–Así que ya lo sabes -me reprochó-, espero un hijo y no puedo viajar. No tenemos obligación de ir. Aquí vivíamos bien. Owain era un buen señor, pero tuviste que echarlo todo a perder. ¿Por qué no te vas solo? – Estaba acuclillada junto al hogar de la cabaña, aprovechando el poco calor que proporcionaban las débiles llamas-. Te odio -dijo, y trató, en vano, de quitarse el anillo de prometida.
–¿Esperas un hijo? – pregunté atónito.
–¡Tal vez no sea tuyo siquiera! – exclamó a gritos; dejó de martirizarse el hinchado dedo del anillo y, a modo de misiva, en vez del anillo me arrojó una astilla.
La esclava suspiró amargamente al fondo de la cabaña y Lunete le tiró un leño para que se callara.
–Pero tengo que ir -dije-, tengo que ir con Arturo.
–¿Abandonándome a mi? – replicó a voces-. ¿Quieres que me convierta en una prostituta? ¿Es eso lo que pretendes?
Me lanzó otra astilla y renuncié a la pelea. Era el día siguiente al duelo de Arturo y Owain y habíamos vuelto todos a Lindinis, donde Arturo convocaría al consejo de Dumnonia para celebrar reunión en la villa; por ese motivo rondaba por las cercanías de la casa romana gran número de peticionarios con sus familiares y amigos, aguardando impacientes a que se abrieran las puertas. En la parte de atrás, donde antaño se hallara el jardín, se apiñaban armerías y arsenales. Allí precisamente aguardábanme apostados los guerreros de Owain. Bien supieron escoger el lugar de la emboscada, pues los acebos lo ocultaban a la vista de los edificios cercanos. Eché a andar por el camino acompañado de las imprecaciones de Lunete, que seguía llamándome traidor y cobarde a voz en grito.
–Bien te conoce tu mujer, sajón -dijo Griffid ap Annan, y me escupió.
Sus hombres me cerraron el paso. Había al menos una docena de lanceros, todos antiguos camaradas, mirándome con hostilidad. Por más que Arturo me hubiera tomado bajo su protección, nadie sabría jamás cómo había terminado muerto en el barro, en ese rincón oculto a las ventanas de la villa.
–Faltaste al juramento -dijo Griffid acusadoramente.
–No es cierto -me defendí.
Minac, un viejo guerrero cargado de collares y brazaletes de oro que Owain le había dado, enristró la lanza.
–No te preocupes por tu mujer -dijo con retorcida intención-, somos muchos los que sabemos cuidar de las viudas jóvenes.
Saqué a Hywelbane. A mi espalda habían empezado a congregarse mujeres, que salían de las cabañas a presenciar la venganza de sus hombres por la muerte de su señor. Lunete también estaba, y me insultaba como las demás.
–Hemos hecho otro juramento -dijo Minac-, pero no somos como tú; nosotros somos fieles a nuestra palabra.
Avanzó por el camino con Griffid a su lado. Apiñáronse los demás lanceros tras sus jefes, en tanto las mujeres se me aproximaban más y más por detrás; algunas incluso dejaron ruecas y husos, de los que nunca se desprendían, y empezaron a arrojar piedras para obligarme a avanzar hacia la lanza de Griffid. Sopesé la espada, todavía mellada en el filo por la lucha de Arturo contra Owain, y pedí a los dioses que me concedieran una muerte digna.
–Sajón -me increpó Griffid, con el peor insulto que se le ocurrió. Avanzaba muy despacio, pues conocía mi destreza con la espada-. Sajón, traidor -dijo, y reculó al punto, pues una piedra cayó en el barro entre él y yo.
Miró más allá de donde yo estaba y de pronto sintió miedo y humilló la punta de la lanza.
–Vuestros nombres -oí sisear a Nimue tras de mí- están escritos en la piedra. Griffid ap Annan, Mapon ap Ellchyd, Minac ap Caddan…
Pronunció los nombres completos de los lanceros y, con cada nombre, escupía hacia la piedra maldita que había lanzado por lo alto al medio del camino. Bajaron las lanzas.
Me hice a un lado para dar paso a Nimue. Llevaba un manto negro con capucha; su rostro quedaba en la sombra y, de la sombra, salía un brillo malévolo, el del ojo de oro. Se detuvo a mí lado; de súbito, dio media vuelta y señaló con una vara adornada de muérdago a las mujeres que antes arrojaban piedras.
–¿Queréis ver a vuestros hijos convertidos en ratas? – les increpó-. ¿Queréis que se os agrie la leche en los senos y que la orína os queme como el fuego? ¡Idos!
Las mujeres cogieron a los niños y huyeron a refugiarse en las cabañas.
Griffid sabia que Nimue era la amada de Merlín y que participaba del poder del druida, y temblaba de miedo por la maldición que podía echarle.
–Os lo ruego -dijo, cuando Nimue lo miró de frente.
Pasó junto a la lanza humillada y propinó a Griffid un sonoro golpe con la vara.
–¡Al suelo! – ordenó-. ¡Todos al suelo! ¡Tumbaos boca abajo! ¡Tumbaos! – Golpeó a Minac-. ¡Al suelo! – Se tumbaron de cara al suelo y Nimue les pisó la espalda uno por uno, con paso leve pero aplastándolos bajo el peso de una maldición terrible-. Vuestra muerte está en mis manos -les dijo-, vuestras vidas me pertenecen. Vuestros espíritus son mis juguetes. Cada mañana al despertaros daréis gracias por mi clemencia, y cada anochecer rogaréis por que vuestro sucio rostro no aparezca en mis sueños. Griffid ap Annan: jura lealtad a Derfel. Besa su espada. ¡De rodillas, mal nacido! ¡De rodillas!
Me opuse a que esos hombres me juraran lealtad, pero Nimue se volvió iracunda hacia mí y me ordenó presentar la espada. Entonces, uno a uno, con terror y barro en la cara, mis antiguos compañeros se acercaron de rodillas a besar la punta de Hywelbane. El juramento no me otorgaba derechos de señorío sobre ellos, pero les prohibía atacarme so riesgo de perder el alma, pues Nimue les advirtió que si faltaban al juramento, sus almas quedarían condenadas a vagar eternamente en la oscuridad del más allá sin encontrar nunca otro cuerpo para volver a esta tierra verde y luminosa. Uno de ellos, que era cristiano, se enfrentó a Nimue y le dijo que el juramento no significaba nada, pero le falló el valor cuando Nimue, tras arrancarse el ojo de oro de la órbita, lo tendió hacia él musitando una maldición; el lancero, aterrorizado hasta lo indecible, cayó de rodillas y besó mi espada como los demás. Una vez prestado el juramento, Nimue ordenó a los hombres que se tumbaran otra vez en el suelo; se colocó el ojo de oro en su sitio y nos marchamos dejándolos en el barro.
Subimos por el camino hasta que nos perdieron de vista, y Nimue se reía.
–¡Cuánto me he divertido! – exclamó; por un momento su voz vibró de picardía infantil, como antaño-. Ha sido divertido en verdad. ¡Cuánto odio a los hombres, Derfel!
–¿A todos?
–A los que se visten de cuero y llevan lanzas -dijo con un estremecimiento-. A ti no, pero a los demás, los odio. – Volvió la cara y escupió en el suelo-. Mucho deben de reírse los dioses de tan míseros gallitos de corral. – Se retiró la capucha y me miró-. ¿Quieres que Lunete te acompañe a Corinium?
–Juré que la protegería -contesté cariacontecido-, y me ha dicho que espera un hijo.
–¿Eso significa que deseas conservarla a tu lado?
–Sí -dije, queriendo decir no.
–Creo que eres un insensato, Derfel. Lunete hará lo que yo le diga. Pero a ti Derfel, te digo que si no la dejas ahora, te dejará ella en su momento. – Me detuvo por el brazo. Nos habíamos acercado a la entrada de la villa, donde los peticionarios aguardaban audiencia con Arturo-. ¿Sabes una cosa? – me preguntó en voz baja-. Arturo tiene intención de dejar a Gundleus en libertad.
–No. – La noticia me impactó.
–Sí. Cree que Gundleus mantendrá la paz a partir de ahora, y que es el más indicado para reinar en Siluria. No lo dejará en libertad sin el consentimiento de Tewdric, de modo que la rehabilitación no será inmediata, pero cuando sea realidad, Derfel, lo mataré. – Hablaba con la drástica sencillez de la verdad. La ferocidad le prestaba una belleza que la naturaleza le había negado. Miraba a lo lejos, por encima de la tierra húmeda y fría, hacia la lejana prominencia de Caer Cadarn-. Arturo sueña con la paz -añadió-, pero jamás habrá paz. ¡Jamás! Britania es un potaje puesto al fuego, Derfel, y Arturo lo removerá hasta el horror.
–Te equivocas -dije, fiel a mi señor.
Nimue respondió a mis palabras con una sonrisa burlona y después, sin decir más, dio media vuelta y desanduvo lo andado, en dirección a las cabañas de los guerreros.
Me abrí camino hasta la villa entre la multitud. Arturo levantó los ojos al verme entrar, me saludó sin ceremonias y volvió su atención al hombre que se quejaba de que su vecino había movido las piedras que señalaban la linde de sus tierras. Bedwin y Gereint compartían mesa con Arturo mientras que Agrícola y el príncipe Tristán permanecían de pie a un lado como montando guardia. Había cierto número de consejeros y magistrados sentados en el suelo, que, curiosamente, estaba caliente gracias a un sistema romano consistente en dejar un espacio vacío bajo el suelo, el cual se llenaba de aire caliente gracias a un horno. Por entre las rendijas se escapaban algunos hilillos de humo que quedaban flotando en la espaciosa estancia.
Escuchaban a los peticionarios por turno y se impartía justicia. La mayoría de los casos habrían podido ser atendidos en la corte de magistrados de Lindinis, situada a unos cien pasos de la villa, pero el pueblo, sobre todo los campesinos paganos, creían que las decisiones tomadas en el real consejo tenían más peso que los juicios de un jurado instituido por los romanos; por ese motivo guardaban sus disputas y contiendas hasta que se anunciaba la próxima celebración de dicho consejo. Arturo, en representación del infante Mordred, los atendía con paciencia, pero se alegró de que llegara el momento del asunto más importante del día. Dicho asunto consistía en desenredar la maraña de cabos sueltos producto de la pelea de la víspera. Los guerreros de Owain pasaron a manos del príncipe Gereint, con la expresa recomendación de Arturo de que los repartieran entre tropas diferentes. Un capitán de Gereint llamado Llywarch fue nombrado sucesor de Owain en el cargo de comandante de la guardia real. A un magistrado le fue encomendada la tarea de hacer recuento de los bienes de Owain y enviar a Kernow la parte debida en concepto de sarhaed. Advertí la brusquedad con que Arturo conducía los asuntos, mas no sin dejar de conceder siempre a cada uno la ocasión de expresar su opinión. Tal proceder podía llevar a discusiones interminables, pero Arturo poseía el don de comprender rápidamente asuntos complicados y proponer soluciones que a todos satisfacían. Por otra parte, a Gereint y a Bedwin les complacía que Arturo se hubiera asignado el primer puesto. Bedwin había depositado en la espada de Arturo todas sus esperanzas en lo tocante al futuro de Dumnonía y era, pues, su más firme partidario; por otra parte, Gereint, como sobrino de Uter, habría podido rivalizar con él, pero el príncipe carecía de la ambición de su tío y aceptaba de buen grado la disposición de Arturo para asumir la responsabilidad del gobierno. Dumnonia ya tenía un nuevo paladín del rey, Arturo ap Uter, y el alivio general se dejaba sentir en el ambiente.
Se ordenó al príncipe Cadwy de Isca que contribuyera al pago del sarhaed debido a Kernow. Se opuso a tal decisión, pero temblando ante la ira de Arturo, se avino dócilmente a satisfacer una cuarta parte del precio reclamado por Kernow. Sospecho que a Arturo le habría agradado infligir más oneroso castigo, pero yo estaba obligado por mi honor a no revelar la complicidad de Cadwy en el ataque a los páramos, y era yo el único que podía demostrarlo; así pues, Cadwy se libró de un castigo mayor. El príncipe Tristán aprobaba las decisiones de Arturo con gestos de asentimiento.
El asunto siguiente fue disponer el futuro de nuestro rey. Hasta el momento Mordred había vivido en casa de Owain, de modo que necesitaba un nuevo hogar. Bedwin propuso a un hombre llamado Nabur, jefe de los magistrados de Durnovaría. Un consejero elevó su protesta al punto, alegando que Nabur era cristiano.
Arturo golpeó la mesa para poner fin a una amarga discusión antes de que se produjera.
–¿Nabur se halla presente? – pregunto.
Un hombre de gran estatura se puso en pie al fondo de la sala.
–Yo soy Nabur. – Estaba bien afeitado y vestía toga romana- Nabur ap Lwyd -dijo presentándose formalmente.
Era joven, tenía el rostro estrecho, la expresión grave y profundas entradas en el pelo que le hacían parecer un obispo o un druida.
–¿Tenéis hijos, Nabur? – preguntó Arturo.
–Tres hijos vivos, señor. Dos varones y una niña. La niña es de la edad de nuestro señor Mordred.
–¿Hay druida o bardo en Durnovaria?
–Derella el bardo, señor.
Arturo consultó a Bedwin, el cual asintió, y luego se dirigió de nuevo a Nabur.
–¿Aceptaríais haceros cargo de la custodia del rey?
–Sería un honor, señor.
–Podéis enseñarle vuestra religión, Nabur ap Lwyd, pero sólo en presencia de Derella, el cual será tutor del niño a partir de los cinco años de edad. Recibiréis del tesoro la mitad de los emolumentos correspondientes a un rey y mantendréis una guardia permanente de veinte hombres para proteger a nuestro señor Mordred. Responderéis de su vida con vuestra alma y las
de toda vuestra familia. ¿Estáis de acuerdo?
Nabur palideció al oír que pagaría con la vida de sus hijos y su esposa cualquier cosa que le sucediera a Mordred; mas con todo, aceptó la responsabilidad, pues la ganancia no era despreciable: un puesto muy cercano al centro del poder de Dumnonía, a cambio de asumir la custodia del rey.
–Acepto, señor -dijo.
El último asunto del día fue decidir la suerte de Ladwys, esposa y amada de Gundleus y esclava de Owain. Encaróse a Arturo con aire de desafío al ser conducida a la sala.
–En el día de hoy -le dijo Arturo-, parto hacia Corinium, donde vuestro esposo permanece cautivo. ¿Deseáis acompañarme?
–Y sufrir mayor humillación a manos vuestras -dijo Ladwys.
Owain, a pesar de su brutalidad, no había logrado quebrantar el ánimo de la mujer.
Arturo frunció el ceño ante tono tan hostil.
–Para que os reunáis con él, señora -replicó Arturo amablemente-. La prisión que sufre vuestro esposo no es dura, disfruta de una casa como ésta, aunque debo admitir que bajo vigilancia. Podéis vivir con él en paz y en privado, si así lo deseáis.
A Ladwys se le escaparon unas lágrimas.
–Acaso no me quiera ya. He sido mancillada.
–No puedo hablar por Gundleus -dijo Arturo encogiendo los hombros-, sólo pido vuestra decisión. Si preferís permanecer aquí, podéis hacerlo. La muerte de Owain os deja en libertad.
Tamaña generosidad pareció desconcertarla, pero logró hacer un gesto de asentimiento.
–Iré, señor.
–Bien. – Arturo se levantó, llevó la silla a un lado de la habitacion e invitó cortésmente a Ladwys a tomar asiento. Después, se dirigió a la asamblea de consejeros, lanceros y jefes-. Debo deciros una cosa, una sola, pero habréis de entenderla bien y transmitirla a vuestros hombres, a vuestras familias, a vuestras tribus y a todo vuestro linaje. Nuestro rey es Mordred y sólo Mordred; a él debemos lealtad y a él sometemos la espada. En los años venideros el reino habrá de enfrentarse a sus enemigos, como todos los reinos, y habrá necesidad de tomar grandes decisiones; cuando dichas decisiones sean tomadas, algunos de entre vosotros murmurarán que usurpo el poder real. Es posible que lleguéis a pensar que me tienta el poder del trono. Así pues, ahora, ante todos vosotros, ante nuestros amigos de Gwent y de Kernow -hizo una inclinación hacia Agrícola y Tristán- juro por lo que cada cual tenga por más sagrado que pondré el poder que me concedéis al servicio de un único fin, cual es ver el instante en que Mordred tome el reino de mis manos tan pronto como cumpla la edad exigida. Así lo juro -concluyó abruptamente.
Prodújose cierta agitación en la sala. Hasta el momento nadie había reparado en que Arturo se había hecho rápidamente con el poder de Dumnonia. El hecho de verlo sentado a la mesa con Bedwin y el príncipe Gereint parecía indicar que los tres detentaban igual poder, mas el discurso de Arturo proclamaba que uno, y sólo uno, se hallaba por encima de los demás; Bedwin y Gereint apoyaban la decisión de Arturo con su silencio. Ni el uno ni el otro quedaban privados de su poder sino que, a partir de ese momento, lo ejercerían a gusto de Arturo, cuyo decreto consistió en que Bedwin continuara como árbitro de disputas en el reino y Gereint defendiera la frontera sajona, mientras que Arturo iría al norte a enfrentarse a las fuerzas de Powys. Yo sabía, y tal vez Bedwin también, que Arturo tenía grandes esperanzas de paz con el reino de Gorfyddyd, pero hasta el momento de asegurar dicha paz, continuaría en pie de guerra.
Aquella misma tarde una gran compañía partió hacia el norte. A la cabeza iban Arturo, acompañado de sus dos guerreros y su sirviente Hygwydd, y Agrícola con sus hombres. Morgana, Ladwys y Lunete viajaban en carreta y yo caminaba junto a Nimue. Lunete había sucumbido a la ira de Nimue. Pasamos la noche en el Tor y contemplé los grandes trabajos de Gwlyddyn. La empalizada nueva estaba en pie y la torre comenzaba a levantarse sobre los cimientos de la anterior. Ralla estaba encinta. Pelinor no me reconoció, sólo andaba de un lado a otro en la nueva jaula como si montara guardia y gritara órdenes a unos lanceros invisibles. Druidan se comía a Ladwys con los ojos. Gudovan el escribano me enseñó la tumba de Hywel, situada al norte del Tor y luego condujo a Arturo al sagrario del Santo Espino, donde reposaban los restos de santa Norwenna, muy cerca del arbusto milagroso.
A la mañana siguiente me despedí de Morgana y de Nimue. El cielo estaba azul de nuevo, el viento era frío y partimos rumbo al norte con Arturo.
Mi hijo nació en primavera y murió al tercer día. Pasaba el tiempo pero yo continuaba viendo su pequeño rostro arrugado y enrojecido y se me llenaban los ojos de lágrimas con el recuerdo. Parecía tan sano… Mas una mañana, envuelto en pañales y colgado en la pared de la cocina para que no lo rozaran los perros ni los lechones, murió sin más. Lunete lloró, como yo, y me acusó de la muerte del pequeño diciendo que el aire de Coríníum era mortal, aunque en realidad, ella se encontraba a gusto en la ciudad. Eran de su agrado los limpios edificios romanos y nuestra pequeña casa de ladrillo, situada en una calle empedrada; extrañamente, había trabado amistad con Ailleann, la amada de Arturo, y con sus dos hijos gemelos Amhar y Loholt. Me gustaba Ailleann, pero los dos niños era auténticos diablos. Arturo todo se lo consentía, tal vez se sintiera culpable de que ellos, igual que él, no fueran hijos legítimos con derecho a ser sus herederos, sino simples bastardos que tendrían que labrarse el porvenir por si solos en este mundo cruel. Jamás vi que recibieran castigo alguno, excepto en una ocasion en que los sorprendí metiendo un cuchillo a un perrito en los ojos, y los azoté a los dos. Habían cegado al perrito y decidí, por su bien, darle muerte inmediatamente. Arturo me dio la razón pero me advirtió que no me incumbía azotar a los niños. Sus guerreros me aplaudieron y creo que Ailleann aprobó mi acción.
Grande era la pesadumbre de Ailleann por aquellos días, pues sabía que sus días como compañera de Arturo estaban contados; su compañero se había convertido en el hombre más poderoso del más poderoso reino de Britania y habría de contraer matrimonio con una mujer que reforzara su poder. Yo sabia que la candidata era Ceinwyn, estrella y princesa de Powys, y tengo para mi que Ailleann no lo ignoraba. Ella deseaba regresar a Benoic, pero Arturo no consentiría que sus preciados hijos abandonaran el país. Ailleann sabia que Arturo jamás la dejaría morir de hambre, como tampoco haría una desgraciada a su real esposa manteniéndola a ella a su lado. A medida que la primavera vestía los árboles de hojas y la tierra de flores, su tristeza se hacía más y más honda.
Los sajones atacaron en primavera, pero Arturo no acudió a la guerra. El rey Melwas defendía la frontera sur desde Venta, la capital, y las bandas guerreras del príncipe Gereint se lanzaron desde Durocobrivis contra las levas sajonas del temido rey Aelle. Las fuerzas de Gereint hubieron de afrontar la peor parte de la guerra y Arturo envió refuerzos, treinta caballeros al mando de Sagramor, con lo cual se inclinó la balanza a nuestro favor. Supimos que los sajones de Aelle tomaron al negro Sagramor por un monstruo enviado desde el reino de la noche y que, careciendo de hechiceros y espadas para enfrentarse a él, optaron por la retirada. Tanto obligó a retroceder el guerrero numidio a los hombres de Aelle que ensanchó la vieja frontera en un día de jornada, marcándola con una fila completa de cabezas sajonas. Se adentró mucho en Lloegyr, e incluso en una ocasión llevó a sus caballeros hasta Londres, la ciudad más importante en tiempos romanos, aunque en esos momentos estaba en decadencia, con las murallas derruidas. Los britanos que allá sobrevivían, según palabras de Sagramor, eran apocados y le rogaron que no amenazara la frágil paz que habían establecido con los caciques sajones.
Seguíamos sin noticias de Merlín.
Aguardamos en Gwent el ataque de Gorfyddyd, pero en vez de tal ataque llegó un mensajero a caballo desde la capital, situada en Caer Sws, y dos semanas después Arturo se dirigió hacia el norte al encuentro del rey enemigo. Fui con él y once guerreros más, todos armados de espadas pero sin escudos ni lanzas. Ibamos en misión de paz, Arturo estaba emocionado por la perspectiva. Con nosotros venia Gundleus de Siluria y primero nos dirigimos hacia el este, a la capital de Tewdric, Burríum, una ciudad amurallada del tiempo de los romanos donde abundaban las armerías y el apestoso humo de las fraguas de los herreros; desde allí seguimos hacia el norte acompañados por Tewdric y sus hombres. Agrícola se hallaba en la guerra, defendiendo la frontera de Gwent contra los sajones, y Tewdric, igual que Arturo, tomó sólo una reducida guardia para que lo acompañara, aunque llevó también a tres sacerdotes, Sansum entre ellos, el curilla iracundo de negra tonsura a quien Nimue había bautizado con el nombre de Lughtigern, señor de los ratones.
Componíamos un grupo variopinto. Los hombres de Tewdric llevaban uniforme romano y manto rojo y los de Arturo, las nuevas capas verdes regaladas por su señor. Viajábamos bajo el palio de cuatro enseñas: el dragón de Mordred en representación de Dumnonia, el oso de Arturo, el zorro de Gundleus y el toro de Tewdric. Ladwys cabalgaba con Gundleus, era la única mujer del grupo. Había recobrado la alegría y Gundleus parecía satisfecho de tenerla consigo de nuevo. Continuaba en condición de prisionero, pero ceñía espada y cabalgaba en un lugar de honor, junto a Arturo y Tewdric. Tewdric aún recelaba de él, pero Arturo dábale trato de viejo amigo. Al fin y al cabo, Gundleus formaba parte de su plan de paz entre los britanos, una paz que permitiría volver las espadas y las lanzas contra los sajones.
Un cuerpo de guardia salió a nuestro encuentro en la frontera de Powys para rendirnos honores. Cubrieron el suelo con esteras y un bardo cantó la victoria de Arturo sobre los sajones en el valle del Caballo Blanco. El rey Gorfyddyd no acudió en persona pero envio en su lugar a Leodegan, el rey de Henis Wyren, a quien los irlandeses habían despojado de sus tierras y que desde entonces vivía refugiado en la corte de Gorfyddyd. El escogido fue Leodegan porque su rango lo permitía, aunque era un hombre de renombrada insensatez. Tenía una estatura extraordinaria, muy delgado, con el cuello largo, el cabello oscuro y escaso y la boca floja y h·meda. No podía parar quieto; se sobresaltaba, brincaba, guiñaba los ojos, se rascaba y gesticulaba sin cesar.
–El rey habría venido en persona -nos dijo-, si, ciertamente; pero no ha venido. ¿Comprendéis? Sea como fuere, ¡saludos de Gorfyddyd! – Observó envidioso el oro con que Tewdric recompensó al bardo. Según sabríamos después, Leodegan se había empobrecido completamente y dedicaba mucho tiempo a tratar de recuperarse de las grandes pérdidas sufridas cuando Diwrnach, el conquistador irlandés, le arrebatara las tierras- ¿Proseguimos? Tenemos alojamiento dispuesto en… -se detuvo-. Por todos los santos, se me ha olvidado, pero el comandante de la guardia lo sabe. ¿Dónde está? Allí. ¿Cómo se llama? No importa, llegaremos de todos modos.
La enseña de Powys, el águila, y la de Loedegan, el ciervo, se unieron a las nuestras. Seguimos una vía romana, recta como una lanza, que atravesaba buenos campos de labor, los mismos campos que Arturo devastara el otoño anterior, aunque sólo Leodegan podía ser tan importuno como para recordarle la campaña.
–Naturalmente, vos ya habéis pasado por aquí -le dijo.
Leodegan no tenía montura y tuvo que acercarse a pie al grupo real.
–No estoy seguro -replicó Arturo con diplomacia, aunque frunció el ceño.
–Naturalmente, naturalmente. ¿Veis? ¿Veis aquella casa quemada? ¡Vos lo hicisteis! – Leodegan miraba a Arturo con expresión resplandeciente-. Os subestimaron, ¿no es cierto? Yo se lo advertí a Gorfyddyd, se lo advertí directamente. El joven Arturo vale mucho, le dije, pero Gorfyddyd nunca ha sabido prestar oídos a palabras sensatas. Es guerrero pero no pensador. Mejor es su hijo, en mi opinión. Cuneglas, sí, mucho mejor. Me gustaría que el joven Cuneglas casara con una de mis hijas, pero Gorfyddyd no quiere ni oir hablar del tema. No importa.
Tropezó en una mata de hierba. El camino, igual que el Fosse Way cercano a Ynys Wydryn, tenía terraplenes a los lados para impedir que el agua se acumulara en la calzada, pero con los años los terraplenes se habían llenado y el camino iba cubriéndose de tierra, de modo que entre las piedras nacía toda clase de hierbas. Leodegan continuó señalando lugares devastados por Arturo, pero al cabo de un rato, y viendo que no obtenía respuesta, renunció a la conversación y vino a unirse a la guardia, que caminaba detrás de los tres sacerdotes de Tewdric.
Primero intentó hablar con Agravain, el comandante de la guardia de Arturo, pero lo encontró de mal humor y decidió que el más comprensivo de los que rodeaban a Arturo era yo, de modo que empezó a asaetearme a preguntas sobre la nobleza de Dumnonia. Quería saber quién estaba casado y quién no.
–¿Y el príncipe Gereint? ¿Es casado, es casado?
–Si, señor -le dije.
–¿Y ella goza de buena salud?
–Si, por cuanto yo sé, señor.
–¿Y el rey Melwas? ¿Tiene reina?
–Murío, senor.
–¡Ah! – se animó al punto-. Es que ¿sabéis?, tengo hijas -me dijo con entusiasmo-, dos hijas, y las hijas deben contraer matrimonio, ¿no es cierto? Las hijas solteras de nada sirven a hombre ni a bestia. Aunque debo deciros que una de mis queridas hijas se ha prometido. Me refiero a Ginebra. Va a casarse con Valerin. ¿Conocéis a Valerin?
–No, señor.
–Un buen hombre, buen hombre, si, buen hombre, pero no… -Hizo una pausa mientras buscaba el término correcto-. ¡No posee riquezas! No posee tierras de verdad, ¿sabéis? Unos pocos terrenos llenos de espinos, creo, pero ninguna fortuna contante y sonante. No posee rentas ni oro, y un hombre sin rentas ni oro poco vale. ¡Ginebra es una auténtica princesa! Y también su hermana, Gwenhwyvach, que no tiene ningún pretendiente, ¡ninguno! Vive exclusivamente de mi bolsa, y bien sabe Dios cuán magra es mi bolsa. Sin embargo, la cama de Melwas está vacía, ¿no es así? ¡Una buena idea! Aunque es una pena renunciar a Cuneglas.
–¿Por qué, señor?
–¡Al parecen no quiere a ninguna de mis hijas! – replicó Leodegan indignado-. Se lo propuse a su padre, como sólida alianza entre reinos vecinos; un arreglo perfecto. Mas no puede ser. Cuneglas ha puesto los ojos en Helledd de Elmet y, según se dice, Arturo casará con Ceinwyn.
–Yo no lo sé, señor -repuse con inocencia.
–Ceinwyn es muy bella. ¡Si, muy bella! También lo es mi Ginebra, pero va a casarse con Valerin. íAy de mi! íQué lástima! Ni rentas ni oro, ni dinero ni nada más que unos prados anegados y un puñado de vacas enfermas. ¡No le va a gustar! Está acostumbrada a las comodidades, si, a Ginebra le gustan las comodidades, pero Valerin no sabe siquiera qué es la comodidad. Vive en una porqueriza, por lo que sé. Pero es un jefe. ¡Hay que ver! ¡Cuanto más se adentra uno en Powys, más hombres se encuentran que se autoproclaman jefes! – suspiró-. ¡Pero Ginebra es princesa! Creí que alguno de los hijos de Cadwallon, que viven en Gwynedd, la querría por esposa, pero Cadwallon es un hombre extraño. No le gusto mucho, no me ayudó cuando vinieron los irlandeses.
Calló, rumiando en silencio la gran injusticia de que había sido objeto. Ya habíamos viajado bastante en dirección norte; la gente y el paisaje resultaban extraños. En Dumnonia estábamos rodeados por Gwent, Siluria, Kernow y los sajones, pero aquí la gente hablaba de Gwynedd y Elmet, de Lleyn y de Ynys Mon. Lleyn era la antigua Henis Wyren, el reino de Leodegan, del cual formaba parte Ynys Mon, la isla de Mona. Ambas estaban ahora bajo dominio de Diwrnach, uno de los lores irlandeses de la otra orilla del mar que buscaban extender sus reinos en tierras britanas. Pensé que Leodegan debía de haber sido presa fácil para hombre tan temible como Diwrnach, famoso por su crueldad. Hasta Dumnonnía había llegado noticia de que pintaba los escudos de sus guerreros con sangre de los que mataba en la batalla. Se decía que era preferible luchar contra los sajones que contra Diwrnach.
Sin embargo, nos dirigíamos a Caer Sws para instaurar la paz, no para hablar de guerra. Caer Sws era una ciudad pequeña y lodosa construida alrededor de una guarnición romana carente de todo atractivo, asentada en un valle ancho y plano junto a un profundo vado del Severn, llamado aquí río Hafren. La capital del reino de Powys era Caer Dolforwyn, una bonita colina coronada por una piedra real, pero Caer Dolforwyn, al igual que Caer Cadarn, carecía de agua y de espacio suficientes para alojar cómodamente una corte real, con el tesoro, las armerías, las cocinas, las despensas y demás; por ese motivo, de la misma forma que los asuntos cotidianos se solucionaban en Lindinis, el gobierno de Powys se ejercía desde Caer Sws, y sólo en momentos de peligro o durante celebraciones importantes procedía la corte de Gorfyddyd a trasladarse río abajo, hasta la cima dominante de Caer Dolforwyn.
Las construcciones romanas de Caer Sws habían desaparecido, pero el salón de festejos de Gorfyddyd estaba construido sobre los cimientos de piedra de una antigua villa romana, con sendos pabellones nuevos a los lados, uno para Arturo y otro para Tewdric. El rey de Powys era un hombre taciturno cuya manga izquierda colgaba vacía sobre un costado por obra de Excalibur. Era de edad mediana y constitución robusta; abrazó a Tewdric con una expresión suspicaz en sus pequeños ojos, sin el menor asomo de cariño, y farfulló unas palabras de bienvenida. Permaneció en silencio, resentido, cuando Arturo, que no era rey, se arrodilló ante él. Sus jefes y guerreros tenían largos bigotes trenzados y pesados mantos, empapados por la lluvia que no había cesado de caer en todo el día. El salón olía a perros mojados. No había más mujeres que dos esclavas, encargadas de traer y llevar un jarro de hidromiel del que Gorfyddyd
se servía con harta frecuencia. Más tarde supimos que se había aficionado a la bebida durante las largas semanas que siguieron a la pérdida del brazo, cercenado por Excalibur, las cuales pasó con gran fiebre para consternación de sus hombres, que no confiaban en su recuperación. Tratábase de un hidromiel espeso y fuerte de cuyos efectos se esperaba que el gobierno de Powys pasara de manos del amargado y ofuscado Gorfyddyd a espaldas de su hijo Cuneglas, Edling de Powys.
Cuneglas, joven, de rostro redondo, expresión inteligente y largos bigotes oscuros, dábase con gusto a la risa y poseía un carácter tranquilo y amistoso. Resultaba evidente que Arturo y él eran almas gemelas. Juntos salieron de caza a las montañas durante tres días seguidos, y por las noches se dedicaron a la fiesta y a escuchar a los bardos. No abundaban los cristianos en Powys, pero tan pronto como Cuneglas supo que Tewdric era cristiano, convirtió unas despensas en iglesia e invitó a los sacerdotes a rezar. Incluso asistió a algún que otro sermón, aunque después manifestó que prefería a los viejos dioses. El rey Gorfyddyd opinaba que la iglesia era una insensatez, pero no prohibió a su hijo que observara tal deferencia para con el rey Tewdric, aunque se ocupó debidamente de que un druida rodeara la improvisada capilla de un círculo mágico.
–Gorfyddyd no está plenamente convencido de que deseemos la paz -nos advirtió Arturo la segunda noche-, pero Cuneglas le ha persuadido. Así pues, y por el amor de Dios, permaneced sobrios, no desenvainéis la espada y no provoquéis peleas. Al menor chispazo, Gorfyddyd nos expulsaría y nos declararía la guerra otra vez.
Al cuarto día se reunió el consejo de Powys en el gran salón. La cuestión principal del día era establecer la paz, lo cual, y a pesar de las reservas de Gorfyddyd, se logró con prontitud. El rey de Powys, apoltronado en su sitial, asistió a la proclamación pronunciada por su hijo. Cuneglas anunció que Powys, Gwent y Dumnonía serian aliadas, sangre de la misma sangre, y que cualquier ataque a cualquiera de ellas seria tomado como un ataque a las demás. Gorfyddyd asintió con un gesto, aunque sin el menor entusiasmo. Cuneglas continuó hablando y dijo que tan pronto como se consumara su matrimonio con Helledd de Elmet, dicho reino se uniría asimismo al pacto, de forma que los sajones se verían rodeados por un frente común de reinos britanos. Dicha alianza era la mejor ventaja que Gorfyddyd ganaría por firmar la paz con Dumnonia, pues podría combatir contra los sajones, y el precio que Gorfyddyd exigía a cambio de la paz era el reconocimiento de que Powys se situaría a la cabeza de dicha guerra.
–Desea proclamarse rey supremo -protestó Agravain, dirigiéndose hacia los que estábamos en las últimas filas del salón.
Gorfyddyd también exigió la restauración en su trono de su primo Gundleus de Siluria. Tewdric, el más afectado por los ataques silurios, se mostró reacio a reponer a Gundleus en el trono, y nosotros, los dumnonios, no estábamos dispuestos a olvidar el asesinato de Norwenna; por mi parte, odiaba además al hombre que tanto mal había causado a Nimue, pero Arturo nos había convencido de que la libertad de Gundleus era un precio nimio a cambio de la paz, de modo que el traidor Gundleus recuperó su poder con todos los honores.
A pesar de que Gorfyddyd pareciera reacio a firmar el tratado, debía de estar convencido de sus ventajas, pues se mostró bien dispuesto a pagar el precio más elevado de todos para zanjarlo definitivamente. Deseaba que su hija Ceinwyn, la estrella de Powys, contrajera matrimonio con Arturo. Gorfyddyd era adusto, suspicaz y severo, pero amaba a su hija de diecisiete años y la colmaba de todo el cariño y de toda la ternura que le quedaban en el alma; el hecho de que deseara casarla con Arturo, que no era rey ni poseía siquiera titulo de príncipe, era prueba de que estaba convencido de que sus guerreros debían dejar de lado la lucha contra los paisanos britanos. Del mismo modo, tal compromiso ponía de manifiesto que Gorfyddyd, igual que su hijo Cuneglas, reconocía que Arturo representaba el poder real de Dumnonia, de modo que durante la gran fiesta que siguió al consejo, Ceinwyn y Arturo quedaron formalmente comprometidos.
La ceremonia de compromiso fue considerada de importancia suficiente como para que el consejo en pleno se trasladara de Caer Sws al salón de festejos de la cumbre de Caer Dolforwyn, lugar más auspicioso. Dicha cumbre recibía su nombre de la pradera que se extendía a sus pies, nombre que significaba, con toda propiedad, pradera de la doncella. Llegamos a la puesta del sol, cuando la cumbre se hallaba envuelta en el humo de las grandes hogueras donde se asaban venados y cerdos. A gran distancia bajo nuestros pies, el Severn describía una curva de plata en el valle y, hacia el norte, las grandes cordilleras se perdían en dirección a la oscura Gwynedd. Decían que en los días claros se veía Cadair Idris desde el pico de Caer Dolforwyn, pero aquella tarde una lejana cortina de lluvia empañaba el horizonte. Cuando el sol tiñó de escarlata las nubes de poniente, una pareja de milanos reales salió volando de entre las tupidas copas de los gruesos robles que poblaban las faldas bajas del monte; todos convinimos en que la presencia de dos aves volando a hora tan tardía era un presagio maravilloso de lo que estaba a punto de suceder. En el gran salón los bardos cantaban
la historia de Hafren, la doncella humana que había dado nombre a Dolforwyn y que se había convertido en diosa cuando su madrastra trató de ahogaría en el río al pie de la colina. La canción duró hasta el ocaso total del sol.
La ceremonia se llevó a cabo durante la noche para obtener la bendición de la diosa Luna. Arturo se preparó convenientemente; abandonó el salón durante una hora y volvió revestido de todo su esplendor. Hasta los hombres más aguerridos contuvieron el aliento al verlo entrar, pues llegó con armadura completa. La cota de escamas, con placas de plata y oro, destellaba a la luz de las antorchas, y las plumas de ganso de su yelmo plateado que se asemejaba a una calavera acariciaron las vigas del techo a su paso por el pasillo central. El escudo, repujado en plata, brillaba a la luz; y Arturo avanzó barriendo el suelo con el manto blanco. En los salones de festejos no se llevaban armas, pero aquella noche plugo a Arturo portar a Excalibur. Llegó pues hasta la alta mesa a grandes pasos, como un conquistador que impone la paz; incluso Gorfyddyd de Powys contempló boquiabierto el avance hacia el estrado del que otrora fuera su enemigo. Hasta el momento Arturo había sido hacedor de la paz, pero esa noche quería recordar a su futuro suegro el alcance de su poder.
Unos momentos más tarde Ceinwyn hizo su entrada en el salón. Había permanecido oculta en las habitaciones de las mujeres desde nuestra llegada a Caer Sws, y ese encierro tan sólo había conseguido aumentar las expectativas de los que jamás habíamos visto a la hija de Gorfyddyd. Confieso que muchos de nosotros esperábamos que la estrella de Powys nos decepcionara, mas en verdad su hermosura sobrepasaba con mucho la de la más esplendorosa estrella. Entró en el salón rodeada de sus damas y su visión dejó sin aliento a los hombres. A mí me cortó la respiración. Tenía su tez el color claro común entre los sajones, pero en ella adquiría un candor y una delicadeza más sutiles. Parecía muy joven por su expresión tímida y su actitud recatada. Iba vestida de lino teñido de amarillo dorado, el tinte de la resma de abejas, con estrellas blancas bordadas alrededor del cuello y del borde del vestido. Su cabello dorado era tan sedoso que brillaba como la armadura de Arturo, y su talle tan grácil que Agravian, que estaba sentado a mi lado en el suelo del salón, comentó que no serviría para alumbrar hijos.
–Cualquier criatura de tamaño regular moriría en el intento de pasar entre esas caderas -dijo agriamente; a pesar de todo compadecí a Ailleann, quien con toda seguridad habría deseado que la esposa de Arturo no fuera más que una conveniencia dinástica.
La luna ascendía sobre la cima de Caer Cadarn cuando Ceinwyn avanzó despacio, tímidamente, hacia Arturo. Llevaba en las manos una correa, dádiva destinada a su futuro esposo en señal de que pasaba de la tutoría de su padre a la de él. Arturo se azoró y a punto estuvo de dejar caer la correa cuando Ceinwyn se la entregó, un mal presagio a fe mía, pero todos sin excepción, incluso el propio Gorfyddyd, tomaron la cosa a chanza; entonces Iorweth, el druida de Powys, formalizo el compromiso de la pareja. Las antorchas temblaron cuando unieron sus manos con una guirnalda de hierbas. Arturo ocultaba el rostro tras el yelmo plateado, pero Ceinwyn, la dulce Ceinwyn, estaba radiante de dicha. El druida los bendijo y encareció a Gwydion, la diosa de la luz, y a Aranrhod, la diosa dorada de la aurora, que fueran sus más caras protectoras y que bendijeran a toda Britania con el don de la paz. Un músico tañó el arpa, los hombres aplaudieron y Ceinwyn, la maravillosa Ceinwyn de plata, lloraba y reía por el regocijo que le colmaba el alma. Aquella noche entregué mi corazón a Ceinwyn, como muchos otros hombres. Se sentía bienaventurada, y no era de extrañar, pues con Arturo veiase libre de la pesadilla de toda princesa, es decir, contraer matrimonio según los dictados de su país, no seg·n el deseo de su corazón. Una princesa podía ser entregada en matrimonio a cualquier chivo viejo, panzudo y maloliente si con ello se aseguraba una frontera o se establecía una alianza, pero Ceinwyn había encontrado a Arturo, en cuya juventud y bondad cifró sin duda el fin de sus temores.
Leodegan, el rey exiliado de Henis Wyren, llegó al salón en el momento culminante de la ceremonia. El rey refugiado no había permanecido con nosotros desde la llegada sino que había partido a su hogar, al norte de Caer Sws. En ese momento, ansioso por participar de la generosidad que se prodigaba en las ceremonias de compromiso, apareció en las últimas filas y se unió a los aplausos que agradecían la distribución de oro y plata por parte de Arturo. Además, Arturo había obtenido licencia del consejo de Dumnonia para devolver a Gorfyddyd la armadura que le arrebatara el año anterior, aunque dicho tesoro fue devuelto en privado para que ninguno de los presentes hubiera de recordar la derrota de Powys.
Una vez cumplida la entrega de presentes, Arturo se retiró el yelmo y tomó asiento junto a Ceinwyn. Habló con ella, inclinándose un poco según su costumbre, de modo que sin duda ella creería ser la persona más importante para él bajo el firmamento, y en realidad estaba en todo su derecho de sentirse así. A muchos de los presentes nos picaron los celos al contemplar amor tan perfecto, en apariencia al menos, y hasta el propio Gorfyddyd, que sin duda había de lamentar la entrega de su hija al hombre que lo había lisiado para siempre en el campo de batalla, parecía participar de la felicidad de Ceinwyn.
Mas hubo de ser esa misma noche, cuando por fin se anunciaba la paz, la noche en que Arturo propiciara la ruina de Britania.
En aquel momento ninguno lo sabíamos. Al reparto de regalos de compromiso siguieron la bebida y los cantos. Nos deleitaron los malabaristas, escuchamos al bardo real de Gorfyddyd y cantamos a grandes voces nuestras propias tonadas. Uno de los nuestros, olvidando la advertencia de Arturo inició una pelea con un guerrero de Powys; los dos borrachos fueron arrastrados al exterior y remojados profusamente hasta que, media hora después, reaparecieron el uno en brazos del otro jurándose amistad eterna. En algún momento durante ese rato, cuando las hogueras ardían al máximo y la bebida corría por todas las gargantas, vi que Arturo miraba fijamente hacia el fondo del salón y, curioso como era, me volví hacia el objeto de su atención.
Descubrí entonces a una mujer joven, cuya cabeza y hombros sobresalían entre la multitud, que observaba el ambiente con gesto desafiante. Su actitud parecía decir: Si eres capaz de dominarme a mí, serás capaz de dominar cualquier cosa que se presente en este mundo vil¿. Todavía la veo, erguida entre sus perros cazadores de cuerpo tan esbelto y fuerte, hocico tan alargado y mirada tan depredadora como su propia ama. Tenía ojos verdes, con un fondo de crueldad. No era tierno su rostro, ni tampoco su cuerpo. Era una mujer de rasgos duros y pómulos altos, lo cual favorecía la imagen de su cara hasta la hermosura, pero con dureza, con extrema dureza. El cabello la hacía definitivamente bella, así como el porte, pues manteniase erguida como una lanza con el pelo sobre los hombros cual cascada de suaves rizos rojos. El tono de sus cabellos suavizaba la dureza de los rasgos, pero su risa escarnecía a los hombres cual salmones caídos en la trampa. Han existido numerosas mujeres más bellas, y miles mucho mejores, pero desde que el mundo es mundo, dudo que hayan abundado damas tan inolvidables como Ginebra, primogénita de Leodegan, rey exiliado de Henis Wyren.
Y de mayor provecho habría sido, solía decir Merlín, que semejante mujer hubiera sido arrojada al agua el día de su nacimiento.
Al día siguiente hubo partida real de caza de venados. Los mastines de Ginebra abatieron un cervatillo, un macho joven que aún no tenía cuernos, aunque oyendo a Arturo alabar a los perros habríase dicho que la pieza cobrada era el mismísimo Ciervo Montaraz de Dyfed.
Los bardos cantan al amor y los hombres y las mujeres suspiran por él, pero nadie sabe lo que es hasta que nos alcanza como lanza arrojada en la oscuridad. Arturo no podía apartar los ojos de Ginebra, aunque bien saben los dioses que lo intentó. Durante los días posteriores a la ceremonia de compromiso, de vuelta a Caer Sws, Arturo paseaba y conversaba con Ceinwyn, pero no podía esperar a ver a Ginebra, y ella, que sabia exactamente el juego que se traía entre manos, lo hipnotizaba. Valerin, su prometido, se hallaba en la corte; Ginebra paseaba de su brazo y reía, y de vez en cuando lanzaba a Arturo una tímida mirada de soslayo; Arturo creía que el mundo se detenía en ese momento, y es que se consumía por Ginebra.
¿La presencia de Bewdin habría podido cambiar el signo de las cosas? A fe mía que no. Ni siquiera Merlín habría sido capaz de impedir lo que siguió. Habría sido como ordenar a la lluvia que regresara a las nubes o a un río que se replegara hasta sus fuentes.
La segunda noche después de la ceremonia, Ginebra acudió al pabellón de Arturo en la oscuridad y yo, que estaba de guardia, oi el cascabel de sus risas y el murmullo de sus palabras. Conversaron toda la noche, tal vez hicieran algo más pero lo ignoro, aunque hablar, hablaron, y eso lo sé porque estaba apostado a la puerta del aposento y no podía sino oír los susurros. A veces bajaban mucho el tono de voz, pero en ocasiones oi a Arturo prodigándose en explicaciones y zalamerías, en ruegos y acosos. Seguro que hablaron de amor aunque no lo oí, pero si que oi a Arturo hablar de Britania y del sueño que le había traído desde Armórica, cruzando el mar. Habló de los sajones, dijo que eran una peste que había que erradicar para conseguir la felicidad de la tierra. Habló de la guerra y del gozo cruel que sentía cuando cabalgaba hacia la batalla sobre un caballo con armadura. Habló como me habló a mí en las heladas murallas de Caer Cadarn, describiendo una tierra pacífica en la que el pueblo no había de temer la llegada de lanceros en la madrugada. Habló apasionadamente, ansiosamente, y Ginebra escuchaba con atención, asegurándole que su sueño era una inspiración. Arturo tejió con su sueño un futuro en el que Ginebra formaba parte inseparable de la trama. La pobre Ceinwyn contaba sólo con su belleza y su juventud, mientras que Ginebra descubrió la íntima soledad de Arturo y prometió remediarla. Se fue antes del alba, una silueta oscura deslizándose por Caer Sws con una media luna atrapada en la maraña de sus cabellos.
Al día siguiente Arturo, lleno de remordimiento, paseó con Ceinwyn y con su hermano. Ginebra lucía una torques nueva de oro macizo y algunos de nosotros nos apiadamos de Ceinwyn, mas la estrella de Powys era una niña, Ginebra una mujer y Arturo nada podía en contra de esas cosas.
Era desvarío aquel amor, enajenación comparable a la de Pelinor, demencia bastante como para condenar a Arturo a la isla de los Muertos. Todo se desvaneció a sus ojos, Britania, los sajones, la nueva alianza, la magna estructura de paz, tan equilibrada y bien planeada, en pos de la cual tanto se había esforzado desde que llegara de Armórica; todo salió despedido hacia la destrucción en un remolino a cambio de la posesión de una princesa pelirroja sin dote ni reino. Arturo sabia lo que hacia, pero no podía evitarlo, del mismo modo que no podía evitar que el sol saliera. Estaba poseído, pensaba en ella, hablaba de ella, soñaba con ella, no podía vivir sin ella, pero de alguna forma, agonizando en el empeño, continuaba fingiendo fidelidad a su compromiso con Ceinwyn. Comenzaron los preparativos de la boda. Como contribución de Tewdric al tratado de paz, la ceremonia se celebraría en Glevum; Arturo partiría hacia allí en primer lugar para tomar las medidas necesarias. No podría celebrarse la boda hasta que la luna estuviera crecida. En esos días estaba en menguante, de modo que no era recomendable exponerse a tan mal presagio; por el contrario, al cabo de dos semanas los augurios serian favorables y Ceinwyn viajaría hacia el sur con flores en el cabello.
Pero Arturo llevaba un mechón de Ginebra al cuello. Era una fina trenza roja que ocultaba bajo el jubón, y tuve oportunidad de verla cuando le llevé agua una mañana. Tenía el torso desnudo y estaba afilando la navaja de afeitar en una piedra; se encogió de hombros al comprender que yo había visto la trenza.
–¿Crees que el pelo rojo da mala suerte, Derfel? – me preguntó, viendo mi expresión.
–Eso dicen todos, señor.
–¿Pero todos tienen razón? – preguntó al espejo de bronce-. Para templar bien una espada, Derfel, no la mojas con agua, sino con orina de un muchacho pelirrojo. Será porque da buena suerte, ¿no es cierto? ¿Y qué nos importa que el pelo rojo dé mala suerte? – Hizo una pausa, escupió en la piedra y siguió afilando la hoja-. Tenemos la misión de cambiar las cosas, Derfel,
no de dejarlas como están. ¿Por qué no hacer que el pelo rojo dé suerte?
–Vos lográis cuanto deseáis, señor -dije, leal y desdichado a un tiempo.
–Espero que sea cierto, Derfel -contestó con un suspiro-, lo espero de veras. – Se miró en el espejo y se estremeció al rozarse la mejilla con la cuchilla-. La paz es algo más que un matrimonio. ¡Ha de serlo! No se hace la guerra por una prometida. Si la paz es tan deseable, no se abandona la paz porque no tenga lugar un matrimonio, ¿no te parece?
–No lo sé, señor -dije.
Lo único que sabía era que mi señor buscaba razones mentalmente y las repetía una y otra vez hasta creérselas. Estaba transido de amor, tan loco que hacía del norte el sur y del calor el frío. Era la primera vez que veía a Arturo de tal forma; un hombre apasionado y, me atrevo a decir, egoísta. Había llegado tan alto y tan velozmente… Cierto que llevaba en sus venas sangre real, pero no le había sido reconocido su patrimonio y, por ende, tenía como méritos propios todas sus hazañas. Sentíase orgulloso por ello y convencido de que merced a tales gestas sabía más que cualquier otro, salvo Merlín, tal vez; puesto que su sabiduría solía coincidir con los deseos desordenados de otros hombres, sus egoístas ambiciones eran consideradas nobles y grandemente esclarecedoras; mas en Caer Sws las ambiciones chocaron de frente con los deseos de otros hombres.
Lo dejé afeitándose y salí a la luz del nuevo día, donde encontré a Agravain afilando una lanza para osos.
–¿Y bien? – me interrogó.
–No desposará a Ceinwyn -contesté.
No podían oírnos desde el pabellón, pero aunque hubiéramos estado más cerca, Arturo no nos habría oído porque estaba cantando.
–Casará con quien le han dicho que ha de casar -dijo Agravain, y escupió al suelo; después clavó la lanza en el suelo y se dirigió al pabellón de Tewdric a grandes zancadas.
No sabría decir si Gorfyddyd y Cuneglas se hallaban al corriente de cuanto sucedía, pues ninguno de los dos tenía tanto contacto con Arturo como nosotros. Probablemente, de haberlo sabido Gorfyddyd, habría pensado que la cosa carecía de importancia. Sin duda creería, si es que en algo creía, que Arturo tomaría a Ginebra por amante y a Ceinwyn por esposa. Naturalmente, sería feo llegar a semejante arreglo en la misma semana del compromiso, pero esos detalles nunca habían preocupado a Gorfyddyd de Powys. El no había observado jamás conducta menos reprochable y sabía, como saben todos los reyes, que las esposas servían para forjar dinastías y las amantes para forjar placeres. Su esposa había muerto hacía tiempo, pero su cama seguía caliente gracias a una serie de esclavas y, en su opinión, Ginebra, empobrecida como estaba, jamás subiría por encima del rango de esclava, razón por la cual no era rival para su amada hija. Cuneglas, sin embargo, era más perspicaz, y a fe mía que algo había olido, pero prefirió invertir toda su energía en el establecimiento de la paz con la sana esperanza de que la
obsesión de Arturo por Ginebra se disipara como un chubasco de verano. Tampoco sería imposible que Gorfyddyd ni Cuneglas sospechasen nada, pues bien es verdad que no enviaron a
Ginebra lejos de Caer Sws, aunque sólo los dioses saben si tal proceder habría cambiado las cosas. Agravain pensaba que se trataría de una locura pasajera. Me contó que Arturo ya había sufrido una obsesión semejante en otra ocasion.
–Fue por una muchacha de Ynys Trebes -me dijo-, pero no me acuerdo de su nombre. Mella, tal vez, o Messa, algo así. Era muy linda. Arturo se enamoró perdidamente de ella, la seguía como un perrillo a un carro f·nebre. Pero entonces era joven, tan joven que su padre creyó que jamás llegaría a nada, de modo que envió a la tal Mella o Messa a Brocelianda y la casó con un magistrado cincuenta años mayor. Murió al dar a luz, pero entonces Arturo ya la había olvidado. Es que estas cosas pasan, Derfel. Tewdric le hará entrar en razón a martillazos, ya veras.
Tewdric pasó toda la mañana encerrado con Arturo y pensé que tal vez habría conseguido hacer entrar en razon a mí señor, pues Arturo quedó escarmentado para el resto del día. No miró a Ginebra ni una sola vez, se obligó a mostrarse solicito con Ceinwyn y aquella noche, tal vez para complacer a Tewdric, Ceinwyn y él acudieron juntos a escuchar la prédica de Sansum en la pequeña capilla improvisada. Creo que a Arturo debió de gustarle el sermón del señor de los ratones, pues lo invitó a su pabellón y departieron largo rato.
A la mañana siguiente Arturo apareció con un gesto firme y severo y anunció que partiría esa misma mañana. En esa misma hora, para ser exactos. No estaba previsto que marcháramos hasta al cabo de dos días, por lo que supongo que Gorfyddyd, Cuneglas y Ceinwyn se sorprenderían, pero Arturo los convenció de que necesitaba más tiempo para preparar la ceremonia y Gorfyddyd aceptó la excusa con relativa placidez. Tal vez Cuneglas pensara que Arturo precipitaba la partida para evitar la tentación de Ginebra y, por tanto, lejos de oponerse, ordenó que dispusieran pan, queso, miel e hidromiel para el viaje. Ceinwyn, la linda Ceinwyn, se despidió primero de nosotros, la guardia. Nos había enamorado a todos y nos dolía el desvarío de Arturo, pero ninguno podíamos hacer nada contra el resentimiento que nos provocaba. Ceinwyn nos obsequió con un pequeño objeto de oro a cada uno, y todos tratamos de rechazarlo, pero ella insistió. A mí me regaló un broche de dibujos que se enlazaban, quise dárselo de nuevo a la mano, pero con una sonrisa me cerró los dedos sobre el objeto.
–Cuida de tu señor -dijo con ardor.
–Y de vos, señora -respondí fervorosamente.
Sonrió de nuevo y se dirigió a Arturo con un ramillete de rosas silvestres para que le procuraran un viaje rápido y sin peligro. Arturo colocó las flores en el cinturón de la espada y besó la mano de su prometida antes de subir al ancho lomo de Llamrei. Cuneglas quería darnos una escolta de guardias, pero Arturo rechazó tal honor.
–Dadnos licencia para partir, lord príncipe -dijo-, y nuestra felicidad será afianzada con mayor premura.
Mucho agradaron a Ceinwyn las palabras de Arturo, y Cuneglas gentil como siempre, ordenó que se abrieran las puertas; Arturo, como alma liberada del infierno, salió al galope de Caer Sws y cruzó el hondo vado del Severn enloquecido a lomos de Llamrei. Los de la guardia lo seguimos a pie y descubrimos un ramo de rosas silvestres tirado en la otra orilla del río. Agravain lo recogió del suelo para que Ceinwyn no lo encontrara.
Sansum venía con nosotros. Nadie nos dio explicación de su presencia, pero Agravain se figuró que Tewdric habría ordenado al sacerdote ayudar a Arturo a olvidar su locura, aquel desvarío por cuyo fin todos rogábamos, mal que en vano, como vana fue toda esperanza desde el momento en que Arturo divisara, al fondo del salón de Gorfyddyd, la pelirroja cabellera de Ginebra. Sagramor nos contaba una antigua historia sobre una batalla habida en el viejo mundo contra una gran ciudad de torres, palacios y templos que comenzó a causa de una mujer, por la cual vertieron su sangre en el polvo diez mil guerreros vestidos de bronce.
A fin de cuentas la historia no era tan antigua, pues dos horas después de haber salido de Caer Sws, en un bosque solitario donde no se veían casas sino sólo las paredes verticales de las montañas, rápidos arroyos y añosos árboles, encontramos a Leodegan de Henis Wyren aguardando a la vera del camino. Nos condujo, sin decir palabra, por un sendero que daba vueltas y revueltas en torno a las raíces de robles enormes, hasta llegar a un claro que se abría junto a un estanque construido por castores en el curso del río. El bosque rebosaba de mercuriales y lirios, y las últimas campanillas se cimbreaban en la umbría como bailarinas. El sol calentaba la hierba cuajada de primaveras, jarillos y violetas, y allí, más resplandeciente que las flores, esperaba Ginebra con una túnica de lino color crema. Habíase adornado el cabello con prímulas y lucía la torques de oro de Arturo, brazaletes de plata y una capelina de lana teñida de color lila. Su sola presencia nos puso un nudo en la garganta. Agravain maldijo en voz baja.
Al punto, se apeó Arturo del caballo y corrió hacia ella. La tomó entre los brazos y la oímos reír mientras nuestro señor giraba con ella en vilo.
–¡Mis flores! – exclamó Ginebra con una mano en la cabeza, y Arturo la depositó en el suelo suavemente; arrodillóse después a besarle el orillo de la túnica.
–¡Sansum! – gritó poniéndose en pie.
–¿Señor?
–Cásanos ahora.
Sansum se negó. Se cruzó de brazos, plantado con su sucio hábito negro, y levantó la barbilla.
–Estáis comprometido, señor -dijo, no sin cierto temor.
Creí que Sansum actuaba con nobleza, pero en realidad todo estaba acordado de antemano. El sacerdote no nos había acompañado a requerimiento de Tewdric, sino de Arturo. Arturo lo miró entonces, encolerizado por el cambio de opinión del terco sacerdote de cara de raton.
–¡Es lo convenido! – insistió Arturo, y al ver que Sansum se limitaba a negar con la cabeza, tocó el puño de Excalibur-. Podría arrancarte la cabeza, sacerdote.
–Los mártires siempre lo son a manos de los tiranos, señor -declaró Sansum y, postrándose de hinojos entre las flores, inclinó la cabeza y dejó expuesto su mugriento cuello-. Hacia vos voy, ¡oh, Señor! – oró, desgañitándose con la cabeza hacia el suelo-. ¡Este humilde siervo acude a vuestra gloria! ¡Alabado seáis! ¡Veo abrirse las puertas del cielo! ¡Veo a los ángeles que me aguardan! ¡Acogedme, Jesús, señor mío, en vuestro santo seno! ¡Voy hacia vos! ¡Voy hacia vos!
–Calla y ponte en pie -dijo Arturo en tono cansado.
–¿No vais a concederme la bendición de ir al cielo? – dijo Sansum mirando a Arturo con malicia.
–Anoche -replicó Arturo- convinimos en que nos casarías. ¿Por qué te niegas ahora?
–Lo he debatido con mi conciencia, señor -replicó Sansum con un encogimiento de hombros.
Arturo comprendió y dejó escapar un suspiro.
–¿Qué precio te pones, sacerdote?
–Una diócesis -contestó Sansum al punto, mientras se ponía de pie.
–Creía que era vuestro papa el que concedía tales honores -replicó Arturo-. ¿No se llama Simplicio?
–Simplicio, sí, el más santo y bendito y que disfrute de una ò larga vida plena de salud -dijo Sansum-, pero dadme una iglesia, señor, y un sitial en la iglesia, y los hombres me llamarán obispo.
–¿Una iglesia y una silla? – preguntó Arturo-. ¿Nada más?
–Y el nombramiento de capellán del rey Mordred. ¡Eso es imprescindible! ¡Su capellán personal, el único capellán del rey! ¿Comprendéis? Más unos emolumentos a cargo del tesoro que me permitan disponer de ayuda de cámara, ujier, cocinero y paje. – Se sacudió las hierbas de la sotana-. Y lavandera -añadió apuradamente.
–¿Eso es todo? – inquirió Arturo sarcásticamente.
–Un lugar en el consejo de Dumnonía -añadió Sansum sin darle mayor importancia-. Eso es todo.
–Tuyo es -respondió Arturo con displicencia-. Bien ¿qué hay que hacer para casarse?
Mientras se consumaban dichas negociaciones yo observaba a Ginebra. Tenía una expresión de triunfo en la cara, y no era de extrañar pues casaba muy por encima de las esperanzas de su pobre padre, el cual, con boca temblorosa, contemplaba la escena con abyecto pavor, temiendo que Sansum no llegase a celebrar la ceremonia; detrás de Leodegan había una muchacha pequeña y regordeta que, al parecer, tenía a su cuidado los cuatro mastines de Ginebra, que permanecían atados, y las escasas posesiones de la real familia en el exilio. Más tarde supe que la tal muchacha era Gwenhwyvach, hermana menor de Ginebra. Al parecer tenían también un hermano, pero habiase retirado hacía mucho tiempo a un monasterio de la costa salvaje de Strath Clota, donde unos extraños ermitaños cristianos competían entre si malviviendo de bayas silvestres, dejándose crecer el cabello y predicando a las focas.
El matrimonio se llevó a cabo con escaso ceremonial. Ginebra y Arturo se situaron bajo la enseña de éste y Sansum abrió los brazos para decir unas oraciones en lengua griega; después Leodegan desenvainó la espada y tocó a su hija en la espalda con la hoja antes de brindar el arma a Arturo, como señal de que Ginebra pasaba de la potestad del padre a la del esposo. Después Sansum recogió un poco de agua del arroyo y roció a la pareja diciendo que, con esa acción, los limpiaba de pecado y los recibía en el seno de la Santa Iglesia, la cual, de ese modo reconocía su unión indisoluble, sagrada a los ojos de Dios y consagrada a la procreación de hijos. Terminado el discurso, nos miró a los guardias uno por uno y nos exigió que nos declarásemos testigos de la solemne ceremonia. Todos hicimos lo que se nos pedía, pero Arturo, en su inmensa dicha, no percibió la desgana con que cumplimos la orden, aunque no pasó desapercibida a Ginebra. Nada pasaba desapercibido a Ginebra.
–Ya está -dijo Sansum concluido el mezquino rito-, sois casado, señor.
Ginebra rompió a reír y Arturo la besó. Era tan alta como él, tal vez incluso un dedo más, y he de confesar que al verlos me parecieron una pareja espléndida. Más que espléndida, pues Ginebra era atractiva en verdad. Ceinwyn era bella, pero Ginebra hacía palidecer al sol con su presencia. Los guardias estábamos escandalizados. No habríamos podido hacer nada para impedir que se consumara el delirio de nuestro señor, tanto más indecente y falso por cuanto se había perpetrado con tal precipitación. Sabíamos que Arturo era hombre impulsivo y entusiasta, pero tan extrema decisión nos dejó sin aire. Leodegan, por el contrario, no cabía en si de gozo y charlaba por los codos contando a su hija menor que la familia recobraría sus riquezas y que, en menos que canta un gallo, los guerreros de Arturo expulsarían a Diwrnach, el usurpador irlandés, de Henis Wyren. Arturo, al oir semejante baladronada, se volvió raudo hacia él.
–No creo que tal cosa sea posible, padre -dijo.
–¡Posible! ¡Naturalmente que es posible! – terció Ginebra-. Tal será el regalo de bodas que me hagáis, señor, devolver el reino a mí querido padre.
Agravain escupió asqueado. Ginebra, haciendo caso omiso del gesto, fue pasando ante nosotros y nos dio a cada uno una prímula de la diadema con que se adornaba. Después, cual criminales huyendo de la justicia de su señor, apresuramos la marcha hacia el sur para salir del reino de Powys antes de que la ira de Gorfyddyd nos diera alcance.
Merlín siempre decía que el destino es inexorable. ¡Cuántas cosas sucedieron a aquella apresurada ceremonia en el claro alfombrado de flores junto al arroyo! ¡Cuánta muerte! ¡Cuántos corazones rotos y cuánto derramamiento de sangre! Se vertieron lágrimas como para formar un gran río. Sin embargo, con el tiempo se calmaron los remolinos, se juntaron nuevos ríos y, arribadas las lágrimas al ancho mar, algunos olvidaron cómo había comenzado todo. Llegaron tiempos de gloria, mas lo que pudo haber sido no fue y, de todos los que sufrieron a causa de aquel momento bajo el sol, Arturo fue quien llevó la peor parte.
Pero aquel día Arturo fue feliz. Volvimos a casa apresuradamente.
Las nuevas del matrimonio conmovieron Britania entera como el choque de una lanza divina contra un escudo, produciendo asombro en primer lugar; durante ese periodo de calma, mientras los hombres trataban de comprender las consecuencias, llegó una delegación de Powys. Valerin, el cacique al que Ginebra se había prometido, se encontraba entre los delegados. Retó a Arturo a singular combate, pero Arturo no lo aceptó y, cuando Valerin hizo el gesto de desenvainar, los guardias tuvimos que expulsarlo de Lindinis. Era Valerin un hombre alto y vigoroso, de negros cabellos, barba negra, mirada intensa y nariz partida.
Grande era su pesadumbre, y mayor a·n su ira, mas sus ansias de venganza quedaron desbaratadas.
Iorweth el druida encabezaba la delegación, enviada por Cuneglas más que por Gorfyddyd. Gorfyddyd se había emborrachado de rabia e hidromiel, mientras que su hijo aún conservaba la esperanza de extraer paz del desastre. El druida Iorweth, hombre serio y sensible, departió largamente con Arturo. Dijo que su matrimonio no era válido porque había sido celebrado por un sacerdote cristiano, cuya religión no reconocían los dioses britanos. Propuso que Arturo tomara a Ginebra como amante y desposara a Ceinwyn.
–Ginebra es mi esposa -le oímos replicar todos.
El obispo Bedwin se puso de parte de Iorweth, pero no logró hacer cambiar a Arturo de opinión; ni la perspectiva de la guerra le habría hecho cambiar de opinión. Iorweth habló de la posibilidad de que tal catástrofe sucediera aduciendo que Dumnonia había insultado a Powys y que tal insulto habría de lavarse con sangre en caso de que Arturo no cambiara de opinión. Tewdric de Gwent había enviado al obispo Conrad para abogar por la paz y para rogar a Arturo que renunciase a Ginebra y contrajera matrimonio con Ceinwyn; Conrad llegó a amenazar a Arturo con la posibilidad de que Tewdric firmara un tratado de paz con Powys por su cuenta.
–El rey y señor mío no luchará contra Dumnonia -oi que Conrad le decía a Bedwin, mientras los dos obispos paseaban por la terraza situada frente a la villa de Lindinis-, mas tampoco luchará por esa ramera de Henis Wyren.
–¿Ramera? – inquirió Bedwin, alarmado y sorprendido por semejante apelativo.
–Tal vez no lo sea -admitió Conrad-, pero os aseguro, hermano mío, que nadie la ha atado corto jamás.
Bedwin hizo un gesto de desaprobación ante tanta permisividad por parte de Leodegan; luego se alejaron y no oí nada más. Al día siguiente el obispo Conrad y la delegación de Powys partieron hacia sus respectivos paises sin buenas noticias en las alforjas.
No obstante Arturo creía llegado el tiempo de la felicidad. Estaba seguro de que no habría guerra porque Gorfyddyd había perdido ya un brazo y no querría arriesgarse a perder el otro. Además, la sensatez de Cuneglas era un seguro de paz; eso creía Arturo. Pensaba que durante un tiempo proliferarían las rencillas y la desconfianza, pero todo pasaría. Creía que su felicidad había de abarcar todo el orbe.
Empleáronse peones en la ampliación de la villa de Lindinis para hacer de ella un palacio digno de una princesa. Arturo envió recado a Ban de Benoic, su antiguo señor suplicando le prestase mamposteros y yeseros duchos en restauración de edificios romanos. Quería un huerto, un jardín y un estanque con peces; deseaba además una bañera con agua caliente y un patio donde tocaran arpistas. Arturo pretendía regalar a su dama un paraíso en la tierra; mas otros buscaban venganza, y aquel verano supimos que Tewdric de Gwent y Cuneglas se habían reunido con el fin de firmar un tratado de paz en el cual, entre otras cosas, se acordó que los ejércitos de Powys tendrían paso franco por las vías romanas que cruzaban Gwent. Todas esas vías conducían únicamente a Dumnonia.
Con todo, el verano iba transcurriendo sin que se produjeran ataques. Sagramor mantenía a raya a los sajones mientras Arturo pasaba un estío de amor. Como miembro de su guardia, yo estaba con él día si día no, pero en vez de ir armado con espada, lanza y escudo solía ir provisto de jarros de vino y canastas de viandas, pues Ginebra gustaba de ir a merendar a recónditos claros entre los árboles y a la orilla de arroyos ocultos; de este modo, los lanceros habíamos de cargar con bandeja de plata, cuernos de bebida, viandas y vino al lugar designado. Rodeóse Ginebra de una corte de damas, de la cual, válgame el cielo, formaba parte mi Lunete; ella, que tan amargamente se había quejado por abandonar su casita de ladrillo en Coríníum, en cuestión de días entrevió un futuro mucho más halagüeño junto a la princesa. Lunete era bella y Ginebra decía que sólo deseaba ver a su alrededor gentes y objetos bellos, de modo que tanto ella como sus damas se ataviaban con los más finos paños y se adornaban con oro, plata, azabache y ámbar; además la princesa pagaba a arpistas, cantores, danzarines y poetas para solaz de la corte. Jugaban en los bosques a perseguirse y esconderse y pagaban prenda si rompían alguna de las complicadas reglas que Ginebra inventaba. Leodegan administraba el dinero de los juegos y el que se gastaba en la villa de Lindinis, pues había recibido el nombramiento de tesorero de la casa de Arturo. Juraba que el dinero provenía íntegramente de rentas en anticipo, y tal vez Arturo creyera a su suegro, aunque los demás dábamos crédito a las oscuras habladurías seg·n las cuales, en el tesoro de Mordred, el oro iba menguando en la misma proporción en que aumentaban las in·tiles promesas de devolución de Leodegan. A Arturo no parecía inquietarle. Aquel verano fue para él como la cata de la paz en Britania, pero a los demás nos parecía el cielo de un loco.
Amhar y Loholt también fueron llamados a Lindinis, aunque no así su madre, Ailleann. Los gemelos se presentaron a Ginebra, y a fe mía que Arturo tenía la esperanza de que se quedaran a vivir en el palacio de columnas que se estaba levantando en torno al centro de la antigua villa. Ginebra pasó un día en compañía de los pequeños y luego dijo que su presencia le molestaba. No eran agraciados, dijo, como tampoco lo era su hermana Gwenhwyvach, y como no eran agraciados ni divertidos, no había lugar para ellos en su vida. También dijo que los gemelos pertenecían a la antigua vida de Arturo y que tal cosa ya era asunto acabado. No los quiso ni le importó anunciarlo públicamente.
–Si queremos hijos -dijo acariciando a Arturo en la mejilla-, los haremos nosotros mismos, príncipe mio.
Ginebra siempre llamaba príncipe a Arturo, y él, en un principio, insistió en que ese titulo no le correspondía, pero Ginebra se empeñó en que era hijo de Uter y por tanto tenía sangre real. Arturo, para complacerla, consintió en el tratamiento. Pero los demás no tardamos en recibir la orden de dirigirnos a él como príncipe, y lo que Ginebra ordenaba siempre se cumplía.
Nadie había llevado la contraria y ganado la partida a Arturo jamás respecto a Amhar y Loholt, excepto Ginebra, que consiguió que los niños fueran devueltos a su madre, a Corinium. La cosecha fue escasa aquel año, pues se malogró a causa de las lluvias tardías que dejaron las mieses negras y marchitas. Corría el rumor de que los sajones habían tenido mejor suerte, pues en sus tierras no había caído agua a destiempo, de modo que Arturo llevó una banda de guerreros hacia el este, más allá de Durocobrivis, a buscar y saquear sus provisiones de grano. Creo que se alegró de librarse de las canciones y danzas de Caer Cadarn, y nosotros nos alegramos de que por fin se hubiera puesto al mando otra vez y nos hiciera empuñar lanzas en vez de traer y llevar paños de fiesta. Fue una incursión fructuosa que llenó de cereal los graneros de Dumnonia y el reino de oro y esclavos sajones. Leodegan, nombrado también miembro del consejo, tenía la misión de distribuir el grano gratuitamente entre todos los pueblos, pero se extendió el rumor de que la mayor parte no se entregaba gratis sino que se vendía, y que las ganancias eran desviadas hacia la casa nueva que Leodegan se estaba construyendo al otro lado del río, frente al palacio blanqueado de su hija.
A veces la locura termina. Los dioses lo disponen, no el hombre. Arturo había pasado el verano enfebrecido de amor, y no fue mal verano, a pesar de nuestros quehaceres de sirvientes, pues nuestro señor mostrábase cautivador y generoso; pero cuando llegó el otoño, con lluvias, viento y hojas doradas, pareció despertar de su sueño estival. Seguía enamorado… A fe mía que jamás dejó de estarlo, pero entonces vio el daño que había causado a Britania. En vez de paz, había una tregua preñada de resentimiento, y sabía que no duraría.
Hizo cortar fresnos desmochados para fabricar lanzas y en las cabañas de los herreros resonaba el golpeteo del martillo contra el yunque. Pidió a Sagramor que se acercara al centro del reino y envio un mensajero al rey Gorfyddyd disculpándose por el mal que había causado al rey y a su hija y suplicándole que no rompiera la paz de Britania. Envió a Ceinwyn un collar de oro y perlas, pero Gorfyddyd devolvió el collar atado a la cabeza cortada del mensajero. Supimos que Gorfyddyd había dejado la bebida y había vuelto a tomar las riendas del reino de manos de su hijo Cuneglas. Tal noticia significaba que jamás habría paz hasta que la ofensa hecha a Ceinwyn fuera vengada por las largas lanzas de Powys.
Los viajeros venían de todas partes con relatos de mal agüero. Los señores de allende el mar reunían guerreros en los reinos de las costas. Las bandas guerreras francas se multiplicaban en las fronteras de la tierra bretona. La cosecha de Powys fue almacenada y los campesinos de la leva cambiaron la hoz por la espada. Cuneglas desposó a Helledd de Elmet y de aquel país septentrional llegaron más hombres a engrosar las filas del ejército de Powys. Gundleus, que ocupaba de nuevo el trono de Siluria, forjaba espadas y lanzas en los profundos valles de su reino, y por levante llegaban sajones sin número a las costas conquistadas.
Arturo vistió la cota de escamas, por tercera vez, que yo viera, desde su llegada a Britania, y entonces, con dos veintenas de caballeros armados, recorrió Dumnonía. Quería mostrar su poder al reino y quería que los viajeros que transportaban mercancías hasta más allá de las fronteras propagaran también sus hazañas. Después volvió a Lindinis, donde Hygwydd, su sirviente, limpió la herrumbre reciente de las placas de su armadura.
La primera derrota fue ese mismo otoño. Se declaró una plaga en Venta que debilitó a los hombres del rey Melwas, y Cerdic, el nuevo jefe sajón, derrotó a la banda guerrera de los belgas y se apoderó de una franja de buena tierra ribereña. El rey Melwas suplicó le enviaran refuerzos, pero Arturo sabia que Cedric era el menor de sus problemas. Los tambores de guerra
retumbaban por toda la Lloegyr sajona y reinos britanos del norte, no era posible ceder lanceros a Melwas. Por otra parte Cedric parecía enteramente ocupado en sus nuevas tierras y no entrañaba peligro inminente para Dumnonia, de modo que Arturo prefirió dejar en paz a los sajones por el momento.
–Demos una oportunidad a la paz -dijo Arturo al consejo.
Pero no hubo tal.
A finales de otoño, cuando los ejércitos se preparan para engrasar las armas convenientemente y guardarlas durante los meses fríos, avanzó el poder de Powys. Britania estaba en guerra.
8
Me pregunto si Ginebra era tan bella como cuentan, y le dije que no, aunque muchas mujeres cambiarían su belleza por el atractivo de Ginebra. Como es natural, Ygraine me preguntó si ella era bella, y le dije que si, pero me contestó que los espejos de la casa de su esposo eran harto viejos y estaban gastados, y que era difícil verse.
–¿No sería un placer vernos tal como somos? – dijo.
–Dios nos ve como somos -contesté-, sólo él puede hacerlo.
–No me gusta que me sermoneéis, Derfel -dijo arrugando la cara-, no es propio de vos. Si Ginebra no era bella, ¿por qué se enamoró Arturo?
–¡En el amor no cuenta sólo la belleza! – le dije con reprobacion.
–¿Por ventura he dicho yo lo contrario? – replicó indignada-. Decís que Arturo se enamoró de Ginebra desde el momento en que la vio, y digo yo, si no fue por su belleza, ¿por qué fue?
–Le hervía la sangre con sólo verla.
A Ygraine le gustó la respuesta y sonrió.
–Así pues, era bella.
–Era como un reto para él -maticé-, y se hubiera tenido por menos que hombre de haber fracasado en conquistarla. También es posible que los dioses estuvieran jugando con nosotros. – Me encogí de hombros, incapaz de aducir más razones-. Por otra parte, nunca he insinuado que no fuera bella, pero lo suyo era algo más que belleza. Era la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
–¿Me incluís entre ellas? – preguntó mí reina inmediatamente.
–¡Pobre de mí! – repuse-. Mis ojos no son lo que eran.
Ygraine rió mi forma de esquivar la pregunta.
–¿Ginebra amaba a Arturo?
–Amaba la idea de Arturo, que fuera el paladín de Dumnonia, y… tal como lo vio la primera vez, con la armadura, Arturo el grande, el resplandeciente, el señor de la guerra, la espada más temida de toda Britania y Armórica.
Quedó pensativa, jugueteando con el cordón de borlas que ceñía su túnica blanca.
–¿Os parece que yo hago hervir la sangre a Brochvael? – preguntó, soñadora.
–Noche tras noche -repuse.
–¡Ay, Derfel! – suspiró. Bajó del alféizar de la ventana y dio unos pasos hasta la puerta desde donde dominaba nuestro pequeño corredor-. ¿Habéis estado tan enamorado alguna vez? – me preguntó.
–Si -confesé.
–¿De quién? – me preguntó sin tardanza.
–No tiene importancia.
–Para mi sí. Decídmelo. ¿De Nimue, acaso?
–No, de Nimue no -respondí con firmeza-. Nimue era distinta. La amaba, pero no me desesperaba por poseerla. Me parecía infinitamente… -hice una pausa buscando la palabra justa,
pero no la encontré-, maravillosa -dije con escasa convicción, y sin mirar a Ygraine para que no descubriera mis lágrimas.
–Entonces -insistió al cabo de unos momentos-, ¿de quién estabais enamorado, de Lunete?
–¡No! ¡No!
–¿De quién, pues? – volvió a insistir.
–Con el tiempo llegaremos a esa parte, si es que vivo hasta entonces.
–Claro que viviréis. Os haremos llegar viandas especiales desde el Caer.
–Viandas que mi señor Sansum -le dije, para que se ahorrara las molestias- se ocupará de negarme por no ser yo digno de tanta merced.
–Venid, pues, a vivir al Caer -dijo con decisión-. ¡Os lo ruego!
–Lo haría de mil amores, señora -dije con una sonrisa- mas ¡ay de mi! Juré vivir aquí.
–Pobre Derfel.
Volvió a la ventana y se quedó mirando al hermano Maelgwyn, que cavaba en el huerto. Lo acompañaba el novicio superviviente, el hermano Tudwal. El otro novicio murió de fiebres a finales de invierno, pero Tudwal aún vive y comparte la celda con el santo varón. El santo varón quiere que el chico aprenda a leer, con la intención, tengo para mí, de comprobar si realmente estoy traduciendo el Evangelio a la lengua sajona; pero el mozo no es espabilado y más presto parece a cavar que a leer. Seria hora de que vinieran a Dinnewrac algunos eruditos de verdad, pues con esta tímida primavera han llegado las habituales y enconadas discusiones en torno a la fecha de la Semana Santa, y no habrá paz hasta que se zanje la cuestión.
–¿Sansum desposó en verdad a Ginebra y a Arturo? – preguntó Ygraine de s·bito, interrumpiendo mis lúgubres pensamientos.
–Si, así es.
–¿Y no celebraron la ceremonia en una gran iglesia, al son de las trompetas?
–Fue en un claro del bosque, junto a un arroyo, entre el croar de las ranas y las candelillas de sauce que caían tras el dique de los castores.
–Nosotros nos casamos en un salón de festejos -dijo Ygraine- y el humo me hizo llorar los ojos. – Se encogió de hombros-.Bien, ¿qué cambios habéis introducido en la última parte -me preguntó acusadoramente-. ¿Hasta qué punto habéis deformado la historia?
–Nada en absoluto.
–Pero, durante la aclamación de Mordred, ¿sólo posaron la espada en la piedra? ¿No la clavaron en la roca? ¿Estáis seguro?
–Fue depositada encima de la piedra, lo juro -hice la señal de la cruz-, lo juro por la sangre de Cristo, señora mía.
Ygraine se encogió de hombros.
–Dafydd ap Gruffud va a traducir el relato como yo le diga, y me gusta la idea de la espada clavada en la piedra. Me alegro de que hayáis tratado bien a Cuneglas.
–Era un hombre bueno -dije.
Cuneglas era además el abuelo del esposo de Ygraine.
–¿Ceinwyn era realmente bella?
–Si, era bella realmente. Tenía los ojos azules.
–¡Azules! – Ygraine se estremeció al evocar un rasgo tan característicamente sajón-. ¿ Qué hicisteis con el broche que os regaló?
–¡Ojalá lo supiera! – mentí.
El broche está en mi celda, a salvo incluso de los exhaustivos registros de Sansum. El santo varón, a quien sin duda Dios enaltecerá por encima de todos los hombres, vivos o muertos, no nos permite poseer tesoro alguno. Todas nuestras pertenencias deben serle confiadas conforme a la regla; ya le he entregado cuanto me perteneciera, incluida Hywelbane, pero, que Dios me perdone, me he quedado con el broche de Ceinwyn. El oro está algo gastado por los años, pero todavía veo a Ceinwyn cuando, en la oscuridad, saco la joya de su escondite y contemplo a la luz de la luna los entresijos de filigrana. A veces…, bueno, siempre, me lo acerco a los labios. Me he convertido en un viejo chalado. Tal vez se lo regale a Ygraine, ella apreciará todo su valor, aunque aún lo conservaré un tiempo, pues el oro es cual rayo de sol en este recinto helado y frío. Claro que tan pronto como Ygraine lea estas líneas sabrá que el broche existe, pero si es tan bondadosa como creo, permitirá que lo conserve como recordatorio de una vida de pecado.
–No me gusta Ginebra -dijo Ygraine.
–Entonces he fracasado -dije.
–La pintáis con trazos duros.
Permanecí unos momentos en silencio, escuchando el balar de las ovejas.
–Podía ser bondadosa en extremo -dije, tras la pausa-. Sabía convertir la tristeza en felicidad, pero le disgustaba la vulgaridad. En su visión del mundo no cabían la imperfección, el aburrimiento ni la fealdad, pretendía hacer realidad esa idea prohibiendo tales inconveniencias. Arturo tenía su propia visión, también, pero ofrecía apoyo a los imperfectos, y quería hacerla realidad con la misma vehemencia que ella.
–Quería a Camelot -dijo Ygraine con nostalgia.
–Lo llamábamos Dumnonia -repliqué con severidad.
–Derfel, queréis despojar de dicha la historia -contestó ella enfadada, aunque en realidad nunca se enfadaba conmigo-. Quiero que sea la Camelot del poeta: praderas verdes, torres altas, damas ricamente ataviadas y guerreros esparciendo flores por el camino a su paso. ¡Quiero trovadores y risas! ¿Por ventura jamás fue así?
–En cierto modo, aunque no recuerdo muchos caminos de flores. Sí que vi muchas veces a los guerreros salir cojeando de la batalla, o arrastrándose por el polvo y gimiendo con las tripas fuera.
–¡Basta! – exclamó Ygraine-. Entonces, ¿por qué los bardos lo llaman Camelot? – preguntó retadoramente.
–Porque los poetas siempre desvarían…, de otro modo no serían poetas.
–¡Vamos, Derfel! ¿Qué tenía Camelot de especial? Decidme.
–Fue diferente porque repartió justicia en la tierra.
–¿Nada más? – preguntó Ygraine con el ceño fruncido.
–Pequeña mía, es más de lo que muchos jefes serían capaces de sonar siquiera y cuanto menos de hacerlo realidad.
Ygraine no insistió más en el tema.
–¿Ginebra era inteligente? – me preguntó.
–Mucho.
–Habladme de Lanzarote -dijo jugueteando con la cruz que llevaba al cuello.
–¡Aguardad!
–¿Cuándo aparece Merlín?
–Enseguida.
–¿El santo Sansum os trata horriblemente?
–El santo varón soporta la carga de nuestras almas inmortales sobre su conciencia. Cumple con su deber.
–Pero ¿es cierto que cayó de hinojos suplicando martirio antes de desposar a Arturo y Ginebra?
–Si -dije, y no pude evitar una sonrisa al recordar.
–Voy a pedir a Brochvael que convierta al señor de los ratones en un mártir de verdad -dijo riéndose-, y vos quedaréis al cargo de Dinnewrac. ¿Os complacería, Derfel?
–Me complacería un poco de paz para proseguir el relato -le censure.
–Bien, ¿qué sucedió después? – me preguntó con entusiasmo.
Es la hora de Armórica, la tierra del otro lado del mar, la bella Ynys Trebes, con el rey Ban, Lanzarote, Galahad y Merlín. íSeñor, qué hombres aquellos! ¡Y qué días aquellos, cuántas batallas libramos y cuántos sueños quebramos en Armórica!
Después, mucho tiempo después, cuando rememorábamos aquellos tiempos, los llamamos simplemente los años malos, pero apenas hablábamos de ellos. A Arturo no le gustaba que le recordaran los primeros días en Dumnonia, cuando su pasión por Ginebra dividió la tierra y la sumió en el caos. El compromiso con Ceinwyn había sido como un broche complicado que mantuviese cerrada una tenue túnica de gasa; retirado el broche, el atuendo se deshizo en hilachas. Arturo se sentía culpable y no deseaba hablar de los años malos.
Durante una época Tewdric no quiso luchar contra unos ni contra otros. Culpaba a Arturo del quebrantamiento de la paz y, como castigo, permitió que Gorfyddyd y Gundleus cruzaran Gwent con sus bandas guerreras para llegar a Dumnonia. Los sajones ejercían presión en levante, los irlandeses invadían las costas de poniente y, por si fueran pocos enemigos, el príncipe Cadwy de Isca se rebeló contra la autoridad de Arturo. Tewdric procuraba mantenerse al margen de todos los conflictos, pero cuando los sajones de Aelle arrasaron sus fronteras, sólo pudo acudir a los dumnonios en demanda de ayuda; de ese modo, finalmente hubo de ponerse del lado de Arturo en la guerra, aunque para entonces los lanceros de Powys y Siluria ya habían pasado por sus caminos y se habían apoderado de las montañas del norte de Ynys Wydryn, y cuando Tewdric se declaró a favor de Dumnonia, se hicieron también con Glevum.
Maduré durante esos años. Perdí la cuenta de los hombres que maté y de los aros de guerrero que llegué a forjarme. Me pusieron un mote, Cadarn, que significa el poderoso. Derfel Cadarn, sobrio en la batalla y veloz con la espada. En una ocasión Arturo me invitó a unirme a sus caballeros, pero preferí continuar con los dos pies en la tierra, en condición de lancero. Durante aquel tiempo observé mucho a Arturo y empecé a comprender por qué era tan insigne soldado. No era una simple cuestión de bravura, y bravo lo era, sino de astucia, por medio de la cual siempre vencía al enemigo. Nuestro ejército era poco flexible, de marcha lenta y escasa facilidad de movimientos una vez puesto en marcha, pero Arturo formó una reducida fuerza de hombres que viajaban raudos. él los dirigía, algunos a pie, otros a caballo, en largas manchas que rodeaban al enemigo por los flancos, de forma que siempre aparecían donde menos se los esperaba. Solíamos atacar al amanecer, cuando el enemigo aún cabeceaba sumido en los vapores etílicos de la víspera, o lo atraíamos con falsas retiradas y atacábamos entonces sus flancos desprotegidos. Tras un año de escaramuzas tales, cuando por fin expulsamos a las tropas de Gundleus y Gorfyddyd de Glevum y del norte de Dumnonia, Arturo me nombró capitán y comencé a repartir oro entre mis seguidores. Dos años después recibí el máximo elogio que puede recibir un guerrero: una oferta del enemigo para cambiar de bando. Hubo de provenir nada menos que de Ligessac, el comandante de la guardia que traicionara a Norwenna, el cual me habló en el templo de Mitra, donde su vida estaba bajo protección; ofrecióme una fortuna a cambio de servir a Gundleas, como hacía él. Me negué. A Dios gracias, siempre me mantuve leal a Arturo.
También Sagramor fue leal, y mi iniciador al servicio de Mitra. Era Mitra un dios traído a Britania por los romanos, y seguramente debió de agradarle nuestro clima, pues aún hace notar su poder. Es una deidad de soldados, ninguna mujer puede inicíarse en sus misterios. Mi iniciación tuvo lugar a finales de invierno, cuando los soldados disponen de tiempo libre. Sucedió en las montañas. Sagramor me llevó a mí solo a un valle tan profundo que la helada de la mañana permanecía en la hierba aún a la caída de la tarde. Nos detuvimos a la entrada de una cueva; Sagramor me dijo que dejara las armas a un lado y me despojara de la ropa. Me quedé allí, temblando, mientras el numidio me tapaba los ojos con una venda de gruesa tela y me decía que debía obedecer todo lo que me fuera ordenado, que si vacilaba o hablaba una vez, una sola, volvería a vestirme y a tomar las armas y seria expulsado.
La iniciación es una agresión a los sentidos, y para sobrevivir es necesario recordar una sola cosa: obediencia. Por eso a los soldados les gusta Mitra. La batalla es igual, una agresión a los sentidos que hace fermentar el miedo, y la obediencia es el tenue hilo que nos rescata del caos del miedo y nos permite sobrevivir. Más tarde yo también inicié a muchos otros en los misterios de Mitra y llegué a dominar los trucos, pero aquella primera vez, cuando entré en la gruta, no tenía la menor idea de lo que me sucedería. Entré pues en la gruta del dios y Sagramor, o algún otro, me hizo girar sobre mi mismo en el sentido del sol, tan veloz y violentamente que me mareé; entonces, me ordenaron avanzar. Me asfixiaba el humo, pero seguí adelante, bajando por el camino inclinado del suelo rocoso. Una voz me ordenó que me detuviera, otra que corriera, una tercera que me arrodillara. Me arrojaron algo a la boca y el olor de excremento humano me hizo retroceder, la cabeza me daba vueltas.
–¡Come! – gritó una voz, y a punto estuve de escupir el bocado, pero me di cuenta de que se trataba sólo de pescado en salazón.
Tomé no sé qué brebaje infecto que se me subió a la cabeza. Debía de tratarse de extracto de estramonio mezclado con mandrágora o amanita muscaría, pues a pesar de llevar los ojos bien tapados, veía bichos brillantes con alas arrugadas que se me acercaban y se lanzaban contra mi con bocas de pico. Noté en la piel llamas que me chamuscaban el vello de las piernas y los brazos. Me ordenaron seguir caminando, luego pararme, y oi que amontonaban leños en una hoguera cuyo inmenso calor notaba muy cerca. El fuego crepitaba, las llamas me abrasaban la piel desnuda y la hombría y entonces una voz me ordenó acercarme al fuego. Obedecí, y para mi sorpresa pisé agua helada… A punto estuve de lanzar un alarido de espanto, pues creí haberme metido en una cuba de metal fundido.
Me tocaron el miembro viril con la punta de una espada, la empujaron y me ordenaron avanzar hacia el arma; en el momento en que di un paso adelante, la punta de la espada desapareció. Meros trucos, naturalmente, pero las hierbas y las setas maceradas en el brebaje los agrandaban hasta darles dimensiones de milagro; tras recorrer el tortuoso camino, llegué en un estado de puro terror y exaltación a la asfixiante cámara llena de ecos donde había de celebrarse la parte más importante de la ceremonia. Condujéronme a una piedra de la altura de una mesa, pusiéronme un cuchillo en la mano derecha, y la izquierda, con la palma hacia abajo, sobre un vientre desnudo.
–Lo que tocas con la izquierda es un niño, sapo miserable -dijo la voz, y otra mano me llevó la derecha hasta situar la punta del cuchillo en la garganta del niño-, un niño inocente que no ha hecho daño a nadie -prosiguió la voz-, un niño que no merece sino vivir, y tú vas a matarlo. ¡Mata!
El niño gritó cuando hundí el cuchillo; noté la sangre caliente que me salpicaba la muñeca y la mano. El vientre que se agitaba bajo mi mano izquierda sufrió un último espasmo y no se movió más. Una hoguera ardía muy cerca y el humo se me atascaba en las fosas nasales.
Postráronme de hinojos para darme a beber un liquido templado y nauseabundo que se pegaba a la garganta y amargaba el estómago. Sólo entonces, cuando hube apurado el cuerno de sangre de toro, me quitaron la venda de los ojos y vi que había matado un cordero lechal con el vientre rasurado. Me rodearon amigos y enemigos felicitándome efusivamente: acababa de entrar al servicio del dios de los soldados. Formaba parte de una sociedad secreta que provenía sin interrupciones desde el mundo romano e incluso desde más allá; una sociedad de hombres que se habían puesto a prueba en la batalla, no como simples soldados sino como auténticos guerreros. Era un gran honor convertírse en servidor de Mitra, pues cualquier miembro de la secta podía prohibir la iniciación de otro. Hombres hubo que comandaron ejércitos mas nunca fueron elegidos, y otros que, sin destacarse de entre los rangos más bajos, llegaron a ser miembros de honor.
Después, convertido ya en elegido, me devolvieron la ropa y las armas; una vez vestido, me enseñaron las palabras secretas que me permitirían identificar a mis camaradas en la batalla. Si en medio de un combate descubriera que mi enemigo era un camarada de la secta, debía darle una muerte rápida y piadosa; en caso de que cayera prisionero en mis manos, debía tratarlo con honor. Luego, terminados los formalismos, nos dirigimos a otra gruta, enorme y alumbrada por humeantes antorchas y una hoguera donde se asaba un toro. Fue para mí un gran honor comprobar el alto rango de los asistentes a la fiesta. La mayoría de los iniciados ha de conformarse con sus propios compañeros, pero en la fiesta de Derfel Cadarn, los más poderosos
de ambos bandos se habían dado cita en la gruta de invierno. Allí estaba Agrícola de Gwent, junto con dos de sus enemigos de Siluria, Ligessac y un lancero de nombre Nasiens, el paladín de Gundleus. También se hallaban presentes doce guerreros de Arturo, algunos de mis hombres e incluso el obispo Bedwin, consejero de Arturo, que ofrecía una imagen inusitada, con una oxidada cota, cinturón y manto de guerrero.
–Fui guerrero en tiempos -dijo a modo de explicación-, e iniciado, pero ¿cuándo? ¿Hace treinta años? Mucho antes de convertirme al cristianismo, claro esta.
–¿Y eso? – pregunté, señalando hacia la cueva donde la cabeza del toro estaba alzada sobre un trípode de lanzas de modo que la sangre goteaba en el suelo-. ¿No va contra vuestra religión?
–Así es -replicó Bedwin encogiéndose de hombros-, pero no quería perderme este momento de camaradería. – Se me acercó y bajó la voz en tono confidencial-. Espero que no le digas al obispo Sansum que he venido aquí. – Me reí sólo de pensar en contarle algo al colérico Sansum, que rezongaba a todas horas, cual abeja obrera, por la miseria en que vivía Dumnonia a causa de la guerra. Condenaba de continuo a sus enemigos y carecia de amigos-. El joven señor Sansum -añadió Bedwin con la boca llena de carne y la barba pringosa de jugos sanguinolentos – desea colocarse en mi lugar y creo que lo conseguirá.
–¡Ah! ¿Sí? – exclamé horrorizado.
–Lo desea mucho y se esfuerza con gran denuedo. ¡Dios mío, cómo se esfuerza ese hombre! ¿Sabes lo que descubrí el otro día? ¡No sabe leer! ¡Ni una palabra! Ahora bien, para ser eclesiástico superior es necesario saber leer; ¿cómo se las arregla? Un esclavo le lee todas las cosas en voz alta y él se las aprende de memoria. – Bedwin me dio un leve codazo como para asegurarse de que me percataba de la extraordinaria memoria que poseía Sansum-. Todo lo aprende de memoria, salmos, oraciones, liturgia, escritos de los padres, ¡todo de memoria! ¡Dios me asista! – Sacudió la cabeza-. Tú no eres cristiano, ¿verdad?
–No.
–Pues piénsalo. Tal vez no ofrezcamos muchos placeres terrenales, pero vale la pena conservar la vida después de la muerte. Nunca logré convencer a Uter pero con Arturo tengo esperanzas
–Arturo no está -dije mirando a los reunidos y un tanto decepcionado porque mi señor no perteneciera a la secta.
–Fue iniciado en su día -dijo Bedwin.
–¡Pero si no cree en los dioses! – repliqué, haciéndome eco de las palabras de Owain.
–Arturo cree -dijo Bedwin-. ¿Cómo podría un hombre dejar de creer en Dios o en los dioses? ¿Te parece posible que Arturo crea que el hombre se ha hecho a si mismo? ¿O que el mundo apareció por casualidad? Arturo no es tonto, Derfel Cadarn. Arturo cree pero se guarda sus creencias para sí. De tal modo los cristianos piensan que es de los suyos y los paganos también, y todos le sirven con mejor disposición. No olvides, Derfel, que Arturo es amado por Merlín, y te aseguro que Merlín no ama a los descreídos.
–Añoro a Merlín.
–Todos lo añoramos -dijo Bedwin con calma-, pero consolémonos por su ausencia, pues significa que Britania no está amenazada de destrucción. Merlín vendrá cuando lo necesitemos.
–¿No creéis que lo necesitemos ahora? – pregunté molesto.
Bedwin se limpió la barba con la manga y bebió un trago de vino.
–Algunos dicen -comentó bajando la voz- que estaríamos mejor sin Arturo, que sin él habría paz, pero sin Arturo, ¿quién protegería a Mordred? ¿Yo? – sonrió al pensarlo-. ¿Gereint? Es un hombre bueno, pocos hay mejores que él, pero falto de inteligencia, indeciso, y además no desea gobernar Dumnonia. Ha de ser Arturo o nadie, Derfel. Mejor dicho, Arturo o Gorfyddyd. Y esta guerra no está perdida. Nuestros enemigos temen a Arturo, y mientras él viva, Dumnonia está a salvo. No, no creo que necesitemos a Merlín todavía.
Ligessac el traidor, otro cristiano que no veía contradicción entre la fe que abrazaba y el culto secreto a Mitra, habló conmigo al final del festín. Lo traté con frialdad a pesar de ser camaradas iniciados en el culto de Mitra, pero hizo caso omiso de mi hostilidad y me llevó por el codo hasta un rincón oscuro de la cueva.
–Arturo va a perder. Lo sabes, ¿verdad? – me dijo.
–No.
–Se unirán a la guerra más hombres de Elmet. – Sacóse un resto de carne de entre los dientes-. Powys, Elmet y Siluria -dijo contando con los dedos- unidas contra Gwent y Dumnonia. El próximo Pandragón será Gorfyddyd. Primero expulsaremos a los sajones de las tierras del este de Ratae y luego bajaremos al sur a terminar con Dumnonia. ¿Dos años?
–Se te ha subido el festín a la cabeza, Ligessac -contesté.
–Y mi señor paga los servicios de un hombre como tú. – Ligessac estaba transmitiéndome un mensaje-. Gundleus, rey y señor mio, es generoso, Derfel, muy generoso.
–Dile al rey y señor tuyo que Nimue de Ynys Wydryn tomará su cráneo como vasija para beber y que yo se lo serviré en bandeja.
Con esas palabras me alejé de él.
La guerra volvió a campear aquella primavera, aunque al principio menos destructivamente. Arturo entregó oro a Oengus Mac Airem, rey irlandés de Demetia, para que atacara a las guarniciones occidentales de Powys y Siluria, ataques que consumieron la resistencia de nuestros enemigos en las fronteras septentrionales. Arturo en persona dirigió una banda guerrera para pacificar el oeste de Dumnonia, donde Cadwy había declarado independientes sus tierras tribales; pero mientras estaba allí, los sajones de Aelle lanzaron un ataque arrasador sobre las tierras de Gereint. Más tarde supimos que Gorfyddyd había pagado a los sajones con la misma moneda con que nosotros habíamos pagado a los irlandeses, y seguramente Powys invirtió mejor su oro, pues la oleada de sajones obligó a Arturo a regresar precipitadamente del oeste, tras dejar allí a Cei, su compañero de la infancia, a cargo de la lucha contra los tatuados hombres de la tribu de Cadwy.
En esos momentos, cuando el ejército sajón de Aelle amenazaba con conquistar Durocobrivis y las fuerzas de Gwent luchaban en dos frentes, contra Powys y contra los sajones del norte, y mientras la rebelión no sofocada de Cadwy recibía el apoyo del rey Mark de Kernow, fue cuando el rey Ban de Benoíc envió demanda de ayuda.
Todos sabíamos que el rey Ban había consentido la partida de Arturo hacia Dumnonía so condición, única e ineludible, de que regresara a Armórica si Benoíc se encontraba en peligro. En ese momento, declaró el mensajero de Ban, Benoic se hallaba en situación desesperada, y el rey Ban, conminando a Arturo a cumplir su juramento, exigía su regreso.
Recibimos la noticia en Durocobrivis. La ciudad había sido una próspera guarnición romana con lujosas termas, una audiencia de justicia hecha de mármol y un gran mercado, pero ahora no era más que un empobrecido puesto fronterizo condenado a vigilar el este por si atacaban los sajones. Todos los edificios de extramuros habían sucumbido al fuego de los invasores de Aelle y jamás fueron reconstruidos; de las grandes edificaciones romanas de intramuros apenas quedaban sino montañas de cascotes. El mensajero de Ban nos encontró bajo los arcos en ruinas del antiguo salón de las termas romanas. Era de noche y una hoguera ardía en lo que había sido la piscina; el humo se arremolinaba en el techo abovedado hasta ser absorbido por una corriente de aire que lo lanzaba al exterior por un ventanuco. Acabábamos de cenar, sentados en circulo sobre el frío suelo, y Arturo condujo al mensajero de Ban al centro; allí esbozó en la tierra un mapa de Dumnonia y señaló la situación de nuestros amigos y enemigos con trozos de azulejos rojos y blancos. En todas partes los azulejos rojos de Dumnonia quedaban estrangulados entre fragmentos blancos. Habíamos tenido una refriega ese día y una lanza había alcanzado a Arturo en el pómulo derecho; la herida no era peligrosa, pero si lo suficiente como para dejarle toda la mejilla abierta. Había luchado sin yelmo, pues veía mejor sin el impedimento metálico, y si el sajón hubiera apuntado una pulgada más arriba y hacia un lado, le habría atravesado el cráneo. Luchó a pie, como solía, pues reservaba la caballería, más pesada, para las batallas desesperadas. Todos los días solían salir al combate seis caballeros montados, pero la mayoría de las caras y escasas bestias de guerra permanecían inactivas en el corazón de Dumnonia, a salvo de asaltos del enemigo. Ese día, después de que Arturo fuera alcanzado, el puñado de hombres a caballo dispersó el frente sajón tras matar a su jefe y obligar a los supervivientes a retroceder hacia el este; tan magra victoria hizo cundir el desánimo entre nosotros. El mensajero del rey Ban, un cacique llamado Bleiddig, vino a amargarnos aun mas.
–Ved que no puedo ausentarme ahora -dijo Arturo a Bleiddig, señalando los azulejos rojos y blancos.
–Un juramento es un juramento -replicó Bleiddig rotundamente.
–Si el príncipe abandona Dumnonia -terció el príncipe Gereint-, Dumnonia sucumbe.
Gereint era corpulento y de corto entendimiento, pero leal y honesto. Como sobrino de Uter, podía reclamar su derecho al trono, pero jamás lo hizo y siempre se mantuvo fiel a Arturo, su primo bastardo.
–Antes sucumba Dumnonia que Benoic -contestó Bleiddig, desoyendo impávido los iracundos murmullos que siguieron a sus palabras.
–Juré proteger a Mordred -señaló Arturo.
–Jurasteis defender Benoic -replicó Bleiddig sin inmutarse por la objeción-. Llevad al niño con vos.
–Tengo el deber de entregar el reino a Mordred -insistió Arturo-. Si él se ausenta, el reino pierde rey y corazón a una. Mordred se queda.
–¿Y quién amenaza con robarle el reino? – preguntó Bleiddig iracundo. El cacique de Benoic era corpulento, semejante a Owain y con una fuerza bruta comparable-. ¡Vos! – señaló a Arturo desdeñosamente-. ¡Si hubierais tomado a Ceinwyn por esposa no habría guerra! ¡Si la hubierais tomado por esposa, no sólo Dumnonia, sino también Gwent y Powys enviarían tropas de apoyo
a mi rey!
Los hombres gritaban y algunos desenvainaron la espada, pero Arturo pidió silencio. Un hilo de sangre brotó de la postilla y le resbaló por la larga y hundida mejilla.
–¿En cuánto estimáis el tiempo que le resta a Benoic?
Bleiddig frunció el ceño incapaz de dar una respuesta exacta, pero dijo que seis meses o un año. Explicó que los francos habían llegado al este del país con nuevos ejércitos y que Ban no podía enfrentarse a tan elevado número. El ejército de Ban, comandado por el paladín Boores, luchaba en la frontera norte, y los hombres que Arturo había dejado tras de si defendían la del sur al mando de su primo Culhwch.
Arturo miraba fijamente el mapa de azulejos rojos y blancos.
–Tres meses -dijo-. Acudiré dentro de tres meses, si puedo. Tres meses, y mientras tanto, Bleiddig, os enviaré una banda guerrera compuesta de hombres valientes.
Bleiddig discutió la propuesta argumentando que el juramento exigía la presencia inmediata de Arturo en Armórica, pero Arturo no estaba dispuesto a ceder. Reiteró que dentro de tres meses o nunca y Bleiddig tuvo que aceptar su palabra.
Arturo me hizo seña de acompañarle al patio de columnas que se abría al lado del salón. En el pequeño espacio había unas cubas fétidas como letrinas, pero Arturo no pareció percatarse.
–Bien sabe Dios, Derfel -dijo, y entonces comprendí la gran presión a que se hallaba sometido, pues había utilizado la palabra dios, en singular, como los cristianos, aunque se enmendó rápidamente-. Bien saben los dioses que no deseo perderte, pero tengo que enviar a alguien que no tema romper las filas enemigas. Tengo que enviarte a ti.
–Lord príncipe…
–¡No me llames príncipe! – me interrumpió con rabia-. No soy príncipe, y no discutas conmigo. Todo el mundo discute conmigo. Todo el mundo sabe cómo ganar esta guerra salvo yo. ¡Melwas pide hombres a gritos, Twedric quiere que acuda al norte, Cei dice que precisa cien lanzas más, y ahora Ban me quiere a mi! ¡Si empleara más dinero en el ejército y menos en poetas no tendría problemas!
–¿En poetas?
–Ynys Trebes es un refugio de poetas -dijo con amargura; se refería a la capital de la isla del rey Ban-. ¡Poetas! ¡Necesitamos lanceros, no poetas! – Se detuvo y se apoyó en una columna. Parecía más cansado que nunca-. No conseguiré nada hasta que dejemos de luchar. Si por lo menos pudiera hablar con Cuneglas cara a cara, tal vez habría una esperanza.
–No es posible mientras viva Gorfyddyd -dije.
–No es posible mientras viva Gorfyddyd -repitió; guardó silencio y supe que estaba pensando en Ceinwyn y en Ginebra. Por un hueco abierto en la techumbre, el claro de luna se colaba entre las columnas y teñía de plata su rostro huesudo. Cerró los ojos; se culpaba a si mismo de la guerra, pero lo hecho, hecho estaba. Era necesario encontrar la paz para Britania y sólo un hombre seria capaz de imponerla, el propio Arturo. Abrió los ojos e hizo un gesto de desagrado-. ¿Qué olor es, ése? – preguntó; por fin se había dado cuenta.
–Ahí blanquean el paño, señor -le dije, y señalé las cubas de madera llenas de orina y excrementos batidos de pollo en que se procesaba el preciado paño blanco que tanto gustaba a Arturo.
En circunstancias normales Arturo habría alabado tal prueba de laboriosidad en una ciudad ruinosa como Durocobrivis, pero se limitó a olvidar el hedor con un encogimiento de hombros y a tocarse el hilo de sangre fresca que le bajaba por la mejilla.
–Una cicatriz mas -comentó con arrepentimiento-. Pronto tendré tantas como tú, Derfel.
–Deberíais llevar el yelmo, senor.
–Con el yelmo puesto no veo a diestra ni a siniestra -respondió sin darle más importancia. Se alejó de la columna y me indicó que le acompañara a pasear por la arcada-. Bien; escucha, Derfel. Luchar contra los francos es igual que luchar contra los sajones. Todos son germanos, y los francos no tienen nada de especial, salvo que llevan jabalinas arrojadizas, además de las armas más conocidas. Así que mantén la cabeza baja cuando comience el ataque, y después, como siempre, barrera de escudos contra barrera de escudos. Son luchadores tenaces pero beben más de la cuenta, de forma que puedes superarlos usando la cabeza. He ahí el motivo por el que te envio a ti. Eres joven pero tienes cabeza, cosa de la que carecen muchos soldados. Creen que basta con beber y repartir hachazos a diestro y siniestro, pero así no se ganan las guerras. – Hizo una pausa y trató de disimular un bostezo-. Perdóname. Y, por lo que se me alcanza, Derfel, la situación de Benoic no es tan desesperada. Ban es de carácter emocional -pronunció la palabra con acritud- y se asusta fácilmente, pero perder Ynys Trebes le partiría el corazón y yo tendría que vivir con otra culpa sobre la conciencia. Confía en Culhwch, es bueno. Boores es efectivo.
–Pero traicionero -dijo Sagramor desde las sombras, cerca de las tinas de blanqueo.
Había dejado la sala para vigilar a Arturo.
–No es justo -dijo Arturo.
–Es traicionero -repitió Sagramor con su rudo acento- porque está con Lanzarote.
–Lanzarote puede plantear dificultades -admitió Arturo-. Es el heredero de Ban y le gusta hacer las cosas a su modo, pero a mí también. – Sonrió y me miró-. Sabes escribir, ¿verdad?
–Si, señor -dije. Habíamos dejado atrás a Sagramor, que permanecía entre las sombras sin perder a Arturo de vista. Los gatos se escabullían sigilosamente a nuestro paso y los murciélagos revoloteaban alrededor del gablete por donde salía el humo del gran salón. Me pareció imposible que ese lugar hediondo hubiera estado alguna vez alumbrado por candiles y poblado de romanos con túnicas-. Escríbeme y cuéntame lo que sucede -dijo Arturo-, así no tendré que fiarme de la imaginación de Ban. ¿Cómo está tu mujer?
–¿Mi mujer? – No esperaba tal pregunta, y por un momento creí que se refería a Canna, una esclava sajona que me hacía compañía y que me enseñaba su dialecto, algo diferente del sajón que había aprendido yo, de mi madre; pero entonces me di cuenta de que se refería a Lunete-. Nada sé de ella, señor.
–Y tampoco preguntas, ¿verdad? – Me sonrió con picardía y después suspiró. Lunete había partido con Ginebra a la lejana Durnovaria, al antiguo palacio de invierno de Uter. Ginebra no quería abandonar su bonito palacio nuevo cerca de Caer Cadarn y Arturo hubo de convencerla de que se adentrara más en el país para ponerse a salvo de invasiones enemigas-. Sansum me ha comunicado que Ginebra y todas sus damas adoran a Isis.
–¿A quién?
–Exacto -dijo Arturo con una sonrisa-. Isis es una diosa extranjera, Derfel, con sus propios misterios; tiene que ver con la luna, creo. Eso es lo que afirma Sansum. No creo que él sepa nada, tampoco, pero insiste en que prohíba el culto; en su opinión los misterios de Isis son innombrables, pero cuando le pido que me diga en qué consisten, no lo sabe. O no lo dice. ¿Sabes tú algo de eso?
–Nada, senor.
–Claro que -añadió Arturo, un tanto obligado-, si Ginebra encuentra solaz en Isis, nada malo puede haber en ello. Pero estoy preocupado por Ginebra; le prometí muchas cosas, ¿sabes?, y todavía no le he dado nada. Quiero devolver a su padre al trono, y lo haremos, si, lo haremos, pero nos costará más de lo previsto.
–¿Queréis luchar contra Dinwrnach? – inquirí, consternado.
–No es sino un hombre como cualquier otro, Derfel, y puede morir. Lo conseguiremos un día. – Se volvió hacia el salón-. Partirás, pues, hacia el sur; sólo puedo darte sesenta hombres. Sé que no es suficiente en caso de que Ban se encuentre en verdadero peligro, pero cruza el mar con ellos Derfel, y ponte a las órdenes de Culhwch. ¿Pasarías por Durnovaria, de camino, y me enviarías nuevas de mi amada Ginebra?
–Si, señor.
–Llévale un presente de mi parte. ¿Qué te parece el collar que lucía el cabecilla sajón? ¿Crees que será de su agrado? – me preguntó con ansiedad.
–Sería del agrado de cualquier mujer -respondí.
El collar era de factura sajona, burdo y macizo, pero muy bonito. Estaba hecho de placas de oro dispuestas como los rayos del sol y tenía gemas incrustadas.
–¡Bien! Llévalo a Durnovaria en mi nombre, Derfel, y luego ve a salvar Benoic.
–Haré lo posible, señor -dije con toda mi buena intención.
–Lo posible -repitió Arturo-, por el bien de mi conciencia -añadió en voz baja; apartó de un puntapié un fragmento de arcilla que asustó a un gato, el cual, arqueando el lomo, bufó- Parecía todo tan fácil hace tres años -dijo, casi en un susurro- Y después, Ginebra.
Al día siguiente partí hacia el sur con sesenta hombres.
–¿Te ha enviado a espiarme? – me preguntó Ginebra con sonrisa.
–No, señora.
–Querido Derfel -se burló de mí-, cuánto te pareces a mi esposo.
–¿Yo? – pregunté sorprendido.
–Si, Derfel; te pareces a mi esposo, aunque él es mucho más inteligente. ¿Te agrada este lugar? – me preguntó, refiriéndose al patio.
–Es hermoso -conteste.
La villa de Durnovaria era romana, naturalmente, aunque en su día sirvió a Uter como residencia de verano. Bien sabe que no sería tan hermosa cuando el rey la ocupaba, pero Ginebra había devuelto al edificio algo de su antigua grandeza. El patio tenía columnas, como el de Durocobrivis, pero el tejado estaba en perfecto estado y las columnas, encaladas. El emblema de Ginebra se repetía en las paredes interiores en cada arcada, una sucesión de ciervos coronados con una luna creciente. Al ciervo, el de su padre, había añadido ella la luna; los semicírculos completaban vistosamente la obra de arte. El agua corría por unos canales cubiertos de azulejos junto a los que crecían rosas blancas; había en sendas perchas dos halcones de caza que movían la encapuchada cabeza a nuestro paso bajo la arcada romana. También había estatuas de hombres y mujeres desnudos repartidas por el patio, y en los plintos que servían de basa a las columnas, bustos de bronce festoneados de flores. El macizo collar sajón, regalo de Arturo, lucía en ese momento en el cuello de un busto de bronce. Ginebra, después de juguetear unos momentos con la joya, frunció el ceño.
–Una pieza burda, ¿no te parece? – me preguntó.
–El príncipe Arturo piensa que es bella, señora, y digna de vos.
–Mi querido Arturo -comentó como al descuido, escogió el busto de un hombre feo, de expresión ceñuda, y le colocó el collar al cuello-. Así está mejor -dijo refiriéndose al busto-. Le llamo Gorfyddyd porque se parece un poco a él, ¿no crees?
–Si, señora.
Ciertamente, la cara amarga y desdichada del busto recordaba a Gorfyddyd.
–Gorfyddyd es un animal -dijo Ginebra-. Quiso robarme la virginidad.
–¿Eso es cierto? – logré decir tras recobrarme de tamaña revelación.
–Lo intentó pero no lo consiguió -ratificó con firmeza-. Estaba borracho, me besuqueaba por todas partes, me dejó llena de babas, hasta aquí -dijo, señalándose los senos. Llevaba una sencilla enagua de lino que le caía recta desde los hombros hasta los pies. A fe mía que debía ser de un paño carísimo, pues era de una sutileza tan atractiva que, si miraba a Ginebra con atención, cosa que procuré evitar en lo posible, su cuerpo desnudo se insinuaba bajo los delicados pliegues de la tela. Llevaba en el cuello un ciervo de oro con la luna creciente, pendientes de gotas de ámbar engarzadas en oro en las orejas y, en la mano izquierda, un anillo de oro con el oso de Arturo cortado por una cruz de amante-. Me besuqueaba con su boca babosa -prosiguió encantada- cuando terminó, o mejor dicho, cuando dejó de intentarlo y de balbucear que iba a convertirme en su reina y que seria la mujer más rica de Britania, me fui a ver a Iorweth para que me hiciera un conjuro contra un amante no deseado. No le dije al druida que se trataba del rey, claro está, aunque seguramente no habría importado porque Iorweth era capaz de cualquier cosa a cambio de una sonrisa; así pues, preparóme el conjuro y yo lo enterré. Luego, por medio de mi padre hice saber a Gorfyddyd que había enterrado un conjuro contra la hija de un hombre que había intentado violarme. Gorfyddyd comprendió de quién se trataba y, como adora a su insípida pequeña Ceinwyn, no volvió a molestarme. – Soltó una carcajada-. ¡Qué necios son los hombres!
–Excepto el príncipe Arturo -dije con firmeza, procurando no olvidar el título que Ginebra insistía en adjudicarle.
–Lo suyo con las joyas es necedad -dijo secamente, y fue entonces cuando me preguntó si me había enviado a espiarla.
Seguimos paseando por entre las columnas. Estábamos solos. Un guerrero llamado Lanval, comandante de la guardia de la princesa, quiso dejar a sus hombres en el recinto, pero Ginebra le pidió que los despidiera.
–Que murmuren de nosotros -comentó risueña, aunque después frunció el ceño-. A veces tengo la impresión de que Lanval está aquí para espiarme.
–Lanval tal sólo cuida de vos, señora, pues de vuestra seguridad depende la felicidad del príncipe Arturo, y de su felicidad depende todo un reino.
–Muy bonito, Derfel. Me gusta -dijo, con retintín de burla.
Seguimos caminando. Bajo la sombra que ofrecían las columnas como refugio contra el calor del sol, un cuenco lleno de agua y pétalos de rosa esparcía un agradable perfume-. ¿Deseas ver a Lunete? – me preguntó súbitamente.
–No creo que ella desee verme a mí.
–Probablemente. Pero no estáis casados, ¿verdad?
–No, señora, no nos hemos casado.
–Entonces, poco importa, ¿no crees? – me preguntó, aunque no especificó qué era lo que dejaba de importar, ni yo se lo pregunté-. Quería verte, Derfel -me dijo con gran interés.
–Me halagáis, señora.
–¡Tus palabras son cada vez más bellas! – exclamó, aplaudiendo; acto seguido arrugó la nariz-. Dime, Derfel, ¿te lavas alguna vez?
–Si, señora -contesté sonrojado.
–Apestas a cuero, sangre, sudor y polvo. Un aroma bastante agradable en algunas ocasiones, pero no ahora. Hace demasiado calor. ¿Te gustaría que mis damas te dieran un baño? Lo hacemos al estilo romano, con abundante vapor y estropajo. Resulta agotador.
Me alejé un paso de ella deliberadamente.
–Ya buscaré un arroyo, señora.
–Sin embargo, quería verte -repitió. Se acercó a mi de nuevo e incluso me tomó del brazo-. Háblame de Nimue.
–¿De Nimue? – pregunté desconcertado.
–¿Sabe hacer magia, en verdad? – inquirió, vivamente interesada. La princesa era de la misma estatura que yo y su rostro, hermoso y de pómulos altos, me miraba muy de cerca. Tanta proximidad me producía una gran perturbación, comparable a la ofuscación de los sentidos que causa el brebaje de Mitra. Su cabello rojo olía a perfume y sus deslumbrantes ojos verdes, enmarcados con una raya de resma y hollín de bujía, parecían aún más grandes-. ¿Sabe hacer magia? – preguntó de nuevo.
–Creo que si.
–¡Crees! – Se alejó de mi decepcionada-. ¿Sólo lo crees?
Noté pulsaciones en la cicatriz de la mano izquierda y no supe qué decir. Ginebra se reía.
–Dime la verdad, Derfel. ¡Necesito saberlo! – Volvió a tomarme del brazo y me llevó un poco más lejos-. Ese espantoso obispo Sansum quiere convertirnos a todos en cristianos, y no estoy dispuesta a consentirlo. Pretende hacernos sentir culpables a todas horas y no dejo de decirle que nada tengo de qué arrepentirme; pero el poder de los cristianos va en aumento. ¡Están levantando una nueva iglesia aquí! Y algo peor aún. ¡Ven! – Impulsivamente, dio media vuelta y batió palmas. Varios esclavos acudieron al punto y Ginebra ordenó que le trajeran el manto y los perros-. Voy a enseñarte una cosa, Derfel, para que veas con tus propios ojos lo que ese obispo malvado está haciendo a nuestro reino.
Se abrochó el manto de lana malva para ocultar la fina enagua de lino y tomó las correas de un par de mastines, que jadeaban a su lado con las largas lenguas colgando entre sus afilados dientes. Se abrieron de par en par las puertas de la villa y salimos a la calle mayor de Durnovaria seguidos por dos esclavos y con una guardia de cuatro hombres que formó apresuradamente a nuestro alrededor; la calle estaba muy bien pavimentada con grandes piedras y sumideros que recogían el agua de lluvia y la llevaban al río, que pasaba por el este de la ciudad. En los grandes escaparates de las tiendas había todo tipo de mercancías: calzado, carnes, sal, alfarería… Algunas casas se habían derrumbado pero la mayoría estaban bien conservadas, debido tal vez a la prosperidad que había aportado la presencia de Ginebra y Mordred. Naturalmente no faltaban mendigos, que se acercaban arrastrándose sobre sus muñones, procurando evitar los golpes de lanza de los guardias, a recoger las monedas de cobre que los dos esclavos de Ginebra iban distribuyendo. Ginebra avanzaba impertérrita, con el cabello rojo expuesto al sol, sin inmutarse por la expectación que causaba su presencia.
–¿Ves aquella casa? – me preguntó señalando hacia un elegante edificio de dos pisos que se levantaba en la parte norte de la calle-. Ahí vive Nabur, y ahí es donde nuestro pequeño rey se tira pedos y vomita. – Se estremeció-. Mordred es un niño particularmente repugnante. Cojea y jamás deja de gritar. ¡Escucha! ¿No lo oyes? – Ciertamente, oi el llanto de un niño, aunque no había forma de saber si se trataba de Mordred o no-. Bien; ven por aquí.
Se abrió paso entre una multitud que la admiraba desde un lado de la calle; después subió un montón de cascotes que se levantaba cerca de la bonita casa de Nabar.
La seguí hasta un solar en construcción, o mejor dicho, un lugar donde estaban derrumbando un edificio y levantando otro sobre los mismos cimientos. El edificio que estaban echando abajo era un templo romano.
–Aquí adoraban a Mercurio -dijo Ginebra-, pero ahora tendremos un templo dedicado a un carpintero muerto. Pero ¿cómo podrá un carpintero muerto procurarnos buenas cosechas? ¡Dime! – Las últimas palabras, aunque ostensiblemente dirigidas a mi, fueron pronunciadas en voz tan alta que molestaron al grupo de obreros cristianos que trabajaba en su nueva iglesia. Algunos colocaban piedras, otros azolaban las jambas de las puertas y otros tiraban abajo los muros antiguos para extraer material con que levantar los nuevos-. Si necesitáis un tugurio para vuestro carpintero -dijo Ginebra con voz vibrante-, ¿por qué no lo alojáis sin más en el edificio antiguo? Se lo pregunté a Sansum, pero dice que todo debe ser nuevo, de forma que sus caros cristianos no hayan de respirar el mismo aire respirado antes por paganos; por tamaño desatino eliminamos lo antiguo, que era exquisito, y levantamos una construcción espantosa a base de piedra mal revestida y sin gracia alguna. – Escupió al suelo para ahuyentar el mal-. ¡Dice que es una capilla para Mordred. ¿Puedes creerlo? Está decidido a convertir al niño lisiado en un cristiano quejumbroso, y, piensa hacerlo en este lugar abominable.
–¡Querida señora! – El obispo Sansum salió de detrás de uno de los muros nuevos, que verdaderamente estaban revocados con mal gusto, comparados con el esmerado trabajo de los restos del templo antiguo. Sansum llevaba manchada de polvo blanco la negra sotana, y también el hirsuto cabello-. Vuestra graciosa presencia nos honra altamente, señora -dijo inclinándose ante ella.
–No te hago ningún honor, gusano. He venido a mostrar a Derfel la carnicería que estáis perpetrando. ¿Cómo podéis adorar en semejante lugar? – Señaló despectivamente la iglesia a medio construir-. De la misma forma podríais hacerlo en una cuadra de vacas.
–Nuestro amado Señor nació en un establo, señora, de modo que mucho me congratula que nuestra humilde iglesia os recuerde a un refugio de ganado.
Volvió a inclinarse ante ella. Unos cuantos albañiles, reunidos en el extremo opuesto de la edificación, entonaron un himno sagrado para protegerse de la torva presencia de paganos.
–Ciertamente, suena como un establo de vacas -replicó Ginebra secamente; pasó ante eí sacerdote y, pisando cascotes, se acercó a una cabaña de madera levantada contra una de las paredes de piedra y ladrillo de la casa de Nabur. Soltó a los perros y los dejó correr a su gusto-. ¿Dónde está la estatua, Sansum? – preguntó con orgullo al tiempo que abría la puerta de la cabaña de un puntapié.
–¡Ay, graciosa señora! Quise salvarla para vos, pero nuestro bendito señor ordenó que fuera fundida, para los pobres, ¿ comprendéis?
–¡Bronce! – exclamó, volviéndose al sacerdote con fiereza-. ¿De qué sirve el bronce a los pobres? ¿Acaso lo comen? – Me miró-. Una estatua de Mercurio, Derfel, alta como un hombre alto, maravillosamente cincelada. ¡Una auténtica obra de arte de los romanos, no de los britanos! Pero ya no existe, la han fundido en un horno cristiano porque vosotros -dijo, mirando
de nuevo a Sansum con verdadero desprecio- no podéis soportar la belleza. Os asusta la belleza. Sois como larvas que destrozan los árboles sin saber lo que hacen. – Entró en la cabaña agachando la cabeza; allí guardaba Sansum los objetos de valor que encontraba entre los restos del templo. Salió de nuevo con una pequeña estatua de piedra y la lanzó a las manos de un guardia-. No es gran cosa, pero al menos se libra de una larva carpíntera nacida en una cuadra de vacas.
Sansum, sin dejar de sonreír a pesar de los insultos, me preguntó por la marcha de la guerra en el norte.
–Vamos ganando poco a poco -dije.
–Decid a Arturo, príncipe y señor mío, que ruego por él.
–Ruega por sus enemigos, sapo -terció Ginebra-, tal vez así ganemos más presto. – Se quedó mirando a sus dos perros, que en ese momento orinaban contra las paredes de la nueva iglesia-. Cadwy hizo una incursión hacia aquí el mes pasado -me dijo-, y se acercó mucho.
–A Dios gracias, nos libramos -añadió piadosamente el obispo Sansum.
–Pero no gracias a ti, miserable gusano -dijo Ginebra-. Los cristianos huyeron, se levantaron la faldas y echaron a correr hacia el este. Los demás nos quedamos, y Lanval, gracias a los dioses, expulsó a Cadwy. – Escupió hacia la nueva iglesia-. Más adelante seremos liberados de nuestros enemigos y, cuando tal cosa ocurra, Derfel, haré derrumbar esa cuadra de vacas para construir un templo digno de un verdadero dios.
–¿Un templo a Isis? – preguntó Sansum maliciosamente.
–Cuidado, sapo -le advirtió Ginebra-, pues mi diosa gobierna la noche y podría despojarte de tu alma para divertirse. Aunque sólo los dioses saben de qué serviría a nadie un alma tan miserable. ¡Vamos, Derf el!
Recogimos a los dos mastines y volvimos a subir la cuesta. Ginebra temblaba de ira.
–¿Has visto lo que está haciendo. ¡Arrasa lo antiguo! ¿Por qué? Para imponernos sus mezquinas y vulgares supercherías. ¿Por qué no puede dejar en paz las cosas antiguas? A nosotros no nos importa que unos necios quieran adorar a un carpintero, ¿por qué ha de preocuparle a él a quién adoremos nosotros? Cuantos más dioses haya, mejor, digo yo. ¿Por qué exaltar a un dios ofendiendo a otro? No tiene sentido.
–¿Quién es Isis? – pregunté al entrar por las puertas de la villa; ella me miro con picardía.
–¿Por ventura no es ésa una pregunta de mi querido esposo?
–Sí -dije.
–¡Bien hecho, Derfel! – dijo riéndose-. La verdad siempre asombra. De modo que a Arturo le preocupa mi diosa.
–Le preocupa porque Sansum le molesta con cuentos de misterios.
Se quitó el manto y lo dejó caer sobre el embaldosado para que lo recogiera un esclavo.
–Dile a Arturo que no hay de qué preocuparse. ¿Duda acaso de mi afecto?
–Os adora -dije con tacto.
–Y yo a él. – Me sonrió-. Diselo así, Derfel -añadió con ternura.
–Lo haré; señora.
–Y dile que no hay por qué preocuparse por Isis. – Me tomó la mano impulsivamente-. Ven -me dijo, igual que antes, cuando me llevó al templo cristiano; en esta ocasión la seguí por el patio, saltando por encima de los canales hasta una puerta pequeña situada en la arcada del fondo-. Aquí -dijo, y me soltó la mano para abrir la puerta-, éste es el templo de Isis que tanto preocupa a mi amado señor.
–¿Pueden entrar hombres? – pregunté, vacilante.
–Durante el día sí, mas no por la noche. – Agachó la cabeza para entrar y apartó una gruesa cortina de lana colgada a la misma entrada. La seguí y, al pasar al otro lado de la cortina, me encontré en un recinto negro, sin luz-. No te muevas de donde estás -me advirtió; al principio pensé que se trataría de un precepto de Isis; cuando la vista se me acostumbró a la densa oscuridad, vi que me había hecho detener para evitar que cayera en el estanque de agua que ocupaba el centro. Sólo entraba algo de luz por los bordes de la cortina de la puerta, pero al cabo de un rato percibí una luz gris que se colaba por el otro extremo de la estancia; después Ginebra empezó a retirar una a una varias capas de cortinajes negros que colgaban de un mástil sujeto con abrazaderas; eran tan gruesas que ni la menor luz habría podido filtrarse a través de las capas superpuestas. Detrás de los cortinajes, amontonados ahora en el suelo, había unos postigos que Ginebra abrió de par en par; la luz entró a chorros.
–Ahí los tienes -dijo, colocándose a un lado de la gran ventana arqueada-, ¡los misterios!
Se burlaba de los temores de Sansum, aunque bien es verdad que la estancia resultaba misteriosa, pues allí todo era negro. El suelo era de piedra negra, las paredes y el techo abovedado estaban pintados de negro; en el centro del suelo había un estanque poco profundo de aguas negras, y al otro lado, entre el estanque y la ventana, un trono de piedra negra.
–¿Qué te parece, Derfel? – me pregunto.
–No veo a la diosa -dije, buscando con los ojos una estatua de Isis.
–Acude con la luna. – Traté de imaginarme la luna plena entrando por la ventana, rielando en el estanque y reflejándose en las negras paredes-. Háblame de Nimue -me ordenó-, y yo te hablaré de Isis.
–Nimue es la sacerdotisa de Merlín -dije, y mi voz resonó en las piedras negras- y está aprendiendo sus secretos.
–¿Qué secretos?
–Los secretos de los dioses antiguos, señora.
–Pero ¿cómo descubre Merlín los secretos? – preguntó con el ceño fruncido-. Tengo entendido que los antiguos druidas no escribían nada, que tenían prohibida la escritura, ¿no es así?
–Si, señora, pero a pesar de ello Merlín busca sus secretos.
–Sabia que habíamos perdido cierto conocimiento. ¿De modo que Merlín lo está buscando? ¡Tanto mejor! Tal vez sirva de escarmiento a ese sapo vil de Sansum. – Ginebra estaba en medio de la ventana y miraba más allá de los tejados de Durnovaria, unos de paja y otros de tejas, hacia los paramentos del sur y el túmulo herboso del anfiteatro, y más lejos aún, hacia las grandes murallas de tierra de Mai Dun que asomaban en el horizonte. Había nubes blancas en el cielo, pero lo que me quitó la respiración fue la luz del sol que se filtraba por la tenue enagua blanca de Ginebra, de modo que la dama de mi señor, la princesa de Henis Wyren, parecía completamente desnuda; por unos momentos, con la sangre martilleándome los oídos, sentí celos de mi señor. ¿Sabía Ginebra lo traicionero que era el sol? Creí que no, pero tal vez me equivocara. Estaba de espaldas a mí y de repente se volvió un poco y me miró-. ¿Lunete es maga?
–No, señora.
–Pero aprendió con Nimue, ¿no es así?
–No. Jamás tuvo permiso para entrar en las habitaciones de Merlín. No tenía interes.
–¿Y tú? ¿Entrabas en las habitaciones de Merlín?
–Sólo dos veces -contesté. Le veía los senos y bajó deliberadamente la vista a las negras aguas; mas, para mayor tormento, las aguas reflejaban su belleza y matizaban su esbelto cuerpo cubriéndolo con un seductor velo de misterio. Cayó sobre nosotros un silencio de plomo y entonces me di cuenta, pensando en nuestras últimas palabras, de que Lunete debía de haber afirmado poseer algún conocimiento de la ciencia de Merlín, y que sin duda yo acababa de desmentir su pretensión-. Es posible -añadí con poca convicción-, pues Lunete sabe más de lo que me ha demostrado.
Ginebra se encogió de hombros y volvió a darme la espalda.
Yo levanté de nuevo la mirada.
–Pero ¿dirías que Nimue sabe más que Lunete?
–Infinitamente más, señora.
–He pedido a Nimue por dos veces que acuda junto a mi -me dijo en tono cortante-, y por dos veces se ha negado. ¿Cómo podría obligarla?
–La mejor forma de conseguir que Nimue haga una cosa -dije- es prohibirle que la haga.
De nuevo quedamos en silencio, aunque se oían los ruidos de la calle, los gritos de los vendedores en el mercado, el golpeteo de las ruedas de los carros sobre la piedra, el ladrido de los perros, el ruido de cacharros de alguna cocina tercena; pero nosotros estábamos en silencio.
–Un día -dijo Ginebra, rompiendo el silencio- levantaré un templo a Isis allá. – Señaló hacia las murallas de Mai Dan, que llenaban el horizonte sur-. ¿Es tierra sagrada?
–Mucho.
–Mejor. – Una vez más se volvió hacia mí, con el sol en los cabellos y en la suave piel, que se traslucía bajo la enagua blanca-. No pienso jugar a ser más lista que Nimue, Derfel, quiero que
venga aquí. Necesito una sacerdotisa con poderes, una amiga de los dioses antiguos para derrotar a esa larva de Sansum. Necesito a Nimue, Derfel; así pues, por el amor que profesas a Arturo, dime qué mensaje me la traería. Dímelo y yo te diré por qué adoro a Isis.
Me quedé pensando qué cebo atraería a Nimue.
–Decidle que Arturo le entregará a Gundleus si ella os obedece, pero no faltéis a vuestra palabra -añadí.
–Gracias, Derfel. – Sonrió y se sentó en el negro y pulido sitial-. Isis es una diosa de mujeres y su símbolo es el trono. Aunque sea un hombre el que se siente en el trono de un reino, Isis puede decidir qué hombre ha de ser. Por ese motivo la adoro.
Capté un rastro de traición en sus palabras.
–Señora, el trono de este reino -dije, repitiendo la frecuente afirmación de Arturo- lo ocupa Mordred.
Ginebra sonrió burlonamente.
–Mordred no es capaz de ocupar ni un orinal él solo. ¡Es un tullido! ¡Es un niño malcriado que ya huele el poder como un cerdo a una cerda en celo! – Hablaba con tono zahiriente y desdeñoso-. ¿Desde cuándo pasan los tronos de padres a hijos, Derfel? ¡Dime! Jamás fue así en los días antiguos. El poder pasaba a manos del mejor hombre de la tribu, y así debería seguir siendo ahora. – Cerró los ojos como arrepentida de su súbito arranque-. ¿Eres amigo de mi esposo? – me preguntó al cabo, con los ojos abiertos de nuevo.
–Sabéis que si, señora.
–Entonces, tú y yo somos amigos, Derfel. Somos uno porque los dos amamos a Arturo. ¿Crees tú, mi amigo Derfel Cadarn, que Mordred sería mejor rey que Arturo?
Vacilé, pues Ginebra me incitaba a hablar a la par como trai- dor y sinceramente, en un recinto sagrado, de modo que opté por decir la verdad.
–No, señora. El príncipe Arturo seria mejor rey.
–Bien. – Me sonrió una vez más-. Pues di a Arturo que nada debe temer, sino al contrario, mucho ha de ganar de mi dedicación a Isis. Dile que rindo aquí culto a la diosa por su futuro y que nada de lo que suceda entre estas cuatro paredes redundará en su perjuicio. ¿Lo has entendido claramente?
–Así se lo diré, señora.
Me miró fijamente un largo rato. Yo me mantuve tieso como un soldado, con el manto rozando el suelo, Hywelbane a un costado y la barba, ya abundante, dorada a la luz del santuario.
–¿Vamos a ganar la guerra? – me preguntó al cabo.
–Si, señora.
–Dime por qué -me ordenó, sonriendo por la seguridad que mostraba.
–Porque Gwent defiende el norte inamovible como una roca, porque los sajones luchan entre si como nosotros y jamás se unen para atacarnos. Porque Gundleus de Siluria tiembla de pensar en otra derrota, porque Cadwy es una babosa que sera aplastada tan pronto como tengamos tiempo que perder, porque Gorfyddyd sabe luchar pero no sabe dirigir un ejército, y por encima de todo, señora, porque tenemos al príncipe Arturo.
–Bien -dijo, y se puso de pie; el sol traspasaba esa tenue enagua blanca-. Debes partir, Derfel. Ya has visto suficiente. – Enrojecí y Ginebra se rió-. ¡Busca un arroyo! – me dijo aún, al tiempo que yo salía por la cortina de la puerta-. Apestas como un sajón.
Encontré un arroyo, me lavé, reuní a mis hombres y los llevé hacia el sur, hacia el mar.
No me gusta el mar. Es frío y engañoso, sus cambiantes montañas grises llegan incesantes desde el lejano poniente, donde el sol muere a diario. Un marinero me contó que en algún lugar más allá del vacío horizonte se encuentra la fabulosa tierra llamada Lyonesse, que nadie ha visto y de la cual nadie ha regresado; así, se ha convertido en un refugio bendito para los marineros pobres; dicen que es una tierra de maravilla donde no existen la guerra ni el hambre y, sobre todo, una tierra sin naves que surquen el mar gris y grumoso ni rompan las crestas blancas que el viento arrastra azotando las laderas gris verdosas que zarandean sin piedad nuestras pequeñas naves de madera. Veíase la costa de Dumnania verde como una esmeralda. No me había percatado de lo mucho que amaba esa tierra hasta que salí de ella por vez primera.
Navegábamos en tres navíos con esclavos a los remos; cuando salimos del río empezó a soplar un viento de poniente; entonces recogieron los remos y las deshilachadas velas arrastraron las naves precipitándolas por los empinados costados de las olas. Muchos de mis hombres se marearon. Eran jóvenes, más jóvenes que yo en su mayoría, pues ciertamente la guerra es un juego de niños, pero había algunos mayores que yo. Cavan, el segundo en el mando, rozaba los cuarenta; tenía la barba entrecana y el rostro lleno de cicatrices. Era un adusto irlandés que se había puesto al servicio de Uter y no encontraba extraño hallarse ahora a las órdenes de un hombre que contaba la mitad de sus años. Me llamaba señor porque, sabiendo que procedía del Tor, me tomaba por heredero de Merlín, o cuando menos por hijo encumbrado del mago engendrado de una esclava sajona. Creo que Arturo me dio a Cavan por si, debido a mí escasa edad, no lograba imponer la autoridad necesaria; pero, sinceramente, nunca tuve problemas para mandar a los hombres. Se les dice a los soldados cuál es su deber, se les da buen ejemplo, se les castiga si no cumplen debidamente y, por lo demás, se les premia con generosidad y se les conduce a la victoria. Mis lanceros eran todos voluntarios que iban a Benoic porque deseaban estar a mi servicio o, más probablemente, alentados por la perspectiva de ganar mejor botín y mayor gloria al sur del mar. Viajábamos sin mujeres, sin caballos y sin criados. Di libertad a Canna y la envié al Tor con la esperanza de que Nimue la cuidara, pero pensaba que no volvería a ver a mi pequeña sajona nunca más. Enseguida encontraría marido, mientras yo iba en busca de la nueva Britania, la Britania de los galos, y contemplaba con mis propios ojos la belleza legendaria de Ynys Trebes.
Bleiddig, el mensajero del rey Ban, viajaba con nosotros. Protestó por mi juventud, pero cuando Cavan le dijo de mal humor que seguramente yo había matado a más hombres que el propio Bleiddig, el cacique optó por guardar para sí toda objeción en mi contra. Aún hubo de quejarse por el número reducido de hombres. Dijo que los francos estaban ansiosos de tierras, que eran harto numerosos y que iban bien armados. Le parecía que doscientos habrían supuesto una ayuda, pero que sesenta eran muy pocos.
La primera noche anclamos en la bahía de un isla. Los mares rugían en la boca de la bahía y en la playa una banda de harapientos comenzó a gritarnos y a arrojarnos débiles flechas que ni con mucho habrían alcanzado a ninguna de nuestras tres naves. El capitán de nuestra nave temía que se acercara una tormenta y sacrificó un cabrito que llevaba a bordo con ese solo propósito; salpicó la proa del barco con la sangre del animal agonizante y por la mañana el viento amainó, aunque una espesa niebla ocultaba el mar por completo. Ninguno de los capitanes quería navegar con la niebla, de modo que hubimos de aguardar un día entero y una noche, y después, al amanecer del día siguiente, bajo un cielo limpio, remamos hacia el sur. Fue una jornada larga. Bordeamos unas rocas espantosas llenas de esqueletos de naves que habían zozobrado; al atardecer, cálido atardecer, con un viento ligero y la marea alta que ayudaba a nuestros cansados remeros, entramos en un río de ancho cauce: con el auspicio favorable de una bandada de cisnes volando sobre nosotros, hicimos embarrancar las naves. Había una plaza fuerte en las cercanías y unos hombres armados descendieron hasta la orilla para enfrentarse a nosotros, pero Bleiddig les dijo a gritos que éramos amigos. Entonces los hombres saludaron en britano y nos dieron la bienvenida. El sol poniente doraba las ondas y los remolinos del río. Olía a pescado, a salitre y a pez. Junto a los botes amarrados había tendales con redes negras colgadas, bajo las cribas de sal brillaban las hogueras, los perros entraban en el agua y salían corriendo, huyendo de las pequeñas olas y ladrándonos, y un grupo de niños salió de las cabañas más próximas y se acercó a vernos desembarcar chapoteando en el agua.
Yo fui el primero en bajar y bajé con el escudo, donde se distinguía el oso de Arturo invertido; traspasada la línea de desechos que deja la pleamar, clavé la punta de la lanza en la arena y di gracias a Bel, mi protector, y a Manawydan, el dios del mar, y rogué que un día me permitieran navegar desde Armórica y regresar al lado de Arturo, señor mío, y a mi bendita Britania.
Después partimos a la guerra.