Capítulo 10
Rob trabajó sin parar durante los cuatro días siguientes, reorganizando su vida, descargándose de trabajo, deshaciéndose de empresas... todo tipo de cosas. También cambió de coche. Un turismo no servía para lo que tenía en mente.
Sue no dijo nada. Solo trabajó largas horas a su lado para ayudarlo con los detalles administrativos. La única pista que le daba para que él supiera que estaba contenta con el cambio era alguna que otra sonrisa. Nada más, pero eso animaba a Rob. Si Sue pensaba que estaba haciendo lo correcto, entonces, era probable que Laurie también lo pensara.
El viernes por la mañana temprano se subió a su nuevo Mercedes familiar, condujo hasta Escocia y, a media tarde, apareció sin avisar en casa de Laurie.
No la había llamado para decírselo porque quería darle una sorpresa. Le gustaba hacer esas cosas. Ella siempre parecía contenta de verlo.
Sintió que su corazón latía muy rápido, y pensó que los minutos siguientes serían los más importantes de su vida. Eso le daba un poco de miedo. Respiró hondo y levantó la mano para llamar a la puerta, justo en el momento en que Laurie abrió.
—Rob.
No hubo bienvenida acalorada... al menos, no por parte de ella. Los perros lo recibieron como siempre, pero ella estaba pensativa y en silencio.
—¿Estás bien? —Le preguntó, y ella sonrió un poco.
—Sí. Por supuesto. Solo que no te esperaba.
«Tiene un amante», pensó él horrorizado.
—¿Vengo en mal momento? —Preguntó, pero ella negó con la cabeza y abrió más la puerta.
—Por supuesto que no. Es solo que no te esperaba —se frotó las manos y dijo—. De hecho, iba a ir a verte. Tengo algo que decirte.
Laurie estaba tan seria que Rob sintió que se le en cogía el corazón. «Va a pedirme el divorcio», pensó él. «Oh, no, por favor, eso no».
—Yo también tengo algo que decirte —dijo él—. Por eso he venido. ¿Quién habla primero?
—¿Por qué no empiezas tú? —Dijo ella, y se volvió para que él no le viera los ojos—. Yo prepararé un café.
Él no había tomado café desde hacía días, siguiendo las instrucciones de Sue, pero no iba a decirle que no.
La siguió hasta la cocina y se sentó junto a la mesa. Todo estaba muy limpio y recogido. ¿Para el novio? Oh, no. Rob no podía soportar aquello.
—He dejado a Mike a cargo de la oficina de Nueva York —le dijo de pronto sin más preámbulo—. He vendido la de París a una persona que llevaba meses detrás de ella, he puesto un anuncio para buscar secretaria y lo he arreglado todo para no tener que viajar mucho.
—¿Y por qué te has comprado un coche familiar? —Preguntó extrañada.
Rob respiró hondo.
—Para los perros —dijo él.
—No entiendo —dijo ella después de sentarse frente a él.
Él cerró los ojos y conté hasta diez, después los abrió y la miró, sin ocultarle que era un hombre vulnerable y necesitado que tenía miedo de perderla.
—Te quiero, Laurie —dijo él—. No puedo seguir así. Necesito que formes parte de mi vida, y que no vivas en un mundo de fantasía al que solo puedo venir a verte de vez en cuando. Quiero que estés en mi cama todas las noches, junto a mí, trabajando conmigo, en mi vida —tomó aire y continuó—. Y si no puedo tener eso, entonces... te diré adiós.
Terminó con la voz entrecortada y bajó la vista para que ella no pudiera ver más. Algunas cosas eran demasiado dolorosas.
—Rob, mírame.
Él levantó la cabeza y vio que ella sonreía, y que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Te quiero —le dijo ella—. Iba a regresar a casa. Lo tengo todo empaquetado, el coche está cargado. Me iba a ir por la mañana. No sabía si ibas a venir a verme, o si querías que regresara, pero te necesito, y si lo único que puedo tener es el poco tiempo que te queda después del trabajo, tendré que conformarme, porque no puedo vivir sin ti. Tú eres todo lo que me importa, Rob, lo único que me preocupa, y necesito estar contigo.
Él la miró y se quedó sin habla. De pronto, estaban abrazados y él la sujetaba con fuerza contra su pecho, y ella se agarraba a él como si nunca fuera a dejarlo marchar.
—Menos mal, porque yo también te necesito, más de lo que te imaginas.
—Creo que puedo imaginármelo —dijo ella con una risita—. Oh, Rob. Tenía tanto miedo.
Él la besó en los labios y le dijo:
—Yo también tenía miedo de que me dijeras que no, miedo de que fuera demasiado tarde y de haberte perdido. Miedo de todo. No sé lo que habría hecho si me hubieras dicho que no podías volver conmigo.
Ella lo miró con lágrimas de felicidad.
—No es así, Rob. Voy a volver contigo, te lo aseguro. Voy a volver y nunca más te voy a dejar, al menos no mientras pueda respirar.
Rob la abrazó con más fuerza, apoyó la cabeza en su hombro y suspiró. Se quedaron abrazados durante mucho rato, y al final, él levantó la vista y la miró.
—Vamos a la cama. Necesito abrazarte, y estoy tan cansado que podría quedarme dormido de pie.
—¿Y qué pasa con el café?
—¿Qué pasa con el café? No lo quiero, te quiero a ti. Nada más, solo a ti.
Nada más. Solo a ella.
Eso sonaba bien. Se fueron a la cama e hicieron el amor, despacio y con cariño, hasta que ella se deshizo entre sus brazos.
Durmieron hasta el amanecer, con los cuerpos entrelazados, y cuando despertaron hicieron el amor una vez más. Después, ella se quedó tumbada con la cabeza apoyada en el pecho de Rob, y pensó que no podía ser más feliz.
Bueno, no era del todo cierto, pero estaba lo más cerca de la máxima felicidad que podía estar.
—¿Rob?
—¿Mmm?
—Siento no poder darte un hijo —dijo ella.
Él se quedó paralizado durante un segundo, después la abrazó y le acarició la espalda.
—No pasa nada. Ya no me importa. No sé si alguna vez me ha preocupado, solo me preocupabas tú. No necesito un hijo. Te necesito a ti.
—Me haré las pruebas, si quieres.
—Solo si tú quieres. Ya te lo he dicho, no me importa. Haremos lo que tú quieras... lo que tú necesites.
Rob la besó y ella se acurrucó contra él.
Se preguntaba si alguna vez tendrían un hijo. Estaría bien, pero como él había dicho, no importaba.
—Tenemos que levantarnos —dijo ella—. Los pobres perros tienen que desayunar y salir a pasear, y nosotros tenemos mucho camino que recorrer.
—No tenemos prisa —le dijo él—. Podemos hacerlo en dos días.
—¿Y los perros?
—Encontraremos un hotel en donde acepten perros, una pensión o algo.
—O podemos levantarnos e irnos. Mi coche está cargado, lo único que tengo que hacer es atar la cama, guardar mis cosas de aseo y terminar de recoger la cocina, meter a los perros en el coche y marchar.
Él la miró.
—¿De verdad quieres ese coche?
—Bueno... no, en realidad no, a menos que hayas vendido el mío.
—No, por supuesto que no. Y tu BMW también es familiar, así que caben los perros. He pensado que si no quieres el Ford, podemos venderlo en un taller y así te ahorrarás conducir el trayecto de regreso. Si en tu coche cabe todo, cabrá en el mío, y si conducimos los dos, podemos hacer todo el viaje en un día.
—Será agradable llegar a casa —dijo ella, y se acordó del jardín y de cómo debían de estar las plantas. Era marzo y la primavera acababa de empezar.
—¿Y qué hacemos con esta casa? —Preguntó Rob—. ¿Te importa dejarla?
—En realidad no. Ha sido precioso el tiempo que hemos pasado aquí, pero no era real, ¿verdad?
—Creo que no.
—De todos modos, solo está alquilada y puede que no quieran venderla. ¿Por qué no pasamos por la agencia, les damos las llaves y pagamos la cuenta?
—Buena idea —murmuró él, y le dio un pequeño abrazo—. El último en llegar al baño es tonto —dijo él, y retiró el edredón.
Ella se rió.
—Ve tú. Yo quitaré las sábanas. Si entramos juntos nos distraeremos.
—Sabes leer mi mente, tramposa.
Ella lo golpeó con una almohada.
—Vamos, date prisa. Quiero irme a casa.
Fue un día largo. Cuando torcieron en la carretera que llevaba hasta su casa, ella estaba cansada. Había conducido un poco hacia el medio día, pero solo lo justo para que Rob durmiera un poco a su lado. Después, cuando despertó, pararon a comer y volvió a ponerse él al volante.
Laurie estaba muy despierta. Era oscuro, pero al entrar en el camino, las luces se encendieron de forma automática y pudo ver que los narcisos estaban en flor.
Todas las plantas estaban a punto de florecer. Todo iba más adelantado que en Escocia. Hacía más calor y el aire olía a hierba recién cortada. Se bajó del coche y respiró hondo. Después suspiró aliviada.
No era la única que estaba aliviada. Rob había abierto a los perros y ambos corrían de un lado a otro olisqueándolo todo. Laurie y Rob se quedaron observándolos, y al final, los perros se acercaron a ellos y los miraron.
—Creo que quieren cenar —dijo ella con una sonrisa.
—¿Y tú? ¿Quieres que prepare algo para nosotros?
—No. Solo quiero una taza de té y tiempo para acostumbrarme de nuevo. Me parece tan extraño estar en casa, y tan agradable.
Ella lo miró y lo besó.
—Gracias por ir a buscarme. Tenía miedo de que no quisieras que volviera.
—¿Por qué no iba a querer que volvieras? —Preguntó él—. El idiota era yo.
—No vamos a discutir —dijo ella—. Perritos, venid, vamos dentro.
Todo se le hacía extraño. El recibidor era grande, la cocina, una caverna, el salón y el comedor demasiado grandes. El estudio, demasiado masculino.
Laurie solo se sentía a gusto en la sala de desayunar, y se dirigió hasta allí. Rob y los perros la siguieron.
—Este cuarto es muy agradable —le dijo ella—. Apenas lo utilizamos. Tenemos que poner un sofá para que nos podamos acurrucar, y los perros también.
—¿Solo un sofá? ¿Para todos nosotros?
Ella se encogió de hombros y sonrió.
—Será muy íntimo. Podrás hacerme compañía mientras cocino.
—Haz lo que quieras. Lo que te haga feliz... lo que haga que te quedes.
Había algo de vulnerabilidad en su voz, y ella le rodeó el cuello y lo abrazó.
—Voy a quedarme —le dijo con firmeza—. Pase lo que pase en el futuro, voy a quedarme... a menos que quieras que me vaya. Incluso así, te advierto que no voy a irme sin pelear.
—Bien. Ahora ¿por qué no pones los pies en alto y descansas mientras yo doy de comer a los perros y te preparo un té?
—No hay sofá.
—Ve al salón.
—Estoy bien aquí.
Se sentó junto a la mesa, y lo miró mientras él daba de comer a los perros, ponía el agua a hervir, vaciaba el lavavajillas... las cosas del hogar que ella casi nunca lo había visto hacer. Se preguntaba cuánto duraría aquello.
¿Semanas? ¿Meses? ¿Años?
Quizá. Parecía bastante sincero.
Estaba agotada. Lo primero que compraría sería un sofá, no uno nuevo, pero sí uno cómodo y de segunda mano para que pudieran usarlo todos sin que importara demasiado.
—Voy a sacar las cosas del coche —dijo él.
—Esta noche no —dijo ella, demasiado cansada como para enfrentarse a ello—. Solo necesito esa bolsa pequeña que metí esta mañana. Todo lo demás puede esperar... menos las camas de los perros. Eso sí lo necesitamos.
Rob asintió y desapareció para volver al rato cargado de cosas. «Debe de haber metido el coche en el garaje», pensó ella. Intentaba analizarlo todo, pero no lo conseguía. Estaba tan cansada.
—Aquí teneis, perritos. ¿Dónde queréis dormir?
—De momento en ningún sitio —dijo ella—. Están muy ocupados oliéndolo todo.
Bueno, Midas o estaba. Minstrel iba a su lado como una sombra, preocupada por los cambios, y sin perder a Laurie de vista.
—No pasa nada, cariño —le dijo ella—. Todo está bien.
Los perros se acercaron a ella y se tumbaron a su lado para que pudiera acariciarlos.
—Es hora de acostarse —dijo Rob al cabo de un rato. Los perros ya habían salido y Laurie apenas podía mantener los ojos abiertos. ¿De dónde sacaba él la energía?
Rob agarró dos bolsas con una mano y ayudó a Laurie con la otra.
—Vamos arriba. Pareces agotada.
Prácticamente tuvo que arrastrarla. Al final, dejó las bolsas en la escalera y la tomó en brazos.
—Puedo andar —dijo ella, sin estar segura de decir la verdad, pero él no la soltó. De algún modo, era lo adecuado... algo así como cruzar el umbral.
Un nuevo comienzo.
La dejó en la cama y fue por las bolsas.
—Entra primero al baño —le dijo él—. Yo desharé tu maleta.
Ella asintió, tomó su bolsa de aseo y el camisón, y se metió en el baño. Era muy grande. Todo era muy grande. Se aseó rápido y regresó al dormitorio. Rob estaba allí colocando las maletas.
—Métete en la cama —dijo él, y al cabo de unos minutos se reunió con ella.
Por primera vez en mucho tiempo no hicieron el amor. Él la abrazó y suspiró de felicidad.
—Me gusta tenerte en casa —le dijo.
—Me gusta estar en casa —dijo ella—. Es extraño, todo me parece enorme después de estar en Little Gluich, pero supongo que me acostumbraré otra vez.
—Por supuesto que sí. Y si quieres cambiar algo, sabes que puedes hacerlo.
—Ahora no —dijo ella medio dormida—. Solo quiero dormir...
Sé calló y cerró los ojos. Y lo último que oyó fue que Rob le decía:
—Te quiero...
Era maravilloso que Laurie hubiera vuelto a casa. Había pasado toda la noche abrazado a ella. Le había dado un calambre en el hombro, pero no se había atrevido a mover a Laurie, y pensó que al poco tiempo se le pasaría. Había estado seis semanas sin ella, si contaba el tiempo que había pasado en Nueva York antes de que ella se marchara a Escocia. Seis semanas, y solo había pasado con ella algún que otro fin de semana.
Un calambre era un pequeño precio que pagar a cambio de tenerla en casa.
Laurie se movió y se alejó un poco de Rob. Él quitó el brazo de debajo de ella y se dio un pequeño masaje para que sangre volviera a circular por él.
Se levantó de la cama y se puso el batín. Brillaba el sol, así que bajó a sacar a los perros y a preparar un té. «Laurie necesitará una taza de té para poder levantarse», pensó él.
Subió con una bandeja y la dejó en la mesita de noche, se sentó en la cama y besó a Laurie.
—Despierta, dormilona. Es la hora del té.
—Ella se quejó y se movió hacia su lado. Él se rió y sirvió el té, después se metió en la cama con ella.
—Vamos, señora Ferguson. Intenta abrir los ojos.
Laurie los abrió un momento y los cerró de nuevo.
—Estoy cansada —murmuró, y así Rob se bebió su taza de té y después la de ella. Al cabo de un rato la dejó en la cama y fue a dar de comer a los perros. Luego, regresó al piso de arriba.
Ella estaba sentada en la cama y estaba un poco pálida.
—¿Estás bien?
—Lo estaré —dijo ella—. Solo estoy cansada. Creo que es de los nervios. Estaba tan asustada por si no querías que volviera.
—Niña tonta —se sentó junto a ella y la abrazó—. ¿Qué tal un buen baño en el jacuzzi?
—Mmm.
—¿Quieres compañía?
Ella sonrió.
—Siempre quiero tu compañía.
Rob abrió el agua, y fue a avisarla.
—Vamos, majestad. El baño está listo —dijo con una sonrisa, y le quitó el camisón y la llevó hasta el baño.
Era una de esas bañeras con dos reposacabezas, uno a cada extremo, así que ambos estaban enfrentados. Él la observó con detenimiento mientras ella estaba en el agua. Parecía más delgada, se le notaban más las costillas, y eso hacía que sus pechos parecieran más grandes. «No ha estado alimentándose bien», pensó él. «Como no come carne».
Bueno, si no iba a comer carne, tendría que encontrar algo más que la tentara.
Rob encendió el mecanismo para hacer burbujas y ella suspiró y cerró los ojos.
—Es estupendo —dijo ella, y él sonrió. Siempre le había gustado, y la ayudaba a relajarse.
Parecía un poco tensa con el tema de la casa, como si no sintiera que era su hogar. Eso preocupaba a Rob, pero no demasiado. Si solo era la casa, podrían solucionarlo. Cambiarían los muebles, el color de las paredes, cambiarían tabiques... cambiarían de casa si era necesario. Todo era posible.
Mientras ella fuera feliz con él...
Ella se sentía fatal. Estaba cansada... tan cansada que apenas podía moverse. Pensaba que había pasado demasiado tiempo en el jacuzzi. Demasiadas burbujas, y el agua demasiado caliente.
Se tomó una tostada y un zumo de frutas. El café no le apetecía...
Rob sacó sus botas del coche y juntos fueron a dar un paseo por el jardín con los perros.
Hacía un día precioso, y ella estaba más a gusto fuera, paseando por los caminos y por el césped con Rob a su lado.
Minstrel no se metió en el lago, y Midas tampoco. Mejor. A Laurie no le apetecía bañarlos, y además Midas siempre se revolcaba en un charco de barro.
—Creo que ha llegado la primavera —dijo Rob, y señaló los brotes de los árboles—. Los sauces están abriéndose, ya hay amentos, mira.
Así era, había unas espigas amarillas en miniatura. Laurie pensó en recoger algunas flores, pero no tenía muchas energías. El viaje la había agotado, eso y los nervios por no saber cómo reaccionaría Rob.
—Sobre tu negocio —dijo él con cuidado, y ella se volvió para mirarlo.
—¿Qué pasa?
—Me preguntaba si querías una oficina de verdad, o si querías tenerla en casa. Si quieres convertir en oficina todo el ático y buscar a alguien que te ayude... quiero que sepas que puedes hacer lo que creas mejor para ti.
Ella se rió.
—No sé lo que es mejor. Me parece horrible, pero creo que no quiero trabajar más en eso. Ya no me interesa... ya lo he hecho. Sé que puedo hacerlo, y eso me basta.
—Siempre puedes volver a trabajar conmigo, a media jornada. Sé que no quieres trabajar todo el día por los perros, pero si quieres, me encantaría que volvieras. No es lo mismo sin ti.
Laurie se tambaleó un poco y él la rodeó por la cintura.
—¿Estás bien?
—Mmm. Cansada, y un poco mareada.
Rob la miró con preocupación, y de pronto, ella lo veía todo borroso.
—¿Rob? —Murmuró ella, y todo se volvió negro y sintió que se caía...
Él la agarró y la tomó en brazos. Cielos, no pesaba nada. La noche anterior no se había dado cuenta, pero ese día le parecía frágil y ligera.
—Midas, Minstrel, vamos —dijo, y se apresuró para volver a la casa. Ella estaba volviendo en sí, quejándose y agarrándose a él.
—¿Rob?
—¿Laurie? ¿Estás bien?
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Te has desmayado —se quitó las botas, cerró la puerta de la cocina dejando los perros dentro y la llevó al salón. Después le quitó las botas a Laurie y le dijo:
—Quédate ahí, voy a llamar al médico.
—Estoy bien, Rob —protestó ella—. Solo estoy cansada. Ha sido el baño caliente...
—Voy a llamar al médico —repitió él. Ella estaba muy pálida, y Rob comenzó a asustarse. «Se pondrá bien», pensó. «Solo está cansada. Ha sido el baño caliente».
No se creía ni una palabra. Estaba muy asustado por si ella estaba enferma de verdad, por si padecía de algo incurable que pudiera arrancarla de su vida justo cuando acababa de recuperarla.
Llamó al médico y esperó junto a ella a que llegara.
—Rob, estoy bien —le dijo Laurie una y otra vez. Él la veía muy pálida y notaba que estaba muy fatigada. Quizá por eso nunca se había quedado embarazada... quizá tenía una terrible enfermedad que solo se manifestaba cuando ya era demasiado tarde.
¿Cáncer?
«Oh, no. Laurie, no».
Los perros ladraron y Rob salió a la puerta, justo en el momento en que una mujer joven bajaba de un coche.
—¿Es la doctora Withers? —Le preguntó él.
Ella sonrió y tendió la mano para saludarlo.
—Hola. Usted debe de ser el señor Ferguson. ¿Dónde está la paciente?
—En el salón, tumbada. Tiene muy mal aspecto.
—Vamos a verla.
Siguió a Rob hasta el salón, dejó la bolsa que llevaba en el suelo y se sentó en el borde del sofá junto a Laurie.
—Hola, señora Ferguson. Soy Maureen Whiters. Su marido me ha dicho que se ha desmayado.
Ella asintió.
—Estoy cansada. Ayer fue un día muy largo. Volvimos conduciendo desde Escocia.
—¡Qué suerte! Me encanta Escocia. ¿De vacaciones?
—No... bueno, yo alquilé una casita para darme un respiro.
—Mmm-hmm. ¿Sola?
—Yo he ido a verla unas cuantas veces, entre trabajo y trabajo —intervino Rob.
—Ajá. Ha tenido una época un poco dura, allí arriba. ¿Ha nevado?
Rob se rio y dijo:
—Solo un poco.
—Supongo que estaría precioso. A mí me encanta la nieve, pero aquí siempre está tan sucia.
Le tomó el pulso mientras hablaban, pero no debió de encontrar nada anormal porque dejó de tomárselo sin siquiera mirar el reloj. Buscó en la bolsa y sacó una linterna para mirarle los ojos a Laurie.
—Bueno, está todo bien. ¿Se ha golpeado la cabeza?
—No.
—¿Ha desayunado?
—Una tostada.
—Se ha comido la mitad y le ha dado el resto a los perros.
Maureen Whiters sonrió.
—Vale. ¿Cómo tiene los períodos? ¿Regulares?
—Como un reloj. Llevamos mucho tiempo intentando tener un hijo.
—¿Y cuándo tuvo el último periodo?
—No sé la fecha exacta... fue antes de irme a Escocia. Justo antes... empezó un martes, y yo me fui el jueves. Por eso me fui... no podía pasar otra vez por aquello.
—¿Y eso hace cuánto tiempo fue?
—Cinco semanas —dijo Rob—, menos un par de días. El alquiler de la casa empezaba el siete de febrero. Y hoy es diez de marzo.
—Así que estamos hablando del cinco de febrero... ¿cuatro semanas y cinco días? —dijo Maureen pensativa—. ¿Algún otro síntoma aparte del cansancio? ¿Siente los pechos hinchados? ¿Va al baño más a menudo? ¿Vómitos? ¿No le apetece el té o el café? ¿Sensible a los olores?
Laurie tragó saliva.
—Bueno... un poco, quizá.
—¿De qué?
—De todos —dijo despacio.
La doctora se levantó y sonrió.
—Bueno, creo que ya sabemos cuál es la respuesta. Haremos una prueba para asegurarnos, pero no creo que haya muchas dudas al respecto.
Rob se había quedado de piedra.
—¿Quiere decir que...?
—Creo que su esposa está muy bien, señor Ferguson. Me parece que van a tener un hijo; vamos a comprobarlo.
Los siguientes minutos fueron angustiosos. «Por favor, que esté embarazada», pensó él. «Porque si es así, significa que no tiene nada más, y no soportaría perderla».
—Bueno, estábamos en lo cierto —dijo Maureen Whiters cuando salió del lavabo—. Enhorabuena. Van a tener un bebé hacia el doce de noviembre, creo. Informaré a su médico de cabecera. Tendrán que hacerse algunas pruebas, pero de momento, descanse, coma bien y con el tiempo se le pasaran los síntomas.
Rob cerró los ojos y tragó saliva. Cuando los abrió de nuevo, Laurie estaba llorando y riendo a la vez, con los brazos abiertos para abrazarlo. Él se acercó y la abrazó contra su pecho, conteniendo las ganas de llorar con ella. Estaba bien. Iba a estar bien. Y no iba a perderla.
Oyeron que se cerraba una puerta y cuando miraron se percataron de que la doctora se había marchado.
—¿Estás bien? —Le preguntó ella, y él se rió.
—Soy yo el que tendría que preguntarte eso.
—Ella sonrió, con una de esas sonrisas que él había visto en las mujeres embarazadas, pero que creía que nunca vería en Laurie.
—Oh, estoy bien. Nunca he estado mejor. Y al menos, ahora sabemos lo que pasa con la casa.
—¿La casa?
—Mmm, quiero cambiar cosas... creía que era porque ya no me gustaba, pero no es así. Es solo que estoy preparando el nido —ella sonrió—. No te preocupes, estaré muy cansada como para cambiar demasiadas cosas —volvió a sonreír, pero esa vez con picardía—. Supongo que no querrás comprar una empresa ¿verdad? Es una muy buena... diseñan páginas web. Solo que la diseñadora se va a tomar la baja por maternidad.
—Me pregunto qué empresa será esa —dijo él, y sonrió. Era difícil no hacerlo. Tenía muchos motivos para sonreir. La agarró del brazo, la llevó hasta la cocina y la hizo sentarse—. Lo primero es lo primero. En cuanto te encuentres bien, vamos a ir a comprar un sofá cómodo.
Ella suspiró.
—Me parece estupendo.
Los perros los miraron y se tumbaron en sus camas, suspirando.
—¿Contenta? —Le preguntó él con cautela, porque no hacía mucho que ella le había dicho que no estaba segura de si quería tener un hijo.
—Emocionada —dijo ella—. ¿Y tú?
—Si tú lo estás.
—Oh, sí.
—Entonces yo también —dijo él—. Estoy más que contento. Soy el hombre más afortunado del mundo.
Ella se rió.
—Acuérdate de esto cuando el bebé te despierte todas las noches —dijo ella, pero él solo sonrió y la abrazó de nuevo.