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El Gran Consejo se celebró en Glevum, una ciudad romana situada a orillas del río Severn, en la frontera norte de Dumnonia con Gwent. Uter llegó en una carreta tirada por cuatro bueyes, cada buey engalanado con ramas de mayo y ataviado con telas verdes. El rey supremo gozaba del lento paseo por su reino en los albores del estío; tal vez supiera que aquélla era la vez postrera que sus ojos contemplaban el encanto de Britania, antes de cruzar la cueva de Cruachan y el puente de las espadas hacia el otro mundo. Los bueyes avanzaban a paso cansino entre setos de espino cuajados de blanco, los bosques lucían alfombras de campanillas azules y en los campos de trigo, centeno y cebada y en los pastos de heno, ya casi a punto para la siega, resplandecían las amapolas y los grajos revoloteaban bulliciosos. El rey supremo viajaba lentamente, deteniéndose con frecuencia en asentamientos y aldeas; visitaba los campos de labor y las casas solariegas y prodigaba consejos a quienes sabían más que él sobre el encauzamiento de lagunas rebosantes o la castración del cerdo. Tomó los baños en las fuentes calientes de Aquae Sulis y su recuperación fue tan notable que al reemprender la marcha, cubrió a pie una milla bien cumplida antes de ocupar de nuevo su lugar en la carreta forrada de pieles. Formaban el séquito bardos, consejeros, médicos, coros, servidores y la escolta de guardia al mando de Owain, paladín del reino y comandante de la guardia real. Todos se habían adornado con flores y los guerreros llevaban el escudo boca abajo en señal de paz, aunque Uter, nada falto de precaución, había ordenado abrillantar a diario las puntas de las lanzas a fuerza de muela.

Fui a Glevum caminando, sin encomienda concreta, pero Uter había convocado a Morgana al Gran Consejo. Por lo general no se recibía a las mujeres en consejo alguno, grande o pequeño, pero el soberano, desesperado por la ausencia de Merlín y convencido de que nadie mejor que Morgana hablaría en nombre del druida, la convoco. Por otra parte, era una de sus hijas naturales y el soberano solía decir que su cabeza envuelta en oro guardaba más sentido común que la mitad de las cabezas de sus consejeros juntas. Morgana era además responsable de la salud de Norwenna y, entre otras cosas, allí se iba a decidir el futuro de la princesa, aunque ella no hubiera sido convocada ni consultada siquiera. Quedó en Ynys Wydryn al cargo de Gwendolin, la esposa de Merlín. Morgana no había ordenado más compañía a Glevum que la de su esclava Sebile, pero en el último momento Nimue anunció con toda calma que ella también acudiría y que yo la acompañaría.

Naturalmente, Morgana se opuso, pero Nimue se enfrentó a la indignación de su superior en edad con una serenidad irritante.

–He recibido instrucciones que hacen al caso -le dijo a Morgana.

Cuando ésta le preguntó de quién, con voz aguda y temblorosa, Nimue se limitó a sonreír.

Morgana la doblaba en edad y estatura, pero cuando Merlín llevó a Nimue a su lecho, le fue conferido el poder de Ynys Wydryn, autoridad ante la cual nada podía hacer Morgana. Aún se pronunció en contra de mi presencia. Exigió saber por qué Nimue no llevaba consigo a Lunete, la otra niña irlandesa que había entre los huérfanos de Merlín. Según Morgana, un niño como yo no era compañía para una joven, y como Nimue no hizo sino sonreír, Morgana la amenazó con contarle a Merlín el afecto que sentía hacia mi, lo cual acarrearía el fin de Nimue; ante tan torpe amenaza, Nimue soltó una carcajada, dio media vuelta y se marchó.

Poco me importaba a mí la discusión, sólo quería ir a Glevum para presenciar la justa, escuchar a los bardos, ver las danzas y, sobre todo, por estar con Nimue.

De modo que, en mal avenida compañía de cuatro, partimos hacia Glevum. Morgana, vara de endrino en mano y con la máscara de oro brillando al sol del estío, abría la marcha cojeando y cada paso que daba era una enfática ratificación de su rechazo hacia el acompañante de Nimue. Sebile, la esclava sajona, se apresuraba dos pasos detrás de ella, la espalda encorvada bajo el peso del ato cargado de mantas, hierbas secas y cacharros. Nimue y yo íbamos a la zaga, descalzos, con la cabeza descubierta y sin carga alguna. Nimue llevaba una larga capa negra sobre una túnica blanca ceñida a la cintura con un dogal de esclavo y la larga melena negra recogida en la coronilla. No se adornó con joyas, ni siquiera un alfiler de hueso para cerrar la capa. Morgana, en cambio, llevaba una gruesa torques de oro y dos broches también de oro, colocados a la altura del pecho a modo de cierre de la parda capa; uno era un ciervo tricornio y el otro, la maciza joya en forma de dragón que Uter le regalara en Caer Cadarn.

Disfruté del viaje. Nos llevó tres días a paso lento, porque Morgana era de caminar irregular, pero el sol brillaba sobre nuestras cabezas y la calzada romana nos facilitaba el trayecto. A la hora del crep·sculo nos dirigíamos a la casa del señor cuyo feudo nos cayera de paso y dormíamos como huéspedes de honor en sus graneros rebosantes de paja. Topamos con pocos viajeros más, y todos íbamos tras el reluciente blasón de Morgana, símbolo de su elevada condición. A pesar de las advertencias a propósito de hombres sin amo ni tierra que atracaban a los mercaderes en los grandes caminos, no sufrimos contratiempo alguno, debido quizás a que los soldados de Uter habían limpiado de bandoleros los bosques y los montes con vistas al Gran Consejo, pues encontramos más de una docena de cuerpos en descomposición abandonados a los lados del camino para ejemplo de todos. Los siervos y esclavos con quienes nos cruzábamos se arrodillaban ante Morgana, los mercaderes le cedían el paso y sólo un viajero osó retar nuestra autoridad, un fiero sacerdote con barba seguido por sus harapientas y despeinadas mujeres. El grupo cristiano bailaba en medio del camino, alabando a su dios crucificado, pero el sacerdote, al avistar la máscara dorada que cubría el rostro de Morgana, el ciervo tricornio y el dragón de grandes alas de los broches de su capa, empezó a despotricar contra ella como criatura del demonio. El hombre debió de pensar que una mujer tan desfigurada y lisiada sería presa fácil de sus pullas, pero aquel predicador errante acompañado de su esposa y concubinas sagradas no era par para la hija de Ygraine, protegida de Merlín y hermana de Arturo. Morgana le propinó un solo golpe de vara en la oreja, un golpe que lo tumbó de lado y lo arrojó a un matorral de ortigas, y luego siguió su camino sin siquiera mirar atrás. Las mujeres del sacerdote gritaron y se dividieron, las unas rezando y las otras escupiendo maldiciones, pero Nimue pasó grácilmente entre sus insultos como un espíritu.

Yo no iba armado, a menos que consideremos la vara y el cuchillo pertrechos de guerrero. Quise llevar espada y lanza para hacerme pasar por hombre maduro, mas Hywel, burlándose de mi, dijo que no hace al hombre el deseo sino el acto. A modo de protección me dio una torques de bronce con el dios cornudo de Merlín en el cierre y me aseguró que nadie osaría enfrentarse al druida. Aun con todo, así desprovisto de armamento masculino, me sentía inútil. Le pregunté a Nimue la razón de mi presencia allí.

–Porque eres mi amigo por juramento, pequeño -me respondió. Ya la rebasaba en altura, pero me llamaba así cariñosamente-, y porque tú y yo somos escogidos de Bel y si él nos ha escogido, nosotros debemos escogernos el uno al otro.

–Entonces, ¿por qué vamos los dos a Glevum? – insistí.

–Porque lo quiere Merlín, naturalmente.

–¿Estará él allí? – pregunté con ansiedad.

Hacía mucho tiempo que Merlín estaba ausente, y sin él, Ynys Wydryn era como cielo sin sol.

–No -respondió con calma, aunque no se me alcanzaba cómo podía ella conocer los deseos de Merlín en tal asunto, ya que el amo seguía lejos y la convocatoria al Gran Consejo habíase producido con posterioridad a su partida.

–¿Y qué haremos cuando lleguemos a Glevum?

–Lo sabremos cuando estemos allí -dijo con misterio, y no explicó nada más.

Una vez hecho al asfixiante hedor del abono de excrementos humanos, Glevum se me antojó un lugar maravillosamente extraño. Aparte de algunas villas convertidas en casas de labor que salpicaban las propiedades de Merlín, era la primera vez que visitaba un auténtico emplazamiento romano. Me quedaba pasmado ante toda novedad como polluelo recién salido del cascarón. Las calles estaban pavimentadas con adoquines perfectamente encajados y, a pesar de los desperfectos sufridos desde la partida de los romanos, hacía ya mucho tiempo, los hombres del rey Tewdric hacían lo posible por repararlas escardando las malas hierbas y barriendo la suciedad, y así, las nueve calles de la ciudad parecían pedregosos lechos de río en la estación seca. Era difícil caminar por allí y a Nimue y a mí nos daba risa ver a los caballos tratando de sortear las traidoras piedras. Los edificios eran tan raros como las calles. Nosotros construíamos las casas de madera, caña, arcilla con paja y adobe, pero las casas romanas estaban todas juntas y eran de piedra y singulares ladrillos estrechos, aunque con los años algunas se habían derrumbado dejando huecos serrados en las largas hileras de viviendas bajas con curiosas techumbres de tejas de barro cocido. La ciudad amurallada dominaba un vado del Severn y se levantaba entre dos reinos y cerca de otro más, razón por la cual gozaba de renombre como centro de comercio. En las casas trabajaban los alfareros, inclinábanse los orfebres sobre sus mesas y mugían las terneras en el matadero p·blico, alojado detrás de la plaza del mercado donde se afanaban los campesinos vendiendo mantequilla, nueces, cuero, pescado ahumado, miel, telas teñidas y vellones acabados de trasquilar. Lo mejor de todo, cuando menos a mis deslumbrados ojos, fueron los soldados del rey Tewdric. Según Nimue eran romanos, o britanos educados en las costumbres romanas. Todos llevaban la barba corta y vestían de modo semejante, con recio calzado de cuero y faldas cortas de cuero sobre calzas de lana. Los más veteranos lucían placas de bronce cosidas a las faldas y al andar las placas entrechocaban y sonaban como cencerros. Cada cual portaba limpia y reluciente coraza, larga capa roja y casco de cuero rematado por arriba con una gruesa costura. Algunos lo adornaban con plumas teñidas. Iban armados con espadas cortas de hoja ancha, largas lanzas de pulida vara y escudos ovalados de madera y cuero con el símbolo del toro de Tewdric. Todos los escudos eran del mismo tamaño, las lanzas de la misma longitud y el paso que marcaban al marchar, idéntico, visión extraordinaria que me provocaba hilaridad al principio, aunque después me hice a ello.

En el centro del burgo, donde confluían las cuatro calles procedentes de las cuatro puertas en una plaza abierta y espaciosa, alzábase un edificio enorme e increíble. Hasta Nimue quedó boquiabierta al verlo, porque seguro que ning·n ser viviente sería capaz de construir cosa semejante, tan alta, tan blanca y de esquinas tan escuadradas. El elevado techo se apoyaba en columnas y en el espacio triangular que se abría entre la cúspide del tejado y las columnas, había fantásticas imágenes grabadas en piedra blanca que mostraban hombres fabulosos aplastando enemigos bajo los cascos de sus caballos. Los hombres de piedra llevaban manojos de lanzas de piedra y cascos de piedra adornados con altísimas crestas de piedra. Algunas partes habían caído o se habían partido con las heladas, pero a mí seguía pareciéndome un milagro; sin embargo, Nimue, después de mirar detenidamente las figuras, escupió para ahuyentar al diablo.

–¿No te gusta? – le pregunté, molesto.

–Los romanos querían ser dioses -dijo-, por eso los dioses los humillaron. El consejo no debería celebrarse aquí.

Aun así, el Gran Consejo se celebraría en Glevum y Nimue no podía cambiarlo. Allí, entre murallas romanas de tierra y madera, se decidiría el destino del reino de Uter.

El rey supremo ya había llegado cuando nosotros entramos en la ciudad. Habiase alojado en otro gran edificio situado frente al de las columnas. No mostró sorpresa ni desagrado ante la presencia de Nimue, tal vez pensara que formaba parte de la comitiva de Morgana, y nos asignó una sola habitación para todos en la parte trasera de la casa, donde llegaba el humo de las cocinas y los esclavos tenían sus disputas. Mucho desmerecían los soldados del soberano comparados con los lucidos hombres de Tewdric. Los nuestros llevaban largas greñas y barbas descuidadas, capas remendadas y de diferentes colores, espadas largas y pesadas, lanzas de basta factura y escudos redondos en los que la enseña del dragón de Uter parecía primitiva al lado de los toros de Tewdric, pintados con esmero.

Hubo celebraciones durante los dos primeros días. Los campeones de ambos reinos sostuvieron falsos combates extramuros, aunque cuando Owain, el paladín de Uter, saltó al campo de batalla, el rey Tewdric hubo de arriesgar a dos de sus mejores hombres. Se decía del famoso héroe de Dumnonia que era invencible, y su estampa, cuando se plantó con el sol estival reflejado en su larga espada, hizo honor a su fama. Era hombre de gran corpulencia y brazos tatuados, pecho desnudo y peludo y barba hirsuta adornada con aros de guerrero forjados con armas de enemigos vencidos. El combate contra los dos campeones de Tewdric tenía que ser falso, pero no se vio falsedad alguna en los ataques que los héroes de Gwent le lanzaron por turno. Los tres lucharon como empujados por el odio, y el entrechocar de sus espadas debió de resonar hasta la lejana Powys, en el norte; al cabo de pocos minutos el sudor se mezclaba con la sangre, los filos de las espadas se mellaron y los tres hombres cojeaban, pero Owain seguía dominando el combate. A pesar de su gran corpulencia, era rápido con la espada y asestaba golpes con fuerza imparable. La multitud, llegada desde todos los rincones del país, tanto del reino de Uter como del de Tewdric, aullaba como manada de bestias salvajes, cada cual animando a su representante a que masacrara al contrario. Tewdric, al ver tanta pasión desbordada, arrojó la vara para poner fin al combate.

–No olvidéis que somos amigos -dijo a los tres hombres, y Uter, sentado en una grada superior a la de Tewdric como correspondía al rey supremo, corroboró la decisión con un gesto de asentimiento.

Uter parecía embotado y enfermo; el cuerpo, hinchado por la retención de líquidos, el rostro, amarillento y fláccido; y el resuello, gravoso. Habíanlo transportado al campo de batalla en una litera y estaba sentado en su trono, envuelto en una gruesa capa que ocultaba las joyas de su cinturón y la brillante torques. El rey Tewdric vestía al estilo romano; de hecho su abuelo había sido un auténtico romano, lo cual explicaba su extraño nombre, que parecía extranjero. Usaba el rey el pelo cortado a cepillo, no tenía barba y se ataviaba con una toga blanca recogida en muchos pliegues sobre un hombro. Era alto, delgado y de movimientos armónicos, y a pesar de su juventud lo avejentaba la expresión triste y sabia de su rostro. El peinado de su reina, Enid, consistía en un extraño moño en espiral sobre la coronilla, sujeto de tan precaria guisa que la ilustre dama había de imprimir a su cabeza un movimiento forzado, como el de los potros recién nacidos. Tenía la cara cubierta de una pasta blanca que la privaba de toda expresión, salvo una especie de inmutable perplejidad teñida de aburrimiento. Su hijo Meurig, Edling de Gwent, era un inquieto niño de diez años que estaba sentado a los pies de su madre y recibía un cachete de su padre cada vez que se hurgaba la nariz.

Tras la lucha vino el concurso de arpistas y bardos. Cynyr, el bardo de Gwent, cantó el gran relato de la victoria de Uter sobre los sajones en Caer Idem. Después colegí que, sin duda, obedecía órdenes de Tewdric, que deseaba rendir homenaje al soberano, y ciertamente la actuación fue del agrado de Uter, que sonreía a medida que los versos progresaban y asentía siempre que se alababa a algún guerrero en concreto. Cynyr declamó la victoria con voz vibrante y al llegar a los versos que hablaban de los cientos de sajones muertos a manos de Owain, se dirigió a éste, que aún no se había recuperado del cansancio y las magulladuras del combate anterior. Uno de los campeones de Tewdric, que sólo una hora antes había intentado derrotar al corpulento hombre, hubo de ponerse en pie y levantar el brazo al paladín del reino. La multitud estalló en clamores, y luego en carcajadas cuando Cynyr, fingiendo voz de mujer, recitó las súplicas de los sajones pidiendo clemencia. Empezó a correr por el campo a tímidos pasitos atemorizados, agachándose como si quisiera esconderse; los presentes disfrutaron sobremanera, y yo con ellos. Casi veíamos a los odiados sajones apelotonándose aterrorizados, casi olíamos el hedor de su sangre derramada y oíamos el aleteo de los cuervos que se precipitaban a arrancarles las entrañas; después Cynyr se irguió en toda su estatura, dejó caer la capa y, desnudo y pintado de azul, entonó el canto de gracias a los dioses, testigos de la victoria de su paladín, el rey supremo, Uter de Dumnonia, Pandragón de Britania, sobre reyes, cabecillas y paladines del enemigo. Para terminar, y desnudo todavía, el bardo se postró ante el trono de Uter.

Uter rebuscó entre los pliegues del manto hasta que encontró una torques de oro para dársela a Cynyr. Se la arrojó sin fuerza y la joya fue a caer al borde de una tarima de madera donde se hallaban sentados dos reyes. Nimue palideció ante tan mala señal, pero Tewdric recogió la joya serenamente y la entregó al bardo de cabellos blancos, al cual, con sus propias manos, ayudó a levantarse.

Después de los cantos de los bardos y justo en el momento en que el sol se ponía tras la oscura y baja línea de los montes occidentales, frontera natural con tierras de Siluria, una procesión de niñas ofrendó flores a las reinas, pero en la tarima había una sola reina, Enid. Durante unos breves segundos, las que portaban flores para la dama de Uter quedaron en suspenso, hasta que el rey logró moverse y señalar a Morgana, que tenía banco propio junto a la plataforma, de modo que las niñas, desviándose un lado, depositaron ante ella los lirios, reinas de los prados y orquídeas silvestres.

–Diriase una albóndiga adornada con perejil -me susurró Nimue al oído.

La víspera del Gran Consejo se celebró una ceremonia cristiana en el salón principal del enorme edificio del centro del burgo. Tewdric era cristiano ferviente y sus seguidores llenaron a rebosar el recinto iluminado por llameantes antorchas colocadas en tederos de hierro repartidos por las paredes. Había llovido al anochecer y el salón olía a sudor, lana h·meda y humo de madera. Las mujeres se agrupaban en el ala izquierda y los hombres en la derecha, aunque Nimue pasó por alto esta distribución y subió tranquilamente a un pedestal que se alzaba tras la oscura multitud de hombres vestidos con manto y con la cabeza descubierta. Había más pedestales como aquél, la mayoría ocupados por estatuas, pero nuestro plinto estaba vacio y teníamos espacio suficiente para sentarnos los dos y contemplar desde allí los ritos cristianos, aunque al principio me llamaba más la atención la vastedad de la nave, más alta, más ancha y más larga que cualquier otro salón que yo conociera; tan inmenso era que anidaban gorriones en su interior, y a fe mía que el salón romano debía de parecerles un mundo entero. El cielo de los gorriones era una techumbre curva apoyada en gruesos pilares de ladrillo, antaño cubiertos de un estuco fino y blanco adornado con pinturas. Aún quedaban fragmentos de los frescos: distinguí el contorno rojo de un ciervo que corría, una criatura marina con cuernos y cola bífida y dos mujeres que sujetaban un ánfora de doble asa.

Uter no estaba presente, pero sus guerreros cristianos si, y el obispo Bedwin, consejero del soberano, concelebraba la ceremonia que Nimue y yo observábamos desde nuestra torre vigía como dos niños traviesos que escucharan a escondidas la conversación de los mayores. El rey Tewdric estaba allí, acompañado por algunos de sus reyes y príncipes vasallos que al día siguiente asistirían al Gran Consejo. Los grandes tenían asientos dispuestos en la primera fila, pero la luz de las antorchas no caía de pleno sobre sus cabezas sino sobre los sacerdotes cristianos reunidos alrededor de la mesa. Era la primera vez que veía a estas criaturas celebrando sus ritos.

–¿Qué es un obispo, exactamente? – pregunté a Nimue.

–Como un druida -me dijo; y en efecto, los sacerdotes cristianos se rasuraban la mitad del cráneo de la misma manera que los druidas-, pero no recibe preparación -añadió Nimue con sorna- y no sabe nada.

–¿Todos son obispos? – pregunté, porque eran unos veinte hombres de cabeza afeitada yendo y viniendo, inclinando y levantando la cabeza alrededor de la mesa iluminada del fondo del salón.

–No, algunos son sólo sacerdotes. Saben todavía menos que los obispos -dijo, y se río.

–¿No hay sacerdotisas? – pregunté.

–En su religión -replicó con desdén- las mujeres tienen que someterse a los hombres.

Escupió contra el diablo y unos cuantos soldados que estaban cerca se volvieron y la miraron con reproche. Nimue no se dio por aludida. Estaba envuelta en su manto negro y se abrazaba las rodillas, que mantenía dobladas contra el pecho. Morgana nos había prohibido asistir a las ceremonias cristianas, pero Nimue ya no acataba órdenes de Morgana. A la luz de las antorchas, su afilado rostro quedaba en sombras y los ojos le brillaban.

Los extraños sacerdotes cantaban y recitaban en lengua griega, que nada significaba para ninguno de los dos. No paraban de dar cabezadas, y la gente respondía cada vez agachándose y volviéndose a levantar; y, con cada vez que se agachaban, llegaba del ala derecha el molesto estrépito metálico provocado por un centenar de vainas de espada, o más, que chocaban con las baldosas del suelo. Los sacerdotes, igual que los druidas, al rezar abrían los brazos. Sus atavios eran extraños, semejantes en cierto modo a la toga de Tewdric, pero con una especie de manto corto y con adornos por encima. Cantaban y la gente respondía cantando a su vez, y algunas mujeres que estaban detrás de la frágil reina Enid, de blanco rostro, empezaron a gritar y a convulsionarse presas de éxtasis; pero los sacerdotes no hicieron caso de la conmoción y continuaron recitando y cantando. En la mesa había una sencilla cruz de madera hacia la cual inclinaban la cabeza y contra la cual hizo Nimue el gesto del diablo al tiempo que musitaba unas palabras de protección. Enseguida empezamos a aburrirnos y yo quería escabullirme hacia las habitaciones de Uter para ocupar un buen sitio, porque tras la ceremonia iba a celebrarse allí una gran fiesta; pero entonces tomó la palabra un sacerdote joven que, en vez de expresarse en la lengua de la noche, arengó a la congregación usando el habla britana.

Era Sansum, y fue aquélla la primera vez que vi al santo varón. Era muy joven entonces, mucho más joven que los obispos, pero se había forjado fama de gran promesa, la esperanza del futuro de los cristianos, y los obispos le habían concedido a propósito el honor de predicar esa noche para potenciar su carrera.

Sansum siempre fue delgado, de corta estatura, con una barbilla afilada y afeitada y una frente huidiza tras la cual el pelo de la tonsura nacía tieso y negro como un seto de espino, aunque más recortado en el centro que en los lados, con lo cual lucía dos hirsutos copetes negros que sobresalían justo por encima de las orejas.

–Se parece a Lughtigern -me dijo Nimue en voz baja, y me eché a reír a carcajadas, porque Lughtigern es el rey de los ratones de los cuentos infantiles; un personaje jactancioso y bravucón que siempre huye cuando aparece el gato.

A pesar de todo, el tonsurado rey de los ratones sabía predicar, ciertamente. Nunca, hasta esa noche, había oído yo la sagrada palabra de Nuestro Señor Jesucristo, y a veces tiemblo al pensar cuán torcidamente interpreté aquel primer sermón, aunque jamás olvidaré la fuerza con que fue pronunciada. Sansum predicaba desde otra mesa, situada de tal modo que a todos veía y era visto por todos; en algunas ocasiones la pasión de su prédica amenazó con precipitarlo al suelo y sus compañeros sacerdotes hubieron de sujetarlo. Yo tenía la esperanza de que cayera de una vez, pero siempre se las arregló para recuperar el equilibrio a tiempo.

El sermón comenzó de forma convencional. Dio gracias a Dios por la presencia de los grandes reyes y poderosos príncipes que habían acudido a escuchar el Evangelio y luego tuvo unas amables palabras para el rey Tewdric antes de lanzarse de lleno a un discurso que sentaba la base del pensamiento cristiano con respecto al estado de Britania. Tiempo después comprendí que había sido una conferencia política, más que un verdadero sermón.

La isla de Britania, dijo Sansum, era amada por Dios. Era una tierra especial, separada de otras y rodeada por un mar brillante que la defendía de pestilencias, herejías y enemigos. Britania, prosiguió, se veía favorecida además con la bendición de grandes gobernantes y poderosos guerreros, aunque en los últimos tiempos hubiera sido dividida por extranjeros, y sus campos, graneros y aldeas se hubieran alzado en armas. Los infieles sais, los sajones, estaban tomando la tierra de nuestros antecesores y devastándola. Los temibles sais profanaban las tumbas de nuestros padres, violaban a nuestras mujeres y sacrificaban a nuestros hijos, y esas cosas no podían permitirse, aseguraba Sansum, a menos que fueran voluntad de Dios, y ¿por qué habría Dios de volver la espalda a sus amados y favorecidos hijos?

Porque esos hijos, dijo, se negaban a escuchar el mensaje divino. Los hijos de Britania seguían reverenciando la madera y la piedra. Aún existían los llamados bosques sagrados y seguían adornando sus santuarios con calaveras de muertos y empapándolos con sangre de sacrificios. Aunque semejantes cosas no se vieran en las ciudades, recalcó Sansum, pues la mayoría estaban habitadas por cristianos, la campiña, advirtió, estaba infestada de paganos. A pesar del reducido número de druidas que quedaba en Britania, en todos los valles y tierras de labor había hombres y mujeres que actuaban como druidas, que sacríficaban seres vivos a la piedra inerte y que recurrían a encantamientos y amuletos para embaucar a las gentes sencillas. Hasta los cristianos, Sansum recrímínó a la congregación, llevaban a los enfermos a las brujas infieles y consultaban sus sueños con profetisas paganas, y mientras esas prácticas malignas continuaran sucediéndose, Dios seguiría maldiciendo a Britania con la violación, el asesinato y la presencia de los sajones. Se detuvo a tomar aliento y yo acaricié la torques que llevaba al cuello porque sabia que ese señor de los ratones que tanto despotricaba era enemigo de mi señor Merlín y de mi amiga Nimue. De pronto, a voz en grito y tambaleándose al borde de la mesa con los brazos abiertos, proclamó que habíamos pecado y que todos teníamos que arrepentimos. Los reyes de Britania, recalcó, tenían la obligación de amar a Cristo y a su bendita madre, y sólo cuando toda la raza britana se uniera en Dios, uniría Dios a toda Britania. Llegados a ese punto, empezaron a producirse señales de respuesta entre la muchedumbre; pedían acuerdo a voces exigiendo la muerte de los druidas y sus seguidores y suplicaban el perdón de su dios. Fue terrorífico.

–Ven -me dijo Nimue en voz baja-, ya he oído bastante.

Bajamos del pedestal y nos abrimos camino entre el gentío que llenaba el vestíbulo, bajo los pilares exteriores del salón. Para mi propia vergüenza, me embocé con la capa hasta la imberbe barbilla ocultando la torques y seguí a Nímue por los peldaños que llevaban a la espaciosa plaza, por doquier iluminada con antorchas. Una fina llovizna caía desde el oeste y hacia relucir las piedras de la plaza a la luz del fuego. Los guardias uniformados de Tewdric permanecían inmóviles en torno a la plaza. Nimue me condujo al mismo centro del amplio espacio, se detuvo y de repente rompió a reír. Primero un simple chasquear de la lengua, luego una risa sardónica que se convirtió en burla feroz, que a su vez pasó a ser un aullido desafiante que rebotó en los tejados de Glevum y elevó su eco a los cielos, para terminar en una carcajada estridente y demencial, salvaje como el grito de muerte de una bestia acorralada. Se giró, al lanzar la carcajada, en el sentido del sol, de norte a este, al sur y al oeste y de nuevo al norte, y ni un soldado movió un solo dedo. Algunos cristianos de los que se apiñaban en el pórtico del gran edificio se volvieron y nos miraron con ira, pero no se inmiscuyeron. También los cristianos reconocían la marca de los dioses y ninguno osó ponerle la mano encima a Nimue.

Cuando se quedó sin aliento, cayó en las piedras del suelo y permaneció en silencio, una figura diminuta arrebujada en el negro manto, un bulto sin forma definida temblando a mis pies.

–¡A y, pequeño! – exclamó al cabo con voz cansada-. ¡Ay, mí pequeño!

–¿Qué sucede? – pregunté.

Confieso que me tentaba más el olor a cerdo asado que llegaba de las habitaciones de Uter que cualquier trance pasajero que dejara a Nimue tan exhausta.

Me tendió la mano de la cicatriz y la ayudé a ponerse en pie.

–Nos queda una oportunidad -me dijo en voz queda y temerosa-, una sola, y si la perdemos los dioses se alejarán de nosotros, nos abandonarán y quedaremos a merced de los brutos. Y esos locos de ahí dentro, el señor de los ratones y sus seguidores, nos la pisotearán a menos que luchemos contra ellos. Pero ellos son muchos y nosotros muy pocos.

Me miraba a la cara y lloraba con desesperación.

Yo no sabia qué decir, no dominaba el mundo espiritual, aunque fuera acogido de Merlín y niño de Bel.

–Bel nos prestará ayuda, ¿no es así? – pregunté desarmado-. Nos ama, ¿no es cierto?

–¡Nos ama! – Apartó la mano de mi bruscamente-. ¡Nos ama! – repitió con burla-. La tarea de los dioses no es amarnos. ¿Acaso amas tú a los cerdos de Druidan? ¿Por qué, en nombre de Bel, habría de amarnos un dios? ¡Amarnos! ¿Qué sabes tú del amor, Derfel, hijo de sajona?

–Sé que te amo a ti -dije.

Aún ahora me sonrojo cuando pienso en las desesperadas arremetidas de un joven por conseguir el afecto de una mujer. Me costó toda la fuerza del mundo pronunciar esas palabras, hasta la última gota del valor que creía poseer, y tras soltarlas me sonrojé bajo la luz de las llamas y la lluvia y deseé no haber hablado.

–Lo sé -me dijo Nimue con una sonrisa-. Lo sé. Ahora vamos. Hay un festín para cenar.

En estos días, en estos mis últimos días, que paso escribiendo en este monasterio de los montes de Powys, a voces cierro los ojos y veo a Nimue. No a la Nimue en que se convirtió después, sino a la que era entonces, tan fogosa, tan rápida, tan segura de si misma. Sé que he ganado a Cristo, y por su bendición he ganado también el mundo entero, pero lo que perdí, lo que todos perdimos, no es posible calcularlo. Todo lo perdimos.

El festín fue maravilloso.

El Gran Consejo comenzó a media mañana, tras otra ceremonia de los cristianos. Celebraban ceremonias constantemente, me pareció, pues todas las horas del día parecían exigirles una genuflexión ante la cruz, pero el retraso dio tiempo a príncipes y guerreros para recobrarse de la bebida, las juergas y las peleas de la noche anterior. El Gran Consejo tuvo lugar en el mismo salón, que de nuevo estaba iluminado por antorchas, pues aunque el sol de primavera brillaba con esplendor, las escasas ventanas del recinto eran estrechas y estaban situadas en lo alto, más para dejar salir el humo, función que tampoco cumplían bien, que para permitir el paso de la luz del sol.

Uter, rey supremo, se sentó en una plataforma que se elevaba por encima del estrado reservado a reyes, Edlings y príncipes. Tewdric de Gwent, anfitrión del Consejo, ocupó el lugar situado a los pies de Uter; a ambos lados de su trono había otros doce asientos, ocupados en ese día por los reyes o príncipes vasallos que rendían vasallaje a Uter o a Tewdric. Allí se encontraban el príncipe Cadwy de Isca, el rey Melwas de los belgas y el príncipe Gereint, señor de las Piedras, mientras que el distante y salvaje reino de Kernow, en el extremo occidental de Britania, había enviado a su Edling, el príncipe Tristán, que ocupaba, envuelto en piel de lobo, el extremo del estrado donde quedaban vacantes dos sitiales.

En realidad los sitiales no eran sino sillas traídas del salón del festín y hábilmente revestidas con telas; delante de cada silla, colocados en el suelo y apoyados en la tarima, estaban los escudos de los reinos. En otro tiempo se apoyaban allí treinta y tres escudos, pero en ese momento las tribus britanas estaban enfrentadas unas con otras y algunos reinos habían desaparecido de Lloegyr bajo el acero sajón. Entre otras decisiones, en el presente Consejo se pretendía establecer la paz entre los reinos britanos que quedaban, una paz ya amenazada, pues Powys y Siluria no habían acudido al Consejo. Sus sitiales estaban vacíos, como mudos testigos de la sostenida enemistad de esos reinos hacia Gwent y Dumnonia.

Ante los reyes y príncipes, y tras un pequeño espacio libre para quien hubiera de tomar la palabra, se encontraban los consejeros y primeros magistrados de los reinos. Algunos consejos, como los de Gwent y Dumnonia, eran multitudinarios, mientras que otros sólo reunían a un puñado de hombres. Los magistrados y consejeros se sentaron en el suelo y fue en ese momento cuando caí en la cuenta. La tierra estaba cubierta por miles de piedrecillas de colores que juntas formaban un dibujo de grandes proporciones, del que asomaban fragmentos por entre los traseros aposentados. Los consejeros se habían procurado mantas a modo de cojines, pues sabían que las deliberaciones del Gran Consejo podían alargarse hasta bien entrada la noche. Después de los consejeros, presentes sólo en calidad de observadores, se encontraban los guerreros armados, algunos acompañados de sus perros de caza, bien sujetos a su lado. Me situé entre los guerreros por la sola autoridad que me concedía mi torques de bronce con la cabeza de Cernunnos.

Dos mujeres asistían al Consejo, sólo dos, pero incluso tan modesta representación levantó murmullos de protesta entre los hombres, que, sin embargo, cesaron al primer destello de ira de los ojos de Uter.

Morgana ocupó un puesto justo frente al rey supremo. Los consejeros se situaron alejados de ella, de modo que permaneció aislada en su sitio hasta que Nimue, cruzando la puerta del salón valientemente, se abrió camino entre los hombres sentados para colocarse a su lado. Nimue hizo su entrada con tan serena seguridad que nadie trató de detenerla. Una vez sentada, miró fijamente a Uter como retándole a que la expulsara, pero el rey hizo caso omiso de su presencia. Tampoco Morgana acusó su llegada y continuó sentada, inmóvil y con la espalda muy erguida. Nimue, vestida con su blanca túnica de lino y su fina correa de esclava, parecía leve y frágil entre aquellos hombres de pesadas capas y grises cabellos.

El Gran Consejo se abrió, igual que todos los consejos, con una oración. De haber estado Merlín presente, habría convocado a los dioses; el obispo Bedwin, por el contrario, ofreció una plegaria al dios cristiano. Vi a Sansum sentado entre las filas de consejeros de Gwent y observé la feroz mirada de odio que clavó a las dos mujeres cuando no inclinaron la cabeza durante la oración del obispo. Sansum sabía que las mujeres habían acudido en representación de Merlín.

Tras la plegaria, lanzó el reto Owain, el campeón de Dumnonia, que dos días antes había vencido a los dos mejores hombres de Tewdric. Merlín decía que era un bruto, y realmente parecía un bruto, de pie ante el rey, con las heridas de la pelea aún frescas en la cara, empuñando la espada, con una gruesa capa de lobo sobre los tensos músculos de sus enormes hombros.

–¿Hay algún hombre aquí que dispute a Uter su derecho al trono? – preguntó con voz atronadora.

Nadie respondió. Owain, un tanto decepcionado por no tener ocasion de matar a un adversario, envainó la espada y se sentó a disgusto entre los consejeros. Habría preferido, con diferencia, quedarse de pie entre sus guerreros.

El siguiente paso fue informar de las nuevas de Britania. El obispo Bedwin, hablando en nombre del rey supremo, informó de que había cesado la amenaza sajona en el este de Dumnonia, aunque a un precio tan elevado que superaba toda consideración. El príncipe Mordred, Edling de Dumnonia y guerrero cuya fama había llegado a los confines de la tierra, había muerto en la hora de la victoria. El rostro de Uter no acusó emoción alguna al escuchar el manido relato de la muerte de su hijo. Arturo no fue nombrado, a pesar de haber sido él quien consiguiera la victoria, aun en contra de la torpeza militar de Mordred; todos los presentes lo sabían. Bedwin informó también de que los sajones derrotados habían llegado desde las tierras gobernadas en otro tiempo por la tribu catuveliana y que, si bien no habían sido expulsados del antiguo territorio en su totalidad, habían aceptado pagar un tributo anual al rey supremo en oro, trigo y bueyes. Y quiera el Señor, añadió, que la paz dure.

–¡Quiera el Señor -intervino el rey Tewdric- que los sajones sean expulsados de esas tierras!

Los soldados, alineados al fondo y a los lados del salón, reaccionaron a estas palabras golpeando la contera de la lanza contra el suelo; al menos una agujereó los pequeños azulejos del mosaico. Los perros ladraron.

Acallado el rudo aplauso, Bedwin prosiguió con calma y anunció que la paz se mantenía gracias al acertado y oportuno tratado de amistad vigente entre el rey supremo y el noble rey Tewdric. En el oeste, y aquí Bedwin hizo una pausa para dedicar una sonrisa al bello y joven príncipe Tristán, también reinaba la paz.

–El reino de Kernow -manifestó Bedwin- sabe guardarse bien. Tenemos entendido que el rey Mark ha tomado nueva esposa y deseamos que, al igual que sus ilustres antecesoras, mantenga a su señor completamente ocupado. – El comentario provoco un risueño murmullo.

–¿Qué esposa es ésa? – inquirió Uter súbitamente-. ¿La cuarta o la quinta?

–Creo que hasta mi padre ha perdido la cuenta, gran señor mío -respondió Tristán, y el salón estalló en carcajadas.

Las conteras de las lanzas rompieron unos cuantos azulejos más y un pequeño fragmento saltó y fue a chocar con mi pie.

Después habló Agrícola, de nombre romano y apegado a las costumbres romanas. Agrícola, comandante de Tewdric y ya anciano entonces, era, sin embargo, temido todavía por su habilidad en la batalla. Su alta figura no se encorvaba bajo el peso de los años, aunque sus cortos cabellos se habían tornado blancos como el filo de una espada. Tenía cicatrices en la cara y se presentó perfectamente vestido de uniforme romano, mucho más suntuoso que el de sus hombres. La túnica era escarlata, la cota y las grebas, de plata, y bajo el brazo llevaba el casco también de plata, emplumado con crin de caballo teñida y cortada en forma de hirsuto cepillo de color rojo vivo. En su informe anunció que los sajones también habían sufrido derrota en la frontera oriental del reino de su señor, pero las nuevas sobre las tierras perdidas de Lloegyr eran turbadoras, pues al parecer habían desembarcado más naves llegadas de tierras sajonas por el mar germano, y con el tiempo, advirtió, el aumento de naves en las costas sajonas significaría mayor número de guerreros presionando en dirección oeste para adentrarse en Britania. Agrícola nos advirtió asimismo de la existencia de un nuevo jefe saón llamado Aelle, que luchaba por la supremacía entre los sais. Fue entonces cuando oí el nombre de Aelle por vez primera, y sólo los dioses sabían en ese momento hasta qué punto llegaría a obsesionarnos durante los años venideros.

Según Agrícola, aunque los sajones se mantuvieran tranquilos de momento, no se había restablecido la paz en el reino de Gwent. Bandas guerreras de britanos habían llegado al sur desde Powys y otras avanzaban sobre el oeste desde Síluría para atacar las tierras de Tewdric. Habían sido enviados mensajeros a ambos reinos invitando a los monarcas a acudir al Consejo, pero por desgracia, y aquí Agrícola señaló hacia las dos sillas vacias de la tarima real, ni Gorfyddyd de Powys ni Gundleus de Siluria habían acudido. Tewdric no podía ocultar la decepción, pues alimentaba abiertamente la esperanza de que Gwent y Dumnonia acordaran la paz con los dos vecinos del norte. Supuse que esa misma esperanza era la que había impulsado a Uter a invitar a Gundleus a visitar a Norwenna en primavera; pero los sitiales vacíos sólo podían significar la prolongación de las enemistades. Agrícola advirtió severamente que si no se lograba la paz, el rey de Gwent no tendría más alternativa que declarar la guerra a Gorfyddyd de Powys y a su aliado, Gundleus de Siluria. Uter aprobó la sentencia con un gesto de asentimiento.

De las tierras de más al norte, continuó Agrícola, llegaban noticias de que Leodegán, rey de Henis Wyren, había sido expulsado de su reino por Diwrnach, el invasor irlandés, que había puesto a las tierras conquistadas el nombre de Lleyn. Leodegán, desposeído, había pedido asilo a Gorfyddyd de Powys, visto que Cadwallon de Gwynedd no estaba dispuesto a acogerlo. Esa noticia provocó más risas, pues de todos era conocida la estupidez del rey Leodegán.

–También he sabido -continuó Agrícola cuando las risas hubieron cesado- que han llegado más invasores irlandeses a Demetia y que desde allí ejercen gran presión sobre las fronteras occidentales de Powys y Siluria.

–Yo hablaré por Siluria -irrumpió una voz potente desde la puerta. Gundleus había llegado.

El rey de Siluria entró cual héroe en el recinto, sin el menor gesto de vacilación ni disculpa, a pesar de que sus guerreros habían saqueado la tierra de Tewdric repetidamente, del mismo modo que había organizado incursiones por el sur cruzando el río Severn para arrasar el país de Uter. Mostrábase tan arrogante que tuve que recordarme a mi mismo que le había visto huir de la fortaleza de Merlín asustado por Nimue. Detrás de Gundleus, arrastrando los pies y babeando, entró Tanaburs el druida, y una vez más me escondí al acordarme del pozo de la muerte. Merlín me había dicho en una ocasión que, puesto que Tanaburs no había logrado matarme entonces, su alma estaba en mi poder, pero volví a estremecerme de miedo al ver llegar al viejo con el tintineo de los huesecillos que engarzaba en sus apretadas trenzas.

Detrás de Tanaburs, con las largas espadas envainadas y cubiertas por telas rojas, avanzó a grandes trancos el séquito de Gundleus. Sus hombres llevaban el pelo y los bigotes trenzados y la barba larga. Se quedaron en pie con los demás guerreros, haciéndolos a un lado para formar en sólida falange, como hombres orgullosos que acuden al Gran Consejo de sus enemigos, mientras que Tanaburs, envuelto en su sucia túnica gris bordada con medias lunas y liebres corredoras, encontró un hueco entre los consejeros. Owain, al olor de la sangre, se levantó para cerrar el paso a Gundleus, pero éste ofreció al paladín del rey la empuñadura de su espada en señal de paz, y luego se postró en el suelo ante el trono de Uter.

–Levántate, Gundleus ap Meilyr, rey de Siluria -ordenó Uter, y le tendió la mano en señal de bienvenida.

Gundleus subió a la tarima, le besó la mano y se soltó las correas con que sujetaba a la espalda el escudo con su blasón, la mascara de zorro. Lo colocó entre los demás escudos, se sentó en su sitial y comenzó a mirar alrededor abierta y orgullosamente, como si le causara gran placer estar allí. Saludó a los conocidos con la cabeza, murmurando palabras de sorpresa al ver a unos y sonriendo a otros. Todos a cuantos saludó eran enemigos suyos, y sin embargo se repantingó en la silla como si estuviera al amor de su propia hoguera, y hasta colocó una pierna en el brazo del asiento. Enarcó una ceja al ver a las dos mujeres y sospecho que frunció el ceño cuando reconoció a Nimue, pero el disgusto no le duró mucho y siguió inspeccionando a los congregados. Tewdric le invitó cordialmente a transmitir al Gran Consejo las noticias de su reino, pero Gundleus se limito a sonreír diciendo que todo marchaba bien en Siluria.

No deseo agotaros con los pormenores del día. Las nubes iban cubriendo el cielo de Glevum a medida que se zanjaban disputas, se acordaban matrimonios y se emitían juicios. Gundleus, aunque en ningún momento reconociera sus desmanes, consintió en pagar a Tewdric una compensación en vacas, ovejas y oro, y a lo mismo se avino con respecto al rey supremo; muchos conflictos menores fueron resueltos por idéntico proceder. Largas fueron las discusiones y enmarañados los alegatos, pero, una a una, resolviéronse todas las querellas. Tewdric mediaba casi de continuo, aunque siempre miraba de reojo al rey supremo por si le indicaba, mediante algún gesto leve, que era otro su parecer. Uter apenas se movió, aparte de esos pequeños gestos y algunos cambios de postura cuando un esclavo le llevaba agua, pan o la medicina que Morgana le preparaba con pezuña de potro macerada en hidromiel para aliviarle la tos. Abandonó el estrado una sola vez; fue a orinar contra la pared del fondo del salón mientras Tewdric, paciente y detallista, deliberaba sobre una disputa de fronteras entre dos caudillos de su propio reino. Uter escupió en sus orines para evitar al diablo y volvió cojeando al estrado en el momento en que Tewdric dictaba la sentencia, de la que tomaron nota en pergamino, como de todas las demás, tres escribanos que estaban sentados a una mesa detrás del estrado. Uter reservaba sus escasas fuerzas para el asunto mas importante del día, que fue tratado después del anochecer. El crepúsculo se presentó muy oscuro y los servidores de Tewdric llevaron doce antorchas más al salón. Además había empezado a llover copiosamente y hacía frío en el salón, pues el agua se colaba por los resquicios del tejado y caía hasta el suelo o bajaba en regueros por las desnudas paredes de piedra. Tan repentina fue la irrupción del frío que se hizo forzoso colocar un brasero, un cuenco de hierro de cuatro pies de diámetro bien cumplidos, repleto de leños, y encenderlo a los pies del rey supremo. Los escudos reales hubieron de ser cambiados de lugar y el sitial de Tewdric corrido a un lado para que el calor alcanzara a Uter en los pies. La estancia se llenó de humo, que no tardó en arremolinarse en las sombras del techo buscando salida hacia la torrencial lluvia que caía en el exterior.

Por fin Uter se puso en pie para dirigirse al Gran Consejo. Mantenía mal el equilibrio, de modo que, apoyándose en una gran lanza para osos, habló de la preocupación que sentía respecto a su reino. Dumnonia, dijo, tenía un nuevo Edling y había que agradecérselo a los dioses, pero el Edling era débil, de muy tierna edad y con un pie torcido. La confirmación de rumores tan agoreros fue acogida con murmullos, que Uter acalló enseguida levantando una mano. El humo giraba a su alrededor dándole un aspecto lúgubre, como si su alma luciera ya galas de cuerpo espectral en camino al otro mundo. Brillaba el oro en su cuello y muñecas y una fina cinta de oro, la corona del rey supremo, le ceñía las desgreñadas canas.

–Soy viejo -dijo- y no viviré mucho más. – Acalló las protestas con otro débil gesto de la mano-. No digo que mí reino sea superior a ningún otro de esta tierra, pero afirmo que si Dumnonía cae en poder de los sajones, caerá con ella toda Britania. Si cayera Dumnonia, perderíamos los vínculos con Armórica y con nuestros hermanos del otro lado del mar. Si Dumnonía cayera, los sajones habrían conseguido dividir la tierra britana, y una tierra dividida no sobrevive. – Hizo una pausa y por un segundo creí que el cansancio le impediría continuar, pero entonces irguió su gran testuz de toro y habló-. ¡Debemos impedir que los sajones alcancen el río Severn! – expresó a gritos su credo, el que había albergado en su corazón durante tantos años. Mientras los britanos mantuvieran rodeados a los sajones, aún quedaban esperanzas de arrojarlos de nuevo al mar germano, mas si, por el contrario, los invasores conseguían alcanzar las costas occidentales, Dumnonia quedaría separada de Gwent y los britanos del sur de los britanos del norte-. Los hombres de Gwent son nuestros mejores guerreros -afirmó en dirección a Agrícola, rindiéndole así homenaje-, pero de todos es sabido que Gwent se sustenta del pan de Dumnonia. Es necesario conservar Dumnonía o perderemos Britania. ¡Tengo un nieto y suyo es el reino! El reino será para Mordred cuando yo muera. ¡Esa es mi ley!

Golpeó la plataforma con la lanza y la antigua y sólida fuerza del Pandragón destelló en sus ojos. Fueran cuales fueren las decisiones que se tomasen, el reino seguiría en manos del linaje de Uter, porque así era la ley de Uter y así lo asumieron todos los presentes. Tan sólo quedaba por decidir la forma en que habría de ser protegido el niño lisiado hasta alcanzar edad de ascender al trono.

Y entonces comenzaron los parlamentos, aunque todos conocían de antemano el signo de las decisiones. ¿Por qué, si no, Gundleus se repantingaba en el sitial con tal petulancia? No obstante, algunos proponían otros candidatos a la mano de Norwenna. El príncipe Gereint, señor de las Piedras, que guardaba las fronteras sajonas de Dumnonía, propuso a Meurig ap Tewdric, el Edling de Gwent, pero nadie ignoraba que dicha proposición no era sino una forma de halagar a Tewdric y que jamás seria aceptada, pues Meurig sólo era un mocoso sin la menor posibilidad de preservar Dumnonia de los sajones. Gereint, cumplida su misión, se sentó a escuchar a un consejero de Tewdric que abogó por el príncipe Cuneglas, primogénito de Gorfyddyd y, por tanto, Edling de Powys. El consejero adujo que un matrimonio con el príncipe de la corona enemiga forjaría la paz entre Powys y Dumnonia, los dos reinos mas poderosos de Britania, pero la propuesta fue rechazada sin misericordia por el obispo Bedwin, pues sabia que su señor jamás confiaría su reino al cuidado del hijo del más encarnizado enemigo de Tewdric.

Tristán, príncipe de Kernow, era otro candidato, pero puso reparos, sabiendo a ciencia cierta que nadie en Dumnonía confiaría en su padre, el rey Mark. Se barajó también el nombre de Meriadoc, príncipe de Stronggore, pero era éste un reino situado al este de Gwent que ya estaba prácticamente en poder de los sajones, y un hombre que no fuera capaz de salvaguardar su propio reino, menos aún lo sería de defender dos. Hablaron entonces de las casas reales de Armórica, mas nadie sabía si el príncipe de allende el mar abandonaría sus nuevas tierras bretonas para defender Dumnonía.

Gundleus. Todos los razonamientos llevaban a Gundleus.

Fue entonces cuando Agrícola pronunció el nombre que casi todos los presentes deseaban escuchar con mayor ansia y temor. El viejo soldado se puso en pie con su brillante cota romana y la firmeza reflejada en el porte de los hombros y miró a Uter el Pandragón directamente a los legañosos ojos.

–Arturo -dijo-. Propongo a Arturo.

Arturo. El nombre resonó en el salón y, antes de que el eco se apagara por completo, estalló un súbito fragor de conteras de lanzas contra el suelo. Los lanceros que así aprobaban eran guerreros de Dumnonia, hombres que habían seguido a Arturo a la batalla y conocían su valor, pero su demostración fue breve.

Uter Pandragón, rey supremo de Britania, levantó su báculo y dio un solo golpe. Al punto se hizo el silencio y únicamente Agrícola osó enfrentarse al rey supremo.

–Propongo que Arturo contraiga matrimonio con Norwenna -dijo con todo respeto.

Y hasta yo, joven como era, supe que Agrícola hablaba en nombre de su señor el rey Tewdric, lo cual me confundió porque pensaba que el candidato de Tewdric era Gundleus.

Si conseguían que Gundleus rompiera su amistad con Powys, la nueva alianza entre Dumnonia, Gwent y Siluria dominaría la tierra de ambas orillas del mar Severn, acuerdo a tres bandas que constituiría un gran baluarte tanto frente a Powys como frente a los sajones. Pero, naturalmente, tenía que haberme percatado de que Tewdric buscaba la negativa al proponer a Arturo para estar en situación de exigir algo a cambio.

–Arturo ap Neb -dijo Uter, y su última palabra fue recibida con un murmullo ahogado de sorpresa y horror- no es de linaje real.

Nada había que oponer a tan sólido argumento; Agrícola aceptó la derrota, hizo una inclinación de cabeza y se sentó. Neb significaba nadie; Uter negaba su paternidad con respecto a Arturo y con ello, el derecho a ser considerado de sangre real; por tanto, no era candidato a la mano de Norwenna. Un obispo de los belgas se manifestó en favor de Arturo alegando que los reyes siempre se habían escogido de entre la nobleza y que las costumbres que habían sido útiles en el pasado podían serlo igualmente en el futuro, pero tan magra objeción murió a la primera mirada de Uter. Una ráfaga de lluvia se coló por una de las altas ventanas y chisporroteó en el fuego.

El obispo Bedwin se levantó otra vez. Aunque diese la impresión de que todo lo dicho hasta el momento sobre el futuro de Norwenna de nada servía, al menos se habían barajado las posibilidades y los hombres de sentido común podrían entender el razonamiento que se ocultaba tras el anuncio que Bedwin hizo a continuación.

Gundleus de Siluria, dijo Bedwin sin entusiasmo, no tenía esposa. Un murmullo se elevó en el salón, pues de todos eran conocidas las murmuraciones sobre el escandaloso matrimonio de Gundleus con Ladwys, su amante de baja cuna, Pero Bedwin pasó por alto despreocupadamente la interrupción. El obispo continuó explicando que hacia unas semanas, Gundleus había visitado a Uter, había hecho la paz con el rey supremo y ahora era un placer para Uter entregarle a Norwenna por esposa y convertirlo así en protector, y repitió la palabra, en protector del reino de Mordred. Como prueba de su buena voluntad, Gundleus ya había pagado cierta cantidad en oro al rey Uter, cantidad que se había considerado adecuada. Bedwín añadió con soltura que siempre habría quien no confiara en el que había sido su enemigo hasta el momento, pero para dar mayor crédito a nuevos sentímientos Gundleus de Siluria renunciaba a sus antiguas aspiraciones sobre la tierra de Gwent, amén de convertírse al cristianismo y recibir bautismo públicamente en el río Severn, al pie de las murallas de Glevum, a la mañana siguiente. Los cristianos presentes cantaron aleluya, pero yo me quedé mirando al druida Tanaburs sin comprender por qué el perverso viejo loco no daba señales de desaprobación ante la forma en que su señor renegaba públicamente de la víeja fe.

Tampoco comprendía por qué esos hombres maduros se aprestaban con tanta facilidad a acoger de buen grado a un antiguo enemigo, y es que, naturalmente, estaban desesperados. Un reino quedaba en manos de un niño lisiado y Gundleus, a pesar de su pasado de traiciones, era un guerrero de fama. Si mantenía su palabra, la paz entre Dumnonia y Gwent estaba asegurada. Con todo, Uter no era un insensato e hizo todo lo posible por asegurar la protección de su nieto en caso de que Gundleus lo traicionara. Por decreto de Uter, un consejo regiría Durnnonia hasta que Mordred alcanzara la edad de empuñar la espada. Gundleus presidiría el consejo y seis hombres, cuyo jefe sería el obispo Bedwin, cumplirían el papel de consejeros. Tewdric de Gwent, firme aliado de Dumnonia, tendría derecho a enviar a dos hombres, y el consejo así compuesto sería el que tomara las decisiones sobre el gobierno de la tierra. Tales disposiciones no fueron del agrado de Gundleus. No había pagado dos cestos de oro para sentarse en un consejo de viejos, pero sabía que no podía oponerse. Guardó silencio mientras su nueva esposa y el reino de su hijastro quedaban amarrados entre leyes.

Se estipularon aún más reglas. Uter dijo que Mordred tendría tres protectores jurados, tres hombres comprometidos por su honor a defender la vida del niño con la suya propia. Si algún mal fuera infligido a Mordred, los juramentados habrían de vengarlo o sacrificar la vida en el intento. Gundleus no se movió durante la redacción del edicto, pero se removió inquieto en el asiento cuando se dijeron los nombres de los protectores. Uno era el rey Tewdric de Gwent, el segundo era Owain, paladín de Dumnonia, y el tercero Merlín, lord de Avalón.

Merlín. Los hombres esperaban oír ese nombre como habían esperado escuchar el de Arturo. Uter no solía tomar decisiones graves sin el consejo de Merlín, mas ahora no estaba presente. Hacia muchos meses que no se veía a Merlín en Dumnonía. Por lo que de él sabían, bien podía estar muerto.

En ese momento Uter miró a Morgana por primera vez. Debió de sentir gran bochorno cuando Uter negó la paternidad de su hermano y por ende la suya propia, pero no había sido convocada al Gran Consejo como hija bastarda de Uter, sino como fiel profetisa de Merlín. Una vez prestado juramento de honor por parte de Tewdric y Owain, Uter miró a la contrahecha mujer tuerta. Se santiguaron entonces los cristianos presentes, que así se guardaban de los malos espíritus.

–¿Bien? – inquirió Uter.

Morgana estaba nerviosa. Le exigían garantía de que Merlín, su compañero de misterios, aceptaría la gran carga que representaba el juramento de honor. No estaba allí como consejera, sino como sacerdotisa, y como tal debía contestar. No lo hizo así, y su respuesta resultó insuficiente.

–Mi señor Merlín se sentirá muy honrado con tal nombramiento, gran señor mio -manifestó.

Nimue dio un grito, tan súbito y lúgubre que todos temblaron y se aferraron a sus lanzas. A los perros de caza se les erizó el pelo del lomo. Cuando el grito se fue apagando, dejó un gran silencio entre los hombres. El humo ascendía en rachas y dibujaba grandes formas iluminadas por las antorchas en lo alto del oscuro techo, donde la lluvia golpeaba las tejas, cuando, por encima de los últimos ecos del grito, resonó un trueno en la distancia, en medio de la noche sacudida por la tormenta.

¡Truenos! Los cristianos volvieron a santiguarse, pero ninguno ignoraba el significado de la señal. Taranis, el dios del trueno, había hablado, prueba de que los dioses habían acudido al Gran Consejo, y lo que es más, habían acudido convocados por una joven que, a pesar del frío que obligaba a los hombres a envolverse en sus capas, no llevaba más vestimenta que una túnica blanca y una correa de esclava.

Nadie se movió, no se oyó una sola palabra ni se produjo gesto alguno. Los cuernos de hidromiel fueron olvidados y los hombres dejaron de rascarse los piojos. Ya no había en el recinto reyes ni guerreros. No había obispos, sacerdotes tonsurados ni ancianos sabios. Éramos sólo una muchedumbre silenciada y asustada que miraba con respeto y temor a una joven que se soltaba el cabello y lo dejaba caer, largo y negro, sobre su esbelta y blanca espalda. Morgana miraba al suelo, Tanaburs estaba boquiabierto y el obispo Bedwin musitaba oraciones mientras Nimue se dirigía a la palestra de los oradores, un espacio vacio detrás del brasero. Levantó los brazos y empezó a girar lentamente en el sentido del sol, de modo que todos le vimos la cara, una cara de horror, con los ojos en blanco y la lengua fuera de la boca, que se torció en una mueca. Dio otra vuelta sobre si misma, y otra más, cada vez más aprisa, y doy fe de que un escalofrío estremeció al mismo tiempo a toda la concurrencia. Nimue empezó a agitarse al tiempo que daba vueltas velozmente, acercándose más y más al ardiente fuego del brasero, a punto de precipitarse entre las llamas, pero entonces saltó en el aire y dejó escapar un chillido antes de caer a plomo sobre los azulejos. Luego, avanzando a cuatro patas como un animal, buscó la forma de volver a su sitio recorriendo de un lado a otro la hilera de escudos, que con anterioridad se había abierto para que el calor del fuego calentara las piernas al rey supremo, y cuando llegó al escudo de Gundleus, con la máscara de zorro, se irguió en actitud rampante, como una serpiente a punto de atacar y escupió una vez.

La saliva alcanzó al zorro.

Gundleus se levantó sobresaltado del sitial, pero Tewdric lo detuvo. También Tanaburs se puso en pie trabajosamente, mas Nimue se volvió hacia él, con los ojos todavía en blanco, y gritó de nuevo. Lo señaló con el dedo mientras el eco del grito todavía resonaba en el espacioso salón romano, y el poder de su magia obligó a Tanaburs a sentarse otra vez en el suelo.

Entonces Nimue tembló, los ojos le giraron en las órbitas y volvimos a ver su pupilas de color castaño. Parpadeó a la vista de todos como sorprendida de encontrarse en aquel lugar y, dando la espalda al rey supremo, se sumió en una inmovilidad total. Esa inmovilidad denotaba que se hallaba poseida por los dioses y que cuando hablara, serían ellos los que hablaran por su boca.

–¿Merlín sigue con vida? – preguntó Tewdric en actitud respetuosa.

–Naturalmente.

Su voz rezumaba burla y no dio tratamiento de rey al monarca que la interrogaba. Estaba en compañía de los dioses y no tenía necesidad de mostrar respeto ante simples mortales.

–¿Dónde se halla?

–Ausente -dijo Nimue, y dio media vuelta para mirar al rey togado que le preguntaba desde el estrado.

–¿Dónde ha ido? – preguntó Tewdric.

–En busca de la sabiduría de Britania -respondió Nimue. Todos prestaron oídos porque finalmente escuchaban auténticas nuevas. Vi que Sansum, el señor de los ratones, se retorcía de ganas de expresar su rechazo ante tamaña irrupción de paganismo en el Gran Consejo, mas no había forma de que un simple sacerdote pudiera interferir en el interrogatorio que el rey Tewdric hacía a la muchacha.

–¿En qué consiste la sabiduría de Britania? – preguntó el rey Uter.

Nimue volvió a girar, una vuelta completa sobre sí misma en el sentido del sol, pero sólo lo hizo para concentrar sus pensamientos y encontrar la respuesta, y cuando la tuvo la anunció con una entonación hipnótica.

–La sabiduría de Britania es el conocimiento de nuestros antecesores, los dones de nuestros dioses, las trece propiedades de los trece tesoros que, una vez reunidos de nuevo, nos devolverán el poder para reclamar nuestra tierra. – Hizo una pausa y, cuando volvimos a oírla, su voz había recuperado el timbre normal-. Merlín trabaja con ahínco para que esta tierra vuelva a ser una, la tierra britana -Nimue dio media vuelta y se quedó mirando a Sansum, directamente a sus brillantes e indignados ojillos-, con los dioses britanos. – Volvió a dirigirse al rey supremo-. Y si lord Merlín fracasa, Uter de Dumnonia, todos pereceremos.

Un murmullo recorrió la sala. Sansum y los cristianos protestaron a voces, pero Tewdric, el rey cristiano, los mandó callar con un gesto de la mano.

–¿Esas palabras son de Merlín? – preguntó a Nimue.

Nimue se encogió de hombros, como si la pregunta no viniera a cuento.

–No son palabras mías -replicó con insolencia.

Uter no dudaba de que Nimue, una niña todavía, una mujer en ciernes, no hablara por sí misma, sino por su señor de modo que inclinó su pesado cuerpo hacia delante y la miró con el ceño fruncido.

–Pregunta a Merlín si acepta el juramento. ¡Pregúntale! ¿Protegerá a mi nieto?

Nimue hizo una larga pausa. Creo que intuyó el verdadero destino de Britania antes que cualquiera de nosotros, incluso antes que Merlín, y ciertamente mucho antes que Arturo, si es que Arturo lo intuyó alguna vez, pero el instinto le impidió decir la verdad a ese viejo cabezota que no tardaría en morir.

–Merlín, rey y señor mío -dijo por fin con un tono hastiado, dando a entender que cumplía con un deber necesario pero inútil-, promete en este momento, por la salvación de su espíritu, que jurará proteger la vida de vuestro nieto con la suya propia.

–¡Sólo si…! – Morgana nos sorprendió con su repentina intervención. Se puso en pie con esfuerzo, achaparrada y oscura al lado de Nimue. La luz de las llamas se reflejó en su casco de oro-. ¡Sólo si…! – Volvió a gritar, y entonces se acordó de mecerse hacia delante y hacia atrás entre el humo del brasero como sí su cuerpo estuviera poseido por los dioses-. Sólo si, dice Merlín, Arturo jura conmigo. Arturo y sus hombres deben ser los que protejan a tu nieto. íMerlín ha hablado!

Emitió el discurso con toda la dignidad de quien estaba acostumbrada a ser oráculo y profetisa, pero yo, si no alguno más, eché de menos el estampido de un trueno en la lluviosa noche.

Gundleus protestaba, puesto en pie, contra el pronunciamiento de Morgana. Ya había tenido que aceptar el supeditar su poder a un consejo de seis hombres y a un trío de juramentados, y ahora se le exigía que su nuevo reino sostuviera a una banda guerrera de enemigos en potencia.

–¡No! – dijo, pero Tewdric desoyó su protesta y bajó de la tarima para colocarse junto a Morgana y dirigirse al rey supremo.

Fue entonces cuando la mayoría de los que llenábamos el salón comprendimos que Morgana, aun habiendo hablado con la voz de Merlín, había pronunciado las palabras que Tewdric quería que dijera. El rey Tewdric de Gwent era buen cristiano, pero aún mejor político y sabía exactamente cuándo recurrir al apoyo de los dioses antiguos para reforzar sus propuestas.

–Arturo ap Neb, con sus guerreros -dijo Tewdric al rey-, es, como garante de la vida de vuestro nieto, muy superior a cualquier juramento que pueda prestar mi persona, aunque bien sabe Dios que mi voto es solemne.

El príncipe Gereint, sobrino de Uter y segundo señor de la guerra después de Owain, habría podido oponerse al nombramiento de Arturo, pero el señor de las Piedras era hombre honesto y de ambición limitada, y no confiaba en su capacidad para comandar las tropas de Dumnonía; por lo tanto, se alineó con Tewdric y apoyó su propuesta. Owain,. caudillo de la guardia real de Uter y paladín del rey, parecía poco satisfecho con el nombramiento de un rival, pero al cabo también apoyó a Tewdric y dio su consentimiento con un gruñido.

Uter continuaba indeciso. El tres era número de buena suerte, y tres juramentados eran suficientes; añadir un cuarto podría desagradar a los dioses. Sin embargo, le debía un favor a Tewdric, pues ya había rechazado su proposición de que Arturo contrajera matrimonio con Norwenna. Entonces el rey pagó su deuda.

–Arturo jurará -consintió por fin, y sólo los dioses saben cuán difícil le resultó otorgar tal nombramiento al hombre al que hacia responsable de la muerte de su amado hijo.

No obstante, se lo otorgó y el salón estalló en un clamor general. Sólo los guerreros de Gundleus guardaron silencio mientras las conteras de las lanzas rompían los azulejos del suelo y los vivas de los soldados resonaban en la cavernosa y ahumada oscuridad.

Y de este modo, al final del Consejo, Arturo, hijo de nadie, fue nombrado, junto con otros tres, protector de Mordred por su honor.

4

Transcurridas dos semanas de la clausura del Gran Consejo, Norwenna y Gundleus contrajeron matrimonio. La ceremonia tuvo lugar en una capilla cristiana de Abona, ciudad portuaria de nuestras costas norteñas del mar Severn situada frente a Siluria, y con toda seguridad no fue una ocasión feliz para Norwenna, pues esa misma tarde regresó a Ynys Wydryn. Nadie del Tor asistió a la ceremonia; la princesa acudió acompañada de un grupo de monjes con sus respectivas esposas. Volvió a casa como reina Norwenna de Siluria, si bien tal titulo no supuso más guardias ni ayudantes a su servicio. Gundleus volvió en barco a su país donde, según nos hicieron saber, se habían producido escaramuzas con los Ui Liatháin, los irlandeses Escudos Negros que habían colonizado el antiguo reino britano de Dyef, al que ahora denominaban Demetía.

Nuestra vida apenas cambió por el hecho de tener a una reina entre nosotros. Aunque los que morábamos en el Tor pareciéramos ociosos comparados con los villanos de la colina, teníamos deberes que cumplir. Cortábamos el heno y lo tendíamos a secar en hileras, esquilábamos las ovejas y sumergíamos el lino recién cosechado en las malolientes cubas de enriado para extraer la fibra. Las mujeres de Ynys Wydryn andaban con las ruecas y los husos de acá para allá hilando la lana recién trasquilada y sólo la reina, Morgana y Nimue quedaban dispensadas de esa interminable tarea. Druidan castraba a los cerdos, Pelinor mandaba ejércitos imaginarios y Hywel, el administrador, preparaba sus largos palillos para contar las rentas del verano. Merlín no regreso a casa, a Avalón, ni recibimos noticia alguna de su parte. Uter descansaba en su castillo de Durnovaría mientras Mordred, su heredero, crecía al cuidado de Morgana y Gwendolin.

Arturo continuaba en Armórica. Alg·n día volvería a Dumnonia, decían, pero sólo cuando hubiera cumplido su deber para con Ban, cuyo reino de Benoic lindaba con Brocelianda, reino del rey Budic, el cual estaba casado con Ana, hermana de Arturo. Esos reinos de Britania Armórica eran un misterio para nosotros, moradores de Ynys Wydryn, pues jamas habíamos cruzado el mar para explorar las tierras donde tantos britanos, empujados por los sajones, habían buscado refugio. Sabíamos que Arturo comandaba el ejército de Ban y que había saqueado el país situado al oeste de Benoic para mantener a raya a los francos, pues nuestras noches de invierno eran amenizadas con cuentos de viajeros sobre las proezas de Arturo que, por demás, nos hacían babear de envidia en lo relativo al rey Ban. El rey de Benoic estaba casado con una reina llamada Elaine, y entre los dos habían fundado un reino maravilloso donde se aplicaba la justicia equilibrada y puntualmente, donde hasta el más mísero de los siervos recibía alimento durante el invierno a expensas de las reservas reales. Todo parecía hermoso en exceso para ser verdad, si bien, andando el tiempo, llegué a visitar el reino de Ban y descubrí que los relatos no exageraban. Ban había establecido su capital en una isla-fortaleza, Ynys Trebes, famosa por sus poetas. Se mostraba pródigo el rey en afecto y dineros con una ciudad que había ganado fama de ser más bella que la misma Roma. Se decía que Ban había canalizado y embalsado las fuentes de Ynys Trebes de modo que cada cual tuviera agua fresca a disposición al pie de su casa. Allí se comprobaba la exactitud de las balanzas de los mercaderes, el palacio del rey permanecía abierto día y noche a los que desearan ser resarcidos de sus agravios, y las diversas religiones tenían orden de convivir en paz o reducir sus templos a polvo. Ynys Trebes era un paraíso de paz, siempre y cuando los soldados de Ban consiguieran mantener al enemigo fuera de sus murallas, motivo por el cual, el rey Ban se mostraba reacio a consentir el regreso de Arturo a Britania. Y tal vez tampoco estuviera en el ánimo de Arturo regresar a Dumnonía en tanto Uter siguiera con vida.

Aquel verano fue una bendición para Dumnonia. Recogimos el heno seco en grandes almiares, que levantamos sobre capas aislantes de helechos para evitar la corrosión de la humedad y el saqueo de las ratas. El centeno y la cebada maduraban en los campos, los sembrados que se extendían entre las marismas de Avalón y Caer Cadarn semejaban un gran cobertor de retales, las manzanas crecían hermosas en los huertos del este y las anguilas y los lucios engordaban en nuestros lagos y arroyos. No hubo plagas ni lobos y los sajones escasearon. De vez en cuando divisábamos en la distancia una humareda sobre el horizonte sudeste y nos imaginábamos que un grupo de piratas sajones embarcados habría prendido fuego a un asentamiento, pero después del tercer supuesto incendio, el príncipe Gereint condujo a un grupo de guerreros decididos a vengar Dumnonia y las incursiones sajonas cesaron. Incluso el jefe sajón pagó su tributo a tiempo, aunque fue el último que percibiriamos de los sajones durante muchos años, y con toda seguridad provendría en su mayor parte de los saqueos de nuestras propias aldeas fronterizas. Con todo, aquel verano fue una época feliz y Arturo, según decían los hombres, se moriría de aburrimiento si llevara sus famosos caballeros a la pacífica Dumnonia. Hasta en Powys reinaba la calma. El rey Gorfyddyd, rota su alianza con Siluria y habiendo optado por no enfrentarse a Gundleus, hizo caso omiso del pacto matrimonial de éste con Dumnonia y concentró sus lanzas contra los sajones que amenazaban sus territorios del norte. Gwynedd, reino situado al norte de Powys, estableció relaciones con los temibles soldados irlandeses de Diwrnach de Lleyn, pero en Dumnonia, el más próspero de los reinos de Britania, la paz gozaba de buena salud y los cielos eran cálidos.

Aquel mismo verano, tan idílico verano, maté a mi primer enemigo y así me convertí en hombre.

Mas la paz nunca dura eternamente y la nuestra se concluyó de forma cruel. Uter, rey supremo y Pandragón de Britania, murió. Sabíamos que estaba enfermo, que había de morir pronto y que había hecho cuanto estaba en su mano por prepararlo todo para el momento de su muerte, pero creíamos que ese momento nunca llegaría. Tantos años había sido rey, tanto había prosperado Dumnonia bajo su reinado, que parecía que todo habría de seguir igual por siempre. Pero justo antes de la siega el Pandragón murió. Nimue aseguró haber oído gritar a una liebre al sol del mediodía en ese mismo momento. Morgana, huérfana repentinamente, se encerró en su cabaña y lloró como una niña.

El cuerpo de Uter fue enterrado seg·n las antiguas tradiciones. Bedwin habría preferido darle sepultura cristiana, mas el resto del consejo se negó a consentir tamaño sacrilegio, de modo que el hinchado cuerpo fue colocado en una pira en la cima de Caer Maes y se le prendió fuego. Ystrwth, el herrero, fundió la espada real, y el metal fundido fue vertido en un lago para que Gofannon, dios de la forja de ultratumba, forjara de nuevo la espada para el alma renacida de Uter. El metal ardiente chisporroteó al tocar el agua y el humo se elevó en una nube espesa mientras los videntes se inclinaban sobre el lago para predecir el futuro del reino en las retorcidas formas que adoptaba el metal al enfriarse. Los augurios fueron buenos, a pesar de lo cual el obispo Bedwin tuvo la precaución de enviar a sus más veloces mensajeros hacia el sur, con destino a Armórica, para avisar a Arturo, mientras que otros mensajeros más lentos se dirigieron al norte, hacia Siluria, para comunicar a Gundleus que el reino de su hijastro necesitaba a partir de ese momento a su protector oficial.

La pira de Uter ardió durante tres noches. Sólo entonces se permitió que las llamas fueran extinguiéndose, proceso que una potente tormenta procedente del mar del oeste contribuyó a completar prestamente. Grandes nubes se arremolinaron en el cielo, los relámpagos hendieron la tierra del difunto y una lluvia torrencial se abatió sobre una ancha franja de cosechas sin recoger. En Ynys Wydryn, acurrucados en las cabañas, escuchamos el tamborileo de la lluvia y el fragor de la tormenta y vimos caer el agua a chorros por los tejados de paja. Durante la tormenta, el mensajero del obispo Bedwin llevó a Mordred el pendón real del gran dragón. El mensajero tuvo que gritar como loco para hacerse oir por los del interior de la empalizada, hasta que por fin Hywel y yo le abrimos la puerta; cuando cesó la tormenta y el viento dejó de soplar, clavamos la bandera en la fortaleza de Merlín, señal de que Mordred era ya rey de Dumnonia. El pequeño no era rey supremo, naturalmente, puesto que tal honor sólo lo concedían los reyes, previo acuerdo unánime, a aquel al que consideraban superior entre ellos, ni tampoco era Pandragón, puesto que tal título lo había de ganar el rey supremo en el campo de batalla. En realidad Mordred no era aún rey de Dumnonia propiamente, ni lo seria hasta que fuera llevado a Caer Cadarn y allí, por la espada y por la voz, fuera proclamado monarca sobre la piedra real del reino; pero el pendón era suyo y, por tanto, el dragón rojo ondeaba en la alta fortaleza de Merlín.

El pendón consistía en un cuadrado de lienzo blanco, de la misma altura y la misma anchura que la lanza de un guerrero. Se mantenía desplegado mediante hebras de sauce hilvanadas a los dobladillos e iba sujeto a un asta, una larga vara de olmo con un dragón dorado en el extremo superior. El dragón bordado en la bandera misma era de lana roja, y cuando llovía soltaba tinte y manchaba de rosa la parte inferior del paño. A la llegada del pendón siguió, con pocos días de diferencia, la de la guardia real, un grupo de cien hombres al mando de Owain, el paladín del rey, cuya misión consistía en proteger a Mordred, rey de Dumnonia. Owain transmitió a Norwenna un consejo del obispo Bedwin, según el cual, ella y Mordred deberían instalarse más al sur en Durnovaria, consejo que la reina se apresuró a cumplir, pues deseaba que su hijo se criara en una comunidad cristiana, lejos de los aires ostensiblemente paganos del Tor; pero antes de hacer los preparativos llegaron malas noticias del país del norte. Gorfyddyd de Powys, al saber de la muerte del rey supremo, había enviado a sus lanceros contra Gwent, y ahora esos hombres incendiaban, saqueaban y tomaban cautivos adentrándose en las tierras de Tewdric. Agrícola, el comandante romano de Tewdric, respondía a los ataques, mas los traidores sajones, que con toda seguridad se habían aliado a Gorfyddyd, entraron también en Gwent con grupos de guerreros, y de pronto nuestro más antiguo aliado se halló inmerso en una lucha por su propia supervivencia. Owain, que habría dado escolta a Norwenna y al niño hasta Durnovaria, se llevó a sus guerreros al norte para ayudar al rey Tewdric, y Ligessac, de nuevo al mando de la guardia de Mordred, insistió en que el niño estaría mejor protegido tras el puente de tierra de

Ynys Wydryn, tan fácil de defender, que en Caer Cadarn o en Durnovaría; así pues, Norwenna hubo de permanecer en el Tor a su pesar.

Contuvimos la respiración hasta saber de parte de quién se pondría Gundleus de Siluria, y la respuesta no se hizo esperar. Lucharía a favor de Tewdric y contra su antiguo aliado Gorfyddyd. Gundleus envió un mensaje a Norwenna diciendo que cruzaría los pasos de montaña con sus tropas para caer sobre Gorfyddyd por la retaguardia, y que tan pronto como las bandas de Powys fueran derrotadas, regresaría al sur para proteger a su esposa y a su real hijo.

Quedamos a la espera de noticias, observando las montañas distantes día y noche para divisar las almenaras, desde las cuales nos enviaban mensajes en caso de desastre o de aproximación del enemigo; aquéllos fueron días felices, aun con la incertidumbre de la guerra. El sol restañó las heridas causadas por las tormentas y secó el grano; Norwenna, por su parte, a pesar de hallarse rodeada de paganismo en el Tor, mostrábase mas segura, ahora que su hijo era rey. Mordred seguía siendo el mismo niño, pelirrojo, falto de alegría y con un corazón tenaz; pero durante esos días amables hasta parecía feliz, jugando con su madre o con Ralla, su nodriza, y el hijo de ésta, de oscuros cabellos. El esposo de Ralla, el carpintero Gwlyddyn, talló unoscuantos animales para Mordred: patos, cerdos, vacas, ovejas y gamos, y el rey disfrutaba jugando con ellos a pesar de que aún era muy pequeño como para saber siquiera qué eran. Norwenna se alegraba de ver feliz a su hijo. Recuerdo que le hacía cosquillas para provocarle la risa, le consolaba cuando se hacía daño y le prodigaba cariño en todas las ocasiones. Le llamaba

su pequeño rey, su amor eterno chiquitín, su milagro, y Mordred respondía con gorjeos y chasquidos de la lengua que consolaban el apesadumbrado corazón de su madre. Gateaba desnudo al sol y todos veíamos crecer hacia dentro, cual puño, su deforme pie izquierdo; pero por lo demás se criaba fuerte con la leche de Ralla y el cariño de su madre. Fue bautizado en la iglesia de piedra que había cerca del Santo Espino.

Llegaron buenas noticias de la guerra. El príncipe Gereint derrotó a una banda de sajones en la frontera oriental de Dumnonia, y por el norte Tewdric acabó con otro grupo de invasores sajones. Agrícola, al mando del resto del ejército de Gwent, aliado con Owain de Dumnonia, hizo retroceder a los invasores de Gorfyddyd hasta los montes de Powys. No tardó en llegar un mensajero de Gundleus diciendo que Gorfyddyd de Powys quería la paz; el mensajero depositó a los pies de Norwenna las espadas de dos guerreros de Powys que habían caído prisioneros, como recuerdo de la victoria de su esposo. Y lo que era mejor, según informó el hombre, Gundleus de Siluria se encontraba ya de camino al sur para recoger a su esposa y a su precioso hijo. Había llegado la hora, decía Gundleus, de que Mordred fuera proclamado rey en Caer Cadarn. Nada habría sonado más dulce a oídos de Norwenna, y tan satisfecha quedó que pagó al mensajero con un grueso brazalete de oro antes de enviarlo al sur para que el mensaje de su esposo llegara también a Bedwin y al consejo.

–Di a Bedwin -aleccionó al mensajero- que la proclamación de Mordred se celebrará antes de la siega. íQue el Señor preste alas a tu montura!

El mensajero partió rumbo al sur y Norwenna comenzó los preparativos para la ceremonia de aclamación en Caer Cadarn. Ordenó a los monjes del Santo Espino que se prepararan para viajar con ella y prohibió perentoriamente a Morgana y Nimue que acudieran, porque a partir de ese día declaraba Dumnonia reino cristiano, razón suficiente para que las brujas de la vieja fe se mantuvieran alejadas del trono de su hijo. La victoria de Gundleus prestó valentía a Norwenna, que reunió valor para ejercer una autoridad de la que Uter no la habría investido jamás.

Esperábamos la reacción de Morgana o de Nimue al verse excluidas de la ceremonia, pero ambas encajaron el veto con sorprendente tranquilidad. Morgana se limitó a encogerse de hombros, aunque ese mismo día, al anochecer, se encerró con Nimue en las habitaciones de Merlín portando un caldero de bronce. Norwenna, que había convidado a cenar en el Tor al superior de la orden del Santo Espino y a su esposa, comentó que las brujas estaban cociendo maldades en su jugo y todos los presentes se rieron. La victoria era de los cristianos.

Yo no estaba seguro de tal victoria. Nimue y Morgana no se apreciaban; sin embargo se habían encerrado juntas y sospeché que sólo un asunto de la máxima importancia podría reconciliarlas hasta tal punto. Sin embargo, Norwenna no albergaba dudas. La muerte de Uter y las victorias de su esposo le proporcionaban una libertad maravillosa; pronto abandonaría el Tor y asumiría el lugar que le correspondía por derecho, como madre de rey, en una corte cristiana donde su hijo creciera a imagen de Cristo. Jamás fue tan dichosa como aquella noche en que ejerció el poder supremo; una cristiana en el corazón de la fortaleza pagana de Merlín.

Pero entonces reaparecieron Morgana y Nimue.

Hizose silencio en el salón cuando las dos mujeres se acercaron a la silla de Norwenna, ante la cual y con la debida humildad, se arrodillaron. El superior de los monjes, un hombre pequeño y violento de barba hirsuta, que había sido curtidor antes de convertirse al cristianismo y que aún olía a los excrementos que empleaba en su antiguo oficio, les exigió que comunicaran sus intenciones sin demora. Su esposa se defendió del diablo haciendo la señal de la cruz, aunque no olvidó escupir para asegurarse la jugada.

Morgana contestó al monje sin quitarse la máscara de oro. Con claridad desacostumbrada, anuncio que el mensajero de Gundleus había mentido. Nimue y ella, dijo, habían consultado el caldero y habían visto la verdad reflejada en el espejo del agua. No se había obtenido victoria en el norte, aunque tampoco derrota, pero Morgana advirtió que el enemigo estaba más cerca de Ynys Wydryn de lo que nadie imaginaba, y que nos preparáramos todos para abandonar el Tor con las primeras luces del alba y marchar hacia el sur de Dumnonia en busca de seguridad. Morgana habló sobria y gravemente, y concluido su mensaje se inclinó ante la reina y se acercó torpemente para besar el orillo de su vestido azul.

Norwenna apartó el vestido con brusquedad. Había escuchado en silencio la negra profecía, pero entonces empezó a llorar y, con las repentinas lágrimas, estalló también en un acceso de rabia.

–¡No eres más que una bruja contrahecha -le gritó a Morgana- y sólo pretendes que tu hermano el bastardo sea rey! ¡Pero no lo conseguirás! ¿Me oyes? ¡No lo conseguirás! ¡El rey es mi hijo!

–Gran señora mía -terció Nimue, pero fue interrumpida inmediatamente.

–¡Tú no eres nada! – gritó Norwenna, volviéndose como una fiera hacia Nimue-. ¡No eres más que una niña histérica, una perversa hija del diablo! ¡Has maldecido a mi hijo! ¡Sé que has sido tú! Nació cojo porque tú estabas presente cuando nacio. ¡Oh, Dios! ¡Mi hijo! – Gemía y gritaba, golpeaba la mesa con los puños y rezumaba odio contra Nimue y Morgana-. ¡Idos! ¡Las dos! – El salón quedó sumido en el silencio mientras Nimue y Morgana salían hacia la noche.

A la mañana siguiente Norwenna creyó que todo iba bien porque no se vieron lucernas a lo lejos, en los montes del norte. Ciertamente fue la mañana más hermosa de aquel hermoso verano. La tierra seguía cuajándose de frutos a medida que se acercaba la siega, los montes parecían dormitar envueltos en la calina y el cielo amaneció despejado. El aciano y las amapolas florecían entre los espinos al pie del Tor, nubes de mariposas blancas revoloteaban entre las corrientes de aire cálido que mecían los verdes sembrados de las laderas parceladas; pero Norwenna, sin prestar atención a la belleza del día, recitó sus oraciones matutinas con los monjes que habían venido de visita y anunció que abandonaría el Tor y aguardaría la llegada de su esposo en las habitaciones para peregrinos de la capilla del Santo Espino.

–He vivido demasiado tiempo entre el mal -anunció con gran presunción; en ese mismo instante un guardia dio la voz de alarma desde la muralla este.

–¡Hombres a caballo! – gritó el vigía-. ¡Hombres a caballo!

Norwenna echó a correr hacia la empalizada, donde se había reunido un grupo de gente para ver a los caballeros armados cruzar el puente de tierra que unía la calzada romana con las verdes cuestas de Ynys Wydryn. Ligessac, comandante de la guardia de Mordred, parecía saber quién llegaba, pues envió orden a sus hombres de franquear el paso a los visitantes por el muro de tierra. Los jinetes entraron por la puerta y se acercaron hacia nosotros portando una brillante bandera con la enseña roja del zorro. Era Gundleus en persona, y Norwenna rompió a reír de satisfacción al ver a su esposo llegar victorioso de la guerra con el amanecer de un nuevo reino cristiano brillando en la punta de la lanza.

–¿Lo ves? – dijo dirigiéndose a Morgana-. ¿Lo ves? Tu caldero mintió. ¡Ha habido victoria!

Mordred empezó a llorar al notar la conmoción y Norwenna ordenó bruscamente que se lo llevaran a Ralla; después envió a buscar su mejor vestido y una diadema de oro para adornarse, y así, ataviada con galas de reina, aguardó a su rey ante las puertas de la fortaleza de Merlín.

Ligessac abrió la puerta de tierra del Tor. La maltrecha guardia de Druidan formó en línea más o menos recta y el pobre loco de Pelinor gritó desde su jaula solicitando noticias. Nimue echó a correr hacia las habitaciones de Merlín y yo me fui a buscar a Hywel, el administrador de Merlín, porque sabia que le gustaría recibir al rey.

Los veinte caballeros de Siluria desmontaron al pie del Tor. Venían de la guerra y portaban lanzas, escudos y espadas. Hywel, apoyando su única pierna en su gran espada, frunció el entrecejo al ver al druida Tanaburs entre los soldados.

–Tenía entendido que Gundleus había abandonado la vieja religión -comentó el administrador.

–Yo tenía entendido que había abandonado a Ladwys -comentó socarronamente Gudovan el escribano, y levantó la barbilla hacia los jinetes que ya habían comenzado a subir por el empinado sendero del Tor-. ¿ Lo ves? – dijo Gudovan, y ciertamente había una mujer entre los guerreros vestidos de cuero. La mujer iba ataviada como un hombre, pero llevaba el cabello largo y suelto flotando al viento. Llevaba espada pero no escudo-. A nuestra pequeña reina le va a costar trabajo competir con ese diablo de Satán -masculló Gudovan al verla.

–¿Quién es Satán? – pregunté, y Gudovan me dio un cachete por hacerle perder el tiempo con preguntas tontas.

Hywel frunció el entrecejo y se llevó la mano a la empuñadura de la espada cuando los soldados de Siluria se acercaron a los últimos y empinados peldaños que llevaban hasta la puerta donde nuestros variopintos soldados aguardaban en dos hileras sinuosas. De pronto, un instinto, afilado como en sus tiempos de guerrero, despertó sus temores y le puso sobreaviso.

–¡Ligessac! – gritó alarmado-. ¡Cierra las puertas! ¡Ciérralas! ¡Ahora!

Ligessac, en vez de cerrar, sacó la espada. Luego se volvió y aprestó la oreja como si no le hubiera oído.

–¡Cierra las puertas! – volvió a gritar Hywel.

Uno de los hombres de Ligessac se dispuso a cumplir la orden, pero Ligessac lo detuvo y miró a Norwenna en espera de sus órdenes.

Norwenna se volvió hacia Hywel con el ceño fruncido, desaprobando la orden que éste había dado.

–Es mi esposo el que llega -le dijo-, no un enemigo. – Volvió a mirar hacia Ligessac-. Mantén abiertas las puertas -ordenó imperiosamente, y Ligessac inclinó la cabeza en señal de obediencia.

Hywel soltó una maldición, bajó de la muralla como pudo y se alejó saltando con su muleta hacia la cabaña de Morgana, mientras yo me quedaba mirando la puerta, vacía y soleada, preguntándome qué sucedería a continuación. Hywel había olido contratiempos en el aire veraniego, aunque jamás supe cómo lo hizo.

Gundleus llegó a las puertas abiertas. Escupió en el umbral y sonrió a Norwenna, que le esperaba a unos pasos. La reina levantó sus rechonchos brazos para saludar a su señor, que llegaba sudoroso y sin aliento después de haber subido la cuesta del Tor con toda su vestimenta guerrera puesta. Llevaba cota de cuero, polainas acolchadas, botas, casco de hierro con una cola

de zorro en lo alto y un grueso manto rojo sobre los hombros. El escudo, con la enseña del zorro, le colgaba del brazo izquierdo y llevaba la espada ceñida a la cadera y una pesada lanza de guerra en la mano derecha. Ligessac se arrodilló y le ofreció la empuñadura de su espada desenvainada, y Gundleus se adelantó para tocar el pomo del arma con su mano enguantada.

Hywel se había ido a la cabaña de Morgana y Sebile salió corriendo de ella con Mordred en brazos. ¿Sebile, y no Ralla? No entendí por qué, y seguro que Norwenna tampoco, cuando la esclava sajona corrió a colocarse a su lado con el pequeño Mordred envuelto en su rico ropaje de tela dorada, pero la reina no tuvo tiempo de preguntar a Sebile porque Gundleus ya se acercaba a ella.

–Os ofrezco mi espada, querida reina -exclamó con voz sonora, y Norwenna sonrió feliz, tal vez porque no había llegado a ver a Tanaburs y a Ladwys, que habían entrado por las puertas abiertas con la banda de guerreros de Gundleus.

Gundleus clavó la lanza en la hierba y sacó la espada, pero en vez de ofrecérsela a Norwenna por la empuñadura, apuntó la hoja hacia su rostro. Norwenna, sin saber qué hacer, se acercó vacilante a la brillante punta del arma.

–Me congratula vuestro regreso, querido señor mio -dijo diligentemente, y se arrodilló a sus pies como exigía la costumbre.

–Besad la espada que defiende el reino de vuestro hijo -ordenó Gundleus, y Norwenna se inclinó hacia delante con torpeza y rozó con su finos labios el acero que le presentaban.

Besó la espada tal como le ordenaban, y en el momento en que sus labios tocaban el gris acero, Gundleus hincó la hoja con fuerza. Reía mientras mataba a su esposa, reía al empujar la espada más allá de la barbilla, hacia el hueco de la garganta, y siguió riendo mientras hundía el afilado acero venciendo la resistencia y las convulsiones del cuerpo que se moría de asfixia. Norwenna no tuvo tiempo de gritar, ni le quedaba voz para ello cuando la hoja le atravesó la garganta y se le clavó en el corazón. Gundleus hundió el acero en su objetivo con un gruñido. Había arrojado el pesado escudo de guerra para poder asir la espada con ambas manos y empuñarla y retorcerla con más fuerza. La espada y la hierba se tiñeron de sangre, y también el vestido azul de la reina, y aún se vertió más cuando Gundleus sacó el largo filo violentamente y el cuerpo de Norwenna, libre de la rigidez de la espada, cayó desplomado a un lado, tembló unos segundos y quedó inmóvil.

Sebile dejó caer el niño y huyó gritando. Mordred lloró también, pero Gundleus le cortó el llanto de raíz con la espada. Con un solo mandoble de la ensangrentada espada, el paño dorado quedó empapado en rojo. íCuánta sangre en un niño tan pequeño!

Sucedió todo muy deprisa. Gudovan, a mi lado, abría la boca sin dar crédito a sus ojos, mientras que Ladwys, una belleza de considerable estatura, cabellos largos, ojos oscuros y rostro afilado y feroz, celebraba la victoria de su amante. Tanaburs saltaba a la pata coja con un ojo cerrado y un brazo levantado hacia el cielo, señal de que estaba en comunión con los dioses, mientras pronunciaba fatales encantamientos que Gundleus y sus hombres se apresuraron a hacer realidad repartiéndose por el lugar lanza en ristre. Ligessac se unió a las filas de Siluria y colaboró con los lanceros en la masacre de sus propios hombres. Unos pocos trataron de resistirse, pero estaban colocados en fila para rendir honores a Gundleus, no para enfrentarse a él, y si los soldados de Siluria acabaron en breve con la guardia de Mordred, menos tardaron aún en dar cuenta de los lamentables soldados de Druidan. Era la primera vez en mí vida que veía a los hombres morir a punta de espada y oía sus terribles lamentos al ser enviados sus espíritus al otro mundo por la fuerza de las armas.

Durante unos segundos me quedé paralizado de horror. Norwenna y Mordred habían muerto, el Tor aullaba y el enemigo corría hacia la fortaleza y hacia la Torre de Merlín. Morgana y Hywel aparecieron por detrás de la torre; Hywel avanzaba cojeando con la espada en la mano, pero Morgana corría hacia la puerta de mar. Una horda de mujeres, niños y esclavos corría con ella, un puñado de gente aterrorizada a la que Gundleus dejó escapar sin más. Ralla, Sebile y los pocos soldados deformes de Druidan que se habían salvado de las lanzas silurias corrían con ellos. Pelinor saltaba sin cesar en su jaula, riéndose como una gallina, desnudo, encantado ante tanto horror.

Salté de la muralla y eché a correr hacia la fortaleza. No es que fuera valiente, es que estaba enamorado de Nimue y no deseaba huir del Tor sin antes asegurarme de que se encontraba a salvo. Los guardias de Ligessac habían muerto y los hombres de Gundleus habían empezado a registrar las cabañas cuando entré por la puerta y eché a correr hacia las habitaciones de Merlín; pero antes de llegar a la pequeña puerta negra, una lanza se interpuso en mí camino y tropecé. Caí con todo mí peso; una mano pequeña me agarró por el cuello y con fuerza increíble me arrastró hacia el lugar que me sirviera de escondite en otra ocasión, detrás de los cestos de los atavios de fiesta.

–No puedes ayudarla, insensato -me dijo Druidan al oído-. ¡Estáte quieto!

Me puse a salvo unos segundos antes de que Gundleus y Tanaburs entraran en el salón, pero no atiné sino a quedarme mirando la entrada del rey, el druida y tres de sus hombres, que se dirigieron a la puerta de Merlín. Sabia lo que iba a pasar mas no podía evitarlo porque Druidan me tapaba la boca fuertemente con su pequeña y recia mano para evitar que chillara. Supuse que Druidan no habría acudido al salón para salvar a Nimue, sino por ver si podía rapiñar algo de oro antes de huir con los demás hombres, pero su intervención al menos me había salvado la vida. Aunque a Nimue de ningún mal la libró.

Tanaburs eliminó la barrera espiritual de una patada y abrió la puerta de un golpe. Gundleus entró seguido de sus hombres.

Oi el grito de Nimue. Ignoro sí recurrió a algún truco para proteger la habitación de Merlín o si ya había abandonado toda esperanza. Sé que se quedó a proteger los secretos de su maestro por orgullo y por deber, y ahora lo pagaría caro. Oi la risa de Gundleus y después poco más, excepto el jaleo de los silurios que rebuscaban entre las cajas, cestos y fardos de Merlín. Nimue gemía, Gundleus aulló triunfante y luego Nimue lanzó un horrible grito de dolor.

–Así aprenderás a escupirme el escudo, niña -dijo Gundleus mientras Nimue lloraba desconsolada.

–Ya la han violado -me dijo Druidan al oído, recreándose morbosamente.

Llegaron más hombres de Gundleus al salón y entraron en las habitaciones de Merlín. Druidan había abierto un agujero con la lanza en la pared de adobe y me ordenó que me metiera allí y lo siguiera arrastrándome colina abajo, pero yo no tenía intención de marchar mientras Nimue siguiera con vida.

–Enseguida vendrán a registrar estos cestos -me advirtió el enano, pero ni aun así quise irme con él-. ¡Gran locura, chico! – me dijo; gateó por el agujero y se escabulló hacia el espacio sombreado que había entre una cabaña cercana y una jaula de gallinas.

Me salvó Ligessac. No porque me viera sino porque dijo a los silurios que nada encontrarían en los cestos que me servían de cobijo sino manteles para los banquetes.

–El tesoro está dentro -anunció a sus nuevos aliados, y yo me agazapé sin atreverme a salir mientras los soldados victoriosos saqueaban las habitaciones de Merlín.

Sólo los dioses saben qué encontrarían: pellejos humanos, huesos viejos, encantamientos nuevos y antiguas saetas de elfo, pero muy pocos tesoros codiciados. Y sólo ellos saben qué le harían a Nimue, porque jamás me lo contó, aunque no hacía falta. Le hicieron lo que hacen siempre los soldados a las mujeres que capturan, y cuando terminaron la dejaron sangrando y medio loca.

La abandonaron a una muerte cierta, pues tras saquear la habitación y no hallar sino mohosas fruslerías y muy poco oro, tomaron una tea encendida del fuego del salón y la arrojaron en medio de los cestos rotos. El humo salía por la puerta a grandes bocanadas. Los hombres de Gundleus arrojaron más troncos encendidos a los cestos donde me escondía yo y luego se retiraron del salón. Algunos consiguieron oro, otros algunas baratijas de plata, pero la mayoría salió con las manos vacías. Cuando el último soldado hubo salido, me tapé la boca con una esquina del jubón y crucé corriendo entre el humo, que me asfixiaba, hacia la puerta de Merlín, y encontré a Nimue en la habitación. El aire estaba denso de humo, las cajas eran pasto de las llamas, los gatos aullaban y los murciélagos agitaban las alas presos de terror.

Nimue no quería moverse. Estaba boca abajo, agarrándose la cara con las dos manos, desnuda, con las piernas cubiertas de sangre espesa. Lloraba.

Corrí hasta la puerta que daba a la Torre de Merlín pensando que tal vez hubiera forma de salir, pero al abrirla encontré paredes lisas. También descubrí que la torre, lejos de ser la cámara del tesoro, estaba casi vacía. Un suelo de tierra, cuatro paredes de paja y un tejado abierto. Era como un observatorio astronómico, pero a media altura de la abertura de ventilación, suspendida de un par de vigas, divisé una plataforma de madera que iba ahumándose rápidamente y a la que se accedía por una recia escala. La torre era una sala de sueños, un espacio vacio donde Merlín escuchaba el eco de las voces de los dioses. Me quedé mirando la plataforma desde abajo unos segundos, pero de pronto una nueva vaharada de humo se levantó a mi espalda y llenó el respiradero por completo, de modo que me acerqué corriendo a Nimue, agarré su capa negra de entre las desordenadas ropas de la cama y la envolví en ella como si de

un animal enfermo se tratara. Cerré la capa por las esquinas como si fuera un fardo, cargué a la espalda el ligero peso de Nimue, salí al salón como pude y me dirigí a la lejana puerta. El fuego se alzaba imponente ahora, prendiendo vorazmente en la madera seca; los ojos me lloraban y sentía en los pulmones la acritud del humo, que se acumulaba con mayor densidad junto a la puerta principal del salón. De tal guisa arrastré a Nimue, tironeando de su cuerpo por el suelo de tierra, hasta el agujero de rata que Druidan había hecho en la pared. Miré por el agujero con el corazón sobresaltado de terror, pero no vi enemigos. Ensanché el hueco a patadas, doblando las ramas de sauce y rompiendo pedazos enteros de yeso, y luego entré como pude, siempre arrastrando a Nimue tras de mí. Se quejó quedamente cuando tiré de ella para sacarla de la burda conejera, pero al parecer el aire fresco la hizo revivir, porque enseguida intentó levantarse por su propio pie y entonces, cuando se apartó las manos de la cara, comprendí por qué su último grito había sido tan desgarrador. Gundleus le había sacado un ojo. Tenía la cuenca llena de sangre y volvió a cubrirsela con la mano ensangrentada. Como la había sacado del angosto pasaje a fuerza de tirones, se había quedado desnuda, así que desenganché la capa, que colgaba de una caña astillada, y se la coloqué sobre los hombros antes de tomarle la mano libre y emprender la carrera hacia la cabaña más proxíma.

Un hombre de Gundleus nos vio; después Gundleus mismo reconoció a Nimue y ordenó a gritos que atraparan viva a la bruja y la arrojaran a las llamas. El clamor de la persecución fue subiendo de tono, eran fuertes voces guturales como las de los cazadores cuando persiguen a un oso herido hasta que muere, y seguro que nos habrían atrapado a los dos si otros fugitivos no hubieran abierto antes un agujero en la empalizada del lado sur del Tor. Me dirigí corriendo hacia la abertura y descubrí que Hywel, el bueno de Hywel, yacía muerto en la brecha, aliado de su muleta, con la cabeza medio abierta y la espada aún en la mano. Recogí la espada y empujé a Nimue hacia delante. Llegamos a la empinada cuesta meridional y bajamos dando tumbos, gritando los dos y resbalando por la hierba de las laderas, que caían en picado, Nimue medio ciega y completamente trastocada por el dolor y yo atenazado por el miedo; no sé cómo pero me aferré a la espada de Hywel y obligué a Nimue a incorporarse tan pronto llegamos al pie del Tor para seguir adelante y dejar atrás el pozo sagrado, el huerto de los cristianos y un grupo de alisos, hasta llegar al sitio donde yo sabía que Hywel guardaba su bote marismeño, junto a la cabaña de un pescador. Empujé a Nimue al interior del bote de juncos tejidos, corté la amarra con la espada recién adquirida y al dar un impulso al bote para alejarlo del embarcadero, caí en la cuenta de que no tenía pértiga con que dirigir la primitiva batea entre el intrincado laberinto de canales y lagos que formaban las marismas. Tuve que recurrir a la espada; el arma de Hywel dejaba que desear como pértiga impulsora, pero era lo único de que disponía, hasta que el primer hombre de Gundleus alcanzó los marjales de la orilla y, como no podía perseguirnos entre el lodo apelmazado, nos arrojó la lanza.

La lanza llegó silbando por el aire. Durante un segundo me quedé petrificado, embobado al ver la gruesa pértiga con su brillante punta metálica volando hacia nosotros, y entonces el arma pasó zumbando a mi lado y fue a clavarse en la borda de juncos de la batea. Cogí la vara vibrante y, usándola como pértiga, dirigí la embarcación rápidamente hacia la corriente. Allí estábamos a salvo. Unos cuantos hombres de Gundleus nos persiguieron por el sendero de madera que corría paralelo a nosotros, pero enseguida nos alejamos de ellos. Otros saltaron a sus embarcaciones de mimbre y cuero y remaron con las lanzas, pero esas embarcaciones no podían compararse en ligereza con la batea de juncos, de forma que rápidamente los dejamos atrás. Ligessac disparó una flecha, pero ya estábamos fuera de su alcance y la saeta se hundió sin ruido en las oscuras aguas. Detrás de nuestros frustrados perseguidores, en las verdes alturas del Tor, las llamas se apoderaban vorazmente de las cabañas, de la fortaleza y de la torre y un humo gris se arremolinaba y se elevaba en el cielo azul del verano.

–Dos heridas -eran las primeras palabras que Nimue pronunciaba desde que la rescatara de las llamas.

–¿Cómo?

Me volví hacia ella. Estaba acurrucada en la proa, arropado su delgado cuerpo en el manto negro y con una mano sobre el ojo vacio.

–He sufrido dos heridas de la sabiduría, Derfel -dijo como presa de un éxtasis delirante-. La herida del cuerpo y la herida del orgullo. Ahora sólo me queda enfrentarme a la locura, y entonces alcanzaré la sabiduría de Merlín.

Esbozó una sonrisa, pero su voz tenía un deje de histeria salvaje que me hizo pensar si no seria ya presa de locura.

–Mordred ha muerto -le dije-, y también Norwenna y Hywel. El Tor está en llamas.

Todo nuestro mundo agonizaba por la destrucción, y sin embargo Nimue permanecía inmutable ante el desastre. Lo que es más, parecía eufórica por haber superado dos pruebas de sabiduría.

Seguí impulsando la embarcación hasta más allá de unas redes de pesca, luego viré hacia Lissa’s Mere, un gran lago negro de la parte meridional de las marismas. Quería llegar a Ermid’s Hall, un poblado de cabañas de madera donde Ermid, el cacique de la tribu, tenía su fortaleza. Sabía que no lo encontraría en casa porque se había ido al norte con Owain, pero su pueblo nos ayudaría, y también sabia que nuestra batea llegaría allí antes que el caballo más veloz de Gundleus, porque tendría que rodear todo el contorno del lago, plagado de marjales y ciénagas. Habría de galopar, cuando menos, hasta Fosse Way, la gran calzada romana que se extendía al este del Tor, para alcanzar el extremo oriental del lago y tomar el camino del poblado de Ermid, y para entonces ya les llevaríamos gran ventaja camino del sur. Divise varias embarcaciones a lo lejos, delante de nosotros, y supuse que serian los fugitivos del Tor, que se ponían a salvo con ayuda de los pescadores de Ynys Wydryn.

Le conté a Nimue mi plan de llegar a Ermid’s Hall y seguir luego hacia el sur hasta que cayera la noche o encontráramos a algún amigo.

–Bien -me contestó sin ánimo, aunque me pareció que no había entendido nada de lo que le decía-. Bien, Derfel -añadió-. Ahora sé por qué los dioses me hicieron confiar en ti.

–Tú confías en mi -repliqué con rabia, al tiempo que hundía la lanza en el lodo del fondo del lago para empujar la embarcación- porque estoy enamorado de ti, y eso te da poder sobre mí.

–Bien -repitió, y no dijo nada más hasta que la batea de juncos se acercó a la sombra de unos árboles donde se encontraba el amarradero, al pie de la empalizada de Ermid.

Me adentré en las umbrías del arroyo y vi a los otros fugitivos del Tor. Allí estaba Morgana con Sebile, y con Ralla, que gemía con su níno sano y salvo en brazos, al lado de su esposo, Gwlyddyn. Lunete, la niña irlandesa, también se encontraba con ellos, y se acercó llorando a la orilla para ayudar a Nimue. Le conté a Morgana que Hywel había muerto y ella me dijo que había visto a un soldado de Siluria matar a Gwendolin, la esposa de Merlín. Gudovan se había salvado, pero nadie sabía qué había sido del desgraciado Pelinor ni de Druidan. De los guardias de Norwenna no había sobrevivido ni uno, pero un puñado de los lisiados hombres de Druidan había logrado ponerse a cubierto en Ermid’s Hall, aunque fuera sólo provisionalmente, al igual que tres ayudantes de Norwenna, que no cesaban de llorar y unos doce huérfanos protegidos de Merlín, que estaban muy asustados.

Tenemos que marcharnos enseguida -le dije a Morgana-. Están buscando a Nimue.

A Nimue la estaban vistiendo y vendando unas criadas de Ermid.

–No es a Nimue a quien buscan, insensato -me dijo Morgana bruscamente-, sino a Mordred.

–¡Mordred ha muerto! – repliqué, pero Morgana, como respuesta, se giró y arrebató a Ralla el niño que tenía en brazos.

De un tirón, arrancó el trapo marrón que envolvía al pequeño y vi el pie contrahecho.

–¿ Creias, insensato, que permitiría que dieran muerte a nuestro rey? – me increpó Morgana.

Me quedé mirando a Ralla y a Gwlyddyn sin comprender cómo habrían podido avenirse a dejar morir a su propio hijo. Gwlyddyn respondió a mi mirada muda.

–El es rey -me dijo, sencillamente, señalando a Mordred-, mientras que nuestro hijo era sólo el hijo de un carpintero.

–Y Gundleus -añadió Morgana enfadada- descubrirá enseguida que el niño al que ha dado muerte tenía sanos los dos pies, y entonces enviará en nuestra busca todos los hombres de que pueda disponer. Nos vamos hacia el sur.

En Ermid’s Hall no estaban seguros, el jefe y los guerreros habían partido a la guerra y sólo quedaba allí un puñado de criados y niños.

Nos pusimos en camino un poco antes del mediodía y nos internamos en los verdes bosques del sur de las tierras de Ermid. Un cazador de Ermid nos condujo por senderos angostos y pasos secretos. Eramos treinta, mujeres y niños casi todos, con sólo unos seis hombres capaces de esgrimir armas, de los cuales sólo Gwlyddyn había matado alguna vez en combate. Los pocos dementes de Druidan que habían sobrevivido no servirían para nada, y yo, que jamás había luchado con verdadera furia, cerraba la marcha con la espada desnuda de Hywel al cinto y la pesada lanza de guerra del silurio en la mano derecha.

Pasamos despacio bajo los robles y castaños. De Ermid’s Hall a Caer Cadarn no había más de cuatro horas de marcha, aunque nosotros tardaríamos mucho más porque viajábamos a escondidas, dando rodeos, y los niños retrasaban el paso. Morgana no había dicho adónde nos dirigíamos, pero yo sabía que el santuario real era el destino más probable, porque sólo allí encontraríamos soldados de Dumnonia, aunque seguramente Gundleus llegaría a las mismas deducciones y se encontraría en una situación tan desesperada como nosotros mismos. Morgana, que poseía astucia suficiente como para conocer la maldad de este mundo, se figuró que el rey de Siluria tenía planeada esa guerra desde la celebración del Gran Consejo y que había esperado la muerte de Uter para lanzar su ataque en liga con Gorfyddyd. Nos había engañado a todos. Le creímos un amigo y nadie se ocupó de vigilar las fronteras, y ahora Gundleus aspiraba nada menos que a ocupar el mismísimo trono de Dumnonía. Pero para ganar ese trono, nos dijo Morgana, necesitaría algo más que un puñado de hombres a caballo, por eso seguramente sus lanceros estarían apresurándose al encuentro de su rey en ese mismo momento, recorriendo la gran calzada romana que comenzaba en la costa norte de Dumnonia. Los soldados de Siluria campaban a sus anchas por el país, pero para que Gundleus pudiera declararse victorioso, Mordred habría de desaparecer. Tenía que dar con nosotros, pues de otro modo todos sus planes se vendrían abajo.

El gran bosque amortiguaba nuestros pasos. Algún que otro pichón zureaba esporádicamente entre las altas ramas u oíamos el picoteo de un pájaro carpintero en las cercanías. En determinado momento se produjo un gran alboroto de hojarasca pisoteada y aplastada en unas matas cercanas y todos nos quedamos inmoviles pensando que sería un silurio a caballo, pero no era más que un jabalí de grandes colmillos que apareció atolondrado en un claro, nos miró y se alejó de nuevo. Mordred lloraba y no quería el pecho de Ralla; los más pequeños también lloraban de miedo y de cansancio, pero todos callaron cuando Morgana los amenazó con convertirlos en sapos hediondos.

Nimue renqueaba delante de mí. Sabía que sufría, pero no se quejaría. A veces lloraba en silencio, y nada de lo que Lunete dijera podía consolarla. Lunete era una nína morena y delgada, de la misma edad que Nimue y parecida a ella físicamente, pero sin sus conocimientos ni su espíritu clarividente. Nimue veía en los arroyos la morada de espíritus del agua, mientras que para Lunete eran simples lugares donde lavar la ropa. Al cabo de un rato Lunete se puso a caminar a mi lado.

–¿Qué va a ser de nosotros ahora, Derfel? – me pregunto.

–No lo sé.

–¿Vendrá Merlín?

–Eso espero -dije-, o quizá venga Arturo -añadí con ferviente esperanza, aunque sin demasiada fe, porque lo que necesitábamos era un milagro.

Por contra, se habría dicho que estábamos atrapados en una pesadilla en pleno día, pues al cabo de un par de horas de caminata nos vimos obligados a dejar el bosque y cruzar un río hondo y serpenteante que culebreaba por unos pastos abundantes y cuajados de flores; y fue entonces cuando divisamos más columnas de humo en el lejano horizonte orieritil, aunque nadie podía saber si eran de incendios provocados por soldados de Siluria o por sajones que se aprovechaban de nuestra debilidad.

Un corzo salió corriendo del bosque a un cuarto de milla hacia el este.

–¡Al suelo! – ordenó el cazador entre dientes, y todos nos escondimos entre las matas del lindero del bosque.

Ralla acalló a Mordred obligándolo a tomar pecho, y el pequeño reaccionó mordiéndola con tanta saña que las gotas de sangre le llegaron hasta la cintura, pero ni el niño ni el aya emitieron un solo sonido cuando el jinete que había espantado al corzo apareció en el confín del bosque, también hacia el este, aunque mucho más cerca que las piras, tan cerca que distinguí perfectamente la máscara de zorro de su escudo redondo. Llevaba una lanza larga y un cuerno, que hizo sonar tras mirar insistente y atentamente en nuestra dirección. Todos temimos que aquella señal significara que nos había descubierto y que enseguida veríamos aparecer una partida completa de silurios a caballo, pero cuando el hombre hincó espuelas al caballo y se internó de nuevo en el bosque, creímos que el toque del cuerno significaba que no había encontrado nuestro rastro. Oímos el eco de otro cuerno a lo lejos, y después, silencio.

Aguardamos largos minutos. Las abejas zumbaban entre la hierba de las riberas. Todos observábamos la línea de árboles con el temor de ver aparecer más hombres armados, pero no apareció ningún enemigo y al cabo de un rato nuestro guía nos ordenó en susurros que nos arrastráramos hasta llegar al río, lo cruzáramos y siguiéramos por el suelo hasta alcanzar los árboles de la otra orilla.

Fue un camino difícil, sobre todo para Morgana, con su pierna izquierda retorcida, pero finalmente todos logramos llegar al agua y cruzar al otro lado del río. Una vez en la orilla opuesta seguimos caminando, empapados pero con la grata sensación de habernos librado del enemigo.

Mas por desgracia no concluyeron ahí nuestros males.

–¿Nos harán esclavos? – me preguntó Lunete.

Como muchos de nosotros, Lunete había sido hecha prisionera para engrosar el mercado de esclavos de Dumnonia, pero vivía en libertad gracias a la intervención de Merlín. Ahora, perdida la protección de Merlín, temía verse condenada otra vez.

–No creo -le dije-, a menos que nos capturen Gundleus o los sajones. A ti te harían esclava, pero a mi seguramente me matarían -dije, sintiéndome muy valiente.

Lunete me tomó del brazo como buscando amparo y su actitud me halagó. Era bonita y hasta el momento me había tratado con desdén pues prefería la compañía de los salvajes hijos de los pescadores de Ynys Wydryn.

–Quiero que vuelva Merlín -dijo-. No quiero marcharme del Tor.

–Ahora ya no queda nada allí -le dije-. Tenemos que encontrar otro sitio para vivir, o volver y reconstruir el Tor, si podemos.

Pero sólo -pensé-, si Dumnonia sobrevive.¿ Tal vez en ese mismo momento, en esa misma tarde marcada por las humaredas, el reino perecía. Me asombré de lo ciego que había estado para no darme cuenta antes de los muchos horrores que nos acarrearía la muerte de Uter. Cada reino necesita su rey, y sin rey, el reino no es más que una tierra vacía y tentadora para lanzas ambiciosas.

A media tarde, cruzamos un arroyo más ancho, casi un verdadero río, tan hondo que al vadearlo el agua me llegaba al pecho. Cuando alcancé la otra orilla, sequé la espada de Hywel lo mejor que pude. Era una bella arma forjada por un famoso herrero de Gwent y adornada con lineas curvas y círculos que se entrecruzaban. La hoja de acero era recta y me llegaba de la garganta a la punta de los dedos, con el brazo estirado. Tenía la cruz de hierro macizo y los gavilanes sencillos y redondos, el puño de madera de manzano, unido a la espiga con remaches y protegido con tiras largas de cuero fino suavizadas con aceite. El pomo era redondo, cubierto por una malla de plata que se soltaba de continuo, hasta que al final se la quité e hice con ella una burda pulsera para Lunete.

Río abajo encontramos otros grandes prados donde pastaban novillos, que se acercaron torpemente a observar nuestra penosa marcha. Tal vez su movimiento fuera la causa de las complicaciones que siguieron. Poco después de haber llegado al bosque más allá de los prados oi fuertes cascos de caballo a nuestras espaldas. Mandé aviso a los que iban delante y me di la vuelta, lanza y espada en mano, para observar el camino.

Las ramas de los árboles eran bajas, tanto que un jinete no podía pasar montado. Quienquiera que nos siguiera, tendría que apearse del caballo y seguirnos a pie. No avanzábamos por los caminos anchos del bosque, sino por sendas ocultas que serpenteaban pegadas a los árboles, tan pegadas que nuestros perseguidores, igual que nosotros, tendrían que avanzar en fila de a uno. Temía que fueran rastreadores silurios enviados como avanzadilla de la pequeña tropa de Gundleus. ¿A quién, si no, podría interesarle el movimiento del ganado en la orilla del río a aquella hora perezosa de la tarde?

Gwlyddyn llegó a mi lado y me quitó la pesada lanza de la mano. Se quedó escuchando el distante galope de caballos e hizo un gesto de asentimiento como si se sintiera satisfecho.

–Son sólo dos -me dijo con tranquilidad-. Han abandonado los caballos y se acercan a pie. Yo me ocupo del primero y tú entretienes al segundo hasta que yo acabe con el otro. – Hablaba en un tono de extrema serenidad, lo cual alivió mis temores-. Y no olvides, Derfel -añadió-, que ellos también están asustados. – Me empujó hacia las sombras y luego se acuclilló en el lado opuesto del camino, detrás de las raíces de un haya caída-. ¡Agáchate! – me dijo en un susurro-. ¡Escóndete!

Me agaché, y de repente el terror volvió a apoderarse de mi. Me sudaban las manos, la pierna derecha me temblaba, tenía la garganta seca, quería vomitar y se me descompusieron las tripas. Hywel me había enseñado bien, pero jamás me había enfrentado a un hombre que quisiera matarme. Les oía cada vez más cerca, pero no los veía, y un instinto poderoso me empujaba a dar media vuelta y echar a correr con las mujeres. Pero me quedé, no tenía elección. Había oído historias de guerreros desde la infancia y me habían dicho una y otra vez que un hombre jamás da media vuelta y huye. Los hombres luchan por su señor, se enfrentan al enemigo de su señor y jamás huyen. Mi señor mamaba del pecho de Ralla y yo me enfrentaba a sus enemigos, pero ¡cuánto me habría gustado ser un niño en ese momento y echar a correr! ¿Y si hubiera más de dos lanceros enemigos? E incluso aunque sólo fueran dos, seguro que tenían mucha más experiencia en la lucha, serian hábiles, estarían curtidos y matarían sin piedad.

–Tranquilo, muchacho, tranquilo -me dijo Gwlyddyn en voz baja.

Él había luchado en las batallas de Uter. Se había enfrentado a los sajones y empuñado la lanza contra los hombres de Powys. En ese momento, en el corazón de su tierra natal, se agazapó entre la maraña de terrosos chuparraices con una especie de sonrisa en la cara y mi larga lanza entre las manos, fuertes y morenas.

–Voy a vengar la muerte de mi hijo -me dijo con gravedad-; los dioses están con nosotros.

Yo estaba agachado detrás de una zarzamora, rodeado de helechos, incómodo por el peso de la ropa mojada. Miraba atentamente los árboles, cubiertos de liquenes y enredaderas. Un pájaro carpintero picoteó cerca de mi y me sobresalté alarmado. Mi escondite era mejor que el de Gwlyddyn, y aun así me sentía expuesto, sobre todo cuando por fin vi aparecer a nuestros perseguidores a menos de doce pasos de mi parapeto vegetal.

Eran dos lanceros jóvenes y ágiles, con cotas de cuero, calzas atadas con cordones y largas capas rojas echadas hacia atrás sobre los hombros. Las largas barbas trenzadas y el pelo sujeto en la nuca con cordones de cuero. Iban armados con sendas lanzas largas, pero el segundo tenía además una espada colgada del cinto, y no la había sacado todavía. Contuve el aliento.

El que iba primero levantó la mano y los dos se detuvieron y se quedaron escuchando un momento antes de continuar. El que estaba más cerca tenía en la cara la cicatriz de batallas pasadas, y como respiraba con la boca abierta vi los huecos que había entre sus dientes amarillentos. Parecía tremendamente fuerte, experimentado y temible y de pronto se apoderó de mi un impulso irreprimible de huir, pero entonces sentí el pálpito de la cicatriz de la mano izquierda, la que me hizo Nimue, y esa pulsación me dio valor.

–Era un ciervo lo que oímos -comentaba el segundo hombre en tono despreciativo.

Ambos avanzaban como a hurtadillas, mirando bien el suelo que pisaban y observando la hojarasca que tenían delante para detectar la menor señal de movimiento.

–Era un niño pequeño -insistió el primero, que iba un par de pasos por delante del otro y que, a mis ojos, parecía aún más alto y temible que su compañero.

–Esos mal nacidos han desaparecido -dijo el segundo, y vi que le sudaba la cara y que daba vueltas a la lanza de fresno, y supe que estaba nervioso.

Yo no paraba de repetir el nombre de Bel mentalmente, una y otra vez, rogando al dios que me concediera valor, que hiciera de mi un hombre. El enemigo se acercaba y no nos separaban ya más de seis pasos; a nuestro alrededor, el bosque reposaba cálido, conteniendo el aliento. Me llegó el olor de los dos hombres, el cuero que llevaban y un leve tufo a caballo. Gruesas gotas de sudor me entraban en los ojos y a punto estuve de empezar a aullar de terror, pero entonces Gwlyddyn salió de su escondite de un salto y lanzó un grito de guerra al tiempo que corría hacia delante.

Yo corrí también, y súbitamente quedé liberado del miedo y sentí la euforia divina de la batalla que me poseía por primera vez en la vida. Más tarde, mucho más tarde, descubrí que la euforia y el miedo son exactamente lo mismo, el uno se transforma en la otra en el momento de la acción, pero en aquella tarde de verano para mi fue puro júbilo. Que Dios y sus ángeles me perdonen, pero aquel día descubrí la alegría que proporciona la batalla, y a partir de entonces, durante mucho tiempo la busqué como el sediento busca agua. Eché a correr gritando igual que Gwlyddyn, aunque no fui tras sus pasos ciegamente. Viré hacia la diestra del estrecho sendero y pasé a su lado en el momento en que golpeaba al silurio que tenía mas cerca.

El hombre quiso detener el golpe de la lanza de Gwlyddyn, pero el carpintero esperaba el pase bajo de la vara de fresno y levantó su arma por encima de la enemiga al tiempo que se la clavaba. Todo sucedió muy deprisa. Un momento antes el soldado era una amenaza cierta con atuendo guerrero, y de pronto boqueaba y se retorcía en el suelo. Gwlyddyn hundió la pesada lanza en la coraza de cuero y se la clavó en el pecho hasta el fondo. Yo ya le había adelantado y gritaba blandiendo la espada de Hywel. En ese momento no sentía miedo; y tal vez el espíritu de Hywel hubiera regresado del más allá para inspirarme, porque de pronto supe con exactitud lo que tenía que hacer y lancé mi grito de guerra, que sonó como un grito de victoria.

El segundo hombre dispuso de una fracción más de tiempo para prepararse que su ya agonizante compañero y adoptó la postura acuclillada del lancero, que le permitiría saltar hacia delante con un impulso mortal. Arremetí contra él, y cuando la lanza se acercó a mi como un rayo metálico con destellos de sol, me hice a un lado y la paré con la espada, no con tanta fuerza que me hiciera perder control del acero pero si con el impulso necesario para desviarla a la derecha con un giro de espada.

Me pareció oir a Hywel diciendo El secreto está en las muñecas, muchacho, en las muñecas, y le clavé la espada con todas mis fuerzas en un lado de la garganta al grito de íHywel!.

Todo pasó tan rápidamente, tan increiblemente deprisa… La muñeca maneja la espada, pero el brazo le da la fuerza, y mi brazo recibió esa tarde toda la fuerza del brazo de Hywel. La espada se hundió sola en el gaznate del silurio como hiende el hacha el leño podrido. Debido a la inexperiencia, juzgué que el enemigo no había muerto y saqué la espada de un tirón para volver a clavársela. Se la clavé por segunda vez y entonces vi la sangre que teñía el día y al hombre que caía hacia un lado con un último estertor y un último esfuerzo por volver a golpear con la lanza; la vida se le atascó en la garganta, otro borbotón de sangre se derramó sobre su coraza y el silurio se desplomó en el moho del suelo.

Me quedé de pie temblando. Me entraron ganas de llorar. No tenía idea de lo que acababa de hacer. No me sentía victorioso, sólo culpable, y me quedé inmóvil, anonadado, con la espada clavada aún en la garganta del hombre alrededor del cual comenzaban a congregarse las primeras moscas. No podía moverme.

Un ave graznó en las hojas altas, el fuerte brazo de Gwlyddyn me rodeó los hombros y las lágrimas me inundaron las mejillas.

–Eres un buen hombre, Derfel -me dijo Gwlyddyn, y me volví hacia él y lo abracé como un niño se abraza a su padre-. Bien hecho -me repitió una y otra vez-, bien hecho.

Me dio palmaditas en la espalda torpemente hasta que conseguí controlar las lágrimas.

–Lo siento -me oi decir.

–¿Lo sientes? – se rió-. ¿Qué es lo que sientes? Hywel siempre decía que eras el mejor aprendiz que había tenido, tenía que haberle creído ya entonces. Eres rápido. Bien, veamos qué hemos ganado.

Cogí la funda de la espada de mi víctima, hecha de corteza curtida de sauce, y resultó adecuada para la espada de Hywel; luego registramos los cadáveres en busca del escaso botín que pudiéramos sacarles: una manzana verde, una vieja moneda con el cuño gastado por el uso, dos capas, las armas, unas correas de cuero y un cuchillo con mango de hueso. Gwlyddyn se planteó la posibilidad de retroceder para apoderarnos de los caballos, pero decidió que no teníamos tiempo. No me importó. Aunque viera borroso a causa de las lágrimas, estaba vivo, había matado a un hombre, había defendido a mi rey y me sentí delirante de felicidad cuando Gwlyddyn me llevó de nuevo con los asustados fugitivos y me levantó el brazo en señal de que había luchado bien.

–¡Cuánto jaleo habéis armado, vosotros dos! – gruñó Morga- Enseguida tendremos a media Siluria pisándonos los talones. ¡Vamos! ¡En marcha!

A Nimue no pareció interesarle mi victoria, pero Lunete quería que se lo contara todo, y al contárselo exageré la resistencia del enemigo y la fiereza del combate; la admiración de Lunete engendró más exageración aún. Volvió a tomarme del brazo, la miré y, al ver su rostro moreno, me pregunté cómo es que nunca me había dado cuenta de lo bonita que era. Tenía la cara angulosa como Nimue, pero lo que en Nimue era cautelosa sabiduría, en Lunete era suavidad y cálido humor, y su proximidad me infundió una confianza que no conocía; así avanzamos a lo largo de la tarde hasta que por fin giramos hacia el este, hacia las montañas entre las que sobresalía Caer Cadarn como un vigía.

Una hora después nos encontrábamos en el lindero del bosque que había frente a Caer Cadarn. Ya era tarde, pero estábamos en pleno verano y el sol todavía estaba alto en el cielo, y su luz, adorable y suave, bañaba las fortificaciones occidentales de Caer Cadarn con una luz verdosa. Estábamos todavía a una milla de la fortaleza, pero ya lo suficientemente cerca como para distinguir las empalizadas amarillas sobre las almenas y comprobar que allí no había soldados ni salía humo del pequeño poblado que vivía en el interior.

Tampoco se veían enemigos, y Morgana decidió salir a terreno despejado y subir por el camino de poniente hacia la fortaleza del rey. Gwlyddyn opinaba que debíamos quedarnos en el bosque hasta la caída de la noche, o bien ir a la cercana aldea de Lindinis, pero Gwlyddyn era carpintero y Morgana una dama de alcurnia, de modo que tuvo que avenirse a sus deseos.

Salimos pues a los prados y nuestra sombra se alargaba delante de nosotros. La hierba estaba corta, había servido de pasto a corzos o a vacas, pero se notaba suave y abundante bajo los pies. Nimue, que parecía todavía presa de un trance doloroso, se quitó el calzado prestado y continuó descalza. Un halcón surcó el cielo y luego una liebre, asustada por nuestra repentina aparición, salió de un brinco de un agujero entre las hierbas y desapareció corriendo ágilmente.

Seguimos un sendero bordeado de aciano, margaritas, ambrosía y cornejo. A nuestra espalda, sumido en la oscuridad porque el sol caía ya muy oblicuo desde el oeste, el bosque parecía sombrío. Estábamos cansados y andrajosos, pero veíamos cerca el final del viaje y algunos parecían incluso alegres. Llevábamos a Mordred al lugar en que había nacido, a la montaña real de Dumnonia, pero cuando no habíamos recorrido ni la mitad del camino hacia el glorioso refugio verde, avistamos al enemigo tras nuestros pasos.

La banda guerrera de Gundleus hizo su aparición. No sólo los hombres a caballo que habían llegado a Ynys Wydryn esa misma mañana, sino también los lanceros. Seguro que Gundleus supo desde el primer momento adónde nos dirigíamos, y condujo a la caballería superviviente y a sus más de cien lanceros al lugar sagrado de los reyes de Dumnonia. Aunque no hubiera tenido que perseguir al pequeño rey, Gundleus habría acudido a Caer Cadarn, pues no ambicionaba otra cosa que la corona de Dumnonia, y esa corona se ceñía a las sienes de los reyes en Caer Cadarn. Quien tuviera Caer Cadarn, tendría Dumnonia, decía el antiguo dicho, y quien tuviera Dumnonía, tendría Britania.

La caballería de Siluria adelantó a los lanceros. Nos daría alcance en unos minutos y yo sabia que ninguno de nosotros, ni siquiera el más veloz, alcanzaría el final de la larga cuesta hasta la fortaleza antes de que los caballos nos rodearan y nos acribillaran con afilados aceros y puntiagudas lanzas. Me acerqué a Nimue y vi su rostro demacrado y cansado, y su único ojo amoratado y lloroso.

–Nimue -le dije.

–No te preocupes, Derfel.

Parecía molestarle mi inquietud por ella.

Pensé que había enloquecido. De todos los que habíamos sobrevivido a aquel aciago día, era ella la que había sufrido peor experiencia; ahora se hallaba en un lugar que escapaba a mi comprensión, allí no podía acompañarla.

–Te quiero, Nimue -dije, intentado llegarle al alma por la ternura.

–¿A mi? ¿No a Lunete? – replicó furiosa.

No me miraba a mi, sino a la fortaleza; me volví hacia la caballería que se acercaba formando en una ancha línea como cazadores aprestados para levantar corzos. Sus capas se posaban sobre la grupa de los caballos, las vainas de las espadas colgaban a lo largo de las botas y el sol se reflejaba en las puntas de las lanzas y encendía la enseña del zorro. Gundleus cabalgaba bajo la enseña, con la cabeza cubierta por su casco de hierro empenachado con una cola de zorro. A su lado cabalgaba Ladwys, con una espada en la mano, y Tanaburs, con su larga túnica golpeándole las piernas, montaba un caballo gris y avanzaba cerca del rey. Pensé que moriría el mismo día en que me había convertido en hombre. Semejante reflexión me resultó cruel.

–¡Corred! – gritó Morgana de repente-. íCorred!

Creí que aquella orden era producto del pánico y no quise obedecer, pues me parecía más noble quedarme allí y morir como un hombre que ser cortado en dos por la espalda como un fugitivo. Después vi que me había equivocado y que Caer Cadarn no estaba desierto en absoluto; las puertas se abrieron y una riada de hombres, a pie y a caballo, se precipitó camino abajo. Los jinetes iban ataviados como los hombres de Gundleus, pero llevaban en sus escudos y armas el dragón de Mordred.

Echamos a correr. Arrastré a Nimue por el brazo al tiempo que un puñado de jinetes de Dumnonia se acercaba a nosotros. Serian una docena, no muchos, pero suficientes para detener el avance de los hombres de Gundleus mientras llegaba el grueso de lanceros dumnonios.

–Cincuenta lanzas -dijo Gwlyddyn, que había contado el cuerpo de rescate-. No podemos ganarles con cincuenta, pero si llegar a refugio seguro.

Gundleus había hecho los mismos cálculos y describió con sus hombres una amplia curva, que los situaría detrás de los lanceros dumnonios que ya se acercaban. Quería cortarnos la retirada porque, una vez reuniera a todos los enemigos en un mismo punto, podría matarnos a un tiempo, fuéramos setenta o siete. Gundleus contaba con la ventaja del número, y al descender de la fortaleza los de Dumnonia habían sacrificado la suya, que radicaba en la altura.

La caballería de Dumnonia pasó a nuestro lado como una tormenta; los caballos levantaban gruesos terrones con los cascos. No se trataba de los fabulosos caballeros de Arturo, hombres de armas que golpeaban como el rayo, sino de escoltas ligeramente armados que por lo general desmontaban para ir a la batalla; sin embargo en ese momento formaron un parapeto protector entre nosotros y los lanceros silurios. Momentos después llegaron nuestros lanceros y formaron una línea de defensa que renovó nuestra confianza, una confianza que se trocó en temeridad tan pronto como distinguimos quién iba al mando del grupo de rescate. Era Owain, el poderoso Owain, el paladín del rey y el mejor luchador de toda Britania. Creíamos que se hallaba lejos, en el norte, luchando junto a los hombres de Gwent en las montañas de Powys, y sin embargo estaba presente en Caer Cadarn.

No obstante, y en honor a la verdad, la ventaja seguía siendo de Gundleus. Teníamos doce hombres a caballo, cincuenta lanceros y treinta fugitivos cansados y reunidos en un espacio abierto donde Gundleus había reunido casi el doble de hombres a caballo y el doble de lanceros.

El sol aún brillaba. Faltaban dos horas para el crepúsculo y cuatro para la noche cerrada, tiempo más que suficiente para que Gundleus completara la matanza, aunque primero trató de persuadirnos con palabras. Se adelantó en su caballo, espléndido sobre el noble bruto sudoroso y con el escudo invertido en señal de tregua.

–Hombres de Dumnonía -nos dijo-. Entregadme al niño y daré media vuelta. – Nadie respondió. Owain se había escondido en el centro de la pared de escudos de forma que Gundleus, al no identificar caudillo alguno entre la hueste, se dirigía a todos nosotros-. ¡Es un niño malformado! – insistió el rey de Siluna-. ¡Maldecido por los dioses! ¿Creéis que la buena fortuna

puede sonreír a un país gobernado por un rey deforme? ¿Queréis que se agosten vuestras cosechas? ¿Y que vuestros hijos nazcan enfermos? ¿Y que vuestros ganados mueran de fiebres?

¿Y que los sajones se adueñen de vuestras tierras? ¿Qué creéis que os traerá un rey contrahecho, sino mala fortuna?

Nadie contestó, aunque bien sabe Dios que muchos de entre nuestras filas, tan apresuradamente formadas, debieron de temer que las palabras de Gundleus fueran ciertas.

El rey de Siluria se quitó el casco y sonrió ante nuestras aflicciones.

–Todos conservareis la vida -prometió- siempre y cuando me entreguéis ese niño. – Quedó en espera de una respuesta que nunca llegaría-. ¿Quién es vuestro jefe? – preguntó al fin.

–¡Yo soy! – Owain se decidió a avanzar entre las filas para ocupar su lugar al frente de la línea de escudos.

–Owain. – Gundleus lo reconoció; me pareció detectar en sus ojos un destello de miedo. El rey de Siluria ignoraba, como todos nosotros, que Owain hubiera regresado del centro de Dumnonía. Aun así, no mermó la seguridad de Gundleus en la victoria, aunque debió de calcular que con Owain le costaría mas cara-. Lord Owain -interpeló Gundleus al paladín de Dumnonia, dándole el tratamiento a que tenía derecho-, hijo de Eilyon y nieto de Culwas: ¡os saludo! – Gundleus elevó la punta de la lanza hacia el sol-. Lord Owain, vos tenéis un hijo.

–Como muchos otros hombres -replicó Owain sin darle importancia-. ¿Qué os importa a vos?

–¿Deseáis que vuestro hijo quede sin padre? – preguntó Gundleus-. ¿Deseáis que vuestras tierras sean arrasadas? ¿Y vuestro hogar reducido a cenizas? ¿Y vuestra esposa convertida en juguete de mis soldados?

–Mi esposa -replicó Owain- seria capaz de vencer a todos vuestros hombres, y también a vos. ¿Queréis juguetes, Gundleus? íVolved con vuestra ramera! – exclamó, señalando con la barbilla hacia Ladwys-. Y si no queréis compartir vuestra ramera con vuestros hombres, creo que Dumnonia podría regalar a Siluria unas cuantas ovejas viudas.

El tono desafiante de Owain nos levantó los ánimos. Parecía indomable, con su colosal lanza, la larga espada y el escudo con placa de hierro. Siempre acudía al combate con la cabeza descubierta, despreciaba los cascos, y en sus fortísimos brazos llevaba tatuados el dragón de Dumnonia y su propio emblema, el oso de largos colmillos.

–Entregadme el niño. – Gundleus hizo caso omiso de los insultos sabiendo que no eran sino mera jactancia propia del hombre que se apresta a la batalla-. íEntregadme el rey cojo!

–Entregadme vuestra ramera, Gundleus -replicó Owain-. No sois lo bastante hombre para ella. Entregádmela de buen grado y marchaos en paz.

–Los bardos cantarán vuestra muerte, Owain -dijo Gundleus después de escupir-. Será la canción de la matanza del cerdo.

Owain arrojó su enorme lanza al suelo, donde se clavó por la punta.

–Aquí tenéis al cerdo, Gundleus ap Meilyr, rey de Siluria -gritó Owain-, y aquí mismo morira u orinará sobre vuestro cadáver. ¡Idos ahora!

Gundleus sonrió, se encogió de hombros y volvió la grupa. Asió el escudo en su posición normal, señal de que estaba dispuesto a presentar batalla.

Seria mi primera batalla.

La caballería de Dumnonia formó detrás de la línea de lanzas para proteger a los niños y a las mujeres mientras pudiera. Los demás nos alineamos en orden de batalla sin dejar de mirar al enemigo, que hizo lo propio. Ligessac, el traidor, estaba entre las filas silurias. Tanaburs llevó a cabo sus ritos, saltó a la pata coja con una mano levantada y un ojo cerrado frente al muro de escudos de Gundleus; mientras, los lanceros avanzaban despacio por la hierba. Sólo cuando Tanaburs terminó de pronunciar su conjuro de protección comenzaron los silurios a lanzarnos insultos. Nos avisaron de que nos masacrarían y se jactaron de que acabarían con la vida de muchos de nosotros, pero a pesar de todo me di cuenta de que avanzaban sumamente despacio, y cuando se encontraban a unos cincuenta pies de nosotros se detuvieron por completo. Algunos de los nuestros hicieron burla de tanta timidez, pero Owain ordenó silencio con un gruñido.

Ambas filas de enemigos nos miramos pero nadie se movio. Se necesita un valor extraordinario para lanzarse a la carga contra una pared de escudos y lanzas. Por eso muchos hombres beben antes de la batalla. He visto ejércitos detenidos durante horas, reuniendo el coraje necesario para cargar, y cuanto más veterano es el guerrero, más valor necesita. Las tropas jóvenes se lanzan a la carga y mueren, pero los expertos saben lo terrible que llega a ser un muro de escudos enemigos. Yo no tenía escudo, pero me cubrían los de los hombres que formaban junto a mi, pues se tocaban con los siguientes y así todos hasta completar nuestra corta línea de defensa, de modo que cualquier ataque tendría que superar primero la barrera de madera cubierta de cuero y erizada de lanzas afiladas como cuchillas.

Los de Siluria empezaron a golpear sus escudos con las lanzas. Hacían ruido con la intención de que cundiera la alarma entre nosotros, y lo conseguían, aunque ninguno de los nuestros mostró temor. Nos manteníamos apretados unos junto a otros, aguardando la carga.

–Primero harán un par de cargas falsas, muchacho -me dijo el que tenía al lado.

Y al poco tiempo un grupo de silurios salió de sus filas gritando, corriendo y apuntando con las lanzas al centro de nuestra defensa. Nuestros hombres se agacharon, las largas lanzas chocaron contra los escudos y entonces todo el frente silurio empezó a moverse hacia nosotros, pero Owain ordenó inmediatamente a nuestras lineas que se pusieran en pie y avanzaran también, y con ese movimiento pausado detuvimos la amenaza enemiga. De entre los nuestros, los soldados que soportaban el peso de las lanzas enemigas arrancaron de los escudos las puntas clavadas y volvieron a cerrar filas enseguida.

–¡Atrás! – ordenó Owain.

Quería que recorriéramos poco a poco, caminando hacia atrás, la media milla de hierba que nos separaba de Caer Cadarn, con la esperanza de que los silurios no reunieran el coraje necesario para lanzarse al combate antes de que cubriéramos la breve pero casi insalvable distancia. Para darnos más tiempo, Owain se situó a la cabeza de nuestras líneas y dijo a Gundleus a voces que se enfrentaran ambos cuerpo a cuerpo.

–¿Sois acaso una mujer, Gundleus? – le interpeló el campeón de nuestro rey-. ¿Habéis perdido el valor? ¿No habéis bebido bastante? ¿Por qué no volvéis a los telares, mujer? ¡Volved al bastidor! ¡Volved a la rueca!

Nosotros seguíamos retrocediendo paso a paso, pero una repentina carga del enemigo nos obligó a tomar posiciones y a agachamos tras los escudos para zafamos de las lanzas que nos arrojaban. Una me pasó por encima de la cabeza con un silbido semejante a una súbita ráfaga de viento, pero ese ataque no fue sino otro intento de engañarnos para que huyéramos despavoridos. Ligessac no paraba de disparar flechas, pero debía de estar borracho porque todas sus saetas pasaban demasiado altas. Owain era la diana de docenas de lanzas, pero la mayoría no alcanzaban su objetivo y, en cuanto al resto, él las desviaba despectivamente con la lanza o el escudo y luego se burlaba de los lanceros.

–¿Quién os enseñó el oficio de lanceros? ¿Vuestras madres? – Escupió sobre el enemigo-. ¡Acercaos, Gundleus! ¡Luchad conmigo! ¡Demostrad a vuestros friegaplatos que sois un rey, no un ratón!

Los de Siluria golpeaban los escudos con las lanzas para tapar las palabras de Owain y éste les dio la espalda en son de burla, y volvió despacio a nuestra fila de escudos.

–¡Atrás! – nos dijo en voz baja-. ¡Atrás!

Entonces dos silurios arrojaron sus escudos y armas y se rasgaron las vestiduras para luchar desnudos. El que estaba a mi lado escupió.

–Ahora se van a complicar las cosas -me advirtió sombríamente.

A fe mía que los que se habían desnudado estaban borrachos, o tan intoxicados por los dioses que se creían a salvo de hojas enemigas. Ya había oído hablar de casos así y sabia que ese proceder suicida solía ser la señal para el ataque verdadero. Así la espada con fuerza y traté de jurar que moriría con honra, pero en realidad habría podido llorar de lástima por mi mismo. Me

había hecho hombre ese día y ese mismo día moriría. Me reuniría con Uter y Hywel en el más allá y esperaría durante años y años de oscuridad a que mi alma encontrara otro cuerpo humano con que volver a este verde mundo.

Los dos hombres se soltaron el cabello, tomaron las lanzas y las espadas y bailaron ante las filas de silurios. Iban aullando y calentándose, entrando paulatinamente en el frenesí de la batalla, ese estado de éxtasis ciego que permite a un hombre intentar lo imposible. Gundleus, a caballo bajo su enseña, sonreía a los dos hombres de cuerpos cubiertos de intrincados tatuajes azules. Los niños empezaron a llorar a nuestras espaldas y las mujeres convocaron a los dioses al ver que los enemigos bailaban cada vez más cerca, haciendo girar las lanzas y espadas al sol de la tarde. Esos hombres no necesitaban escudo, ropa ni armadura. Los dioses los protegían y su recompensa era la gloria; si conseguían acabar con Owain, los bardos cantarían su victoria durante años y años. Avanzaron flanqueando a nuestro campeón, cada uno por un lado; Owain sopesó la lanza preparándose para detener el ataque de los iluminados, que serviría además de señal de carga contra el enemigo.

Y entonces sonó un cuerno.

El cuerno dio una nota clara y fría como nunca antes oyera. Aquel cuerno poseía una pureza heladora y penetrante sin par en la tierra. Sonó una vez, luego otra, y la segunda hizo detenerse incluso a los danzarines desnudos, que se volvieron hacia levante, de donde provenía el sonido.

Yo también miré hacia allí.

¡Qué aturdimiento! Fue como sí un nuevo sol hubiera salido en ese día que ya terminaba. La luz rasgó el aire por encima de los prados y nos cegó, nos confundió, pero luego siguió extendiéndose y vi que no era sino el reflejo del verdadero sol en un escudo bruñido y abrillantado como un espejo. Y ese escudo lo sujetaba un hombre como no había visto otro en mi vida; un hombre magnifico, un hombre erguido sobre un gran corcel y acompañado por otros hombres semejantes; una horda de hombres de maravilla, empenachados, armados, salidos de los sueños divinos para acudir a ese campo de muerte, y sobre las cabezas empenachadas de esos hombres ondeaba una enseña a la que llegaría a amar más que a cualquier otra sobre la tierra de Dios. Era la enseña del oso.

El cuerno sonó por tercera vez, y de repente supe que viviría; mis ojos estallaron en lágrimas de júbilo, nuestros lanceros no sabían si llorar o gritar y la tierra temblaba bajo los cascos de aquellos hombres semejantes a los dioses que acudían en nuestra ayuda.

Pues Arturo había regresado al fin.