11
–Poseéis muchos que sobrepasan a éste en hermosura -comenté con suavidad.
–Mas no tan cargados de historia -replicó, probándose el broche sobre el pecho.
–Pero se trata de la historia de mi vida, querida reina -puntualicé-, no de la vuestra.
–Y… ¿qué fue lo que escribisteis? – preguntó sonriente-. ¿Que si yo me mostrara tan bondadosa como creéis que soy os permitiría conservarlo?
–¿Tal escribí?
–Sabíais que de ese modo me obligaríais a devolvéroslo. Sois un viejo astuto, hermano Derfel. – Me tendió el broche pero cerró la mano antes de que pudiera yo cogerlo-. ¿Será mio algún día?
–De nadie más, querida señora. Os lo prometo.
–¿Y no permitiréis que se lo apropie el obispo Sansum? – inquirió, sin soltarlo todavía.
–Jamás -respondí con fervor.
–¿Es cierto que lo llevabais bajo la cota? – preguntó al dejarlo caer en mí mano.
–En todo momento -contesté, una vez lo puse a salvo entre los pliegues del sayo.
–¡Qué lástima de Ynys Trebes! – Estaba, como de costumbre, sentada en el alféizar de la ventana que dominaba el valle de Dinnewrac; el valle se extendía a lo lejos hasta el río, crecido en esa época por las lluvias de principios de verano. Se diría que se imaginaba a los francos cruzando el vado y avanzando en tropel por las lomas-. ¿Qué fue de Leanor? – La pregunta me tomó por sorpresa.
–¿La arpista? Murió.
–¡No! ¿Acaso no me dijisteis que había escapado de Ynys Trebes?
–Así fue -asentí-, pero enfermó en su primer invierno en Britania y murio sin mas.
–¿Y qué se hizo de vuestra mujer?
–¿Mi mujer?
–La que teníais en Ynys Trebes. Dijisteis que Galahad estaba con Leanor, pero que el resto también teníais mujeres. ¿Quién era la vuestra? ¿Qué fue de ella?
–No lo sé.
–¡Oh, Derfel! ¡No es posible que significara tan poco para vos!
–Era hija de un pescador -contesté con un suspiro-. Se llamaba Pellcyn, aunque todos la llamaban Puss. Su marido había muerto ahogado un año antes de que yo la conociera. Se despeñó cuando huía hacia la nave con el grupo de supervivientes que Culhwch conducía por el sendero del risco. Llevaba en brazos a su hija de pocos meses y no pudo agarrarse a las rocas. El pánico se había apoderado de todos en la precipitación de la huida y la confusión era total, nadie tuvo la culpa.
Muchas veces pienso que de haber estado yo allí, Pellcyn no habría perdido la vida. Era una joven robusta y de ojos brillantes, risueña y bien dispuesta para cualquier trabajo por duro que fuera. Una mujer excelente. Pero si la hubiera salvado a ella, habría sido a costa de la vida de Merlín. El destino es inexorable.
–¡Cuánto me habría complacido conocer a Merlín! – exclamó Ygraine con melancolía; a fe mía que debía de estar pensando lo mismo que yo.
–Le habríais agradado, señora -dije-. Siempre fueron de su agrado las mujeres bonitas.
–¿También habría agradado a Lanzarote? – se apresuró a preguntar.
–Oh, sí
–¿No prefería a los niños?
–No, no.
Ygraine se rió. Ese día lucía un vestido bordado de lino teñido de azul, que sentaba bien a su tez clara enmarcada por la cabellera oscura. Se adornaba con dos torques de oro y una maraña de brazaletes tintineaba en su delicada muñeca. Apestaba a heces, pero tuve la delicadeza de fingir que no lo notaba, pues deduje que debía de llevar un pesario con los primeros excrementos de un recién nacido, un antiguo remedio para las mujeres estériles. Pobre Ygraine.
–Odiabais a Lanzarote -me acusó de repente.
–Profundamente.
–¡No es justo! – exclamó. Bajó de un salto del alféizar y paseó de un lado a otro por la reducida estancia-. Nadie merece que su vida sea relatada por un enemigo. ¡Imaginaos que Nwylle escribiera la mía!
–¿Quién es Nwylle?
–No la conocéis -dijo frunciendo el ceño, y supuse que era la amante de su marido-. No es justo -insistió-, porque de todos es sabido que Lanzarote era el más grande entre los guerreros de Arturo. ¡Lo sabe el mundo entero!
–Yo no.
–¡Pero debió de ser valiente!
Me quedé mirando por la ventana, tratando de pensar con ecuanimidad para encontrar algo bueno que decir de mi peor enemigo.
–Podía haber sido valiente -afirmé-, pero prefirió no serlo. Luchaba en ocasiones, aunque solía evitar la batalla porque temía que las cicatrices le deformaran el rostro, ¿comprendéis? Era vanidoso, coleccionaba espejos romanos. La estancia de los espejos del palacio de Benoic era la habitación de Lanzarote. Allí se sentaba a admirar su propia imagen repetida en todas las paredes.
–Creo que lo hacéis parecer peor de lo que era -protestó Ygraine.
–Pues creo que aún era peor -repuse. No me gusta escribir acerca de Lanzarote; su recuerdo es como una mancha en mi vida-. Por encima de todo -proseguí- era deshonesto. Mentía intencionadamente a fin de esconder la verdad sobre si mismo, pero cuando le convenía también sabia hacerse agradable a la gente. Habría sido capaz de seducir a un pez, querida señora.
Arrugó la nariz descontenta con mis palabras. Sin duda, cuando Dafydd ap Gruffud traduzca estas palabras, dará esplendor a la memoria de Lanzarote tal como a él le habría agradado. ¡Lanzarote el magnifico! ¡Lanzarote el honesto! ¡Lanzarote el bello, el bailarin, el sonriente, el ingenioso, el elegante! Era el rey sin tierra y el señor de la mentira, pero si Ygraine se sale con la suya, su recuerdo perdurará en el tiempo como parangón de los guerreros reales.
Asomóse Ygraine a la ventana en el momento en que Sansum expulsaba a un grupo de leprosos de la puerta de entrada. Arrojábales el santo varón puñados de tierra diciéndoles a gritos que se fueran al diablo, al tiempo que exhortaba a los hermanos a que le secundaran. El novicio Tudwal, que de día en día se muestra más rudo con el resto de la comunidad, bailoteaba junto a su maestro animándole. Los guardias de Ygraine, que holgazaneaban como de costumbre a la puerta de la cocina, acudieron por fin con las lanzas a librar al monasterio de mendigos enfermos.
–¿En verdad deseaba Sansum sacrificar a Arturo? – preguntó Ygraine.
–Así me lo confió Bedwin.
–¿A Sansum le gustan los muchachos, Derfel? – inquirió con picardía.
–El santo varón ama a todas las criaturas, querida reina, aun a las jovencitas que hacen preguntas impertinentes.
Sonrió sumisa y luego esbozó una sonrisa.
–A fe mía que no le gustan las mujeres. ¿Por qué no permite que ningún hermano se case? Hay monjes que se casan, pero no en este monasterio.
–El piadoso y muy estimado Sansum -le expliqué- cree que las mujeres nos distraerían de nuestro deber de adorar a Dios, del mismo modo que vos me distraéis de mis obligaciones.
Se rió, pero entonces recordó un encargo que traía y recobró la compostura.
–En la última remesa de pergaminos hay dos palabras que Dafydd no comprende y desea que se las aclaréis. Una es catamítes.
–Decidle que pregunte a otro.
–Naturalmente que preguntaré a otro -repuso indignada-. La otra es camello. Dice que no es carbón.
–Un camello es un ser mitológico, señora, con cuernos, alas, escamas, cola bífida y aliento de fuego.
–Se diría que describís a Nwylle -replicó Ygraine.
–¡Ah! ¡Los piadosos escritores trabajan! ¡Mis dos evangelistas! – exclamó Sansum irrumpiendo en la celda con las manos sucias de la tierra que había arrojado a los leprosos; miró con desconfianza el pergamino y arrugó la nariz-. ¿Qué es lo que apesta de este modo?
–Las judías del desayuno, señor obispo -respondí con cara de carnero-. Disculpadme.
–Me sorprende que toleréis su compañía -dijo Sansum a Ygraine-. ¿Y no deberíais estar en la capilla rogando a Dios que os conceda un hijo? ¿Acaso no es ése el asunto que os trae aquí?
–A fe mía que a vos no os competen mis asuntos -replicó con aspereza-. Si deseáis saberlo, obispo y señor mio, comentábamos las parábolas de Nuestro Salvador. ¿Acaso no pronunciasteis vos en una ocasión un sermón acerca de un camello y el ojo de una aguja?
–¿Y cómo se dice, apestoso hermano Derfel, camello en sajón? – preguntó Sansum con un gruñido, mirando por encima de mi hombro.
–Nwylle -respondí.
Ygraine estalló en carcajadas y Sansum la miró airado.
–¿Mi señora encuentra graciosas las palabras del Todopoderoso?
–Es que aquí me siento feliz -respondió Ygraine con humildad-, pero desearía saber qué es un camello.
–¡Eso lo sabe todo el mundo! – replicó con soma-. Un camello es un pez, ¡un pez enorme! Semejante al salmón -añadió malicioso- que vuestro esposo a veces se acuerda de enviar a estos pobres monjes.
–Haré que os envíe más -dijo Ygraine-, con la próxima remesa de pieles para Derfel, y sé que pronto enviará más, ya que el rey siente un gran interés por este Evangelio sajón.
–¿Es eso cierto? – preguntó desconfiado.
–Un enorme interés, obispo y señor mío -replicó Ygraine con firmeza.
Es una joven lista, muy lista, y bonita por demás. El rey Brochvael demuestra gran insensatez tomando una amante cuando tiene a la reina, pero los hombres siempre han sido insensatos en lo que atañe a las mujeres. O algunos lo han sido, y creo que el mayor insensato fue Arturo. Mi estimado Arturo, mi señor, mi protector, el más generoso de los hombres, cuya historia escribo.
¡Cuán ajeno me resultaba estar en casa, sobre todo porque no tenía casa propia! Poseía algunas torques de oro y otras joyas de escaso valor pero las vendí, salvo el broche de Ceinwyn, para dar de comer a mis hombres en aquellos primeros días, tras el regreso a Britania. El resto de mis bienes había quedado en Ynys Trebes engrosando el tesoro de algún franco. Así pues, era pobre, no tenía hogar ni ninguna otra cosa que ofrecer a mis hombres, ni disponía siquiera de una casa de campo en la que agasajarlos, mas todo me lo perdonaron. Eran hombres buenos que me habían jurado fidelidad. Habían dejado atrás, igual que yo, todo lo que no pudieron acarrear cuando cayó Ynys Trebes, e igual que yo, se vieron reducidos a la pobreza, pero ninguno se quejó. Cavan se limité a decir que un soldado debe aceptar tanto ser despojado como cobrar un botín, sin darle importancia. Issa, un campesino que demostró ser excelente lancero, quiso devolverme una torques de oro no muy gruesa con la que le había obsequiado. Según sus palabras, no era justo que un lancero poseyera una torques de oro cuando su capitán carecía de ella; mas no quise aceptarla e Issa se la regaló a la muchacha que había traído de Benoic, y al día siguiente ella se fugó con un sacerdote errante y su cohorte de rameras. Menudeaba esa clase de cristianos vagabundos que erraban por los campos; hacíanse llamar misioneros y solían acompañarse de un séquito de mujeres creyentes que, supuestamente, ayudaban en la celebración de los ritos cristianos, pero que en realidad, a decir de los rumores, se servían de la seducción para captar adeptos a la nueva fe.
Arturo me adjudicó una casa solariega a las afueras de Dur- novaria, hacia el norte: no en propiedad, ya que pertenecía a una heredera huérfana llamada Gyllad, sino nombrándome protector de la muchacha, cargo que, por lo general, acarreaba la ruina del custodiado y el enriquecimiento del custodio. Gyliad apenas contaba ocho años, y de haberlo deseado habría podido desposarla y disponer de sus propiedades o vender su mano a algún hombre deseoso de comprar a la novia junto con las tierras; pero en vez de proceder a la usanza, obedecí los deseos de Arturo y viví de las rentas de Gyllad permitiendo que la pequeña creciera en paz. A pesar de todo, sus parientes protestaron por mi nombramiento. La misma semana del regreso de Ynys Trebes, no transcurridos ni dos días en casa de Gyllad, uno de sus tíos, un cristiano, apeló ante Nabur, el magistrado cristiano de Durnovaria, alegando que el padre de Gyllad, antes de morir, le había prometido el cargo de guardián de su sobrina, y para conservar el regalo de Arturo hube de apostar a mis lanceros alrededor del patio. Llevaban todos los pertrechos bélicos y las puntas de sus lanzas brillaban de tan afiladas; su presencia convenció al tío y a sus aliados de que sería mejor no insistir en el pleito. Requirieron la presencia de la guardia de la ciudad, pero una mirada a mis veteranos les persuadió de que tenían trabajos más urgentes que atender. Nabur se quejó de que algunos de los soldados que habían regresado se dedicaban al bandidaje en la pacífica ciudad, pero al no presentarse mis oponentes ante el tribunal de justicia, viose obligado a fallar el juicio a mi favor. Con el tiempo me enteré de que el tío de Gyllad había pagado a Nabur previamente para que dictara el veredicto contrario, mas nunca consiguió recuperar el dinero. Nombré mayordomo de Gyllad a uno de mis hombres, Llystan, que había perdido un pie en una batalla en los bosques de Benoic, y tanto él como la heredera y sus propiedades prosperaron.
Arturo me hizo llamar a la semana siguiente. Nos reunimos a medio día en la sala de palacio donde comía con Ginebra. Ordenó que dispusieran un asiento y comida para mí. El patio exterior estaba atestado de personas con pleitos pendientes.
–Pobre Arturo -comentó Ginebra-, apenas llega a casa de visita y ya se presentan todos con quejas sobre el vecino o con súplicas para que les reduzcan la renta. ¿Por qué no acuden a los magistrados?
–Porque no tienen con qué sobornarlos -dijo Arturo.
–O no son lo bastante poderosos como para rodear su casa de guerreros con cascos de hierro -añadió Ginebra con una sonrisa para demostrarme que no desaprobaba mí accion.
No esperaba otra cosa, ya que era enemiga declarada de Nabur, caudillo de la facción cristiana del reino.
–Un gesto espontáneo de apoyo por parte de mis hombres -dije desentendiéndome, y Arturo rió.
Fue una comida agradable. Pocas ocasiones se me presentaban de estar a solas con Arturo y Ginebra, pero en esos contados momentos siempre comprobaba que ella le hacia feliz. Ginebra poseía un ingenio punzante del que Arturo carecía, aunque le gustaba, y usábalo con mesura, pues así lo prefería Arturo. Lisonjeaba a Arturo, mas también se prodigaba en buenos consejos. La constante disposición de Arturo a creer siempre lo mejor de los demás necesitaba la compensación del escepticismo de su esposa. Ginebra no parecía haber envejecido desde la última vez en que la viera tan de cerca, aunque sus ojos verdes de cazadora quizás habían adquirido una nueva sagacidad. No percibí signo alguno de su estado, el vestido verde claro caía liso sobre su vientre, ceñido con un cordón con borlas de oro a modo de cinto holgado. Llevaba al cuello la insignia del ciervo y la luna, por debajo del collar sajón con gruesos rayos de sol que Arturo le enviara desde Durocobrivis. Habíalo recibido con desdén cuando se lo presenté en su día, pero en ese momento lo llevaba con orgullo.
Durante la comida conversamos sobre asuntos triviales. Arturo deseaba saber por qué los mirlos y los tordos dejaban de cantar en verano, mas ninguno conocíamos la respuesta, ni por qué los vencejos y las golondrinas desaparecían en invierno, aunque en una ocasión Merlín me contó que viajaban hasta una gran cueva en las tierras agrestes del norte, donde permanecían durmiendo entre grandes montones de plumas hasta la primavera. Ginebra me hizo hablar de Merlín y le prometí por mi vida que el druida había regresado a Britania.
–Ha ido a la isla de los Muertos -le dije.
–¿Dónde dices que ha ido? – preguntó Arturo horrorizado.
Referí lo sucedido con Nimue y agradecí a Ginebra sus esfuerzos por librar a mi amiga de la venganza de Sansum.
–Pobre Nimue -dijo Ginebra-. Es una criatura indómita, ¿no es cierto? Me agrada, pero creo que nosotros no le agradamos a ella. ¡Somos demasiado frívolos! No logré despertar su interés por Isis. Dijo que era una diosa extranjera, escupió como un gato y murmuró una plegaria a Manawydan.
Arturo no mostró reacción alguna ante la alusión a Isis, por lo que supuse que había perdido el miedo a la extraña diosa.
–Desearía conocer mejor a Nimue -dijo.
–Así será -respondí- cuando Merlín la devuelva de entre los muertos.
–Si lo consigue -dijo escéptico-. Jamás ha regresado nadie de la isla.
–Nimue regresará -insistí.
–Es extraordinaria -terció Ginebra-. Si existe alguien capaz de sobrevivir al paso por la isla, es Nimue.
–Con ayuda de Merlín -recalqué.
Sólo al final de la comida derivamos hacia la cuestión de Ynys Trebes, y aun entonces Arturo tuvo buen cuidado de evitar el nombre de Lanzarote. En cambio, lamentó no tener con qué recompensar mis esfuerzos.
–Estar en casa es recompensa bastante, lord príncipe -dije utilizando el tratamiento preferido de Ginebra.
–Al menos puedo nombrarte lord -dijo Arturo-. De ahora en adelante serás llamado lord Derfel.
Reí, no porque no lo agradeciera, sino porque la recompensa del título guerrero de lord parecía exceder mis virtudes. Me sentía por demás orgulloso: un hombre era llamado lord por ser rey, príncipe o caudillo o por habérselo ganado haciendo méritos con la espada. Obedeciendo a la superstición, toqué la empuñadura de Hywelbane para que el orgullo no enturbiara mí suerte. Ginebra se rió de mí, mas no por malquerencia sino porque se alegraba de mi suerte, y Arturo, a quien nada agradaba tanto como ver felices a los demás, sintióse complacido por ambos. También él sentiase de buen ánimo ese día, pero manifestaba su alegría de modo más contenido que otros hombres. En aquellos tiempos de su primer regreso a Britania, nunca le vi borracho, nunca le vi alborotar ni perder la contención, salvo en el campo de batalla. Envolvíase en una quietud que desconcertaba a muchos, pues les hacia temer que leyera en sus almas; pero su calma era producto de su deseo de ser diferente. Deseaba ser admirado y gozaba recompensando generosamente la admiración.
El tumulto de los que esperaban para presentar sus quejas crecía y Arturo suspiró al pensar en el trabajo que le aguardaba. Apartó el vino y me miró como disculpándose.
–Os merecéis un descanso, lord -dijo, halagándome deliberadamente con mi nuevo titulo-. Pero ¡ay!, pronto habré de pediros que partáis con vuestras espadas hacia el norte.
–Mis espadas son vuestras, lord príncipe -dije con humildad.
–Estamos rodeados de enemigos -dijo al tiempo que trazaba un círculo con el dedo en la mesa de mármol-, mas el verdadero peligro es Powys. Gorfyddyd reúne un ejército como Bretaña no ha visto jamás. Ese ejército avanzará hacia el sur muy pronto y temo que el rey Tewdric no tenga agallas suficientes para el combate. Necesito concentrar el mayor número posible de lanzas en Gwent para asegurar la lealtad de Tewdric. Cei puede contener a Cadwy, Melwas tendrá que ingeniárselas para atacar a Cerdic y el resto de nosotros iremos a Gwent.
–¿Y Aelle? – preguntó Ginebra significativamente.
–Estamos en paz con él -replicó Arturo remarcando las palabras.
–Se vende al mejor postor -dijo Ginebra-, y Gorfyddyd no tardará en aumentar la oferta.
–No puedo enfrentarme a Gorfyddyd y a Aelle a un tiempo -dijo Arturo encogiéndose de hombros-. Serian necesarias trescientas lanzas para contener a los sajones de Aelle, no para derrotarlos, sólo para contenerlos, y la ausencia de esas trescientas lanzas significaría la derrota en Gwent.
–Lo cual no se le escapa a Gorfyddyd -señaló Ginebra.
–Entonces, querida, ¿qué solución se te ocurre?
Pero Ginebra carecía de solución más plausible; la única que le quedaba a Arturo era esperar y rogar por que la frágil paz con Aelle no se rompiera. Había comprado al rey sajón con una carreta de oro y en el reino ya no quedaban riquezas con que mejorar el precio.
–Sólo nos resta esperar que Gereint sea capaz de contenerle -dijo Arturo- mientras derrotamos a Gorfyddyd. Descansad hasta después de Lughnasa, lord Derfel -me dijo sonriente tras apartar el asiento de la mesa-; después, tan pronto hayamos recogido la cosecha, marcharemos juntos hacia el norte.
Dio unas palmadas para que acudieran los sirvientes a retirar los restos de la comida y dejaran entrar a los que esperaban. Mientras los sirvientes se apresuraban a cumplir su trabajo, Ginebra me hizo una señal.
–¿Podemos hablar? – me preguntó.
–Con gusto, señora.
Se quitó el pesado collar, se lo entregó a un esclavo y me condujo por una escalera de piedra hasta la entrada de un huerto, donde dos de sus grandes galgos la saludaron efusivos. Las avispas zumbaban en torno a la fruta caída que empezaba a pudrirse y Ginebra ordenó a las esclavas que la retiraran para pasear tranquila. Dio de comer a los galgos unos trozos del pollo que había sobrado de la comida mientras una docena de esclavas recogía la fruta fermentada en las faldas de sus vestidos; acribilladas por las avispas, desaparecieron presurosas y nos dejaron solos. Habíanse erigido estructuras de mimbre alrededor de todo el muro del huerto, que serían decoradas con flores para la gran fiesta de Lughnasa.
–Es bonito -dijo Ginebra a propósito del huerto-, pero cuánto me gustaría estar en Lindinis.
–El año próximo, señora -dije.
–No quedarán sino ruinas -respondió indignada-. ¿Acaso no te lo han dicho? Gundleus asaltó Lindinis. No tomó Caer Cadarn, pero destrozó mi palacio nuevo. Hace ya un año. Espero que Ceinwyn le haga profundamente desgraciado, pero dudo de que sea capaz. ¡Es tan insípida e insignificante! – exclamó haciendo una mueca. El sol que se filtraba entre el follaje iluminó su pelo rojo y definió duras sombras en su hermoso rostro-. A veces desearía ser hombre -dijo para mi sorpresa.
–¿De veras?
–¿Sabéis lo odioso que resulta esperar noticias -preguntó apasionada-. En dos o tres semanas partiréis hacia el norte y no nos quedará más que esperar. Esperar y esperar. Esperar noticias de si Aelle falta a su palabra, esperar para conocer lo numeroso que es en verdad el ejército de Gorfyddyd. ¿A qué espera Gorfyddyd? ¿Por qué no ataca ahora? – inquirió tras una pausa.
–Los soldados de la leva trabajan ahora en la siega -dije-. Todo se detiene en tiempo de cosecha. Sus hombres querrán recoger el grano antes de venir a robarnos el nuestro.
–¿Es que no hay forma de impedirselo? – preguntó abruptamente.
–En la guerra, señora -repuse-, no se hace lo que se puede, sino lo que se debe hacer. Ahora debemos detenerlos.
O morir, pensé lúgubremente.
Avanzó algunos pasos en silencio, rechazando a los perros que brincaban excitados a su lado.
–¿Qué dicen las gentes de Arturo? ¿Lo sabes? – preguntó al cabo.
–Que más le valiera huir a Brocelianda y entregar el reino a Gorfyddyd. Dan la guerra por perdida.
Me miró fijamente, abrumándome con sus enormes ojos. En aquel momento, tan cerca de ella, a solas en el cálido jardín y envuelto en su aroma sutil, entendí por qué Arturo había arriesgado la paz de un reino por aquella mujer.
–¿Pero tú lucharás por Arturo? – me preguntó.
–Hasta el fin, señora -dije-. Y por vos -añadí torpemente.
–Te lo agradezco -dijo sonriente. Cambiamos de dirección y nos dirigimos hacia la pequeña fuente que manaba de la roca en un rincón del muro romano. El hilo de agua irrigaba el huerto, y alguien había colgado cintas votivas en las hendeduras de la roca musgosa. Ginebra, alzando el orillo dorado de su vestido verde manzana, pasó por encima del regato-. Se ha formado en el reino un partido a favor de Mordred -me confió; ya me lo había dicho el obispo Bedwin en la noche de mi regreso-. Son cristianos en su mayoría y ruegan por la derrota de Arturo. Si fuera derrotado, naturalmente, habrían de someterse a Gorfyddyd, pero la sumisión, por lo que he visto, es intrínseca en los cristianos. Si yo fuera hombre, Derfel Cadarn, mi espada haría rodar tres cabezas: las de Sansum, Nabur y Mordred.
–Si Nabur y Sansum son lo mejor que el partido de Mordred es capaz de reunir, señora -repuse sin poner en duda la sinceridad de sus palabras-, Arturo no tiene por qué preocuparse.
–También el rey Melwas, creo -me respondió Ginebra-, y quién sabe cuántos más. La mayoría de los sacerdotes errantes del reino se ocupa de extender semejante peste predicando por doquier por qué han de morir hombres por Arturo. Les cortaría la cabeza a todos, pero los traidores no se dan a conocer, lord Derfel. Esperan en la oscuridad y asestan el golpe aprovechando cualquier distracción. Si Arturo derrota a Gorfyddyd, cantarán alabanzas y pretenderán haberle prestado apoyo incondicional. – Escupió en el suelo para alejar el mal y me miró inquisitivamente-. Háblame del rey Lanzarote -dijo de pronto.
Tuve la impresión de que sólo entonces entrábamos en el verdadero asunto que había motivado el paseo bajo los manzanos y los perales.
–No lo conozco bien -dije evasivamente.
–Anoche te encomió -dijo.
–¿De veras? – contesté escéptico.
Sabía que Lanzarote y sus compañeros todavía se alojaban en casa de Arturo; en realidad, había temido encontrármelo y fue grande mi alivio al ver que no comía con nosotros.
–Dijo que eres un gran guerrero -insistió Ginebra.
–Me alegra saber -contesté con amargura- que a veces es capaz de decir la verdad.
Pensé que Lanzarote, en un intento de adaptar las velas a los nuevos vientos, habría procurado ganarse el favor de Arturo alabando a un hombre que sabia su amigo.
–¿Acaso -continuó Ginebra- los guerreros cuando padecen derrotas tan terribles como la de Ynys Trebes, terminan siempre reñidos entre sí?
–¿Padecer derrotas? – contesté con rudeza-. Le vi abandonar Benoic, señora, pero no recuerdo que padeciera nada, como tampoco recuerdo que llevara vendaje alguno en la mano cuando partió.
–No es cobarde -insistió con ardor-. Lleva la mano izquierda cargada de anillos de guerrero, lord Derf el.
–¡Anillos de guerrero! – me burlé; hundí la mano en la faltriquera y saqué un buen puñado.
Tenía tantos que ya ni siquiera me molestaba en hacerlos. Los tiré y se esparcieron por la hierba del huerto; los galgos se espantaron y miraron a su ama desconcertados. Ginebra se quedó mirándolos y apartó uno con el pie.
–Me agrada el rey Lanzarote -dijo desafiante, advirtiéndome de que los comentarios despectivos no eran bienvenidos-. Y debemos atenderle. Arturo cree que no supimos mantenernos a la altura de las circunstancias en Benoic y que lo menos que podemos hacer es tratar a los supervivientes con honor. Deseo que te muestres amable con Lanzarote. Hazlo por mí.
–Si, señora -respondí dócilmente.
–Es preciso procurarle una esposa rica -prosiguió Ginebra-. Necesita tierras y hombres a su servicio. En mi opinión, su llegada a nuestras costas es sumamente afortunada para Dumnonía. Necesitamos buenos soldados.
–Ciertamente, señora.
El sarcasmo de mi voz le arrancó media sonrisa, mas a pesar de mi hostilidad, perseveró en el verdadero motivo de la invitación a disfrutar de la frescura de su huerto privado.
–El rey Lanzarote -dijo- desea ser iniciado en el culto de Mitra, y Arturo y yo no queremos que nadie se oponga.
Sentí un arrebato de rabia por la ligereza con que se tomaba mí religión.
–Mitra, señora -dije con frialdad-, es una religión de hombres valerosos.
–Ni siquiera a ti, Derfel Cadarn, te convienen más enemigos -replicó Ginebra con la misma voz helada, y supe que se convertiría en mi enemiga si me oponía a los deseos de Lanzarote.
Sin duda, pensé, Ginebra transmitiría el mismo mensaje a cualquier hombre que pudiera poner trabas a la iniciación de Lanzarote en los misterios de Mitra.
–Nada se hará hasta el invierno -dije, evitando un compromiso firme.
–De todos modos, asegúrate de que se haga -dijo, y abrió la puerta que daba al interior de la casa-. Os doy las gracias, lord Derfel.
–Gracias a vos, señora -contesté, y bajando las escaleras hacia las dependencias interiores, la ira me invadió de nuevo.
¡Diez días! Lanzarote no había necesitado sino diez días para hacer de Ginebra su aliada. Juré convertirme en un miserable cristiano antes que ver a Lanzarote participando en los festines de la gruta bajo la cabeza sangrante de un toro. Hube de romper tres líneas de escudos sajones y hundir a Hywelbane hasta la empuñadura en el cuerpo de los enemigos de mi país antes de ser elegido para servir a Mitra, y lo único que Lanzarote había hecho era jactarse y posar afectadamente.
Al entrar en la estancia vi a Bedwin sentado junto a Arturo. Estaban atendiendo a los demandantes, pero Bedwin dejó el estrado y me llevó a un rincón tranquilo junto a la puerta que
daba al exterior.
–Acabo de saber que eres lord -dijo-. Mi más sincera enhorabuena.
–Un lord sin tierras -repliqué amargamente, todavía dolido por la humillante petición de Ginebra.
–Las tierras llegan con la victoria -me repuso Bedwin-, y la victoria, con la batalla; no faltarán batallas este año, lord Derf el.
Abrióse la puerta de súbito y Bedwin se detuvo para dejar paso a Lanzarote y a sus seguidores, inclinándose cuando pasaron ante nosotros. Yo no hice sino un movimiento de cabeza. El rey de Benoic pareció sorprenderse al verme, mas nada dijo y avanzó en silencio al encuentro de Arturo, que ordenó traer al estrado una tercera silla.
–¿Lanzarote ya es miembro del consejo? – pregunté a Bedwin furioso.
–Es rey -respondió paciente-. No querrás que permanezca de pie mientras nosotros nos sentamos.
Advertí que el rey de Benoic aún llevaba el vendaje de la mano.
–Parece que la herida del rey le impedirá unirse a nosotros -dije con aspereza.
Poco faltó para que confesara a Bedwin la petición de Ginebra respecto a la iniciación de Lanzarote en el culto de Mitra, mas decidí que las nuevas podían esperar.
–No nos acompañará -confirmó Bedwin-. Permanecera aquí en calidad de comandante de la guarnición de Durnovaria.
–¿Qué decís? – pregunté en voz tan alta y airada que Arturo se volvió en su escaño para ver el motivo de tal alboroto.
–Si los hombres del rey Lanzarote guardan a Ginebra y a Mordred -explicó Bedwin con cierto tono cansado-, los soldados de Lanval y Llywarch quedan libres para luchar contra Gorfyddyd. – Me pareció que dudaba, luego me tocó el hombro con su frágil mano-. Debo decirte otra cosa más -prosiguió en tono mas suave-. Merlín estuvo en Ynys Wydryn la semana pasada.
–¿Con Nimue? – pregunté ansioso.
–No fue a buscarla, Derfel -dijo negando con la cabeza-. Se dirigió al norte, pero adónde o por qué, sólo él lo sabe.
–¿Y Nimue? – pregunté aun temiendo recibir respuesta.
La cicatriz de la mano izquierda me palpitaba.
–Sigue en la isla, si es que todavía vive -dijo, y tras una pausa, añadió-: Lo lamento.
Miré hacia la sala atestada de gente. Acaso Merlín ignorase el paradero de Nimue. ¿O había preferido abandonarla entre los muertos? Por más cariño que sintiera hacia él, no podía dejar de pensar cuán cruel llegaba a ser, el más cruel sobre la tierra. Si había pasado por Ynys Wydryn, no podía dejar de saber que Nimue estaba presa, mas nada había hecho por ella, sino que la había abandonado a su merced entre los muertos. Se me llenó la cabeza de terrores que aullaban y gemían como los niños moribundos de Ynys Trebes. Por unos instantes no consegui articular palabra ni hacer movimiento alguno, luego miré a Bedwin.
–Galahad llevará a mis hombres al norte si yo no regreso -le dije.
–¡Derfel! – exclamó apretándome el brazo-. Nadie regresa de la isla de los Muertos íNadie!
–¿Acaso importa? – le pregunté.
Si toda Dumnonia estaba perdida, ¿qué importaba lo demás? Y Nimue no estaba muerta; lo sabía por los latidos de la cicatriz de mi mano. Y si a Merlín le era indiferente, a mí no; Nimue me importaba más que Gorfyddyd y Aelle juntos, o que el odioso Lanzarote y su ambición de unirse a los elegidos de Mitra. Amaba a Nimue aunque ella no me amara jamás, y la cicatriz era el sello del juramento que me convertía en su protector.
Estaba obligado a ir adonde no llegara Merlín. Debía ir a la isla de los Muertos.
La isla no distaba más de diez millas de Durnovaria, un tranquilo paseo matutino, pero en lo que a mí se refiere podría haber estado en la cara oculta de la luna.
Sabía que no era exactamente una isla, sino una península de piedra blanquecina y dura que se extendía al final de un largo y angosto terraplén. Los romanos habían abierto canteras en la isla, pero nosotros, en vez de seguir explotándolas, utilizamos la piedra de su edificios, de modo que las canteras se habían cerrado y la isla de los Muertos había quedado desierta. Se convirtió en prisión. Se levantaron tres muros para cerrar el paso por el terraplén y se apostaron guardas, y allí se enviaba a los hombres como castigo. Con el tiempo compartieron el destino con otros, hombres y mujeres que, habiendo perdido el juicio, no podían vivir en paz entre nosotros. Tratábase de locos violentos enviados al reino de la locura, donde no habitaba un solo cuerdo y donde sus almas, acosadas por los demonios, dejaban de ser una amenaza para los vivos. Los druidas afirmaban que la isla era el reino de Crom Dubh, el oscuro dios tullido, mientras que los cristianos creían que era el baluarte del demonio en la tierra, pero unos y otros convenían en que, hombres o mujeres, los que cruzaban los muros del terraplén eran almas perdidas. Estaban muertos aun si sus cuerpos vivían, y cuando éstos murieran, los demonios y los espíritus malignos quedarían atrapados en la isla y jamás volverían a acosar a los vivos. Las familias conducían a sus locos hasta el tercer muro y allí los abandonaban a los horrores desconocidos que acechaban al final del terraplén. Luego, de regreso a tierra firme, celebraban el funeral por el pariente perdido. No todos los locos eran enviados a la isla. Algunos habían sido tocados por los dioses y tenían consideración de seres sagrados; había familias que mantenían a sus locos encerrados, como Merlín había enjaulado al pobre Pelinor; pero si el loco había sido tocado por dioses malévolos, su alma poseída no tenía más destino que la isla.
La olas rompían violentamente contra los acantilados de la isla. En el extremo que se adentraba en el mar, incluso en los días de más calma se formaban grandes torbellinos y las aguas se agitaban violentas a la entrada de la gruta de Cruachan, la que conducía al otro mundo. El mar estallaba en un torrente de espuma que alcanzaba la parte superior de la cueva y las olas rompían interminablemente contra la espantosa boca oculta. Ningún pescador osaba acercarse a tamaña vorágine, pues cualquier barca que quedara atrapada en tan demoledora fuerza se perdía para siempre, hundíase sin remedio y la tripulación era arrastrada al fondo y convertida en sombras en el otro mundo.
Brillaba el sol el día en que me encaminé hacia la isla. Llevaba conmigo a Hywelbane, pero ninguna otra impedimenta, pues no existía escudo ni armadura de factura humana capaz de protegerme de los espíritus y las sierpes de la isla. Cargué con algunas vituallas, un pellejo de agua fresca y una bolsa de tortas de avena; como talismanes contra los demonios de la isla, me
prendí el broche de Ceinwyn y un ramillete de ajos en la capa verde.
Llegué a la casa en que se celebraban los festejos fúnebres. A partir de allí el camino estaba ribeteado de cráneos, humanos y de animales, para advertir a los incautos de la proximidad del reino de las almas muertas. Ahora tenía el mar a la siniestra, y a la diestra un pantano oscuro y salobre en el que no cantaba pájaro alguno. Más allá de la marisma se veía una gran playa de guijarros que se separaba de la costa describiendo una curva hasta el terraplén que unía la isla al continente. Acceder a la isla por la playa de guijarros significaba dar un rodeo de varias millas, por lo que generalmente se tomaba el camino festoneado de calaveras hasta un destartalado muelle de madera, desde donde una barcaza cruzaba hasta la playa. Junto al muelle se amontonaban las casas de zarzo de los guardas. Otros guardas vigilaban la playa de guijarros.
Los guardas del muelle eran viejos o veteranos heridos que vivían con sus familias en las chozas. Vieron que me acercaba y al llegar a su altura me cerraron el camino con lanzas herrumbrosas.
–Soy lord Derfel -dije- y os ruego que me franqueéis el paso.
El comandante de los guardas, un hombre rechoncho con una vieja coraza de hierro y un casco mohoso de piel, se inclinó ante mi.
–No está en mi mano impediros el paso, lord Derfel -dijo-, pero sí el regreso.
Sus hombres, admirados de que alguien visitara la isla por propia voluntad, me miraban boquiabiertos.
–En tal caso, pasaré -dije, y los lanceros se hicieron a un lado a la voz del comandante, que les ordenó preparar la barcaza-. ¿Son muchos los que piden pasar por aquí? – pregunté al comandante.
–Algunos -repuso-. Los hay que están hastiados de vivir, y también hay quien cree que podrá gobernar una isla habitada por locos. Pocos han sobrevivido lo bastante para rogarme que les permitiera volver.
–¿Se lo permitisteis? – inquirí.
–No -respondió con brusquedad. Vio que de una de las cho- zas ya traían los remos y me miró con el ceño fruncido-. ¿Estáis convencido, lord? – preguntó.
–Lo estoy.
El hombre sentía curiosidad, pero no osó indagar en mis asuntos. Ayudóme a descender los resbaladizos escalones del muelle y tendió la mano para que yo subiera a la barcaza ennegrecida por la pez.
–Los remeros os conducirán hasta la primera puerta -me dijo, y señaló un punto del terraplén, al otro extremo del estrecho canal-. Más adelante encontraréis un segundo muro, y luego un tercero, al final del terraplén. No hay puertas que cierren el paso en esos muros; no tenéis más que atravesarlos. No es probable que encontréis almas muertas entre un muro y otro, pero una vez franqueados, sólo los dioses saben con qué os enfrentaréis. ¿Queréis ir, en verdad?
–¿Nunca habéis sentido curiosidad? – le interrogué.
–Se nos permite llevar comida y acompañar a las almas muertas hasta el tercer muro, y no siento deseos de ir más lejos -dijo lúgubremente-. Acudiré al puente de espadas que lleva al otro mundo cuando llegue el momento, lord. La cueva de Cruachan se abre al otro lado de la isla -añadió apuntando con la barbilla hacia el terraplén-, y sólo los locos o los hombres desesperados buscan la muerte antes de que llegue su hora.
–Tengo buenas razones -dije-; volveremos a vernos en este mundo de los vivos.
–No si cruzáis el estrecho, señor.
Observé la ladera blanca y verde que se perfilaba por encima de los muros del terraplén.
–Una vez estuve en un pozo de la muerte -hice saber al comandante- y salí con vida, como también saldré de aquí. – Busqué una moneda en la bolsa y se la di-. Discutiremos el regreso en su momento.
–Sois hombre muerto, señor -me advirtió por vez postrera-, desde el momento en que crucéis el canal.
–La muerte no sabe cómo tomarme -dije con necia jactancia y ordené a los remeros que me llevaran al otro lado del sinuoso canal.
Bastaron unos pocos golpes de remo para que la barcaza se detuviera en un ribazo fangoso. Trepamos hasta el arco de piedra del primer muro, cuya barra levantaron los dos remeros; empujaron luego las puertas y se echaron a un lado para dejarme paso. Un dintel negro marcaba el umbral que separaba ambos mundos. Una vez traspasada esa porción de madera renegrida, seria dado por muerto. El miedo me hizo dudar un momento, pero al punto crucé el umbral.
Las puertas se cerraron tras de mi con un crujido. Me estremecí.
Examiné la cara interna del muro principal. Medía diez pies de alto, era una barrera de piedra lisa erigida con la maestría de cualquier obra romana, hasta el punto de que no se percibía resquicio alguno en la blanca superficie. Un macabro parapeto de calaveras en la parte superior impedía que las almas muertas regresaran al mundo de los vivos.
Oré a los dioses, una plegaria a Bel, mi protector personal, y otra a Manawydan, el dios del mar que había salvado a Nimue en el pasado; luego avancé por el terraplén hasta el segundo muro que cerraba el camino; no era tal muro, sino un tosco amontonamiento de piedras redondeadas por el mar, aunque también estaba rematado por una hilera de cráneos humanos. Bajé los peldaños que descendían por la otra cara del muro. A mi derecha, hacia el oeste, grandes olas estallaban contra los guijarros, mientras que a mi izquierda las aguas poco profundas de la bahía brillaban en calma a la luz del sol. En la bahía faenaban algunas barcas de pesca, pero todas se mantenían a prudente distancia de la isla. Un poco más adelante estaba el tercer muro. No vi allí hombre ni mujer que esperara. Planeaban las gaviotas sobre mi cabeza y llevábase el viento del oeste sus gritos desgarrados. A los lados del terraplén, se veían las huellas de la pleamar señaladas por negras algas marinas.
Sentí terror. Desde que Arturo regresara a Britania me había enfrentado a innumerables muros de escudos y a incontables hombres en la batalla, mas no recordaba enfrentamiento, ni siquiera el infierno de Benoic, en el que hubiera sentido el frío que en ese momento me helaba el corazón. Me detuve y volví la mirada hacia las suaves lomas verdecidas de Dumnonia y hacia la aldea de pescadores de la bahía oriental; ¡Regresa! ¡Regresa!, me dije. Nimue permanecía allí desde hacia un año y dudaba de que alma alguna lograra sobrevivir tanto tiempo en la isla de los Muertos, a menos que reuniera fiereza y poder. Aun sí la encontraba, estaría loca y no podría abandonar el lugar. Ese era su reino, el dominio de la muerte. ¡Vuelve! ¡Vuelve!, me repetí; sentí entonces las palpitaciones de la cicatriz de la mano y me dije que Nimue aún vivía.
Repentinamente me sobresalté al oír un aullido entrecortado. Di media vuelta y vi a una harapienta figura negra brincando en la cima del tercer muro, pero desapareció por el otro lado; supliqué a los dioses que me concedieran valor. Nimue siempre había sabido que le serían infligidas las tres heridas, y la cicatriz de mi mano era la garantía de la ayuda que había de prestarle para sobreponerse a tan duras pruebas. Seguí avanzando.
Trepé por el tercer muro, que no era sino otro montón de redondeadas piedras grises, y vi al otro lado unos toscos peldaños que bajaban hacia la isla; al pie de la escalera había unas cestas vacías; sin duda serían el suministro de agua y carne en salazón que los vivos ofrecían a sus parientes muertos. La figura harapienta desapareció sumiéndome en la soledad de un escarpado
cerro, entre la maraña de zarzas que bordeaba el camino de piedra; el sendero conducía al flanco occidental de la isla, donde se columbraba un grupo de edificaciones en ruinas al pie del enorme cerro. La isla era un vasto espacio. Había dos horas de camino desde el tercer muro hasta donde el mar azotaba el extremo sur, y dos más de oriente a poniente, trepando por la cresta de la gran roca.
Avancé por el camino. El viento agitaba la vegetación marina que crecía más allá de las zarzas. A mi paso graznó una gaviota, alzó el vuelo con las blancas alas desplegadas y se perdió en la claridad del cielo. El camino describía una curva en dirección a la antigua ciudad. Había sido una guarnición romana, nada comparable a Glevum o Durnovaría, sino un puñado de sórdidos edificios bajos construidos en piedra para cobijar a los esclavos de las canteras. Las techumbres eran toscos entramados de algas y maderos depositados en las orillas por las mareas; un refugio miserable hasta para los muertos. El miedo a lo que pudiera esperarme en la ciudad me hizo titubear, pero entonces oí una voz de alarma y, desde la maleza que cubría la loma, a mi izquierda, arrojaron una piedra que rebotó en el camino. La voz hizo precipitarse fuera de las chozas a un enjambre de criaturas desharrapadas, ansiosas por ver quién se acercaba a su colonia. Era una multitud de hombres y mujeres, desnudos algunos, pero cubiertos de harapos los más, aunque destacaba un grupo que lucía sus raídas ropas con aíres de grandeza; los más ufanos, tocados con coronas de algas, se adelantaron hacia mí como si de los más altos monarcas en la tierra se tratara. Vi algunos con lanzas, pero casi todos se proveyeron de piedras. También había niños, criaturas enclenques, asilvestradas y peligrosas. Entre los adultos, unos temblaban de forma incontrolable otros se movían convulsos y todos me miraban con ojos brillantes y hambrientos.
–¡Una espada! – exclamó un hombre gigantesco-. ¡La espada para mí! ¡Una espada!
Avanzó pesadamente seguido de sus compañeros. Una mujer me arrojó una piedra y, súbitamente todos empezaron a gritar jubilosos, pues había llegado un nuevo espíritu al que saquear.
Desenvainé a Hywelbane, pero ni hombres, ni mujeres ni niños parecieron amedrentarse ante su larga hoja. Entonces huí. No podía haber deshonor para un guerrero en huir de los muertos. Eché a correr por donde había venido y al punto una lluvia de piedras me cayó a los talones y un perro saltó y empezó a morderme el borde de la capa. Me deshice de la bestia con la espada y seguí hasta el recodo del camino, viré a la derecha, me abrí paso entre zarzas y maleza y corrí hacia la ladera del cerro. Un ser se plantó ante mi sobre dos patas; una criatura desnuda con rostro de hombre y cuerpo de bestia cubierto de pelo y mugre. Uno de sus ojos no era sino una herida purulenta, y la boca, un amasijo de encías pútridas; arremetió contra mi con manos que se me antojaron garras, de largas uñas en forma de gancho. Hywelbane dio un tajo limpio; aullé de terror, convencido de que me enfrentaba a uno de los demonios de la isla; pero conservaba el instinto tan afilado como la espada, que cercenó el velludo brazo de la bestia y le atravesó el cráneo. Salté por encima de su cuerpo y huí peñas arriba a sabiendas de que una horda de espíritus hambrientos se arrastraba en pos de mi vida. Alcanzóme una piedra en la espalda y otra golpeó una roca cercana, pero seguí subiendo aprisa, ayudándome de manos y pies, por los pilares y plataformas de las canteras, hasta que finalmente di con un sendero sinuoso que, como en Ynys Trebes, recorría el flanco escarpado del cerro.
Una vez en el sendero me di la vuelta para enfrentarme a mis perseguidores, que entonces se detuvieron temerosos de la espada que les desafiaba en el angosto paso, adonde sólo de uno en uno podían acceder. El gigante me miró lascivamente.
–Gentilhombre -dijo con voz zalamera, al tiempo que me mostraba un huevo de gaviota-. Bajad, gentilhombre. ¡Venid y comed!
Una vieja se levantó las faldas y zarandeó las caderas hacia mí.
–¡Ven a mi, amor mío! ¡Ven a mi, mi enamorado! ¡Te esperaba! – gritó, y a continuación se puso a orinar.
Un niño lanzó una carcajada y arrojó una piedra.
Allí los dejé. Algunos me siguieron sendero adelante, pero al cabo se aburrieron y emprendieron el regreso a su tétrico poblado.
El sendero discurría entre el mar y el cielo. A cada tanto se interrumpía en una cantera abandonada de paredes heridas por las herramientas romanas, pero tras cada cantera el sendero seguía su trazado entre matorrales de tomillo y sotos de espinos. No vi a nadie hasta que de pronto una voz procedente de una de las canteras me detuvo.
–No parecéis loco -dijo la voz titubeante.
Me volví espada en mano y vi que un hombre distinguido, ataviado con una capa oscura, me observaba adustamente desde la entrada de una cueva.
–No necesitáis las armas -dijo levantando una mano-. Mi nombre es Malldynn. Os doy la bienvenida, extranjero, sí es que venís en son de paz; de lo contrario os ruego que paséis de
largo.
–Vengo en son de paz -repuse, y limpié la sangre que manchaba la hoja de Hywelbane antes de envainarla.
–¿Sois recién llegado a la isla? – me preguntó al tiempo que se acercaba con cautela.
Tenía el rostro amable, surcado de profundas arrugas y con expresión triste; sus gestos me recordaron al obispo Bedwin.
–Aún no hace una hora que he llegado -repuse.
–Sin duda os acosaría la plebe de la entrada. Os pido disculpas, aunque bien saben los dioses que no soy responsable de esos necrófagos. Se apoderan del pan todas las semanas y a los demás nos lo hacen pagar con creces. ¿No encontráis fascinante que incluso en este antro de almas perdidas existan jerarquías? Aquí tenemos jefes, hay fuertes y débiles. Hay hombres que sueñan con construir paraísos en esta tierra, paraísos cuyo primer requisito ha de ser sacudirse las cadenas de la ley, o así lo he entendido yo; pero mucho me temo, amigo mio, que más se asemejaría esta isla a un lugar sin ley que a cualquier paraíso. No tengo el placer de conocer vuestro nombre.
–Derfel.
–¿Derfel? – preguntó frunciendo el ceño en un intento de recordar-. ¿Sois por ventura siervo de los druidas?
–Lo fui. Ahora soy guerrero.
–No, no lo sois -me corrigió-. Ahora estáis muerto. Habéis desembarcado en la isla de los Muertos. Hacedme la merced de entrar y tomar asiento. Aunque humilde, ésta es mi casa.
Con un gesto señaló la cueva, donde dos bloques de piedra a medio labrar hacían las veces de mesa y silla. Un pedazo de tela vieja, traída tal vez por el mar, ocultaba a medias un lecho de hierba seca amontonada en un rincón que hacia las veces de dormitorio. Insistió en que ocupara el bloque de piedra más pequeño, a modo de asiento.
–Os ofrezco agua de lluvia para beber -dijo- y pan seco de hace cinco días para comer.
Puse una torta de avena en la mesa. Ciertamente que Malldynn estaba hambriento, pero resistió el impulso de abalanzarse sobre la torta. Sacó un pequeño cuchillo cuya hoja había sido afilada tantas veces que tenía el filo ondulado, y con dicho utensilio partió la torta de avena en dos mitades.
–So riesgo de que me tildéis de desagradecido, os confieso que la avena jamás ha sido de mi agrado. Prefiero la carne, carne fresca, mas os lo agradezco de igual modo, Derfel. – Se había acuclillado a la mesa frente a mi, pero una vez terminada la torta y tras limpiarse delicadamente las migas de los labios, se levantó y se apoyó contra la pared de la cueva-. Mi madre hacia tortas de avena, aunque no tan finas como ésta. Sospecho que la avena estaría mal descascarillada. La vuestra me ha parecido deliciosa, por lo que me veo obligado a revisar mi opinión sobre la avena. Nuevamente os doy las gracias -concluyó, con una inclinación.
–Tampoco vos parecéis un demente -dije.
Sonrió. Era un hombre de mediana edad, rostro distinguido, mirada inteligente y barba blanca, que a todas luces procuraba mantener bien recortada. La cueva había sido barrida con una escoba de ramas que vi contra la pared.
–No sólo los locos son enviados aquí, Derfel -dijo en tono reprobatorio-. También llegan cuerdos enviados por quienes desean y pueden infligirles castigo, y, ¡ay!, yo ofendí a Uter. – Calló, apesadumbrado-. Yo fui consejero de su majestad, incluso hombre influyente, pero cuando manifesté a Uter que su hijo Mordred era un insensato, sentencié mi destino. Aunque no erré, pues Mordred era un insensato, lo supe desde sus diez años.
–¿Tanto tiempo lleváis aquí? – pregunté estupefacto.
–¡Ay de mi! Así es.
–¿Cómo habéis logrado sobrevivir?
–Los necrófagos que guardan la entrada -dijo tras encogerse de hombros- creen que tengo poderes mágicos. Les amenacé con devolverles el juicio si me molestaban, y desde entonces se
cuidan mucho de importunarme. Prefieren estar locos, creedme. Cualquiera en su sano juicio rogaría a los dioses que le privaran de él en esta isla. Y vos, amigo Derfel, ¿puedo preguntaros qué os trae a este lugar?
–Vengo en busca de una mujer.
–¡Ah! Abundan las mujeres, y casi todas han perdido el pudor. Tengo entendido que la abundancia de tales hembras es otro de los requisitos del paraíso terrenal, pero aquí la realidad es muy otra. Es verdad que son desenvueltas, mas también mugrientas y de charla tediosa, y el placer que procuran es tan efímero como deshonroso. Si es eso lo que buscáis, Derf el, aquí lo encontraréis sobradamente.
–Busco a una mujer llamada Nimue -dije.
–Nimue -repitió, y frunció el ceño tratando de recordar-. ¡Nimue! Sí, claro, ahora me acuerdo. Una muchacha tuerta de pelo negro. Se unió al pueblo marino.
–¿Se ahogó? – pregunté horrorizado.
–No, no -puntualizó sacudiendo la cabeza-. Es que en la isla existen diversas comunidades. Ya habéis conocido a los necrófagos de la entrada. Los habitantes de las canteras somos los ermitaños, un grupo reducido que prefiere la soledad y ha elegido las cuevas de esta parte de la isla. Al otro lado moran las bestias, cuyo nombre os dará una idea de lo que son. Y en el extremo sur vive el pueblo marino. Pescan con sedales de cabello humano y anzuelos de espinas y son, en mi opinión, la tribu más civilizada de la isla, aunque ninguna se distingue por su hospitalidad. Todas están enfrentadas, naturalmente. Como podéis ver, nada nos falta de lo que ofrece el mundo de los vivos, excepto, quizá, la religión, aunque uno o dos habitantes dicen ser dioses; ¿quién podría negárselo?
–¿Alguna vez intentasteis huir?
–Si -contestó con tristeza-. En una ocasión, tiempo ha, probé a cruzar la bahía a nado, pero estamos sometidos a vigilancia y un golpe en la cabeza con la contera de una lanza es un efectivo recordatorio de que no se nos permite abandonar la isla. Regresé mucho antes de ponerme a su alcance. Casi todos los que intentan ese camino mueren ahogados. Hay quien elige el terraplén; tal vez alguno haya regresado al mundo de los vivos, pero sólo después de librarse de los necrófagos de la entrada. Y después de superar tamaña ordalia, aún ha de zafarse de los guardias que vigilan la playa. Las calaveras que visteis en los muros del terraplén son de hombres y mujeres que en su día intentaron escapar. Pobres diablos. – Enmudeció un momento; pensé que iban a saltársele las lágrimas-. Pero ¿en qué estoy pensando? – dijo separándose bruscamente de la pared-. ¿Acaso he perdido los buenos modales? Debéis de estar sediento. ¡Mirad! ¡He aquí mi cisterna! – Señaló con orgullo un barril de madera situado a la entrada de tal guisa que recogía el agua que bajaba por los lados de la cantera en los días de tormenta. Con
un cucharón llenó dos tazas de madera-. El barril y el cucharón proceden de una barca de pesca que naufragó hace… ¡dejadme pensar! Dos años. ¡Pobres desgraciados! Eran tres hombres y dos niños. Uno de los hombres intentó escapar a nado y se ahogó. Los otros dos murieron bajo una lluvia de piedras y a los dos niños se los llevaron. ¡Imaginad el fin que hallarían! Mujeres hay en gran número, pero la carne tierna y limpia de un niño pescador es un raro bocado en la isla -dijo sacudiendo la cabeza al tiempo que dejaba la taza en la mesa-. Es un lugar terrible, amigo mío, y vos habéis cometido una imprudencia al venir. ¿O acaso os han enviado?
–Vine por mi voluntad.
–En tal caso os corresponde estar aquí, pues demostráis demencia completa. Contadme -dijo tras beberse el agua- las nuevas de Britania.
Le relaté los últimos acontecimientos. Había sabido de la muerte del rey Uter y del regreso de Arturo, pero poco más. Frunció el ceño cuando le dije que el rey Mordred estaba tullido y se alegró al saber que Bedwin aun vivía.
–Me agrada Bedwin -dijo-. Me agradaba, mejor dicho. Es preciso aprender a hablar como si estuviéramos muertos. Debe de ser muy viejo.
–No tanto como Merlín.
–¿Merlín vive? – preguntó sorprendido.
–Así es.
–¡Por los dioses! ¡Merlín vive! – exclamó complacido-. En una ocasión le di una piedra de águila y su agradecimiento no tuvo limites. Tengo otra en algún sitio. Pero ¿dónde debe de estar? – Rebuscó entre un pequeño montón de piedras y trozos de madera amontonados a la entrada de la cueva-. Quizás esté allí -dijo señalando hacia la cortina del fondo-. ¿La veis vos?
Di media vuelta para buscar la preciada piedra sonora, y no bien volví la vista a otro lado, Malldynn me saltó encima con la intención de clavarme el filo mellado de su pequeño cuchillo en la garganta.
–¡Os comeré! – gritó triunfante-. íOs comeré!
Pero con la siniestra conseguí asirle la mano con que esgrimía el cuchillo y me aparté la hoja de la tráquea. Me tiró al suelo e intentó morderme la oreja. Babeaba, se le hacía la boca agua ante la perspectiva de comer carne humana limpia y fresca. Le asesté dos golpes seguidos, conseguí girar y levantar la rodilla y volví a golpearle, pero el miserable tenía una fuerza notable y el alboroto de la pelea atrajo a otros hombres, que acudieron presurosos desde las cuevas. Sólo faltaban unos momentos para que los recién llegados me redujeran entre todos, de modo que, con un último esfuerzo desesperado, golpeé la cabeza de Malldynn con la mía y por fin me desembaracé de él. Lo aparté de una patada y retrocedí como pude en el momento en que sus amigos se precipitaban en la cueva, justo a tiempo para situarme a la entrada del dormitorio, donde disponía de espacio suficiente para desenvainar la espada. Los ermitaños retrocedieron a la vista de la brillante hoja de Hywelbane. Malldynn yacía en un lado de la cueva y sangraba por la boca.
–¿Ni siquiera un pedacito de hígado fresco? – me suplicó-. Tan sólo un bocado, os lo ruego.
Allí lo dejé. Los demás ermitaños tiraron de mi capa al salir de la cantera, pero ninguno intentó detenerme.
–¡Os veréis obligado a volver -me gritó uno de ellos riendo, cuando ya me marchaba- y para entonces estaremos más hambrientos si cabe!
–Comeos a Malldynn -contesté implacable.
Trepé hasta la cresta, donde la aulaga asomaba entre las rocas. Desde la cumbre vi que el farallón rocoso no llegaba al extremo meridional de la isla sino que caía abruptamente sobre una planicie alargada y parcelada por un laberinto de antiguos muretes de piedra, prueba de que en otros tiempos hombres y mujeres comunes habían habitado la isla y cultivado la meseta pedregosa que descendía suavemente hasta el mar. Aún se distinguían algunos grupos de casas en la meseta, que tomé por los hogares del pueblo marino. Un corrillo de aquellas almas muertas me observaba desde el puñado de chozas circulares que había al pie del cerro, y su presencia me convenció para que me quedara donde estaba hasta el amanecer. En las primeras horas de la mañana la vida se despierta lentamente; ésa es la razón de que los guerreros ataquen con las primeras luces del alba; buscaría a mi Nimue perdida cuando los dementes habitantes de la isla todavía estuvieran torpes y entumecidos por el sueño.
Fue una noche larga, una mala noche. Las estrellas pendían sobre mí, resplandecientes moradas desde donde los espíritus contemplan a los débiles mortales. Rogué a Bel que me otorgara fuerzas y dormí a ratos, aunque el menor crujido entre la maleza o la caída de una piedra me despertaban sobresaltado. Me refugié en una brecha de la roca que dificultaría cualquier intento de ataque, por lo que confiaba en poder defenderme; pero sólo Bel sabía cómo saldría de la isla o si conseguiría encontrar a Nimue.
Abandoné el nicho de la roca antes del alba. La niebla ocultaba el mar, que se extendía más allá del sombrío torbellino de agua que señalaba la entrada de la cueva de Cruachan; a la tenue luz grisácea la isla parecía fría y monótona. No encontré a nadie durante el descenso y llegué al primer grupo de chozas antes del amanecer. El día anterior me había mostrado harto condescendiente con los habitantes de la isla, pero desde ese momento decidí tratar a los muertos como la carroña que eran.
Las chozas eran toscas construcciones de cañas y barro con techumbre de ramas y hierba. Abrí de una patada una desvencijada puerta de madera, entré, agarré al primer durmiente con que topé y lo arrojé fuera de la choza de un empellón; di una patada a otro de los bultos y abrí un agujero en el techo con la punta de Hywelbane. Una maraña de seres que en algún tiempo debieron de ser humanos se escabulló en desorden. Di un puntapié a un hombre en la cabeza, golpeé a otro con la hoja de Hiwelbane plana y arrastré a un tercero a la enfermiza luz exterior. Lo tiré al suelo, le puse el pie en el pecho y le coloqué la punta de Hyzvelbane en la garganta.
–Busco a una mujer llamada Nimue -anuncie.
Tartamudeaba en una jerigonza incomprensible. O no sabía hablar o hablaba un lenguaje de su invención, así que lo solté y corrí tras una mujer que renqueaba en dirección a los matorrales. Aulló cuando le di alcance y volvió a gritar cuando le toqué la garganta con el acero.
–¿Conoces a una mujer llamada Nimue?
El terror no la dejaba hablar, pero se levantó las mugrientas faldas y me obsequió con una desdentada sonrisa lasciva; le golpeé el rostro con la hoja de la espada plana.
–¡Nimue! – grité-. Una muchacha con un solo ojo llamada Nimue. ¿La conoces?
La mujer no lograba articular palabra, pero señaló al sur moviendo la mano hacia la costa en un esfuerzo desesperado por apaciguarme. Retiré la espada y le tapé los muslos con las faldas. La mujer se arrastró hasta un macizo de espinos. Tomé el sendero del sur, hacia el mar tumultuoso, mientras los demás me miraban con temor desde la entrada de sus chozas.
Pasé por otros dos minúsculos poblados pero nadie intentó detenerme. Ahora formaba parte de la pesadilla viviente de la isla de los Muertos; una criatura del alba que blandía su acero desnudo. Atravesé campos de hierba tierna salpicados de trébol, algodoncillos y pequeñas espigas de orquídeas color carmín, y me dije que debería haber sabido que Nimue, una criatura de Manawydan, escogería su refugio tan cerca del mar como pudiera.
En la costa sur de la isla un amasijo de rocas se recortaba al borde de un acantilado de poca altura, contra el que rompían grandes olas de espuma que gorgoteaban inundando los barrancos y se deshacían en miles de gotas de agua. Semejaba una caldera que borboteara y escupiera enloquecida. Era una mañana de verano, pero el mar tenía un color plomizo, el viento era helado y las gaviotas graznaban lastimeras.
Descendí hacia el proceloso mar saltando de roca en roca. El viento me levantó la capa desgarrada al dar la vuelta a una columna de piedra blanquecina, tras la que descubrí una cueva a sólo unos pies de la oscura línea de musgo marino que señalaba el límite de las mareas más altas. Un banco de arrecifes en el que se amontonaban huesos de aves y de otros animales conducía hasta la cueva. Sin duda aquello era obra humana, pues los montones se elevaban a distancias regulares, apuntalados sobre un delicado entramado de huesos largos y rematados por un cráneo. Me detuve paralizado de miedo, que me encrespaba las entrañas como el encresparse del mar al contemplar aquel refugio tan cercano al abismo como no había otro en aquella isla de almas torturadas.
–¡Nimue! – llamé a voces tan pronto como reuní valor suficiente para acercarme al banco de arrecifes-. ¡Nimue! – Subí a la estrecha cornisa y avancé lentamente entre los montones de huesos. Me atemorizaba lo que pudiera encontrar en la cueva-. ¡Nimue!
Una ola rompió contra un saliente de la roca y lanzó sus garras blancas hacia el arrecife, cerca de mis pies. El agua regreso al mar en negros regueros antes de que la siguiente embistiera atronadora contra el cabo y saltara sobre las brillantes rocas. La cueva estaba oscura y silenciosa.
–¡Nimue! – insistí con voz temblorosa.
La boca de esta cueva estaba guardada por dos cráneos humanos encajados en sendos nichos de forma que desde ambos lados de la entrada sonreían con dientes partidos al quejumbroso viento.
–¡Nimue!
No hubo más respuesta que el ulular del viento, los lamentos de las aves y el batir y gorgotear del mar amenazador.
Entré en la cueva. Hacia frío y la luz era débil, las paredes estaban húmedas y el suelo de guijarros se elevaba en un inesperado escalón que me obligó a agachar la cabeza bajo el imponente techo. La cueva se estrechaba y describía una curva cerrada a la izquierda. Una tercera calavera amarillenta guardaba el recodo, y allí me detuve a la espera de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Pasé junto al tétrico guardián y vi que la cueva se estrechaba progresivamente y terminaba en un rincón oscuro y sin salida. Y allí, en el confín más negro de
la cueva, yacía ella, mi Nimue.
Al verla pensé que estaba muerta, pues la encontré desnuda, con la oscura cabellera sucia y enmarañada sobre el rostro, las delgadas piernas recogidas sobre el pecho y los pálidos brazos en torno a las espinillas. A veces, en las colinas verdes nos internábamos en los túmulos a pesar de los espectros y cavábamos en las tumbas cubiertas de hierba buscando el oro del pueblo antiguo, y encontrábamos huesos dispuestos en esa misma posición encogida, pues así se defendían de los espíritus por toda la eternidad.
–¡Nimue! – Hube de recorrer a gatas los últimos pasos hasta llegar a su lado-. ¡Nimue! – insistí con un nudo en la garganta, pues estaba seguro de que la hallaría muerta; pero entonces vi el suave movimiento de las costillas. Respiraba, aunque por lo demás estaba tan quieta que parecía cadáver. Dejé a Hywelbane en el suelo y tendí una mano hacia su hombro blanco-. ¡Nimue!
Se abalanzó sobre mí siseando y enseñando los dientes, con la cuenca del ojo vacío de un rojo lívido y el ojo sano totalmente en blanco. Intentó morderme, me clavó las uñas, salmodió una maldición con voz quejumbrosa y me la escupió, tras lo cual se me tiró a los ojos con sus largas uñas.
–¡Nimue! – grité. Escupía, babeaba, se revolvía y me atacaba a dentelladas, clavándome en la cara los sucios dientes-. ¡Nimue!
Pronunció otra maldición a gritos y me agarró la garganta con la mano derecha. Tenía la fuerza extraordinaria de los dementes y lanzó un grito de victoria al tiempo que me cerraba la tráquea. De pronto supe lo que debía hacer. Le cogí la mano izquierda olvidándome del dolor de la garganta y puse mi palma sobre la suya para que las cicatrices se tocaran. La puse y allí la dejé sin volver a moverme.
Lenta, muy lentamente, la mano que me ahogaba fue cediendo. Lenta, muy lentamente, el ojo sano volvió a su posición y vi resplandecer de nuevo el espíritu de mi amada; al verme, estalló en llanto.
–Nimue -dije.
Me echó los brazos al cuello y se pegó a mi. Sollozaba entre espasmos que sacudían sus delgadas costillas; yo la abrazaba, la acariciaba y la llamaba por su nombre.
El llanto fue apaciguándose hasta que por fin cesó. Se quedó mucho rato abrazada a mi; después noté que movía la cabeza.
–¿Dónde está Merlín? – preguntó con voz de niña.
–Aquí, en Britania -dije.
–Entonces debemos irnos -dijo separándose de mí; se acuclilló para mirarme a los ojos-. Soñé que venias.
–Te amo -dije sin pensarlo, aunque era verdad.
–Por eso has venido -dijo, como si fuera lo más natural.
–¿Tienes algo con que cubrirte? – inquirí.
–Tengo tu capa -dijo- y no necesito más, excepto que me des la mano.
Salí gateando, envainé Hywelbane y envolví a Nimue, blanca y temblorosa, en mi capa verde. Pasó un brazo por un desgarrón del raído paño y así, de la mano, avanzamos entre los montones de huesos y trepamos por el cerro hasta donde el pueblo marino se había reunido a mirarnos. Cuando alcanzamos la planicie se apartaron y nadie nos siguió en nuestro camino hacia el lado oriental de la isla. Nimue callaba. Todo rastro de locura se desvaneció en el momento mismo en que unimos las manos, pero Nimue se hallaba extremadamente débil. La ayudé en los pasos más escarpados; sin contratiempos pasamos ante las cuevas de los ermitaños. Quizás estuvieran
todos dormidos, o tal vez la isla permanecía bajo un hechizo de los dioses mientras la atravesamos hacia el norte, alejándonos de las almas muertas.
Salió el sol y vi que Nimue tenía un verdadero criadero de piojos en el pelo, enmarañado y sucio, y la piel cubierta de mugre; además había perdido el ojo de oro. Tan débil estaba que cuando empezamos a descender por el cerro hacia el terraplén apenas podía andar ya. Al tomarla en brazos, noté que pesaba menos que un niño de diez años.
–Estás débil -le dije.
–Nací débil, Derfel -repuso-, y me he pasado la vida fingiendo lo contrario.
–Necesitas descansar.
–Lo sé -musitó, y reclinó la cabeza en mi pecho, profundamente agradecida, por una vez en su vida, de que alguien la cuidara.
La llevé en brazos hasta el terraplén y salvamos el primer muro. El mar se agitaba a nuestra izquierda y a la derecha la bahía brillaba bajo los rayos del sol naciente. No podía imaginar cómo conseguiríamos pasar por entre los guardianes, pero sabia que abandonaríamos la isla, pues tal era el destino de Nimue, y yo era el instrumento necesario para que se cumpliera, así que seguí caminando confiado en que los dioses resolverían el problema cuando llegáramos a la barrera postrera.
Seguí hasta el segundo muro, con su hilera de cráneos, y continué caminando hacia las verdes colinas de Dumnonia. Divisé a un lancero, cuya silueta resaltaba sobre la piedra lisa del último muro, y supuse que algunos guardias habían cruzado el canal al verme abandonar la isla. Otro grupo había tomado posiciones en la playa de guijarros para impedirme el paso a tierra firme. Me dije que si me veía obligado a matar, mataría. Era voluntad de los dioses, no mía, y Hywelbane infligiría heridas con la destreza y la fuerza de un dios.
Mas al llegar al tercer muro con mi ligera carga, las puertas de la vida y la muerte se abrieron para recibirme. En lugar de encontrarme al comandante de los guardas dispuesto a hacerme retroceder con su lanza herrumbrosa, tal como esperaba, bajo el negro dintel me aguardaban Galahad y Cavan con escudos de guerra en el brazo y las espadas desenvainadas.
–Os hemos seguido -dijo Galahad.
–Bedwin nos envió -añadió Cavan.
Cubrí el pelo a Nimue con la capucha de manera que mis amigos no percibieran tanta degradación y ella se abrazó a mí como queriendo esconderse.
Galahad y Cavan habían traído a mis hombres, que se aprestaron a impulsar la barcaza con los remos y que en ese momento retenían a los guardianes de la isla a punta de lanza en la orilla opuesta del canal.
–Habríamos salido en vuestra busca en el día de hoy -dijo Galahad santiguándose inmediatamente con la mirada fija en el terraplén.
Luego me miró inquisitivamente, como sí temiera que la isla me hubiera cambiado.
–¡Cómo no adiviné que os encontraría aquí! – dije.
–Ciertamente -contestó, y había lágrimas en sus ojos, lágrimas de alegría.
Cruzamos el canal en la barcaza y llevé en brazos a Nimue por el camino de calaveras hasta la casa de festejos fúnebres, donde encontré a un hombre que cargaba de sal una carreta para llevarla a Dumnonia. Acosté a Nimue sobre la carga y seguí a pie la carreta que traqueteaba en dirección norte, hacia la ciudad. Había rescatado a Nimue de la isla de los Muertos y la devolvía a un país en guerra.