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Sin embargo, en honor a mí mas estimada y generosa protectora, Ygraine, permitaseme dejar constancia de lo poco que llegué a conocer. Arturo, a pesar de que Uter negara su paternidad en Glevum, era hijo del rey supremo, aunque tal reconocimiento reportara escasas ventajas, ya que Uter había sido padre de tantos hijos bastardos como crías pueda engendrar un gato. La madre de Arturo se llamaba Ygraine, igual que mi más estimada reina. Provenía de Caer Gei, en Gwynedd, y se decía que era hija de Cunedda, rey de Gwynedd y rey supremo antes que Uter, aunque Ygraine no ostentó el rango de princesa puesto que su madre no era esposa de Cunedda, sino de un cacique de Henis Wyren. Lo único que Arturo dijo jamás de Ygraine de Gwynned, que murió poco antes de que él alcanzara la madurez, fue que era la madre más maravillosa, inteligente y bella que un niño pudiera desear, aunque seg·n Cei, que la conocía bien, matizaba su belleza cierta mordacidad rencorosa. Cei es el hijo de Ector ap Ednywain, cacique de Caer Gei, que acogiera en su casa a Ygraine y a sus cuatro hijos bastardos cuando Uter los expulsó. La expulsión tuvo lugar el mismo año en que nació Arturo, e Ygraine jamás perdonó a su hijo. Decía con frecuencia que Arturo había sido un hijo sobrante, que tal vez habría mantenido su lugar como amante de Uter de no haber nacido Arturo.
Arturo fue el cuarto de los hijos de Ygraine que sobrevivió a la infancia. Los otros tres eran mujeres y Uter mostraba claramente su preferencia por las hembras, pues eran menos propensas a exigir derechos sobre el patrimonio al hacerse mayores. Cei y Arturo crecieron juntos y Cei dice, aunque nunca en presencia de Arturo, que tanto él como Arturo temían a Ygraine. Arturo, según me contó Cei, era un niño obediente y trabajador que se esforzaba por ser el mejor en todas las cosas, tanto en la lectura como en el manejo de la espada, pero ninguno de sus logros satisfizo jamás a su madre; siempre la idolatró y la defendió, y la lloró inconsolablemente cuando murió de unas fiebres. Contaba entonces trece años y Ector, su protector, apeló a Uter para ayudar a los cuatro huérfanos que Ygerne había dejado en mala situación económica. Uter los llevó a Caer Cadarn, tal vez con la idea de sacar partido de las tres hijas como peones en el juego de los matrimonios dinásticos. El matrimonio de Morgana con un príncipe de Kernow duró muy poco debido a un incendio, pero Morgause casó con el rey Lot de Leonís, y Ana con el rey Budic ap Camran, en la otra orilla del mar, en Britania Armórica. Estos dos últimos matrimonios no fueron importantes, pues ninguno de los dos reyes residía suficientemente cerca como para enviar refuerzos a Dumnonía en tiempos de guerra, pero ambos cumplían su propósito. Arturo, por ser chico, carecía de esta utilidad, de modo que fue a la corte de Uter y aprendió a manejar la espada y la lanza. También conoció a Merlín, aunque ambos guardaron silencio sobre lo sucedido entre ellos en los meses anteriores a la partida de Arturo a Britania Armórica, con su hermana Ana, agotadas sus esperanzas de ganarse el favor de Uter. Allá, en la tumultuosa Galia, se convirtió en soldado y Ana, muy consciente de que un hermano guerrero era un pariente de gran valor, procuró que sus hazañas llegaran a oídos de Uter, gracias a lo cual Uter lo llamó de nuevo a Britania para la campaña que terminó con la muerte de su hijo. El resto ya es sabido.
Ya he contado a Ygraine todo lo que sé sobre la infancia de Arturo, y sin duda alguna ella embellecerá la historia con las leyendas que ya circulan sobre Arturo entre el pueblo llano. Ygraine se lleva estas pieles una a una y las manda traducir a la lengua de Britania a Dafydd ap Gruffud, el administrador de justicia que habla la lengua sajona; no confío en que él o Ygraine respeten estas palabras escrupulosamente, antes bien temo que las hinchen con otras de su preferencia. A veces desearía atreverme a escribir la crónica de esta historia en lengua britana, pero el obispo Sansum, a quien Dios bendiga por sobre todos los santos, sigue recelando de lo que escribo. En algunas ocasiones ha tratado de impedir que completara la tarea, o bien ha ordenado a los diablillos de Satán que me la dificulten. Un día desaparecieron todas mis plumas, otro encontré orína en el tintero, pero entonces Ygraine vuelve a proporcionarme lo necesario y Sansum, a menos que aprenda a leer y consiga dominar la lengua sajona, no podrá confirmar sus sospechas de que esta labor no es, en realidad, el Evangelio en lengua sajona.
Ygraine me pide que escriba más y más deprisa, me ruega que cuente la verdad sobre Arturo pero se queja cuando la verdad no coincide con los cuentos de hadas que ha escuchado en la cocina de Caer o en su vestidor. Quiere bestias fantásticas que cambien de forma, pero no puedo inventar lo que no he visto. Cierto es, y que Dios me perdone, que he cambiado algunas cosas, pero ninguna importante. Por ejemplo, cuando Arturo nos salvó en la batalla a las puertas de Caer Cadarn, tuve noticia de que estaba en camino mucho antes de verlo aparecer, pues Owain y sus hombres sabían desde el principio que Arturo y sus caballeros, recién llegados de Britania Armórica, permanecían escondidos en los bosques al norte de Caer Cadarn, de la misma forma que sabían que la tropa guerrera de Gundleus se aproximaba. Gundleus cometió el error de incendiar el Tor, pues la columna de humo sirvió de aviso a todo el sur del país; de modo que los vigías de Owain habían estado observando a los hombres de Gundleus desde el mediodía. Owain, tras ayudar a Agrícola a vencer la invasión de Gorfyddyd, regresó con presteza al sur para recibir a Arturo, no por amistad, antes bien para estar presente en el momento de la llegada al país de un rival en lides de guerra, y fue una gran suerte para nosotros que Owain regresara tan pronto. No obstante, habría sido imposible que la batalla se desarrollara tal como la he contado. De no haber sabido Owain que Arturo se hallaba cerca, habría confiado al pequeño Mordred a su jinete más veloz para que lo pusiera a salvo, aunque todos los demás hubiéramos perecido bajo las lanzas de Gundleus. Habría podido dejar constancia de esa verdad, naturalmente, pero de los bardos aprendí a dar forma a las historias, de modo que los que escuchan se mantengan atentos hasta llegar a la parte que más les interesa; a fe mía que el relato mejora dejando la noticia de la llegada de Arturo para el último instante. No es sino un pecadillo venial, esto de perfilar una historia, aunque bien sabe Dios que Sansum no me lo perdonaría jamás.
Aún dura el invierno, aquí en Dinnewrac, y la crudeza del frío, pero el rey Brochvael ordenó a Sansum que encendiera las hogueras después de que el hermano Aron fuera hallado muerto por congelación en su celda. El santo varón se resistió, hasta que el rey envió leña desde su Caer, y así tenemos ahora las hogueras encendidas, aunque no muchas ni nunca generosas. Sea como fuere, una fogata pequeña también facilita la tarea de escribir y últimamente el bendito Sansum se muestra menos entrometido. Han llegado dos novicios a nuestra pequeña comunidad, niños aún de voces cristalinas, y Sansum se ha propuesto iniciarlos personalmente en los caminos de nuestro Excelso Salvador. Tal es el interés del santo por sus tiernas almas inmortales que incluso insiste en que los muchachos compartan la celda con él y parece ahora más feliz, en su compañía. Bendito sea Dios por ello, y por la gracia del fuego y por la fuerza para continuar con este relato de Arturo, el Rey Que No Fue, Enemigo de Dios y nuestro Señor de las Batallas.
No deseo cansaros con los detalles de la batalla a las puertas de Caer Cadarn. Fue una derrota aplastante, no una batalla, y sólo un puñado de silurios lograron escapar. Ligessac, el traidor, se
contó entre ellos, pero casi todos los hombres de Gundleus cayeron prisioneros. Murieron muchos enemigos, entre ellos los dos desnudos, que cayeron bajo la espada de Owain. Gundleus, Ladwys y Tanaburs fueron apresados vivos. Yo no maté a nadie, ni siquiera mellé el filo de la espada.
Tampoco recuerdo gran número de detalles, pues lo único que deseaba era contemplar a Arturo.
Montaba a Llamrei, su yegua, una gran bestia negra de enmarañadas cernejas y herraduras de hierro planas, fijadas a los cascos con tiras de cuero. Todos los hombres de Arturo cabalgaban en monturas semejantes, a las cuales hendían los ollares para ensanchárselos, facilitándoles así la respiración. Los corceles parecían aún más temibles gracias a unos extraordinarios protectores de cuero duro que les colgaban al pecho a modo de escudo contra las lanzas. Dichos protectores eran tan gruesos y engorrosos que los animales no podían bajar la cabeza para pastar, y al final de la batalla Arturo ordenó a un mozo que quitara el tal artefacto a Llamrei para que triscara por la hierba. Cada caballo necesitaba dos mozos de cuadras; uno se cuidaba del protector del caballo, de la manta y de la silla y el otro lo llevaba por la brida, mientras que un tercer criado se llevaba la lanza y el escudo del guerrero. La larga y pesada lanza de Arturo se llamaba Rhongomyniad y su escudo, de nombre Wynebgwrthucher, estaba hecho de tablas de sauce cubiertas por una placa de plata batida, tan abrillantada que deslumbraba. A la cadera llevaba el cuchillo llamado Carnwenhau y la famosa espada Excalibur, enfundada en su negra vaina con la cruz de hilos de oro.
Al principio no podía verle la cara porque llevaba un yelmo con tan grandes protectores de mejillas que se la tapaban casi por completo. El yelmo, con la ranura para los ojos y el oscuro agujero para la boca, era de hierro pulido con ondulantes filigranas de plata y un alto penacho de plumas blancas de ganso; parecía una calavera temible y daba al que lo llevaba un aspecto tétrico, cadavérico, como si fuera un muerto viviente. También su manto era blanco, como el penacho, y Arturo exigía que siempre estuviera limpio; le colgaba de los hombros para proteger del sol la larga cota mallada de su armadura. Yo nunca había visto cotas malladas hasta entonces, aunque Hywel me las había descrito, y al ver la de Arturo sentí un inmenso deseo de poseer una igual. Era una cota romana hecha de cientos de escamas metálicas no mayores que la huella de un dedo, cosidas en filas superpuestas a una cota de cuero que llegaba hasta la rodilla. Las escamas eran cuadradas en la parte superior, con dos orificios por donde pasar el hilo para coserlas, y puntiagudas en la parte inferior, y se superponían de tal guisa que una punta de lanza tropezaría siempre con dos capas de hierro antes de alcanzar el resistente cuero sobre el que iban cosidos. La rígida armadura tintineaba cada vez que Arturo se movía, y no era sólo el ruido del hierro lo que se oía, pues los herreros habían añadido una hilera de placas doradas alrededor del cuello y varias escamas de plata repartidas entre las de hierro, de modo que la cota entera destellaba como a ondas. Era necesario limpiarla a diario para evitar que el hierro se oxidara, tarea que requería varias horas y, después de cada batalla siempre se perdían unas cuantas escamas que había que reemplazar. Pocos eran los herreros capaces de confeccionar semejantes cotas, y pocos también los hombres con posibilidades de pagarse una, pero la de Arturo procedía de un cacique franco al que había matado en Armórica. Además del yelmo, el manto y la cota de escamas, calzaba botas de cuero y usaba guantes de piel y cinturón de cuero, del que pendía Excalibur, envainada en la funda con la cruz bordada en hilos de oro, que, según se decía, protegía a su dueño de todo mal.
Deslumbrado por su aparición, se me antojó un dios blanco y resplandeciente descendido a la tierra. No podía apartar de él la mirada.
Abrazó a Owain y oí reír a los dos hombres. Owain era alto, pero Arturo lo miraba a los ojos directamente, aunque no era tan robusto como el paladín, todo musculatura y corpulencia, sino delgado y fibroso. Owain palmeó a Arturo en la espalda y Arturo le devolvió el afectuoso saludo antes de encamínarse juntos, asidos por los hombros, hacia donde Ralla se encontraba con Mordred en brazos.
Arturo se postró de hinojos ante su rey y, con una delicadeza sorprendente en un hombre ataviado con una rígida armadura, levantó la enguantada mano y tomó la t·nica del niño por una
punta. Levantó los protectores de las mejillas del yelmo y besó la tela. Mordred reaccionó con llantos y manotazos.
Arturo se levantó y tendió los brazos a Morgana. Ella era mayor que su hermano, que por entonces tenía sólo veinticinco o veintiséis años, pero cuando se dispuso a abrazarla, ella comenzó a llorar tras la máscara de oro, que chocó ligeramente con el yelmo de Arturo al acercarse uno a otro. La abrazó estrechamente y le dio unas palmadas en la espalda.
–Querida Morgana -le oí decir-, querida y dulce Morgana.
Nunca había sospechado la soledad de Morgana hasta que la vi llorar en brazos de su hermano.
Se separó del estrecho abrazo suavemente y se llevó ambas manos a la cabeza para retirarse el yelmo plateado.
–Tengo un presente para ti -le dijo a Morgana-, a menos que Hygwydd lo haya robado. ¿Dónde estás, Hygwydd?
El criado llamado Hygwydd se adelantó presurosamente y recibió el yelmo del penacho blanco a cambio de un collar de colmillos de jabalí engarzados en oro y ensartados en una cadena de oro también, que Arturo colocó a su hermana en el cuello.
–Un bello ornamento para mi encantadora hermana -dijo. Y luego quiso saber quién era Ralla, y cuando supo de la muerte de su hijo, tanto sufrimiento y comprensión se reflejaron en su rostro que Ralla comenzó a sollozar y Arturo, impulsivamente, la abrazó y a punto estuvo de aplastar al rey contra su acorazado pecho.
Luego le fue presentado Gwlyddyn; le contó a Arturo que yo había dado muerte a un silurio para proteger a Mordred, y entonces fue cuando Arturo se volvió hacia mi para darme las gracias.
Y por primera vez, le vi el rostro abiertamente.
Era un rostro amable, ésa fue la primera impresión. No, eso es lo que Ygraine quiere que escriba. En realidad, lo primero que percibí fue el sudor en abundancia, producido por la armadura en tan caluroso día de verano, pero después del sudor aprecié la bondad que reflejaba su expresión. Arturo inspiraba confianza a primera vista. Por eso siempre gustó a las mujeres, y no por su belleza, pues no era excesivamente bello, pero su mirada transmitía verdadero interés y total benevolencia. Tenía el rostro fuerte, huesudo y rebosante de entusiasmo, la cabeza grande y el cabello castaño; en esos momentos el pelo se le pegaba al cráneo a causa del sudor y del casco de cuero que llevaba bajo el yelmo. Tenía los ojos castaños también, la nariz larga y la mandíbula rotunda y rasurada, aunque el rasgo más sobresaliente era la boca, mucho más grande de lo común y con la dentadura intacta. Estaba orgulloso de sus dientes y se los limpiaba a diario con sal, siempre que la tuviera a mano, o con agua sola si no la tenía. A pesar de su rostro grande y fuerte, lo que más me impresionó fue la bondad que reflejaba y el humor pícaro que le asomaba a los ojos. Todo él respiraba alegría, su cara irradiaba una felicidad que envolvía en su aura cuanto le rodeaba. Ya entonces, y para siempre, me di cuenta de que hombres y mujeres parecían más animados en compañía de Arturo. Tornábanse todos más optimistas, se oían más risas y, cuando él partía, todo parecía apagarse, aunque no poseyera Arturo gran ingenio ni gracia para relatar historias; era simplemente Arturo, un hombre bueno de confianza contagiosa, voluntad impaciente y resolución de hierro. Esa férrea voluntad pasaba desapercibida en un primer momento, incluso el propio Arturo se conducía como si no la poseyera, pero ahí estaba. Un montón de muertos de guerra así lo atestiguaba.
–Gwlyddyn asegura que eres sajón -me dijo en son de broma.
–Señor -fue la única palabra que logré articular mientras caía de rodillas.
Se agachó y me levantó por los hombros con mano firme.
–No soy rey, Derfel -me dijo-, no debes arrodillarte ante mí, soy yo quien habría de postrarse ante ti por haber arriesgado la vida para salvar al rey -sonrió-. Te doy las gracias por ello. – Tenía el don de hacerte sentir que eras la persona más importante para él; yo ya lo adoraba sin remisión-. ¿Qué edad tienes? – me preguntó.
–Quince, creo.
–Pero tu altura es propia de veinte -sonrió-. ¿Quién te enseñó a luchar?
–Hywel -dije-, el administrador de Merlín.
–Ah, ¡El mejor maestro! También a mí me enseñó, ¿cómo se encuentra mi buen Hywel? – preguntó con deseos de saber, pero me faltaron palabras y valor para contestar.
–Muerto -contestó Morgana en mi lugar-. Gundleus lo asesinó. – Escupió por la ranura de la máscara en dirección al rey cautivo, que se encontraba custodiado a pocos pasos de ellos.
–¿Hywel ha muerto? – Arturo quería que le respondiera yo, me clavó los ojos y yo asentí con un parpadeo para evitar que se me cayeran las lágrimas. Arturo me abrazó al instante-. Eres un hombre bueno, Derfel -dijo- y te debo una compensación por haber protegido la vida del rey. ¿Qué deseas?
–Deseo ser guerrero, señor -dije.
Sonrió y se alejó de mi unos pasos.
–Eres afortunado, Derfel, pues eres lo que deseas ser. Lord Owain -se dirigió al fornido y tatuado paladín-, ¿os será de utilidad este buen guerrero sajón?
–Me será de utilidad -replicó Owain, bien dispuesto.
–Así pues, vuestro es -dijo Arturo, y debió de percibir mi decepción porque se volvió hacia mí y me puso la mano en el hombro-. De momento, Derfel -añadió en voz baja-, mis guerreros son de caballería, no lanceros. Sirve a Owain ahora, pues nadie te enseñará mejor el oficio de soldado.
Me apretó el hombro con la enguantada mano, luego se dirigió a los soldados que custodiaban a Gundleus y les hizo seña de que se alejaran. Un tropel de gente se había congregado alrededor del rey cautivo, que permanecía bajo los estandartes de la victoria. Los caballeros de Arturo, con yelmos de hierro, armadura de cuero y hierro y manto de lienzo o lana, junto con algunos lanceros de Owain y fugitivos del Tor se agolparon en el pastizal alrededor de Arturo, que se dirigió a Gundleus.
Gundleus enderezó la espalda. Estaba desarmado pero no renunciaría a su orgullo y no se intimidó al ver aproxímarse a Arturo.
Arturo se acercó en silencio y se detuvo a dos pasos del rey prisionero. La gente contuvo el aliento. Gundleus permanecía a la sombra del estandarte del oso negro en campo blanco. El oso
ondeaba entre la recuperada enseña del dragón de Mordred y el estandarte del oso de Owain, mientras que a los pies de Gundleus se hallaba su propia enseña, la máscara de zorro, sobre la que habían escupido, orinado y pisoteado los vencedores. Gundleus miró a Arturo y éste sacó a Excalibur de la funda. La hoja, bruñida como la cota de escamas, el yelmo y el escudo, lanzó un destello azulado de acero.
Aguardábamos la estocada fatal, pero Arturo hincó una rodilla en tierra y tendió hacia Gundleus la empuñadura de Excalibur.
–Lord rey -dijo humildemente, y los presentes, que esperaban ver morir a Gundleus, reprimieron un grito de sorpresa.
Gundleus tuvo un instante de duda y luego tocó la empuñadura de la espada. No dijo una palabra, tal vez enmudeciera de asombro.
Arturo se puso en pie y envainó el arma.
–Juré proteger a mi rey -dijo-, no matar a otros reyes. Lo que de vos haya de ser, Gundleus ap Meilyr, no es de mi incumbencia, pero viviréis cautivo hasta que se tome la decisión.
–¿Quién ha de tomarla? – inquirió Gundleus.
Arturo vaciló pues no tenía una respuesta clara. Muchos de los nuestros pedían la muerte de Gundleus, Morgana instaba a su hermano a que vengara a Norwenna y Nimue aullaba reclamando el derecho de venganza sobre el rey prisionero, pero Arturo movió la cabeza negativamente. Tiempo más tarde, me contó que Gundleus era primo de Gorfyddyd, el rey de Powys, de manera que la muerte de Gundleus había constituido cuestión de Estado, no de venganza. Me confesó que deseaba instaurar la paz, y la paz no venia de mano de la venganza. También me dijo que, seguramente, tendría que haberlo matado, aunque tampoco así habrían cambiado mucho las cosas. Pero en ese momento, mirando a Gundleus de frente bajo el sol oblicuo, a las puertas de Caer Cadarn, se limitó a anunciar que el destino de Gundleus estaba en manos del consejo de Dumnonía.
–¿Y qué sucederá con Ladwys? – preguntó Gundleus, señalando a la mujer alta y de blanco rostro que, de pie y detrás de Gundleus, miraba con expresión aterrorizada-. Solicito que se le permita permanecer conmigo -añadió.
–Esa ramera es mía -terció Owain ásperamente.
–¡Es mi esposa! – arguyó Gundleus, dirigiéndose a Arturo y confirmando así el antiguo rumor de que había contraído matrimonio con su amante de baja cuna.
Lo cual implicaba al mismo tiempo que su matrimonio con Norwenna había sido un engaño, aunque tal pecado careciera de importancia frente al trato de que la había hecho objeto.
–Esposa o no esposa -insistió Owain-, esa mujer es mía -vio que Arturo dudaba- hasta que el consejo decida otra cosa -añadió retomando la idea de Arturo de remitirse a una autoridad superior.
Habríase dicho que la reivindicación de Owain preocupara a Arturo, pues su posición en Dumnonia era incierta todavía; por haber sido nombrado protector de Mordred y ser uno más de los señores de la guerra en el reino su rango era equiparable al de Owain. Los allí presentes habíamos percibido que Arturo, tras la derrota de Siluria, había tomado el mando, pero Owain, al reclamar a Ladwys como esclava, le recordó que los dos tenían igual poder. Fue un momento difícil, hasta que Arturo tomó la decisión de sacrificar a Ladwys a la unidad de Dumnonía.
–Owain ha decidido el asunto -le dijo a Gundleus, y se dio media vuelta para no verse obligado a presenciar el efecto que sus palabras causaban en los amantes.
Ladwys expresó su rechazo a gritos, pero enmudeció cuando uno de los hombres de Owain se la llevó a rastras.
Tanaburs soltó una carcajada ante la aflicción de Ladwys. A él, como druida, nada malo le sucedería. No era prisionero, podía marcharse libremente, aunque tendría que hacerlo sin alimentos, bendiciones ni compañía. No obstante, envalentonado por los acontecimientos del día, yo no quería dejarlo partir sin más y lo seguí por el campo cubierto de silurios muertos.
–¡Tanaburs! – le llamé.
El druida se volvió y me vio sacar la espada.
–¡Deténte, muchacho! – me dijo, e hizo una señal de aviso con su vara de media luna.
Tendría que haber sentido miedo pero, al acercarme y colocar la espada entre las enmarañadas guedejas blancas de su barba, un nuevo espíritu guerrero me poseyó. Echó la cabeza atrás al sentir el contacto del acero y los huesecillos amarillentos de su pelo tintinearon. Tenía la tez vieja, arrugada, marrón y llena de manchas, los ojos rojos y la nariz torcida.
–Tengo que matarte -le dije, y se echó a reír.
–Te perseguirá la maldición de toda Britania. Tu alma jamás alcanzará el otro mundo, te infligiré desconocidos tormentos sin nombre.
Me escupió y trató de apartar la espada de sus barbas, pero me mantuve firme y se alarmó al notar mi resistencia.
Me habían seguido unos pocos curiosos y algunos quisieron advertirme del horrible sino que me perseguiría si mataba a un druida, pero yo no tenía intención de matarlo, sólo quería asustarlo.
–Hace diez años o más -le dije-, fuiste a las tierras de Madog. Madog era el hombre que había hecho esclava a mi madre, y sus tierras fueron invadidas por Gundleus.
Tanaburs asintió al recordar el ataque.
–Así fue, así fue. ¡Una campaña memorable! Recogimos mucho oro -dijo- y muchos esclavos.
–Y cavasteis un pozo de la muerte -añadí.
–¿Y bien? – dijo, encogiéndose de hombros con una mueca de burla-. Es necesario dar gracias a los dioses por la buena fortuna.
Sonrei y le hice cosquillas en la descarnada garganta con la punta de la espada.
–Y sobreviví, druida, sobreviví.
Tanaburs tardó unos segundos en comprender lo que le decía, pero después palideció y comenzó a temblar, pues sabía que yo era el único en toda Britania con poder para quitarle la vida. él me había ofrecido a los dioses en sacrificio, pero por no haber elegido la ofrenda con mayor tino, los dioses habían dejado su vida a mi merced. Aulló de terror, pensando que la espada iba a hundirsele en el gaznate, pero retiré el arma de su descuidada barba y me reí de él; dio media vuelta y echó a correr por el prado dando tumbos. Huía de mi desesperado, pero justo antes de alcanzar el lindero del bosque donde se había refugiado un puñado de soldados supervivientes, se volvió hacia mí y me señaló con su mano huesuda.
–Tu madre vive, muchacho -gritó-. ¡Está viva! – Y desaparecio.
Me quedé plantado con la boca abierta y la espada inerte en la mano. No porque me invadiera una emoción desbordante, pues apenas recordaba a mi madre y no guardaba memoria de escenas tiernas entre los dos, pero la sola idea de que estuviera viva desgarraba mi mundo con la misma violencia que la destrucción de la fortaleza de Merlín, acaecida esa misma manana. Sacudí la cabeza con incredulidad, ¿cómo podría acordarse Tanaburs de una esclava entre tantas? Seguro que era mentira, simples palabras para turbarme el ánimo, nada más, de modo que envaine la espada y volví caminando despacio hacia la fortaleza.
Gundleus fue puesto bajo vigilancia en una estancia aneja a la gran fortaleza de Caer Cadarn. Aquella noche se improvisó una especie de festejo, aunque, siendo tan numerosos los asistentes, la carne se preparó precipitadamente y las porciones resultaron cortas. Gran parte de la noche transcurrió en el intercambio de noticias sobre Britania y Armórica entre antiguos amigos, pues muchos de los seguidores de Arturo provenían de Dumnonía u otros reinos britanos. Se me confundieron en la cabeza los nombres de los seguidores de Arturo, pues había
más de setenta caballeros, amén de mozos, servidores, mujeres y una recua inn·mera de niños. Con el tiempo llegué a familiarízarme con el nombre de los guerreros de Arturo, pero aquella noche no me decían nada: Dagonet, Aglaval, Cei, Lanval, los hermanos Balan y Balin, Gawain y Agravain, Blaise, Illtyd, Eiddilig, Bedwyr… Enseguida identifiqué a Morfans, pues era el hombre más feo que había visto en mi vida, tan feo que se enorgullecía de su horrible apariencia, del bocio de su cuello, de su labio leporino y de su mandíbula contrahecha. También
reconocí pronto a Sagramor, pues era negro y nunca había visto a un hombre como él, ni creía siquiera en su existencia. Era un hombre alto, delgado, lacónico y con cierta amargura, mas cuando se le convencía para que contara alguna anécdota en el horrísono britano que hablaba, lo hacía con tal gracia que todo el salón estallaba en carcajadas.
Y, por supuesto, también conocí enseguida a Ailleann, una esbelta mujer de pelo negro algo mayor que Arturo, de rostro fino, serio y amable que le hacia parecer muy sabia. Aquella noche vestía galas reales: una túnica de lino teñida de rojo herrumbre con tierra ferruginosa, ceñida por una gruesa cadena de plata y con mangas largas y sueltas ribeteadas con piel de nutria. Se adornaba la garganta con una torques reluciente de oro macizo, las muñecas con brazaletes de oro y en el pecho llevaba un broche de esmalte con el símbolo artúrico del oso. Sus movimientos eran gráciles, hablaba poco y miraba a Arturo con aire protector. Pensé que debía de ser una reina, o una princesa cuando menos, pero llevaba y traía cuencos de comida y frascas de hidromiel como cualquier doncella de la servidumbre.
–Ailleann es una esclava, muchacho -me dijo Morfans el Feo.
Estaba acuclillado en el suelo, en frente de mi, y me había visto seguir con la mirada a la esbelta mujer, que recorría el salón desde las zonas alumbradas por el fuego hasta las que permanecían en las sombras.
–¿De quién es esclava? – pregunté.
–¿A ti qué te parece? – me preguntó a su vez; luego se llevó una costilla de cerdo a la boca y, con los dos dientes que le quedaban, dejó el hueso mondo-. De Arturo -dijo, tras arrojar el hueso a uno de los muchos canes que había en el salón-. Es su amante, claro está, además de su esclava. – Eructó y bebió un trago del cuerno-. Se la regaló su cuñado, el rey Budic, hace mucho tiempo. Es bastante mayor que él y supongo que Budic pensaría que no la conservaría mucho tiempo, pero cuando Arturo se encapricha con alguien, no lo suelta nunca. Esos son sus hijos gemelos.
Señaló con la grasienta barba hacia el fondo del salón, donde había dos niños de unos nueve años acuclillados en el suelo, entre la suciedad, con sus cuencos de comida.
–¿Son hijos de Arturo? – pregunté.
–Y de nadie más -dijo Morfans con soma-, Amhar y Loholt se llaman, y su padre los adora. Nada es excesivo para ese par de pequeños bastardos, y nunca mejor llamados, muchacho, porque no son más que dos auténticos bastardos inútiles. – Su voz se impregnó de verdadero odio-. Te lo aseguro, hijo, Arturo ap Uter es un gran hombre. Es el mejor soldado que he conocido en mi vida, pero en lo tocante a la crianza, más airosas salen las puercas.
–¿ Están casados? – le pregunté, mirando a Ailleann otra vez.
Morfans se echó a reír.
–¡Claro que no! Pero ella le ha hecho feliz estos últimos diez años, aunque verás como llega el día en que la despida, como su padre despidió a su madre. Arturo se casará con una dama de sangre real, que no será ni la mitad de amable que Ailleann, pero así deben proceder los hombres como él, han de contraer matrimonio conveniente. No como tú o como yo, muchacho;
nosotros podemos casarnos con quien nos plazca, siempre que no sea de sangre real. íEscucha!
Sonrió al oir el grito de una mujer en la noche, fuera del salón.
Owain había salido del salón y seguramente estaba enseñando a Ladwys sus nuevas obligaciones. A Arturo le sobrecogió el grito y Ailleann, levantando la cabeza con elegancia, lo
miró con el ceño fruncido, pero la única otra persona que pareció acusar la aflicción de Ladwys fue Nimue. Su rostro vendado ofrecía una expresión demacrada y triste, pero el grito la hizo sonreír por el tormento que causaría ese grito a Gundleus. El perdón no tenía cabida en ella, ni una sola gota. Ya había pedido permiso a Arturo y a Owain para matar a Gundleus con sus propias manos, pero se lo habían negado; no obstante, mientras Nimue viviera, Gundleus sabría lo que era el miedo. Al día siguiente, Arturo llevó una partida de hombres a caballo hasta Ynys Wydryn y regresó esa misma tarde para informar de que la fortaleza de Merlín había sido arrasada hasta los cimientos. Trajo consigo al desgraciado Pelinor, el loco, y al indignado Druidan, que se habían refugiado en un pozo perteneciente a los monjes del Santo Espino. Arturo anunció sus intenciones de reconstruir la residencia de Merlín, aunque nadie sabía cómo lo llevaría a término sin dinero y sin un ejército de peones, y nombró a Gwlyddyn real constructor de Mordred, con orden de proceder a la tala de árboles para iniciar la reconstrucción del Tor. Pelinor fue confinado en una despensa vacía de paredes de piedra aneja a la villa romana de Lindinis, que era la aldea más próxima a Caer Cadarn y el lugar donde las mujeres, los niños y los esclavos que seguían a Arturo encontraron refugio. Arturo organizó todos los trabajos. No se permitió un momento de holganza; odiaba la inactividad, y durante aquellos primeros días tras la derrota de Gundleus, trabajó desde el alba hasta entrada la noche. Pasó la mayor parte del tiempo arreglando el alojamiento de sus seguidores; hubo de alquilárseles tierras reales y agrandar casas para alojar a las familias, y todo sin ofender a los habitantes de Lindinis. Arturo se adjudicó la villa romana, que perteneciera a Uter. No había tarea que considerase trivial, incluso lo sorprendí una mañana peleándose con una plancha de plomo.
–¡Ayúdame, Derfel! – me dijo. Me halagó que recordara mi nombre y me apresuré a levantar con él aquella mole de tan difícil manejo-. ¡Qué material tan raro, éste! – comentó animosamente. Estaba desnudo de cintura para arriba y tenía la piel manchada de plomo. Quería cortar la plancha en tiras para forrar el canal de piedra que anteriormente llevaba el agua desde una fuente hasta el interior de la villa-. Los romanos se llevaron todo el plomo cuando se fueron de aquí -dijo-, por eso no funcionan los conductos. Tendríamos que abrir las minas de nuevo. – Dejó caer la plancha y se enjugó el sudor de la frente-. Abrir las minas, reconstruir los puentes, empedrar los vados, cavar presas y encontrar la forma de convencer a los sais de que vuelvan a su tierra. Trabajo suficiente para una vida,¿no te parece?
–Sí, señor -respondí nervioso, y me pregunté por qué se ocuparía un señor de la guerra de reparar canales de agua.
El consejo se reuniría ese mismo día, más tarde, y me había imaginado que Arturo estaría ocupado preparándose para la reunión, pero el plomo parecía preocuparle más que los asuntos de Estado.
–No sé si el plomo se sierra o se corta a cuchillo -dijo compungido-. Debería de saberlo. Voy a preguntar a Gwlyddyn; parece que todo lo sabe. ¿Sabias que los troncos de árbol se colocan al revés cuando se usan para hacer pilares?
–No, señor.
–Así se evita que la humedad suba, ¿entiendes?, y la techumbre no se pudre. Me lo ha dicho Gwlyddyn. Admiro esos conocimientos, son útil sabiduría práctica que mantiene al mundo en funcionamiento. – Me sonrió-. Bien, ¿qué tal te encuentras con Owain? – me preguntó.
–Me trata bien, señor -dije, ruborizado por la pregunta.
En realidad, Owain aún me intimidaba aunque jamás se mostrara brusco conmigo.
–Seguro que te trata bien -replicó Arturo-, todo jefe precisa contar con el aprecio de los suyos para engrandecer su reputacion.
–Pero yo preferiría servíros a vos, señor -dije, impulsado por la indiscreción de la juventud.
–Me servirás, Derfel -aseguró con una sonrisa-, me servirás, con el tiempo, si superas la prueba de luchar por Owain. – Hizo el comentario como de pasada, pero más tarde me pregunté si no habría intuido Arturo lo que había de suceder. Con el tiempo, superé la prueba de Owain, aunque fue dura, y tal vez Arturo deseara que yo aprendiera esa lección antes de unirme a los suyos. Volvió a agacharse para agarrar la plancha de plomo y, en el momento en que se erguía, un aullido estremeció el mugriento edificio. Era Pelinor, que protestaba por su encierro-. Owain dice que debemos enviar al pobre Pelí a la isla de los Muertos -dijo Arturo, refiriéndose al islote donde se confinaba a los locos peligrosos-. ¿Qué opinas tú?
La pregunta me sorprendió tanto que me quedé sin palabras, y luego solté de pronto que Merlín apreciaba mucho a Pelinor, que siempre había querido tenerlo entre los vivos y que, en mí opinión, había que respetar los deseos de Merlín. Arturo me escuchó seriamente e incluso me pareció que agradecía el consejo. Naturalmente, para nada lo necesitaba, pero quería que yo me sintiera útil.
–En ese caso, muchacho, que Pelinor se quede aquí -dijo-. Bien, ahora levanta por ese lado. ¡Arriba!
Lindinis quedó vacía al día siguiente. Morgana y Nimue volvieron a Ynys Wydryn, donde pensaban reconstruir el Tor. Nimue me prestó poca atención a la hora de la despedida; aún le dolía el ojo, estaba amargada y nada quería de la vida excepto vengarse de Gundleus, cosa que le había sido negada. Arturo partió al norte con todos sus caballeros para reforzar la frontera septentrional de Tewdric, y yo me quedé con Owain, que se instaló en la gran fortaleza de Caer Cadarn. Por más que fuese guerrero, en aquel final de verano era más importante recoger la cosecha que montar guardia en las almenas del castillo, de modo que durante muchos días seguidos renuncié a la espada y el yelmo, el escudo y la coraza de cuero que había heredado de
un silurio muerto y fui a los campos a ayudar a los siervos a recolectar la cebada, el centeno y el trigo. Fue un trabajo duro; se hacia con una hoz corta que había que afilar cada dos por tres con una amoladera, consistente en un bastón de madera impregnado de sebo y recubierto de fina arena que dejaba el filo como para cortar un pelo en el aire, aunque los resultados nunca me satisfacían del todo; a pesar de mi buena forma física, la tarea de manejar la herramienta sin parar con la cintura doblada, me dejó la espalda baldada y los músculos entumecidos. Nunca había laborado tan duramente mientras viví en el Tor pero entonces ya había dejado el mundo privilegiado de Merlín y formaba parte de la tropa de Owain.
Agavillamos la siega en la era, cargamos la paja del centeno en carretas y la acarreamos a Caer Cadarn y Lindinis. La paja se destinaba a la reparación de techumbres y al relleno de colchones, de modo que durante unos cuantos días disfrutamos de la bendición de camas sin piojos ni pulgas, aunque duró poco. Fue entonces cuando empezó a salirme la barba, una pelusa rubia y rala de la que me sentía desmesuradamente orgulloso. Pasaba los días deslomándome en labores del campo, pero luego tenía que someterme a dos horas de entrenamiento militar todas las noches. Si Hywel me había enseñado bien, Owain era aún mas exigente.
–Ese silurio al que diste muerte -me dijo Owain una tarde, cuando sudaba en las murallas de Caer Cadarn después de un asalto con palos con un guerrero llamado Mapon-. Te apuesto la paga de un mes contra un ratón muerto a que lo mataste con el filo de la espada. – No acepté la apuesta pero le confirmé que, efectivamente, había hincado la espada como un hacha. Owain lanzó una carcajada y despidió a Mapon con un gesto de la mano-. Hywel siempre enseñaba a luchar empleando el filo -dijo Owain-. Fijate en Arturo la próxima vez que lo veas luchando. Zas, zas, como un segador de heno que quiere acabar antes de que empiece a llover. – Sacó la espada-. Usa la punta, muchacho -me dijo-. Usa la punta siempre, mata más rápido. – Arremetió contra mí y tuve que esquivarlo a la desesperada-. Se ataca con el filo cuando se lucha en campo abierto, cuando el enemigo rompe la formación de defensa de tu bando; en ese caso eres hombre muerto, por buen espadachín que seas. Pero si la defensa resiste, quiere decir que estás hombro con hombro entre los tuyos y no dispones de espacio para estocadas largas, sólo puedes clavar la espada. – Volvió a cargar contra mí y volví a esquivarlo-. ¿Por qué crees que los romanos tenían espadas cortas? – me pregunto.
–Lo ignoro, señor.
–Porque se clava mejor una espada corta que una larga, ahí lo tienes. No pretendo hacerte cambiar de espada, pero no te olvides de usar la punta. La punta siempre gana, siempre. – Se dio
media vuelta y volvió a girarse de pronto atacándome con la punta de la espada, pero no se cómo, conseguí apartar el arma con un golpe de palo. Owain sonrió-. Eres rápido -dijo-, eso está bien. Lo conseguirás, muchacho, si permaneces sobrio -Envainó el arma y se quedó oteando el horizonte oriental. Buscaba columnas de humo gris en la lejanía que delataran la presencia de hordas invasoras, pero también era época de cosecha para los sajones y sus soldados tenían mejores cosas que hacer que cruzar nuestras fronteras más lejanas-. Bien, muchacho, ¿qué opinas de Arturo? – me preguntó Owain de repente.
–Me gusta -dije torpemente, acobardado por sus preguntas, como me sucediera antes, cuando Arturo me interrogó sobre él.
Owain, con su cabezota greñuda tan semejante a la de su amigo Uter, se volvió hacia mi.
–Si, es bastante agradable -dijo de mala gana-. A mí siempre me ha gustado Arturo. Gusta a todo el mundo, pero sólo los dioses saben si hay alguien que le entienda, exceptuando a Merlín. ¿Crees que Merlín sigue con vida?
–Sé que si-repuse fervientemente, sin saber nada al respecto.
–Bien -replicó Owain. Sólo porque procedía del Tor, Owain suponía que yo poseía un conocimiento mágico negado a los demás. También había corrido entre sus guerreros el rumor de que me había salvado misteriosamente del pozo de la muerte, al que me había arrojado un druida; me consideraban afortunado y de buen augurio al mismo tiempo-. Me gusta Merlín -prosiguió Owain-, aunque fue él quien dio la espada a Arturo.
–¿ Caledfwlch? – dije yo, llamando a Excalibur por su verdadero nombre.
–¿Acaso lo ignorabas? – inquirió Owain, asombrado.
Captó mi sorpresa en la voz; en efecto, Merlín nunca nos dijo que hubiera hecho semejante regalo a nadie. A veces nos había hablado de Arturo, a quien conoció durante la breve época que pasó en la corte de Uter, pero siempre se refería a él con un tono de cordial desprecio como si Arturo fuera un alumno lento pero tenaz cuyas últimas hazañas superaban todas las expectativas de Merlín, pero el hecho de que le hubiera entregado la famosa espada hacía sospechar que lo tenía en mucha mayor estima de lo que nos hacia creer.
–Caledfwch -me dijo Owain- fue forjada en el otro mundo por Gofannon. – Gofannon era el dios de la fragua-. Merlín la halló en Irlanda -prosiguió Owain-, donde se la conocía con el nombre de Cadalcholg. Se la ganó a un druida en un concurso de sueños. Seg·n los druidas irlandeses, siempre que el portador de Cadalcholg se encuentre en una situación desesperada, no tiene más que clavar la espada en el suelo para que Gofannon deje el otro mundo y acuda a éste en su ayuda. – Sacudió la cabeza negativamente, no porque dudara de la leyenda sino porque le llenaba de admiración-. Así pues -añadió-, ¿por qué entregó Merlín semejante regalo a Arturo?
–¿Por qué no? – pregunté con mucho tino, pues noté los celos de Owain.
–Porque Arturo no cree en los dioses, ya lo ves. Ni siquiera cree en ese dios cobarde que los cristianos adoran. Por lo que sé y puedo deducir, Arturo no cree en nada más que en los corceles grandes, y los dioses sabrán para qué demonios sirven.
–Asustan -dije, manteniéndome leal a Arturo.
–Sí, asustan -convino Owain-, pero sólo cuando se ven por primera vez. Además son lentos, consumen el doble o el triple de forraje que las monturas normales, necesitan dos mozos a su cuidado, se les abren los cascos como manteca caliente si no les atan esas herraduras entorpecedoras y tampoco son capaces de cargar contra un muro de escudos.
–íAh! ¿No?
–¡No hay caballo que lo haga! – replicó Owain sarcásticamente-. Si mantienes la posición, cualquier caballo se aparta de una barrera de escudos erizada de firmes lanzas. Los caballos no sirven para la guerra, muchacho, si no es para enviar exploradores por delante.
–Entonces, ¿por qué…?
–Porque -me cortó Owain- el objetivo principal de toda batalla es romper la línea de defensa del enemigo, muchacho. Lo demás es fácil; los caballos de Arturo infunden terror en las lineas enemigas, que huyen despavoridas, pero llegará el día en que el enemigo no ceda terreno y entonces, que los dioses se compadezcan de esos caballos. Y que se compadezcan también de Arturo si llega a caerse de ese montón de carne de caballo e intenta luchar a pie con esa armadura escamosa. El único metal que necesita un guerrero es la espada y la punta de la lanza, lo demás es peso muerto, chico, peso muerto. – Miró hacia las dependencias de la fortaleza; Ladwys se aferraba a la cerca que rodeaba la prisión de Gundleus-. Arturo no durará mucho aquí -dijo en tono confidencial-, a la primera derrota que sufra, volverá a Armórica, donde tanto impresionan los caballos, las cotas de escamas y la espadas mágicas. – Escupió y me di cuenta de que, a pesar del cariño que profesara a Arturo, Owain albergaba algún sentimiento más hacia él, algo más profundo que los celos. Owain sabia que tenía un rival, pero aguardaba que llegara su hora, igual que Arturo, según mis suposiciones, y esa enemistad recíproca me preocupaba, pues a mi me gustaban los dos. La aflicción de Ladwys hizo sonreír a Owain-. Es una perra fiel, eso hay que admitírselo -comentó Owain-, pero acabaré doblegándola. ¿Es ésa tu mujer? – preguntó, señalando hacia Lunete, que llevaba un pellejo de agua a las cabañas de los guerreros.
–Sí -dije, y me sonrojé.
Lunete, como mi reciente barba, era un signo de madurez, dos cosas que sobrellevaba con torpeza. Lunete había preferido quedarse conmigo en vez de regresar a las ruinas de Ynys Wydryn con Nimue. Fue ella la que tomó la decisión, en realidad; a mí todavía me resultaba embarazoso todo lo referido a nuestra relación, aunque ella no parecía tener dudas en cuanto al
arreglo. Se había adueñado de un rincón de la cabaña, lo había barrido y lo había rodeado de unas ramas colgantes y había empezado a hablar de nuestro futuro juntos. Yo pensaba que sus preferencias se inclinarían hacia Nimue, pero desde la violación, Nimue se mostraba silenciosa y retraída, hostil incluso, no hablaba con nadie excepto para zanjar cualquier amago de conversación. Morgana le curaba el ojo y el mismo orfebre que,había fabricado la máscara de Morgana se ofreció a fabricarle un ojo de oro. Lunete, igual que todos los demás, tenía ahora un poco de miedo de esa malcarada Nimue nueva que escupía a todas horas.
–Es bonita -dijo Owain de Lunete, con poco ánimo-, pero las chicas viven con los guerreros sólo por una razón, muchacho, para enriquecerse. Así que procura tenerla contenta, o como hay peces en el mar que te hará un desgraciado. – Rebuscó en el bolsillo de su capa y sacó un pequeño anillo de oro-. Regálaselo -me dijo. Le di las gracias tartamudeando. Los grandes guerreros solían dar regalos a sus seguidores, pero a pesar de todo, el anillo era más de lo que cabía esperar, pues en verdad yo no había combatido todavía como soldado de Owain. A Lunete le gustó el anillo, que, junto con la pulsera de plata que le hiciera del pomo de mi espada, era la segunda pieza de su tesoro particular. Hizo una incisión en forma de cruz en la gastada superficie del aro, no porque fuera cristiana, sino porque así lo convertía en anillo de compromiso y en prueba visible de que había pasado de niña a mujer. También los hombres llevaban a veces anillos de compromiso, mas a mí me gustaban los simples aros de hierro que los guerreros victoriosos se hacían con la punta de la lanza de los enemigos vencidos. Owain llevaba una nutrida colección de tales aros en las barbas, y tenía los dedos ennegrecidos por otros cuantos más. Arturo, sin embargo, no llevaba ninguno.
Tan pronto como terminamos la cosecha en Caer Cadarn emprendimos la marcha por tierras de Dumnonia para recoger los impuestos pertinentes. Visitamos a reyes y caciques vasallos, siempre acompañados de un actuario del tesoro de Mordred que hacía el cómputo de las rentas. Resultaba extraño pensar que ahora Mordred fuera rey y que ya no llenábamos las arcas de Uter, pero hasta un rey tan joven necesitaba dinero para pagar a las tropas de Arturo y a los demás soldados que velaban por la seguridad de las fronteras de Dumnonia. Algunos de los hombres de Owain fueron enviados a reforzar la guardia permanente en la plaza fronteriza de Gereint, en Durocobrivis, mientras que el resto nos convertimos, temporalmente, en recaudadores de impuestos.
Mucho me sorprendió que Owain, el amante de las batallas, lejos de ir a Durocobrivis o a Gwent, se quedara a realizar una tarea tan vulgar como recaudar impuestos. A mí me parecía trabajo de ínfima categoría, pero entonces yo no era más que un muchacho de barba incipiente que nada entendía de los designios de Owain.
Los impuestos, para Owain, eran más importantes que los sajones. Los impuestos, tal como aprendería más adelante, eran la mayor fuente de riqueza para los hombres que no estaban dispuestos a trabajar, y la época de recaudación, ahora que Uter había pasado a mejor vida, era la oportunidad de Owain. Emplazamiento tras emplazamiento, aceptaba informes de mala cosecha y gravaba así impuestos bajos, mientras que al mismo tiempo iba llenándose las alforjas de oro, que percibía a cambio de informes falsos. No obstante, procedía cándidamente.
–Uter no me lo habría permitido jamás -me dijo un día mientras paseábamos por las costas sureñas hacia la ciudad romana de Isca. Hablaba con cariño del rey difunto-. Uter era más vivo que el hambre y siempre tenía una idea bastante aproximada de lo que debían pagarle, pero Mordred nada sabe.
Miró hacia la izquierda. Estábamos cruzando un brezal desnudo que coronaba un monte; hacia el sur se extendía el mar, brillante y vacío, sobre el que soplaba un viento fuerte que rizaba de espuma blanca la cresta de las grises olas. Lejos, hacia el este, donde terminaba una amplia orilla de guijarros, se elevaba un farellón imponente donde las olas rompían con gran estrépito y abundante espuma. Era casi una isla, unida a tierra firme por un estrecho brazo de piedra y guijarros.
–¿Sabes qué es eso? – me preguntó Owain, señalando con la barbilla hacia el cabo.
–No, señor.
–La isla de los Muertos -dijo, y escupió para ahuyentar la mala suerte.
Me detuve a mirar aquel lugar estremecedor, cuna de pesadillas para los dumnonios. El farallón era la isla de los locos, el lugar donde tendría que estar Pelinor, junto con todos los demás locos peligrosos a quienes se daba por muertos tan pronto como cruzaban el puesto de vigilancia del brazo de tierra. La isla estaba protegida por Crom Dubh, el oscuro dios contrahecho, y algunos decían que la cueva de Cruachan, la boca del otro mundo, se abría en el extremo opuesto de la isla. Me quedé mirando atemorizado hasta que Owain me dio un manotazo en la espalda.
–Tú nunca tendrás que preocuparte por la isla de los Muertos, muchacho -me dijo-. Tienes una cabeza privilegiada sobre los hombros. – Siguió avanzando hacia el oeste-. ¿Dónde dormimos esta noche? – preguntó a Lwellwyn, el contable del tesoro cuya mula acarreaba las declaraciones falsas sobre las cosechas del año.
–Con el príncipe Cadwy de Isca -contestó Lwellwyn.
–¡Ah, Cadwy! Me gusta Cadwy. ¿Qué le sacamos a ese feo bribón el año pasado?
Lwellwyn no tuvo necesidad de consultar los palos de las cuentas para comprobar las muescas correspondientes, recitó de memoria una lista de pieles, vellones, esclavos, lingotes de estaño, pescado en salazón, sal y grano molido.
–Aunque pagó casi todo en oro -añadió.
–Pues entonces me gusta más todavía -dijo Owain-. ¿Qué oferta aceptaría, Lwellwyn?
Lwellwyn calculó una cantidad equivalente a la mitad de lo que Cadwy había pagado el año anterior, y fue exactamente la cantidad que convinieron antes de la cena en el castillo del príncipe Cadwy. Era un lugar grandioso, edificado por los romanos, con un pórtico de columnas situado frente a un extenso valle boscoso que bajaba hacia la desembocadura del río Exe. Cadwy era príncipe de los dumnonios, tribu de la que provenía el nombre de nuestro país; el título de príncipe que Cadwy ostentaba le confería un rango de segundo grado en el reino. Los reyes formaban el rango supremo, y tras ellos venían los príncipes, como Gereint y Cadwy, y los príncipes vasallos como Melwas de los belgas; en tercer lugan los caciques como Merlín, aunque Merlín de Avalón, por su condición de druida, quedaba fuera de toda jerarquía. Cadwy era príncipe y cacique y gobernaba sobre la dispersa tribu que habitaba las tierras entre Isca y la frontera con Kernow. En otro tiempo las tribus de Britania estaban separadas, de modo que los miembros de la tribu catuveliana se distinguían perfectamente de los belgas, pero los romanos habían limado las diferencias. Sólo algunas tribus, como la de Cadwy, conservaban todavía sus rasgos distintivos. Como tribu, se creían superiores a los demás britanos, y para dejar patente constancia de ello, se tatuaban en el rostro los símbolos de su tribu y linaje. Cada linaje, formado por no más de doce familias, por lo general habitaba un valle. Existían rivalidades virulentas entre los diversos linajes, pero nada comparable al antagonismo que sostenía la tribu de Cadwy con respecto al resto de Britania. La capital tribal era Isca, la ciudad romana, con elegantes murallas y monumentos comparables a los de Glevum, aunque Cadwy prefería vivir fuera de la ciudad, en sus propiedades. La mayoría de los habitantes de la ciudad habían adoptado costumbres romanas y evitaban los tatuajes, pero extramuros, en los valles de las tierras de Cadwy donde ios romanos nunca lograron asentarse completamente, hombres, mujeres y niños, todos sin excepción, llevaban tatuajes azules en las mejillas. Era una zona próspera, por demás, pero el príncipe Cadwy tenía intención de mejorarla aún más.
–¿Habéis visitado los páramos últimamente? – le preguntó a Owain esa noche.
Hacía un tiempo cálido y agradable, por lo que la cena había sido servida en el pórtico abierto que dominaba la propiedad de Cadwy.
–Jamás -dijo Owaín.
Cadwy resopló. Lo había visto en el Gran Consejo de Uter pero ésa fue la primera ocasión que tuve de observar de cerca al hombre responsable de defender Dumnonia de los ataques de Kernow o de la lejana Irlanda. El príncipe era un hombre de edad mediana, bajo de estatura, calvo, corpulento, con tatuajes tribales en las mejillas, los brazos y las piernas. Vestía a la usanza britana, aunque prefería la villa romana, empedrada, con columnas y dotada de canalización de agua, que corría por unos abrevaderos que atravesaban el patio central y salía hasta el pórtico, donde se remansaba en un pilón antes de caer por un dique de mármol y unirse al río más abajo, en el valle. Me dio la impresión de que Cadwy vivía bien. Recogía buenas cosechas, sus vacas y ovejas engordaban en paz y sus muchas mujeres estaban contentas. Además, la amenaza sajona era remota; mas, con todo, no se sentía satisfecho.
–Hay dinero en los páramos -le dijo a Owain-. Estaño.
–¿Estaño? – dijo Owain en tono sarcastíco.
Cadwy asintió con solemnidad. Estaba bastante borracho, igual que la mayoría de los hombres reunidos alrededor de la mesa baja donde se había servido la cena. Todos eran guerreros, tanto los hombres de Cadwy como los de Owain, aunque yo, por ser menor, tuve que quedarme detrás del asiento de Owain en calidad de escudero.
–Estaño -repitió Cadwy-, y es posible que también oro, pero mucho estaño.
Era una conversación privada, pues la cena había concluido prácticamente y Cadwy había entregado esclavas a los guerreros. Nadie prestaba atención a los dos jefes, excepto yo mismo y el escudero de Cadwy, un chico amodorrado que seguía las travesuras de las esclavas con la boca abierta y los ojos adormilados. Yo escuchaba a los dos jefes en actitud tan discreta que, a fe mía, olvidaron mi presencia.
–Tal vez no os interese el estaño -dijo Cadwy a Owain-, pero interesa a otros muchos. No se puede fabricar bronce sin estaño, y en Armórica lo pagan a buen precio, por no hablar del norte
del país. – Lanzó al aire un puñetazo despectivo refiriéndose al resto de Dumnonia y soltó un eructo que, al parecer, le sorprendió a él mismo. Apaciguó la mala digestión con un trago de buen vino y arrugó el entrecejo como sí no se acordara de lo que estaban hablando-. Estaño -dijo al cabo, acordándose.
–Hablad, pues -le instó Owain, observando a uno de sus hombres, que había desnudado a una muchacha y le estaba untando el vientre de mantequilla.
–Ese estaño no me pertenece -dijo Cadwy con convíccion.
–Pero de alguien será -repuso Owain-. ¿ Queréis que pregunte a Lwellwyn? Es un perro inteligente en lo que se refiere a dinero y propiedades.
El soldado golpeó con fuerza el vientre de la muchacha y la mantequilla salpicó la mesa baja provocando un estallido de carcajadas. La muchacha se quejó, pero el hombre le dijo que callara y empezó a ponerle mantequilla y grasa de cerdo a cucharadas por todo el cuerpo.
–El problema es -prosiguió Cadwy enérgicamente, para desviar la atención de Owain de la chica desnuda- que Uter introdujo a un grupo de hombres de Kernow. Vinieron a trabajar en las viejas minas romanas, pues nuestro pueblo ignoraba la forma de hacerlo. Esos perros, tomad cumplida nota, tienen obligación de enviar sus rentas al tesoro, pero los muy cabrones mandan el metal a Kernow. Me consta sin lugar a dudas.
Owain había levantado las orejas.
–¿A Kernow?
–Están ganando dinero a costa de nuestra tierra, si, si. ¡De nuestra tierra! – subrayó Cadwy indignado.
Kernow era un reino aparte, un lugar misterioso de la península occidental de los confines de Dumnonia al que los romanos nunca llegaron. Solían estar en paz con nosotros, pero de vez en cuando el rey Mark salía del lecho de su última esposa y mandaba a una horda de guerreros a la otra orilla del río Tamar.
–¿Qué hacen aquí los hombres de Kernow? – inquirió Owain, tan henchido de indignación como su anfitrión.
–Ya os lo he dicho, nos despojan de nuestra riqueza. Y no termina ahí la cosa, pues descubro que me faltan vacas, ovejas y algunos esclavos de vez en cuando. Esos mineros se propasan y no os pagan como debieran. Pero jamás podríais probarlo, jamás. Ni siquiera vuestro astuto Lwellwyn podría, asomándose al páramo por un agujero, decirnos cuánto estaño se puede extraer en un año. – Cadwy intentó matar una polilla de un golpe y luego sacudió la cabeza malhumoradamente-. Creen estar por encima de la ley, ésa es la cuestión. Sólo porque estaban bajo la protección de Uter se creen exentos de obligaciones.
Owain se encogió de hombros. De nuevo estaba pendiente de la muchacha enmantequillada, a la que ahora perseguían media docena de hombres ebrios por la terraza inferior. La grasa esparcida por todo su cuerpo dificultaba la caza, la grotesca escena hacia retorcerse de risa a unos cuantos que miraban. A mi me estaba costando un gran esfuerzo contenerme. Owain volvió la vista a Cadwy.
–Pues subid allá y matad a unos cuantos de esos perros, lord príncipe -dijo, como si fuera lo más sencillo del mundo.
–No puedo -replicó Cadwy.
–¿Por qué no?
–Uter les garantizó protección. Si la emprendo contra ellos, lo harán saber al consejo y al rey Mark y me obligarán a pagar el sarhaed.
Sarhaed era el precio que la ley imponía por delitos de sangre. El sarbaed de un rey era impagable, el de un esclavo era barato, pero el de un buen minero incluso a un príncipe rico como Cadwy le resultaría elevado.
–¿Cómo habrían de saber que erais vos el responsable de la matanza? – inquirió Owain socarronamente.
Cadwy se dio unos golpecitos en la mejilla por toda respuesta. Parecía insinuar que los tatuajes azules delatarían a sus hombres. Owain asintió. La muchacha embadurnada había caído al fin en manos de sus perseguidores, la habían tirado al suelo entre unos arbustos que crecían en la terraza inferior. Owain redujo a migas un poco de pan y miró a Cadwy de nuevo.
–¿Y bien?
–Pues -dijo Cadwy maliciosamente- algo podría hacer si encontrara a un puñado de hombres capaces de diezmar a esos perros. Los obligaría a pedirme protección, ¿comprendéis? A cambio, les exigiría el estaño que envían a Mark. Y a vos os pagaría… -Hizo una pausa para comprobar que Owain no se dejaba impresionar por la desmañada proposición- consistiría en la mitad de ese estaño.
–¿Cuánto? – preguntó Owain al punto.
Ambos hablaban en voz baja y tuve que aguzar mucho el oído para entender sus palabras en medio de la algazara y las voces de los guerreros.
–¿Qué os parece cincuenta piezas de oro al año? Como éstas -dijo, y tomando un lingote de oro del tamaño de la empuñadura de una espada lo hizo resbalar por sobre la mesa.
–¿Tanto? – Owain, quedó impresionado.
–El páramo es rico -comentó Cadwy sin cejar en su empeño-, muy rico.
Owain tendió la mirada sobre el valle, hacia un punto donde la luna se reflejaba en el río, plana y plateada como la hoja de una espada.
–¿Cuántos mineros hay? – preguntó por fin al príncipe.
–En la aldea más cercana -contestó Cadwy- viven unos setenta u ochenta hombres, con un nutrido grupo de mujeres y esclavos, claro está.
–¿Cuántas aldeas tienen?
–Tres, pero las otras dos se encuentran más lejos. Sólo me preocupa la más próxima.
–Sólo somos veinte -comentó Owain con cautela.
–¿Por la noche? – propuso Cadwy-. Además, nunca han sido atacados, por tanto no deben de montar guardia.
Owain bebió vino de su cuerno.
–Setenta piezas de oro -se limitó a decir-, no cincuenta.
El príncipe Cadwy hizo un gesto de asentimiento tras meditar un momento.
–¿Por qué no, eh? – dijo Owain con una sonrisa. Tocó el lingote de oro y entonces se volvió hacia mí, rápido como una serpiente. Yo no me moví ni aparté los ojos de una de las chicas, que
se acurrucaba desnuda entre los brazos de un tatuado soldado de Cadwy-. ¿Estás despierto, Derfel? – me dijo de pronto.
Simulé sobresalto.
–¿Señor? – dije, como sí mis pensamientos hubieran estado ocupados en otra cosa durante los últimos minutos.
–Buen chico -dijo Owain, satisfecho de que no hubiera oído nada-. Quieres una de esas chicas, ¿verdad?
–No, señor -dije sonrojado.
Owain se echó a reír.
–Acaba de hacerse con una linda muchachita irlandesa -le dijo a Cadwy- y quiere serle fiel. Pero ya aprenderá. Cuando te vayas al otro mundo, muchacho -me dijo dándome la espalda-, no lamentarás los hombres que no mataste, pero te arrepentirás de cuantas mujeres dejaras pasar de largo. – Habló con amabilidad. Durante los primeros días a su servicio me inspiraba miedo, pero por algún motivo le caía en gracia y me dispensaba buen trato. Volvió a dirigirse a Cadwy-. Mañana por la noche.
Salir del Tor de Merlín e ir a parar a la banda de Owain fue como saltar de un mundo a otro. Me quedé mirando la luna, pensando en los greñudos hombres de Gundleus cuando masacraban a los guardias del Tor; las gentes del páramo tendrían que enfrentarse a una salvajada semejante la noche siguiente; yo lo sabia, mas nada podría hacer por evitarlo, aunque me daba cuenta de que aquello no podía consentirse. Pero el destino, como siempre nos enseñaba Merlín, es inexorable. La vida es una broma de los dioses, solía decir Merlín, y la justicia no existe. Hay que aprender a reír, me dijo en una ocasión, de lo contrario llorarás hasta la muerte.
Nuestros escudos fueron impregnados de brea de astillero para que se parecieran a los negros escudos de las hordas irlandesas de Oengus Mac Airen, cuyas naves alargadas y de afilada proa pirateaban por las costas septentrionales de Dumnonia. Seguimos durante toda la tarde a un lugareño de mejillas tatuadas; nos guió por valles profundos y exuberantes en un lento ascenso que iba acercándonos al inhóspito páramo, que de vez en cuando se columbraba entre los claros de los gruesos árboles. El bosque era excelente, abundaban los corzos y los arroyos rápidos y fríos, que bajaban hacia el mar desde la elevada meseta del páramo.
Llegamos al lindero del páramo con el crep·sculo y, caída la noche, subimos por un camino de cabras hasta las alturas. Era un lugar misterioso. Allí había vivido el pueblo antiguo y todavía se encontraban en los valles sus sagrados círculos de piedras. Las cimas estaban coronadas de roca y las hondonadas presentaban traicioneras zonas pantanosas por entre las que nuestro guía nos condujo sin yerro.
Owain nos contó que las gentes del páramo se habían rebelado contra el rey Mordred y que su religión les enseñaba a temer a los hombres con escudos negros. Fue un cuento bien urdido, y tal vez me lo hubiera creído de no haber escuchado subrepticiamente su conversación de la víspera con el príncipe Cadwy. Owaín nos prometió oro si cumplíamos bien nuestro deber y luego nos advirtió que la matanza de esa noche tendría que permanecer en secreto pues íbamos a infligir un castigo sin haber recibido órdenes del consejo. Durante el trayecto a los páramos, en la espesura de un bosque, encontramos un antiguo santuario construido bajo un robledal, y Owain nos hizo prestar juramento ante las calaveras cubiertas de musgo que ocupaban las hornacinas de la pared del santuario de guardar el secreto so pena de muerte. Abundaban en Britania antiguos santuarios ocultos -testigos de la extendida presencia de los druidas antes de la llegada de los romanos-, donde el pueblo acudía todavía a pedir ayuda a los dioses. Y aquella tarde, bajo los robles cubiertos de liquen y postrados de hinojos ante las calaveras, con una mano en la empuñadura de la espada de Owain, los iniciados en los secretos de Mitra recibieron el beso de Owain. Tras recibir tal bendición divina y pronunciar el juramento, proseguimos camino hasta la noche.
Llegamos a un lugar extremadamente sucio. Las grandes hogueras de la fundición despedían chispas y humo hacia los cielos. Las cabañas se desparramaban entre las hogueras y alrededor de la gran boca negra por donde los hombres entraban a cavar las entrañas de la tierra. Había grandes montones de carbón que parecían peñascos negros y el olor del valle no se parecía a nada que yo conociera; en verdad, a mi calenturiento parecer, más semejanza guardaba aquel pueblo minero de las tierras altas con el reino de Annawn, el otro mundo, que con cualquier aldea humana.
Ladraron los perros al acercarnos, pero nadie en la aldea percibió el ruido que hacíamos. No había empalizada, ni siquiera un montículo de tierra a modo de protección. Había caballos enanos atados cerca de las hileras de carretas, y empezaron a relinchar cuando nos acercamos dando un rodeo por el valle, pero tampoco entonces salió nadie de las bajas cabañas a investigar la causa de su inquietud. Las cabañas eran cilíndricas, de piedra, con techumbre de turba, pero en el centro de la población había dos viejos edificios romanos, cuadrados, altos y sólidos.
–A dos por cabeza, si no más -dijo Owain en un susurro, para recordarnos a cuántos debíamos matar cada uno-. Los esclavos y mujeres no cuentan. Sed veloces, matad rápidamente y cuidaos las espaldas. ¡Y no os separéis!
Nos dividimos en dos grupos. Yo iba con Owain, cuya barba relucía con el reflejo de las llamas en los aros guerreros de hierro. Los perros ladraban, los caballos enanos relinchaban y, finalmente, un gallo cantó y un hombre salió de una cabaña a ver por qué estaban tan inquietos los animales, pero ya era tarde. La carnicería había comenzado.
Vi muchas matanzas semejantes. En un poblado sajón habríamos incendiado las cabañas antes de comenzar a matar, pero el fuego no prendía en esos cilindros de piedra cruda y turba y hubimos de lanzarnos al asalto con picas y espadas. Cogimos leños encendidos de la hoguera más próxima y los arrojamos al interior de las viviendas antes de entrar, para tener alguna luz que nos alumbrara a la hora de matar, y en algunas ocasiones las llamas causaron alarma suficiente para que los habitantes salieran al exterior, donde les aguardaban las espadas que los descuartizarían como hachas de carnicero. Si el fuego no los obligaba a salir, Owain enviaba al interior a dos guerreros mientras los demás montaban guardia fuera. Temía que me llegara el turno, pero sabía que era inevitable y que no osaría oponerme a la orden. Me había comprometido por juramento a derramar la sangre de aquéllos; negarme habría supuesto sentencia de muerte.
Comenzaron los gritos. Las primeras cabañas no fueron difíciles, pues las gentes dormían o empezaban a despertarse, pero a medida que nos adentrábamos en la aldea encontrábamos más feroz resistencia. Dos hombres nos atacaron con hachas, pero fueron abatidos con desdeñosa facilidad por nuestros lanceros. Las mujeres huían con niños en los brazos. Un perro atacó a Owain y murió entre gemidos con el espinazo roto. Vi a una mujer corriendo, llevaba un niño en brazos y a otro, que sangraba, de la mano; de pronto me acordé de las palabras de Tanaburs cuando se marchó, que mi madre aún vivía. Me eché a temblar al darme cuenta de que el viejo druida me habría lanzado una maldición cuando amenacé con matarlo y, aunque la buena suerte mantuviera la maldición a raya, notaba su maléfica influencia acechándome como un enemigo desconocido en la oscuridad. Me toqué la cicatriz de la mano izquierda y rogué a Bel que la maldición de Tanaburs fuera destruida.
–¡Derfel! ¡Licat! ¡A esa cabaña! – gritó Owain; y yo, como buen soldado, obedecí la orden.
Dejé caer el escudo, arrojé un madero encendido por la puerta y me agaché para pasar por la pequeña entrada. Los niños gritaron al verme y un hombre semidesnudo se me echó encima con un cuchillo, obligándome a virar a un lado a la desesperada. Caí sobre una niña al embestir a su padre, lanza en ristre. La hoja resbaló entre las costillas del hombre, que habría caído sobre mi y me habría hundido el cuchillo en la garganta de no haber sido por Licat, que lo mató. El hombre se dobló por la mitad aferrándose el vientre y ahogó un grito cuando Licat le arrancó la hoja del cuerpo para pasar a cuchillo a los llorosos niños. Salí fuera con la punta de la lanza manchada de sangre e hice saber a Owain que allí sólo había un hombre.
–¡Adelante! – gritaba Owain-. ¡Por Demetia, por Demetia!
Era el grito de guerra de aquella noche, el nombre del reino irlandés de Oengus Mac Airem, situado al oeste de Siluria. Todas las cabañas estaban ya vacías y empezamos a perseguir a los mineros por los oscuros recovecos del poblado. Los fugitivos huían en todas direcciones, pero algunos hombres se quedaron y presentaron batalla. Un grupo de valientes llegó a colocarse en ruda formación y nos atacaron con lanzas, picos y hachas, pero los hombres de Owain destruyeron la primitiva defensa con una eficacia pasmosa, aguantando a pie firme la embestida
con los negros escudos y rompiendo después la formación de los atacantes con las lanzas y las espadas. Me encontraba entre soldados eficientes. Que Dios me perdone pero, aquella noche maté al segundo hombre de mi vida, y tal vez a un tercero. Al primero le atravesé la garganta con la lanza, al segundo se la clavé en la ingle. No saqué la espada, pues juzgué indigno del arma de Hywel el propósito de esa noche.
Todo terminó con relativa rapidez. El pueblo quedó vacio de repente, sólo quedaban los muertos, los que agonizaban y unos pocos hombres, mujeres y niños que trataban de esconderse. Matamos a todo el que encontramos. Matamos también a los animales, quemamos las carretas que utilizaban para subir carbón desde los valles, hundimos las techumbres de turba de las cabañas, pisoteamos los huertos y finalmente saqueamos la aldea en busca de objetos de valor. Unas cuantas flechas cayeron desde el horizonte, pero ninguna hizo blanco.
En la cabaña del jefe había una tina con monedas romanas, lingotes de oro y barras de plata. Era la vivienda más grande, de veinte pies de largo, y en el interior, a la luz de las antorchas, vimos al jefe muerto, tendido en el suelo con la cara amarillenta y el vientre abierto. A su lado yacían dos niños y una de sus mujeres. Había aún una niña más, muerta bajo una pieza de cuero
empapada de sangre, y se me antojó que movía la mano cuando uno de los nuestros tropezó con ella, pero fingí no verlo y la dejé en paz. Se oyó el grito de otra criatura al ser encontrada en su escondite y atravesada con la espada.
Que Dios me perdone, Dios y todos los ángeles, pero a una sola persona confesé el pecado de aquella noche, y como no era sacerdote, no pudo darme la absolución de Cristo. En el purgatorio, o tal vez en el infierno, sé que me encontraré con aquellos niños asesinados. A sus padres y madres les será entregada mi alma para que la usen a su entero capricho, y tal castigo será bien merecido.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer yo? Era joven, quería vivir, había prestado juramento y seguía a mi jefe. No maté a nadie que no me atacara primero, pero ¿qué pretextos son ésos ante semejante felonía? Mis compañeros no lo juzgaban bochornoso en modo alguno; sólo mataban criaturas de otra tribu, de otra nación, incluso y eso lo justificaba todo; mas yo me había educado en el Tor, entre gentes de todas las razas y tribus, y aunque Merlín fuera un cacique de tribu e incondicional protector de todo aquel que se jactara de ser britano, no preconizaba el odio hacia otras tribus. Sus enseñanzas me hicieron poco apto para matar extranjeros si no mediaba más motivo que el de ser diferentes a mí.
Y sin embargo, apto o no apto, maté, y que Dios me perdone ese pecado y todos los demás, tan numerosos que no quiero recordarlos.
Partimos antes del alba. El valle quedó arrasado, envuelto en humo y empapado en sangre. El páramo hedía a muerte y los gemidos de las viudas y los huérfanos resonaban por doquier. Owaín me dio un lingote de oro, dos barras de plata y un puñado de monedas y, que Dios tenga misericordia, los acepté.
otoño. En esta época, pues, da la guerra los últimos coletazos, antes de que el invierno clausure los caminos.
Y fue el primer otoño después de la muerte de Uter cuando luché por vez primera contra los sajones, pues tan pronto concluyó la recaudación de impuestos en el oeste, tuvimos noticia de invasores sajones en el este. Owain nos puso al mando de su capitán, un hombre llamado Griffid ap Annan, y nos envió en ayuda de Melwas, rey de los belgas, un monarca vasallo de Dumnonia. Melwas tenía bajo su responsabilidad el cuidado de la costa sur y debía impedir la entrada de invasores sais, cuya beligerancia se había recrudecido en aquel aciago año de la incineración de Uter. Owain se quedó en Caer Cadarn a causa de una enconada disputa habida en el consejo del reino sobre quién habría de encargarse de la crianza de Mordred. El obispo Bedwin quería tenerlo en sus propiedades, pero los no cristianos, que eran mayoría en el consejo, no deseaban que Mordred se educara en el cristianismo, por las mismas razones que Bedwin y sus partidarios se oponían a que el rey infante creciera en el paganismo. Owain, que decía adorar a todos los dioses por igual, se propuso a sí mismo como solución de consenso.
–No importa en qué dios crea el rey -nos dijo antes de partir- porque los reyes necesitan aprender a luchar, no a rezar.
Le dejamos defendiendo su proposición y marchamos a dar muerte a los sajones.
Griffid ap Annan, nuestro capitán, era un hombre enjuto y lúgubre y estaba convencido de que la verdadera intención de Owain era impedir que Mordred fuera confiado a Arturo.
–No es que Owain no tenga a Arturo en alta estima -se apresuró a aclarar-, pero si el rey queda en manos de Arturo, otro tanto sucederá con Dumnonía.
–¿Y eso es malo? – pregunté.
–Para ti y para mi, muchacho, es mejor que el reino pertenezca a Owain.
Griffid tocó una de las torques de oro que llevaba al cuello para ilustrar lo que quería decir. Todos me llamaban muchacho o rapaz, pero sólo porque era el más joven de la tropa y aún no había recibido el baño de sangre en el campo de batalla contra otros guerreros. Además, me tenían por una especie de amuleto de buena suerte porque había salido indemne del pozo de la muerte de un druida. Los hombres de Owain, como los soldados de todas partes, eran tremendamente supersticiosos. Todo augurio era considerado y debatido, todos y cada uno de los hombres llevaban una pata de liebre o una piedra de luz; todos los actos se celebraban con observancia de ritos determinados, y así, ninguno se quitaba la bota izquierda antes que la derecha ni afilaba la lanza a su propia sombra. Había un puñado de cristianos entre nosotros y pensé que tal vez mostraran menos temor de los dioses, los espíritus o los fantasmas, pero en verdad, manifestábanse tan supersticiosos como el resto.
La capital del Melwas, Venta, era una ciudad fronteriza y pobre. Los talleres permanecían cerrados desde hacía mucho tiempo y las paredes de sus grandes edificios romanos tenían señales de grandes incendios provocados por los sajones durante sus incursiones. El rey Melwas temía que la ciudad fuera saqueada.de nuevo. Seg·n él, los sajones tenían un nuevo jefe, hambriento de tierras y temible en la batalla.
–¿Por qué no ha venido Owain? – preguntó enfurruñado-. ¿O Arturo? Quieren mi destrucción, ¿no es así? – Era un hombre gordo y suspicaz y tenía el aliento más fétido que había olido en mi vida. Era rey de una tribu, más que de un país, y miembro, por tanto, del segundo rango, aunque al verlo habriase dicho que no era más que un siervo, y quejoso por demás-. Habéis venido pocos, ¿no es así? – amonestaba a Grifrid-. Por fortuna he organizado la leva.
La leva era el ejército civil de Melwas, en el que había de servir todo hombre capaz de la tribu de los belgas, aunque unos cuantos habían logrado escabullirse y los más ricos habían enviado esclavos en vez de acudir en persona. A pesar de todo Melwas reunió una fuerza de más de trescientos hombres que además aportaban su propia manutención y sus propias armas. Algunos habían sido soldados anteriormente y disponían de buenas lanzas de guerra y escudos en buen estado, pero la mayoría carecía de armadura y algunos no tenían sino simples palos o azadones. La leva iba acompañada por un nutrido grupo de mujeres y niños que no deseaban quedarse solos en sus casas, sabiendo con certeza de la proximidad de los sajones.
Melwas insistió en permanecer en Venta con sus soldados protegiendo las ruinosas murallas, lo cual significaba que Griffid habría de dirigir a la leva contra el enemigo. Melwas no tenía la menor idea de dónde se hallaban los sajones, de modo que Griffid se internó a ciegas en los profundos bosques del este de Venta. Más parecíamos una cuadrilla de plebeyos que una tropa de guerra, pues a la vista de un corzo cualquiera, emprendíamos alocada persecución en medio de tan estruendosa algarabia que habríamos podido alertar al enemigo en un radio de doce millas, y la caza siempre se convertía en un desparrame general por el bosque. De esa forma perdimos casi cincuenta hombres, que o bien terminaron en manos de los sajones en su ciega carrera o bien, al verse perdidos, decidieron regresar a su casa.
Los bosques estaban infestados de sajones, aunque al principio no vimos ninguno. A veces encontrábamos sus hogueras calientes todavía, y en una ocasión topamos con un asentamiento de belgas que había sido saqueado e incendiado. Los hombres y los ancianos aún estaban allí, todos muertos, pero se habían llevado a los jóvenes y a las mujeres como esclavos. El olor de la muerte empañó la alta moral de la leva, de modo que a partir de entonces los reclutas se mantuvieron unidos siguiendo a Griffid hacia el este.
Encontramos la primera horda de guerreros sajones en un ancho valle de un río, donde estaban levantando un asentamiento. Cuando llegamos, habían construido media empalizada y plantado los pilares de madera de su fortaleza principal, pero al vernos aparecer en el lindero del bosque, dejaron caer las herramientas al suelo y tomaron las lanzas. La proporcion de hombres era de tres a uno a nuestro favor, pero a pesar de la ventaja Griffid no consiguió que cargáramos contra su línea de defensa, bien trabada y erizada de lanzas. Los más jóvenes teníamos coraje suficiente, y unos cuantos empezamos a brincar como locos ante los sajones, pero no en número suficiente como para iniciar el ataque; los sajones desoyeron nuestras pullas y el resto de los hombres de Griffid bebía hidromiel y maldecía nuestras ínfulas. A mi entender, desesperado como estaba por ganarme un aro guerrero hecho de hierro sajón, no atacar era pura insensatez, pero es que aún no había probado la carnicería que acarrea el enfrentamiento de dos líneas de defensa atacándose mutuamente, ni sabia lo difícil que es persuadir a los hombres de que presten sus cuerpos a tarea tan truculenta. Griffid intentó animarnos al combate, aunque sin gran convencimiento; luego se conformó con seguir bebiendo e insultando al enemigo, y así estuvimos tres horas o más frente a ellos sin avanzar ni unos pocos pasos.
La indecisión de Griffid me dio al menos la oportunidad de examinar a los sajones de cerca, y en verdad no se diferenciaban tanto de nosotros. Eran más rubios de pelo y su piel parecía más áspera que la nuestra. Gustaban de reforzar su vestimenta con pieles colocadas por doquien pero por lo demás usaban la misma ropa que nosotros; en cuanto a las armas, la única diferencia estribaba en que la mayoría se pertrechaba de un cuchillo de hoja larga, atroz en el combate cuerpo a cuerpo, y muchos usaban grandes hachas capaces de cortar un escudo en dos de un solo golpe. Fue tal la sensación que las hachas causaron entre nosotros que algunos se armaron de ellas, aunque Owain, igual que Arturo, las despreciaba por pesadas. Owain nos decía que con el hacha no se puede parar golpes, y a sus ojos de nada sirve un arma que no es capaz de atacar y defender por igual. Los sacerdotes sajones diferían grandemente de nuestros santones, pues esos hechiceros extranjeros se cubrían con pieles de animales, se embadurnaban el pelo con boñiga de vaca y se lo peinaban en forma de puntas que sobresalían de la cabeza. Ese mismo día, en el valle del río, uno de esos sacerdotes sais sacrificó una cabra para saber si debían enfrentarse a nosotros o no. En primer lugar, el sacerdote rompió al animal una pata trasera, luego le clavó una puñalada en el cuello y después lo soltó; la cabra echó a correr arrastrando la pata rota. Iba dando bandazos, sangrando y balando ante la formación de batalla hasta que, volviéndose hacia nosotros, cayó en la hierba, cosa que al parecer era de mal augurio para los sajones, pues la barrera de escudos perdió su aire de desafio y se retiró prestamente, escabulléndose entre sus edificaciones a medio hacer hasta cruzar un vado y volver al bosque. Se llevaron mujeres y niños, esclavos, cerdos y rebaños. Lo consideramos una victoria, nos comimos la cabra y destrozamos la empalizada. No hubo botín.
Los de la leva estaban hambrientos, pues según su costumbre habían terminado con todas sus reservas de alimentos en los primeros días y ahora no tenían nada que comer salvo las avellanas que cogían del bosque. La falta de víveres significaba que no había más remedio que retirarse. La hambrienta tropa, deseosa de volver a casa, partió delante, y nosotros, los guerreros, emprendimos la marcha después, con más calma. Griffid estaba malhumorado, pues regresaba sin oro ni esclavos, aunque en realidad no había hecho ni más ni menos que la mayoría de las bandas guerreras que pululaban por los territorios en litigio. Pero, cuando ya casi habíamos alcanzado tierras conocidas, topamos con una banda sajona de guerreros que regresaba en sentido opuesto. Debían de haberse encontrado con parte de los nuestros porque iban cargados de mujeres y armas requisadas. El encuentro fue sorprendente para ambas partes. Yo iba a la retaguardia de la columna de Griffid y sólo oi el comienzo de la batalla que se produjo cuando nuestra vanguardia salió de entre los árboles sorprendiendo a media docena de sajones que cruzaban el río. Los nuestros atacaron y los lanceros de ambos bandos se precipitaron a la inesperada batalla. No hubo formación de defensa, sólo una sangrienta escaramuza en las poco profundas aguas del arroyo y, una vez más, como el día en que maté a mi primer enemigo en los bosques del sur de Ynys Wydryn, volví a sentir la euforia del combate. Tuve para mí que era la misma emoción que embargaba a Nimue cuando los dioses la visitaban; me había dicho que era como tener alas que te elevan a la gloria, y así me sentí yo, exactamente, aquel día de otoño. Me enfrenté al primer sajón de mi vida a la carrera, apuntando con la lanza, y cuando vi el miedo reflejado en sus ojos, supe que era hombre muerto. Le hundí la lanza en el vientre profundamente, de modo que saqué la espada de Hywel, que ya se llamaba Hywelbane, y lo rematé con un golpe lateral luego entré en el agua y maté a dos más. Gritaba como un espíritu maligno provocando a los sajones en su propia lengua, retándoles a que se acercaran a probar el sabor de la muerte; un guerrero muy corpulento recogió el desafio y cargó contra mí con un hacha enorme que inspiraba terror. Pero el hacha acarrea mucho peso muerto. Una vez que se inicia el movimiento, ya no se puede variar, y derroté al hombre con una estocada frontal que habría calentado el corazón a Owain. Sólo de ese hombre cobré tres torques de oro, cuatro broches y un cuchillo con gemas incrustadas, y me llevé además la hoja de su hacha para hacerme los primeros aros de guerrero.
Los sajones se dieron a la huida dejando ocho muertos y otros tantos heridos. No menos de cuatro habían muerto a manos mías, proeza que no pasó desapercibida entre mis compañeros. Muy deleitoso me pareció su respeto, aunque más tarde, cuando era mayor y más sabio, achaqué la desproporcionada matanza a mera estupidez juvenil. Los jóvenes suelen precipitarse donde los sabios proceden con cautela. Perdimos tres hombres, entre ellos Licat, el que me había salvado la vida en los páramos. Recuperé mi lanza, me hice con dos torques mas, de plata, pertenecientes a los guerreros que había matado en el río, y vi cómo los enemigos heridos eran despachados al otro mundo, donde se convertirían en esclavos de nuestros muertos. Encontramos a seis cautivas britanas escondidas entre los árboles, mujeres que habían seguido a los de la leva a la guerra y que habían sido capturadas por los sajones, y fue una de ellas la que descubrió al único guerrero enemigo que aun se ocultaba entre unas zarzas a la orilla del río. Gritó al verlo e intentó clavarle un cuchillo, pero el hombre escapó como pudo hacia el agua, y allí lo capturamos. No era más que un joven imberbe, de la misma edad que yo, quizá, y temblaba de miedo.
–¿Cómo te llamas? – le pregunté, apuntándole a la garganta con la lanza.
Estaba espatarrado en el agua.
–Wlenca -dijo, y me contó que hacia sólo unas semanas que había llegado a Britania, aunque cuando le pregunté de dónde procedía no supo decir nada más que de casa.
No hablaba exactamente la misma lengua que yo, pero las diferencias eran pocas y le entendí bien. Dijome que el rey de su pueblo era un gran jefe llamado Cerdic que estaba conquistando tierras en la costa sur de Britania. También me contó que Cerdic había tenido que luchar contra Aesc, otro rey sajón que ahora gobernaba las tierras de Kent, para establecer su nueva colonia, y entonces me di cuenta por primera vez de que los sajones luchaban entre ellos de la misma forma que los britanos. Al parecer, ese tal Cerdic había ganado la guerra contra Aesc y trataba de extender su dominio hacia Dumnonía.
La mujer que había descubierto a Wlenca estaba acuclillada allí cerca, murmurando amenazas entre dientes, pero otra mujer declaró que Wlenca no había tomado parte en las violaciones perpetradas tras la captura. Griffid, aliviado, pues regresaba a casa con un botín, perdonó la vida a Wlenca; el sajón fue desnudado y, bajo custodia de una mujer, inició la marcha hacia el oeste, hacia la esclavitud.
Tal fue la última expedición del año y a pesar de que la consideramos una gran victoria, no fue nada en comparación con las gestas de Arturo. No sólo expulsó a los sajones de Aelle del norte de Gwent, sino que después venció a las huestes de Powys, y durante el proceso cercenó a Gorfyddyd el brazo del escudo. El rey enemigo huyó, pero de todas formas fue una gran victoria y Gwent y Dumnonia enteras aclamaban a Arturo. A Owain, por el contrario, no le gustó.
Lunete, sin embargo, estaba loca de alegría. Le proporcioné oro y plata suficientes como para llevar una capa de piel de oso y hacerse con una esclava propia, un niña de Kernow que adquirió en las propiedades de Owain. La niña trabajaba de sol a sol, y por las noches lloraba en un rincón de la cabaña que ya llamábamos nuestra casa. Cuando lloraba mucho, Lunete la pegaba y cuando salí en su defensa, me pegó a mí. Los hombres de Owain dejaron a una las superpobladas dependencias militares de Caer Cadarn y se instalaron en el burgo de Lindinis, mucho más cómodo, donde Lunete y yo teníamos una cabaña con techumbre de paja y paredes de adobe dentro de las bajas murallas de tierra levantadas por los romanos. Caer Cadarn distaba seis millas y sólo se llenaba de gente cuando algún enemigo se acercaba en exceso o con motivo de alguna celebración real. Y aquel invierno hubo una gran fiesta el día en que Mordred cumplió un año, momento en que además, por casualidad, los problemas de Dumnonía llegaron a un punto critico. Aunque tal vez no fuera por casualidad, pues Mordred siempre fue malaventurado y el día de su aclamación estaba condenado a ser marcado por la tragedia de un modo u otro.
La ceremonia se llevó a cabo después del solsticio. Mordred iba a ser proclamado rey y los grandes de Dumnonia se reunieron en Caer Cadarn para la ocasión. Nimue llegó el día anterior
y vino a nuestra cabaña, que Lunete había adornado con acebo y hiedra para el solsticio. Nimue cruzó el umbral, que tenía unas muescas para espantar a los malos espíritus, se sentó junto al fuego y se retiró la capucha.
Sonrei al verle el ojo de oro.
–Me gusta -le dije.
–Es hueco -me dijo, y para mi desconcierto le dio unos golpecítos con la uña. Lunete estaba gritando a la esclava porque había dejado quemarse el potaje de brotes de cebada y Nimue se sobresaltó ante tal estallido de furia-. No eres feliz -me dijo.
–Sí soy feliz -dije con énfasis, pues a los jóvenes les cuesta admitir sus errores.
Nimue miró el interior de la cabaña, sucio y ennegrecido por el humo, como si percibiera con el olfato el humor de sus habitantes.
–Lunete no te conviene -manifestó con calma y, recogiendo despreocupadamente del suelo una cáscara de huevo, la molió entre los dedos para que ning·n mal espíritu hallase cobijo en ella-. Tienes la cabeza en la nubes, Derfel -prosiguió, y arrojó los trocitos de cáscara al fuego-, mientras que Lunete está atada a la tierra. Quiere ser rica y tú, ganar honores. Esas cosas no casan bien.
Se encogió de hombros como si en realidad aquello careciera de importancia y empezó a contarme cosas de Ynys Wydryn. Merlín no había regresado y nadie sabia dónde se encontraba,
pero Arturo había enviado dinero, obtenido del vencido rey Gorfyddyd, para pagar la reconstrucción del Tor y Gwlyddyn supervisaba las obras de una nueva fortaleza aún más grandiosa. Pelinor seguía con vida, y también Druidan, así como Gudovan el escribano. Me dijo que Norwenna había recibido sepultura en el santuario del Santo Espino, donde la veneraban como santa.
–¿Qué es santa? – le pregunté.
–Cristiana muerta -me dijo, sin más-. Todos tendrían que ser santos.
–¿Y de ti, qué me cuentas? – le pregunte.
–Estoy viva -respondió con indiferencia.
–¿Eres feliz?
–Siempre preguntas estupideces. Si quisiera ser feliz, Derfel, estaría aquí abajo contigo, amasándote el pan y lavándote las sábanas.
–¿Y por qué no quieres ser feliz?
Escupió en el fuego para protegerse de mi sandez.
–Gundleus vive -dijo llanamente, cambiando de tema.
–Prisionero en Coriníum -añadí, como si no supiera ella dónde estaba su enemigo.
–He enterrado una piedra con su nombre -me dijo, y me miró con el ojo de oro-. Me preñó cuando me violó, pero me deshice del infame engendro con cornezuelo.
El cornezuelo era un añublo negro que prosperaba en el centeno y que las mujeres usaban como abortivo. Merlín lo usaba también para entrar en trance y hablar con los dioses. Yo lo probé en una ocasión y estuve varios días enfermo.
Lunete quiso enseñar a Nimue todas sus nuevas posesiones: la trébede, el caldero y el tamiz, las joyas y la capa, las finas enaguas de lino y la jarra romana de plata bruñida con un jinete desnudo dando caza a un corzo a la altura del vientre. Nimue fingió admiración con poco arte y luego me pidió que la acompañara a Caer Cadarn, donde pasaría la noche.
–Lunete es una insensata -me dijo. Ibamos por la orilla de un río que vertía sus aguas en el Cam. Bajo nuestros pies crujían hojas marrones y secas. Había helado y hacia un frío penetrante. Nimue parecía más furiosa que nunca, y más bella, por cierto. La tragedia la favorecía, lo sabia y por eso la deseaba-. Te estás haciendo famoso por méritos propios -me dijo, mirando los sencillos aros de guerrero que llevaba en la mano izquierda.
No me ponía ninguno en la derecha para evitar impedimentos a la hora de empuñar la espada o la lanza, pero lucía cuatro en la izquierda.
–Dan suerte -dije a titulo de explicación.
–No, no dan suerte. – Levantó la mano izquierda y me enseñó la cicatriz-. Cuando peleas, yo peleo contigo. Vas a ser un gran guerrero, y lo vas a necesitar.
–¿De verdad?
Tembló. El cielo estaba gris como una espada sucia, excepto unas pinceladas de color amarillo limón que teñían el horizonte occidental. Los árboles tenían un negro invernal, la hierba aparecía sombría y oscura y el humo de las hogueras del burgo se pegaba al suelo como si temiera el frío vacio del cielo.
–¿Sabes por qué se marchó Merlín de Ynys Wydryn? – me preguntó de pronto, sorprendiéndome de veras.
–Para buscar la sabiduría de Britania -respondí, con las mismas palabras que pronunciara ella en el Gran Consejo de Glevum.
–Pero ¿por qué ahora y no hace diez años? – me preguntó otra vez, y ella misma respondió-. Se ha ido ahora, Derfel, porque llegan tiempos malos. Todo lo bueno se convertirá en malo, todo lo malo será peor. Todos en Britania reúnen sus fuerzas porque saben que se acerca la gran lucha. A veces creo que los dioses están jugando con nosotros. Ponen en juego todas las piezas a la vez para ver cómo termina la partida. Los sajones se hacen fuertes y pronto atacarán en hordas, no en pequeñas bandas. Los cristianos -escupió al río para ahuyentar el mal- dicen que pronto se cumplirán quinientos inviernos del nacimiento de su abyecto dios y que con ello se producirá el advenimiento del triunfo del cristianismo. – Volvió a escupir-. ¿Qué nos espera a los britanos? Luchamos unos contra otros, nos robamos unos a otros, nos dedicamos a levantar castillos para celebrar festines cuando deberíamos estar forjando espadas y lanzas. Seremos puestos a prueba, Derfel, por eso Merlín está reuniendo fuerzas, porque sí no nos salvan los reyes, Merlín tendrá que convencer a los dioses de que acudan en nuestro auxilio. – Se detuvo ante una poza del río y se quedó mirando las negras aguas, que tenían la gélida tersura que precede a la helada. El agua acumulada en las huellas del ganado a la orilla de la poza ya estaba helada.
–¿Y Arturo? – pregunté-. ¿No va a salvarnos?
Me obsequió con el esbozo de una sonrisa.
–Arturo es a Merlín lo que tú eres a mí. Arturo es la espada de Merlín, pero no ejercemos control sobre vosotros. Os dimos poder -tocó el pomo desnudo de mi espada con la mano de la cicatriz- y os dejamos partir. Tenemos que confiar en que hagáis lo que sea menester.
–En mí puedes confiar -le dije.
Suspiró como hacía siempre que yo hacía afirmaciones semejantes, y después sacudió la cabeza negativamente.
–Cuando llegue la hora de la verdad para Britania, Derfel, y llegará, nadie sabe cuán fuerte será su espada.
Se volvió a mirar las murallas de Caer Cadarn, engalanadas con las enseñas de todos los señores y caciques llegados para presenciar como testigos la aclamación de Mordred, que se celebraría por la mañana.
–Insensatos -dijo amargamente-. Insensatos.
Arturo llegó al día siguiente, poco después del amanecer. Venia cabalgando con Morgana desde Ynys Wydryn. Sólo lo acompañaban dos guerreros y los tres hombres montaban en grandes corceles, aunque no traían armadura ni escudo, únicamente espada y lanza. Ni siquiera trajo Arturo consigo su enseña. Mostrábase relajado, como si la ceremonia no tuviera para él más interés que una mera curiosidad. Agrícola, comandante de las tropas de Tewdric, acudió en representación de su señor, que se hallaba enfermo de fiebres, y también Agrícola parecía mantenerse al margen de la ceremonia; por lo demás, percibíase en Caer Cadarn una tensión, una preocupación por el cariz que tomarían los augurios del día. Allí se encontraba el príncipe Cadwy de Isca, con las mejillas tatuadas de azul. El príncipe Gereint, señor de las Piedras, llegó desde la frontera sajona, y el rey Melwas desde la decadente Venta. Todos los nobles de Dumnonia, más de cien hombres, aguardaban en la fortaleza. El aguanieve que había caído durante la noche sobre Caer Cadarn había dejado el terreno resbaladizo y embarrado, pero las primeras luces trajeron un viento fresco del oeste, y cuando Owain salió del interior con el regio infante el sol lucía sobre las colinas que rodeaban el acceso oriental a Caer Cadarn.
La hora de la ceremonia fue fijada por Morgana según augurios de fuego, agua y tierra. Seguramente se celebraría por la mañana, pues nada bueno acarrean los esfuerzos emprendidos
con el sol en declive, pero la gente hubo de esperar hasta que Morgana encontró el momento propicio para dar comienzo a los preparativos en el circulo de piedras que coronaba la cima de Caer Cadarn. Las piedras no eran muy grandes, no había ninguna mayor que un niño acuclillado, y en su centro, donde Morgana tomó posición a la pálida luz del sol, se asentaba la piedra real de Dumnonia. Era una roca grande y alisada por la erosión, plana y gris, exactamente igual que tantas piedras, pero sobre ésa precisamente, según nos habían enseñado, el dios Bel ungió rey a Beli Mawr, su hijo humano, antecesor de todos los reyes de Dumnonia. Cuando los cálculos parecieron favorables, Balise fue conducido al centro del círculo. Era un anciano druida que habitaba en los bosques al oeste de Caer Cadarn, y en ausencia de Merlín se había requerido su presencia para invocar la bendición de los dioses. Era una criatura encogida e infestada de piojos, envuelta en andrajos y piel de cabra, tan sucia que era imposible determinar dónde terminaban los andrajos y comenzaba la barba, pero a pesar de todo era Balise quien, según me habían contado, había enseñado a Merlín gran parte de su saber. El anciano levantó la vara hacia el tenue sol, musitó unas plegarias y escupió varias veces formando un círculo en el sentido del sol, pero le sobrevino un súbito acceso de tos. Jadeando, se dejó caer en una silla que había fuera del circulo; su compañera, una anciana que apenas se diferenciaba de él, le frotó la espalda.
El obispo Bedwin rezó una plegaria al dios cristiano y el rey niño fue llevado en comitiva por el exterior del círculo de piedra. Habían colocado a Mordred sobre un escudo de guerra, envuelto en pieles, y así fue mostrado a los guerreros, caciques y príncipes que, al paso del niño, se postraban de hinojos para rendirle homenaje. De haber sido adulto, el rey habría desfilado por su propio pie alrededor del circulo, pero como no era el caso, dos guerreros dumnonios lo transportaban y tras él, con la espada desenvainada, caminaba Owain, el paladín del rey. Mordred avanzaba en sentido opuesto al del sol, única ocasión en toda la vida en que un rey se opondría al orden natural, pero se trataba de una contradicción escogida a propósito para demostrar que el regio descendiente de dioses estaba por encima de fruslerías tales como tener que seguir al sol siempre que describiera un circulo.
Después, Mordred fue depositado sobre la piedra central, dentro del escudo, para recibir los presentes. Un niño le obsequió con una hogaza de pan, símbolo del deber de alimentar a su pueblo, otro niño le presentó un látigo, símbolo del deber de administrar justicia en su país, y después, una espada fue colocada a sus pies, símbolo de su función como defensor de Dumnonía. Mordred no dejó de llorar en todo el tiempo y pataleaba con tanta energía que a punto estuvo de caerse del escudo. Con tanto patalear, su pie contrahecho quedó al descubierto y me dije que seria un mal augurio, pero todos pasaron por alto el miembro malformado y los grandes del reino fueron acercándose uno a uno para ofrecerle sus presentes. Le regalaron oro y
plata, piedras preciosas, monedas, azabache y ámbar. Arturo le obsequió con un halcón de oro, regalo que cortó la respiración a los presentes por su belleza, aunque fue Agrícola quien aportó el objeto más valioso. Depositó a los pies del pequeño los reales pertrechos de guerra del rey Gorfyddyd de Powys. Arturo había recogido la armadura con adornos de oro después de provocar la huida de Gorfyddyd de su campamento, se la presentó luego al rey Twedric y éste, a su vez, devolvió el tesoro a Dumnonia por medio de su comandante.
Por fin levantaron al inquieto niño de la piedra y se lo entregaron a su nueva aya, una esclava de la casa de Owain. Había llegado el momento de Owain. Todos los grandes habían acudido con mantos y pieles para protegerse del frío, pero Owain avanzó vestido únicamente con calzas y botas. Llevaba el pecho y los brazos tatuados, pero tan desnudos como la espada que, con la debida ceremonia, posó sobre la piedra real. Después, despaciosamente y con cara de burla, recorrió el circulo escupiendo en dirección a todos los presentes. Se trataba de un reto. Si alguno de los que se encontraban allí osaba poner en entredicho el derecho de Mordred al trono, lo único que debía hacer era dar un paso adelante y recoger la espada desnuda de la piedra. Después habría de enfrentarse a Owain. El paladín hizo su recorrido con actitud ufana, desdeñosa, provocativa, pero nadie se movió. Sólo cuando terminó las dos vueltas de rigor volvió al centro del círculo y recogió la espada.
Tras esto comenzó el vitoreo, pues Dumnonia ya tenía rey de nuevo. Los guerreros que rodeaban las murallas golpearon las lanzas contra los escudos.
Aún se necesitaba un último rito. A pesar de los esfuerzos del obispo Bedwin por prohibirlo, el consejo había hecho caso omiso. Vi que Arturo se alejaba, pero todos los demás, incluido el obispo, se quedaron allí cuando un cautivo, desnudo y atemorizado, fue llevado hasta la piedra real. Se trataba de Wlenca, el muchacho sajón al que yo había capturado. No creo que supiera lo que estaba sucediendo, pero seguro que se temía lo peor.
Morgana trató de reanimar a Balise, pero como el viejo druida estaba demasiado débil para cumplir su deber, la propia Morgana hubo de acercarse al tembloroso Wlenca. El sajón no estaba atado, de modo que habría podido intentar la huida, aunque bien saben los dioses que no había escapatoria posible entre la multitud armada que lo rodeaba, de modo que permanecio inmóvil mientras Morgana se acercaba. Quizá lo petrificara la visión de la máscara de oro y el paso renqueante de Morgana, porque no se movió hasta que ella hubo mojado su maltrecha y enguantada mano izquierda en un plato y, tras una breve deliberación, tocó al muchacho en la parte superior del estómago. Al roce, Wlenca se sobresaltó, pero volvió a quedarse quieto. Morgana había mojado la mano en sangre reciente de cabra y la sangre dejó su rastro húmedo en el blanco y fino estómago de Wlenca.
Morgana se alejó. Nadie se movía ni hablaba, la inquietud llenaba el aire, pues era un momento imponente en que la verdad sería revelada. Los dioses se manifestarían respecto a Dumnonía.
Owain entró en el circulo. Había dejado la espada en alguna parte pero llevaba su negra lanza de guerra. No apartaba los ojos del atemorizado sajón, que parecía encomendarse a sus dioses, aunque en Caer Cadarn éstos eran impotentes.
Owain se movía despacio. Apartó la mirada de los ojos de Wlenca un breve instante, el imprescindible para apoyar la punta de la lanza sobre la señal de sangre del estómago del muchacho, y luego volvió a clavar los ojos en los del cautivo. Ninguno hizo el menor gesto. Los ojos de Wlenca derramaron lágrimas, el chico sacudió la cabeza levemente en una muda súplica de piedad que Owain desoyó punto por punto. Esperó a que Wlenca dejara de moverse. La punta de la lanza descansaba sobre la señal de sangre y ninguno de los dos se movía. El viento les agitaba los cabellos y levantaba las h·medas capas de los espectadores.
Owain hincó la lanza con un empujón seco que la clavó profundamente en el cuerpo de Wlenca, luego la sacó de nuevo y retrocedió corriendo; atrás quedaba el sajón solo, sangrando en el círculo real.
Wlenca gritó. La herida era terrible, infligida con premeditación para causar una muerte enloquecedoramente lenta y dolorosa, pero gracias a tamaño trance agónico, un adivino experto
como Balise o Morgana entrevería el futuro del reino. Balise salió de su letargo y observó el tambaleo del sajón, que se aferraba el estómago con una mano, doblándose para mitigar el insoportable dolor. Nimue estiraba el cuello hacia delante con impaciencia, pues era la primera vez que asistía a la celebración de la más poderosa ceremonia de adivinación y quería aprender sus secretos. Confieso que me estremecí, y no por miedo sino porque Wlenca me caía en gracia y había visto en sus grandes ojos azules algo parecido a lo que debía de ser yo mismo; me consolé pensando que, mediante el sacrificio, le sería reservado en el otro mundo un lugar entre los guerreros y allí volveríamos a encontrarnos algún día.
Los gritos de Wlenca se redujeron a un jadeo desesperado. Se puso amarillo, temblaba, pero seguía en pie, tambaleándose en dirección a levante. Llegó a las piedras del círculo y, por un instante, pareció que iba a derrumbarse, pero un espasmo de dolor le obligó a arquear la espalda y lo lanzó de nuevo hacia delante. Giró en un círculo salvaje, escupiendo sangre, y dio unos pasos hacia el norte. Y entonces, por fin, cayó. Agonizaba a borbotones; Balise y Morgana interpretaban cada uno de los espasmos. Morgana se aproximó para observar más de cerca los estertores, contracciones y retorcimientos. Las piernas del muchacho temblaron durante unos segundos, después se le salieron las tripas, echó la cabeza hacia atrás y un sonido ronco de asfixia le salió de la garganta. El sajón murió con un gran borbotón de sangre que casi alcanzó los pies de Morgana.
Por la actitud de Morgana colegimos que el augurio no era bueno y su mal humor se extendió a todos los que esperábamos el oráculo. Morgana retrocedió hasta Balise, se agachó a su lado y el anciano estalló en una especie de carcajada estentórea e irreverente. Nimue se acercó a observar el rastro de sangre y luego el cuerpo; después se unió a Morgana y a Balise mientras los demás aguardábamos. Y seguimos aguardando.
Por fin, Morgana volvió a acercarse al cadáver. Dirigió sus palabras a Owain, el paladín del rey, que permanecía junto al pequeño monarca; los demás estiramos el cuello para oírla.
–El rey Mordred -dijo Morgana- tendrá larga vida. Conducirá a sus guerreros a la batalla y conocerá la victoria.
La multitud suspiró aliviada. Podía considerarse favorable el augurio, aunque creo que todos sabían las palabras que no fueron pronunciadas y algunos recordaban que, en la aclamación de Uter, el rastro de sangre y los estertores de agonía de la víctima predijeron con toda exactitud un reinado glorioso. De todos modos, aun sin gloria, algún augurio esperanzador se desprendió de la muerte de Wlenca.
La aclamación de Mordred concluyó con esa muerte. La desgraciada Norwenna, enterrada bajo el Santo Espino de Ynys Wydryn, lo habría hecho todo de forma muy diferente, y sin embargo, aunque se hubieran congregado mil obispos y un míllar de santos para llevar a Mordred al trono a fuerza de rezos, los augurios habrían sido los mismos. Y es que Mordred, nuestro rey, era deforme y ni druidas ni obispos habrían podido cambiarlo jamás.
Tristán de Kernow llegó esa misma tarde. Nos hallábamos en el gran salón donde se celebraba el festín de Mordred, ocasión memorable por su falta de alegría; la llegada de Tristán la hizo a·n
menos alegre. Nadie se apercibió siquiera de su presencia hasta que se acercó a la gran hoguera central y las llamas arrancaron destellos de su cota de cuero y de su casco de hierro. El príncipe era tenido por amigo de Dumnonia y el obispo Bedwin lo recibió como tal, pero la única respuesta de Tristán fue desenvainar la espada.
El gesto llamó la atención de todos al instante, pues nadie debía llevar armas en el salón del festín, cuando menos durante la celebración de la aclamación de un rey. Algunos hombres ya estaban borrachos, pero también ellos enmudecieron al ver al joven príncipe de oscuros cabellos.
Bedwin trató de pasar por alto la espada desenvainada.
–¿Habéis acudido para la aclamación, lord príncipe? ¿Sin duda habéis sufrido retraso por causa ajena? El invierno dificulta los viajes. Venid y tomad asiento junto a Agrícola de Gwent. Tenemos venado.
–Vengo con una querella -anunció Tristán en voz alta.
Sus seis guardias habían quedado a las puertas mismas de la fortaleza, donde una fría aguanieve barría la colina. Los guardias eran hombres adustos que, a pesar de las armaduras empapadas y los mantos chorreantes, empuñaban los escudos en la debida posición y mostraban amenazadoramente sus afiladas lanzas de guerra.
–¡Una querella! – exclamó Bedwin como si semejante idea fuera cosa extraordinaria-. ¡No en este día auspicioso, desde luego!
Se oyeron algunas voces retadoras entre los guerreros del salón. Ya habían bebido bastante como para apetecer una pelea, pero Tristán los desoyó.
–¿Quién es el portavoz de Dumnonia? – inquirió con exigencias.
Hubo otro momento de duda. Owain, Arturo, Gereint y Bedwin tenían autoridad, pero ninguno sobresalía entre los demás. El príncipe Gereint, que jamás osó anteponerse a nadie, contestó con un encogimiento de hombros; Owain miró a Tristán torvamente y Arturo cedió el honor a Bedwin con todo respeto; el obispo declaró con gran timidez que, como primer consejero del reino, podía pronunciarse en favor del rey Mordred como cualquier otro hombre.
–Entonces, comunicad al rey Mordred -dijo Tristán- que correrá la sangre entre su país y el mio a menos que se haga justicia.
Bedwin se alarmó visiblemente y agitó las manos con gesto conciliador buscando palabras apropiadas. Pero no se le ocurrió nada, y finalmente, fue Owain quien habló.
–Decid lo que tengáis que decir -le conminó secamente.
–Uter, el rey supremo -manifestó-, garantizó protección a un grupo de gentes del pueblo de mi padre. Acudieron a este país a requerimiento de Uter para trabajar en las minas y vivir en paz con sus vecinos, y sin embargo algunos de dichos vecinos cayeron sobre los mineros y los afligieron con la espada, el fuego y el saqueo. Murieron cincuenta y ocho, decidselo a vuestro rey; el sarhaed será establecido según el valor de sus vidas más la vida del hombre que ordenó matarlos. De lo contrario, vendremos con espadas y escudos a cobrarnos el precio personalmente.
–¿La pequeña Kernow? – exclamó Owain con una carcajada estentórea-. ¡Ved cómo temblamos!
Todos los guerreros que me rodeaban rieron con sarcasmo. Kernow era un país pequeño y no constituía rival para las fuerzas de Dumnonia. El obispo Bedwin quiso detener la algazara general, pero el salón rebosaba de hombres ebrios de fanfarronería y nadie estaba dispuesto a tranquilizarse, hasta que el propio Owain pidió silencio.
–He oído, príncipe -dijo-, que fueron los escudos negros irlandeses de Oengus Mac Airem quienes atacaron el páramo.
–Si fueron ellos -contestó Tristán después de escupir en el suelo- debieron cruzar el país volando, pues nadie los vio pasar y no robaron en Dumnonía ni un triste huevo.
–Sin duda porque temen a Dumnonia, pero no a Kernow -replicó Owain, y todo el salón estalló otra vez en carcajadas.
Arturo aguardó hasta que las risas se aplacaron.
–¿Sabéis de algún otro, aparte de Oengus Mac Airen, que haya podido atacar a vuestra gente? – preguntó cortésmente.
Tristán se volvió hacia los hombres acuclillados en el suelo y escrutó sus rostros. Vio la calva cabeza del príncipe Cadwy de Isca y lo señaló con la espada.
–Preguntadle a él. O mejor aún -levantó la voz para acallar las burlas-, preguntad al testigo que aguarda fuera.
Cadwy se puso en pie y exigió a gritos que le permitieran ir a buscar la espada mientras sus tatuados lanceros amenazaban con masacrar toda Kernow.
Arturo dio un manotazo en la mesa. El sonido levantó ecos por todo el salón e impuso silencio; Agrícola de Gwent, que se hallaba junto a Arturo, mantenía la mirada baja, pues la querella nada tenía que ver con él, pero dudo que ni el menor detalle de la confrontación escapase a su astuto entendimiento.
–Quien derramare sangre esta noche -dijo Arturo- será mi enemigo. – Esperó a que Cadwy y los suyos se tranquilizaran y después se dirigió de nuevo a Tristán-. Traed a vuestro testigo, señor.
–¿Acaso es esto un tribunal de justicia? – protestó Owain.
–Permitamos que comparezca el testigo -insistió Arturo.
–¡Estamos celebrando un festín! – arguyó Owain.
–Permitamos que comparezca el testigo.
El obispo Bedwin quería terminar de una vez con el desagradable asunto; ponerse del lado de Arturo parecía la forma más rápida de solventarlo. Los que se encontraban lejos se acercaron a escuchar un drama, pero empezaron a reírse al ver aparecer al testigo de Tristán, pues no era sino una niña de unos nueve años que, erguida y serena, fue a colocarse al lado del príncipe, el cual la acogió rodeándole los hombros con un brazo.
–Sarlinna ferch Edain -anunció el príncipe, presentando a la niña, y luego le apretó los hombros para darle ánimos-. Habla.
Sarlinna se humedeció los labios. Se dirigió a Arturo, tal vez porque su rostro era el más bondadoso de cuantos vio en torno a la mesa.
–Mataron a mi padre, mataron a mi madre, mataron a mis hermanos y hermanas… -hablaba como si hubiera repetido las palabras muchas veces, aunque ninguno de los presentes dudó de su veracidad-. Mataron a mi hermana menor -prosiguió- y mataron a mis gatitos -se le saltó la primera lágrima-; yo lo vi.
Arturo hizo un gesto compasivo con la cabeza. Agrícola de Gwent se pasó la mano por el corto cabello cano y se quedó mirando las vigas, ennegrecidas de hollín. Owain se meció en la silla y bebió un trago del cuerno mientras el obispo Bedwin dejaba traslucir una expresión preocupada.
–¿Viste a los asesinos, en verdad? – preguntó el obispo a la niña.
–Si, señor.
Sarlinna estaba más nerviosa ahora que ya no tenía palabras aprendidas con que responder.
–Pero era de noche, pequeña -objetó Bedwin-. ¿No sucedió el ataque de noche, lord príncipe? – preguntó a Tristán. Todos los lores de Dumnonia habían tenido noticia del ataque a los páramos, pero habían dado crédito a la palabra de Owain, que había informado de que la masacre había sido perpetrada por los escudos negros irlandeses de Oengus-. ¿Cómo es posible que la criatura viera por la noche? – preguntó Bedwin.
Tristán dio ánimos a la niña con unos golpecitos en el hombro.
–Cuenta al señor obispo lo que sucedió -le dijo.
–Los hombres arrojaron fuego dentro de nuestra casa, señor -manifestó Sarlinna en voz baja.
–No el suficiente -replicó un hombre desde las sombras, y todos se rieron.
–¿Cómo te salvaste, Sarlinna? – preguntó Arturo con ternura, una vez sofocadas las risas.
–Me escondí, señor, bajo una piel.
–Hiciste bien -replicó Arturo con una sonrisa-, pero ¿viste al hombre que mató a tu padre y a tu madre? – hizo una pausa-, ¿y a tus gatitos?
La niña asintió. Las lágrimas brillaban en sus ojos, en la penumbra del salón.
–Si lo vi, señor -dijo en voz baja.
–Pues dinos cómo era -replicó Arturo.
Sarlinna llevaba una pequeña enagua gris bajo el manto negro de lana; en ese momento, levantó sus delgados brazos, se remangó y dejó al descubierto la blanca piel.
–El hombre tenía un dibujo en los brazos, señor, un dragón y un oso. Aquí. – Señaló sobre sus brazos el lugar donde debían de encontrarse los tatuajes, y después miró a Owain-. Y tenía aros en la barba -añadió la niña; enmudeció, pero no tuvo necesidad de añadir nada más.
Tan sólo un hombre llevaba aros en la barba, y todos los presentes había visto los brazos a Owain esa misma mañana cuando hundía la lanza a Wlenca en el diafragma; nadie ignoraba que en esos brazos estaban tatuados los símbolos de Dumnonia y del propio Owain, el dragón y el oso de grandes colmillos.
Se hizo el silencio. Un leño se partió en la hoguera y dejó escapar una nube de humo hacia las vigas. Una ráfaga de viento arrojó aguanieve contra la gruesa techumbre e hizo temblar las llamas de las teas de junco que iluminaban el salón. Agrícola miraba la peana de plata cincelada que le servía para apoyar el cuerno como sí nunca hubiera visto un objeto semejante. Un hombre eructó en alguna parte del salón y el sonido pareció provocar a Owain, que volvió su enorme cabeza peluda para mirar directamente a la pequeña.
–Miente -dijo roncamente- y los niños que mienten merecen unos azotes que les hagan sangrar.
Sarlinna empezó a llorar y luego escondió la cara entre los mojados pliegues de la capa de Tristán. El obispo Bedwin frunció el ceño.
–¿No es cierto, Owain, que visitasteis al príncipe Cadwy a finales de verano?
–¿Y bien? – saltó Owain como un resorte-. ¿Y bien? – repitió a voz en grito, como un reto dirigido a toda la asamblea-. ¡Tengo aquí a mis guerreros! – Señaló hacia nosotros, que estábamos sentados juntos en el ala derecha del salón-. ¡Preguntadles! ¡Juro por mi honor que la chiquilla miente!
Un gran clamor se elevó en el salón súbitamente y los hombres escupieron retadoramente a Tristán. Sarlinna lloraba tanto que el príncipe se agachó, la tomó en brazos y así la sostuvo mientras Bedwin trataba de volver a tomar el control del salón.
–Si Owain lo jura por su honor -dijo el obispo a gritos-, la niña miente.
Los guerreros aullaron para demostrar que estaban de acuerdo.
Vi que Arturo me miraba y bajé la vista a mi cuenco de venado. El obispo Bedwin empezaba a arrepentirse de haber invitado a entrar a la pequeña. Se mesó la barba nervioso y sacudió la cabeza con cansancio.
–La palabra de un niño no tiene peso ante la ley -manifestó lacónicamente-. Los niños no cuentan como testigos. – Los testigos posibles eran las nueve clases de gentes cuya palabra podía ser tenida en cuenta ante la ley, y éstos eran: lores, druidas, padres para manifestarse a propósito de sus hijos, magistrados, aquellos que habiendo hecho un regalo desearan manifestarse a propósito del regalo, doncellas para manifestarse a propósito de su virginidad, pastores para manifestarse a propósito de sus rebaños y condenados para manifestarse a propósito de su último deseo. En ningún apartado de la lista se aludía a niños manifestándose a propósito de la masacre de su familia-. La palabra de lord Owair -sentenció el obispo señalando a Tristán con el dedo- si tiene peso ante la ley.
Tristán palideció, pero no estaba dispuesto a renunciar.
–Yo creo la palabra de la niña -dijo- y mañana, después de la salida del sol, vendré a buscar la respuesta de Dumnonía; sí la respuesta niega justicia a Kernow, mi padre se tomará la justicia por su mano.
–¿Qué le sucede a vuestro padre? – se burló Owain-. ¿Acaso ha perdido interés en su última esposa y quiere recibir una paliza en el campo de batalla?
Tristán salió de allí en medio de la burla general, que iba en aumento a medida que los hombres se imaginaban a la pequeña Kernow declarando la guerra a Dumnonia. Yo no me reía, me limitaba a dar cuenta de mi ración de comida diciéndome que la necesitaba para no congelarme durante el turno de guardia que me esperaba después del banquete. Tampoco bebí hidromiel, de modo que seguía sobrio cuando fui a buscar la capa, la lanza, la espada y el casco para apostarme en la muralla norte. Dejó de caer aguanieve y al despejarse el cielo apareció una luminosa media luna flotando entre el resplandor de las estrellas, aunque se estaba formando un c·mulo de nubes por el oeste, sobre el río Severn. Paseé por la muralla temblando.
Y allí me encontró Arturo.
Sabia que vendría y lo deseaba, aunque sentí temor al verle cruzar las dependencias y subir los pocos escalones de madera que llevaban a la baja muralla de tierra y piedra. Al principio no dijo nada, sólo se apoyó en la empalizada y se quedó mirando el lejano destello de fuego que llegaba de Ynys Wydryn. Llevaba puesto el manto blanco, recogido el borde con la mano para no arrastrarlo por el barro. Se había atado los extremos del manto a la cintura justo por encima de la vaina de la espada.
–No voy a interrogarte -dijo por fin, lanzando vaho al aire de la noche-, sobre lo sucedido en los páramos porque no deseo obligar a nadie, y menos a un hombre como tú, a romper un juramento de honor.
–Sí, señor -dije, y me pregunté por qué sabría que estábamos obligados por el juramento de honor hecho aquella negra noche.
–Paseemos juntos. – Me sonrió y señaló con un gesto el pasadizo de la muralla-. El centinela que camina conserva el calor -dijo-. Tengo entendido que eres un buen soldado.
–Lo intento, señor.
–Y tengo noticia de que lo consigues. Así pues, sea enhorabuena. – Guardó silencio al cruzarnos con uno de mis camaradas, que se había acurrucado junto a la empalizada. El hombre me miró al pasar y vi en sus ojos el temor a que traicionara a la tropa de Owain. Arturo se retiró la capucha de la cara. Caminaba a pasos largos y firmes que me obligaban a apresurarme para mantenerme a su altura-. ¿En qué crees tú que consiste el deber de un soldado, Derfel? – me preguntó, con ese tono tan íntimo que te hacia sentir como si fueras lo más importante del mundo para él.
–En librar batallas, señor -contesté.
–Librar batallas, Derfel -me corrigió, moviendo la cabeza negativamente-, en beneficio de quienes no pueden defenderse por si mismos. Lo aprendí en Armórica. Este mísero mundo está lleno de gentes débiles, sin poder hambrientas, tristes, enfermas, pobres, y lo más fácil del mundo es despreciar a los débiles, máxime sí eres soldado. Si eres guerrero y quieres poseer a la hija de un hombre, te limitas a tomarla; si quieres sus tierras, lo matas; después de todo, eres soldado, tienes lanza y espada, y él no es más que un pobre diablo con un arado roto y un buey enfermo, ¿quién te lo impide? – Era una pregunta que no esperaba respuesta y Arturo siguió andando en silencio. Llegamos a la puerta oriental; una nueva capa de escarcha empezaba a blanquear los escalones de leños que subían a la plataforma. Los subimos hombro con hombro-. La verdad, Derfel, es que somos soldados -dijo al alcanzar la plataforma- porque el débil nos hace soldados. Cultiva el grano que nos alimenta, curte el cuero que nos protege y desmocha los fresnos para fabricar nuestras lanzas. Merece que le ofrezcamos nuestro servicio.
–Si, señor -dije, y miré con él la planicie que se extendía ante nuestros ojos.
No hacía tanto frío como la noche en que Mordred naciera, pero me pareció más cruda, y el viento acrecentaba la sensación.
–Todas las cosas tienen una razón de ser -prosiguió-, incluso ser soldado. – Me sonrió como disculpándose, aunque no tenía necesidad de hacerlo pues yo bebía sus palabras. Yo había soñado con ser soldado por el alto rango de los guerreros y porque siempre me había parecido mejor manejar la lanza que el rastrillo, pero nunca me había planteado nada más allá de tan egoístas ambiciones. Arturo había profundizado mucho más y traía a Dumnonía una visión clara de adónde habían de llevarle la espada y la lanza-. Tenemos la oportunidad -dijo inclinándose sobre la alta muralla- de hacer una Dumnonia en la que sirvamos a nuestro pueblo. No podemos proporcionarle felicidad ni sé cómo garantizar una buena cosecha que le enriquezca, pero sí sé que somos capaces de darle seguridad, y el hombre que se siente seguro, el hombre que sabe que sus hijos van a crecer sin que se los lleven como esclavos y que el precio de la mano de su hija no quedará por los suelos a causa de la violación de un soldado, está más cerca de la felicidad que el que vive bajo la amenaza de la guerra. ¿Lo consideras justo?
–Sí, señor -dije.
Se frotó las enguantadas manos para hacerlas entrar en calor. Yo las llevaba envueltas en trapos, cosa que dificultaba el manejo de la lanza, sobre todo porque también procuraba librarme del frío guardándomelas bajo la capa. A nuestra espalda, en el salón del banquete, se oyó un gran clamor de carcajadas. La comida había sido tan mala como era de esperar en un banquete de invierno, pero el vino y el hidromiel habían corrido generosamente, aunque Arturo estaba sobrio igual que yo. Le observé de perfil mientras él miraba las nubes que iban amontonándose en el oeste. La luna arrojaba una sombra sobre su cara alargada que le hacia parecer más huesudo que nunca.
–Odio la guerra -manifestó de pronto.
–¿De verdad? – dije sorprendido, porque entonces yo era joven y me gustaba luchar.
–¡Naturalmente! – replicó con una sonrisa-. Ocurre que se me da bien, quizá también a ti, pero eso sólo significa que debemos utilizarla sabiamente. ¿Sabes lo que sucedió en Gwent el otoño pasado?
–Heristeis a Gorfyddyd -dije con orgullo-; le arrancasteis un brazo.
–En efecto -dijo casi con tono de sorpresa-. Mis caballos son poco útiles en tierras montañosas y para nada sirven en lugares boscosos, de modo que los llevé a las tierras norteñas de Powys, llanas tierras de labor. Gorfyddyd pretendía derrumbar las murallas de Tewdric, de modo que empecé por incendiar los pajares y graneros de Gorfyddyd. Incendiamos y matamos. Lo hicimos bien, pero no porque quisiéramos sino porque era necesario. Y el resultado fue satisfactorio. Así obligamos a Gorfiddyd a abandonar las murallas de Tewdric y volver a las tierras llanas donde mis caballos podían acabar con él. Y así fue. Atacamos al amanecer; luchó bien pero perdió la batalla y el brazo izquierdo, y con eso, Derfel, concluyó la matanza. Sirvió para lo que tenía que servir, ¿lo entiendes? El propósito de la matanza era convencer a Powys de que más les valía estar en paz que estar en guerra con Dumnonia. Y ahora habrá paz.
–¿Habrá paz? – pregunté dubitativo.
La mayoría creíamos que el deshielo primaveral sólo traería un ataque renovado del rencoroso Gorfyddyd, rey de Powys.
–El hijo de Gorfyddyd es un hombre prudente -dijo Arturo-. Se llama Cuneglas y desea la paz, y debemos dar tiempo al príncipe Cuneglas para que convenza a su padre de que perdería algo más que un brazo si fuera a la guerra contra nosotros. Y en cuanto Gorfyddyd esté convencido de que la paz es preferible a la guerra, convocará un consejo al que acudiremos todos y armaremos gran ruido y al final, Derfel, me desposaré con la hija de Gorfyddyd, Ceinwyn. – Me miró fugazmente, como cohibido en cierto modo-. ¡La llaman Seren, la estrella! La estrella de Powys. Dicen que es muy hermosa. – Le agradaba la perspectiva, y no sé por qué, me sorprendió, pero entonces yo no conocía aún la vanidad de Arturo-. Esperemos que sea hermosa como una estrella -prosiguió-, pero hermosa o no, la desposaré e instauraremos la paz en Siluria, y entonces los sajones se enfrentarán a una Britania unida. Powys, Gwent, Dumnonia y Siluria, abrazadas unas a otras, luchando juntas contra el mismo enemigo y en paz unas con otras.
Me reí, no de él sino con él, pues su ambiciosa predicción fue hecha con gran naturalidad.
–¿Cómo lo sabéis? – pregunte.
–Porque Cuneglas ha hecho una oferta de paz en esos términos, claro está, y tú no debes contárselo a nadie, Derfel; de lo contrario, tal vez no llegara a suceder. Ni siquiera su padre lo sabe aún, de modo que es un secreto entre tú y yo.
–Si, señor -dije, y me sentí inmensamente privilegiado por ser participe de tamaño secreto; pero claro, eso era exactamente lo que Arturo quería que sintiera. Siempre supo manipular a la gente, sobre todo a los jóvenes idealistas.
–Pero ¿de qué sirve la paz si luchamos entre nosotros? – me preguntó-. Tenemos el deber de entregar a Mordred un reino rico y en paz, para lo cual es preciso asentar un reino bueno y justo. – Me miraba de frente y hablaba en voz baja, con entusiasmo en su voz profunda y suave-. La paz es imposible si no respetamos los tratados, y el tratado por el que los hombres de Kernow trabajan en nuestras minas de estaño es bueno. A fe mía que nos engañan, pero todos engañan a la hora de entregar dinero a los reyes, y no es motivo suficiente para matarlos, a ellos, a sus hijos y a sus gatos. Así pues, Derfel, a menos que terminemos ahora con este sin sentido, tendremos guerra y no paz. El rey Mark atacará. No vencerá pero el orgullo hará que sus hombres maten a muchos de nuestros campesinos y que nos veamos obligados a enviar una banda guerrera a Kernow, país, por demás, donde la lucha se hace difícil, aunque ganáramos al final. El orgullo quedaría limpio, pero ¿a qué precio? ¿La vida de trescientos campesinos? ¿Cuántas cabezas de ganado? Por otra parte, sí Gorfyddyd nos viera en guerra en la frontera occidental, procuraría sacar provecho de nuestra debilidad y atacaría por el norte. Podemos imponer la paz, Derfel, pero sólo sí poseemos la fuerza necesaria para guerrear. Si nos debilitamos, nuestros enemigos se abatirán sobre nosotros como aves de presa. ¿A cuántos sajones nos habremos de enfrentar el año que viene? ¿Estamos en condiciones de prescindir de hombres para que crucen el Tamar con la misión de matar a un puñado de campesinos de Kernow?
–Señor -dije, presto ya a confesar la verdad; pero Arturo me impuso silencio.
Los guerreros entonaban en el salón la canción de guerra de Beli Mawr, pateaban el suelo de tierra proclamando la gran matanza y celebraban por adelantado otra masacre aún mayor en Kernow.
–No debes decir una palabra de lo sucedido en los páramos -me advirtió Arturo-. El juramento es sagrado incluso para aquellos de entre nosotros que dudamos de la existencia de algún dios capaz de obligar a cumplirlo. Supongamos, simplemente, que la niñita de Tristán nos ha contado la verdad. ¿Adónde nos lleva?
–A la guerra con Kernow -respondí sombríamente, con la mirada perdida en la helada noche.
–No -dijo Arturo-. Nos lleva a que, mañana por la mañana, cuando Tristan regrese, alguien tiene que defender la verdad. Según dicen las gentes, los dioses siempre favorecen al hombre honesto en esta clase de enfrentamientos.
Comprendí a qué se refería y moví la cabeza negativamente.
–Tristán no retará a Owain -dije.
–No si posee el sentido común del que parece hacer gala -dijo Arturo-, pero hasta a los dioses les costaría hacer que Tristán triunfara sobre la espada de Owain. De forma que sí deseamos la paz, alguien ha de presentarse como paladín de Tristán. ¿No estoy en lo cierto?
Lo miré horrorizado pensando en las implicaciones de sus palabras.
–¿Vos? – pregunté al cabo.
Arturo se encogió de hombros.
–No se me alcanza qué otro hombre sería capaz -contesto amablemente-, pero podrías ayudarme en una cosa.
–Lo que ordenéis, señor -contesté-, lo que vos ordenéis.
Creo que en ese instante habría consentido incluso en enfrentarme a Owain en su lugar.
–Derfel, el hombre que ha de presentarse a la batalla -me aleccionó con tino- debe saber que su causa es justa. Tal vez sea cierto que los escudos negros irlandeses cruzaron el país portando sus armas sin que nadie los avistara. O tal vez sus druidas les dieran poder para volar. Tampoco seria imposible que mañana los dioses, si es que les interesa, creyeran que lucho por una causa justa. ¿Qué opinas tú?
Hizo la pregunta con la misma inocencia que si hubiera preguntado qué tal tiempo hacía. Me quedé mirándolo fijamente, abrumado por su forma de ser y deseando desesperadamente evitarle el enfrentamiento con el mejor espadachín de Dumnonía.
–¿Y bien? – insistió.
–Los dioses… -dije, pero entonces me trabé, pues Owain había sido bueno conmigo. El paladín no era un hombre honesto, pero se habrían podido contar con los dedos de una mano los hombres honestos que había entre nosotros, y a pesar de que era un bribón yo le apreciaba. Sin embargo, el aprecio que sentía hacia ese hombre tan honesto era muy superior. También me detuve a dilucidar si con mis palabras rompería el juramento o no-. Los dioses os asistirán, señor -dije finalmente.
–Gracias, Derfel -replicó con una sonrisa apagada.
–Pero ¿por qué? – pregunté súbitamente.
Arturo suspiró y volvió a tender la mirada sobre la tierra, iluminada por la luna.
–Cuando Uter murió -dijo tras un largo silencio- la tierra se hundió en el caos. Eso es lo que pasa siempre en las tierras sin rey, y ahora no tenemos rey. Tenemos a Mordred, cierto, pero no es más que un niño, de forma que alguien tiene que administrar el poder hasta su mayoría de edad. Y ese poder ha de estar en manos de un solo hombre, Derf el, no de tres ni de cuatro ni de diez, sino de uno solo. Cuánto desearía que no fuera así. Créeme, dejaría las cosas como están de todo corazón. Preferiría envejecer contando con Owain como amigo estimado, pero no puede ser. Es necesario conservar el poder para entregárselo a Mordred, y es necesario conservarlo convenientemente, con justicia, y entregárselo intacto, lo cual significa que no podemos permitirnos querellas constantes entre hombres que ambicionan el poder del trono. Un hombre que no es rey ha de serlo, y tendrá que renunciar a los poderes del reino cuando Mordred alcance la mayoría de edad. Y ésa es la misión de los soldados, ¿recuerdas? Luchar por los que no pueden defenderse solos. Y también -añadió con una sonrisa- toman lo que desean, y mañana yo quiero tomar una cosa de Owain. Quiero su honor, y lo tomaré. – Se encogió de hombros-. Mañana lucharé por Mordred y por la pequeña. Y tú, Derfel -me dio con fuerza en el pecho- le buscarás un gatito. – Dio unos enérgicos pisotones en el suelo para hacerlos entrar en calor y luego miró hacia el oeste-. ¿Crees que esas nubes traerán agua o nieve, mañana? – preguntó.
–Lo ignoro, señor.
–Esperemos que sea agua. Bien, tengo entendido que mantuviste una conversacion con ese pobre sajón al que mataron para adivinar el futuro. Cuéntamelo, cuanto más sepamos del enemigo, tanto mejor.
Me acompañó hasta el puesto de guardia y escuchó cuanto tenía que decir sobre Cerdic, el nuevo jefe sajón de la costa sur, y después se fue a la cama. Habríase dicho que no le afectaba lo que iba a suceder por la mañana, pero el terror que yo sentía era suficiente para ambos. Me acordé del combate de Owain contra los dos paladines de Tewdric e intenté rezar a las estrellas, que son el hogar de los dioses, pero no las veía porque tenía los ojos llenos de lágrimas.
La noche fue larga y cruelmente fría, pero deseaba que no llegara el alba.
El deseo de Arturo se cumplió, pues al amanecer empezó a llover. La lluvia se transformó enseguida en un intenso aguacero invernal que caía a grises rachas a lo largo de todo el ancho valle entre Caer Cadarn e Ynys Wydryn. Los canales se desbordaron, el agua corría murallas abajo y formaba grandes charcos bajo los aleros de la fortaleza. Por los agujeros de los tejados de paja salía humo y los centinelas encogían los hombros bajo las capas empapadas.
Tristán, que había pasado la noche en la aldea situada al oeste de Caer Cadarn, subió por el embarrado camino de acceso a la fortaleza. Lo acompañaban sus seis guardias y la pequeña huérfana, todos resbalaban en el barro cuando no hallaban a la vera del camino un matorral o un puñado de hierba donde asentar el pie. Las puertas estaban abiertas y ning·n centinela cerró el paso al príncipe de Kernow, que entró chapoteando por el patio embarrado hasta alcanzar la puerta del gran salón.
Tampoco salió nadie a recibirlo. Dentro reinaba un desorden chorreante de humedad: hombres que dormían la borrachera de la víspera entre restos de comida esparcidos por el suelo, perros hambrientos, húmedas ascuas grises y vómitos cuajados entre los juncos del suelo. Tristán despertó a uno de los durmientes de un puntapié y lo mandó en busca del obispo Bedwyn o de cualquier otra persona de autoridad.
–Si es que hay alguien con autoridad en este país -le gritó al hombre que salía.
Bedwin, bien protegido de la furiosa lluvia con su manto, llegó resbalando y avanzando a trompicones por el resbaladizo barro.
–Milord príncipe -saludó entrecortadamente al entrar como un dardo al dudoso resguardo del salón-, os presento mis disculpas. Nos os esperaba a tan temprana hora. Hace un día inclemente ¿no os parece? – Escurrió el agua del faldón de su manto-. Aun así, es preferible el agua a la nieve, ¿no opináis lo mismo?
Tristán no contestó.
El silencio del huésped aturulló al obispo.
–¿Un poco de pan, tal vez? ¿Vino caliente? Seguro que ya están cociendo unas gachas.
Echó una ojeada en derredor en busca de alguien a quien enviar a las cocinas, pero los hombres dormían como leños, inamovibles.
–Niñita -dijo, y al inclinarse hacia Sarlinna se le contrajo la cara a causa del dolor de cabeza-, seguro que tienes hambre, ¿verdad?
–Hemos venido a buscar justicia, no comida -terció Tristán secamente.
–¡Bah, si! Claro, claro. – Bedwin se retiró la capucha y dejó al descubierto la tonsurada cabeza; se rascó la barba en busca de un piojo molesto-. Justicia -repitió despistado, y luego asintió vigorosamente-. He meditado la cuestión, lord príncipe, la he meditado profundamente y he tomado la decisión de que la guerra no es cosa deseable. ¿No sois del mismo parecer? – Aguardó, pero la expresión de Tristán no acusó respuesta alguna-. Es puro despilfarro -añadió Bedwin-, y aunque no hallo falta en mí señor Owain, confieso que hemos faltado a nuestro deber de defender a vuestras gentes de los páramos. Y gravemente. Es una falta lamentable y por ello, lord príncipe, si place a vuestro padre, cumpliremos, naturalmente, el pago del sarhaed, aunque no -y al decir estas palabras Bedwin dejó escapar una especie de risita- el de los gatitos.
–¿Y en cuanto al hombre que ejecutó la matanza? – dijo Tristán con una mueca.
–¿Qué hombre? – inquirió Bedwin encogiéndose de hombros-. Nada sé de tal hombre.
–Owain -replicó Tristán-. Que muy probablemente aceptó oro de Cadwy.
–No, no, no -dijo Bedwin negando con la cabeza-. No puede ser. No. Por mi honor, lord príncipe, que no tengo conocimiento del culpable. – Miró a Tristán con una súplica muda en los ojos-. Mi señor príncipe, me causaría profundo dolor ver a nuestros paises en guerra. Os he ofrecido cuanto puedo ofrecer y encargaré oraciones por vuestros muertos, pero no puedo contradecir el juramento de inocencia de un hombre.
–Yo si -terció Arturo.
Se había quedado a la espera tras las cortinas de la cocina, al otro extremo del salón. Entré con él en la estancia, donde su blanco manto resplandeció en la húmeda oscuridad del salón.
–Lord Arturo -exclamó Bedwin parpadeando al verlo.
Arturo pasó entre los durmientes que empezaban a despertar entre gruñidos.
–Bedwin, si el hombre que mató a los mineros de Kernow no recibe su castigo, puede volver a asesinar a su antojo, ¿no os parece?
Bedwin se encogió de hombros, abrió las manos y volvió a encoger los hombros. Tristán frunció el ceño, no atinaba a comprender el sentido de las palabras de Arturo.
Arturo se detuvo junto a uno de los pilares centrales del salón.
–¿Y por qué habría de pagar sarhaed el reino cuando el reino no llevó a cabo la matanza? – preguntó tajante-. ¿Por qué habría de sufrir merma el tesoro de mi señor Mordred a causa de la ofensa de otro?
Bedwin pidió silencio a Arturo con un gesto.
–¡No sabemos quién es el asesino! – repitió.
–Entonces debemos demostrar quién fue -respondió Arturo llanamente.
–¡No podemos hacerlo! – replicó Bedwin irritado-. ¡La voz de la niña no tiene peso ante la ley! Y lord Owain, si es que a él os referís, ha jurado por su honor que es inocente. Su voz si que tiene peso ante la ley, de modo que ¿por qué recurrir a la farsa de un juicio? Su palabra basta.
–Ante un tribunal de palabras, sí -replicó Arturo-, pero también existe el tribunal de las espadas, y por mi espada, Bedwin -hizo una pausa y sacó a Excalibur cuan larga era, que relampagueó a la media luz-, sostengo que Owain, paladín de Dumnonia, ha hecho daño a nuestros parientes de Kernow y que será él, y nadie más, quien lo pague.
Hundió la punta de Excalibur en tierra, atravesando las sucias esteras, y allí la dejó, temblando. Por un segundo me pregunté si los dioses del otro mundo aparecerían de repente para apoyar a Arturo, pero sólo oi el viento, la lluvia y los bostezos de los hombres que se despertaban.
También Bedwin abrió la boca, y por un momento se quedó sin palabras.
–Vos… -logró decir al fin, pero ya no dijo nada más.
Tristán, pálido a la lánguida luz, movió la cabeza negativamente.
–Si ha de producirse enfrentamiento ante el tribunal de espadas -dijo a Arturo-, permitid que sea yo quien se enfrente.
–Yo lo he dicho primero, Tristán -contestó Arturo sin ceremonias, con una sonrisa.
–¡No! – Bedwin recuperó el habla-. ¡No es posible!
–¿Deseáis recogerla vos, Bedwin? – replicó Arturo refiriéndose a la espada.
–No.
Bedwin, con evidente aflicción, preveía la muerte de la mayor esperanza del reino, pero antes de que pudiera decir nada más, Owain en persona irrumpió por la puerta del salón. Llegó con la larga mElaine y la espesa barba mojadas y el pecho desnudo le brillaba por el agua de lluvia.
Pasó la vista de Bedwin a Tristán y a Arturo, y luego a la espada clavada en tierra. Parecía confundido.
–¿Estáis loco? – preguntó a Arturo.
–Mi espada -replicó Arturo gentilmente- sostiene que sois culpable en el asunto entre Kernow y Dumnonía.
–Está loco -dijo Owaín a sus guerreros, que se apelotonaban a su espalda.
El campeón tenía los ojos rojos y estaba cansado. Había pasado gran parte de la velada bebiendo y después había maldormido, pero el reto pareció renovarle las fuerzas. Escupió en dirección a Arturo.
–Vuelvo a la cama de esa perra siluria -dijo-, y cuando despierte, quiero que todo esto no sea sino un sueño.
–Sois cobarde, asesino y mentiroso -dijo Arturo con serenidad mientras Owain les daba la espalda para retirarse, y sus palabras dejaron boquiabiertos una vez más a los hombres del salón.
Owain volvió a entrar.
–Mocoso -le dijo a Arturo. Avanzó hasta Excalibur y la tiró al suelo, indicando formalmente que aceptaba el reto-. Pues que tu muerte mocoso, sea parte de mi sueño. Afuera.
Con un cabezazo indicó hacia la lluvia. La pelea no podía celebrarse dentro, so riesgo de maldecir el salón del banquete con una fortuna abominable, de modo que tendrían que enfrentarse bajo la lluvia invernal.
En ese momento toda la fortaleza se puso en pie. Muchos de los que vivían en Lindinis habían pernoctado en Caer Cadarn y las dependencias bullían con el revuelo de los que iban despertándose para presenciar el combate. Allí estaban Lunete, Nimue y Morgana. Caer Cadarn en pleno se apresuró a acudir al duelo, que se celebraría en el real circulo de piedra, tal como exigía la tradición. Agrícola, con el manto rojo sobre su soberbia armadura romana, se situó entre Bedwin y el príncipe Gereínt, mientras el rey Melwas, con un trozo de pan en la mano, observaba con ojos muy abiertos, flanqueado por su guardia. Tristán se encontraba en el extremo opuesto del círculo, donde yo también me coloqué. Al verme allí, Owain supuso que lo
había traicionado. Me amenazó a gritos diciendo que yo seguiría a Arturo al otro mundo, pero Arturo anunció que mi vida estaba bajo su protección.
–¡Ha roto el juramento! – gritó Owaín senalándome.
–Por mi honor -replicó Arturo- que no ha faltado a su palabra.
Se quitó el manto blanco y, tras doblarlo cuidadosamente, lo posó en una de las piedras. Vestía calzones, botas y un fino jubón de cuero sobre una camisa de lana. Owain llevaba el torso desnudo. Sus calzones tenían un entrecruzado de cuero y sus botas eran enormes y tachonadas con clavos. Arturo se sentó en la piedra y se descalzó, pues prefería luchar con los pies desnudos.
–Esto no es necesario -le dijo Tristan.
–Tristemente -respondió Arturo; se puso en pie y sacó a Excalibur de su vaina.
–¿Recurrís a vuestra arma mágica, Arturo? – dijo Owain jactanciosamente-. Tenéis miedo de luchar con un arma mortal ¿verdad?
Arturo enfundó a Excalibur y la dejó sobre el manto.
–Derfel -me dijo volviéndose hacia mi-, ¿llevas la espada de Hywel?
–Si, señor.
–¿Me la prestas? – preguntó-. Prometo devolvértela.
–Procurad conservar la vida para devolvérmela, señor -dije sacando a Hywelbane de la vaina; se la pasé ofreciéndole la cruz.
Arturo la tomó y me dijo que corriera al salón a buscar un puñado de ceniza arenosa y cuando volví, frotó con ella el mango de cuero engrasado de la empuñadura.
Se dirigió a Owain.
–Lord Owain -dijo cortésmente-: preferís luchar tras haber descansado, no me importa esperar.
–¡Mocoso! – le espetó Owain-. ¿Seguro que no deseas ponerte el traje de pez?
–Se oxida con la lluvia -respondió Arturo con gran calma.
–Un soldado para el buen tiempo -se burló Owain, y batió el aire dos veces con su larga espada. En la línea de escudos prefería batirse con espada corta, pero fuera cual fuera el arma que empuñara, Owain era de temer-. Estoy dispuesto, mocoso -dijo.
Me quedé con Tristán y sus soldados y Bedwin hizo un último e inútil intento de evitar el enfrentamiento. Nadie ponía en duda el resultado. Arturo era alto, pero delgado en comparación con la descomunal musculatura de Owain, y nadie le había visto jamás perder un combate. No obstante, Arturo parecía extraordinariamente dueño de si mismo de pie en su sitio, el lado occidental del circulo, y se encaró a Owain, situado cuesta arriba, en el lado oriental.
–¿Os sometéis al dictamen del tribunal de espadas? – preguntó Bedwin a los dos hombres, y ambos asintieron con un gesto.
–Entonces, que Dios os bendiga y que Dios permita el triunfo de la verdad -dijo Bedwin.
Hizo la señal de la cruz y, con rostro apesadumbrado, salió del círculo.
Owain, tal como esperábamos, se lanzó contra Arturo, pero a la mitad del círculo, justo al lado de la real piedra, resbaló en el barro y Arturo cargó súbitamente. Yo esperaba que Arturo luchara con calma, empleando las enseñanzas de Hywel, pero esa mañana, bajo la lluvia torrencial, vi la transformación que Arturo sufría en la batalla. Se convertía en un demonio. Vertía toda su energía en un solo objetivo: la muerte, y se arrojó sobre Owain con mandobles imponentes y veloces que hacían retroceder constantemente al gran hombre. Las espadas entrechocaban secamente. Arturo escupía a Owain y lo insultaba, se burlaba sin dejar de hender el aire una y otra vez con el filo de la espada sin proporcionar a Owain un resquicio por donde pudiera recuperar terreno.
Owain luchaba bien. Nadie sino él habría resistido semejante asalto asesino. Sus botas resbalaban en el barro y en más de una ocasión tuvo que defenderse de rodillas del ataque de Arturo, pero siempre lograba ponerse de nuevo en pie aunque hubiera de retroceder más aún. La cuarta vez que resbaló comprendí en parte la confianza de Arturo. Había dicho que prefería la lluvia porque hacia inseguro el terreno, y creo que sabia que Owain estaría embotado y cansado por la fiesta de la víspera. Pero ni aun así lograba traspasar su escurridiza guardia, aunque, eso si, logró llevar al campeón limpiamente hasta el lugar donde aún se veía la sangre de Wlenca, una mancha oscura en el barro empapado.
Y allí, junto a la sangre del sajón, cambió la suerte de Owain. Arturo resbaló y pudo recuperarse, pero ese breve titubeo era la oportunidad que Owain necesitaba. Se abalanzó con la velocidad del látigo. Arturo lo esquivó, pero la espada de Owain atravesó el jubón de cuero y derramó, de la cintura de Arturo, las primeras gotas de sangre del combate. Arturo volvió a esquivarlo dos veces más, y a la segunda hubo de retroceder ante los rápidos y contundentes ataques que habrían alcanzado el corazón de un buey. Los hombres de Owain gritaban apoyando a su señor y el campeón, que ya olía la victoria, quiso abalanzarse sobre Arturo con todo el peso de su cuerpo para tumbarlo en el barrizal aprovechando la menor corpulencia de su
oponente, pero Arturo esperaba dicha maniobra y, haciéndose a un lado hacia la real piedra, lanzó un contragolpe de espada que abrió a Owain un tajo en el cráneo. La herida, como todas las del cuero cabelludo, sangraba copiosamente, de modo que la sangre empezó a apelmazarse en los cabellos de Owain y a gotear por la ancha espalda del guerrero para terminar diluida en la lluvia. Sus hombres enmudecieron.
Arturo saltó desde la piedra atacando de nuevo y Owain volvió a ponerse a la defensiva. Los dos jadeaban, los dos estaban salpicados de barro y sangre y demasiado cansados para seguir escupiéndose insultos. La lluvia les empapó el cabello, que les caía en largas guedejas empapadas, y Arturo siguió dando mandobles a diestra y siniestra con la misma velocidad con que abriera el combate. Tan rápido era que Owaín no atinaba sino a parar los golpes. Me acordé de la sarcástica descripción que me hiciera Owain del estilo de Arturo con la espada, cuchillada va, cuchillada viene, como el segador que se apresura antes de que llegue el mal tiempo. Una sola vez, una sola, traspasó Arturo la guardia de Owain con la espada, pero el golpe fue esquivado en parte y su ímpetu quedó, por tanto, menguado; los férreos aros de guerrero de la barba de Owain detuvieron el embate. Owain liberó la hoja y volvió a cargar contra Arturo para tirarlo al suelo bajo el peso de su cuerpo. Ambos cayeron y por un segundo pareció que Owain fuera a atrapar a Arturo, pero éste logró zafarse y ponerse de nuevo en pie.
Aguardó a que Owain se levantara también. Los dos respiraban a grandes bocanadas y se quedaron mirándose unos momentos, sopesando las posibilidades, hasta que Arturo atacó otra vez. Balanceaba el arma sin parar, como al principio, y Owain paraba los ciegos golpes indefectiblemente, hasta que Arturo resbaló por segunda vez. Lanzó un grito de terror al que Owain respondió con otro de victoria, al tiempo que echaba el brazo atrás para asestarle el golpe definitivo. Entonces Owain comprobó que Arturo no había resbalado sino que lo había fingido, para que él abriera la guardia al ataque que ahora lanzaba Arturo. Fue la primera estocada del combate, y la última. Owain estaba de espaldas a mí y yo, que me tapaba los ojos en parte para no ver la muerte de Arturo, vi ante mi la brillante punta de Hywelbane asomando limpiamente por la espalda ensangrentada de Owain. La estocada de Arturo atravesó al paladín de parte a parte. Owain quedó como petrificado, sin fuerza de pronto en el brazo armado. Después, de su mano yerta, cayo la espada al barro.
Arturo dejó Hywelbane un segundo, un latido de corazón, en la entrañas de Owain, y después, con un esfuerzo tremendo que requirió el empuje de todos los músculos de su cuerpo, hizo girar la hoja y la desclavó. Gritó al arrancar el acero de entre la carne de Owain, gritó cuando el filo venció la succión de los tejidos y rasgó tripas, músculos, piel y carne, y gritó una vez más al sacar la espada a la gris luz del día. Tanta fue la fuerza necesaria para arrancar el acero del corpulento cuerpo de Owain que la espada siguió su despliegue en un arco extraño esparciendo sangre hasta mucho más allá del embarrado y pisoteado circulo de piedras.
Mientras tanto, Owain, con expresión de incredulidad y las tripas fuera, caía al suelo.
Entonces Hywelbane golpeó una sola vez el cuello del paladín.
Y en Caer Cadern se hizo el silencio.
Arturo se alejó del cadáver y giró en el sentido del sol mirando uno por uno los rostros de los presentes. El suyo era como de piedra, sin el menor rastro de bondad; era la cara del luchador que triunfa. Un rostro terrible, con un rictus de odio en la gran mandíbula que dejó atónitos, por el cambio que en él se operó, a aquellos de entre nosotros que sólo conocíamos a Arturo como hombre concienzudamente reflexivo.
–¿Alguno entre los presentes -dijo en voz alta- se opone a la sentencia?
Nadie se opuso. Todos los mantos goteaban bajo la lluvia y el agua diluía la sangre de Owain. Arturo se acercó a los lanceros del paladín.
–Ahora es el momento de vengar a vuestro señor -dijo escupiéndoles las palabras-; de lo contrario, sois míos a partir de este momento. – Ninguno osó mirarlo siquiera, de modo que se alejó de ellos, pasó sobre el señor caído y se dirigió a Tristán-. ¿Kernow acepta la sentencia, lord príncipe?
–Si, señor -respondió Tristán con el rostro pálido.
–El sarhaed -decretó Arturo- se satisfará a costa de las propiedades de Owain. – Se dirigió nuevamente a los guerreros-. ¿Quién está ahora al mando de los hombres de Owain?
Griffid ap Annan se adelantó con nerviosismo.
–Yo, señor.
–Ven dentro de una hora a recibir mis órdenes. Y si alguno de tus hombres toca a Derfel, mi camarada, todos vosotros arderéis en un pozo de fuego.
Todos prefirieron bajar los ojos en vez de enfrentarse a su mirada.
Arturo quitó la sangre de la espada con un puñado de barro y me la pasó.
–Sécala bien, Derf el.
–Sí, senor.
–Y gracias. Una buena espada. – Cerró los ojos de pronto-. Dios me asista -dijo-, pero he pasado un buen rato. Bien -añadió, y abrió los ojos-, he cumplido mi parte, ¿y tú?
–¿Yo? – dije, y me quedé con la boca abierta.
–El gatito -dijo con tono paciente-, para Sarlinna.
–Tengo uno, señor -dije.
–Pues ve a buscarlo -dijo- y vuelve al salón para almorzar. ¿Tienes mujer?
–Sí, senor.
–Dile que mañana nos vamos después de terminado el consejo.
Me quedé mirándolo sin dar crédito a la suerte que tenía.
–¿Eso significa que…? – balbucí.
–Ciertamente -me interrumpió, impaciente-, a partir de ahora entras a mi servicio.
–¡Si, señor! – exclamé-. ¡Si, señor!
Recogió su espada, el manto y las botas, tomó a Sarlinna de la mano y se alejó del rival al que había dado muerte.
Y yo había encontrado a mí señor.