Quince

—Jed me llamó el domingo —dijo Madeline.

Desde que se marchara Kennedy dos horas antes, Grace no había podido pensar en otra cosa que no fuera el folleto, pero la mención de Jed la distrajo enseguida.

—¿Sabe que fuiste tú? —miró la luna llena, que parecía estar sentada en su valla trasera, y ajustó el volumen del móvil para oír a su hermanastra por encima del ruido de las cigarras.

—Sí.

—¿Y qué te dijo?

Madeline vaciló un momento.

—Que siente mucho lo que he sufrido, pero que él no mató a mi padre.

Grace estaba tumbada en la hamaca, disfrutando del olor a romero y anís que subía del huerto. Se incorporó y dejó caer un pie descalzo por el lateral.

—¿Tú lo crees?

—Supongo. Parecía sincero. Y no estaba enfadado por lo que hice en su taller.

—No creo que te hubiera llamado si le hubiera hecho algo a… papá.

—Lo sé. Pero… tengo algunas preguntas en lo que a él se refiere.

A Grace le ocurría lo mismo. Pero sabía que no serían las mismas preguntas. Ella quería saber cómo había conseguido Jed la Biblia del reverendo y por qué la había guardado tanto tiempo.

—Le pregunté por qué había dejado la Iglesia —dijo Madeline.

—¿Y qué te contestó?

—Que un hombre tiene que seguir a su corazón.

Grace se apartó el pelo del cuello con la esperanza de que la leve brisa que movía los árboles la enfriara un poco.

—Viniendo de Jed, eso es mucho. ¿A qué crees que se refería?

—Se lo pregunté. Me dijo que adoraba a Dios a su modo y que no necesitaba que alguien como mi padre le dijera cómo tenía que vivir.

—Parece que le sacaste más que mucha gente —comentó Grace.

—Se notaba que se sentía mal por mí, que intentaba mejorar las cosas.

—Seguro que le caes bien. Hace años, cuando la gente se preguntaba si habría tenido algo que ver con la desaparición de papá, él no proclamó su inocencia. Se limitó a seguir con sus asuntos.

—Me arrepiento de haber entrado en su taller —confesó Madeline—. Él es raro, pero creo que es un buen hombre.

—El otro día me compró galletas.

—¿Sí?

—Tuve la impresión de que intentaba decirme que acepta quién soy —a Grace le conmovía que precisamente Jed hubiera intentado acercarse a ella.

—No sabe que venías conmigo aquella noche, ¿verdad?

—No sé. ¿Quién le ha dicho que fuiste tú?

—Ni idea. Pero había muchos rumores por el pueblo. Deberías ver las cartas y correos electrónicos que llegan al periódico.

—¿Y el jefe McCormick?

—¿Qué pasa con él? Seguro que sabe que fui yo, pero no me ha dicho nada. A menos que Jed decida denunciarme, creo que lo dejará correr.

En ese caso, si Jed había notado la desaparición de la Biblia, probablemente asumía que alguien había ido con Madeline. De haberla encontrado ésta, probablemente lo habría publicado en el periódico.

—Creo que no sospecha de mí —dijo.

—Mejor.

—¿Qué dicen las cartas?

—Algunas muestran simpatía, otras me critican por actuar yo. La peor dice que pida a mi familia que se someta al detector de mentiras antes de ir por ahí entrando en los negocios de la gente.

Grace contuvo el aliento. Madeline nunca había mencionado el detector de mentiras. ¿Empezaba a dudar? ¿A jugar con la idea de hacer algunas preguntas delante de una máquina que podía decirle si los seres que amaba respondían la verdad? Tenía que resultar tentador, ¿no?

La mera idea aterrorizaba a Grace, pero no podía descartar las palabras de su hermanastra sin traicionarse.

—¿Quieres que hagamos eso?

—Por supuesto que no. Yo os creo, ya lo sabes.

Grace se cubrió los ojos con la mano. ¿De verdad creía Madeline tanto en su familia? ¿O tenía miedo de lo que podía descubrir?

—No vas a publicar ninguna de esas cartas, ¿verdad? —preguntó.

—No. Me siento incómoda con eso, pero…

—¿Por qué?

—Porque si lo que me pasó a mí le hubiera pasado a otro, las publicaría. El buen periodismo es eso, ¿vale? Hablar de casos como éste, ayudar a descubrir la verdad, sacar los temas morales a la luz.

Grace miró el jardín y pensó que lo que les había pasado a ellos podía haberle ocurrido a cualquier familia. Pero no era así.

—El periódico es tuyo; puedes decidir tú. Es una de las ventajas.

—Omitir una historia porque yo estoy mezclada en ella no es buen periodismo. Pero mamá ya ha sufrido bastante y no voy a resucitar viejas tensiones publicando esa basura. Ya hay suficientes acusaciones de todos modos.

—¿Has hablado con Clay de las cartas? —preguntó Grace.

—Sí. Está de acuerdo en que debo tirarlas. Y Molly también.

Cerca de la luz del porche planeaban unas luciérnagas, que brillaban como si estuvieran bajo un conjuro mágico.

—¿Has averiguado con quién se ve mamá?

—Todavía no. Anoche pasé por allí e incluso me atreví a acercarme y asomarme por la ventana, pero las cortinas estaban corridas y no vi nada. ¿Y tú?

—No.

—Está muy contenta con lo tuyo con Kennedy.

—¿Te has enterado de que los Vincelli han empezado a hacer campaña contra él? —preguntó Grace.

—Sí.

—¿No hay nada que puedas hacer para minimizar los daños?

—¿Por ejemplo?

Grace empujó con el pie y puso la hamaca en movimiento.

—No sé. Puedes publicar una refutación.

—Eso sólo conseguiría empeorar las cosas. La gente de aquí conoce mi relación contigo.

—Será un buen alcalde.

—No te preocupes, eso no va a cambiar el resultado de las elecciones. Los Archer son mucho más poderosos que los Vincelli.

Grace dejó de balancearse.

—Aquí no se trata de que les guste una familia más que la otra; se trata de que no les gusto yo. ¿Cuál es la postura de Joe en todo esto? ¿Lo sabes?

—Me han dicho que intenta permanecer neutral. Joe es un egoísta. Seguramente no quiere hacerse enemigos en ningún campo, por si acaso.

—Odio a Joe —dijo Grace.

—Me invitó a salir unas cuantas veces.

—Dime que no aceptaste.

—No. No sabe tratar a una mujer. Sólo hay que ver cómo se portaba con Cindy.

Grace oyó que tenía otra llamada.

—Me llaman —dijo—. Hablamos mañana, ¿vale?

—¿Es él?

—Cállate.

Madeline respondió con una carcajada y un bostezo.

—Vale, que duermas bien.

—Gracias —Grace cortó la llamada con ella—. ¿Diga?

—Hola —musitó Kennedy.

—¿Está mejor tu padre?

Hubo una cierta vacilación por parte de él.

—Un poco.

—Espero que no sea grave.

Kennedy carraspeó.

—No, pero tiene que hacerse pruebas. ¿Crees que puedes quedarte mañana con los chicos para que mi madre lo acompañe al médico? Me los quedaría yo, pero tengo reuniones toda la tarde.

Grace se levantó y caminó por el porche.

—¿Estás loco? Tus hijos y tú tenéis que alejaros de mí.

—¿Por qué?

—No creo que tenga que decirte cuál es la realidad de tu situación.

—¿Qué realidad? ¿Por qué tenemos que alejarnos de ti?

—Ya sabes por qué.

—No pienso permitir que los Vincelli me dicten a quién tengo que ver.

—Entonces me iré —repuso ella—. Volveré a Jackson inmediatamente.

Esa idea se le había pasado por la cabeza un millón de veces desde que viera el folleto. Odiaba regresar a Jackson antes de que tuviera que trabajar y tener que enfrentarse a George y su nueva novia cuando estar en casa de Evonne le parecía tan apropiado. Aquella vieja casa se estaba convirtiendo en su hogar. La había abrazado como habría hecho Evonne. Pero si al quedarse les hacía la vida más difícil a Kennedy y a sus hijos, prefería irse.

—No te marches —le pidió él.

—¿Por qué no?

—Porque tu sitio está aquí, al menos este verano.

¿Y cuando terminara el verano? Quizá para entonces sería tarde para escapar ilesa. Tal vez sería demasiado tarde para los dos.

—Mi sitio no está en ninguna parte. Y no me traigas a los niños porque me marcho.

Colgó el teléfono. Kennedy era demasiado terco. Ella tenía que marcharse de Stillwater. Y cuanto antes, mejor.

Entró en la casa, sacó las maletas y empezó a guardar sus cosas.

Cuando Grace colgó el teléfono, Kennedy empezó a caminar por la alfombra de la sala de música. Era la habitación más grande de la casa y allí estaba el piano de Raelynn y sus mejores muebles. Desde su muerte, entraban poco allí. Sólo lo hacían cuando querían sentirse cerca de ella.

Pero esa noche, Kennedy no podía sentir ninguna conexión con su difunta mujer. Estaba demasiado ansioso. ¿Grace decía en serio lo de irse del pueblo? Seguramente no. Había oído por distintas fuentes que había alquilado la casa tres meses.

Si se marchaba, ¿adónde iría? ¿De vuelta a Jackson? ¿De regreso con el hombre con el que había pensado casarse?

A Kennedy no le gustaba esa idea. Le gustaba tan poco que sintió tentación de ir a verla y hacer lo posible por convencerla de que se quedase. Pero no podía dejar a los niños solos y era tarde para buscar una canguro. Después de varios paseos por la sala, al fin levantó el teléfono. Lo único que se le ocurría era pedirle ayuda a su madre. Sabía que no le gustaría, pero era la única persona que, independientemente de lo que pasara en el mundo, siempre había estado a su lado.

A la mañana siguiente, Grace puso agua a hervir para el té y siguió con su tarea de hacer el equipaje. La noche anterior se había quedado dormida poco después de empezar y se había despertado tarde. Pero no tenía muchas cosas. Podía terminar ese día y partir esa noche.

Tendría que dejar allí una llave y contratar un servicio de mudanzas. Pensó en Madeline. A ella podía llamarla. Y a Irene y a Clay también. Estarían dispuestos a ayudarla, aunque no les gustara que se fuera.

Se sentó en el suelo con un suspiro y cruzó las piernas. Cuando al fin sentía que empezaba a curarse, tenía que pasar eso.

Bajó a la cocina y, se disponía a echar el agua hirviendo en la tetera, cuando llamaron a la puerta.

—¿Grace?

Era la voz de Teddy y maldijo en voz baja. Kennedy estaba loco por pedirle que se quedara con sus hijos.

Pero quería ver a los chicos y tener ocasión de despedirse, así que fue a abrir la puerta… y la sonrisa se le congeló en el rostro. Los niños no estaban solos; los acompañaba Camille Archer.

—Hola —Teddy la abrazó por la cintura.

Grace no supo cómo responder a su entusiasmo. Le acarició la espalda, pero se sentía nerviosa bajo la mirada de halcón de la madre de Kennedy.

—Hola —dijo a los niños. Miró a la mujer—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Camille no contestó de inmediato. Estaba ocupada escrutando todos los detalles del aspecto de Grace. En aquel silencio incómodo, Heath se acercó a abrazarla también. Grace le dio unas palmaditas en la espalda, pero no lo estrechó tan fuerte como otras veces. Quería minimizar todo lo posible aquellos gestos de afecto porque sabía que Camille tomaba buena nota.

Cuando la mujer habló por fin, no se molestó en saludar.

—Me han dicho que te marchas.

Grace miró por encima del hombro las cajas esparcidas por la sala.

—Sí. Tengo que volver a Jackson.

—¡No! —gritó Teddy.

Heath hundió los hombros.

—¿Tan pronto?

—¿Por qué ahora? —preguntó Camille—. ¿Por qué tan de repente?

Grace no parpadeó.

—Porque tengo que irme.

—¿Es por que sales huyendo a la primera señal de lucha?

Grace hizo una mueca.

—Vivir aquí siempre ha sido una lucha —dijo—. Si tuviera miedo de la gente de aquí, no habría vuelto. Me voy por otras razones.

—Que son…

—Francamente, no son asunto suyo.

A Camille no le gustó su respuesta. Apretó los labios y se cruzó de brazos.

Grace miró la calle para ver quién podía estar observándolas y vio el Cadillac color crema de Camille aparcado delante de la casa.

—Creo que debería mover ese coche —dijo.

Camille levantó la barbilla.

—¿Por qué? ¿Está mal aparcado?

Grace enarcó las cejas.

—Es un vehículo muy llamativo y, a menos que su objetivo sea provocar a los Vincelli, le sugiero…

—Los Vincelli me importan un bledo —la interrumpió la mujer con un gesto imperioso de la mano.

Aquello lo explicaba todo. Los Archer y los Vincelli se estaban midiendo, iniciando un feudo. Pero Grace no quería que el orgullo de Camille pusiera en más peligro a Kennedy.

—Creo que debemos entrar.

Se volvió y Camille no tuvo más remedio que seguirla si quería hablar.

Grace cerró la puerta.

—¿Por qué ha venido?

—Quiero saber si te marchas por mi hijo.

—Por supuesto que no. Me necesitan en Jackson.

—¿Quién te necesita?

—Un amigo. Y también en el trabajo.

—Entiendo. Bueno, eso crea un pequeño problema.

—¿Qué problema?

—Kennedy está muy ocupado en el banco y necesitamos ayuda con Teddy y Heath este verano.

—Te necesitamos —dijo Teddy.

Grace no le contestó. Estaba demasiado sorprendida por lo que acababa de oír.

—¿Usted quiere que la ayude con los niños de modo regular?

—Puedo contratar a alguien si no te interesa —contestó Camille.

La madre de Kennedy no le había dirigido jamás dos palabras seguidas.

—Pues contrate a alguien —contestó Grace—. Yo no puedo. Supongo que sabe lo que dirían los Vincelli.

—Pues claro que lo sé.

—¿Por eso está aquí? ¿Para demostrarles que puede hacer lo que quiera?

—Estoy aquí porque mi hijo me ha pedido que venga.

—Tú no quieres irte, ¿verdad? —preguntó Heath.

Teddy y él la miraban con atención, pendientes de todas sus palabras.

—No se trata de que quiera —explicó ella—. Es que tengo… trabajo. Eso es todo.

—¿Pero y el puesto? —preguntó Heath.

—¿Y el jardín? —añadió Teddy.

Grace sintió un nudo en la garganta, pero enderezó los hombros y dijo:

—Lo siento. Mi situación ha cambiado. Pero todavía tenéis a vuestro padre y vuestra abuela y…

Camille hizo una mueca.

—Si te marchas, les seguirás el juego a los Vincelli.

—Exactamente —contestó ella—. Y quizá dejen que todo vuelva a estar como antes.

—Eso no te ayudará a ti —Camille la miró muy seria—. Pero tú no haces esto por ti, ¿verdad?

—No sé de qué me habla.

—Estás enamorada de mi hijo.

—No —repuso Grace—. Somos muy opuestos, no tenemos nada en común. Usted precisamente debería saberlo. Además, me marcho. Lo demás no importa.

—Seré sincera —dijo Camille—. No me alegraría de veros juntos, pero…

—¡Abuela! —protestó Teddy.

—¿Pero qué? —preguntó Grace.

—Has alquilado esta casa todo el verano. Deberías poder quedarte sin preocuparte de cómo nos afecte eso a nosotros.

—No le hagas caso a la abuela —intervino Heath—. Nosotros queremos que te quedes.

Teddy le tomó una mano.

—¿Por favor? Tú dijiste que estarías aquí todo el verano.

Grace miró a Camille.

—Si me quedo, ¿le dirá a su hijo que mantenga las distancias?

—Se lo diré. Pero él hará lo que le plazca. Tú ya deberías saberlo.

—¿Y los Vincelli?

—No necesito que me hagas favores con ellos —repuso Camille—. Sé cuidar de los míos.

El acero de su voz hizo que Grace sintiera lástima de los Vincelli. Desde luego, se habían enfrentado a una oponente formidable.

—Muy bien.

—¿Entonces te quedas? —preguntó Heath.

—Me quedo.

—¡Hurra! —Teddy volvió a abrazarla.

—¿Eso significa que te quedarás con los chicos hoy?

—Por supuesto.

—Entonces los recogeré dentro de unas horas —la madre de Kennedy se volvió hacia la puerta, pero se giró de nuevo antes de salir—. Gracias por lo que nos enviaste anoche. Me trajo buenos recuerdos de Evonne.

Hablaba con cierta rigidez, como si le costara esfuerzo, pero Grace no pudo evitar sentirse agradecida.

Era la primera vez que Camille la trataba como a una igual.

La madre de Kennedy lo llamó cuando estaba leyendo el último informe de los accionistas y preocupándose por lo que pasaría en el banco cuando la noticia de la enfermedad de su padre se hiciera pública.

Su secretaria y dos cajeros estaban con él en la sala de reuniones, pero cuando oyó la voz de su madre, le pidió que no colgara y entró en su despacho.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó.

—Los chicos están con ella. Yo me voy a llevar a tu padre al médico.

—O sea que se queda.

—Creo que sí. Al menos el verano.

Kennedy se sintió aliviado.

—Me alegro. No debe permitir que los Vincelli la echen del pueblo.

—No creo que ellos la estuvieran echando.

—Se iba a ir por los problemas que están causando.

—Se iba para protegerte a ti —repuso Camille.

Kennedy no supo qué contestar. Sabía que Grace intentaba no crearle problemas a él ni a nadie más. Pero sospechaba que la motivación de su marcha no era completamente altruista. También quería proteger sus sentimientos. Lo que ocurría entre ellos la asustaba. Y en cierto sentido, a él también. Ninguna otra mujer del pueblo habría podido convencerlo para que la ayudara a encubrir un asesinato.

—No me porté muy bien con ella hace años —admitió, sintiéndose mal una vez más.

—Nadie lo hicimos —repuso su madre—. Yo no quería que te mezclaras con los de su clase y te lo hice saber. Hice lo que me pareció lo mejor. Y no voy a disculparme por ello —añadió a la defensiva.

Kennedy soltó una risita. No le había pedido que se disculpara, pero era evidente que ella estaba luchando con su conciencia.

—Te ha caído bien, ¿eh?

—Yo no he dicho eso.

—Pero es verdad.

—Admito que probablemente es mejor persona de lo que esperaba.

—Tiene buen corazón —musitó él.

—También es muy guapa.

—¿De verdad? —Kennedy sonrió para sí al recordar a Grace en la ventana—. No me había fijado.

—Sí te has fijado. Eso es lo que me preocupa.

El padre de Kennedy dijo algo al fondo.

—¿Qué ha dicho papá?

—Que estás pensando con otra parte de tu anatomía y no con el cerebro.

Kennedy hizo una mueca.

—No me he acostado con ella.

Camille repitió sus palabras, que provocaron una carcajada.

—Todavía —murmuró Otis, que sonaba mucho más cerca.

—Te he oído —le hizo saber Kennedy.

Su madre se echó a reír.

—Me parece que tu padre está un poco escéptico sobre tus motivos.

—Papá no tiene que preocuparse por mis motivos, tiene que preocuparse por ponerse bien.

Camille se puso seria en el acto.

—Eso ya lo sabe, Kennedy.

—Dile que por mi está bien —intervino Otis—. Puede que a ti no te guste, Camille, pero a mí no me importa. Si Grace Montgomery le hace feliz, yo soy feliz. Ha sido un buen chico toda su vida y estoy orgulloso —se le quebró la voz—. Muy orgulloso.

Kennedy sintió una opresión en el pecho. Su padre siempre había sido un hombre severo, que no expresaba sus emociones. Incluso ahora, utilizaba a Camille como conducto. Pero lo que decía causaba un profundo impacto.

—¿Lo has oído? —preguntó su madre con suavidad.

—Sí. Pero no aceptaré que se despida, mamá. Díselo. Quiero que vea crecer a mis hijos.

—Los verá.

—Dile que yo también lo quiero —añadió Kennedy.

—Es hora de desalojar el despacho del reverendo —dijo Grace.

Ahora que había decidido quedarse en Stillwater, quería seguir adelante con sus planes de dejar atrás el pasado.

Clay apretó los labios, pero no respondió de inmediato, por lo que ella se volvió a mirar por la ventana de la cocina. Un gallo muy parecido al que recordaba de su infancia se pavoneaba por el patio entre las gallinas picoteando la tierra oscura. El establo que odiaba estaba detrás con la puerta abierta. Miró más allá, al arroyo, que le evocaba recuerdos agradables. En los veranos, Clay inflaba neumáticos viejos y flotaban hasta el estanque.

Lástima que no todos los días de su infancia hubieran podido ser agradables.

Apretó la mandíbula e intento buscar un pequeño rincón de su alma en el que pudiera almacenar la amargura. Pero se estaba quedando sin espacio.

—No entiendo por qué vamos a cambiar nada ahora —contestó Clay—. La gente ya está bastante agitada y tú lo sabes.

—Porque yo no puedo esperar más. Tengo que poder cambiar esto, sentir que al fin estoy al cargo. Si no, es como si él controlara todavía esta casa, la tierra y a nosotros —tenía que derrotarlo.

—¿Y Madeline?

Su hermanastra era la razón de que no pudieran quemar todo lo que había pertenecido a Barker, como deseaba Grace.

—La llamas cuando terminemos y le dices que hemos guardado sus cosas en cajas. Si las quiere, que venga a buscarlas.

—No creo que le guste que hagamos algo así sin incluirla. A pesar de que hable de asesinato, en el fondo todavía espera que vuelva.

—Sabe que es muy poco probable.

—Una cosa es saberlo y otra aceptarlo.

—Necesito hacer eso, Clay —dijo Grace.

Él se miró las largas manos, sucias porque acababa de llegar de limpiar las zanjas de irrigación.

—Me gustaría dejarte hacer lo que quieres. No te imaginas cuánto lamento…

—¿Qué?

Clay no continuó. Pero Grace lo entendía. Se sentía responsable por lo que había ocurrido aquella terrible noche en la que se suponía que ella había quedado a su cuidado. Había intentado varias veces decirle que ella ya vivía un infierno mucho antes de eso, que cualquier otro chico de dieciséis años se hubiera escapado para estar con sus amigos como había hecho él. ¿Por qué no? Barker no estaba en casa, llegó luego. Y Clay no sabía lo que había en juego.

Pero las consecuencias de las acciones de su hermano habían sido de tal envergadura, que no podía convencerlo.

Tal vez era porque, hasta cierto punto, ella lo culpaba tanto como se culpaba él a sí mismo. Si se hubiera quedado con Molly y ella aquella noche, como le había pedido Irene, quizá el reverendo no habría tenido ocasión de llevar las cosas tan lejos.

Tomó su bolso con un sabor a bilis en la parte posterior de la garganta. Mientras estaba en casa de Evonne o en el pueblo, no le iba mal. Pero le era muy difícil estar en la granja.

Se volvió para marcharse, pero vaciló cuando vio a su hermano con la cabeza baja. Quería consolarlo. ¿Por qué tenían que sufrir los dos? Su edad y su inocencia en aquella época tenían que contar para algo, ¿no?

Se obligó a dejar el bolso y se arrodilló delante de él.

—Ésa no fue la primera vez, Clay —dijo cuando sus ojos se encontraron—. Lo que hizo Barker… —luchó por respirar, porque sentía todavía la mano de su padrastro en la garganta—. Empeoraba con cada encuentro. Al final me habría matado. Lo creo de verdad. No podría haber escondido mucho más tiempo lo que hacía. Era demasiado… perverso.

La compasión y los remordimientos que expresaba el rostro de su hermano expandieron el dolor que sentía en el pecho. Quería dejar que el cariño de Clay la curara. Intelectualmente sabía que no tenía la culpa de lo que había hecho Barker. Pero sus sentimientos contradecían lo que decía su cerebro. Sentía que tenía que haber hecho algo para provocar lo que le había ocurrido. Después de todo, el reverendo no había tocado a Molly ni a Madeline.

—¿Por qué? —la voz de Clay era apenas audible—. ¿Por qué iba a querer nadie hacerte daño? ¡Siempre fuiste tan dulce, tan hermosa! Sólo eras una niña.

—Me odiaba —ella luchó por sacar las palabras del lugar oscuro en el que permanecían sus recuerdos—. Creo que era porque me deseaba, porque sabía que ese deseo lo convertía en una de las criaturas más perversas de Dios —el sudor le caía entre los pechos y por la espalda, pero tragó saliva con fuerza y se obligó a soportar la reacción de su cuerpo. Tenía que hablar de los abusos sufridos por el bien de Clay—. Me culpaba a mí de sus… perversiones.

—¿Por qué no se lo dijiste a nadie? Mamá te habría ayudado y yo también.

Aquélla era la pregunta que más aborrecía ella, porque no tenía respuesta. Clay, Irene y Molly no comprendían lo que era sentirse tan impotente, tan completamente vencida.

—No podía. Él me amenazaba con usar la navaja como usaba tantos otros objetos, para tallarme de dentro a fuera.

—¡Santo cielo, Grace!

Una lágrima bajó por la mejilla de Clay. Grace le tocó la mejilla y vio que él tensaba la mandíbula y que los hombros le temblaban como si intentara reprimir su emoción.

—No importa —susurró ella—. No importa.

Él la miró y ella consiguió sonreírle. Después de dieciocho años, quería conseguir perdón para los dos. Sabía que le llevaría más tiempo perdonarse a sí misma, pero a Clay podía perdonarlo ya, ¿no?

Él la abrazó y la estrechó contra sí como si fuera todavía una niña.

—Daría cualquier cosa por volver atrás —dijo. Y ella sintió por fin que la barrera que había erigido entre ellos empezaba a ceder.

Apoyó la cabeza en su fuerte hombro y se dejó inundar por la seguridad que le ofrecía. Clay la quería. Lo había intentado.

—Lo sé.

Cuando la soltó, se frotó la mandíbula con gesto avergonzado.

—Vamos a recoger ese maldito despacho —gruñó.

Ella se levantó y lo miró.

—Pero has dicho… ¿Y Madeline?

—La compensaremos de algún modo —echó a andar hacia la puerta de atrás—. Alguna vez tiene que tener precedencia lo que tú sientes, ¿no? Y yo creo que ya has esperado demasiado.