Capítulo 3

Hacía mucho frío. Rob tardó cinco minutos en encontrar el coche, recoger su maleta y el teléfono móvil y regresar a la casa, después de ir a apagar el ordenador de Laurie, cerrar la puerta del garaje y conectar la alarma.

Laurie iba a hacer todo eso, pero Rob insistió en que lo haría él. No iba a permitir que ella saliera en mitad de una tormenta, y menos, cuando a él mismo le había costado encontrar el camino de regreso. Se preguntaba si estaba destinado a perecer allí fuera, en una colina escocesa, pero en ese momento, la nevada amainó un poco y al ver la luz de la entrada de la casa, se percató de que iba en la dirección equivocada.

Cuando llegó a la puerta, giró la manija y el viento la abrió de un golpe. La cerró con fuerza y apoyó su peso sobre ella para que no volviera a abrirse. Ya en el interior de la casa y al oír el rugido de la tormenta, se preguntó por qué había personas que se dedican a montar expediciones a los polos. «Deben de estar locos», pensó, y se sacudió la nieve de los hombros.

—Deja que lo guarde —le dijo Laurie y le agarró el abrigo—. Pasa al salón. La chimenea está encendida y he avivado el fuego un poco. Te prepararé algo caliente.

Él no protestó. Le resultaba agradable que ella lo atendiera. Se sentía como uno de esos cazadores a los que cuando regresan a casa los está esperando su esposa. Solo que él apenas se había alejado unos metros hasta el coche y su presa había sido una maleta.

Se sentó frente al fuego y suspiró con satisfacción. Estaba tranquilo, en un lugar cálido y cómodo.

Al cabo de unos segundos se había quedado dormido.

Así es como lo encontró Laurie, dos minutos más tarde cuando regresó con dos tazas de té y un poco de pastel.

Se sentó en silencio, se acurrucó en la butaca junto al fuego y lo observó mientras dormía. Parecía exhausto. Exhausto y más delgado. Trabajaba demasiado. Había trabajado mucho durante más de un año, pero él no estaba dispuesto a admitirlo.

Decía que hacía lo que tenía que hacer. Ni más, ni menos. Fin de la discusión.

Era curioso: antes discutían mucho las cosas, pero desde hacía un tiempo, Rob siempre contestaba con evasivas. Quizá solo era que estaba muy ocupado para hablar, y demasiado cansado.

Demasiado cansado para hacer cualquier cosa... excepto para intentar dejarla embarazada cada cierto tiempo.

Laurie sintió que las lágrimas le afloraban a los ojos y trató de contenerlas. Habían perdido mucho. Al principio habían sido muy felices, ambos estaban llenos de energía y entusiasmo.

Hablaban, discutían y se reconciliaban. Reían y lloraban juntos, lo compartían todo.

Pero sin embargo, ya no les quedaba nada excepto el fantasma del fracaso en la vida personal, y el jet lag.

Apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y suspiró. Necesitaba pasar tiempo a solas. No se había dado cuenta de ello hasta que decidió alquilar la casa en Escocia, y sentía que se había quitado un gran peso de encima.

Era libre. No estaba sujeta a las críticas de Rob ni a las expectativas que tenía de ella como anfitriona, ni a las de sus amigas para que fuera la compañera de compras perfecta o la asesora matrimonial. «Eso es lo más gracioso», pensó.

Andy le pedía consejo para solucionar su matrimonio cuando el suyo propio corría peligro.

Una lágrima se estrelló sobre su mano. Y después otra. Permaneció allí durante un buen rato, llorando en silencio. Solía hacerlo cuando Rob dormía, no era nada nuevo para ella, pero no solía hacerlo con las luces encendidas para que él no pudiera verla si se despertaba.

No había peligro de que se despertara en ese momento. Estaba agotado, y nunca se quedaba dormido tan rápido. Laurie cerró los ojos, apoyó la mano en la cabeza del perro que estaba sobre su rodilla y esperó a que las lágrimas dejaran de manar. Al final dejaría de llorar. Siempre lo hacía.

Había estado llorando.

Rob se quedó recostado en el sofá y la observó sin moverse. Laurie tenía la huella de las lágrimas en la mejilla, y al verlas, él sintió que se le encogía el corazón.

Oh, Laurie. Quería abrazarla, consolarla, pero no sabía cómo, ni si podría hacerlo. ¿Qué podía decir para cambiar las cosas?

Nada. Lo más probable era que llorara por él... o por ellos. Rob se sentía mal. ¿Cuánto tiempo llevaría ella sintiéndose así, tan triste que podía quedarse sentada y llorar en silencio mientras el dormía?

¿Lo habría hecho más veces? ¿Quizá en la cama grande de lo que él creía que era el hogar de ambos? ¿Habría dormido junto a ella, ignorando su tristeza?

Y ni siquiera sabía qué era lo que había hecho mal. Hasta ese día, habría dicho que ella lloraba porque no podía quedarse embarazada, pero ya no estaba tan seguro.

¿Tendría un romance con otro hombre? Era posible. Quizá no se quedaba embarazada a propósito. Quizá se estaba tomando la píldora, o quizá no quería hacerse pruebas porque era feliz como estaba y no quería tener hijos.

Había dicho algo así en la cocina. Él no le había dado importancia en el momento. Había pensado que solo trataba de consolarse a sí misma, pero quizá lo decía de verdad. Quizá no quería tener hijos... o al menos, no quería tener un hijo con él.

Se quedó pensativo. Al parecer, su desaparición estaba motivada por algo más que por una simple llamada de atención. Parecía que Laurie tenía verdaderas dudas acerca de su relación, y Rob se percató de que tendría que escucharla y hablar con ella, en lugar de simplemente tratar de convencerla para que regresara a casa. Por primera vez, sintió que a lo mejor no podía recuperarla, y algo en su interior se encogió de miedo.

La observó mientras dormía. Se fijó en cómo las lágrimas se secaban despacio en sus mejillas, en la mano que le colgaba justo encima de la cabeza del perro. El animal estaba tumbado con la cabeza apoyada en una pata, como si acabara de retirarse de debajo de la mano de su dueña. Tenía los ojos cerrados, pero Rob sabía que estaba alerta. En cuanto ella se moviera, Midas se pondría en pie.

Era su esclavo devoto, y de pronto Rob se sintió celoso. No es que quisiera ser su esclavo, pero no le importaría recuperar la complicidad enérgica que antes tenían en su relación.

Laurie había sido una mujer vital, graciosa e ingeniosa. Rob suponía que seguía siéndolo, pero parecía que la chispa de la vitalidad se había extinguido y él no comprendía cuál había sido el motivo.

Recordaba el primer día en que la conoció, en la boda de Julia y Charlie. El era el padrino de boda de Charlie, y ella era una de las damas de honor. Él sintió que su corazón se aceleraba al verla detrás de Julia, y después, durante el banquete, se acercó a hablar con ella y descubrió que no solo era muy guapa, sino también inteligente.

Era capaz de mantener una conversación interesante y ese día hablaron de cosas diversas, desde la moda hasta el estado financiero del país.

—¿En qué trabajas? —Le había preguntado él, y ella se había reído.

—En estos momentos tengo un trabajo temporal en una oficina, pero no tengo mucho talento para ser secretaria y eso es un pequeño problema para el puesto que tengo, así que no creo que dure mucho en él, pero tengo que comer y pagar el crédito de la universidad, así que no me puedo permitir ser muy exigente. Estoy esperando a que me salga la oportunidad perfecta. Me gustaría tener un trabajo con un poco de responsabilidad, ahora me aburro muchísimo.

Rob metió la mano en el bolsillo y sacó la cartera. Después le dio una de sus tarjetas.

—Toma. Llámame. Quizá encontremos algo, no sé el qué, pero siempre tenemos un sitio para la gente buena. Hablaré con el equipo de recursos humanos. Ven a visitarnos algún día.

Ella miró la tarjeta y como el vestido de dama de honor no tenía bolsillos, metió los dedos en el escote y la guardó en el sujetador. Él se fijó en el encaje de color marfil que cubría sus pechos blanquecinos, y sintió cómo le hervía la sangre en las venas.

—Sabía que tener pechos me sería útil algún día —dijo ella entre risas, y él tuvo que cerrar los ojos y contar hasta diez. Se le ocurrían múltiples utilidades para sus grandes pechos, y guardar tarjetas de negocios no figuraba en la lista.

A menos que fuera él quien se la guardara...

Una semana después se volvieron a ver. Laurie iba vestida con un recatado traje de negocios y una blusa de cuello alto, pero Rob todavía recordaba sus pechos turgentes y tuvo que concentrarse para poder entrevistarla.

Al cabo de pocos minutos, él se había olvidado de su cuerpo y estaba fascinado por su forma de pensar. Hablaron de negocios, sobre la bolsa y sobre análisis financiero. La mayoría de las mujeres que él conocía no sabían nada del tema, y los aburría hablar de ello.

Pero a Laurie Taylor no. Tenía interesantes puntos de vista y opiniones, y no tenía miedo de exponerlas. Discutieron y ambos buscaron los fallos de los argumentos del otro, pero al final, aceptaron sus diferencias.

Durante un momento pareció que Laurie había perdido la confianza en sí misma, como si por no ponerse de acuerdo con él hubiera estropeado toda la entrevista, pero entonces, él sonrió y le tendió la mano.

—Bienvenida al equipo, si es que quieres unirte a nosotros.

—¿Quieres decir que después de todo me quieres en él? —dijo ella con sorpresa.

«Oh sí, te quiero», pensó él, «¡te deseo!»

—Eres demasiado buena como para dejarte pasar —dijo él—. Me gusta tu manera de pensar.

—Pero no estás de acuerdo conmigo.

Él sonrió.

—Pero puedo discutir contigo, y no te ofendes. Eso es muy útil, me ayuda a mantener una perspectiva más amplia de las cosas. Creo que necesitamos un nuevo puesto de trabajo. Tendré una ayudante... creo que ya es hora. ¿Cuánto quieres ganar?

Ella se rió.

—¿Cuánto crees que me merezco?

Rob pensó una cifra y le ofreció el doble. Ella pestañeó.

—¿Eso es un sí? —Preguntó él.

—Por supuesto —tragó saliva y asintió, y él confió en que todo saliera bien.

Al final de la primera semana, Rob se preguntaba cómo había sobrevivido sin ella. Al final del primer mes, la relación se había convertido en algo más personal. Las discusiones sobre los asuntos de negocios se habían convertido en un reto, casi en un juego.

Un día, después de una larga discusión en la que Laurie resultó tener la razón, él la observó moverse por el despacho y notó que se excitaba al verla.

—Vale —dijo él, desde detrás del escritorio—. Cederé...

—¿Ceder? ¡Estás loco! He ganado...

—Cederé —repitió él con una sonrisa—, con la condición de que aceptes cenar conmigo. A modo de prenda.

Laurie ladeó la cabeza y se puso las manos en las caderas.

—Creía que la prenda la pagaba el que perdía.

—Así es. Yo he perdido, yo pago.

—Quiero una buena cena, no un restaurante cualquiera.

Él se rió.

—No lo dudé ni un instante —murmuró—. ¿De acuerdo?

Ella se quedó pensativa un momento, y luego dijo:

—De acuerdo —y se sentó en el escritorio dejando a la vista una de sus largas piernas—. ¿Y adónde vamos a ir?

—Todavía no lo sé. Vístete.

—¿Vestido largo o vestido corto?

—Largo —contestó él. Sabía que no sobreviviría si tenía que pasar toda la noche contemplando sus bonitas piernas.

Pero su estrategia no funcionó porque Laurie se puso un vestido con una abertura que le llegaba hasta el muslo y unas provocativas medias brillantes que no pasaban desapercibidas.

—Hazme un favor —le dijo Rob después de que el camarero les llevara la carta—. No hablemos del trabajo, esta noche no quiero discutir.

Ella sonrió.

—Vale, hablaremos de ti. ¿De qué conoces a Charlie? —le preguntó, y de ese modo él le contó cosas acerca de su infancia y del internado. Después, le tocó el turno a ella.

Rob la llevó a casa cuando terminaron de cenar, y al llegar a la puerta ella le dedicó una de sus mejores son risas.

—Todo está hecho un desastre, pero estás invitado a pasar.

La casa estaba peor de lo que ella imaginaba porque su compañera de piso había decidido dar una fiesta y todo estaba lleno de gente.

—Ah —dijo ella al ver que su dormitorio también estaba ocupado y que no tenían escapatoria.

—Vamos a la mía —sugirió él, preguntándose cómo conseguiría contenerse para no hacerle el amor cuando estuvieran a solas en su casa.

Entraron por la puerta y Rob no encendió la luz a propósito para que ella pudiera contemplar la vista nocturna de Londres.

—Uau —dijo ella—. Es precioso. Es la mejor vista de Londres...

Él se rió y se acercó a ella. Deseaba tomarla entre sus brazos. Podía oler su perfume, y sentir el calor que irradiaba de su cuerpo.

—Hay una vista muy bonita —dijo él—. A veces me quedo sentado, contemplándola en la oscuridad durante horas... me recarga las pilas.

Ella se volvió y lo miró a los ojos.

—¿Tienes problema con eso, verdad? ¿Para recargar las pilas? Deberías hacer más cosas divertidas... ir al zoo, ir al parque... cualquier cosa. Tienes que aprender a relajarte.

Él sonrió con un poco de tristeza.

—¿Contigo? —murmuró— Eres la persona menos relajante que conozco.

—No tengo por qué no serlo. Puedo estar tranquila, muchas veces lo estoy. Es solo cuando estoy contigo que me pongo así... tan alegre.

—Eres preciosa —dijo él sin pensar—. Quiero hacer el amor contigo, Laurie.

La sonrisa de Laurie era amable y estaba llena de promesas.

—Bien —susurró ella.

Él cerró los ojos y contó hasta diez. Iba a morir. Su corazón iba a detenerse, o a quebrarse. O eso, o todo era un sueño. Abrió los ojos y ella todavía estaba allí.

—Eres encantadora —susurró él, y le acarició la mejilla, el mentón y los labios. Laurie le acarició el pulgar con la lengua y el gimió de placer.

Ella puso las manos sobre el pecho de Rob, después le acarició los hombros y el cabello. Acercaron sus rostros y se besaron de manera apasionada, como si una llama se hubiera encendido entre ellos y destruyera todo lo que se interponía en su camino.

Cuando la pasión disminuyó, se percataron de que estaban en el dormitorio y de que no sabían cómo habían llegado hasta allí. Él suponía que habían ido andando, o quizá la había llevado en brazos...

Él le acarició la cara con las manos temblorosas.

—Uau —dijo—. Ha sido...

—Impresionante —dijo ella y lo besó en los labios con suavidad—. Ha sido maravilloso.

Él se rió.

—Ves, estamos de acuerdo en algo —bromeó, y ella sonrió y lo besó una vez más... y otra... y otra.

El comienzo de su vida personal había sido tan salvaje como el de su vida laboral, pero mucho más satisfactorio. Se casaron al cabo de pocas semanas, y los tres o cuatro años siguientes habían estado llenos de felicidad.

Y sin embargo, el buen humor y la chispa de felicidad habían desaparecido y Laurie no quería ni hablar con él. Solo quería escapar.

Y llorar. Eso era la peor parte, verla llorar. Rob apenas la había visto llorar, y nunca sin él.

Sintió un nudo en la garganta. «Oh, Laurie, ¿dónde nos hemos equivocado?», se preguntó. «¿Cuándo dejaste de discutir conmigo? ¿Y por qué? En el pasado nunca tuviste miedo de decirme si había algo que no te gustaba. ¿Y por qué ahora sí?».

Necesitaba moverse. Tenía el cuello en una mala posición, pero no quería ponerse en pie sin darle tiempo a Laurie para que recuperara la compostura y se lavara la cara. La observó con los ojos entreabiertos y cuando ella se despertó, se sentó y se frotó las mejillas. Después, con el perro a su lado, salió de la habitación caminando de puntillas y cerró la puerta.

Rob suspiró y se puso en pie. Se desperezó y miró a su alrededor.

La habitación era agradable y acogedora. Pensó en la casa de Londres y deseó tener una habitación tan acogedora como aquella para poder acurrucarse. ¿Pero cuándo? Nunca tenía tiempo. Apenas recordaba el color de las paredes, y tampoco cuándo había sido la última vez que había estado sentado el tiempo suficiente para quedarse dormido.

Echó más leña al fuego y lo avivó. Se colocó frente a el y se frotó las manos. Sentía algo especial cuando miraba el fuego. Debían encenderlo más a menudo en la casa de Londres, si es que seguían compartiendo casa, claro.

No estaba dispuesto a aceptar la derrota. Y al menos, después de verla llorar sabía que él le importaba. De otro modo, no habría podido superarlo.

Oyó ruidos en el baño contiguo, y después en la cocina. Al cabo de unos minutos, ella apareció con dos tazas de té.

—Hola —dijo ella con una sonrisa—. Antes preparé un té, pero te quedaste dormido. He hecho uno nuevo.

—Tenías que haberme despertado después de preparar el primero —dijo él.

—Parecías cansado —dijo ella a la defensiva—. Pensé que era mejor dejarte dormir. Sabía que te despertarías pronto, siempre lo haces. Toma, he traído un poco de pastel por si te apetece. No sé cómo estará, lo compré ayer en la tienda del pueblo.

—Estoy seguro de que estará bueno. Espero que tengas suficiente comida para el tiempo que estés aquí... ¿o tenemos que racionarla?

—He comprado suficiente. Bastante para unos días. No creo que tengamos que racionarla ya.

—Espero que deje de nevar. No me gustaría morirme de hambre si nos quedamos atrapados aquí muchos días.

Durante un instante, Laurie puso cara de pánico ¿sería por la idea de quedarse atrapada con él? No hacía mucho tiempo se habrían deleitado con la idea.

No es que Rob tuviera mucho tiempo disponible. El lunes tenía que estar en Nueva York y era viernes por la noche.

Laurie miró por la ventana y se estremeció al sentir el frío del cristal. Corrió la cortina y dijo desafiante:

—Estoy segura de que no estaremos mucho tiempo atrapados; después de todo, esto es Escocia. Están acostumbrados. Pasan las máquinas quitanieves por la noche, supongo que mañana estará todo limpio.

—Siempre nos podemos comer al perro —bromeé él, y ella lo miró.

—No tiene gracia... y de todos modos, yo tengo que trabajar.

—Puedes trabajar. Mientras haya luz, podrás trabajar y supongo que yo también. Tengo que mirar mi e-mail.

Sacó el teléfono móvil del bolsillo y lo miró.

—¡No hay cobertura!

—No. Lo sé. Tendrás que utilizar mi ordenador... aprovecha que me siento generosa.

—Tengo que ir hasta donde está, y sinceramente, no me apetece.

—Podías haber colocado una cuerda —sugirió ella—. Como lo que hacen los espeleólogos para poder encontrar el camino de salida.

—No es tan mala idea. Hace un tiempo terrible ahí fuera. De verdad, creía que no encontraría la casa otra vez.

—Admítelo, ninguno de los dos conocemos el terreno. Tú solo llevas aquí unas pocas horas más que yo. Sugiero que lo dejemos hasta mañana. Nada puede ser tan importante.

En realidad había ciertas cosas que lo preocupaban, pero no tanto como para arriesgar la vida por ellas. Lo más probable es que perdiera un montón de dinero por no realizar las operaciones a tiempo, pero era casi la hora de cierre en Nueva York y no ocurriría nada hasta el lunes por la mañana. Quizá entonces pudiera salvar la situación. Y si no, ya se sabe, unas veces se gana y otras se pierde.

Y no perder a Laurie era mucho más importante que el precio de las acciones.

Ella encendió el televisor y puso las noticias. Vieron el parte meteorológico pero no les inspiró ninguna confianza acerca de que el clima fuera a mejorar. Rob confiaba en que tuvieran bastantes provisiones, porque tenía la sensación de que iban a pasar más tiempo allí de lo que imaginaban.

—¿Cenamos? —dijo Laurie, y apagó el televisor.

—Estaría bien. Deja que te ayude.

—No hace falta —contestó ella, y se dirigió a la puerta con la bandeja del té en la mano. Rob la siguió, y el perro también. Rob no estaba dispuesto a perder ni un momento y no pensaba quedarse en otra habitación mientras ella se dedicaba a deambular por la cocina, malhumorada por tener que prepararle la cena.

Ah no, ya tenía bastantes motivos y Rob no quería darle más.

Insistió en acompañarla. Ella quería ir sola a la cocina y asimilar el hecho de que iban a estar atrapados mucho tiempo, así podría prepararse para la batalla y trazar una estrategia.

No tenía mucho sentido. Era probable que Rob hiciera justo lo contrario. Le retiró la bandeja de las manos y lavó las tazas y los platos. Ella lo observó. No estaba acostumbrada a verlo con las manos en el fregadero.

¡Lástima que no tuviera una cámara de fotos!

—Bueno, ¿y qué vamos a cenar? —Preguntó él. Laurie suspiró y abrió la nevera.

—¿Pasta con tomate al horno?

Él la miró horrorizado.

—¿En serio?

—En serio. ¿Cuál es el problema? ¿Qué no es carne? Hay una lata de comida para perros si estás tan desesperado. Yo ya no como carne.

—¿No?

—No. Llevo meses sin hacerlo, solo un poco de pollo de pescado, pero muy de vez en cuando —eso decía mucho del estado en que se encontraba su relación: él ni siquiera se había percatado... ni siquiera había estado presente para darse cuenta.

Laurie encendió el horno y buscó una fuente. Rob la observó mientras ella mezclaba la pasta con la salsa de bote, espolvoreaba el queso rallado por encima y metía la cena en el horno. Tenían media hora de espera, así que puso agua al fuego.

—Creo que hay ropa de cama en el armario del rellano —le dijo ella—. Y un edredón. Puedes usarlo. Podemos hacer la cama mientras se termina de cocinar la pasta.

Se dirigieron al piso de arriba y buscaron el edredón. Era un poco fino, pero con la chimenea y la calefacción central no pasaría frío. Tampoco era muy largo, pero cubriría el sofá.

«Sobrevivirá», pensó ella.

—Torna, una almohada. ¿Con esto te arreglas?

Rob arqueó las cejas y agarró las cosas. Después, bajó y dejó las cosas sobre el sofá antes de regresar con ella a la cocina sin decir palabra. La habitación parecía más pequeña y se notaba más la presencia de Laurie.

Ella se sentó junto a la mesa y esperó a que el agua hirviera.

—¿Té o café? —preguntó él.

Ella lo miró asombrada.

—Café, por favor. Solo y sin azúcar.

—Ya sé cómo te gusta el café, a menos que también hayas cambiado en eso como en todo lo demás.

—Nada ha cambiado —contestó ella a la defensiva.

—Excepto que ahora eres vegetariana y que vives en Escocia.

Laurie no tenía respuesta, así que no dijo nada. Esperó a que le sirviera el café y permaneció en silencio.

Al cabo de un rato, se levantó para sacar los platos. Abrió la puerta del horno y un aroma exquisito invadió la cocina.

—Huele bien —dijo él rompiendo el silencio.

—Sorpresa, sorpresa.

—Estoy sorprendido. También es un aroma familiar. Supongo que es uno de esos platos que me preparabas y que yo creía que habías pasado horas cocinando.

Laurie sintió que se sonrojaba.

—Lo he hecho unas cuantas veces —confesó—. Con atún o pollo. A veces le he puesto nata y un poco de especias por encima, en lugar del queso. Le da un toque especial —esbozó una sonrisa—. Es un plato muy versátil.

—Muy inteligente... siempre lo fuiste. Tenía que haberme percatado de que no te contentarías realizando las tareas domésticas.

—Nunca estabas en casa para ver lo que yo hacía —dijo ella, y se encogió de hombros—. ¿Por qué ibas a pensar en ello?

—Porque, te guste o no, soy tu marido —dijo él con suavidad. Laurie jugueteó con la taza de café. No estaba preparada para mantener esa conversación. Al menos, no hasta que aclarara sus sentimientos. Rob, sin embargo, no quería dejar el tema—. Debía haber sabido lo que hacías —continuó él—. Me sorprende que durante un año, o bien me hayas mentido sobre lo que hacías durante todo el día, o bien yo no te lo haya preguntado.

—Ambas cosas —contestó ella—. Cuando me lo preguntabas, yo no te decía toda la verdad.

Rob resopló, se puso en pie y llevó la taza al fregadero. Se volvió para recoger la de Laurie, pero justo en ese momento, ella se levantó y se chocaron.

Ella casi se apartó de golpe. ¿Cuánto tiempo habían pasado juntos? Años. ¿Y cuántas veces se habían chocado accidentalmente? Sin embargo, ese día, Laurie sintió que le temblaban las piernas.

Miró la pasta y comprobó que ya estaba hecha. Menos mal. Eso significaba que podían cenar, y después, se acostarían... ¡en camas separadas! Así tendría unas horas de paz y tranquilidad para poner en orden sus sentimientos.

—¿No tendrás una botella de vino en algún sitio? —Preguntó él, pero ella no contestó. Sí que tenía una botella guardada en un armario, pero no tenía intención de sacarla.

Necesitaba estar en plena forma, porque sabía que cuando llegara el momento de acostarse, Rob sacaría todos sus encantos y trataría de convencerla para que se acostaran juntos. Así que nada de vino.

—Hay agua en el grifo —dijo ella. Él soltó una risita y rellenó dos vasos. Después los dejó sobre la mesa y se sentó.

—Vamos a cenar. Me muero de hambre.

¡Menos mal que Laurie había puesto suficiente cantidad! Rob terminó antes que ella y parecía haberse quedado con hambre.

«Cielos, me había olvidado de cuánto comía», pensó Laurie. Repasó mentalmente los víveres que tenía y se preguntó si de verdad tendrían suficiente comida.

—Hay una lata de arroz con leche —le ofreció, y Rob frunció la nariz.

—Prefiero la versión casera —confesó él, y la miró—. Imagino que el café de verdad también es instantáneo.

Laurie soltó una carcajada.

No, el café de verdad es de verdad.

—Menos mal que hay algo de verdad —dijo él aliviado.

Laurie metió el arroz con leche en el horno durante un momento para que se dorara y después lo sirvió.

—Tal y como lo hacía mi madre —dijo, y él la miró con una sonrisa que estuvo a punto de hacer que se desmayara.

«No», pensó ella, y dejó un cuenco sobre la mesa. «No sucumbas ante sus encantos».

Se sentó y se comió el postre sin mirar a Rob. No quería contemplar sus ojos azul cobalto. Sabía que si lo hacía, estaba perdida.

Juntos, recogieron la cocina y después salieron en medio de la tormenta para buscar un saco de leña que había en la leñera.

—¿Es todo lo que tienes? —preguntó él, y ella asintió.

—La encontré aquí. Hay esto, y la mitad del tanque de gasoil para calefacción. Bueno, también hay un radiador eléctrico que podemos utilizar, pero sale muy caro.

—Creo que puedo permitirme pagar un poco de electricidad —dijo él.

—Es mi casa... mis gastos, ¿recuerdas?

—¿Cómo iba a olvidarlo? —Murmuró él, y preparó el fuego para la noche.

Laurie se quedó en la puerta del salón.

—Buenas noches. Puedes ir al baño cuando yo termine.

—Eres muy amable.

Ella ignoró el comentario y cerró la puerta. Prefería su sarcasmo a sus encantos. ¡Al menos, podía resistirse al sarcasmo!

Pero en parte, estaba un poco decepcionada porque él no hubiera tratado de convencerla de que le dejara compartir la cama con ella.