Dos
El móvil de Grace sonó temprano a la mañana siguiente. Convencida de que sería alguien del despacho, se despertó y corrió a contestar antes de que saltara el buzón de voz.
Un segundo después recordó que había ayudado a George a subir su cama por las escaleras hasta lo que había sido el dormitorio de Evonne y se dio cuenta de que no estaba en Jackson sino en Stillwater. Y estaría allí algún tiempo.
—¿Diga?
—Tienes que llamar a mamá y a Madeline.
Era Molly, su hermana pequeña, quien trabajaba para un diseñador de moda en Nueva York. De adolescente, Molly siempre había estado tan deseosa de salir de Stillwater como Grace. Había pasado su primer año después del instituto ayudando a su madre a mudarse de la granja e instalarse en el pueblo. Pero después se las había arreglado para conseguir una beca para el Instituto de Moda y Diseño de Los Ángeles y se había ido de Stillwater, aunque seguía volviendo de vez en cuando a ver a Irene, Clay y Madeline.
Grace se frotó la cara con la mano en un esfuerzo por despertarse.
—¿Por qué?
—Saben que estás en Stillwater.
—¿Clay se lo ha dicho ya?
—Por lo que sé, pasaste por la granja hace dos noches. ¿Cuánto tiempo creías que iba a esperar?
—Hasta que estuviera preparada, supongo.
—¿Le pediste que mantuviera en secreto tu presencia?
—No. Sabía que se lo diría a mamá de todos modos.
—Pues ahí lo tienes.
Grace reprimió un bostezo. Eran las seis y media de la mañana y ya hacía calor. Las ventanas abiertas y el ventilador que ronroneaba en el rincón no parecían servir de mucho, pero ella no podía hacer nada más, aparte de sentarse en una bañera de cubitos de hielo. La casa de Evonne no tenía aire acondicionado.
—Vale, los llamaré más tarde.
—¿Sabías que mamá sale con alguien? —preguntó Molly.
Grace se despertó del todo.
—¿Después de tantos años? No te creo.
—Es cierto.
—Yo hablé con ella hace unas semanas y no me dijo nada.
—La relación, o lo que sea, es bastante reciente. Llamé a Clay el sábado y me dijo que ella se marcha a menudo y que se muestra muy misteriosa, así que suponemos que sale con alguien.
—¿Crees que es alguien de por aquí?
—Si es así, no puedo imaginar quién será. Ya sabes lo mal que la ha tratado siempre la gente de Stillwater.
—Eso ya no es tan malo como antes, ¿verdad?
—Claro que no. Pero todavía hay muchos que no la aceptarán nunca.
—No mientras sospechen lo que sospechan —añadió Grace.
Molly hizo caso omiso del comentario.
—Si ha encontrado a alguien, yo diría que ya es hora. Teniendo en cuenta lo que ha sufrido, se merece un hombre bueno.
—¿Y si no es bueno?
—Las estadísticas tienen que ponerse de nuestra parte en algún momento, ¿no? No es posible que le salgan tres malos seguidos.
—No, nada puede ser peor que nuestro padre y el reverendo —comentó Grace.
—Nuestro padre tenía sus cosas buenas —comentó Molly.
—Antes de escaparse.
—A eso me refería. Fue más bien un gran error, no dos. Mamá no se habría casado con el reverendo si no hubiera estado tan desesperada. Sólo quería mantenernos a todos juntos.
—Lo sé.
Grace no culpaba a su madre por haberse tragado el sueño que representaba el reverendo. Él parecía un hombre de familia, alguien que la apoyaría, que estaría a su lado y el de sus hijos en vez de eludir la responsabilidad como había hecho su padre. Nadie habría podido creer que Barker, un predicador apreciado por la gente, poseyera un lado tan oscuro.
—¿Y por qué no me lo has dicho a mí? —preguntó Molly, cambiando de tema.
Grace no lo había pensado. Sabía que Molly se habría reunido con ella si se lo hubiera pedido. Molly era la complaciente de la familia, la que intentaba cuidar de todos; pero Grace se negaba a apoyarse en ella como hacía su madre.
—Se me ocurrió de pronto.
—Eso me cuesta creerlo.
—Es verdad.
—Has tenido que hacer muchos preparativos.
—Todo fue saliendo solo.
—Si tú lo dices… —era obvio que Molly no quería discutir—. ¿Qué sientes al estar allí?
Grace se dejó caer en la cama y miró el techo en busca de una respuesta. Definitivamente, sentía aprensión. Pero en ese momento, parecía pertenecer al espacio de Evonne y le sentaba bien no tener que salir corriendo ni que terminar algo.
—Estoy bien —dijo.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
—He alquilado la casa tres meses, pero no estoy segura. Eso es mucho tiempo.
—Por favor, dime que pensabas llamar a mamá.
—Claro que sí. Es que he estado ocupada.
—Una llamada es un minuto.
—Molly, no empieces.
—No lo haré porque tengo mucha prisa. Si no salgo ya, llegaré tarde al trabajo.
—Te dejo, pues.
—Llámame si necesitas algo.
—Lo haré —Grace sabía que su hermana estaba a punto de colgar, pero ella tenía una pregunta aún—. ¿Molly?
—¿Sí?
—¿Cómo lo haces?
—¿El qué?
—Volver aquí, visitar a Clay en esa… esa casa, comer con Madeline sabiendo…
—No pienso en ello —la interrumpió su hermana.
¿Cómo podía no pensar en ello? El hombre que había sido su padrastro estaba muerto. Desde que Grace ayudara a arrastrar su cuerpo por los escalones del porche y Clay lo cargara luego en una carretilla, había temido casi todas las noches despertarse y encontrar al reverendo mirando por la ventana de su dormitorio.
—Sé que Madeline todavía espera que su padre vuelva un día al pueblo y le dé una sorpresa —prosiguió Molly—. Pero tú y yo sabemos que ya no existe. No existe, Grace. Y el mundo es un lugar mejor sin él.
—Amén —murmuró Grace—. Pero no es tan sencillo.
—Puede serlo si tú dejas que lo sea.
¿Lo decía de verdad?
—¿Y si alguien descubre lo que pasó? Ahora se resuelven casos viejos todos los días. Alguien podría encontrar el coche en la cantera. Una tormenta podría desenterrar algo macabro. Un testigo creíble podría aclarar historias contradictorias.
—Cálmate. Han pasado dieciocho años. No corremos peligro.
—La gente de Stillwater no olvidará nunca, Molly. Adoraban a ese bastardo. No lo conocían como nosotros.
—No pueden probar que esté muerto. Tú precisamente deberías saber cómo funciona el sistema legal.
Aquello no hacía que Grace se sintiera mejor. El hecho de que todavía siguieran conspirando para ocultar lo que había pasado tanto tiempo atrás le preocupaba porque sugería que quizá era la misma de antes y no la persona en la que creía haberse convertido después.
—Vete a trabajar.
—Hablaremos luego.
—Bien —Grace colgó y se acercó a la ventana para ver el jardín de la parte de atrás, que denotaba un estado de abandono, como si nadie lo hubiera atendido después de la muerte de Evonne.
Grace pensaba cambiar eso.
En ese momento vio que una SUV negra se paraba en la calle lateral, justo al lado de la verja, y se apartó de la ventana. ¿La habría visto el conductor? Posiblemente. El día anterior había colgado una sábana a modo de cortina, pero durante la noche la había retirado para dejar entrar el aire.
Se mordió el labio inferior avergonzada, pero no había nada que pudiera hacer, así que se puso una camiseta, pantalones cortos y unas deportivas y bajó las escaleras. Más tarde llamaría a su madre y a Madeline; antes quería ponerse con el jardín.
Kennedy Archer lanzó una maldición cuando se echó el café encima al ver a la mujer en topless en la ventana. La casa de Evonne no estaba a la venta todavía, por lo que no esperaba ver a nadie allí. Y menos a una mujer tan llamativa como la belleza morena que acababa de hacerle derramar el café. Y menos todavía a las seis y media de la mañana. Ella se retiró apresuradamente al verlo, pero una mujer como ella era toda una visión para un hombre que se había mantenido célibe desde la muerte de su esposa dos años atrás.
—¿Papá? ¿Estás bien?
Kennedy acercó más el móvil al oído. Había contestado la llamada de su hijo segundos antes de ver movimiento en la ventana… y soltado una maldición cuando lo había quemado el café.
—Estoy bien, Teddy. ¿Qué ocurre?
Su hijo bajó la voz.
—Hoy no quiero quedarme con la abuela.
Kennedy lo sabía muy bien. Heath, su hijo de diez años, se entendía bien con Camille Archer. Heath casi nunca se quejaba. Era tranquilo, paciente y algo intelectual. Su abuela siempre lo llamaba su «niño bueno».
Teddy, por otra parte, tenía una personalidad muy diferente. Activo y terco, desafiaba a su abuela en cada momento. O al menos Camille lo interpretaba así. Era una lucha de poder tras de otra. Sin embargo, Kennedy sabía que, con el trato adecuado, Teddy no era un niño difícil en absoluto. Raelynn, su esposa, había estado muy unida al pequeño.
—¿Y adonde quieres ir? —preguntó.
—A casa.
—A casa no puedes ir. Allí no hay nadie para cuidarte.
—¿Y Lindy?
Lindy era una vecina de dieciséis años. A Kennedy le caía bien, pero la última vez que había hecho de canguro había llevado allí a su novio y habían visto películas de terror con los niños.
Kennedy ya no confiaba en su buen criterio.
—Lindy no. Pero puedes ir a casa de la señora Weaver.
—No. Odio estar allí.
Kennedy hubiera estado mejor si los padres de Raelynn no hubieran seguido a su hijo a Florida diez años atrás. Teddy se llevaba mejor con la abuela Horton que con su madre, pero, por otra parte, a esos abuelos sólo los veía un par de veces al año.
—Ya hemos hablado de esto, hijo. Teniendo en cuenta tus opciones, mi madre es el mejor lugar. Además, no todo es malo. La semana pasada os llevó al zoo en Jackson, ¿no?
—Eso estuvo bien —admitió el niño—. Pero ahora me aburro. ¿No puedes venir tú a buscarme?
—Lo siento, amiguito. Hoy tengo trabajo. Ya lo sabes.
—Pues llévame contigo. Me gusta jugar en tu despacho en el banco.
Kennedy colocó su Explorer en un lado de la calle. Ésta seguía vacía, pero tenía que llegar a las servilletas de la guantera y hacer lo que pudiera para evitar que el café manchara más partes del coche.
—No puedo. Hoy no. Tengo que desayunar con mi director de campaña y varias personas que me apoyan y después tengo que hablar en el Club Rotary. Y más tarde hay una reunión de accionistas.
—¿Por qué tienes que presentarte a alcalde?
Kennedy se preguntó si sería un buen momento para hablarle de su abuelo Archer. Sería más fácil hablar del tema cuando no tuviera que verle la cara a su hijo y pudiera ser más objetivo sobre el diagnóstico del doctor. Pero no podía esperar que Teddy se enfrentara a esa noticia solo, no después de haber perdido a su madre.
—Tu abuelo se jubila, lo cual dejará el puesto vacante por primera vez en treinta años. Es algo que he pensado hacer desde que era pequeño.
—¿Cuándo se termina la campaña? —preguntó Teddy.
—En noviembre. Entonces, gane o pierda, la vida será más fácil.
Teddy gimió.
—¿Noviembre? Entonces habré vuelto al colegio.
—Lo sé. Ha sido un año duro —pero, desde luego, no más difícil que el precedente.
Apartó de su mente aquellos primeros meses sin Raelynn, revisó su agenda y decidió que podía saltarse el encuentro con Buzz y los muchachos en la pizzería por la tarde. Le gustaba quedar con sus amigos de vez en cuando. Se conocían desde la escuela primaria. Pero las necesidades de Teddy eran lo primero.
—¿Qué te parece si te recojo a las cuatro y os llevo a Heath y a ti a comer helado? —suponía que después podrían pasar por la pizzería a saludar al grupo.
—¿Podemos ir a las seis mejor?
Kennedy dejó de secarse el café de la pierna.
—¿A las seis? Ésa es la hora de todos los días.
—Lo sé, pero la abuela ha dicho que nos llevará a nadar a las cuatro.
—O sea que sí tienes planes divertidos.
—Hasta las cuatro no.
—Vamos, Teddy.
Hubo una pausa.
—¿Podemos ir de acampada este fin de semana?
—Puede.
—Di que sí, por favor.
—Diré que sí si te las arreglas para no pelearte con la abuela hoy.
Teddy suspiró con dramatismo.
—Vale.
—¿Qué hace Heath?
—Ver la tele. Hasta que vayamos a nadar, no hay nada más que podamos hacer. La abuela tiene miedo de que le ensuciemos la alfombra.
—Pensaba que te divertías con ese servicio de cortar el césped que te has montado.
—Oh, oh, viene la abuela —Teddy colgó.
Kennedy sabía que Camille consideraría el deseo del niño de escapar de su casa como una traición personal. Ella intentaba complacer a sus nietos, pero le resultaba difícil estar con ellos cinco días a la semana después de haber estado tanto tiempo sin ninguno. Y sin embargo, necesitaba a Teddy y Heath con ella. Cuidar de ellos la ayudaba a no pensar en el diagnóstico de su marido. A menudo intentaba convencer a Kennedy de que los niños adoraban cada minuto que pasaban con ella.
Kennedy dejó el teléfono en el salpicadero. Su hijo pequeño era un diablillo, pero un diablillo lleno de vida y sin malicia. Si Camille hubiera sido más joven, habría sabido verlo así.
—Sobrevivirán un día más —se dijo.
La personalidad dominante de Camille no encajaba bien con la de Teddy, pero ella quería a los niños tanto como lo quería a él. Nadie, ni siquiera Teddy, cuestionaba eso.
Miró el reloj del salpicadero. Tenía que ponerse en marcha. Ese día tenía mucho trabajo. Y gracias a la mujer de la ventana, antes de nada tenía que pasar por su casa a cambiarse.
—¿No pensabas decirme que estás en el pueblo?
Grace, de rodillas todavía, se volvió hacia su madre, de pie en el jardín. Irene iba a verla a Jackson una vez al año, pero era la primera vez desde que terminara el instituto que estaban las dos en Stillwater.
Carraspeó y se puso en pie. Su intención había sido dedicarle un par de horas al jardín, pero el tiempo había ido pasando y era más de mediodía. Sin saber cómo, restaurar el jardín se había convertido en su misión de ese día. A pesar de tener la ropa pegada y saber que al día siguiente tendría agujetas, le sentaba bien escarbar, arrancar malas hierbas y trabajar la tierra, salvar una planta tras otras del descuido de las últimas semanas.
Como sus guantes estaban manchados de barro, se secó el sudor de la frente con un brazo.
—Lo siento —intentó sonreír—. Pensaba hacerlo, mamá. Pero he estado… ocupada.
Irene señaló el jardín.
—Supongo que la maleza no podía esperar.
Era evidente que su madre se sentía herida. Grace respiró hondo y se acercó a abrazarla. Le alegraba ver a su madre, aunque había temido ese momento. Admiraba a Irene y la echaba de menos, pero la mujer suscitaba también muchas otras emociones en ella.
—Me molestan —admitió—. Estoy segura de que a Evonne no le gustarían —retrocedió y se quitó el sombrero para mirar el cielo gris—. Y se me ha ocurrido avanzar todo lo que pudiera antes de que empiece a llover.
Irene no parecía convencida, pero Grace sabía que no insistiría en el tema. Con los años habían establecido una pauta para solventar las tensiones entre ellas y tendían a ignorarlas en lugar de confrontarlas.
—Tienes buen aspecto —dijo Grace; y hablaba en serio.
—Estoy muy gorda —contestó Irene. Pero si le sobraba algún kilo, no debían de ser más de cinco o seis y el hecho de que se arreglara hasta para el recado más nimio era prueba suficiente de su vanidad.
—No, estás muy bien —sonrió Grace.
Y su sonrisa se hizo más sincera cuando vio que a su madre le gustaba el cumplido. Irene tenía cincuenta y dos años y ambas poseían el mismo rostro ovalado y los mismos ojos azules. Grace solía llevar el cabello oscuro recogido en una coleta o moño suelto en la parte alta de la cabeza y poco maquillaje. Su madre se maquillaba bastante, se pintaba los labios de rojo y se peinaba el cabello en un estilo que recordaba vagamente a Loretta Lynn.
—Molly me ha dicho que sales con alguien —comentó Grace, impaciente por saber si su hermana acertaba.
Irene movió una mano en el aire.
—No. Pero ella vuelve a salir con ese chico que trajo por Navidad.
—Bob sólo es un amigo y lo sabes. Pero tú intentas cambiar de tema y eso me da la impresión de que ocultas algo.
—¿Con quién voy a salir? Aquí nunca me han apreciado —su madre soltó una risita.
Aquello era cierto. O al menos, lo había sido en el pasado. Cuando Irene se casó con el reverendo Barker y se trasladó allí con sus tres hijos desde el vecino Booneville veintidós años atrás, Grace sólo tenía nueve años. Pero era lo bastante mayor como para comprender que los murmullos que oía a menudo sobre su madre no resultaban precisamente halagadores.
El reverendo sólo tenía un sueldo modesto y la granja, pero eso era más de lo que Irene y sus hijos habían poseído en Booneville. Y era suficiente para hacer que la gente de Stillwater les guardara rencor por ello. Eran extraños, forasteros, y los trataban como si su madre se hubiera apoderado de algo a lo que no tenía derecho.
Por supuesto, tampoco había ayudado que el reverendo hiciera comentarios sutiles pero peyorativos sobre su nueva esposa a la menor oportunidad, incluso desde el pulpito. O que la primera alegría de su madre pasara rápidamente a medida que Irene iba conociendo mejor a su nuevo esposo.
A Grace siempre le había maravillado lo leal que se había mostrado aquel pueblo con Barker, que un hombre tan diabólico hubiera podido convencer a tantos de que era un santo.
Una mano callosa se cerraba sobre su brazo y una voz le gruñía al oído: «No hagas ruido». Ella lanzaba un gemido y el hombre al que llamaba papá le apretaba con fuerza el brazo para advertirle de las consecuencias si lo desobedecía. Madeline, su hija, dormía en la cama enfrente de la de ella, pero Grace sabía que él se vengaría si despertaba a su hermanastra.
—Grace, ¿qué ocurre? —preguntó su madre.
La joven cruzó los brazos con fuerza para reprimir el escalofrío producido por el recuerdo y forzó una sonrisa temblorosa.
—Nada.
—¿Seguro?
—Seguro —pero la paz y tranquilidad de las que disfrutaba antes se habían acabado y su mente empezaba a llenarse de las imágenes y sensaciones que tanto había luchado por reprimir—. Hace mucho calor. Vamos a sentarnos en el porche.
—Después de trece años… no puedo creer que hayas vuelto —dijo su madre, siguiéndola.
—Y yo no puedo creer que tú no te hayas ido nunca —repuso Grace, sin poder contenerse.
—No podía irme —repuso Irene indignada—. ¿Crees que abandonaría a Clay?
—¿Cómo hice yo?
Su madre pareció sorprendida.
—No, no quería decir eso.
Grace se sentó en el columpio del porche y se llevó tres dedos a la frente. Por supuesto. Nadie que supiera la verdad podía culparla. La compadecían, no sabían qué decir ni cómo arreglar las cosas, pero no la culpaban. Era ella la que se culpaba.
—Perdona —dijo—. Venir aquí es muy difícil para mí.
Su madre se sentó a su lado y le tomó la mano. Ella no dijo nada, pero dejó las manos unidas mientras se balanceaban adelante y atrás.
Curiosamente, la tensión fue cediendo. Grace deseó que su madre hubiera sido capaz de llegar hasta ella dieciocho años atrás…
—Esta casa está bien, ¿verdad? —preguntó Irene al fin.
—Me gusta.
—¿Te quedarás mucho tiempo?
—Tres meses. Quizá.
—¡Tres meses! Eso está bien —su madre le soltó la mano y se puso en pie—. Te quiero, Grace. No lo dije lo suficiente y… y te fallé. Pero te quiero.
Grace no sabía qué contestar, así que hizo la pregunta que había querido hacerle durante mucho tiempo.
—¿Ignorar algo feo hace que no exista, mamá?
Su madre la observó unos minutos, con los ojos nublados por el dolor.
—¿Reconocerlo hace que desaparezca? —replicó—. Yo hice lo que tenía que hacer y espero que algún día me perdones por ello —se dispuso a marcharse—. Tengo una cita. Llámame luego si… si quieres volver a verme.
—Te llamaré —dijo Grace. Y la observó alejarse.
El interior fresco y en penumbra de la pizzería y restaurante de pasta Hill Country consiguió al fin aliviar a Grace un tanto del calor. Acababa de ducharse, pero estaban en la parte más cálida del día y volvía a sentirse pegajosa. El aire se había vuelto más y más pesado, pero todavía no había llovido. Suponía que la lluvia caería por la noche.
—Aquí tiene la pizza.
La chica adolescente que había tomado el pedido le puso una pizza pequeña en la mesa. Grace apartó la ensalada para hacerle sitio y vio que se abría la puerta y entraba un grupo de hombres.
—Gracias —dijo a la camarera, y apartó inmediatamente la vista. No quería establecer contacto visual con nadie ni mucho menos entrar en conversación. Sólo había ido allí a tomar una cena temprana y huir del calor.
Pero no pasaron ni tres minutos hasta que oyó que el grupo de hombres hablaba de ella.
—Te juro que es ella, Tim.
—¿Grace? No…
—Sí lo es. Rex Peters me ha dicho que iba a volver al pueblo.
—¿Para qué? —preguntó alguien—. Tengo entendido que es ayudante de fiscal en alguna parte. Leí un artículo sobre ella en el periódico.
Grace no pudo oír la respuesta. Se dijo que debía ignorarlos y terminar la comida, pero un momento después alguien lanzó un silbido y dijo lo guapa que estaba y no pudo evitar mirar hacia allí.
Uno de ellos estaba de pie ante el mostrador y le daba la espalda, pero los otros cuatro eran los atletas a los que tanto había admirado en el instituto. Verlos le ponía carne de gallina. Ya no quería estar allí, no quería saludarlos. No era la persona de antes.
—A lo mejor no la reconocemos con ropa —comentó Joe Vincelli.
La mueca burlona que acompañó sus palabras hizo que ella recordara inmediatamente su nombre. Era el adorado sobrino del reverendo y el autor del apodo que escribían en su taquilla y la seguía por los pasillos. La Sobona Gracie.
—Cállate, te va a oír —gruñó otro. ¿Era Buzz Harte? No estaba segura. Parecía ser el más cambiado; desde luego, había perdido mucho pelo.
Más murmullos y unas cuantas risitas hicieron que a Grace le ardieran las orejas. Miró su plato con el corazón latiéndole con fuerza. Catorce o quince años atrás, se había acostado con al menos tres de ellos en el asiento trasero de un coche o detrás de un edificio. Evidentemente, recordaban esos encuentros con más regocijo que ella. Ella no sabía cómo había podido permitir que nadie la utilizara de aquel modo, en especial los chicos que habían ido al instituto con ella.
Probablemente porque buscaba algo que no podía encontrar…
Se sentía mareada y se secó el sudor del labio superior. Se preguntó si podría escabullirse del restaurante sin tener que pasar al lado de ellos.
Entonces le llegó de nuevo la voz de Joe, más alta que las otras, y fue como si no hubiera pasado el tiempo.
—Era una chica muy fácil, ¿verdad? Sólo tenías que hacerle señas y se abría de piernas. Yo me la tiré una vez detrás de las gradas con mis padres sentados a tres metros.
Ellos se rieron y Grace sintió una opresión en el pecho que le dificultaba la respiración. Con Joe había sido más complicado que querer gustar desesperadamente. Había tenido la sensación de que le debía alguna compensación por la pérdida de su tío.
—A mí me preguntó una vez si podía ser mi novia unas semanas —dijo Tim. Su voz era mucho más baja que la de Joe, pero ella oyó suficientes palabras para adivinar la frase—. Le dije que sí antes de tirármela y rompí con ella inmediatamente después —soltó una risita incrédula—. Resulta increíble que alguien tan estúpida pudiera entrar en Georgetown.
Alguien… ¿Buzz?… debió de darle un golpe, pues Tim soltó un gemido.
—¿Estúpida? Vamos. No tiene nada de estúpida. Estaba… —bajó la voz— jodida… algo raro pasaba en aquella casa…
—Allí no pasaba nada raro hasta que mataron a mi tío —dijo Joe a la defensiva.
—Tú no sabes lo que le pasó a tu tío —intervino Tim. Joe empezó a discutir, pero Tim levantó una mano—. Y créeme, eran raros desde el principio.
—Por la zorra de su madre —gruñó Joe.
Después de eso, hubo algunos susurros, pero Grace ya no escuchaba; luchaba por no perder la compostura.
Por desgracia, su estómago no cooperaba. Le ardía y dolía mientras ella pensaba en las cosas que había hecho con aquellos hombres cuando eran adolescentes.
Había intentado compensar por los errores pasados desde entonces. Pero no era suficiente, ¿verdad? Nunca era suficiente.
—Ve a saludarla, Joe —dijo Tim—. A lo mejor te la puedes tirar aquí mismo. Si le haces gritar de placer, tal vez te diga lo que le pasó a tu tío.
Joe hizo una mueca y el hombre que había estado pidiendo en el mostrador se reunió con ellos.
—¿De qué habláis? —preguntó.
Grace no le había visto la cara, pero no hacía falta. Era Kennedy Archer, el más atractivo, más atlético, el más admirado de todos ellos. Lo reconoció al instante, pero no pudo evitar levantar la vista para confirmarlo.
No había engordado ni se había quedado calvo como algunos de sus amigos. Seguía siendo alto y de hombros anchos, de cabello rubio oscuro y hoyuelos en las mejillas. Y según los carteles que había por todo el pueblo, se presentaba a alcalde, con la esperanza de ocupar el mismo asiento que había ocupado su padre tanto tiempo.
Sus ojos se encontraron. Él la miró sorprendido y dejó de tirar de la corbata que intentaba aflojar.
Grace apartó la vista al instante. Las cuatro era la hora menos activa del día en los restaurantes. ¿Cuántas probabilidades había de que Kennedy Archer y su grupo se reunieran en la pizzería cuando estaba ella allí, tal y como hacían cuando ella trabajaba detrás del mostrador a los dieciséis años?
Recordaba que entonces observaba todos los movimientos que hacían ellos, esforzándose por anticiparse a sus deseos, por ser divertida… Tuvo que morderse el labio inferior para reprimir sus emociones. No había entrado en sus planes tener que verlos a todos a la vez, no se había preparado para los sentimientos que eso evocaría en ella. Daba la impresión de que hubieran conseguido meterla de nuevo en la piel de la niña necesitada de afecto que había sido.
¿Cómo podía permitir que ocurriera eso? ¿Por qué no lo había visto venir?
Porque se había centrado demasiado en lo que le importaba como adulta, por supuesto. En Clay, Irene y su hermanastra, Madeline, a la que no había llamado todavía. El instituto quedaba muy atrás, en una época oscura en la que se despreciaba a sí misma más de lo que nadie podía despreciarla.
Comprendió que no podía seguir donde estaba. La bilis le subía desde el estómago y le quemaba la garganta…
Se levantó con toda la dignidad de que fue capaz y se dirigió deprisa a la parte de atrás del restaurante, donde estaban los baños.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, bloqueando las miradas de curiosidad que la habían seguido desde la mesa, se acercó al váter y se dejó caer de rodillas, justo a tiempo de echar lo poco que había comido.