada. Saltamos a bordo y nos situamos en cubierta mientras el adusto Caddwg empujaba la barca hacia el mar abierto. Una flecha solitaria cayó desde las alturas y el agua se la tragó, como a nosotros; ésa fue la unica señal de despedida y el único tropiezo de nuestra partida. Merlín cogió al gato de entre mis brazos y se sentó satisfecho en la proa; Galahad y yo nos quedamos mirando hacia atrás, hacia la isla de la muerte.
La humareda sobrevolaba el agua. Los gritos de los condenados se elevaban como un lamento fúnebre en el día que terminaba. Veíamos negras siluetas de lanceros francos, que seguían cruzando el terraplén y chapoteando en el agua los últimos pasos hasta alcanzar la ciudad tomada. El sol desapareció, la bahía quedó en sombras y las llamas destellaron con mayor intensidad en el palacio. Una cortina se incendió y alzó una viva llamarada antes de quedar reducida a cenizas. La biblioteca ardió con mayor fiereza, los pergaminos prendían rápidamente, uno tras otro, y convirtieron ese rincón del palacio en un infierno. Fue la pira funeraria del rey Ban, que ardió durante toda la noche.
Galahad lloró. Se arrodilló en la cubierta aferrado a la lanza y contempló la reducción de su casa a polvo. Hizo la señal de la cruz y oró en silencio por que el alma de su padre alcanzara cualquiera que fuese el más allá en que Ban creyera. Por fortuna el mar estaba en calma, teñido de rojo y negro, sangre y muerte, el espejo perfecto de la ciudad en llamas donde nuestro enemigo danzaba celebrando un triunfo macabro. Ynys Trebes jamás fue reconstruida en nuestra era: las murallas cayeron, medraron las ortigas y las aves marinas hallaron reposo allí. Los pescadores francos evitaban la isla donde tantos habían encontrado la muerte. Dejó de ser Ynys Trebes, pues los francos le dieron un nombre nuevo en su ruda lengua: Monte de la Muerte. Y por las noches, a decir de los marineros, cuando la isla desierta se cierne negra sobre el mar de obsidiana, todavía resuenan los gritos de las mujeres y el gemido de los niños.
Atracamos en una playa vacía del lado occidental de la bahía. Dejamos la barca y transportamos el cofre de Merlín entre aulagas y espinos combados por el viento hasta la alta cresta del cabo. Cuando llegamos arriba, era noche cerrada; volvíme hacia Ynys Trebes, que relumbraba como brasas desperdigadas en la oscuridad; después, seguí adelante para descargar mi peso en la conciencia de Arturo. Ynys Trebes había perecido.
Embarcamos rumbo a Britania en el mismo río en que un día rogué a Bel y a Manawydan que me devolvieran sano y salvo a casa. Culhwch estaba en el río, su sobrecargado navío había embarrancado en el limo. Leanor seguía con vida, y también la mayoría de los nuestros. Quedaba en el río una nave apta para llevarnos a casa, el patrón aguardaba con la esperanza de obtener pingues beneficios a costa de la desesperación de los supervivientes, pero Culhwch le puso la espada al cuello y le obligó a llevarnos gratuitamente. El resto de la población del río había huido ya de los francos. Esperamos a que pasara la noche, una noche de colorido estridente, pues alcanzábamos a percibir el reflejo de las llamas de Ynys Trebes, y por la mañana levamos anclas y pusimos rumbo al norte.
Merlín observaba el alejamiento de la costa y yo lo observaba a él sin poder creer todavía que su regreso fuera real. Era alto y huesudo, quizás el hombre más alto que había visto en mí vida, con el pelo largo y blanco que le crecía desde la línea de la tonsura y se recogía en una cola atada con lazo negro. Cuando fingía ser Celwin lo llevaba suelto y desgreñado, pero una vez se hubo peinado la cola otra vez, se parecía más al Merlín de siempre. Tenía la tez del color de la madera vieja y pulida, los ojos verdes y la nariz afilada y huesuda como la proa de un barco. El bigote y la barba estaban trenzados en finas hebras, y solía retorcérselos entre los dedos cuando pensaba. Nadie sabía los años que tenía y nunca conocí a nadie mayor que él, salvo el druida Balise, como tampoco vi nunca a nadie de edad tan indefinida. Conservaba la dentadura intacta, no le faltaba ni una sola pieza, y la agilidad de un joven, aunque gustaba de fingirse viejo, frágil y desamparado. Se vestía de negro, siempre de negro y jamás de otro color, y solía llevar una larga vara negra, aunque en esos momentos, en plena huida de Armórica, le faltaba ese símbolo de rigor.
Sabia imponerse no sólo por su elevada estatura, su fama o la elegancia de su porte, sino por su mera presencia. Al igual que Arturo, dominaba el ambiente allí donde estuviera y dejaba una sensación de vacio cuando se ausentaba de un salón lleno de gente; sin embargo, la presencia de Arturo impregnaba el aire de generosidad y entusiasmo, mientras que la de Merlín resultaba siempre inquietante. Cuando miraba a uno, parecía llegar a los más hondos secretos del corazón y, lo que es peor, le parecían risibles. Era malicioso, impaciente, impulsivo y total y absolutamente sabio. Todo lo despreciaba, a todos vilipendiaba y amaba a unos pocos de todo corazón. Uno era Arturo, otra, Nimue y creo que yo era el tercero, aunque nunca tuve la certeza absoluta, pues se daba con gusto al disimulo y al disfraz.
–¡Me estás mirando, Derfel! – me recriminó desde la proa, sin darse la vuelta siquiera.
–Espero no volveros a perder de vista nunca, señor.
–Eres un tonto sentimental, Derfel. – Se volvió con una expresión reprobatoria-. Tenía que haberte devuelto al pozo de Tanaburs. ¡Lleva ese cofre a mi camarote!
Merlín se había adueñado del camarote del patrón del barco, y allí llevé el cofre de madera. Merlín entró agachado, pues el techo era bajo, colocó los cojines del capitán para hacerse un asiento cómodo y se dejó caer con un suspiro de felicidad. El gato gris saltó a su regazo en el momento en que Merlín desenrollaba, sobre la burda mesa de madera en la que brillaban escamas de pescado, las primeras pulgadas del grueso pergamino por el que había ariesgado la vida.
–¿Qué es eso? – le pregunté.
–Es el único y verdadero tesoro que Ban poseía -me contestó-. Lo demás era porquería en latín o griego, en su mayoría. Algo más habría, supongo, pero poca cosa.
–Bien, ¿y qué es? – insistí.
–Un pergamino, querido Derfel -contestó, en un tono como si la pregunta fuera una tontería. Miró hacia arriba, al cielo abierto; el viento, acre todavía a causa de la humareda de Ynys Trebes, inflaba la vela-. ¡El viento nos es favorable! – comentó risueño-. Estaremos en casa a la caída del sol, es posible. Bretaña, cuánto te he echado de menos: -Miró de nuevo el pergamino-. ¿Y Nimue? ¿Cómo esta mí amada niña? – preguntó, al tiempo que ojeaba las primeras líneas.
–La última vez que la vi -dije con amargura- había sufrido violación y le habían sacado un ojo.
–Es normal -dijo Merlín sin darle importancia.
Tanta frialdad me dejó sin aliento. Dejé transcurrir un momento y volví a preguntarle qué contenía el pergamino, que tan importante parecía. Merlín suspiró.
–¡Cuán importuno eres, Derfel, rapaz! Bien, me mostraré indulgente contigo, a pesar de todo. – Soltó el manuscrito, que se enrolló solo inmediatamente, y se reclinó en los cojines húmedos y deshilachados del patrón del barco-. Sin duda sabes quién era Caleddin.
–No, señor.
Levantó las manos con desesperación.
–¿No te averguenza tamaña ignorancia, Derfel? Caleddin era el druida de los ordovicios, una tribu perversa. Motivos tengo para saberlo a ciencia cierta, pues una de mis esposas era ordovicia, y sólo con ella tuve suficiente como para doce vidas. No he de repetirlo nunca jamás. – El recuerdo le hizo estremecerse; después me miró directamente-. Fue Gundleus quien violó a
Nimue, ¿cierto?
–Si.
No comprendí cómo podía saberlo.
–¡Qué necio! ¡Qué necio! – La mala sombra de su amante parecía hacerle gracia, más que provocarle ira-. ¡Cuánto ha de sufrir ese hombre! ¿Nimue está enfadada?
–Está furiosa.
–Bien, la furia es muy útil, y mi amada Nimue sabe emplearla bien. Si hay algo que no soporto de los cristianos es la admiración que les despierta la mansedumbre. ¿Puedes creer que tienen la mansedumbre por virtud? ¡La mansedumbre! ¿Te imaginas un cielo habitado sólo por mansos? ¡Qué espanto de idea! Se enfriaría la comida en tanto se cedían los platos unos a otros. De nada sirve la mansedumbre, Derfel. La cólera y el egoísmo son las cualidades que mantienen el mundo en movimiento. – Soltó una carcajada-. Bien, hablemos de Caleddin. Para ser ordivicio no era mal druida, no tan sabio como yo, claro está, pero tenía días inspirados. Por cierto, mucho me regocijó cuando intentaste matar a Lanzarote, lástima que no terminaras el trabajo. Supongo que huyó de la ciudad.
–Tan pronto como la derrota fue evidente.
–Dicen los marineros que las ratas son las primeras que huyen de una nave en peligro. ¡Pobre Ban! Estaba loco, pero era un loco bueno.
–¿Sabía él quién erais vos, en realidad?
–Naturalmente. Habría sido una grosería inconmensurable engañar a mi anfitrión. Él no se lo dijo a nadie más, claro está, pues de otro modo sus despreciables poetas me habrían acosado con ruegos para que hiciera desaparecer sus arrugas por medio de artes mágicas. No te haces una idea de las preocupaciones que puede acarrear el saber un poco de magia. Ban sabia quién era yo, y también Caddwg, mi servidor. Nuestro querido Hywel murió, ¿no es cierto?
–Si ya lo sabéis, ¿para qué preguntáis?
–Por puro afán de conversación -dijo, molesto-. La conversacion es toda un arte de la civilización, Derfel. No todos pasamos la vida a golpes de espada y escudo. Algunos procuramos conservar la dignidad -remató, muy digno.
–Y entonces, ¿cómo habéis sabido de la muerte de Hywel?
–Porque Bedwin me lo contó en una misiva, ¿qué esperabas, idiota?
–¿Bedwin os ha estado escribiendo todos estos años? – pregunté sin dar crédito a lo que oía.
–¡Claro! ¡Necesita de mis consejos! ¿Creias acaso que me había desvanecido en el aire, sin más?
–En efecto -dije resentido.
–Pamplinas. Sencillamente, no sabias dónde ir a buscarme. No puede decirse que Bedwin siga mis consejos al pie de la letra. ¡Vaya entuertos que ha preparado! ¡Mordred sigue con vida! Mayor insensatez no cabe. Ese niño tenía que haber muerto estrangulado con su propio cordón umbilical, aunque imagino que no habría forma humana de convencer a Uter. ¡Pobre Uter! Creía que las virtudes se transmiten de entraña a entraña. ¡Cuánto sinsentido! Un niño es como un ternero, sí nace defectuoso, se le redime con un golpe de gracia y se hace cubrir a la vaca de nuevo. Por eso los dioses hicieron que el engendrar fuera tan placentero, porque son muchos los cachorros a los que hay que reemplazar. Claro que para las mujeres no resulta tan gozoso, pero alguien tenía que cargar con el peso, y les ha tocado a ellas, no a nosotros, gracias a los dioses.
–¿Habéis tenido vos algún hijo? – pregunté, y de pronto pensé que era la primera vez que se me ocurría semejante cuestión.
–¡Pues claro! ¡Qué extraordinaria pregunta! – Se quedó mirándome como si dudara de mi buen estado mental-. No tomé gran cariño a ninguno de ellos y, afortunadamente, la mayoría murió y me desentendí del resto. Creo que uno incluso se ha convertido al cristianismo. – Se estremeció-. Prefiero de largo los hijos ajenos, son harto más agradecidos. Bien, ¿de qué estábamos hablando? ¡Ah, sí! De Caleddin. Un hombre terrible. – Sacudió la cabeza con pesar.
–¿Fue él quien escribió el pergamino?
–No seas absurdo, Derfel -me cortó con impaciencia-. Los druidas tienen prohibida la escritura, va contra la ley. ¡Y tú lo sabes! Desde el momento en que escribes algo, aquello queda fijo, se convierte en dogma. Se discute sobre ello, algunos se atribuyen autoridad, se hace referencia a los textos, se escriben otros manuscritos sobre los que también se discute y enseguida se condenan unos a otros a la picota. Si nunca dejas nada escrito, nadie sabe con exactitud qué dijiste, y así puedes cambiarlo cuando quieras. ¿Es que hay que explicártelo todo, Derfel?
–Podríais explicarme lo que contiene ese pergamino -dije humildemente.
–¡Eso es lo que estaba haciendo, pero es que no paras de interrumpirme y de cambiar de tema! ¡Cuán extraordinario proceder! ¡Y pensar que fuiste criado en el Tor! Tenía que haberte hecho azotar con más frecuencia, tal vez así habrías aprendido mejores modales. Tengo entendido que Gwlyddyn está reconstruyendo mi casa.
–Sí.
–Gwlyddyn es un hombre bueno y honrado. Seguramente tendré que reconstruirla yo personalmente, pero él lo intenta de todas formas.
–El pergamino -le recordé escuetamente.
–¡Ya lo sé! Caleddin era druida, eso ya te lo he dicho, y ordovicino, por más señas. Es igual, transpórtate al año negro y pregúntate cómo pudo Suetonio llegar a conocer tanto sobre nuestra religión. Suetonio sí sabrás quién era, ¿verdad?
Esa duda era un verdadero insulto, pues todo britano conocía y renegaba del nombre de Suetonio Paulino, nombrado gobernador por el emperador Nerón, el cual, durante el año negro transcurrido unos cuatrocientos años antes de nuestra era, acabó prácticamente con nuestra antigua religión. Todo britano conocía desde la cuna la terrible historia de la destrucción del santuario druida de Ynys Mon, aplastado entre dos legiones de Suetonio. Ynys Mon, como Ynys Trebes, era una isla y el más importante santuario de nuestros dioses, pero los romanos lograron cruzar el estrecho y pasaron por la espada a todos los druidas, bardos y sacerdotisas. Talaron los bosques sagrados y corrompieron el lago santo, de modo que no quedó sino una tenue sombra de la vieja religión; los druidas como Tanaburs o Jorweth eran tristes ecos de la gloria pasada.
–Sé quién fue Suetonio -conteste.
–Hubo otro Suetonio -replicó con retintín burlón- que fue escritor, y bastante bueno. Ban poseía su De viris illustribus, que versa sobre la vida de los poetas. Suetonio levantó gran escándalo a propósito de Virgilio, sobre todo. Es increíble lo que los poetas son capaces de llevarse a la cama, principalmente unos a otros, por descontado. Lástima que ese manuscrito haya perecido en las llamas, pues te digo que es el único ejemplar que he visto. Es fácil que el pergamino de Ban fuera el último que existe, y ahora no quedan de él sino cenizas. Para Virgilio será un alivio. Bien, el caso es que Suetonio Paulino quería saber todo lo posible sobre nuestra religión antes de atacar Ynys Mon. Quería asegurarse de que no lo convertiríamos en sapo o en poeta, así es que buscó a un traidor, es decir, al druida Caleddin. Caleddin dictó cuanto sabía a un escribano romano, el cual copió todas sus palabras en un latín, al parecer, execrable. Mas, execrable o no, es el único documento existente de nuestra religión; todos los secretos, todos los ritos, todos los significados y todo su poder. Y es éste, rapaz -dijo señalando el pergamino, que cayó al suelo.
Lo recogí de debajo del catre del patrón.
–Y yo que os tomé por un cristiano -dije amargamente- que investigaba la envergadura de las alas de los ángeles…
–No seas perverso, Derfel. Cualquiera sabe que la envergadura varía en relación a la altura y peso del ángel. – Desarrolló el pergamino de nuevo y ojeó el contenido-. Por todas partes busqué este tesoro. ¡Hasta en Roma! Pero el incauto de Ban lo tenía catalogado como el decimoctavo volumen de Silio Itálico. Lo cual demuestra que jamás leyó su obra al completo, aunque bien la magnificaba. De todos modos, no creo que nadie haya sido capaz de leerla íntegramente. ¡Imposible! – remató con un estremecimiento.
–No es de extrañar que os costara más de cinco años localizarlo -comenté, pensando en cuánta gente lo había echado de menos en ese tiempo.
–Pamplinas. Hace sólo un año que supe de la existencia del manuscrito. Antes buscaba otras cosas: el cuerno de Bran Galed, el cuchillo de Laufrodedd, el tablero de juego de Gwenddolau, el anillo de Eluned… Los tesoros de Britania, Derfel. – Hizo una pausa y se quedó mirando el cofre sellado; después volvió a mirarme a mí-. Esos tesoros son la clave del poder, Derfel, pero sin los secretos que contiene el manuscrito no son más que objetos inertes.
Hablaba en un tono singularmente reverente, y no era de extrañar, pues se trataba de los talismanes más sagrados y misteriosos de Britania. Una noche en Benoic, tiritando en la oscuridad y oyendo a los francos entre los árboles, Galahad se había burlado de la existencia de tales tesoros, pues dudaba de que hubieran sobrevivido a los largos años de dominio romano. Sin embargo, Merlín siempre había sostenido que los druidas antiguos, al enfrentarse a la derrota, los habían escondido en lugar tan recóndito que ning·n romano los hallaría jamás. Merlín ambicionaba la llegada del ansiado y temido momento de ponerlos en acción otra vez. Al parecer, Caleddin había explicado en el manuscrito la forma de llevarlo a cabo.
–Entonces, ¿qué es lo que nos cuenta el pergamino? – pregunté con mucho interes.
–¿Cómo habría de saberlo? No me permites leerlo, siquiera. ¿Por qué no te vas a hacer algo útil? ¡Rema o haz lo que hagan los marineros cuando no se están ahogando! – Esperó a que llegara a la puerta-. ¡Ah! Una cosa mas -añadió, abstraído.
Me volví y vi que estaba mirando atentamente las primeras lineas del pergamino.
–¿Señor? – insistí.
–Sólo quería darte las gracias, Derfel -dijo con displicencia-. De modo que gracias. Siempre tuve la esperanza de que algún día sirvieras para algo.
Pensé en Ynys Trebes, en el fuego y en la muerte de Ban.
–No he cumplido la palabra que di a Arturo -dije apesadumbrado.
–Nadie cumple la palabra que da a Arturo. Espera mucho de todos. Vete, pues.
Supuse que Lanzarote y su madre navegarían hacia poniente, hacia Brocelianda, para reunírse con la multitud de refugiados que los francos habían expulsado del reino de Ban; sin embargo, pusieron rumbo al norte, hacia Britania, hacia Dumnonia.
Arribados a Dumnonia, se dirigieron a Durnovaria y llegaron a la ciudad dos días completos antes de que Merlín, Galahad y yo concluyéramos la travesía. Así pues, nos perdimos su entrada, aunque nos enteramos de todo enseguida, pues en la ciudad sólo se hablaba de las admirables gestas de los fugitivos.
Toda la realeza de Benoic había viajado a bordo de tres naves rápidas, preparadas y aprovisionadas desde antes de la caída de Ynys de Trebes, y en cuyas bodegas se ocultaban el oro y la plata que los francos esperaban hallar en el palacio de Ban. Cuando la compañía de la reina Elaine llegó a Durnovaria, el tesoro fue escondido en otra parte y los fugitivos hicieron su entrada a pie, algunos descalzos, todos harapientos y cubiertos de polvo, con los cabellos enmarañados y llenos de sal marina, con las ropas y las abolladas armas manchadas de sangre, aferrando las lanzas con manos débiles. Elaine, reina de Benoic, y Lanzarote, rey, ya, de un reino perdido, subieron por la calle mayor de la ciudad cojeando hasta el palacio de Ginebra, para pedir allí limosna cual pordioseros. Tras ellos se arrastraba una pintoresca mezcla de guardias, poetas y cortesanos a los que Elaine se refirió, con tono lastimero, como los únicos supervivientes de la masacre.
–Si al menos Arturo hubiera cumplido su palabra -se quejó amargamente a Ginebra-. Si tan sólo hubiera cumplido la mitad de sus promesas…
–¡Madre! ¡Madre! – intervino Lanzarote, deteniéndola con firmeza.
–Tan sólo deseo la muerte, hijo mio -declaró Elaine-, la muerte que tan cerca tuviste tú en la lucha.
Naturalmente, Ginebra se mostró espléndida, a la altura de las circunstancias. Ordenó buscar ropas, preparar baños, cocinar alimentos, servir vino, vendar heridas, escuchar historias, regalar tesoros y llamar a Arturo.
Las historias fueron maravillosas. Corrían por toda la ciudad de boca en boca y, cuando llegamos a Durnovaria ya habían alcanzado hasta el ultimo rincón de Dumnonia, comenzaban a
traspasar las fronteras y se repetían en innumerables fortalezas britanas e irlandesas. Era una gran gesta de héroes; Lanzarote y Boores habían defendido la puerta de Merman, habían cubierto las arenas de francos muertos y procurado carroña a las gaviotas con los despojos del enemigo. Decía el relato que los francos gritaban pidiendo clemencia, pidiendo que Tanlladwyr, la refulgente espada de Lanzarote, no relampagueara de nuevo en su mano, pero ¡ay! otros defensores que permanecían lejos de la vista de Lanzarote se rindieron. El enemigo entró en la ciudad y, si cruda había sido la lucha hasta entonces, espantosa fue a partir de ese momento. El enemigo caía, hombre sobre hombre, mientras las calles se defendían una a una, pero ni todos los héroes de la antiguedad habrían logrado contener la avalancha de enemigos cubiertos de hierro que invadía la ciudad desde el mar circundante como otros tantos demonios liberados de las pesadillas de Manawydan. Los héroes, harto sobrepasados en número, hubieron de retroceder dejando las calles atascadas de cadáveres enemigos; pero seguían llegando, y más hubieron de retroceder los héroes aún, hasta la mismísima ciudadela donde Ban, el bondadoso rey Ban, se asomaba a la terraza a otear el horizonte con la esperanza de divisar las naves de Arturo. Vendrán, vendrán -aseguraba el rey con insistencia-, pues me dio su palabra Arturo.
Decía la historia que el rey no quiso abandonar la terraza porque si Arturo llegaba y no lo encontraba allí, ¿qué habrían de decir los hombres? Insistió en quedarse a aguardarlo, pero antes besó a su esposa, abrazó a su heredero y deseó a ambos vientos favorables que los transportaran a Britania; después volvió a escudriñar el horizonte por ver si llegaba la ayuda que nunca llegó.
Era un cuento impresionante, y al día siguiente, cuando pareció que definitivamente no arribaría ninguna nave más de la lejana Armórica, el cuento empezó a cambiar con sutileza. Habían sido los hombres de Dumnonia, las fuerzas capitaneadas por Culhwch y Derfel, las que permitieran la entrada del enemigo en Ynys Trebes.
–Combatieron -decía Lanzarote a Ginebra-, pero no lograron resistir.
Arturo, que estaba en plena campaña contra los sajones de Cedric, cabalgó apresuradamente hacia Durnovaria para recibir a sus huéspedes. Llegó pocas horas antes de que nuestra lastimosa compañía emprendiera a duras penas, y sin que nadie se apercibiera, la subida del camino que partía del mar y llegaba hasta las herbosas murallas de Mai Dun. El guardián de la puerta sur me reconoció y nos franqueó el paso.
–Llegáis justo a tiempo -comento.
–¿A tiempo de qué? – pregunte.
–Ha venido Arturo y van a relatar los sucesos de Ynys Trebes.
–¡Ah! ¿Si? – Miré hacia el otro lado de la ciudad, donde se alzaba el palacio en la colina occidental-. Me gustaría oírlo -dije, y conduje a mis compañeros hacia la ciudad.
Apreté el paso hasta llegar al cruce de calles del centro, empujado por la curiosidad; quería ver la capilla que Sansum había construido para Mordred, pero me llevé una sorpresa porque no había ni templo ni capilla en el solar, sólo un espacio vacío inundado de maleza.
–Nimue -dije, con cierto alborozo.
–¿Cómo? – me preguntó Merlín.
Habíase calado la cogulla para que nadie lo reconociera.
–Un hombrecillo soberbio iba a construir una iglesia aquí -le dije- pero Ginebra llamó a Nimue para impedírselo.
–De modo que Ginebra no carece por completo de sentido común, ¿cierto?
–¿Dije yo lo contrario?
–No, querido Derfel, no lo dijiste. ¿Continuamos?
Seguimos cuesta arriba hacia el palacio. Caía el crepúsculo y los esclavos colocaban antorchas en los tederos del patio de armas, donde se había congregado una multitud que, ajena al daño que estaba causando a las rosas y a los canales de agua de Ginebra, aguardaba para ver a Lanzarote y a Arturo. Nadie nos reconoció cuando entramos por la puerta. Merlín no se retiró la capucha y Galahad y yo llevábamos puestos los yelmos con colas de zorro, con los protectores de la cara en su sitio. Culhwch, una docena de hombres y nosotros dos conseguimos abrirnos paso hasta la arcada y hacernos un sitio en la última fila.
Y allí, con la caída de la noche, escuchamos el relato de la caída de Ynys Trebes.
Lanzarote, Ginebra, Elaine, Arturo, Boores y Bedwin se hallaban en el lado oriental del patio, donde el pavimento se elevaba unos pies por encima de los otros tres lados, como un escenario natural, impresión que acrecentaban las brillantes antorchas situadas en la pared de detrás; unos escalones facilitaban el acceso al patio. Busqué a Nimue con la mirada pero no la vi, ni tampoco al joven sacerdote Sansum. El obispo Bedwin recitó una plegaria y los cristianos presentes respondieron con un murmullo, se persignaron y se dispusieron a escuchar una vez más la escalofriante historia de la caída de Ynys Trebes. Boores la relato. Situóse al principio de los escalones y habló de la lucha de Benoic; a la gente se le ponía un nudo en la garganta al oir los pasajes truculentos, pero cuando Boores describía el heroísmo de Lanzarote, todos lanzaban vivas. En un momento, Boores, embargado por la emoción, hubo de limitarse a señalar a Lanzarote con un gesto; Lanzarote trató de contener los gritos de júbilo levantando una mano completamente envuelta en vendajes; ante la poca efectividad del gesto, sacudió la cabeza negativamente como si el entusiasmo de la muchedumbre le resultara insoportable. Elaine, envuelta en negros ropajes, sollozaba al lado de su hijo. Bors, en vez de hacer hincapié en el hecho de que Arturo no hubiera enviado tropas de refuerzo, dijo que Lanzarote sabía que Arturo estaba combatiendo en Britania, pero que el rey Ban había preferido aferrarse a una yana esperanza. Arturo, que se sintió herido a pesar de todo, movió la cabeza negativamente, al borde de las lágrimas, sobre todo cuando Boores refirió la entrañable despedida del rey Ban, su esposa y su hijo. Yo también estaba a punto de llorar, pero no por las mentiras que estaba escuchando sino por el puro gozo de volver a ver a Arturo. No había cambiado. Su rostro huesudo seguía siendo fuerte y sus ojos, rebosantes de bondad. Interesóse Bedwin por el destino de los dumnonios, y Boores, de fingida mala gana, permitió que le arrancaran el relato de nuestras lamentables muertes. La gente protestó cuando supo que habíamos sido nosotros, los dumnonios, los que se habían rendido en la muralla. Boores levantó una mano enguantada.
–¡Combatieron como valientes! – dijo, pero la muchedumbre no se conformó.
Merlín no parecía prestar oídos a las tonterías de Boores, sino que cuchicheaba con un hombre de las últimas filas; en ese momento se acercó hasta mi y me tocó el hombro.
–Tengo que orinar, querido niño -dijo, con la voz del padre Celwin-. Ya sabes, mi vejiga es vieja. Entiéndete tú con esos desatinados que yo vuelvo enseguida.
–¡Vuestros hombres lucharon como valientes! – gritó Boores de nuevo-, fueron derrotados, si, pero murieron como hombres.
–Y ahora regresan del otro mundo como espíritus -grité, y golpeé el escudo contra una columna, de la que se desprendió una nubecilla de cal. Me coloqué a la luz de una antorcha-. ¡Mentís, Boores! – grité otra vez.
–¡También yo afirmo que mentís! – exclamó Culhwch, poniéndose a mi lado.
–¡Y yo también! – declaró Galahad.
Desenvainé Hywelbane. El raspar del acero contra la boca de madera de la vaina hizo retroceder a la multitud, y abrieron un pasillo entre las rosas pisoteadas hasta el pie de la terraza. Los tres, fatigados de la batalla, cubiertos de polvo, con yelmo y armas, avanzamos hacia allí; todos a la vez, despacio, y ni Boores ni Lanzarote osaron hablar cuando vieron las colas de lobo que colgaban de nuestros yelmos. Me detuve en el centro del jardín y clavé la punta de Hywelbane en el lecho de un rosal.
–¡Mi espada dice que mentís! – dije en voz alta-. ¡Derfel, hijo de una esclava, dice que Lanzarote ap Ban, rey de Benoic miente!
–¡Culhwch ap Galeid afirma lo mismo! – Culhwch clavó su mellado acero junto al mío.
–Y Galahad ap Ban, príncipe de Benoic, también.
Galahad añadió su hoja a las nuestras.
–¡Los francos no tomaron nuestra muralla! – declaré, y me retiré el casco para que Lanzarote me viera la cara-. Ningún franco osó trepar por nuestra pared, tantos eran los cadáveres que se amontonaban al pie.
–Y fui yo, hermano… -Galahad también se quitó el yelmo- el que estuvo con nuestro padre en los últimos momentos, no tú.
–Y vos, Lanzarote -dije-, no llevabais vendaje alguno cuando huisteis de Ynys Trebes. ¿Qué os sucedió? ¿Os habéis hecho un rasguño en el dedo con una astilla de la borda del navío?
Se produjo un tumulto de pronto. A un lado del patio había unos cuantos soldados de Boores, que desenvainaron las espadas y nos insultaron a gritos, pero Cavan y el resto de los nuestros entraron por la puerta con las lanzas en ristre, amenazando con una masacre.
–¡Ninguno de vosotros, mal nacidos, combatió en la ciudad! – dijo Cavan a pleno pulmón-. íCombatid ahora!
Lanval, comandante de la guardia de Ginebra, dio orden a sus arqueros de que rodearan la terraza. Elaine palideció, Boores y Lanzarote estaban a su lado y parecían temblar. El obispo Bedwin gritaba pero fue Arturo quien impuso orden. Sacó a Excahbur y con ella golpeó el escudo. Lanzarote y Boores se habían retirado al fondo de la terraza pero Arturo les hizo gesto de que se acercaran y luego nos miró a los tres guerreros. La multitud guardó silencio y los arqueros retiraron las flechas de los arcos.
–En la batalla -comenzó Arturo en tono de calma pero reclamando la atención de todos- todo es confuso. Es raro que un hombre vea todo lo que sucede en el campo de batalla. Hay mucho ruido, mucho caos, mucho horror. Nuestros amigos de Ynys Trebes -y, dejando la espada, tomó a Lanzarote por los hombros- se han equivocado, pero su error es honesto. Sin duda, algún pobre hombre sumido en la confusión les habló de vuestra muerte, y ellos le creyeron; felizmente, ahora pueden corregir su error. ¡Mas no hay deshonra en ello! En Ynys Trebes todos ganaron gloria. ¿No es así?
Arturo dirigió la pregunta a Lanzarote, pero fue Boores quien respondió.
–Estaba en un error, y me regocija que no fuera más que un error.
–A mí también -declaró Lanzarote, con voz valiente y clara.
–¡Helo ahí! – exclamó Arturo, y nos dirigió una mirada a los tres guerreros-. Bien, amigos míos, recoged ahora vuestras armas. ¡Aquí no habrá enemistades! ¡Todos sois héroes, todos vosotros! – Aguardó unos momentos pero ninguno de nosotros hizo el menor movimiento. La llama de las antorchas arrancaba destellos a nuestros yelmos, que a su vez se reflejaban en las hojas de las espadas, hincadas en señal de reto en defensa de la verdad. Arturo dejó de sonreír y se elevó en toda su estatura-. Os ordeno que recojáis las espada -dijo-. Estáis en mí casa. Vos, Culhwuch, y tú, Derfel, me habéis jurado lealtad. ¿Deseáis por ventura romper vuestro juramento?
–Yo defiendo mi honor señor -respondió Culhwch.
–Vuestro honor es servirme -replicó Arturo, con una voz de acero que me heló la sangre en las venas. Era bondadoso, pero no había que olvidar que no se había convertido en señor de la guerra a fuerza de bondad. Hablaba con frecuencia de paz y reconciliación, mas en la batalla, su ánimo se liberaba de tales preocupaciones para entregarse a la muerte. En ese momento amenazó con la muerte poniendo la mano sobre el pomo de Excalibur-. Recoged las espadas -nos ordenó-, a menos que prefiráis que las recoja yo en vuestro lugar.
No podíamos enfrentarnos a nuestro señor, de forma que obedecimos y Galahad nos secundó. Tamaña sumisión nos dejó un resentimiento, una sensación de haber sido burlados, pero Arturo recobró la sonrisa tan pronto como logró imponer la amistad entre las paredes de su casa. Bajó los escalones con los brazos abiertos en señal de bienvenida y su regocijo por vernos fue tan expresivo que mi resentimiento desapareció al punto. Abrazó a su primo Culhwch y después a mí, y las lágrimas de mi señor me humedecieron la mejilla.
–Derfel -dijo-. Derfel Cadarn. ¿Eres tú, en verdad?
–No soy ningún otro, señor.
–Pareces mayor -añadió sonriente.
–Vos no.
–Yo no estuve en Ynys Trebes -replicó con una sonrisa- Ojalá hubiera estado. – Se volvió hacia Galahad-. He oído hablar de vuestra bravura, lord príncipe, y os saludo.
–Mas no me insultéis, señor, dando crédito a las palabras de mi hermano -replicó con rencor.
–¡No! – exclamó Arturo-. No consentiré disputas. Seremos amigos, insisto en tal cuestión. – Me enlazó por el brazo y nos llevó a los tres escalones arriba, hasta la terraza, donde, por decreto suyo, debíamos abrazar a Boores y a Lanzarote-. Ya tenemos suficientes problemas -me susurró, al ver que no deseaba prestarme a tal reconciliación-, no necesitamos añadir éstos.
Di un paso adelante y abrí los brazos. Lanzarote vaciló después avanzó hacia mí. El pelo aceitado le olía a violetas.
–Niño -me dijo al oído, tras besarme la mejilla.
–Cobarde -contesté yo, y nos separamos con una sonrisa.
El obispo Bedwin me abrazó con lágrimas en los ojos.
–¡Estimado Derfel!
–Para vos tengo aún mejores noticias -le dije en voz baja-. Merlín está aquí.
–¿Merlín? – Bedwin me clavó los ojos sin atreverse a creer mis palabras-. ¿Merlín ha venido? ¡Merlín!
La noticia corrió entre la multitud. ¡Merlín había regresado! ¡El gran Merlín había vuelto! Los cristianos se santiguaron, pero hasta ellos conocían la importancia de la noticia. Merlín había regresado a Dumnonia y, de pronto, los pesares del reino parecieron aligerarse.
–¿Dónde se encuentra? – preguntó Arturo.
–Ha salido -respondí débilmente, señalando hacia la puerta.
–¡Merlín! – llamó Arturo-. íMerlín!
Pero no hubo respuesta. La guardia lo buscó pero nadie dio con él. Más tarde, los centinelas de la entrada de poniente declararon que un sacerdote anciano y jorobado, con un parche en un ojo, un gato gris y una fea tos había salido de la ciudad, y que no habían visto a ningún otro sabio de barba blanca.
–Has pasado por una batalla terrible, Derfel -me dijo Arturo cuando nos hallábamos en el salón de festejos del palacio, durante el festín en el que se sirvió cerdo, pan e hidromiel-. Los hombres tenemos sueños extraños cuando sufrimos penalidades.
–No, señor -insistí-. Merlín ha venido aquí. Preguntad al príncipe Galahad.
–Así lo haré -dijo-, claro que lo haré. – Se volvió a mirar la alta mesa; Ginebra escuchaba a Lanzarote apoyando la cabeza en un brazo-. Harto habéis sufrido todos -concluyó.
–Pero no he cumplido mi palabra, señor, y lo lamento.
–No, no, Derfel. Yo falté a la mía con Ban. Pero ¿qué podía hacer? Tengo tantos enemigos. – Enmudeció y, al cabo de un momento sonrió al escuchar la risa de Ginebra, que resonaba alegre en el salón-. Me alegro de que ella, al menos, se sienta feliz -dijo, y se fue a conversar con Gulhwch, que sólo pensaba en devorar un cochinillo entero él solo.
Lunete estaba en la corte aquella noche. Tenía el cabello peinado en un rodete y cubierto de flores. Llevaba torques, broches, brazaletes y un vestido de lino teñido de rojo y ceñido con un cinturón con hebilla de plata. Me sonrió, me quitó unas motas de polvo de la manga y arrugó la nariz a causa del mal olor de mis ropas.
–Te favorecen las cicatrices, Derfel -dijo, rozándome la cara levemente-, pero te arriesgas más de lo debido.
–Soy guerrero.
–No me refiero a esa clase de riesgos. Me refiero a esos cuentos que te inventas sobre Merlín. ¡Cuánta vergüenza me has hecho pasar! Te has presentado como hijo de una esclava. ¿Es que no se te alcanza cómo me siento yo? Ya sé que lo nuestro terminó, pero la gente sabe que estuvimos unidos un tiempo. ¿Cómo crees que me siento cuando te oigo decir que eres hijo de una esclava? Piensa en los demás, Derfel, que buena falta te hace. – Vi que ya no llevaba el anillo de enamorados, aunque en realidad no esperaba que lo llevara todavía, pues hacía tiempo que había encontrado otros hombres que podían permitirse mayor generosidad que yo para con ella-. Supongo que has enloquecido un poco en Ynys Trebes -prosiguió-, de otro modo jamás se te habría ocurrido retar a Lanzarote a un combate. Sé que manejas bien la espada, pero se trata de Lanzarote, no de un guerrero cualquiera. – Se volvió a mirar al rey, que estaba sentado junto a Ginebra-. ¿No es maravilloso? – me pregunto.
–Incomparable -dije agriamente.
–Y tengo entendido que no es casado -añadió con coquetería.
–Le gustan más los niños -le dije al oído.
–¡Tonto! – exclamó, golpeándome el brazo-. ¿No te has fijado en cómo mira a Ginebra? – Entonces fue ella la que acercó la boca a mi oreja-. No se lo digas a nadie -musitó con voz ron-
ca-, pero espera un hijo.
–Bien.
–Nada de eso. Ella no está contenta, no quiere engordar, ¿entiendes? Y me parece normal. A mí no me gustó nada estar encínta. ¡Ah! Ahí hay una persona con la que quiero hablar. Me encanta ver caras nuevas en la corte. Y otra cosa, Derfel -sonrió dulcemente-. Date un baño, querido.
Se fue al otro lado de la sala y se acercó a uno de los poetas de la reina Elaine.
–Fuera lo viejo, viva lo nuevo, ¿eh? – dijo el obispo Bedwin, que apareció a mi lado de pronto.
–He envejecido tanto que me sorprende que Lunete me haya reconocido -dije con amargura.
Bedwin sonrió y me llevó al patio, que estaba vacio.
–Merlín vino con vosotros -dijo, no preguntando, sino afirmando.
–Si, señor.
Le conté que Merlín me había dicho que salía un momento y volvía enseguida.
–Le gusta esa clase de juegos -comentó el obispo, meneando la cabeza con desazón-. Cuéntame más cosas.
Le conté cuanto sabía. Paseamos por la terraza superior, una vuelta tras otra, entre el humo de las antorchas chorreantes. Le hablé del padre Celwin y de la biblioteca de Ban, le conté la verdadera versión del sitio de Ynys Trebes y le dije la verdad sobre Lanzarote; para terminar, le describí el pergamino de Caleddin que Merlín había cogido de la ciudad caída.
–Dice Merlín que contiene la sabiduría de Britania.
–Ruego a Dios que así sea, y que Dios me perdone -contesto Bedwin-. Necesitamos ayuda.
–¿Tan mal están las cosas?
Bedwin se encogió de hombros, parecióme viejo y fatigado. Tenía el cabello y la barba ralos, y el rostro más alargado de lo que recordaba.
–Supongo que podrían estar peor -dijo-, pero desgraciadamente, no mejoran. Todo sigue más o menos igual que cuando te fuiste, salvo que Aelle se hace más y más fuerte, tanto que hasta se atreve a llamarse el Bretwalda. – Tamaña barbaridad le hizo estremecer. Bretwalda era un título sajón que significaba soberano de Britania-. Ha conquistado todas las tierras entre Durocobrivis y Corinium, y se habría apoderado también de ambas plazas de no haber comprado nosotros la paz con el último oro que nos quedaba. Además, en el sur está Cerdic, y demuestra mayor crueldad que Aelle.
–¿Aelle no ataca Powys? – pregunté.
–Gorfyddyd le pagó con oro, igual que nosotros.
–Tenía entendido que Gorfyddyd estaba enfermo.
–La peste terminó, como todas las pestes. Gorfyddyd sanó y ahora comanda a los hombre de Elmet, además de a las fuerzas de Powys. Y lo hace mejor de lo que nos temíamos, aguijoneado por el odio, tal vez. Ya no bebe como antaño y ha jurado cobrarse la cabeza de Arturo en venganza, por el brazo que perdió, y lo que es peor aún, Gorfyddyd está logrando lo que tanto ansiaba Arturo: la unión de las tribus; desgraciadamente, las une contra nosotros en vez de contra los sajones. Paga a los silurios de Gundleus y a los irlandeses Escudos Negros para que ataquen nuestras costas y soborna al rey Mark para que preste ayuda a Cadwy; me atrevería a decir incluso que ahora está reuniendo dinero para pagar a Aelle si rompe la tregua con nosotros. Gorfyddyd asciende y nosotros caemos. En Powys lo llaman rey supremo. Además, su heredero es Cuneglas, mientras que el nuestro es un pobre tullido, y menor de edad todavía. Gorfyddyd arma un ejército y nosotros sólo disponemos de bandas guerreras. Tan pronto como se recoja la cosecha de este año, Derfel, Gorfyddyd vendrá al sur con los hombres de Elmet y Powys. Dicen que será el mayor ejército que se haya visto en Britania; así pues, no es de extrañar que algunos digan -bajó la voz- que deberíamos hacer la paz en las condiciones que nos piden.
–¿Qué condiciones son ésas?
–Sólo una, la muerte de Arturo. Gorfyddyd jamás le perdonará por haber despreciado a Geinwyn. Y no se le puede culpar. – Bedwin se encogió de hombros y dio unos pasos más en silencio-. El verdadero peligro -prosiguió- estriba en que Gorfyddyd encuentre el dinero suficiente para convencer a Aelle de que vuelva a la guerra. Nosotros no podemos pagar más a los sajones, no nos queda nada, el tesoro está vacío. ¿Quién va a pagar impuestos a un régimen moribundo? Y tampoco podemos destinar lanceros a recoger los impuestos.
–Allí hay mucho oro -dije, señalando con la cabeza hacia el salón, donde el jolgorio iba en aumento-. Lunete llevaba mucho encima -añadí con resentimiento.
–Las damas de la princesa Ginebra -comentó Bedwin amargamente- no están obligadas a contribuir a la guerra con sus joyas. Y aunque lo hicieran, dudo de que hubiera suficiente para sobornar otra vez a Aelle. Si en verdad nos ataca en otoño, Derfel, todos aquellos que desean la vida de Arturo no la pedirán en susurros, sino que vociferarán su demanda desde las murallas. Claro que Arturo podría marcharse, sencillamente. Podría volver a Brocelianda, supongo; Gorfyddyd se ocuparía entonces de Mordred y quedaríamos reducidos a la condición de reino vasallo bajo el poder de Powys.
Yo caminaba en silencio. No tenía idea de que la situación fuera tan desesperada. Bedwin sonrió con tristeza.
–Así que, amigo mío, parece que has salido del fuego para caer en las brasas. Habrá trabajo para tu espada, Derfel, y descuida que será pronto.
–Me gustaría ir a visitar Ynys Wydryn -dije.
–¿Para reencontrarte con Merlín?
–No, con Nimue.
Bedwin se detuvo en seco.
–¿Es que no te lo han dicho?
Algo frío me rozó el corazón.
–No me han contado nada; creí que estaría aquí, en Durnovaría.
–Estuvo aquí, sí. La princesa Ginebra mandó a buscarla. Mucho me sorprendió que acudiera, pero acudió. Debes comprender, Derfel, que Ginebra y el obispo Sansum… ¿te acuerdas de él? No podrías olvidarlo, seguro…; en fin, Ginebra y Sansum no se entienden. Nimue fue el arma de Ginebra. Dios sabrá qué esperaría la reina de ella, pero Sansum no esperó a averiguarlo; empezó a predicar contra ella acusándola de bruja. Me temo que algunos de mis cristianos no practican la caridad, y Sansum decía que debía morir lapidada.
–¡No! – exclamé horrorizado.
–¡No, no! – Levantó una mano para calmarme-. Ella también luchó, trajo paganos de los pueblos a la ciudad. Saquearon la iglesia de Sansum, se produjeron disturbios y murieron doce personas, aunque ni ella ni Sansum sufrieron daño alguno. La guardia del rey temió que fuera un ataque a Mordred. No lo era, claro está, pero eso no impidió que echaran mano a las lanzas. Después, Nabur, el magistrado responsable del rey, tomó presa a Nimue y la declaró culpable de iniciar la revuelta. ¡Cómo no, siendo cristiano! El obispo Sansum exigió pena de muerte, la princesa Ginebra exigió que fuera puesta en libertad y mientras duraba la disputa, Nimue se pudría en los calabozos de Nabur. – Bedwin hizo una pausa y vi en su cara que lo peor estaba aún por llegar-. Enloqueció, Derfel -prosiguió al fin- Fue como enjaular a un halcón, ¿comprendes? Y se rebeló contra los barrotes. Se volvió loca de atar, gritaba y gritaba y nadie podía detenerla.
Sabía lo que iba a decirme a continuación y sacudí la cabeza.
–No -dije.
–La isla de los Muertos -me dio por fin la horrenda noticia-. No les quedó otro remedio.
–¡No! – exclamé otra vez; Nimue estaba en la isla de los Muertos, perdida entre los irrecuperables, no podía soportar la sola idea de semejante destino-. Ha recibido la tercera herida -dije en voz baja.
–¿Cómo? – preguntó Bedwin, colocándose la mano tras la oreja.
–Nada. ¿Vive aún?
–¿Quién sabe? Nadie va allí, y el que va no regresa.
–¡Entonces es allí adonde Merlín ha ido! – exclamé aliviado.
Sin duda Merlín se habría enterado de la noticia cuando hablaba con el hombre al fondo del patio, y él era capaz de hacer lo que nadie más haría. La isla de los Muertos no encerraba horrores para él. ¿Qué otra cosa le habría hecho desaparecer tan precipitadamente? Pensé que al cabo de un día o dos reaparecería en Durnovaria con Nimue, rescatada y repuesta. No podía ser de otra forma.
–Roguemos a Dios por que así sea -dijo Bedwin-, por el bien de Nimue.
–¿Qué ha sido de Sansum? – pregunté, con deseos de venganza.
–No recibió castigo oficial; pero Ginebra convenció a Arturo de que le retirase la capellanía de Mordred. Después, murió el anciano que administraba la capilla del Santo Espino de Ynys Wrydyn y logré convencer al joven obispo de que tomara él el relevo. No le agradó, pero sabía que se había forjado muchas enemistades en Durnovaria y finalmente aceptó. – La complacencía de Bedwin en la derrota de Sansum era evidente-. No hay duda de que aquí ha perdido influencia, y no creo que vuelva. A menos que sea mucho más sutil de lo que pienso. Naturalmente, él es uno de los que murmuran que Arturo debería ser sacrificado. Y Nabur también. En nuestro reino existe una facción que apoya a Mordred, Derfel, y se preguntan por qué hemos de luchar por Arturo.
Evité pisar el vómito que un soldado borracho, salido del salón, había arrojado en el suelo. El hombre protestó, me miró y volvió a vomitar.
–¿Quién, sino Arturo, podría gobernar Dumnonia? – pregunté a Bedwin, alejados ya del soldado borracho.
–Buena pregunta, Derfel, ¿quién? Gorfyddyd, claro está, o su hijo Cuneglas. Algunos dicen que Gereint, pero él no lo desea. Nabur incluso habló de mí. No dijo nada concreto, claro está, sólo alguna insinuación. – Bedwin soltó una risita burlona-. ¿De qué serviría yo ante nuestros enemigos? Necesitamos a Arturo. Nadie sino él habría sido capaz de contener semejante circulo de enemigos durante tanto tiempo, pero la gente no lo entiende, Derfel. Le culpan del caos, pero si hubiera cualquier otro en el poder, el caos sería aún mayor. Somos un reino sin un rey de verdad, por eso cualquier valentón ambicioso pone el ojo en el trono de Mordred.
Me detuve junto al busto de bronce que tanto se parecía a Gorfyddyd.
–Si Arturo hubiera desposado a Ceinwyn… -dije, pero Bedwín me interrumpió.
–Sí, si, Derfel. Si el padre de Mordred no hubiera muerto, o sí Arturo hubiera matado a Gorfyddyd en vez de cortarle sólo un brazo, todo seria diferente. La historia no es sino una cadena de síes. Tal vez tengas razón, tal vez si Arturo hubiera desposado a Ceínwyn, ahora estaríamos en paz y quizá la cabeza de Aelle estuviera clavada en una lanza en Caer Cadarn, pero ¿ cuánto tiempo crees que Gorfyddyd habría soportado el éxito de Arturo? Y, sobre todo, no te olvides de por qué Gorfyddyd se avino a la idea del matrimonio.
–¿Por la paz?
–Ni mucho menos. Gorfyddyd permitió que su hija se prometiera porque creía que el hijo de ella, es decir, su nieto, reinaría en Dumnonia, y no Mordred. Creí que estaba claro como el agua.
–Para mi no -dije, pues cuando estuve en Caer Cadarn y Arturo enloqueció de amor yo no era sino un simple lancero de la guardia, no un capitán con motivos para especular sobre los móviles de reyes y príncipes.
–Necesitamos a Arturo -repitió Bedwin, mirándome a los ojos-, y si él necesita a Ginebra, pues que así sea. – Encogióse de hombros y siguió caminando-. Me habría complacido más que desposara a Ceinwyn, pero la elección y el tálamo no son de mi competencia. Ahora, la pobre doncella habrá de casar con Gundleus.
–¡Con Gundleus! – exclamé, en voz tan alta que asusté al soldado mareado, el cual protestó desde el charco de vómitos-. ¿Ceinwyn con Gundleus?
–La ceremonia de compromiso se celebra dentro de dos semanas -respondió Bedwin con calma- durante Lughnasa. – Lughnasa era la fiesta de verano de Lleullaw, el dios de la luz, y estaba dedicada a la fertilidad; por ese motivo, todo compromiso de matrimonio celebrado durante la fiesta se consideraba muy auspicioso-. Se unirán a finales de otoño, después de la guerra. – Calló un momento, al darse cuenta de que las últimas palabras insinuaban que Gorfyddyd y Gundleus ganarían la guerra y que la ceremonia de matrimonio formaría parte de la celebración de la victoria-. Gorfyddyd ha jurado entregarles la cabeza de Arturo como regalo de boda -añadió Bedwín con pesadumbre.
–¡Pero Gundleus ya está casado! – dije, sin saber por que estaba tan indignado.
¿Seria porque recordaba la frágil belleza de Ceinwyn? Todavía llevaba su broche colgado bajo la coraza, pero me dije que la indignación no era por ella, sino sólo por lo mucho que odiaba a Gundleus.
–El hecho de estar casado con Ladwys no le privó de contraer matrimonio con Norwenna -dijo Bedwin con mucha sorna-. Dejará a Ladwys de lado, dará tres vueltas a la piedra sagrada y besará la seta mágica o lo que hagáis los paganos para divorciaros en estos días. Por cierto, ya no es cristiano. Se divorcía al estilo pagano, se casa con Ceinwyn, le hace un heredero y luego corre al lecho de Ladwys. Al parecer, así funcionan las cosas hoy en día. – Se detuvo a escuchar un momento el sonido de las risas que venían del salón-. Aunque tal vez -prosiguió-, en años venideros se nos antojen estos días los últimos de los buenos tiempos.
Un deje en el tono de voz de Bedwin hizo que me deprimiera un poco más.
–¿Estamos condenados? – le pregunte.
–Sí Aelle mantiene la tregua, es posible que duremos un año más, siempre y cuando derrotemos a Gorfyddyd. En caso contrario, roguemos por que Merlín nos haya traído una vida nueva.
Se encogió de hombros pero no pareció muy esperanzado. El obispo Bedwin no era un buen cristiano, aunque sí un hombre de buen corazón. Ahora, Sansum me dice que por bondadoso que fuese Bedwin, nada impedirá que su alma arda en el infierno. Pero aquel verano, recién llegado de Benoic, todas las almas me parecían condenadas a la perdición. La cosecha acababa de empezar y tan pronto terminara, caería sobre nosotros la acometida de Gorfyddyd.