Capítulo 9
El martes por la mañana, Laurie estaba paseando a los perros cuando vio a una mujer que estaba dando de comer a las ovejas en el prado que había junto a su casa. La había visto antes, pero nunca había hablado con ella. Se acercó a la valla y sonrió.
—Buenos días —le dijo, y la mujer la miró y se enderezó.
—Buenos días. Tú debes de ser Laurie. Yo soy Anne McGregor. Bienvenida a la zona. Siento que tuvieras tan mal tiempo la semana pasada.
Laurie se rió.
—Oh, no importa. Fue divertido.
—Ian me dijo que tenías una visita.
«¿Eso le dijo?» Pensó Laurie.
—Sí. Os estamos muy agradecidos por los troncos, y por la leche y el pastel.
—No hay de qué —Minstrel se había colado por de bajo de la valla y estaba olisqueando a Anne. La mujer se agachó y la acarició—. ¿Te acuerdas de mí, Lassie? Tiene buen aspecto. Parece que el tuyo la ha adoptado.
—Son muy amigos, Espero que nadie se moleste porque me la haya quedado.
—¡Oh no! ¡Es callejera! Nadie se preocupa por los perros callejeros, y nuestra perra la odia. Me alegro de que haya encontrado un hogar. Es muy simpática.
Anne se acercó a la valla y miró a Laurie de arriba abajo.
—No pareces una mujer de campo —le dijo—. ¿Por qué has venido? ¿Estás huyendo? La gente suele venir a Little Gluich por eso.
Laurie esbozó una sonrisa.
—Solo estoy estudiando cuáles son mis prioridades —dijo ella—. Tomándome un respiro.
—Debe de ser agradable tener tiempo para hacerlo. ¿Más tarde estás ocupada? Si te apetece puedes venir a tomar un té, yo estaré aquí toda la mañana.
—Me parece bien, pero primero llevaré los perros a casa puesto que a la tuya no le cae bien la mía.
La mujer asintió y Laurie se marchó. No le apetecía mucho ir a tomar el té, pero pensó que sería bueno conocer a los vecinos. Ian había sido muy amable con ella. Incluso antes de conocerla le había despejado el camino, y después le había llevado los troncos y no se los había cobrado.
Envió un par de mensajes urgentes y guardó a los perros antes de ir a casa de los McGregor. La puerta de atrás estaba entreabierta, pero aun así, llamó y entró al oír una respuesta.
Anne tenía las manos llenas de harina, y levantó la cabeza.
—Pon el agua al fuego, tomaremos el té cuando termine con esto —le dijo—. Siéntate... echa al gato de ahí.
Anne colocó una bola de masa sobre la encimera y la amasó con fuerza hasta que el agua comenzó a hervir. Después, preparó un té muy fuerte, y Laurie tuvo que pedirle un poco más de leche.
Anne le devolvió la taza y se sentó frente a ella.
—Así que has venido para tomarte un respiro ¿no? —Le preguntó.
—Así es —contestó Laurie, preguntándose por qué se sentía como si estuviera en una entrevista de trabajo—. He alquilado la casa para una temporada.
Anne asintió.
—Ian cree que has huido de tu marido; me dijo que el hombre que estaba en tu casa el fin de semana parecía tu amante. Bueno, eso es asunto tuyo, por supuesto. Solo quería darte un consejo... no nos importa lo que haga la gente, pero puede que haya gente que se sienta ofendida. Quizá quieras tener cuidado con lo que haces.
Laurie se quedó asombrada y esbozó una sonrisa.
—Siento decepcionarte, pero él es mi marido —le dijo—. Y no lo he abandonado. He venido para aclarar ciertos aspectos de mi vida. Quería un poco de paz y tranquilidad. Tengo un negocio... y me quita tiempo, y Rob siempre está trabajando, pasa mucho tiempo fuera de casa... apenas pasamos tiempo juntos. Solo quería tiempo para pensar.
Anne resopló.
—Parece que has pensado mucho. Yo sé lo que es. La temporada de partos empieza ahora, y solo veo a Ian cuando viene a cambiarse y a comer algo. A veces, ni siquiera tiene tiempo para eso. Dura varias semanas, y cuando nos vemos está demasiado cansado y solo quiere dormir, después está la temporada de caza del urogallo, él trabaja como ayudante en una de las fincas, y a partir del doce no lo veo durante semanas.
—¿El doce? —Dijo ella.
—El doce de agosto —le dijo con paciencia—. El primer día de la temporada de caza. Se pasan todo el año buscándolos y después van y los matan. Es un negocio, como el tuyo, supongo, solo que más sangriento —se encogió de hombros—. No eres la única que echa en falta a su marido. Imagino que así es como tiene que ser. No hay tiempo para las cosas importantes. Una tiene que vivir con ello... además por aquí siempre hay muchas cosas que hacer, así que no tengo tiempo de aburrirme. Como decía mi abuela, el diablo crea trabajo para las manos ociosas.
—Yo no tenía nada que hacer —le dijo Laurie—. Ese era el problema. Me quedaba en casa como si fuera un mueble. No me gustaba, por eso empecé mi negocio.
Anne la miró con curiosidad.
—¿No tienes hijos todavía? —Dijo ella, y Laurie pensó en lo que había sufrido por ello y miró a otro lado.
—No —dijo—. Todavía no.
—Ya llegarán, mujer —le dijo Anne agarrándola del brazo—. No te preocupes. Cuando sea el momento, llegarán.
«¿Y si nunca llega el momento?», pensó Laurie con tristeza. «¿Y si por ello pierdo a Rob?»
—Espero que tengas razón —dijo, y miró el reloj que Anne llevaba en la muñeca—. Cielos, ¿ya es tan tarde? Tengo que irme. Acabo de recordar que tengo que hacer una llamada importante antes de que empiecen una reunión. Muchas gracias por el té. Ha sido un placer conocerte.
Bebió el último trago y se puso en pie.
—No te muevas, ya salgo sola. Gracias otra vez por vuestra ayuda.
—De nada. Cuídate, y llama si necesitas algo.
—Lo haré —sonrió y salió de allí. De regreso a su casa se sentía un poco culpable por haberse ido tan pronto, pero no le apetecía discutir el tema de los hijos con una extraña.
Se detuvo en la valla de su casa y miró a su alrededor. La nieve se había derretido y todo estaba embarrado, así que decidió que Little Gluich significaba algo pequeño y pegajoso.
Los perros estaban jugando en el barro. Bueno, entre el negocio y lavar a los perros, se mantendría ocupada.
Recordó la actitud que tenía Anne McGregor y se preguntó si ella podría ser tan estoica. Lo más seguro era que no. Ella quería un matrimonio de verdad, un compañero con quien compartir las cosas, y no uno que nunca estuviera en casa.
Aunque los dos últimos fines de semana habían pasado mucho tiempo juntos. Deseó que Rob hubiera podido ir a verla esa semana, pero estaba en Nueva York, y probablemente tampoco llegaría a tiempo para el siguiente fin de semana.
Tendría que continuar con la vida que había pensado que deseaba, pero ya no estaba tan segura. Lo que quería era su antigua vida, no la que acababa de abandonar, sino aquella de los viejos tiempos en los que trabajaba con Rob y tomaban decisiones en conjunto, pero eso era imposible, porque la vida de Rob había cambiado mucho en los dos últimos años.
Había ampliado su área de operaciones financieras y cada vez trabajaba más en el extranjero.
Laurie suspiró. No se podía retroceder en el tiempo, pero, al parecer, no había un sitio para ella en la vida de Rob que coincidiera con lo que ella quería.
Se percató de que en muchos aspectos había sido él quien la había dejado a ella, y no al revés. Ella solo había cambiado de sitio. Lo había perdido, y parecía que la única manera que tenía de recuperarlo era quedarse allí y conseguir que él fuera a verla los fines de semana.
—Bien —dijo en voz alta—. Lo llamaré y lo invitaré a pasar el fin de semana.
Entró en la casa y llamó a Rob a la oficina de Nueva York. No obtuvo respuesta, allí eran solo las seis de la mañana y todavía no había nadie.
Se fue a trabajar, pero no pudo concentrarse. Esa mañana solo le interesaba la página web que estaba haciendo para la nueva empresa de Rob.
Trató de localizar a Rob durante el día, pero no estaba en la oficina de Nueva York y, al parecer, no lo esperaban. Tenía el móvil apagado, y eso la desconcertó. Le dejó un mensaje, pero él no le contestó.
Era casi media noche cuando vio que unas luces se acercaban por el camino. «Es muy tarde para recibir una visita», pensó, y se quedó mirando por la ventana para ver quién era. No es que estuviera en un sitio muy seguro, pero los perros ladraban furiosos, y quizá, si era un intruso, se marchara.
No podía ver gran cosa, solo que era un coche pequeño. Cuando el conductor abrió la puerta y se encendió la luz del interior, se dio cuenta de que era Rob. Bajó corriendo por las escaleras, abrió la puerta y se dirigió hasta él.
—Hola, pensé que era mejor que viniera a ver la página web.
Eso no era lo que decía con su sonrisa, y Laurie le dio un abrazo y lo besó.
—Me parece muy buena idea —le dijo con una sonrisa, y se dirigieron a la casa.
—¿Un café?
—¿No queda nada de whisky?
—Sí.
—Tomaré las dos cosas. Y sí que quiero ver la página web. ¿Has tenido tiempo de hacer algo con mis ideas?
—No, pero lo he hecho —le dijo ella—. Supongo que algunos de mis clientes me echarán la bronca, pero da igual.
—Eres una estrella —le dijo Rob sonriendo. Laurie preparó un café y le sirvió un vaso de whisky. Después fueron al despacho y le enseñó lo que había hecho. Rob se colocó detrás de ella y al sentir el calor de su cuerpo y el aroma de su loción de afeitar, Laurie encontró difícil concentrarse.
—Me gusta —dijo él—. Vamos a hacerlo.
Laurie giró la silla y lo miró.
—Gracias.
—Un placer —dijó él, y le tendió la mano—. ¿Es la hora de acostarse? —Le preguntó.
—Me parece la mejor idea que has tenido en mucho tiempo.
—Me alegro de que te guste.
Fue como el último fin de semana que habían estado juntos. Se quedaron dormidos después de las tres, y a las seis, él se despertó y la besó.
—Tengo que irme —dijo él.
—¿Tan pronto? —Dijo ella.
—Lo siento. Retrasé mi viaje a Nueva York un día; tenía algunas cosas que hacer en Londres, y cuando terminé ya no merecía la pena ir allí. Decidí que pasaría la noche contigo y que me iría por la mañana.
—¿Vas a volar desde Glasgow? —Preguntó ella.
—Sí. Ven abajo conmigo. Necesito un café antes de comenzar el día.
Laurie le preparó un café mientras él se duchaba. Se sentaron en la mesa de la cocina y se tomaron el café mientras ella se preguntaba cuánto tiempo podrían vivir así. Era una locura...
Más locura que antes, y encima, Rob estaba más presionado. Se sentía culpable, pero después recordó que era la elección que él había hecho.
—La otra noche cené con Andy —dijo él de pronto.
—¿De veras? ¿Y estaba Jonathan?
—No. Solo nosotros. Me dijo que iría más gente, pero al parecer cancelaron en el último minuto y no me había dicho que Jonathan estaba de viaje. Es una especie de barracuda, ¿verdad?
—Es tonta. Tiene un buen marido.
—Dice que él nunca está en casa.
Laurie lo miró a los ojos.
—Así es... y ella se aburre. No debería dejarla tanto tiempo sola.
—Necesita algo que hacer. Tú estabas sola y no te dedicaste a robarle el marido a nadie.
—No, pero yo tengo cerebro —señaló—. Creo que Andy no lo tiene, y si lo tiene, no se molesta en utilizarlo. ¿Se te insinuó?
—Sí, pero no mucho. Le dije que no pensaba entrar en el juego. También le dije que tenía que encontrar algo que hacer, y le hablé de ti. Se quedó asombrada. Pensaba que te habías retirado de la circulación porque estabas deprimida... Está claro que le has comentado algo de lo de los hijos.
Laurie se imaginó a Rob a solas con Andy y deseó asesinar a su amiga.
—Se lo mencioné —dijo Laurie—. Ella me estaba diciendo que yo tenía mucha suerte, y estaba harta de oirla. Me pilló en un mal día. ¿Te echó la charla de la fertilización in vitro?
—Lo intentó. Le dije que creía que era adelantarse a los acontecimientos.
Ella asintió. Le parecía algo irrelevante. Tenían muchas otras cosas de las que preocuparse aparte de que no pudiera quedarse embarazada.
Rob se tomó el café y dejó la taza.
—Tengo que irme. El vuelo no espera. Voy a tener que comprarme un avión si seguimos así.
—Lo siento —dijo ella, y lo abrazó. Él la besó en la cabeza.
—No lo sientas. Es así como son las cosas. Vuelve a la cama, te veré cuando pueda escaparme otra vez. Quizá dentro de diez días.
—Vale —ella se acercó para darle un beso y sus labios se encontraron durante largo rato. Al final, él suspiró y dijo:
—Te veré pronto. Cuídate... y gracias por hacer la página web. Es muy buena. Eres una chica lista.
Laurie subió por las escaleras envuelta en el aroma de Rob. Se metió en la cama y lloró porque él se había marchado y ella no quería que se fuera.
—Eres tonta —se dijo, y dio un puñetazo en la almohada—. Basta ya.
Pero no pudo dejar de llorar, y no paró hasta que se quedó dormida.
El lunes siguiente, Rob llevó cinco trajes a la oficina y se los dio a Sue.
—No creo que puedas llevar a limpiarme estos trajes, ¿verdad? —Le preguntó con una sonrisa de disculpa—. Y no me vendrían mal unas camisas nuevas. Creo que he destrozado las otras en la lavadora.
—¿De qué talla? —Preguntó ella, y lo apuntó—. ¿De seda o de algodón?
—De las dos cosas. Blancas. No me gustan las camisas de color para trabajar.
Ella contuvo una sonrisa y él se sintió un poco culpable. ¿Hacía cuánto tiempo que se conocían? Y él nunca había llevado una camisa de color al trabajo.
—Gracias —le dijo, y ella le dio una palmadita en el hombro.
—No te preocupes. Mientras yo hago esto, tú mira la pila de cosas que tienes sobre tu mesa. No puedo llevar todo al día, y por si quieres mi opinión, que supongo que no, creo que no pasas el tiempo suficiente en esta oficina. Tratas de abarcar demasiado, Rob, y tienes un aspecto horrible.
Sue salió del despacho y cerró la puerta. Rob se sentó en su escritorio comenzó a mirar el montón de papeles que había en él.
—Oh, Laurie —murmuró—. ¿Qué está pasando? ¿Donde nos hemos equivotado? —Cerró los ojos, apoyó los codos en la mesa y se tapó la cara con las manos. Estaba agotado. Había estado en Nueva York hasta el viernes por la noche, después había regresado a su casa y dormido unas horas, antes de convocar una reunión urgente con los miembros de su nueva empresa para el día anterior.
Y encima Sue le decía que no estaba allí nunca y que no hacía su trabajo.
Se puso en pie y se acercó a la ventana. Era hora punta y el tráfico estaba parado, como siempre. De pronto, la calma de Little Gluich apareció en su cabeza, como un oasis en la mitad de un desierto.
Deseó tener tiempo para ir allí, pero no lo tenía. Tampoco creía que pudiera ir el siguiente fin de semana... y menos con Sue en pie de guerra y Mike pidiéndole ayuda para tomar decisiones.
Sue regresó y entró en el despacho.
—Tienes un aspecto horrible —le dijo—. Te traeré un vaso de agua fría.
—Quiero un café.
—Mala suerte. Beberás agua.
Salió otra vez, y él suspiró y se pasó la mano por el pelo. Sue se estaba convirtiendo en una bruja.
—Toma. Bébete esto. ¿Cuándo ha sido la última vez que bebiste algo que no tuviera ni cafeína ni alcohol?
Rob se encogió de hombros. No lo recordaba.
—Esta mañana me lavé los dientes con agua —contestó, pero ella le lanzó una mirada fulminante.
—Tienes que cuidarte más si vas a llevar este horario tan duro, aunque, si lo que pretendes es recuperar a Laurie, tener tan mal aspecto puede tener su lado bueno. Al menos, sentirá pena por ti.
Rob se dispuso a decir algo pero no lo hizo.
—Y no me eches la charla acerca de que me excedo en mis funciones —continuó—. Llevo seis años trabajando para ti, más tiempo del que conoces a tu esposa. No me extraña que se haya ido, sinceramente. Hay muy pocas cosas por las que quisiera quedarse aquí... y si pretendes recuperarla, tendrás que hacer algunos cambios radicales en tu vida.
Y tras decir eso, dio media vuelta y se marchó, dejándolo inmóvil como un maniquí. Ojalá fuera un maniquí, así no tendría que hacer cambios radicales en su vida. Solo tendría que dejar que transcurrieran las cosas.
Al fin y al cabo, era lo que estaba haciendo. Si se le presentaba una oportunidad, la aprovechaba sin dudarlo. No tenía por qué hacerlo, la empresa era lo bastante grande y él tenía más dinero del que necesitaba, y poco tiempo para gastarlo, excepto en invertir más o comprar empresas que requerían su atención.
Quería regresar a Little Gluich, pero no podía hacerlo y no veía cómo podría conseguirlo.
Volvió a mirar por la ventana y, de pronto, no le gustó lo que vio. La ciudad era como un hormiguero, y aunque siempre le había gustado, después de que Laurie le enseñara un pequeño pedazo de cielo, todo lo que veía era caos y basura.
De repente, notó que veía borroso, tragó saliva y pestañeó. Maldita sea.
Se abrió la puerta.
—Tienes que mirar esos papeles, Rob —le dijo Sue—. El trabajo no se hace solo.
Él respiró hondo y se volvió.
—Busca tu cuaderno. Tenemos un pequeño trabajo, y después yo tengo que hacer unas llamadas.
—Sí que tienes que hacerlas. Mike quiere hablar contigo... dice que no le importa la hora que sea, que lo llames en cuanto puedas. Está en París, puedes localizarlo en el móvil. Y tienes que llamar a David Wright para hablar de la nueva página web. Les gusta, pero hay un problema. Creen que no encaja con su imagen.
—No... la imagen que se tiene de ellos no encaja con la página —la corrigió, y Sue arqueó una ceja.
—Dejaré que se lo digas tú. Está muy enfadado... dice que deberías haberle consultado —Sue le enumeró otras llamadas que tenía pendientes y Rob se sentó. De pronto, se sintió agobiado. ¿Cuánto tiempo llevaban así? Era una locura. Nadie podía trabajar a ese ritmo.
—¿Estás contenta? —Preguntó él.
Ella lo miró asombrada.
—¿Contenta? —Le dijo—. No, no especialmente.
—Entonces, ¿por qué sigues trabajando aquí?
Ella se sentó frente a él y lo miró a los ojos.
—No lo sé. ¿Por ti? ¿Por Laurie? ¿Porque si yo no estuviera aquí no podrías pasar nada de tiempo con ella?
—¿Y qué hay de tu propia vida social? —Le preguntó, dándose cuenta de que sabía muy poco acerca de ella.
—Apenas tenemos vida social. Como Joel está en casa todo el día no tenemos mucho problema. Cuida de los niños cuando tienen vacaciones, y a veces salimos los fines de semana. Somos una familia normal.
—¿Él cree que tú trabajas demasiado?
Ella se rió.
—Un poco. Es por lo único que discutimos.
—Lo siento. Deberías habérmelo dicho. ¿Necesitas una secretaria?
—Tengo una secretaria —le recordó—. Lucy. ¿La recuerdas?
La recordaba vagamente. Trataba con muchas secretarias en lugares muy distintos. En realidad, solo había conectado con Sue, y encima se daba cuenta de que sabía muy poco acerca de ella. No sabía la edad que tenían sus hijos, ni cuántos tenía... nada.
Se sintió avergonzado.
—Lo siento —dijo—. Parece que he perdido el contacto con todo lo que me rodea.
Ella dejó el lápiz y el cuaderno y dijo:
—¿Y qué vas a hacer al respecto, Rob? No puedes seguir así, ni yo tampoco. Y tu esposa ya sabes lo que opina.
Rob tragó saliva y miró a otro lado. No necesitaba que Sue, por muy buenas que fueran sus intenciones, se adentrara en lo más profundo de su alma.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó.
—Déjale Nueva York a Mike. Él puede tomar las decisiones, pero tú lo tienes maniatado y no dejas que actúe por sí mismo. Se vuelve loco. Y deja de comprar empresas solo porque te gusta el aspecto que tienen. Cómpralas si quieres, pero luego véndelas y olvídate de ellas. Olvídate también de París. No es nada. Te da muy poco dinero en comparación con todo lo que invertiste allí. No lo necesitas, y Mike no tiene tiempo para encargarse de ello.
Él la miró con el ceño fruncido.
—¿Eso es todo?
Ella sonrió.
—Vale por el momento... y tú me preguntaste.
—¿Y qué hago con Laurie? —Añadió él—. ¿Tienes alguna idea?
—Primero pon tu casa en orden. Laurie esperará. Después ve a verla. Dile lo que has hecho y pídele que vuelva.
—No sé si lo hará.
—Bueno, no lo hará ya mismo, eso seguro. Tienes que ser radical, Rob.
Él asintió.
—Vale. Llama a Mike.
Sue sonrió y se puso en pie, y Rob la miró y se dio cuenta por primera vez de que era una mujer encantadora.
—¿Sue? —Ella se volvió desde la puerta—. Gracias.
—Un placer.
—No lo creo —dijo él—. ¿Hay un poco de café?
—Te pondré con Mike mientras lo preparo.
Él sonrió, ella le guiñó un ojo y cerró la puerta.
Rob se frotó las manos. Tenía las palmas sudorosas y su corazón latía con fuerza. Adrenalina. Lucha o huye. Y él estaba preparándose para la batalla de su vida.
Laurie estaba triste. Hacía mal tiempo, se sentía sola y su negocio ya no la distraía.
Sonó el teléfono. Era Andy.
—Hola, forastera —le dijo su amiga muy animada.
—Hola —contestó Laurie—. ¿Cómo estás? Rob me ha contado que Jonathan ha estado fuera.
—Oh, ¿no está fuera siempre? Aunque no tan lejos como tú. Podías haberme dicho algo.
—Lo siento. Fue una cosa de último minuto —dijo ella.
—¿Y cuándo vas a regresar? —preguntó Andy.
—No estoy segura, ¿por qué?
—Por curiosidad. Me parece un poco peligroso que dejes a ese hombre solo por aquí mientras tú te retiras a Escocia.
—Él viene a verme —dijo ella.
—Esta muy lejos para ir a tener relaciones sexuales —dijo Andy, y Laurie notó cierta advertencia en el tono de voz de su amiga—. Sobre todo cuando puede tenerlas mucho más cerca de casa.
Laurie miró el auricular con asombro.
—¿Tratas de decirme algo? —Le preguntó.
—Solo es un consejo de amiga. Es muy buen partido como para que esté desatendido. No soy yo sola, cariño, hay cientos de mujeres ahí fuera que matarían por estar en tu lugar, pero tengo que decirte que si lo vas a dejar solo, me avises.
—Andy, ¡estás casada! —Dijo ella escandalizada—. ¿Y Jonathan?
—¿Qué pasa con él? Es impotente desde hace tres años, Laurie. Por eso no hemos tenido hijos. Creéme, Rob es mucha mejor apuesta.
¿Impotente? Pobre Jonathan.
—Rob tampoco está en casa nunca —le dijo.
—Quizá sea porque no le das una bienvenida suficientemente buena.
Se oyó un clic y después el tono de marcado. Laurie colgó el auricular y se quedó mirando por la ventana. Andy ¿la estaba amenazando de verdad? ¿O solo quería que recuperara la cabeza?
No lo sabía, pero desde luego tenía algo en lo que pensar.
Apagó el ordenador, se puso en pie y se fue a dar un largo paseo con los perros. Cuando regresaron, todos estaban cansados y llenos de barro, pero al menos sabía lo que iba a hacer.
Solo esperaba que Rob estuviera de acuerdo.