EPÍLOGO
-Despierta, bella durmiente –susurró Robert en su oído.
Elle trató de darse media vuelta, pero su esposo se lo impidió.
-Vamos nena, tengo algo que enseñarte –sonaba algo cansado.
-Tu hija me ha despertado veinte veces esta noche –abrió los ojos y lo contempló fascinada. Su cabello mojado y el olor de su colonia seguían aturdiéndola -. A propósito, dónde estabas tú, no te hemos visto el pelo.
Robert sonrió mientras la cogía en brazos y la llevaba a la habitación de la pequeña Joanna. La niña balbuceó alguna cosa como si supiera lo que sus padres esperaban de ella.
Era tan preciosa que resultaba difícil apartar los ojos de su cara. El cabello rubio y los ojos azules hacían la delicia de todo el que la miraba. Su sonrisa ya prometía robar corazones. Se miraron orgullosos.
-Deberíamos tener una docena si nos van a salir todos así -dijo Newman impresionado por la hermosura de aquella pequeña bribona.
Elle cogió a la enana en brazos y enarcó una ceja en señal de diversión. La llevó al cambiador y trató de adecentarla entre risas y juegos. De vez en cuando observaba a Robert. Su gesto, ahora pensativo y preocupado, la tenía en ascuas.
-Es feliz -suspiró satisfecha al mirar la alegría que animaba el rostro de su hijita.
Robert se acercó y se situó tras ella.
-¿Me…has perdonado? –preguntó a sus espaldas.
Elle se giró desconcertada. Su esposo había bajado la cabeza como si esperara un veredicto. No daba crédito.
-Hace tiempo que lo hice.
Robert alzó la mirada exhalando el aire que había retenido.
-No sé qué decir –sonrió con timidez-. Estaba ansioso por preguntártelo pero tenía miedo de tu respuesta.
Ella sonrió comprensiva.
-¿Sabes? Como diría mi querida Suzanne, las personas somos seres imperfectos pero eso no es malo, nos hace reales y verdaderos. Y tú, mi grandísimo tonto, con todas tus imperfecciones me has demostrado, más que nadie, lo que me amas –acarició su mejilla con ternura -. Claro que te perdoné, lo hice mucho antes de que dieras tu vida por mí. Te amo Robert, te amo tal y como eres, con tus errores y tus aciertos. No deseo ninguna otra versión de ti mismo, sólo la real.
Se miraron a los ojos y se hablaron sin articular palabra. Para Robert Newman Noveno hubiera sido imposible, la sensación tan maravillosa que bailaba en su pecho se lo impedía.
Joanna barbotó exasperada. Se habían olvidado de ella y no estaba dispuesta a permitir tal cosa. Elle la depositó en los brazos de su orgulloso padre y les sonrió afectada. Formaban una bella estampa.
-Necesito una ducha –explicó con los ojos húmedos -. Después puedes mostrarme lo que desees.
Robert la observó abandonar la habitación y sonrió moviendo la cabeza, dudaba mucho de que se pudiera ser tan descarada como su esposa. El movimiento de su culo con aquella tela era indecente. Miró a la pequeñaja y la estrechó entre sus brazos.
-Vamos a ver el espectáculo –explicó poniéndose en marcha.
En el dormitorio, dejó a Joanna en su castillo amurallado y se acercó a su esposa.
-Lo has hecho a propósito –gruñó mientras le bajaba los tirantes del camisón y la guiaba hasta el baño.
Elle sonrió con gesto de no haber roto un plato.
-Cariño, no sé de qué me hablas –dejó que la contemplara a sus anchas y entró en la ducha-. ¿Me acompañas?
Cuando bajaron al salón, la señora Maxwell los esperaba sonriente. Mónica era su ángel de la guarda, la cuidaba igual que si fuera su hija. Ella y su esposo Thomas vivían en una casita adosada a la estructura principal. Habían trabajado toda su vida para la familia Beesley y ahora lo hacían para ellos.
Jack estaba junto a Thomas y parecía tan cansado como su esposo. Elle se preguntó qué habían estado maquinando esos dos durante toda la noche.
Observó a Robert y lo pilló haciéndole gestos a Bynes que asentía con una sonrisa en la cara.
-¿Puede decirme alguien lo que pasa? –preguntó desconfiada. Ese día su hija cumplía un año, pero la fiesta era por la tarde -. No admito ponis, ni animales peligrosos.
Mónica sonrió con disimulo y Jack miró hacia otro lado. Thomas salió corriendo.
-Robert Newman, no me puedo creer que le hayas comprado un poni a tu hija –resopló espantada -. Es un bebé.
Robert se pasó la mano por el pelo. No aguantaba más.
-Desayunemos en el jardín, hace un día espléndido –dijo sin disimular su entusiasmo.
Jack adoptó una expresión tan ingenua que alertó a Elle más que la sonrisa de su esposo.
Enfilaron el pasillo y cuando salieron a la terraza no pudo evitar gritar de sorpresa. La hierba de todo su extenso jardín era rosa y no verde. Madre mía, les habría llevado toda la noche hacer aquello.
Bajaron la escalera y una multitud de personas salieron de todos los sitios imaginables e inimaginables de su parque privado.
Un grupo de música comenzó a tocar, Elle soltó una exclamación. ¡Oh, Dios mío! Miró a Robert y su sonrisa la desarmó. Pues no lo iba a conseguir. Salvo que el muchacho la reconociera, ella no iba a dar muestras de hacerlo. Sonrió para sí misma, ni muerta admitiría aquella estupidez. Tocaba disimular.
Se agachó para acariciar al cachorro que esperaba con un gran lazo rosa al cuello y contempló a su esposo agradecida. Ese hombre hacía que mereciera la pena abrir los ojos cada día, lo amaba como no sabía que se podía amar. Llevaban dos años juntos y si algo tenía claro era que el señor Akira Tamada no se había equivocado. Sentía el amor de su esposo en cada puñado de tierra de aquel fantástico aeropuerto en el que había arriesgado hasta su último centavo. Por suerte, el proyecto no había vuelto a sufrir ni un solo tropiezo.
Se topó con Derek y su esposa que salían del pequeño invernadero.
-Si alguien hiciera algo así por mí no me separaría jamás de su lado –señaló Frida mirando de reojo a su esposo.
Elle sonrió. Esa chica no perdía su estilo.
-Tengo otras ocupaciones por las noches –murmuró el hombre mientras le guiñaba a ella un ojo con picardía –. Tenemos que emplearnos a fondo, nos lleváis delantera.
-Vale, Derek no hace falta que te extiendas, ya lo pillo –contestó risueña -. Os deseo suerte.
Vaya dos.
Su hermana y su esposo se acercaron con el pequeño Nicholas en brazos. Nat los acompañaba charlando animadamente con un chico que no conocía. Buscó a Matt y lo amonestó con la mirada, estaba tonteando con uno de los artificieros que los ayudaron en la explosión. Ese chico no iba a cambiar nunca.
A lo lejos distinguió la figura de Hugh Farrell. El restaurador llevaba un modelo de lo más normal, se puso de puntillas y lo estudió a sus anchas. Definitivamente, era un traje clásico de tres piezas en color gris marengo, con camisa blanca y corbata lila y naranja. Asombroso. Quizá la explicación estuviera en la chica que lo acompañaba, la criatura especial que tocaba como Dios y cantaba como los ángeles. Esperaba que le saliera bien, era un gran hombre y merecía ser feliz.
Echaba de menos a Denis. Miró por todos lados y lo encontró bajo un frondoso sauce llorón.
-Hola–dijo besándolo con afecto.- ¿Tu amiga no ha venido?
Robert no le quitaba el ojo de encima por lo que trató de no ser demasiado cariñosa. Su esposo no llevaba muy bien la naturaleza de la relación que había mantenido con el muchacho.
-Está en el servicio, es la primera vez que toma dos cervezas para desayunar y creo que está vomitando –su expresión era de lo más comprensiva -. Créeme si te digo que está como una cuba.
La mujer pertenecía a una orden religiosa pero aún no había tomado los hábitos. Elle lo contempló con ojo crítico y comprendió que la muchacha le gustaba, sus ojos brillaban de aquella forma especial cuando hablaba de ella. Vale, también cuando la contemplaba. Ahora que se acercaba a ellos con paso inseguro lo comprobó fehacientemente.
Elle le pegó un codazo para que disimulara su risita.
-No lo puedo evitar, es la persona más seria que he tenido el placer de conocer –siseó en su oído -. Te aseguro que esto no se ve todos los días.
Los dejó solos. Admiró los esfuerzos de la muchacha por permanecer erguida, y los cuidados a los que la sometía su amigo. A ese chico le gustaba la religiosa y a tenor de cómo lo miraba ella, juraría que sentía lo mismo.
Se sintió bien por él. La mujer era rara pero qué más daba, lo importante era encontrar esa cosa esquiva y maravillosa llamada felicidad.
-Joanna desea un caballo –repuso Sid a bocajarro.
La muchacha se había acercado con su hija en brazos y la miraba como si la criatura acabara de confesarle sus deseos más íntimos.
-Joanna no sabe decir ni pío–contestó ella segura de lo que hablaba -. No va a tener caballo, ni grande ni pequeño.
Sidney la estudió intensamente y le guiñó un ojo.
-Teníamos que intentarlo –dijo sonriente -. No te preocupes Joan, antes de los dos años lo habré conseguido.
Elle movió la cabeza y besó a sus dos chicas preferidas. El abuelo Newman escuchaba a hurtadillas, no le extrañaría que el caballo fuera ya una realidad, se dijo pensativa. Los ricos es lo que tienen… Era curioso, ahora la rica era ella y seguía sin darle demasiada importancia al dinero. Era un medio para alcanzar un fin y no un fin en sí mismo. Ya tenía todo lo que siempre había deseado.
Waylan la saludó con la mano mientras señalaba a Amanda y a Jesse que correteaban por el rosado jardín. El hombre seguía sin llevarse demasiado bien con Robert pero esperaría con paciencia, eran tan parecidos que estaban destinados a ser amigos. Judith apareció junto a ella y se abrazaron.
-Tu esposo ha puesto el listón muy alto –comentó la mujer señalando el jardín -. Bruce me ha dicho que si me gusta puede regalarme una maceta del mismo color.
Sonrieron animadas mientras observaban al abogado jugar con sus hijos.
-Sí, quizá se haya excedido un poco –su expresión radiante desmentía sus palabras.
-¿Un poco? –el letrado acababa de dejar a su hija en el suelo -. Tenemos que hablar.
Elle supo de qué se trataba sólo por el gesto de su cara. Se alejaron hasta un cenador y tomaron asiento. Tenía que ser importante porque ese hombre tranquilo estaba alterado.
-Sé que deseáis permanecer al margen –matizó antes de empezar -. Pero debéis saber que Mira Sherman ha sido detenida esta madrugada en la frontera de México. Al parecer, también ella quería huir de ese loco.
Elle quiso creer que quizá hubo algo de verdad en todo aquel juego macabro. No cambiaba las cosas pero se sintió mejor. Ya pensaría en cómo decírselo a Robert.
Judith se acercó con dos bebidas y una sonrisa de confianza que decía mucho de su relación con el letrado.
Elle los apreciaba de veras, los dejó solos y contempló la silueta de su casa. Permaneció varios minutos admirando su belleza. Se trataba de una pequeña mansión en Long Island, en el condado de Nassau, al este de Nueva York.
Tres plantas de distintos niveles, tejados a dos aguas y grandes terrazas acristaladas. Era un viejo caserón de la época de Roosevelt, propiedad de Suzanne, que habían reformado manteniendo la estructura y la fachada. Aquel edificio tenía tanta personalidad que la atrajo desde el momento en que posó sus ojos sobre él, era Beesley en estado puro. Su hogar tenía todo lo que siempre había deseado, incluida una gran extensión de jardín a su alrededor que gracias a aquel ser maravilloso era rosa y no verde, de lo bonito que lo imaginaba… No podía pedir más, allí estaban su esposo a quien adoraba, su preciosa hija, sus increíbles amigos, e incluso tenían un perro.
Lo tenía todo, por primera vez lo sintió en las entrañas, ya no le faltaba nada.
Robert la contemplaba embelesado y se acercó solícito.
-Soy tan bueno organizando, que vamos a tener a los presentes ocupados durante la próxima hora –susurró en su oído -. Me gustaría terminar lo que hemos empezado en el baño, pero sin protección.
Elle comprendió que no lo tenía todo. Quizá con el tiempo.
-Bien –sonrió sin una pizca de vergüenza.
-Bien –contestó Robert acompañándola al interior de la casa.
Fin