Capítulo 6
La luz no volvió, pero para entonces, Laurie ya sabía que no iba a tener tanta suerte.
Quedaba poca leña en el fuego, así que como tenían que mantener la chimenea encendida toda la noche, Rob encendió un quinqué de parafina y se dedicó a cortar con el hacha algunos de los troncos que habían apilado en la entrada.
Laurie observó cómo manejaba el hacha y se fijó en los hombros musculosos que se intuían bajo el jersey de lana. Recordó lo que había perdido y la nostalgia se apoderó de ella.
—Ya lo has perdido —se dijo, y trató de no pensar en la bonita casa de Londres, que tenía calefacción central y una cama enorme, con un edredón de lujo bajo el que se acurrucaban como una pareja de enamorados. Recordó las veces que habían hecho el amor una y otra vez, hasta que ella tenía que rendirse porque ya no podía más.
Minstrel estaba en el suelo olisqueándolo todo y Laurie abrió la puerta para que los dos perros salieran a dar un breve paseo. Rob entró con los brazos llenos de leña y Laurie inhaló la mezcla del aroma a pino y la de su cuerpo masculino y sintió que se moría de deseo.
—Ya has partido bastante, ¿no crees? —Dijo ella—. No te enfríes.
—No he tenido la oportunidad... pero el viento es muy frío, así que voy a parar. No quiero quedarme congelado, y además ya tenemos bastante leña para un día o así.
Los perros regresaron al cabo de un momento y se subieron a la butaca antes de que Laurie pudiera decir les que se quedaran en la alfombra.
—¿Cenamos? —Dijo Rob mientras metía algunos leños y los apilaba junto al fuego. Laurie repasó mentalmente los víveres que tenían y se preguntó qué podrían cocinar. Habían comido judías con tostadas; no eran gran cosa pero al menos estaban sabrosas. La comida preparada estaba a punto de terminarse, pero al menos, Ian McGregor les había llevado leche.
Y también un pastel de fruta que había hecho su esposa. Quizá pudieran comérselo de postre. Y de plato principal...
—Imagino que no tienes nada fácil de preparar, una lata... —dijo Rob.
—No «dijo ella. Se arrepintió de que le gustara cocinar todo fresco y no tuviera almacenadas muchas latas de comida. Claro, que tampoco había pensado en que se quedaría aislada con un hombre hambriento—. Queda pasta como la que cenamos anoche, pero no sé qué tal se cocinará sobre la llama, en lugar de en el horno. Puedo probar a hacer risotto, pero no sé cómo saldrá.
—Ya lo descubriremos —dijo él, y se puso derecho—. Vamos a probar.
Quedó más o menos bien. Pusieron queso rallado por encima y dejaron los platos junto al fuego para que se derritiera.
—No está mal —comentó él—. Los he comido peores.
Laurie no podía imaginar dónde, pero no dijo nada. Era lo mejor que podían cocinar teniendo en cuenta las circunstancias, y al menos, no se morirían de hambre.
Miró a Midas y a Minstrel y vio que ambos los miraban con esperanza.
—Olvidadlo —les dijo, y Midas gruñó y agachó la cabeza. Al cabo de un momento, Minstrel se tumbó también, pero continuó mirándolos como si tuviera hambre. Laurie sintió pena por ella y le dio las últimas cucharadas mezcladas con comida para perros. A Midas le dio un poco para que no se sintiera desplazado, pero quien la preocupaba era Minstrel.
—Estará bien —dijo Rob—. ¿Té con pastel?
Laurie estaba a punto de decirle que se lo sirviera él mismo cuando se dio cuenta de que era lo que estaba haciendo. El agua estaba en el fuego y Rob había cortado el pastel. Laurie se sintió mezquina. ¿Qué tenía él para conseguir que ella siempre estuviera tensa?
—Esta noche tendrán que dormir en el suelo —dijo ella—. Yo no voy a dormir arriba, y no pienso tumbarme en la alfombra.
—Pues duerme conmigo en el sofá —dijo él, y ella sintió que le daba un vuelco el corazón.
—De ninguna manera —contestó ella, deseando poder permitirse el lujo de hacerlo.
Rob suspiró y se pasó la mano por el pelo.
—Laurie, dormiremos vestidos. Llevamos cinco años casados. Creo que conseguiré no acosarte durante la noche.
«No eres tú quien me preocupa», pensó ella.
—Ya veremos. Más tarde, intentaré que los perros se acuesten en la alfombra.
No lo consiguió con ninguno de los dos. Midas gimió, y Minstrel la miró con reproche, como si fuera una asesina.
—Vale, quedaos en la butaca —gruño Laurie—. Rob, échate a un lado. Me sentaré en la esquina.
—No tienes que sentarte...
—Sí, tengo que sentarme.
Él suspiró y encogió las piernas para hacerle un hueco. Ella se sentó en la esquina del sofá y se cubrió la parte de atrás de la cabeza con el edredón para que no le diera la corriente. No tenía frío, pero al cabo de un rato le dolía la espalda y las piernas y deseaba tumbarse.
—Te comportas como una estúpida —dijo él al cabo de media hora—. Ven aquí.
El tono de su voz era suave y persuasivo, y Laurie estaba tan incómoda que cedió y se tumbó junto a él pero dándole la espalda.
—Lo hago solo para no echar a los perros de la butaca, así que no creas que me he rendido —dijo ella, y oyó que Rob ahogaba una risita.
—Por supuesto que no —dijo él, y le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí. Laurie suspiró aliviada y trató de relajarse.
Era maravilloso tenerla entre sus brazos. Ella estaba relajada y calentita, y el cabello le olía a champú.
Curiosamente, Rob no se había excitado al abrazarla, sólo se sentía feliz. Intentó recordar la última vez que había dormido con Laurie entre sus brazos, pero no lo consiguió. Apenas podía recordar la última vez que había dormido con ella, así que no iba a recordar cuándo había dormido abrazado a ella. ¿Hacía tres semanas? ¿Dos semanas y media? Mucho tiempo, y trataba más de dejarla embarazada que de ofrecerle su amor.
Tragó saliva y la abrazó con más fuerza. ¿Dónde se habían equivocado? No lo sabía. Solo sabía que abrazarla era algo maravilloso y que era lo mejor que había sentido en mucho tiempo. Poco a poco, se fue relajando y se quedó dormido.
Estaba excitado. Aunque ambos estaban vestidos, Laurie lo notaba porque estaban tan cerca que su trasero rozaba su miembro viril.
Rob todavía dormía, y la tenía agarrada por la cintura. Laurie podía sentir el aire que salía de su boca con cada exhalación.
«Contacto humano», pensó ella, «eso es todo», pero sabía que en el fondo de su corazón había algo más. Todavía lo quería, por supuesto, pero no podía hacer nada al respecto. A menos que Rob cambiara, ella no podría volver a vivir con él, por mucho que echara de menos ciertos aspectos de su relación con él.
Levantó el edredón y retiró el brazo de Rob con cuidado. Lo tapó de nuevo y se puso en pie. Los perros estaban sentados junto al sofá, moviendo el rabo, y Laurie abrió la puerta y los dejó salir.
El cielo estaba despejado, y el sol asomaba por el horizonte. Laurie se abrazó a sí misma y contempló la belleza del paisaje nevado.
Era precioso. El sol estaba lo bastante alto como para rozar la cima de las montañas y teñir la nieve de color dorado. En la distancia se oían los ladridos de un perro. Midas y Minstrel levantaron la cabeza pero no se molestaron en responder. Estaban demasiado ocupados tratando de convencerla de que entrara y les diera de comer. Laurie sonrió y los llevó hasta la cocina para darles el desayuno.
Minstrel lo engulló con rapidez, como si tuviera miedo de que alguien fuera a quitárselo, y Laurie la acarició para tranquilizarla mientras Midas se lo comía más despacio.
—Te vas a indigestar si comes tan deprisa, tonta —le dijo a la perra.
Rellenó un cacharro con agua y se dirigió al salón. Avivó el fuego y puso el agua a hervir. Tardaría un rato, y entretanto, lo único que podía hacer era observar cómo dormía Rob.
O no.
Tenía los ojos abiertos y la miraba con seriedad.
—Buenos días —dijo ella, e ignoró el fuerte latir de su corazón.
—Buenos días. ¿Qué tal has dormido?
—Estupendamente. Eres una buena almohada. Lo había olvidado.
Él resopló y se tumbó sobre la espalda con los brazos bajo la nuca. Tenía el aspecto de un hombre fuerte y vital, saludable y en plena forma, y después de despertarse junto a él, Laurie pensó que verlo así era lo último que necesitaba. Todavía podía sentir el calor de su cuerpo en la espalda.
Laurie se entretuvo jugando con el té que todavía no estaba preparado e intentó ignorar los ruidos que hacía él al estirarse y al bostezar.
—Voy a lavarme. Supongo que no ha vuelto la luz, ¿verdad?
Ella le lanzó una mirada penetrante.
—¿Crees que estaría haciendo el té en la lumbre? —Preguntó, y él le dedicó una sonrisa.
—Nunca se sabe. A veces haces cosas muy curiosas.
Ella lo miró y él sonrió y salió de la habitación, Laurie masculló algo y Minstrel levantó la cabeza y gimió.
—Oh, preciosa, lo siento —le dijo—. No me hagas caso. Hace mucho frío y el agua está helada, quiero darme un baño caliente y dormir en mi cama por la noche... y que ese hombre se vaya de aquí antes de que me vuelva loca.
Ese hombre entró de nuevo en el salón con una toalla alrededor del cuello y buscó algo de ropa en la maleta.
—Voy a darme una ducha —le dijo a Laurie, y ella lo miró como si estuviera loco.
—¿Estás bien? —Le preguntó.
Él se rió.
—No lo sé. Te lo diré más tarde. Una taza caliente de té me sentará bien dentro de un minuto.
No tardó mucho. Laurie escuchó un grito y tuvo que contener la risa. Le preparó una gran taza de té con leche y la dejó cerca de la chimenea para que se mantuviera caliente.
Rob entró por la puerta. Todavía estaba desnudo y se estaba secando con la toalla. Se acercó al fuego y se vistió. Entretanto, Laurie trató de no ceder ante la tentación y mirar hacia otro lado.
No es que no lo hubiera visto antes, pero no le era de gran ayuda tener cerca ese cuerpo esbelto y semidesnudo.
—Tienes el té ahí —le dijo, y se puso en pie—. Voy a lavarme.
—No me molestaría en darme una ducha —dijo él—. Creo que el agua se ha congelado en las cañerías... juraría que salían cristalitos de hielo. Creía que me iba a cortar con alguno.
Ella se rió y se dirigió al baño con el agua caliente que había sobrado del té. El baño olía a jabón y a champú. Un aroma familiar y tentador. Se encogió de hombros y mezcló el agua caliente con un poco de agua fría. Se desnudó y se lavó rápidamente, tratando de no acordarse del jacuzzi que tenía en casa. La luz volvería pronto.
Tendría que volver tarde o temprano, ¿no?
La luz volvió a las once, y Rob y Laurie comprobaron que la caldera funcionara. Después, ella miró hacia el garaje y dijo:
—Tengo que ir a mirar mi correo electrónico.
—¿Puedo mirar el mío? —Preguntó él—. Lo más seguro es que tenga miles de mensajes de Mike; se pone nervioso si no me localiza en un par de horas.
—Claro que puedes mirarlo. Podemos poner el calentador de aire hasta que la calefacción central empiece a calentar.
Hacía mucho frío, pero mientras Rob leía sus mensajes y contestaba a algunos de los que le había enviado Mike, Laurie se arrimó al calefactor y miró por la ventana. Hacía un día precioso, demasiado bonito como para estar encerrada en una oficina. De pronto, su negocio no tenía ningún atractivo.
—Toma... ya he terminado. Todo para ti.
Ella miró sus correos por encima y se encogió de hombros. El sol la llamaba, y en ese momento, nada le parecía más importante.
—Lo haré más tarde —dijo, y apagó el ordenador—. Es domingo, mi día libre. Me gustaría ir a dar un paseo con los perros y ver qué aspecto tiene el camino.
—¿Puedo acompañarte?
—Por supuesto que puedes —contestó ella, sorprendida por que se lo hubiera preguntado. Esperaba que fuera con ella... en ningún momento había pensado que no iría. ¡Al parecer Rob se estaba tomando más en serio lo de su independencia que ella!
Regresaron a la casa, y se pusieron un par de calcetines y un jersey extra, y salieron por el sendero caminando sobre las huellas heladas que había dejado el tractor.
Midas y Minstrel saltaban y ladraban, persiguiéndose de un lado a otro. Laurie y Rob paseaban uno al lado del otro, teniendo cuidado de mantener cierta distancia entre ambos.
La carretera estaba completamente bloqueada por la nieve, nada más pasar la entrada a la finca de Ian McGregor.
—Mira, el viento ha esculpido en la nieve —dijo él, pero lo único que Laurie podía ver era que Rob no podría marcharse conduciendo, al menos, hasta una semana después, o más, si las máquinas quitanieves no pasaban por allí.
Y como ese era el caso, Laurie sabía que podía morir de frustración... si es que no se morían de hambre. Teniendo en cuenta el estado de la despensa, era fácil que eso sucediera.
Bueno, seguro que la comida para perros era nutritiva, aunque no muy tentadora, así que lo más probable era que la frustración acabara antes con ella, a menos que Rob dejara de estar tan atractivo. Esa mañana no se había afeitado porque decía que el agua estaba demasiado fría y que no quería cortarse.
Laurie bromeó y le dijo que era una excusa muy mala, pero en realidad, le parecía mucho más atractivo con la barba incipiente.
Regresaron hacia la casa, y cuando llegaron a la valla, Laurie dijo:
—No me apetece entrar todavía. Está todo tan bonito, y como no hace viento no hace mucho frío.
—Podemos hacer un muñeco de nieve —sugirió él, y Laurie sintió que le daba un vuelco el corazón.
—Sí, podemos hacer uno.
—Empieza con una bola pequeña y ruédala —le dijo él—. Yo haré el cuerpo, tú la cabeza.
Les resultó difícil encontrar un sitio adecuado por el que poder rodar las bolas de nieve, pero al final lo consiguieron, y en media hora, el muñeco de nieve estaba terminado. Encontraron una pequeña rama y se la pusieron de boca, y dos piedrecitas para los ojos, por que Laurie no permitió que Rob utilizara dos trozos de carbón, y él se negó a quitarse la bufanda de seda para ponerla en el cuello del muñeco.
Laurie agarró una bola de nieve y se la mostró amenazándolo.
—Quítatela —le ordenó, intentando ocultar su sonrisa, pero Rob se agachó y agarró una bola más grande y esbozó una de sus sonrisas más sexys.
—Haz que me la quite —la retó, y ella le lanzó la bola de nieve.
Él se agachó y la esquivó, pero lanzó la suya y alcanzó a Laurie con mucha precisión.
—¡Ah! ¡Estaba helada! —Gritó ella, y se sacudió la nieve del cuello—. ¡Ya está! ¡Empieza la guerra!
Laurie corrió hacia el garaje y, de camino, lanzó otra bola de nieve, pero calculó mal y falló de nuevo. Se escondió detrás de la esquina y fabricó unas cuantas bolas más. Después, asomó con cuidado la cabeza.
—¡Te tengo! —gritó él, riéndose, y Laurie agachó la cabeza y se quitó la nieve de la cara. Rob se había colocado detrás de un arbusto, pero ella sabía dónde estaba y tendría cuidado para que no la pillara de nuevo.
Salió de su escondite con una bola en la mano, pero no vio a Rob por ningún sitio.
—Dónde diablos... ¡aagh!
Él se rió y ella se giró para quitarse la nieve de la cabeza.
—¡Eso es trampa! —Exclamó intentando no reírse, y agarró un trozo de nieve y se abalanzó sobre él tirándolo al suelo y metiéndole la nieve por el cuello del abrigo. Él gritó, se rió y trató de quitársela de encima.
No lo intentó con mucho empeño. Al cabo de un momento estaba quieto y se disponía a quitarle la nieve que ella tenía en el cuello.
—¿Laurie? —Murmuró, y ella se puso en pie con el corazón acelerado.
—¡Mira, estamos cubiertos de nieve! Tendremos que sacudimos...
—Laurie.
Ella se detuvo y se volvió para mirarlo. El calor de su mirada hizo que se estremeciera, así que llamó a los perros y regresó hacia la casa. Cielos, ¡cómo lo deseaba! Quería que él la acariciara, la abrazara y le hiciera el amor.
Idiota. ¿Qué había estado haciendo? Jugar con fuego, no con hielo. Un fuego tentador que la atormentaba, pero nada había cambiado. Su relación seguía en las últimas, y aquello no cambiaba nada.
Rob estaba justo detrás de Laurie y la siguió al interior de la casa. Ella entró en el baño y cerró la puerta con firmeza, esperando que él captara la indirecta. Así fue. Al menos, Rob no la siguió. Se quitó el abrigo con las manos temblorosas y lo sacudió en la bañera. Después, lo colgó cerca de la calefacción.
—Voy a darme un baño —gritó ella—. Por si acaso vuelve a irse la luz.
Rob dijo algo, pero Laurie no pudo oírlo. Estaba en la cocina y ella oyó cómo hablaba con los perros y rellenaba la pava de agua. Llenó la bañera y se metió dentro, mirando el cierre de la puerta con nerviosismo. No era muy grande, y con poco esfuerzo se abriría. ¿Rob entraría?
«No, por favor», pensó con desesperación, pero él entró. Dejó una taza de té y un pedazo de pastel sobre una balda que había junto a la bañera y salió de allí sin decir palabra, dejándola más confusa que nunca.
Laurie se preguntaba si volvería a entrar, pero al ver que no lo hacía, se relajó y se bebió el té disfrutando del agua caliente. No sabía cómo sería su próximo encuentro con él, pero sí sabía que le traería sufrimiento.
No podía quedarse en la bañera todo el día, y la habitación no estaba muy cálida. Salió del agua, se cubrió con una toalla y se percató de que no se había llevado ropa limpia.
Estúpida. Asomó la cabeza por la puerta y vio que el salón estaba cerrado. Pensó que Rob estaría dentro con los perros y se apresuró a subir a su habitación. Se puso un jersey de lana y unos pantalones oscuros. Le quedaban muy bien, demasiado bien para pasar una tarde junto al fuego con dos perros. Ella lo sabía, pero no estaba segura de por qué se los había puesto.
Agarró el secador de pelo y, en ese momento, llamaron a la puerta. Se retiró el pelo mojado de la cara y abrió la puerta.
—¿Qué quieres? Tengo que secarme el pelo.
—Yo te lo secaré.
Rob le quitó el cepillo de la mano y le indicó que se sentara en la silla. Después comenzó a desenredarle el cabello. Era un proceso lento, pero él lo hacía con paciencia, y ella cada vez se ponía más tensa.
Rob no hizo nada para alarmarla. No dijo nada, no hizo nada, solo cepillarle el pelo una y otra vez bajo la chorro de aire caliente. Después pasó los dedos por los sedosos cabellos de Laurie y ella sintió la suavidad del roce de su piel. De pronto, él bajó los brazos y dio un paso atrás.
«¿Y ahora qué?», pensó ella.
Rob dejó el cepillo a un lado, desenchufó el secador de pelo y se dirigió a la puerta.
—Estoy preparando un té, por si te apetece.
—Gracias. Bajaré en un minuto —dijo ella, y por algún motivo, comenzó a ponerse un poco de maquillaje.
Bajó a la cocina y encontró a Rob con los perros a sus pies. Estaba cortando verduras, cebollas y zanahorias, y en una olla, había puesto patatas a hervir.
—Estoy preparando la cena —le dijo él, y ella se quedó alucinada.
Rob, ¿cocinando? Laurie no tenía ni idea de que él sabía cocinar. Se sentó al otro lado de la mesa y se quedó mirándolo.
—¿Y qué vamos a cenar? —Preguntó ella.
—Pastel de verduras asadas con una base de puré de patata y esa horrible lata de pastel de sirope con crema que he encontrado en el armario.
—Suena bien —dijo ella.
—Acompañado de una botella de vino que tenías escondida —añadió, y ella se sonrojó.
—Ah.
—¿La guardabas para un día de lluvia? —Estaba serio, pero en sus ojos se reflejaba una sonrisa que hizo que a Laurie le flojearan las piernas.
—Más o menos —en realidad, la tenía para celebrar su escape, pero al final del día no había tenido ganas de celebrarlo—. ¿Quieres que te ayude en algo?
—No. No hace falta. Quédate sentada bebiendo té y háblame.
—¿De qué?
Él se encogió de hombros.
—Puedes hablarme de tu negocio.
Y eso hizo. Le explicó cómo había comenzado y como había conseguido darse a conocer.
—Hice una página web y a la gente le gustó. Contactaron conmigo para pedirme información, y así empecé. Ofrezco un servicio y la gente lo compra. Les doy lo que buscan.
—Fácil, de veras.
—No siempre. Hay gente que es muy difícil de complacer.
—Dímelo a mí. Tienes que dejarme ver lo que has hecho. Quizá puedas hacer algo para alguna de nuestras empresas.
—Ya lo he hecho.
Rob se quedó helado, y la miró.
—¿Lo has hecho?
Ella asintió.
—Para la nueva filial de la empresa de Nueva York. Mike se puso en contacto conmigo a través de la página web. Es una ironía, ¿verdad? Estaba muy contento con lo que hice.
—Lo sé —dijo Rob—. Me lo enseñó. Es bueno. No dijo que fueras tú.
—No lo sabe. No creí que tuviera sentido decírselo.
—¿Todo esto forma parte de tu plan de independizarte?
—Más bien para que no pareciera favoritismo. Quería conseguirlo yo misma, no porque fuera tu esposa —se encogió de hombros—. Salió bien. Él quedó contento, y yo también. No te estaba engañando.
—No —Rob echó la última zanahoria en la parrilla y la metió en el horno, después se sirvió una taza de té y se sentó frente a Laurie—. Estás muy guapa, por cierto —dijo con suavidad, y ella se sonrojó.
—Gracias —murmuró. Maldita sea. Todo era parte de su plan ofensivo, por supuesto, pero de pronto, no le importaba. ¿Qué tenía que perder? No importaba si sucumbía ante sus encantos. Después de todo, estaban casados... aunque como ella se había marchado, había algo que lo hacía más emocionante. E incluso si sucumbía, nada cambiaba. Él seguía trabajando montones de horas, y seguiría haciéndolo.
Mientras esperaban a que la cena se hiciera, jugaron al ajedrez y ella le ganó.
Solo una vez, pero era un milagro y Laurie se preguntó si él estaba más nervioso de lo que ella creía. Qué interesante. Disimuló la sonrisa y permitió que él la retara a otra partida. La ganó con facilidad, porque para entonces, ella estaba ocupada pensando en qué era lo que Rob guardaba en la manga, y no era capaz de concentrarse.
Después de guardar el ajedrez y de dar de comer a los perros, cenaron.
La cena estaba deliciosa. El vino no le hacía justicia, pero Laurie lo bebió de igual modo. Tenía un efecto tranquilizador, lo justo para que ella se relajara y disfrutara de la compañía de Rob.
Después de tomar el postre, se trasladaron al salón y se sentaron frente al fuego para terminarse el vino. El borde del sofá estaba duro, así que Rob movió a Laurie y la colocó entre sus brazos, para que apoyara la espalda contra su pecho y la cabeza en su hombro, y así disfrutaron del calor del fuego y del efecto tranquilizador del vino.
Ella podía haberse ido a dormir, pero no quería perderse ese momento, así que permaneció sentada y se deleitó con el roce de la barba incipiente de Rob sobre su sien.
No podía imaginar nada más maravilloso. Entonces, él agachó la cabeza y la besó en la comisura de los labios, ella se volvió y contempló sus ojos expresivos. Estaba perdida.