Capítulo 1

Laurie afrontó los primeros signos de fracaso con desesperación.

«Otra vez no», pensó desolada. «No podemos haber fracasado de nuevo. No puedo haber fracasado de nuevo».

Una hora más tarde estaba acurrucada en el sofá junto a su perro. Sentía un profundo dolor en el corazón y esperaba a que Rob la llamara por teléfono y le preguntara cómo estaba.

Refiriéndose a eso, por supuesto.

No podía decírselo otra vez. No podía mantener la conversación de siempre... «¿Estás bien? ¿Quieres que vaya a casa? Esta noche saldremos a cenar».

«¿Para qué? ¿Para celebrar otro mes perdido?»

Soltó una pequeña carcajada con ironía, y en ese momento, sonó el teléfono. Contestó y trató de parecer animada.

—¿Cómo estás? —Le preguntó sin más preámbulos. ¿Embarazada?

—Bien. ¿Y tú? —Contestó ella ignorando la pregunta insinuada.

—¿Qué tal Nueva York?

—Frío y aburrido. Tengo que quedarme una semana o dos más... hay problemas. ¿Podrás arreglártelas?

Laurie estuvo a punto de soltar una carcajada.

—Eso espero —dijo con frialdad. Ya estaba acostumbrada, él casi nunca estaba en casa.

—Puedo ir el fin de semana, si quieres.

—¿Para qué vas a molestarte? Apúrate y vuelve a casa cuando puedas —dijo ella tratando de no ser desagradable—. Estaré bien. El perro me hará compañía.

«Un hombre con menos orgullo se habría ofendido», pensó ella, pero Rob se rió y dijo:

—Te llamaré mañana. Cuídate.

Cuídate, por si acaso estaba embarazada.

Bueno, pues no lo estaba.

Suspiró y se dirigió al ático. El trabajo la llamaba. Tenía mucho que hacer, y poco tiempo. Durante el último año, su trabajo secreto como diseñadora de páginas web había incrementado mucho. Trabajaba desde el momento en que Rob se marchaba de casa hasta que regresaba, bueno, hasta momentos antes, para que le diera tiempo a ponerse algo elegante y desorganizar la cocina para que él pensara que llevaba toda la tarde cocinando. Era impresionante la de cosas que podía cocinar en menos de media hora.

Ya no tenía tiempo para ella. Sus amigas habían decidido abandonarla porque siempre les ponía excusas para no verlas. No importaba, solo necesitaba tiempo para el reto que se había puesto a sí misma. El otro reto, aquel en el que siempre fracasaba, era más duro porque no era algo que ella pudiera controlar. Ni Rob tampoco, y por primera vez en la vida él había descubierto que había algo que no se podía conseguir con dinero.

Bueno, se podría, en cierta manera. Podrían hacerse pruebas carísimas, la fertilización in vitro y otros tratamientos eternos, pero al final el resultado siempre sería el mismo.

Y quizá, teniendo en cuenta lo ocupada que estaba, era lo mejor que podía pasarle. No estaba segura de cómo encajaría a un niño en su vida, y tampoco de si realmente deseaba tener un hijo.

Apoyó los dedos sobre el teclado del ordenador y sin querer escribió una línea de x en la pantalla. De pronto, se quedó de piedra.

¿No quería tener un hijo? Cielos. Qué descubrimiento. Pensó en ello durante un instante y se percató de que era verdad. No quería un hijo, al menos, no en ese momento. Y menos si tenía que tomarse la molestia de controlar su temperatura corporal y llamar a Rob a la oficina para que regresara a casa en el momento justo. Incluso una vez había volado desde París para hacerle el amor. ¿Hacerle el amor? Eso era una broma.

Llevaban mucho tiempo sin hacer el amor de verdad. Más de un año. Tenía que ser en el momento adecuado, en la posición correcta, en el ángulo exacto, todo para que tuviera más probabilidades de quedarse embarazada.

Bueno, ya no podía hacerlo más, y no lo haría. No solo se dio cuenta de que no quería un bebé, sino también de que no quería el bebé de Rob. No quería estar atada a él, y menos cuando su matrimonio se había convertido en algo rutinario y ya no le proporcionaba la alegría del principio.

¿Cuándo había perdido la ilusión? ¿Ese año? ¿El año pasado?

Al ver que no conseguía quedarse embarazada de forma inmediata, la desilusión se apoderó de ambos y la vida de color de rosa llegó a su fin.

Necesitaba pensar. Necesitaba espacio y tiempo para reflexionar sobre su relación y su futuro, y eso no podía hacerlo allí.

Buscó la página de agencias inmobiliarias y seleccionó la zona de Escocia. A ella siempre le había encantado Escocia. Quizá allí pudiera pensar. Encontró dos direcciones y eligió la que estaba en Inverness, porque quedaba más lejos que Edimburgo.

Apuntó el número en un papel y marcó el teléfono con las manos temblorosas.

—Tengo que mudarme a Escocia cuanto antes —le dijo a la persona que contestó el teléfono—. No necesito una hipoteca, solo quiero un sitio pequeño para vivir con mi perro, y si es posible, que tenga un despacho. Apartado, si puede ser, y lo más barato posible, pero que esté en un lugar civilizado. Tiene que tener agua, calefacción y teléfono.

—¿Quiere comprar o alquilar? —Le preguntaron—. Tenemos una casa que parece la ideal, pero solo quieren alquilarla durante unos meses hasta que decidan lo que van a hacer con ella.

—¿Está amueblada? —Preguntó Laurie.

—Sí, está amueblada. Completamente equipada, y es preciosa. Tiene dos habitaciones, aunque por el momento solo podrá utilizar una porque los dueños tienen cosas personales en la otra. En el garaje hay una habitación que podría utilizar como despacho. Los dueños se han ido a Francia y no regresarán a menos que no les vayan bien las cosas, pero aunque la vendan, no será muy cara. Está muy al norte. Lo único es que no le garantizo que vayan a ponerla en venta.

—Eso no es un problema. De momento, me sirve. ¿Dónde está?

—Como a una hora de aquí. Cerca de donde se casó Madonna. Cerca de Tain, en el Dornock Firth. A lo lejos se ve el mar y las montañas, y si no le importa estar un poco alejada...

Era justo lo que necesitaba.

—Me la quedo —dijo Laurie—. ¿Cuándo puedo mudarme? —El nerviosismo se apoderó de ella.

—¡Si ni siquiera conoce los detalles! —Exclamó la mujer, pero Laurie ya había oído bastante.

—¿Cómo se llama la casa?

—Little Gluich —deletreó el nombre y Laurie lo apuntó en el papel junto al número de teléfono de la agencia inmobiliaria.

—¿Puede enviarme todos los detalles por fax? —Preguntó, y dos horas después ya había acordado que pasaría a recoger las llaves en el plazo de dos días.

Solo tenía que ir allí...

No había nadie en la casa.

Rob lo notó desde el momento en que cruzó el umbral. El perro no estaba, por supuesto.

Quizá Laurie lo había sacado a pasear. ¿A las cuatro y media de la tarde en pleno febrero? Estaba oscureciendo, no era muy seguro estar sola en la calle a esas horas. Era posible que hubiera salido a las afueras, pero estaba lloviendo.

Laurie debía de estar loca.

A menos que se hubiera enterado de que todavía no estaba embarazada. Eso hacía que cometiera locuras. «Oh, no. Otra vez no. Pobre Laurie», pensó él.

Puso agua a hervir. Cuando ella regresara necesitaría un té. Té y compasión. Él no era muy bueno en eso, nunca decía lo adecuado. Entretanto, decidió ponerse ropa más cómoda. Llevaba muchos días trajeado. ¿Semanas? ¿Años?

El dormitorio estaba muy recogido. Sin duda, él había estado fuera demasiado tiempo. A menos que la señora Prewett hubiera ido ese día. No recordaba qué días iba la asistenta. Ni siquiera sabía si recordaba su aspecto.

Se pasó la mano por el cabello y se sentó en la cama para quitarse los zapatos. ¿Dónde estaba Laurie? Ya había oscurecido y no creía que estuviera paseando al perro.

Se puso en pie y se acercó para mirar por la ventana. No veía nada. ¿Se habría refugiado en la caseta?

No era probable. Laurie habría corrido hasta la casa.

Quizá estaba en casa y no lo había oído. ¿En el garaje? No, él había metido el coche y había encendido la luz. La habría visto. Además, si el perro estaba en la casa habría ladrado al oírlo entrar.

A menos que lo hubiera llevado al veterinario o estuvieran en casa de una amiga. Quizá era eso. Quizá Laurie se sentía sola y pensaba que él no regresaba ese día. Después de todo, él no se lo había dicho.

No. Su coche estaba en el garaje y ella no iba a ningún sitio caminando, solo a pasear al perro, porque no había ningún sitio lo suficientemente cerca como para ir andando.

Entonces, ¿dónde estaba?

Se cambió de ropa y se dirigió al piso de abajo. Al menos podía haberle dejado una nota.

¿Aunque no lo estuviera esperando?

—No seas ridículo —murmuró él. Se sentía desilusionado porque ella no estuviera allí para recibirlo.

Decidió llamarla al teléfono móvil.

Saltó el contestador automático y le dejó un mensaje tratando de disimular su enfado.

—Cariño, estoy en casa. No sé dónde estás. Llámame.

Colgó el teléfono. Se sentía un poco perdido y desorientado. Laurie siempre estaba allí cuando él regresaba y la casa estaba vacía sin ella. Prepararía el té. Quizá ella regresara pronto. A lo mejor se había marchado en el coche de una amiga y habían ido a pasear juntas a los perros y después ¿habrían ido a tomar el té a casa de la amiga? Lo más probable era que el teléfono no tuviera cobertura.

¿En Hertfordshire?

Rob se acercó a la ventana y trató de vislumbrar algo en la oscuridad. Hacía muy mal tiempo. ¿Y si ella estaba herida y tumbada en algún sitio?

El pánico se apoderó de él y después de ponerse un chubasquero salió al jardín. Se dio cuenta de que el chubasquero y las botas de Laurie no estaban en su sitio. La llamó y la buscó con la linterna que había llevado consigo. La luz apenas atravesaba la oscuridad y Rob no sabía por dónde empezar. El jardín era grande y tenía mucha vegetación y había varios lugares en los que ella podría estar sin que la encontraran.

¿En el bosque? ¿En el lago?

Trató de controlar su miedo y decidió no pensar lo peor. Llamó al perro una y otra vez, y al no obtener ninguna pista, al cabo de una hora entró en la casa. Cuando se disponía a llamar a la policía, encontró la nota.

Estaba colgada en la puerta de la nevera con un imán. Rob abrió el sobre y leyó:

Me voy durante un tiempo. Necesito pensar. No te preocupes, estoy bien. Llamaré. Laurie. PD: El perro está conmigo.

Rob se quedó de piedra mirando el sobre.

«Se ha ido. ¿Para pensar? ¿Sobre qué?»

«Sobre el bebé», pensó con tristeza. «Sobre el bebé que no podemos tener. Oh, Laurie».

Sintió que se le formaba un nudo en la garganta y tragó saliva. ¿Dónde se había marchado? ¿Qué estaba haciendo? No debía estar sola...

Sonó el teléfono y contestó:

—¿Hola?

—Rob, soy yo. Acabo de oír tu mensaje. No sabía que irías a casa hoy.

—¿Dónde diablos estás? —Soltó aliviado pero enfadado—. Estaba muy preocupado. He estado bajo la lluvia buscándote por el jardín con una linterna, acabo de encontrar tu nota. ¿Cómo es que no te has llevado el coche... y qué quiere decir «pensar»?

—Tengo otro coche.

—¿Qué? —Se sentó de golpe—. ¿Cómo que tienes otro coche? ¡Este está casi nuevo!

—Lo sé, pero este es mío.

«Mío». Por algún motivo esa palabra hizo que Rob se pusiera alerta.

—El otro también es tuyo.

—No del mismo modo. No quiero hablar de ello. Bueno, solo quería que supieras que estoy bien. Seguiremos en contacto —sonó un clic y después el tono de marcar.

—¿Laurie? ¡Laurie, maldita sea, no me hagas esto! —Gritó, y colgó el teléfono con frustración.

¿Dónde estaba ella? ¿Qué estaba haciendo?

Pensar.

¿Qué diablos significaba eso?

La llamó de nuevo y le envió montones de mensajes de texto, pero todo fue inútil.

Paseó de un lado a otro y se preparó unos huevos con beicon, casi lo único que sabía cocinar. Después trató de mirar la televisión pero no consiguió mantener el interés. Se dio una ducha caliente y se preparó para acostarse, pero estaba muy despierto porque todavía estaba acostumbrado al horario de Nueva York y allí solo eran las cinco de la tarde. Decidió ir al estudio y revisar unos papeles que tenía pendientes.

No podía olvidar el rostro de Laurie ni el brillo oscuro de sus cabellos. Tenía los ojos color avellana, pero cuando estaba enfadada sus ojos echaban chispas verdes y doradas, y cuando estaba excitada se le tornaban de un verde borroso, y sus labios se volvían rosados a causa de los besos, su sonrisa era adorable...

Rob frunció el ceño. Hacía tiempo que Laurie no tenía ese aspecto. Había perdido toda espontaneidad, y era como si la chispa hubiera desaparecido en la relación.

¿Qué relación? «Al parecer ya no tenemos una relación», pensó con amargura, y dejó caer el informe que estaba leyendo sobre la mesa. «Maldita sea, ¿dónde está?».

Salió del estudio y merodeó por la casa. Estaba perdiendo la paciencia. Se preparó un té. Los días pasados había bebido demasiado alcohol y estaba saturado.

Sabía que no podría dormir. Entre Laurie y el jet lag, estaba perdido. Quizá un buen baño caliente le sentara bien. Subió al piso de arriba y cuando apagó la luz del rellano se fijó en que la luz de la buhardilla estaba encendida.

Laurie debió de dejársela encendida después de buscar allí una maleta. Abrió la puerta y buscó el interruptor, pero se dio cuenta de que la luz provenía de más arriba. Algo lo hizo subir por la escalera estrecha.

Arriba había tres habitaciones llenas de cosas. El suelo estaba repleto de objetos familiares que ninguno de los dos tenía valor para tirar. Hacía años que no había subido allí. Nunca había sentido la necesidad de hacerlo.

Pero alguien lo había hecho porque una de las habitaciones estaba casi vacía.

Solo quedaba un escritorio, una silla, un archivador, un teléfono y un flexo con una bombilla al descubierto.

Confuso, miró a su alrededor, se acercó a la silla y acarició el respaldo con la mano. Era su vieja silla de trabajo, demasiado recta para permanecer mucho tiempo sentado en ella, pero perfecta para trabajar en el ordenador. Era mejor que la que utilizaba, pero tenía peor aspecto.

Asombrado, pensó que la habitación parecía la oficina de un negocio que se había trasladado.

Se sentó y revisó los cajones del escritorio, pero estaban vacíos. ¿Y el archivador?

También estaba vacío. Miró en la papelera y lo único que encontró fue un sobre con el sello de una empresa de Escocia.

William Guthrie Estate Agents, Inverness.

¿Una agencia inmobiliaria? ¿Por qué mantenía correspondencia con una agencia inmobiliaria?

A menos que eso fuera una pista de su paradero...

Revisó toda la habitación, buscando hasta en el último rincón, pero no encontró nada. Entonces, detrás del archivador, encontró una hoja de papel.

Estaba arrugada y escrita a mano. En ella figuraba una serie de cifras y cálculos que parecían la facturación de una empresa. Rob estaba asombrado. ¿Serían del negocio de Laurie? ¿Pero a qué se dedicaba? Quizá trabajaba localizando casas y por eso había una carta de una agencia inmobiliaria. No. Ella nunca había ganado mucho dinero.

Miró la parte de atrás del escritorio y encontró una pequeña nota.

William Guthrie. Little Gluich.

Junto a esas palabras, había anotado un número de teléfono.

¿Una casa? ¿Se había comprado una casa en Inverness?

¿Con qué dinero?

Miró de nuevo los números que estaban escritos en la hoja de papel y se quedó pensativo. Quizá la casa solo era alquilada.

Miró el reloj. Pasaban diez minutos de la medianoche. Faltaban nueve horas para que pudiera llamar a la inmobiliaria y enterarse de lo que sucedía.

Si es que se lo contaban, claro. Tendría que actuar como un buen esposo y tratar de sonsacarles toda la información posible por teléfono.

A menos que fuera a visitarlos en persona. Miró de nuevo el reloj. No dormiría de ninguna manera, y tardaría lo mismo en llamar al aeropuerto de Luton para reservar un vuelo, ir hasta allí y alquilar un coche para llegar a Inverness que en conducir hasta allí en su propio coche.

Guardó la nota y la hoja de papel, apagó la luz y se dirigió a su habitación. Colocó la maleta encima de la cama y comenzó a rehacer el equipaje. Necesitaría las cosas de aseo, una toalla y ropa de abrigo. Nada demasiado elegante, y no mucha ropa. No pensaba quedarse allí mucho tiempo.

Salió de la casa antes de las doce y media, preguntándose si quizá estaba siguiendo la pista equivocada, pero no podía quedarse allí de brazos cruzados. Necesitaba ver a Laurie.

En pocos minutos llegó a la carretera A1 y se dirigió hacia el norte. Hacia las cinco de la mañana se paró a tomar café en Scotch Comer y después continuó el viaje. Cuando llegó a las afueras de Edimburgo se detuvo para desayunar y tomó suficiente café como para mantenerse despierto y poder llegar a Inverness sin parar.

Aparcó el coche en un parking de varias plantas y le preguntó a alguien cómo podía llegar caminando hasta la inmobiliaria.

Antes de entrar en la agencia, se miró en la cristalera. Tenía aspecto de cansado y los ojos enrojecidos. Trató de relajarse y entró.

La oficina estaba casi vacía. Una mujer que estaba sentada detrás del mostrador lo recibió con una sonrisa.

—Buenos días señor, ¿puedo ayudarlo en algo?

Él se sentó en la silla que estaba frente a la mujer y puso la mejor de sus sonrisas.

—Eso espero. He venido conduciendo desde Londres para reunirme con mi esposa y no consigo encontrar las indicaciones que ella me dio. Se me han debido de caer del coche cuando paré a desayunar. Ella acaba de contratar una casa con ustedes, al menos, eso creo. El nombre de la inmobiliaria me suena. Espero no tener que recorrerme todas las agencias.

Se pasó la mano por el cabello y trató de aparentar como si todo estuviera en su contra. No le resultó difícil, dadas las circunstancias.

—¿Cuál es el nombre, señor? —le preguntó la mujer.

—Ferguson. Se ha mudado hace muy poco, hace un par de días. No sé cómo he podido perder la dirección, me siento idiota. Creo que es culpa del jet lag, acabo de regresar de Nueva York —le explicó.

—Ferguson... No me suena el nombre, lo siento.

—¿Quizá le suene su nombre de soltera? A veces lo utiliza para asuntos de negocios —mintió—. Laurie Taylor. Creo que la casa se llama Little...

—Ah, sí. Por supuesto, la señora Taylor. Ayer vino a recoger las llaves de Little Gluich. No la he olvidado... vino con un perro, una preciosidad.

—Así es, se llama Midas, nuestro golden retriever. Es un perro muy cariñoso.

Ella se rió y Rob se alegró al ver que la mujer sucumbía ante sus encantos. «Dame la dirección antes de que alguien te recuerde que los datos son confidenciales», pensó.

—No hay ningún problema, señor Ferguson —dijo ella con una sonrisa—. Creo que todavía tengo una copia de los detalles de la casa y que en ella figura la dirección. Tome. Es un lugar precioso. Espero que la encuentre sin problema. Si no, llámenos y hable con el señor Guthrie cuando regrese de comer.

Le tendió una copia de los detalles de la casa y sonrió de nuevo. Era una mujer encantadora.

—Me ha salvado la vida —le dijo él—. He intentado llamar a mi mujer pero no he conseguido localizarla en el móvil, y ni siquiera sé si la casa tiene teléfono. Todos esos datos se me han caído del coche.

Rob sonrió y la mujer se sonrojó. Sonó el teléfono y ella se volvió para contestarlo. Rob se despidió y se marchó. Regresó al coche, y una vez dentro, leyó la información que había obtenido.

«Parece un buen lugar», pensó. «Una casa pequeña, situada en una colina con vistas al mar. No es de extrañar que la haya escogido». Se preguntaba qué significaba Little Gluich.

Buscó la dirección en el mapa de carreteras y salió del parking. Un hora más tarde, estaría con Laurie.

Se dirigió hacia el norte y cruzó un estuario en el que había focas nadando. Después, torció por una pequeña carretera y se dirigió hacia Tain.

Allí estaba, o al menos, ese era el cruce. La casa no podía verse desde la carretera porque había una curva, así que siguió por el camino y frunció el ceño al oír cómo el coche rozaba con el montículo de hierba que había en la mitad.

Continuó por los baches, y de pronto, vio una pequeña nube de humo que salía de una chimenea. Había un coche aparcado fuera de la casa, nada muy elegante, no como el BMW que Laurie había dejado aparcado en el garaje, pero era su coche. Eso era lo que ella le había dicho.

Sintió cierta presión en el pecho y pensó que era debida a la adrenalina. ¿Enfrentarse o huir?

El nunca había huido de nada en su vida, y no iba a comenzar a hacerlo en esos momentos. Quería recuperar a su esposa y estaba dispuesto a conseguirlo.

Lo único que tenía que hacer era convencerla...