Capítulo 2

Laurie oyó el ruido del motor antes de ver el coche. ¿Sería un vecino que iba a darle la bienvenida? ¿O el cartero?

Desde el mirador que había en el despacho que es taba en el garaje, miró hacia el camino.

—¿Quién viene, Midas? —le preguntó al perro. Midas se puso en pie y miró hacia el camino con ella.

Al ver que el Mercedes de Rob se detenía junto a su Ford, sintió que se le encogía el corazón.

¿Cómo diablos la había encontrado? Ella había tenido mucho cuidado para no dejar ninguna pista, o por lo menos, eso creía. Incluso había limpiado la buhardilla, ¿no? Debió de dejarse algo que la había delatado. Maldita sea. Sabía que él la iba a encontrar tarde o temprano, pero confiaba en que tardaría más días, incluso semanas, de forma que pudiera aclarar sus pensamientos.

Y sin embargo, allí estaba él. Quizá, si ella no le abría la puerta, él volviera sobre sus pasos. Con el corazón acelerado, se retiró de la ventana y agarró al perro del collar para que se tumbara a su lado. El perro trató de ponerse en pie de nuevo, y ella de dijo:

—Midas, no. Sé buen chico y estate tranquilo.

El perro gimió para protestar. Había reconocido el ruido del motor. Laurie lo acarició para calmarlo.

—Buen chico. Ahora calla, y quizá se vaya.

Sabía que no sería así, pero por si acaso, continuó acariciando al perro para que no ladrara. Al menos no se había dejado las luces encendidas, aunque era probable que el brillo de la luz de la pantalla del ordenador se viera desde la calle. Lo apagó y la habitación quedó en penumbra. Se dio cuenta de que era más tarde de lo que creía, pero había estado tan ocupada...

Miró por la ventana hacia el camino y observó.

Rob había salido del coche y miraba a su alrededor. Primero se acercó al coche de Laurie y luego a la casa. Llamó a la puerta y al no obtener respuesta, entró.

«¡Maldita sea!», pensó ella enfadada. «¡Cómo se atreve a entrar en mi casa!». Cruzó hasta el otro lado de la habitación y miró por la otra ventana.

Podía ver que Rob iba de habitación en habitación encendiendo todas las luces. Lo imaginaba curioseando las cosas que habían dejado los dueños, cosas que él nunca había visto antes. Ella no había estado allí bastante tiempo como para colocar sus cosas, excepto en el dormitorio y en el baño. Todo estaba tal y como lo había encontrado, porque apenas se había llevado cosas. Solo el contenido de su despacho, algo de ropa y el perro.

Quería alejarse de su vida anterior y comenzar de nuevo, pero allí estaba él, tocándolo todo y dejando su huella de forma que la situación ya no le pertenecía solo a ella, ya no era el lugar seguro que ella quería que fuera.

¿Lugar seguro? ¿En qué estaba pensando? ¡Él no era peligroso! Parecía que fuera un asesino en lugar del hombre con el que llevaba cinco años casada. Debía de estar volviéndose loca. Pero incluso así, sentía que estaban violando su privacidad.

No. Eso era demasiado fuerte. Se sentía invadida.

Lo observó hasta que terminó de inspeccionar la casa. No le llevó mucho tiempo. Solo había dos habitaciones en el piso de abajo y un baño detrás de la escalera. En el de arriba, había dos dormitorios, el de Laurie y el que servía de almacén, y un gran armario lleno de cosas diversas.

«No se quedará mucho tiempo», pensó ella con el corazón acelerado.

Rob salió de la casa protegiéndose del viento con el abrigo. Ella se retiró un poco de la ventana. «Quizá crea que se ha equivocado de casa y se dispone a marcharse».

O no.

Él miró hacia la ventana, y a pesar de la distancia, Laurie podía ver el azul penetrante de sus ojos. Se resguardó en la sombra y agarró con más fuerza al perro inquieto.

El animal podía oír que su dueño se acercaba y el sonido de la manija de la puerta al abrirse. Una ola de aire helado invadió el pequeño escondite y Midas se retorció entre las manos de Laurie.

Los peldaños de la escalera crujieron bajo los pasos firmes de Rob, y al instante, él se asomó por la puerta.

—Hola, Laurie —dijo él, y el perro se soltó de su dueña y se abalanzó para saludarlo.

Rob dio un paso atrás y se apoyó en la pared. Después acarició la cabeza de Midas mientras Laurie trataba de calmarse y recuperar la compostura para hablar con él sin nerviosismo.

—Hola, perrito —dijo él, y empujó al perro para que bajara al suelo. Miró a su alrededor y se fijó en el ordenador, en las notas que estaban pinchadas en la pared y en la colección de tazas que había junto al teclado—. Tienes un bonito sitio —dijo él con dulzura. Laurie se preguntó qué posibilidades tenía de sacarlo de allí antes de que fuera demasiado tarde.

Ya era demasiado tarde. Se sentó frente al ordenador, tratando de que Rob no viera el escritorio.

—¿Qué haces aquí? —Le preguntó, intentando mantener la calma ¿Por qué no podía dejarla en paz? Él sabía que estaba bien, ¡había hablado con ella el día anterior! ¿Por qué la perseguía?

—Interesante —dijo él, ignorando su pregunta y continuando con la inspección de la habitación—. ¿A qué te dedicas?

—Es asunto mío —dijo ella. No quería contarle nada de su negocio—. Es mi negocio, y es privado. ¿Qué estás haciendo aquí, Rob?

Él la miró a los ojos con decisión.

—Creía que era evidente. He venido para llevarte a casa —dijo él con suavidad.

—No tendrás la oportunidad. Ya te lo dije, quiero pensar.

—Puedes pensar en casa.

—No, no puedo. Quiero tener tiempo para mí. Debías de haberme llamado, estás perdiendo el tiempo. Por el momento, no tengo nada que decirte, y quiero que te vayas. Esta es mi casa, mi oficina, mi vida.

—Y tú eres mi esposa.

—¿Lo soy? —preguntó Laurie, y él retrocedió una pizca, como si hubiera recibido un duro golpe.

Ella se puso en pie y recogió las tazas. Después, le hizo un gesto a Rob para que bajara, pero él sonrió, se sentó frente al ordenador y comenzó a abrir archivos y a curiosear entre sus documentos sin importarle en absoluto la privacidad.

—¡Déjalo! Esto no es asunto tuyo —dijo ella enfadada. Él se volvió y la miró fijamente.

—Eres diseñadora de páginas web —dijo despacio.

—Acertaste. Sal de aquí.

Rob se levantó y se acercó a ella.

—No tenías por qué marcharte. Podías haberme dicho que querías trabajar —dijo él en tono seductor.

—Quería que fuera algo mío —dijo ella, y él soltó una pequeña carcajada.

—Otra vez la palabra mío. Me parece que la utilizas demasiado. ¿Qué ha pasado con lo nuestro?

—Querrás decir lo tuyo.

Él se encogió de hombros.

—No sé lo que te pasa, Laurie, pero hablaremos de ello cuando regreses a casa.

—No voy a regresar a casa —repitió ella, pero él solo sonrió.

—Oh, yo creo que sí.

Era suficiente. Sin pensárselo dos veces, Laurie derramó el contenido de las tazas sobre la cabeza de Rob y bajó por las escaleras. Él se quedó maldiciendo y sacudiéndose el líquido de la ropa. Laurie contuvo una sonrisa. Lo que había hecho era una niñería, pero él la había provocado.

Rob la siguió. Apenas podía controlar su enfado. Hacía años que ella no lo veía enfadado, pero sabía que él no le haría daño.

Se dirigió a la casa y él la siguió. Antes de que ella pudiera cerrarle la puerta en las narices, él ya había entrado.

—No funcionará, Laurie —dijo él, y entró en la cocina seguido por el perro—. No me iré sin ti.

—Bueno, yo no voy a marcharme de aquí, y tú no vas a quedarte, así que es un poco complicado, ¿no?

—Lo digo en serio —dijo él con decisión—. No voy a irme sin solucionar esto. Eres mi esposa, y si crees que puedes escapar sin hablar de ello, te equivocas.

—No me he escapado.

—¿No? Entonces, ¿por qué no me dijiste adónde ibas, ni lo que estabas haciendo? ¿Y qué diablos es ese negocio que has llevado desde la buhardilla de mi casa sin decírmelo? ¿Hace cuánto tiempo que trabajas en ello?

—Nuestra casa, creo, y ¿no pretenderás decir que tenía que pedirte permiso? —soltó ella—. ¿No querrás decir que qué diablos hacía escondiéndome de ti para tener mi propia vida?

—No seas ridícula —contestó él—. Por supuesto que puedes tener tu propia vida.

—Siempre y cuando eso incluya hacer de anfitriona en tus aburridas reuniones de negocios, y que me vista con elegancia para asistir a los actos sociales. Dios quiera que no me ponga pantalones vaqueros.

—Puedes ponerte vaqueros.

—Vaqueros de marca Versace —soltó ella, y se volvió para dejar las tazas en el fregadero antes de tirárselas a la cabeza—. Y no unos vaqueros cualquiera de los grandes almacenes de la esquina.

—¡Nunca has llevado ese tipo de vaqueros! Ni si quiera te gustan los vaqueros —protestó él, y ella se sintió un poco culpable. Era verdad, nunca se había comprado ropa barata, y no quería hacerlo. Solo quería tener derecho a hacerlo.

Decidió fregar las tazas para no gritar con frustración.

Rob suspiró y se sentó en una silla. Laurie lo miró, tenía los ojos enrojecidos y parecía cansado. Ella recordó que llevaba más de veinticuatro horas de viaje.

«No tenía por qué haber venido a buscarme», recordó Laurie. «Ha sido su elección». Entonces, vio cómo una gota de café caía desde el cabello de Rob sobre su rostro y después sobre su abrigo y Laurie se sintió culpable. Era un abrigo precioso de cachemira, nuevo y caro.

—Te prepararé un té y después te marcharás —le dijo.

Esperó un instante, pero él no dijo nada, se apoyó en el respaldo de la silla, se cruzó de brazos y sonrió.

Maldita sea. Estaba muy sexy. Lo suficiente como para distraerla... pero solo un momento. Laurie recordó el motivo por el que estaba allí, el comportamiento autoritario de Rob, el tiempo que pasaba fuera de casa y cómo pretendía que ella se quedara guardando el hogar.

¿Cuidando del bebé? Se estremecía al pensar en lo que habría pasado si se hubiese quedado embarazada. ¿Habría regresado él a casa cuando ya no existiera la necesidad de fecundarla?

No, ella no pensaba regresar con él. Al menos, no en esos momentos, y quizá, nunca.

Ni aunque él tuviera los ojos más sexys que había visto nunca. Se había enamorado de su mirada años atrás. No iba a volver a enamorarse de ella.

Oh, no...

Era diseñadora de páginas web. Rob estaba asombrado, aunque no debía estarlo. Si lo hubiera pensado alguna vez se habría dado cuenta de que Laurie no se contentaría con estar sentada en casa con un perro como compañía y esperando a ver si se quedaba embarazada. Era una mujer demasiado brillante, inquieta y con mucha imaginación.

Durante los dos últimos años, después de que ella dejara su trabajo para esperar al bebé que nunca llegaba, había reformado la casa de arriba abajo, había sacado a Midas de una perrera y lo había convertido en un perro confiado que era su mejor compañía, y había arreglado el jardín sin ayuda de ningún jardinero.

Con todo eso acometido, Rob no sabía cómo había podido imaginarse que ella se quedaría tranquila esperando a ser madre.

Laurie no era así. Ella necesitaba tener algo que hacer. Pero que lo hubiera hecho en secreto, sin compartirlo con él... Eso le dolía. Se preguntaba cuándo habían comenzado a irles mal las cosas, y se asombró al descubrir que ni siquiera se había percatado de que algo no iba bien.

«Algo ha debido de ir mal, o si no, ella no habría venido hasta aquí, a cientos de millas de distancia de nuestro hogar. Ni estaría preparándome un té para luego echarme de aquí», pensó.

Decidió que él no iba a marcharse hasta que no se solucionaran las cosas, y parecía que el clima jugaba a su favor.

Miró hacia la ventana y vio que ya había oscurecido. Se puso en pie y cerró la cortina de la ventana para que no se vieran los copos de nieve que chocaban contra el cristal. Con un poco de suerte, en menos de una hora no podría marcharse de allí.

Quizá nevara durante días...

Notó una sensación extraña. Había echado de menos a Laurie. Hacía un par de semanas que no se veían y sería divertido reconciliarse con ella. Contuvo una sonrisa de satisfacción y se sentó de nuevo. Agarró la taza de té que ella le ofreció y esperó a que ella se diera por vencida.

Laurie se ponía furiosa cuando él se quedaba así.

Sentado delante de ella, con la taza apoyada en la hebilla del cinturón, mirándola pacientemente y en silencio.

Odiaba el silencio. Siempre lo había odiado y él lo sabía. De todas las cosas que hacía para enfadarla, esa era la peor.

Laurie se prometió que no se pondría en pie. Agarró su taza de té y le dio conversación.

—¿Qué tal en Nueva York? —Le preguntó como si es tuvieran en la cocina de su casa de Londres y ella no se hubiera ido a ningún sitio.

—Frío y aburrido. Te he echado de menos.

«Si por lo menos fuera verdad», pensó ella con tristeza, y recordó cómo al principio, cuando él se marchaba, ella siempre se alegraba cuando regresaba.

Pero últimamente...

—¿Cómo está Mike? —Laurie le preguntó por el socio que llevaba la mayor parte del negocio en Norteamérica.

—Está bien. Me preguntó por ti.

—¿Y qué le dijiste?

Él esbozó una sonrisa.

—Le dije que estabas bien.

Laurie miró hacia otro lado. No podía enfrentarse a su mirada penetrante. Suspiró y bebió un poco de té. Deseaba que él se marchara, pero sabía que no lo haría sin que al menos ella le prometiera que regresaría a casa... y no podía prometérselo.

—¿Cuándo regresaste? —Preguntó ella. Quería saber si tenía jet lag y si había dormido.

—Ayer por la tarde. Llegué a casa sobre las cuatro.

—No sabía que regresabas ayer.

—No, claro que no —dijo él—. Tampoco estabas en casa para recibir mi llamada —le reprochó.

—No tengo que estar en casa las veinticuatro horas del día —le recordó ella, y Rob arqueó las cejas.

—Por supuesto que no —dijo él—. Pero tienes el número de mi teléfono móvil, y creo que podías haber hecho algo más, aparte de dejar una nota, antes de abandonar nuestra relación.

Era la primera vez que mostraba sus sentimientos. Estaba enfadado, y Laurie podía enfrentarse a eso. Si estaba enfadado, quizá era porque ella le importaba, y a lo mejor, podían llegar a algo en la relación.

—Yo no he abandonado la relación, solo necesitaba un poco de espacio —le recordó.

—Te habría dejado un poco de espacio si me lo hubieras pedido. Podías habérmelo dicho. Sabes que solo tienes que pedirme cualquier cosa.

—Quizá no quería pedírtelo. Quizá estoy harta de tener que pedirlo todo.

—¿Harta de compartir?

—No compartimos —le dijo ella—. Ya casi no compartimos nada. Me sorprende que te dieras cuenta de que yo no estaba...

—No seas ridícula. Claro que me di cuenta.

—Sí, tuviste que servirte la copa y hacerte la cena. Pobrecito.

—Podías haberlo hablado conmigo —continuó él.

—¿Para que no le dieras importancia? ¿Para que me trataras con condescendencia y me dieras una de tus charlas de no quieres hacer eso, cariño? No era eso lo que quería, Rob. Quería pensar... tener tiempo para aclarar mis sentimientos antes de que sea demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde?

—Sí, demasiado tarde. Antes de que nos una la paternidad. Quería estar segura de que quiero tener un hijo contigo antes de quedarme embarazada, y de momento, no lo tengo claro.

—Deduzco que no estás embarazada —dijo él con cuidado.

—No, no estoy embarazada. No me quedo embarazada, ¿recuerdas? Así que todo esto es pura teoría...

—¿Y el negocio? —dijo él—. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando? ¿Un año? ¿Dieciocho meses?

—Casi un año.

—Un año. Llevas un año trabajando en ello, y con éxito según parece... y ni siquiera has pensado en decírmelo.

Sí lo había pensado. Una y otra vez. Incluso había estado a punto de decírselo, pero no había encontrado el momento adecuado.

—Siempre estás muy ocupado, o estás fuera, o estamos dando una cena. No he encontrado el momento —le dijo—. Nunca tenemos tiempo para hablar.

—¿En un año?

Laurie suspiró.

—Rob, pasas mucho tiempo fuera... y cuando regresas a casa... —lo único que hacía era intentar que se quedara embarazada. Pero no podía decírselo, así que se encogió de hombros y abandonó. Pero Rob no lo hizo.

Se cruzó de brazos y le dijo:

—Ahora no estoy ocupado. Puedes contármelo. No tengo nada más que hacer.

—Sí que tienes algo que hacer. Tienes que marcharte —le dijo. Se puso en pie y le retiró la taza medio llena de las manos.

—Creo que no.

—Lo veo difícil.

—Así es. Mira por la ventana. No me voy a ninguna parte.

Laurie corrió la cortina y apoyó la frente en el cristal. Todo estaba cubierto de nieve. Era lo que le faltaba.

—Es una pequeña tormenta. Pasará pronto —dijo ella—. Podrás llegar hasta el pueblo con facilidad. Allí hay una pensión. Puedes pasar la noche ahí y mañana regresar a Londres.

Encendió la luz del jardín. Abrió la puerta y una ola de aire gélido invadió la cocina. Cerró la puerta de golpe y se apoyó en ella con frustración. No había manera de conducir con ese tiempo. No se veía nada. Ni siquiera podría encontrar el coche.

«Maldita sea», pensó. No tenía elección... Rob podía morir ahí fuera, y por mucho que algo no funcionara en su relación, no lo odiaba tanto.

—De acuerdo, puedes quedarte —le dijo—, pero dormirás en el salón. No vas a dormir conmigo.

Él soltó una carcajada.

—No seas ridícula —razonó él—. Estamos casados. Llevamos cinco años durmiendo juntos. ¿Qué diferencia hay en dormir juntos una noche más?

«Para mí, mucha», pensó ella, consciente de la facilidad con la que sucumbía ante sus encantos y de que él haría todo lo posible para recuperarla, si eso era lo que se proponía. No, era demasiado peligroso permitir que se acercara demasiado.

—O duermes en el salón, o te vas —dijo ella con firmeza.

—Vale —dijo él, y ella se quedó desconcertada. No era su estilo darse por vencido tan rápido. Rob se cruzó de brazos y dijo—: ¿Hay más té?

Su mirada era inocente, pero Laurie lo conocía bien.

Rob no tenía nada de inocente. Ella no confiaba en que él no utilizara sus encantos justo en el momento preciso, pero estaba atrapada. No tenía manera de escapar, y necesitaría mucha fuerza de voluntad para no sucumbir ante él.

Pero iba a conseguirlo.

No había nada más que decir.