Capítulo 4
Arriba hacía mucho frío. El viento silbaba contra la ventana de la buhardilla y Laurie estaba acurrucada bajo el edredón y tiritaba.
Por supuesto, si no hubiera sido tan orgullosa, podía haber estado acostada junto a Rob, igual que había estado durante los últimos cinco años, así que si estaba muerta de frío era culpa suya.
Buscó unos calcetines, unas mallas y un jersey en los cajones. Se puso la ropa y se volvió a meter en la cama. Estaba helada, y cada vez hacía más frío. Quizá debería encender la estufa eléctrica.
Se puso en pie y encendió la luz, pero no pasó nada. Volvió a darle al interruptor, pero siguió a oscuras. Después, dio el interruptor del pasillo, pero nada.
«Se ha ido la luz», pensó desesperada. «Justo hoy, cuando la única fuente de calor que tengo además de la eléctrica es la que hay abajo, donde está Rob».
Ni siquiera podía abrazarse a Midas, porque el perro se había metido en el salón mientras ella estaba en el baño y se había acomodado en una butaca junto al fuego. Volvió a meterse en la cama, y dejó la puerta abierta para ver si entraba algo del calor que escapaba del salón, pero lo único que entró fue una gélida corriente de aire, así que se levantó y cerró la puerta de nuevo.
Se sentía sola y aislada pensando en que los demás estarían calentitos en el salón mientras ella estaba congelándose. En realidad, podía agarrar el edredón, bajar al salón y quedarse en la butaca, o en el sofá, después de todo, era ella la que pagaba el alquiler.
Rob podía quedarse en la butaca, y Midas podía dormir en el suelo.
Tenía las manos y los pies como témpanos de hielo, pero el orgullo la hizo permanecer en la cama tiritando hasta las cuatro de la mañana. Entonces, sentía tanto frío que abriéndose paso en la oscuridad, bajó al salón.
Abrió la puerta y sintió una ola de calor. «No debería haber esperado tanto», pensó. Midas movió el rabo, y entre el ruido y la luz tenue que daban las llamas, Laurie encontró el camino hasta la butaca y le ordenó al perro que se bajara. Echó más leña al fuego y se acurrucó en la butaca tapándose con el edredón.
Poco a poco fue entrando en calor y relajándose. Lo único que tenía que hacer era despertarse temprano para salir de allí antes de que Rob se despertara. Al menos, como estaba muy cansado, dormía profundamente y no se había despertado.
Por fortuna, Laurie no tendría que soportar los comentarios acerca de que había ido a buscar su compañía.
Al cabo de unos minutos, se quedó dormida.
Rob estaba tumbado escuchando su respiración. No sabía por qué había bajado Laurie, pero no oía el ruido de la caldera así que supuso que se había ido la luz. Eso significaba que tampoco podrían utilizar la televisión, ni la radio, ni el ordenador, ni el e-mail, ni la cocina... solo tenían algunas brasas para combatir la hipotermia, y como debían ahorrar combustible, por si acaso, tendrían que compartir el calor corporal.
Esbozó una sonrisa y se puso de lado, tratando de no pensar en las consecuencias. Sabía que podría convencer a Laurie de ello, pero como tenía muy mala suerte, seguro que por la mañana ya habría vuelto la luz.
Aun así, siempre podía soñar...
Laurie durmió más de lo previsto. Se despertó al oír un silbido que provenía de la chimenea.
«Maldita sea», pensó, «Rob está despierto».
Escuchó el sonido del agua hirviendo y después el ruido del agua al servirla en una taza. Lo oyó dos veces, y eso significaba que una taza de té era para ella.
Abrió los ojos y vio a Rob agachado delante de la chimenea. Estaba mirándola.
—He preparado un té —dijo él—. Todavía no ha vuelto la luz. ¿Dónde está el depósito de agua fría? Hay que evitar que se congele.
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizá esté en ese cuarto de ahí, pero no tengo la llave.
—Siempre y cuando esté ahí —dijo él pensativo—. Hace tanto frío que las tuberías pueden congelarse, pero puede que el techo las proteja. Espero que no se nos acabe la leña antes de que vuelva a funcionar la caldera.
Laurie se estremeció con la idea.
—No te asustes —dijo él con una sonrisa—. Yo puedo calentarte.
Ella soltó una carcajada y él se encogió de hombros y se rió.
—Bueno, no perdía nada por probar. De todos modos, si nos quedamos sin leña, puedo salir por más.
—¿Vas a ir buscarla a la montaña y a traerla cargada en la espalda? No te hagas el héroe —dijo ella—. Te morirías... y aunque pudieras ir hasta allí, solo podrías traer suficiente para un día. Sería mejor que quemáramos la mesa de la cocina.
—Me gustaría ver cómo se lo explicas a los dueños —dijo él—. No creo que el seguro de incendios cubra los incendios provocados. De todos modos, estaba pensando que si los agricultores de la zona tienen tractor, quizá podamos convencerlos de que me acerquen hasta el lugar más próximo donde vendan leña...
Ella se rió.
—¿Sabes dónde estás, no? En esta zona de Escocia no hay vendedores de leña como en las ciudades. Venden bolsitas de turba en la tienda, o te la traen al peso desde unas diez millas. De todos modos, no conozco a los vecinos, y dudo que si se enteran de que hay alguien viviendo aquí, seamos bien recibidos. Somos forasteros.
—Ya, pero somos Ferguson. Puede que los engañemos. Unas bolsas de turba de las de la tienda nos servirán... o quizá pueda convencer a alguien de que nos venda un par de troncos.
Laurie no lo creía. Desde que se había mudado allí no había visto a nadie, pero era cierto que solo había estado allí veinticuatro horas antes de que se pusiera a nevar. Quizá Rob tuviera razón.
Lo miró y se preguntó cómo podía sentirse tan mal. Normalmente, por las mañanas estaba animada. Quizá fuera el frío y el haber dormido poco. No dijo nada y bebió un poco de té.
Se incorporó un poco en la butaca, y de pronto, sintió un tirón en el gemelo de la pierna derecha. Intentó no gritar de dolor. Se le pasaría enseguida, estaba segura.
—¿Qué te pasa?
—Un tirón —dijo ella, y derramó el té al tratar de estirar la pierna.
Rob se acercó y retiró el edredón. Le agarró la pierna y la apoyó en su muslo. Le movió el pie para estirarle el músculo. Laurie sintió que el músculo se relajaba y suspiró aliviada. Era maravilloso, no solo el hecho de que él la tocara, que era lo que necesitaba, sino también la fricción de sus dedos sobre el gemelo.
—¿Está mejor? —Preguntó él, y Laurie asintió. Después retiró la pierna y trató de no pensar en que sus cuerpos ya no estaban en contacto. Era mejor así... más seguro. Se cubrió de nuevo con el edredón, antes de ceder ante el deseo de continuar apoyando sus piernas sobre los muslos de Rob y sentir su calor.
Él la miró y regresó al sofá. Tomó la taza de té y se quedó pensativo.
Laurie anhelaba saber qué estaba pensando, pero tenía la sensación de que era mejor que no lo supiera. De momento, él no le había vuelto a preguntar por qué se había marchado de Londres, pero ella sabía que pronto lo haría. Parecía que se disponía a decir algo, y ella no estaba segura de querer oírlo.
Al final, Rob rompió el silencio pero no dijo lo que ella esperaba oír.
—Si quieres darte un baño, será mejor que lo hagas ahora que el depósito todavía tiene agua caliente.
—No hay depósito —dijo ella—. La caldera calienta el agua en el momento, pero no la almacena. Gasta menos combustible, o eso dijo la de la agencia. Estaba muy orgullosa de ello.
—Bueno, siempre quedan las duchas de agua fría —bromeó él, y ella se rió.
—Creo que eso es más tu especialidad, ¿no?
Rob arqueó las cejas y volvió a centrarse en la taza de té. Laurie se fijó en que había llevado una olla con agua y la había puesto a hervir en la chimenea. Era una buena idea, al menos podrían hacer huevos duros. N sabía si tenía suficiente leche. Ella tomaba el café solo, pero Rob echaba un poco en el té y en el café, y no le gustaba tomarse ninguna de las dos cosas sin ella.
Mala suerte. Después de todo, estaban en situación de emergencia y ella no lo había invitado.
—Me pregunto cuánto tardará en volver la luz —murmuró ella—. Tengo que trabajar. Él se rió.
—¿Tienes una pala?
—¿Una pala?
Rob abrió la cortina y vio que todo estaba cubierto de nieve. El garaje había desaparecido y solo se veía el tejado. Los coches ni se veían.
—Ah —dijo ella con una sonrisa—, la pala estará en el garaje.
—Lo suponía. Bueno, supongo que el mundo puede vivir sin nosotros. ¿Pongo agua a calentar para lavar?
—Un poco más de té estaría bien —sugirió ella.
—¿Por qué no? No tenemos que salir corriendo a la oficina.
—Hablando de salir, imagino que no hay forma de sacar al perro, ¿no?
Ambos miraron a Midas. El perro estaba gimiendo delante de la puerta.
—Hmm. Puedo intentarlo. ¿Tienes una bandeja de horno o algo así? Puedo usarla para quitar algo de nieve del camino... a menos que tengas una idea mejor.
Laurie negó con la cabeza. Se le había ocurrido dejarlo salir por la ventana, pero el perro se quedaría enterrado en la nieve y no podría volver a entrar.
Se puso en pie y se dirigió a la cocina. Al salir sintió un escalofrío al notar el aire frío y recordó las palabras de la de la agencia:
—No será muy caro, estando tan al norte.
¿Al norte? Aquello parecía el Ártico. Buscó en la cocina y encontró una parrilla. Se la llevó a Rob y después fue al baño.
Cuando regresó, vio que Rob tenía la puerta abierta y estaba quitando la nieve del recibidor.
—¡Uy! —Dijo ella, y él la miró de reojo.
—Ha entrado al abrir la puerta. El viento debe de soplar en dirección extraña, porque estas casas solían construirse de espaldas al viento para que esto no ocurriera.
—Habla con el arquitecto —dijo ella—. ¿Dónde está el perro?
—Saltando de un lado a otro. No le queda más remedio, si no salta no puede moverse. Volverá en un minuto, supongo. Ni siquiera Midas aguantará mucho tiempo ahí fuera.
Agarró la alfombra y la sacudió en la puerta. Después cerró de nuevo para que no entrara el viento.
—¡Diablos, qué frío hace! Creo que voy a tomar otra taza de té y a ponerme algo más de ropa antes de ir a buscar la pala... si es que voy. Quizá nos podamos apañar con la parrilla, por ahora.
Oyeron un ruido en la puerta y abrieron para dejar entrar a Midas, pero el perro saltó de un lado a otro y comenzó a excavar en la nieve.
—¿Qué diablos hace? —Preguntó Rob—. ¡Midas! ¡Ven aquí antes de que te congeles!
El perro no obedeció y Laurie se asomó a ver qué le pasaba.
—Parece como si hubiera encontrado algo.
—Bueno, puede quedarse ahí un poco más mientras yo me pongo algo de abrigo —dijo Rob, y cerró la puerta.
Laurie regresó al salón con él y observó a Midas por la ventana mientras Rob sacaba algo de ropa de la maleta.
—Ha encontrado algo... ¡mira! Está escarbando y olisqueando. ¿Oyes cómo llora? ¿Qué puede ser?
—Puede que sea un conejo congelado.
—No creo que haya conejos por aquí. Hace mucho frío y el clima es muy húmedo.
—¿Un ciervo?
—Quizá —dijo ella, y siguió mirando.
—Imagino que no querrás ponerte el abrigo y salir conmigo —dijo Rob.
Ella sonrió.
—Oh, creo que voy a dejarte que hagas la hazaña. No me gustaría quitarte el mérito.
Rob resopló disgustado y se dirigió hacia la puerta. Llevaba el abrigo abrochado hasta el cuello y el jersey de cuello alto subido hasta las orejas.
Ella le miró los pies.
—¿No llevas botas?
—Sí, tengo botas... pero están en el coche. Anoche no podía con todo. Iré por ellas.
—Buena idea.
Laurie contuvo una sonrisa y cuando Rob salió de la casa subió a vestirse. La ropa estaba helada, por su puesto, pero el orgullo no le permitía ponérsela encima del camisón. Enseguida se calentaría. Bajó de nuevo al salón y se quedó mirando por la ventana.
Rob había llegado hasta donde estaba el perro y estaba quitando la nieve con la parrilla cuando, de pronto, se detuvo, dejó la parrilla a un lado y comenzó a quitar la nieve con las manos y con mucho cuidado.
Midas estaba a su lado, ladrando y corriendo de un lado a otro. ¿Qué diablos habían encontrado? Por un momento, Laurie se arrepintió de no haber salido, pero se le pasó en cuanto vio que Rob se levantaba sosteniendo algo negro y peludo en los brazos.
¿Una oveja? No... ¿un cordero?
O... ¿un perro?
Laurie corrió a la puerta y la abrió justo en el momento en que llegaba Rob.
—¡Es un collie! —Exclamó ella—. Oh, cielos... ¿está vivo?
—Eso creo... está muy frío, pero creo que debe de estar vivo porque no está tieso. Debe de llevar muchas horas ahí, pero la nieve lo ha protegido del viento. Tenemos que conseguir que entre en calor.
Ella cerró la puerta, y después llevaron al collie hasta el salón, colocándolo frente a la chimenea.
—No... en la butaca. En el suelo estará demasiado cerca del fuego. Hay que ir poco a poco.
Laurie quitó el edredón de la butaca y fue a buscar la manta que utilizaba para el perro. La colocó sobre la butaca y Rob puso al perro encima.
Estaba muy débil, pero sacó la lengua y le lamió la mano.
—Maldita sea —dijo él, y se giró para que Laurie no viera que le daba pena. Pero era demasiado tarde, y Laurie sintió que se le encogía el corazón. Se había olvidado de que Rob no era capaz de soportar el sufrimiento. Hacía tanto tiempo que no veía esa faceta suya que por eso la había olvidado.
—Pobre animalito —murmuró y le acarició la cabeza—. Está como un palillo. Debe de haberse perdido. Los perros de las granjas no pueden estar tan flacos, no podrían trabajar.
—Traeré un poco de agua. ¿Es perro o perra?
—No lo sé. Creo que perra. Sí. Oh, pobrecilla.
Acarició de nuevo al animal y la perra volvió a lamerle la mano.
—Agua tibia —murmuró Laurie, y llenó el cacharro del perro. Esperaba que a Midas no le importara que la intrusa utilizara su manta y su cacharro. Parecía que no, estaba mucho más interesado en lamerle todo el cuerpo una y otra vez, la cabeza, las orejas, las patas...
Y poco a poco, la perra fue recuperándose, como si el masaje que Midas le hacía con la lengua le hubiera hecho entrar en calor. Levantó la cabeza y lamió a Midas despacio; luego este volvió la cara y lamió a la perra una vez más.
Al ver el gesto de ternura, Laurie sintió un nudo en la garganta.
—Creo que se lo podemos dejar a él —dijo Rob—. Parece que sabe lo que tiene que hacer. ¿Que tal si preparas otra taza de té mientras yo recupero la parrilla?
Ella asintió y fue a llenar la tetera a la cocina. También llevó una olla, pan y mantequilla.
—¿Desayunamos? —Sugirió ella, y le mostró el pan.
—¿Qué hay del desayuno inglés? —Bromeó él, pero ella lo ignoró.
—Podemos hacer tostadas en el fuego.
—Solo si estás preparada para sujetarlas —dijo él entre risas.
—Hombres de poca fe —fabricó un tenedor para tostar con un palo y después de poner el cacharro con agua sobre el fuego, pinchó una rebanada de pan y la sujetó sobre el fuego.
—Ah, sí... pan ahumado —murmuró Rob, pero ella le dio la vuelta y estaba tostado. Él se quedó en silencio y cuando el pan terminó de hacerse, tendió la mano y ella quitó la rebanada del tenedor y se lo dio.
Él lo agarró y frunció el ceño.
—No era lo que estaba pensando. Suponía que puesto que yo he hecho la heroicidad de cavar en la nieve y todo eso, tú querrías prepararme la comida.
Los ojos de Rob brillaban con humor. Se sentó frente al fuego y se preparó una tostada. Laurie sirvió dos tazas de té y le dio una. Al hacerlo, se dio cuenta de que tenía las manos heladas. Se sintió culpable y tuvo que recordarse que él tenía treinta y un años y que era capaz de cuidarse solo.
Se sentó en el sofá y observó cómo Midas cuidaba de la perrita. Tras haberle lamido todo el cuerpo, se había colocado detrás de ella y se había acurrucado a su lado para darle calor.
La perra seguía estremeciéndose de frío de vez en cuando, pero al poco rato, apoyó la cabeza sobre su pata y se quedó dormida.
—Me pregunto qué dirán los dueños del uso que hacemos de sus muebles —murmuró Laurie—. Aunque no les importaba que hubiera mascotas, según dijo la de la agencia, y hay una gatera en la pared del baño.
—La he visto —dijo él—. Pensé en taparla con un cojín.
—Yo pensé en taparla con periódico, así no importa si se moja.
—Buena idea. Sea con lo que sea, hay que taparla. Hace muchísimo frío en el baño.
—Con la calefacción no se estaba mal —dijo ella—. Es solo porque no hay luz.
—Ya lo sé —dijo él, y ella se sintió estúpida—. ¿Quieres más té?
Laurie asintió y dijo:
—Por favor.
—Iré a la cocina y traeré más agua. Tú puedes hacer más tostadas.
Se puso en pie y salió del salón. Midas lo miró de reojo.
—Eres un buen chico —le dijo ella, y le acarició el rabo. Laurie pensó en lo mal que se habría sentido si hubiera encontrado el cuerpo del collie congelado una vez se derritiera la nieve. Se preguntaba qué pensaría Midas cuando viera que tendría que compartir su comida con su nueva amiga. Había llevado un saco grande de pienso, así que no se morirían de hambre. ¡Los perros tenían mucha más comida que ella!
Se preguntaba cómo sabría la comida para perros, y esperó no tener que descubrirlo. Después de todo, había dejado de nevar y aunque seguía haciendo frío, la cosa estaba mejor.
E incluso estar atrapada con Rob no le había parecido tan duro. Parecía que hubieran hecho una tregua, y quizá, si conseguían no hablar del tema, sobrevivirían sin matarse el uno al otro.
Rob regresó y ella se sentó en una esquina del sofá mientras él ponía el agua al fuego. Tardó mucho en calentarse, y el silencio parecía cada vez más tenso. ¿Era su imaginación?
¿O es que se sentía culpable?
No tenía por qué sentirse culpable. Era una mujer libre, no una esclava. Pero aun así, se sentía culpable y no le gustaba.
Él le tendió una taza de té y se sentó en el otro lado del sofá.
—La perra parece que está bien —dijo ella—. Ya ha dejado de temblar. ¿Cómo se llamará? No tiene collar.
—Puede que la hayan abandonado.
—Pobrecilla. Por cierto, tienes una tostada ahí.
Rob la miró a los ojos y Laurie sintió que se le encogía el corazón.
—Deja de evitar el tema —dijo él con firmeza—. Creo que es hora de que tengamos una conversación, ¿no crees? Supón que me cuentas por qué has salido corriendo.
—Yo no he salido corriendo...
—No, viniste conduciendo... en un coche que te compraste tú misma con el sueldo de tu empresa y que yo ni siquiera sabía que tenías. Creo que merezco una explicación, Laurie, y no voy a moverme de aquí hasta que me la des.
¡Se acabó la tregua!
—No.