Capítulo 9

—Milord —dijo el mayordomo puntillosamente, aunque sus ojos estaban llenos de temor—, el conde de Moray está abajo y solicita vuestra presencia.

Aidan sabía ya que el señor de las tinieblas estaba en su castillo. Había sentido su presencia oscura y gélida mientras se hundía profundamente en el interior de su nueva amante. La miró con pesar. Yacía bajo una manta; sus rizos rubios cubrían sus hombros desnudos. Era sin duda la mujer más bella de toda Escocia. Su hermosura era arrebatadora… y ahora era suya. En lo tocante a la belleza, Aidan nunca se privaba de nada. Había estado dispuesto a batallar con el padre de la joven por sus favores y a sitiar su castillo si hubiera sido necesario, pero no había hecho falta. El padre de Isabel sabía que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por poseerla. No había habido batallas sangrientas, sólo una rápida negociación. Aidan se encargaría de casar convenientemente a Isabel cuando se cansara de ella y le procuraría una generosa dote. Como MacIver vivía en un señorío colindante con Awe, Aidan la casaría con uno de los señores que le servían. Al final, el padre de Isabel se convertiría en vasallo suyo, y su hija sería la señora de un pequeño castillo.

Aidan se inclinó sobre ella. No estaba saciado, pero la muchacha estaba exhausta.

—Que duermas bien, hermosa mía, te lo mereces —acarició con el pulgar su boca hinchada, aunque habría preferido acariciar sus labios con la lengua.

Los ojos de la muchacha brillaron, llenos de adoración.

—Milord.

Aidan tenía una fama bien merecida de ser un amante de infinita resistencia e idéntica generosidad. Se alejó, muy complacido. Tal vez esta vez fuera distinto. Tal vez esta vez tardara más en aburrirse. Gracias a su maldito padre, su sangre estaba siempre caliente, pero su interés se desvanecía enseguida, indefectiblemente. Isabel llevaba cinco días en Awe. Aidan deseaba poder disfrutar de ella muchos meses, o más incluso, pero sabía que sólo tardaría unas semanas en cansarse de ella.

En realidad no importaba, claro. Habría alguna otra que la reemplazara. Siempre la había.

Estaba claro que no había heredado ni un solo rasgo de su madre, una dama con mucho carácter. Una mujer capaz de una lealtad y un amor imperecederos. No se imaginaba marchitándose por la pérdida de su esposa, como había hecho su madre. Pero ella había amado a su marido, y tras su muerte prefirió enclaustrarse. Él, en cambio, no había querido a nadie hasta hacía poco: ni a su madre, a la que no conocía, ni a sus padres adoptivos, que lo habían criado únicamente porque no habían tenido elección. Pero eso había cambiado con el nacimiento de su hijo, a quien adoraba.

—¿Le digo a Su Excelencia que bajará enseguida? —preguntó Rob, acalorado.

Aidan se quedó callado. Se imaginó por un momento negándose a recibir al hombre más poderoso y peligroso del reino. Disfrutaría desairando a Moray, pero era absurdo hacerlo por algo tan insignificante. Sonrió con frialdad.

—No. Hablaré con él yo mismo.

Se le retorcieron las entrañas mientras bajaba. Nadie le provocaba tanta tensión como el conde de Moray. Odiaba el juego al que jugaban, la guerra que libraban. Pero no quedaba otro remedio. Había, sin embargo, un pequeño consuelo. Moray aún no lo había matado, y Aidan empezaba a sospechar que nunca lo haría. El conde quería doblegarlo a toda costa. Era una cuestión de diabólico orgullo.

Cuanto más se acercaba al gran salón, más frío hacía en el castillo. Estaba acostumbrado, pero se estremeció de todos modos. Y aquel estremecimiento estaba lleno de desagrado y temor.

Moray estaba solo en el salón, admirando un viejo cuadro de John Constable. Nadie sabía su verdadera edad, pero parecía tener unos treinta y cinco años. Era tan bello, con su cabello rubio y sus ojos azules, que las mujeres se peleaban por compartir su cama, a pesar de que rara vez vivían para contarlo. Los hombres competían también por disfrutar de tales «favores».

Vestía al estilo cortesano, con largo manto rojo, calzas carmesíes y jubón corto con faldones. Y llevaba, cómo no, el manto de tartán rojo, negro y oro de los Moray y un sinfín de joyas. Consciente de la debilidad que Aidan sentía por la belleza, Moray había amueblado el salón durante siglos antes de entregarle el castillo de Awe con la esperanza de comprar su lealtad.

Aidan había seguido decorándolo, y el inmenso salón estaba lleno de tesoros de todo el mundo y de siglos muy diversos, incluidos algunos procedentes del futuro.

—Creo que tienes algo para mí —dijo el señor de las tinieblas.

Aidan, que se negaba a dejar traslucir su tensión, había acorazado su mente para que Moray no pudiera leerle el pensamiento. Con todo, el conde había averiguado de algún modo que había encontrado la página perdida en aquella librería de Nueva York. Moray tenía espías en todas partes. Y seguramente espiaba los pensamientos y los sueños de Aidan cuando éste no los protegía.

—Sí, encontré la página de El Cladich. Pero ¿qué gano yo con dártela?

—Seguirás contando con mi favor —dijo Moray suavemente. Sus ojos pálidos brillaban—. Tu conducta temeraria y desagradecida y tu independencia sólo te traerán desgracias.

—Siempre puedes arrancarme la cabeza y librarte de tal estorbo —replicó Aidan. Moray estaba invicto. Seguramente podría decapitarlo antes de que él lograra desenvainar la espada.

Aidan se acercó a la mesa y sirvió clarete en una bella copa de cristal hecha por alguien llamado Baccarat. Le ofreció la copa a Moray, que la aceptó, y se sirvió otra para él.

—Los dos sabemos que nadie me ha vencido. Al final, seré yo quien venza. Y te darás cuenta de que has desperdiciado tus primeros años de vida en la Hermandad. Estás destinado a ser uno de los demonios más poderosos de todos los tiempos. Tu sino es servirme.

Aidan lo saludó con la copa y bebió. No era bueno, pero tampoco era malvado. Había protegido la Inocencia, a pesar de la ambivalencia que sentía hacia sus votos, y seguiría haciéndolo, aunque prefiriera seducirla. Lo que jamás hacía era gozar con la muerte, aunque de vez en cuando su miembro le exigiera a gritos esa satisfacción. Prefería matarse primero. Hasta ese punto odiaba a Moray.

—Los dos sabemos que gozarás mucho más de tu nueva amante si saboreas su vida, si absorbes su poder mientras la posees —murmuró Moray.

Él se puso tenso.

—Sí, pero sólo por un instante —dio media vuelta y se alejó, excitado a su pesar. Se acercó al baúl que había al otro lado del salón. Era de un lugar llamado India, y estaba hecho de plata y oro macizos. Sacó la llave de la cadena que llevaba al cuello, abrió el baúl y entregó a Moray lo que quería: una página de El Cladich sagrado. Tal vez así el señor de las tinieblas lo dejaría de El Cladich en paz.

Aquella página en particular tenía grandes poderes; Aidan había hecho que su sacerdote se la tradujera. El tercer versículo podía devolver la vida a los moribundos, si las heridas eran de espada o de un arma semejante, como una daga o un cuchillo. Teniendo en cuenta cómo eran casi todas las batallas, no podía haber una página más importante en todo el libro de la sanación.

Moray agarró la página sin perder un instante. Pero sus ojos ardían rojos de furia.

—¡Esto no sirve para nada! Su poder ha desaparecido.

Aidan sonrió, complacido.

—Sí, es inútil. Yo mismo lo probé con uno de mis escuderos, que se cayó sobre su espada y se atravesó al instante. Pero murió como resultado de la herida.

Moray dejó caer el pergamino.

—¿Pretendes engañarme?

A Aidan se le aceleró el corazón.

—Lo encontré en la librería. No es culpa mía que sea inservible. Creo que es una falsificación.

Moray sonrió. Sus ojos refulgían aún.

—Has jugado conmigo, y has disfrutado del juego.

Aidan se tensó, consciente de que su miedo aumentaba. Temía a Moray, pero no temía morir, aunque prefería seguir viviendo.

—No me has preguntado si tenía poder —se encogió de hombros.

Moray alargó el brazo y tocó su mejilla. Aidan se puso rígido. El conde se inclinó tanto que sus labios le rozaron la piel.

—Entonces me llevo a la chica —y añadió, su boca como una caricia—: Esta vez.

Aidan se apartó, horrorizado. Había entendido la amenaza. Moray se llevaría a Isabel, la probaría, copularía con ella y la mataría, gritando de placer al hacerlo. Y ella moriría gozando.

Esta vez…

La próxima, se llevaría a su hijo.

Aidan montó en cólera. Agarró la empuñadura de la espada y se aprestó para la batalla. Su corazón latía con violencia. Era su deber proteger a su amante, pero por su hijo sería capaz de morir. Moray era mucho más poderoso que él y su victoria era segura, pero si los Antiguos le perdonaban todos sus pecados, tal vez descubriera un nuevo poder. Moray no debía escapar indemne. Sin duda el noble Malcolm de Dunroch defendería a su hijo de las tinieblas.

Una criada con la que a veces se acostaba, una muchacha de quince años muy bonita, entró apresuradamente en el salón. Tenía los ojos vidriosos y Aidan comprendió enseguida que estaba en trance.

—Mi señor —se arrodilló delante de Moray.

Aidan desenvainó la espada.

—¡No!

Moray miró a la muchacha y ella se desplomó lentamente. Aidan no tuvo que arrodillarse a su lado para saber que estaba muerta. Tan grande era el poder del conde que podía segar la vida de una persona en lo que tardaba en latir un corazón.

Moray se volvió, pero no parecía saciado. Sus ojos rojos ardían de lujuria.

—Una pequeña advertencia. Pierdo la paciencia con cada luna.

Aidan respiraba trabajosamente.

—Algún día, alguien te mandará al infierno.

Moray se rió, y una fuerza invisible lanzó a Aidan contra la pared del fondo. No esperaba aquel golpe de energía y no tuvo tiempo de usar su poder para neutralizarlo. Se golpeó la cabeza con la pared de piedra y vio las estrellas.

Cuando las estrellas desaparecieron, Moray se cernía sobre él.

—La próxima vez, Isabel.

Aidan se levantó con esfuerzo.

—He acabado con ella —mintió, teniendo cuidado de vaciar sus pensamientos—. Tendré otra nueva. Puedes llevártela ya.

Moray lo miró fijamente y Aidan comprendió que intentaba introducirse en su mente. Pensó en otra cosa. Moray tenía un poder renovado que se hacía aún más fuerte al llegar al castillo. Pero así era él. Segaba vidas como otros comían pan. Y hasta que se alzara un gran Maestro contra él, seguiría comandando las fuerzas del mal y convirtiendo a Inocentes en demonios para engrosar sus hordas.

—Sigues siendo el mismo necio obstinado —murmuró Moray—. Tanto odio no te conviene. Lo sabes. Yo puedo darte el poder con el que sueñas.

Aidan se tensó. Su única ambición era el poder, pero no por el motivo que todo el mundo creía. El poder era una salvaguarda contra Moray. Era un escudo para él y para su hijo.

—Pronto te inclinarás ante mí, Aidan —sus ojos empezaban a perder su color rojo. Sonrió y se desvaneció en el aire.

Aidan temblaba de rabia y de odio. Se volvió y corrió escaleras arriba para asegurarse de que Isabel seguía donde la había dejado… y de que estaba viva. Estaba tan quieta como una estatua. Aidan se acercó y al tocar su pecho sintió que subía y bajaba al compás de la vida. Su alivio fue infinito.

Se incorporó.

Nunca había odiado a nadie como odiaba a su padre.

 

 

 

Claire no quería ser una prueba para nadie, de ninguna clase. Y menos aún si lo que estaba en juego era el alma de Malcolm. Malcolm tenía que estar equivocado. Si hacían el amor, no perdería el control.

Se apartó de él y se quedó mirando el mar por encima de los muros del monasterio. Era casi increíble lo rápidamente que se había zambullido en aquel mundo nuevo y terrible. Sentía amargura. Se preguntaba si alguna vez volvería a experimentar alegría.

Malcolm se acercó a ella.

—No te preocupes —dijo en tono más ligero, pero con esfuerzo. Claire sabía que quería ofrecerle algún consuelo—. Estás en Iona, muchacha, y sé que es lo que querías. Le preguntaré a MacNeil si puedes ver El Cladich.

Ella se volvió.

—Me gustaría —vaciló—. Malcolm, todo esto es muy extraño. Es casi como si Moray quisiera darte caza.

Los ojos de él brillaron, pero su expresión no cambió. Era imposible de interpretar.

—Eso fue hace tres años, Claire. Ya no quiere cazarme. Ahora busca otras presas.

Claire deseó poder creerlo.

—¿Qué son tres años en la vida de un demonio como él?

Malcolm se puso rígido.

—¿Cuántos años tiene? ¿Quinientos? ¿Mil? —preguntó ella.

—No lo sé. Nadie lo sabe.

Ella estalló finalmente.

—¡Los odio! ¡Los odio a todos! Mataron a mi madre, a Lorie, a miles de mujeres, te quieren a ti también. Salvo porque en tu caso lo que quieren es que te conviertas. ¿Se dice así? ¿Convertirse? ¿Es así como lo llaman cuando un Maestro se deja seducir por el mal? —su rabia no conocía límites.

—Yo no me dejaré seducir por el lado oscuro, Claire —repuso Malcolm, y sus ojos grises brillaron—. Antes me mataría.

—Qué tranquilizador —Claire cruzó los brazos—. Sigo pensando en la vida en mi época. En las indirectas que deja caer Amy cada vez que se da la noticia de otro crimen de placer. ¿Sabe algo? ¿O sólo es una conjetura?

—No conozco a tu prima, Claire.

—MacNeil dice que voy a volver a casa. Pero no ha dicho cuándo.

Malcolm desvió la mirada, con el rostro crispado. Ella lo agarró del brazo.

—Cuando vuelva, tendré que proteger a mi prima y a sus hijos de algún modo. Tendré que decirles la verdad sobre el mal.

Malcolm la agarró del codo. Sus ojos centelleaban.

—¿Y cómo piensas protegerlos, Claire?

Claire titubeó. Era una buena pregunta.

—¿Puedes enseñarme a luchar… no, a matar a esos cerdos?

Él se quedó parado. Su pregunta parecía haberle disgustado.

—Creo que no.

Pero Claire apenas lo oyó. Ahora que entendía el mundo en el que vivía, tenía que aprender a defenderse. Aquél era un mundo en guerra, y Malcolm tenía razón. No había lugar seguro donde esconderse. Estaba aterrorizada, pero resistir era mejor que esconderse. Sin duda, con un poco de habilidad y mucho ingenio, un ser humano podía vencer a los demonios.

Malcolm estaba espiando sus pensamientos.

—¡No! Eres una mujer, y además mortal. ¡No tienes poderes!

Ella se dio cuenta de que no había elección. O actuaba o moriría, literalmente.

—Mataron a Lorie y a mi madre. Soy fuerte. Enséñame a matar demonios. Tú mismo has dicho que Moray dispensa el poder de El Duaisean. ¿Por qué no puedo recibir poderes yo también?

—¡Somos Maestros, no magos! Nosotros nacemos con nuestros poderes, Claire. ¡Los llevamos en la sangre! Y no tenemos El Duaisean, lo tiene Moray. Y aunque lo tuviéramos, sus poderes son para los Maestros y sólo para los Maestros —exclamó, acalorado—. Tal vez puedas matar a algún Deamhanain menor, como lo hiciste el otro día. Incluso podrías matar a Sibylla. Pero un verdadero Deamhan como Moray te leería el pensamiento. Si lograras atacarlo, tendrías que paralizar su mente; si no, te chuparía la vida hasta dejarte seca, y se reiría mientras tanto.

Claire tembló. Había captado el mensaje implícito. Además, la seducirían sexualmente.

—¿Cómo puedo detener la mente de un demonio poderoso?

—Bien, veamos —dijo él, burlón—. Puedes blandir una espalda y decapitarlo, o atravesarle el corazón.

A los demonios había que matarlos en el acto, pensó ella.

—¿Y si consiguiera dejarlo inconsciente? Entonces no podría hacerme entrar en trance, ni matarme.

—¡No! No voy a permitir que luches contra demonios. De eso me encargo yo.

«Y un cuerno», pensó Claire.

—Enséñame a usar una espada.

—¡Para eso hacen falta años de práctica! Y además no tienes fuerza para decapitar a un hombre.

—Maldita sea —dijo Claire—. Qué mierda —pero podía hacerlo. Podía seccionar una arteria carótida. Podía perforar un corazón. O unos pulmones. Podía cortar muñecas. No había otro remedio—. Voy a hacerlo, Malcolm, con tu ayuda o sin ella.

—No debí decirte la verdad.

Era demasiado tarde, pensó Claire. Las imágenes destellaban en su cabeza como fogonazos. El mundo medieval, el mundo moderno. Un mundo en guerra. Demonios y Maestros…

En su cabeza comenzó a formarse una idea espantosa. Con los ojos muy abiertos, miró a Malcolm.

—Malcolm…

Él la miró con desaliento.

—Quiero encontrar al demonio que mató a mi madre.

 

 

 

Claire siguió a MacNeil por la corta nave de la capilla, situada detrás de la iglesia y apartada de ella. No se había fijado en la capilla al entrar en el monasterio. El edificio de piedra tenía siglos de antigüedad. Su techo era bajo y redondeado. Claire vio enseguida el sagrario.

Detrás del lugar donde en otro tiempo había estado el altar, había un entrante practicado en la pared de piedra, y en él un antiguo relicario de hierro, adornado en oro con diseños celtas. A Claire se le aceleró el pulso. Al acercarse al sagrario entre el eco de sus pasos, cobró conciencia del poder y la belleza que envolvían la capilla como un manto pesado y tangible, adensando el aire.

Dudó cuando MacNeil se aproximó al relicario. Había algo tan profundo y silente en aquella iglesia, tan vasto y sobrecogedor… Y, si no era la presencia de Dios, ¿qué era? Miró a MacNeil a los ojos y él le sonrió. Parecía saber lo que estaba sintiendo. El techo era tan bajo que tenía que encorvarse.

—Los Maestros pronuncian sus votos aquí, Claire. Estás sintiendo más de ochocientos años de poder y gracia divina.

Claire nunca había sido religiosa, pero MacNeil tenía razón.

—¿La Hermandad surgió cuando San Columba fundó el monasterio en el siglo VI? —preguntó.

Él enseñó sus hoyuelos.

—No. Ha habido Maestros desde el principio de los tiempos. Pero el santuario se trasladó a Iona con el gran santo.

Ella miró de frente el sagrario mientras MacNeil sacaba una llave del anillo que llevaba sujeto con una cadena al cinturón y abría el relicario, levantando la tapa para dejar al descubierto El Cladich. Claire se acercó y contuvo el aliento.

El Cladich que se exhibía en Dublín era un manuscrito. Ella estaba mirando un libro encuadernado, con la tapa adornada con cientos de gemas resplandecientes: rubíes, zafiros, esmeraldas y citrinas. Un candado de oro cerraba las páginas.

—Es precioso —susurró.

—Sí.

Claire lo miró con la mente acelerada.

El Cladich de Dublín… es una copia hecha por San Columba. Éste es el auténtico, ¿verdad?

MacNeil sonrió.

—Las páginas las escribimos nosotros en Dalriada, muchacha, antes de que San Columba naciera siquiera.

«Oh, Dios mío», pensó Claire, maravillada.

—Y se encuadernó hace poco —no era una pregunta. Los libros encuadernados eran un invento medieval.

—Hace un siglo —MacNeil quitó la llave del candado y abrió el libro.

El corazón de Claire se desbocó. Enseguida vio que las páginas eran de pergamino, de cuero finamente tratado para afinarlo, ablandarlo y preservarlo.

MacNeil estaba leyéndole el pensamiento, porque dijo:

—Es de piel de toros sagrados. Los Antiguos les dijeron a los chamanes cómo cuidarlo cuando nos otorgaron su poder y su sabiduría.

Claire se pasó la lengua por los labios.

—El libro no durará eternamente. Hay que colocarlo en un ambiente estéril, con el nivel de humedad justo.

MacNeil le sonrió.

—El libro está bendecido por los dioses, muchacha. Es eterno.

Claire esperaba fervientemente que tuviera razón. Se acercó un poco más. Como la copia que se exhibía en el siglo XXI, estaba escrito en antiguo gaélico irlandés. No había espacios entre palabras, y estaba decorado con dibujos de clarines, espirales y cenefas que distorsionaban las letras. No podía apartar la mirada. Estaba mirando una reliquia celta sagrada: una reliquia cuya existencia ignoraban sus contemporáneos.

Ansiaba leer el libro, pero, como no sabía gaélico, no podía. Lo mejor sería recurrir a un traductor.

—Léemelo, MacNeil. Sólo una página.

Los ojos de MacNeil se agrandaron.

—Está prohibido. Pero eso ya lo sabes.

Ella miró lentamente sus intensos ojos verdes.

—Los historiadores creen que El Cladich se usaba antes de entrar en batalla para dotar de poder a los ejércitos. Si no recuerdo mal, un escocés lo llevó al campo de batalla y luego se lo disputaron los clanes.

—Se equivocan. Un Maestro lo llevó a la batalla hace siglos. Y un demonio luchó con él para arrebatárselo.

—Claro… —murmuró Claire. La historia se había malinterpretado.

—Tú eres sabia, Claire. No necesitas la sabiduría de El Cladich.

Ella volvió a mirarlo.

—Necesito poder. Necesito un poder como el que tenéis vosotros para poder cazar demonios. Para cazar al demonio que mató a mi madre.

—Lo siento, muchacha, pero no puedo darte esos poderes. Sólo el diablo puede.

Claire se estremeció.

Él la miró de soslayo, cerró la tapa enjoyada del libro y echó la llave. Deslizó luego el libro en el relicario y también lo cerró.

La sabiduría era aún más fuerte que el poder, pensó Claire. Habría deseado poder librarse de MacNeil y abrir el cofre y el libro. Como no podía leerlo, tocaría sus páginas y rezaría. Tal vez así el libro le revelaría cómo encontrar a su enemigo. Y quizá le concedería también la sabiduría necesaria para derrotarlo. Pero no iba a intentar romper el candado de una reliquia tan sagrada. Necesitaba la llave. Miró a MacNeil, preguntándose si podría engatusarlo y quitarle la llave.

Él sonrió.

—Ah, muchacha, me encantaría que me engatusaras, pero aun así no podrías robarme la llave. Estás en trance. Te sentirás mejor cuando salgas del santuario —le puso la mano sobre el hombro—. Tengo que hablar con Malcolm. Quédate aquí, si lo deseas. Confiamos en ti, muchacha.

Claire asintió con la cabeza. Los ojos verdes de MacNeil tenían una expresión cálida y divertida cuando bajó la mano y se marchó.

Ella temblaba. Había pensado en profanar un santuario sagrado. No quería que El Cladich la hechizara, pero le costaba pensar con claridad. El poder y la gracia divina que envolvían la capilla le parecían más intensos aún que antes.

No vaciló. Se acercó y pasó las manos por el cofre de hierro adornado con filigranas de oro. Iba a encontrar al demonio que había matado a su madre y a matarlo, o moriría en el intento… con poder y sabiduría, o sin ellos.

Pero un poco de ayuda no le iría mal.

Hacía años que no rezaba. Había decidido hacía mucho tiempo que Dios no se preocupaba por ella y por sus problemas. Pero de pronto tenía la impresión de que sí.

Le palpitaban las sienes. Bajo su mano, el cofre de hierro también parecía palpitar, y el colgante de su madre ardía sobre su pecho. Susurró:

—¿Por eso estoy aquí? ¿He venido a ayudar a los Maestros de algún modo? Si es así, ¿se supone que debo utilizar mi intelecto… mis conocimientos? ¿O empuñar las armas y combatir al enemigo como hace Malcolm? —respiró hondo—. Necesito ayuda. Ayúdame. Ayúdame a encontrar la fortaleza, el valor, para combatir el mal. Y, por favor, protege a Amy, a John y a los niños —se mordió el labio, pensando en Malcolm. Tenía el corazón acelerado—. Socorre a Malcolm, te lo ruego. Ayúdalo a luchar contra el mal. Y a permanecer al amparo de tu luz.

Sintió que la capilla daba vueltas como un carrusel.

—Faola… Si me estás escuchando, gracias por enviarme a Malcolm —titubeó. ¿Creía en la diosa?—. Ayúdanos a los dos. Ayúdanos a combatir el mal, ayúdanos a luchar contra Moray —se estremeció. Moray también era hijo de Faola, si todo aquello era cierto—. Y si es mucho pedir, ayúdame a tomar la decisión correcta. Quiero ayudar a Malcolm, no hacerle daño.

Tenía una última petición.

—Una pizca de superpoderes tampoco me vendría mal —hizo una mueca—. Amén.

Se quedó mirando el relicario, que se había emborronado, como el resto de la capilla. Intentó respirar despacio, profundamente, y procuró calmarse. El ambiente en la capilla era sofocante. Luego, de pronto, el aire pareció aligerarse.

Claire se dio cuenta de que el relicario ya no ardía bajo sus manos y se sintió más ligera. Sintió que Dios la había escuchado. Y quizá también la diosa.

—¡Alto!

Claire se quedó paralizada al oír aquel grito en francés.

—Aparta las manos del cofre.

Claire se volvió lentamente.

Frente a sí había un gigantesco highlander. Moreno y guapo, en sus ojos brillaba la ira de los dioses. Exudaba autoridad y peligro. Tenía la mano sobre la empuñadura de su enorme espada. Claire sabía que no vacilaría en usarla.

—Apártate.

Claire obedeció.

—MacNeil me dijo que podía pasar unos minutos aquí sola. Necesitaba rezar.

Los ojos del highlander se agrandaron. Eran verdes como la primavera, más claros que los de MacNeil.

—Eres americana.

Claire se sorprendió. ¿Había viajado aquel hombre a su país en su época?

Pero él no se había relajado. Su fuerte semblante parecía lleno de sospecha. Hizo una seña.

—Acércate.

Claire se acercó.

—Estoy con Malcolm de Dunroch —dijo enérgicamente. Aquel hombre parecía tener unos cuarenta años, lo cual significaba que era mayor que MacNeil, ¿no? Sus ojos eran duros, terriblemente duros. Daba la impresión de no haber sonreído nunca, ni una sola vez en su larga vida. A su lado, Malcolm, Royce y MacNeil parecían tres chiquillos encantadores.

Él entornó los ojos y la miró rápidamente. Después clavó la mirada en su garganta. La miró a los ojos.

—Si eres amiga de Malcolm y si MacNeil te ha dejado quedarte aquí sola, sólo puedo aconsejarte que no toques el relicario.

—Me marcho.

—Eres de un país extranjero, pero llevas un colgante escocés.

Claire se quedó de piedra. Tocó su colgante, que estaba de nuevo caliente. Primero, Malcolm parecía haber sentido fascinación por la piedra, y ahora también aquel desconocido.

—Sí. Era de mi madre. ¿Quién eres?

—Ironheart de Lachlan.

Al ver que no añadía nada más, Claire dijo, intranquila:

—Debería irme. Seguro que Malcolm me está buscando.

—¿Cómo consiguió tu madre esa piedra?

—No lo sé.

—¿Puedo verla?

Claire se envaró. Rara vez se quitaba el colgante y, cuando se lo quitaba, era sólo para limpiarlo y sacarle brillo. No quería que aquel desconocido lo tocara.

—Señora… —él sonrió. Sus ojos habían adoptado una expresión cálida y amistosa—. Tal vez deba presentarme como es debido. Soy Ironheart, conde de Lachlan, un viejo amigo de Malcolm —su tono se había suavizado y Claire no tenía ninguna duda de que a menudo lo usaba para seducir a mujeres y llevárselas a la cama.

—Yo soy Claire… Lady Claire Camden —se corrigió, relajándose.

Él asintió mientras le sostenía la mirada.

—Mi hermano tenía una piedra muy parecida a ésa. Se la robaron. No puedo menos que preguntarme si es la misma —su mirada se volvió intensa.

Claire estaba pasmada. Le resultaba imposible apartar los ojos.

—Me gustaría ver la piedra más de cerca —murmuró él. Aunque mirada se volvió como el humo, siguió siendo directa y penetrante—. Sé que no te importa dármela, Claire Camden.

¿Por qué iba a importarle?, se preguntó ella. Acercó las manos al cierre, lo desabrochó y le entregó el collar.

Al levantar él el colgante hacia la luz, la niebla se disipó. Claire se dio cuenta de que había caído en trance y sacudió la cabeza para despejarse. ¡Acababa de entregarle el collar de su madre a un desconocido de la Edad Media! El poder hipnótico de Ironheart era mucho más intenso que el de Malcolm. Ella ni siquiera había podido pensar en lo que le estaba pidiendo hasta que él había apartado la mirada. Se mordió el labio, trémula.

Ironheart le devolvió el collar y sonrió con desgana. Sus ojos tenían una expresión suave.

—No es el de mi hermano, pero sería un milagro que lo fuera —dijo tranquilamente, aunque tenía una mirada inquisitiva.

Claire volvió a ponerse el collar y esquivó sus ojos.

—Malcolm me está buscando —dijo con firmeza, ansiosa por alejarse de aquel hombre. Tenía tanto poder… Pero ¿acaso los demonios no tenían aquel mismo poder? Ella no debía bajar nunca la guardia, ni en aquella época, ni en ninguna otra.

—Te llevaré con él —dijo Ironheart—. Será un placer.

 

 

 

—Si Aidan tiene la página de El Cladich, confío en que la traiga aquí —dijo MacNeil. Los dos hombres estaban dando un paseo por el huerto, donde nadie, ni siquiera otro Maestro, podía oírlos.

—Yo no estoy tan seguro —contestó Malcolm sin inflexión—. Quiero ir a Awe inmediatamente.

—Dale a Aidan la oportunidad de entregar la página —dijo MacNeil suavemente, pero era una orden y ambos lo sabían.

—¿Cuántas oportunidades vas a darle antes de convencerte de que es tan malvado y retorcido como Moray?

—¿Lo crees de veras?

Malcolm se crispó. Lo cierto era que no sabía qué pensar del Lobo de Awe. Aidan había jurado respetar el Código, pero a menudo se saltaba sus mandamientos y actuaba movido por sus propias ambiciones. Moray, su padre, le había entregado el castillo de Awe forjando de ese modo una alianza con su hijo rebelde, pero Aidan parecía haberle dado la espalda y, tras casarse con una gran heredera, había extendido enormemente sus tierras y su poder. Nadie sabía con certeza si apoyaba o no a Moray. Su mujer había muerto hacía unos meses al dar a luz, pero su hijo había sobrevivido. Malcolm sabía que Aidan encontraría otra heredera, y pronto. Había logrado, además, convencer al rey de que le transmitiera el título de su esposa, a pesar de que éste debería haber pasado directamente a su hijo. Ahora, Aidan era conde de Lismore.

Lo que Malcolm sí sabía era que Aidan no era de fiar.

—Aidan puede traerte la página bajo mi protección, con mi escolta, o puede entregármela. De un modo u otro, la tendrás —Malcolm hablaba muy en serio. Estaba deseando enfrentarse a él.

—Veo que sigues estando muy resentido con él. ¿Cuándo vas a hablar de lo que de verdad te interesa? ¿De esa mujer tan bella? —MacNeil sonrió con sagacidad llena de humor.

A Malcolm se le inflamó la sangre en las venas. No podía controlar su mente, su deseo, ni sus erecciones. Dentro de unas horas oscurecería…

—Sé lo que deseas preguntarme, Malcolm —dijo MacNeil, riendo.

Malcolm lo miró, enfadado.

—¿Te reirás cuando me lleve a esa mujer a la cama y amanezca muerta?

La sonrisa de MacNeil se desvaneció.

—No has caído en la tentación ni una sola vez desde Urquhart. ¿Por qué crees que esta vez vas a perderte en las tinieblas? Probaste el placer demoníaco una vez. Puedes controlar el impulso de volver a probarlo.

Malcolm sabía que se había puesto rojo.

—Temo que mi lujuria sea diabólica —contestó—. Porque la deseo más de lo que he deseado nada ni a nadie. Creo que, cuando esté dentro de ella, querré algo más que su cuerpo.

—Pues tendrás que luchar contra la tentación —dijo MacNeil con sorna—. ¿No?

—¡Te estás burlando de mí!

—Sí, así es. Ve a follarte a una criada. Tal vez eso te ayude.

—¡No quiero a otra! Y sé que tienes el poder de ayudarme, MacNeil —estaba tan enfadado y tan frustrado que sentía ganas de golpearlo, pero se contuvo—. Aunque puedes que estés pensando en negarme ese favor, como yo te he negado los suyos.

Los ojos de MacNeil se agrandaron, llenos de burlona inocencia.

—¿Alguna vez nos hemos peleado por una mujer?

Malcolm lo miró con fijeza. Por fin dijo en tono de advertencia:

—Yo jamás pelearía contigo. Pero ella es mía.

MacNeil suspiró, pero sus ojos brillaron.

—Eres joven y fogoso, y yo apenas recuerdos esos tiempos. ¿Qué clase de poder crees que tengo?

—El poder de despojarme de mis poderes, aunque sólo sea por un día y una noche. Busca algún conjuro.

MacNeil sonrió.

—Te veo muy ansioso, muchacho —rió—. ¿No puedes pedírmelo amablemente? ¿Y no puedes conformarte con una hora?

Malcolm se quedó de piedra. ¿MacNeil pretendía suspender su poder de arrebatar la vida sólo una hora? ¿Estaba loco? Eso era peor que negarse a hacerlo. Malcolm prefería evitar a Claire por completo que pasar sólo una hora con ella.

—¿Acaso quieres que te lo suplique?

MacNeil se puso serio.

—Malcolm, sé que estás tan ansioso como un muchacho sin experiencia. Puedo suspender tu poder. Pero ¿por un día y una noche? ¿Has perdido el juicio? ¿Te ha robado la razón esa mujer? Estarías indefenso contra Sibylla y los suyos, y más aún contra Moray. Y él sentirá tu debilidad si pasas tanto tiempo sin tus poderes.

—Una hora no es suficiente. Y he perdido la paciencia —nunca había hablado tan en serio. Necesitaba tener a Claire debajo de sí. Quería saborear sus labios, su piel, su sexo, hundirse en su carne tensa, húmeda y caliente y pasar allí toda la noche. Quería que se corriera cien veces. Podía imaginárselos juntos. El deseo de Claire estaría a la altura del suyo: caricia por caricia, clímax por clímax. Lo sabía—. Necesito ese conjuro ahora —dijo, ofuscado.

Cuando por fin estuvieran saciados, la estrecharía entre sus brazos hasta que rompiera el día. Tal vez ella quisiera contarle más cosas de su mundo. Tal vez pudieran hablar tranquilamente de cosas sin importancia, como si el mundo real y todas las cargas que Malcolm llevaba sobre sus hombros no existieran. Tal vez Claire pudiera explicarle por qué en su época las mujeres iban vestidas con trapos y minúsculas tiras de tela. Sonrió.

—Si estás empezando a enamorarte de esa muchacha, conviene que pienses cuidadosamente lo que eso implica —dijo MacNeil con suavidad, atajando sus pensamientos.

Lo había estado espiando. Malcolm no era un caballero. Su interés por las mujeres era muy elemental. Mantenía a las que se hallaban bajo su protección y seducía a las que deseaba. Charlar y abrazarse cálidamente nunca había formado parte de sus relaciones con las mujeres.

—No te encariñes con ella. La utilizarán contra ti. Te debilitará.

—No me he encariñado con ella —Malcolm estaba inquieto—. ¿Le has dicho a Claire que va a volver a su época? —mantuvo su mente cerrada para que MacNeil no pudiera espiar sus pensamientos. No debería importarle, pero le importaba.

—Sí —contestó MacNeil, mirándolo atentamente—. Tal vez deberías evitar seguir por ese camino.

—¿Por qué camino? —preguntó Malcolm con los puños cerrados.

MacNeil poseía el don de la clarividencia. A veces se negaba a manifestarse, pero cuando se manifestaba, jamás se equivocaba. Por más que Malcolm protegiera a Claire, por más que la hiciera gozar en la cama, ella acabaría por abandonarlo.

Apenas podía creerlo.

—Olvídate de lo que tienes entre las piernas —dijo MacNeil, pero se echó a reír: ningún Maestro olvidaba nunca sus deseos.

Malcolm pensó en servirse de los puños para borrar su sonrisa.

—¡Estás tan empeñado…! —exclamó MacNeil—. ¿Cómo no voy a reírme? Sólo es una mujer, Calum. Bastante bonita, sí, pero hay miles como ella.

—¿Harás el conjuro?

—Sí, lo haré, porque siento lo mucho que estás sufriendo —sonrió de nuevo.

Luego se puso absolutamente serio. Apoyó las manos sobre Malcolm y empezó a murmurar en una lengua antigua que Malcolm no entendía. Cuando acabó, lo soltó y sonrió.

—Puedes empezar a hacerle el amor cuando salga la luna, pero el conjuro dejará de funcionar en cuanto raye el alba.

Malcolm asintió con la cabeza. Empezaba a sentir una excitación salvaje.

—Estoy en deuda contigo.

—Y yo te la cobraré —MacNeil miró más allá de él. Malcolm siguió su mirada y vio que Claire había entrado en el patio, más allá del huerto. Se le aceleró el pulso. Unas horas después, podría hacerle el amor tan apasionadamente como quisiera.

Vio que iba acompañada de Ironheart. Aunque Malcolm no conocía muy bien a aquel hombre enigmático, su reputación lo precedía y Malcolm sentía por él un enorme respeto. Salió del huerto muy satisfecho, junto a MacNeil, y al hacerlo escudriñó los pensamientos de Claire. Enseguida percibió su inquietud.

—Es un amigo, muchacha —dijo cuando se acercaron.

Claire le lanzó una leve sonrisa. «Quiero hablar contigo a solas». Y luego: «¡He visto El Cladich!».

Leerle el pensamiento era bueno, no malo, y Malcolm no entendía por qué ella siempre se enojaba cuando lo hacía. La emoción de Claire hizo que algo se ablandara dentro de su pecho. Miró a Ironheart.

Hallo a Alasdair.

Hallo a Chaluim —contestó Ironheart.

Luego, Malcolm volvió a hablar en inglés.

—Partiremos hacia Awe en cuanto resuelva los asuntos que me han traído aquí.

Ironheart parecía interesado.

—¿Desde cuándo visitas al Lobo? No sabía que fuerais amigos.

—No lo somos —contestó Malcolm suavemente, pensando en la página que sin duda Aidan tenía en su poder. Si podía convencerlo de que fuera con ellos, Ironheart podía ser un aliado muy útil, en caso de que Aidan no estuviera dispuesto a entregar la página sagrada.

Ironheart lo entendió de inmediato.

—Puede que retrase mi vuelta a Lachlan.

Malcolm sonrió.

—Confiaba en que dijeras eso.

Ironheart sonrió a Claire con una inclinación de cabeza y MacNeil y él entraron en la casa del monasterio, dejándolos fuera, a solas.

Claire se quedó mirándolos, inquieta.

—Espero que eso no signifique lo que creo.

—Sí, muchacha, vendrá con nosotros a Awe —al ver su expresión reconcentrada, le acarició el hombro, consciente de que lo que de verdad quería era abrazarla—. Me vendrá bien su ayuda, si he de enfrentarme a Aidan.

Claire palideció.

—¿Aidan está en Awe?

—Sí —ella le leyó inmediatamente el pensamiento—. No es un Deamhan, muchacha. Él también es un Maestro.

Los ojos de Claire se agrandaron.

—¡Pero intentasteis mataros el uno al otro!

—Es un renegado. No obedece el Código. No tiene conciencia, ni corazón. No me fío de él. Es tan probable que se la entregue a Moray como a nosotros.

—¡Genial! ¡Un Maestro que se está convirtiendo! —exclamó ella. Se frotó las sienes. Malcolm las sentía palpitar. Claire estaba asustada y preocupada por él, y no sólo porque fuera a enfrentarse a Aidan. Tenía miedo de Moray… como era lógico.

Pero su preocupación satisfacía enormemente a Malcolm. Quizá esta vez MacNeil se equivocaba respecto al futuro.

—Me alegra mucho que te preocupes por mí, muchacha, aunque sea sólo un poco —dijo a media voz, estrechándola entre sus brazos. Sintió sus caderas y sintió ganas de gemir. Pero no lo hizo.

Ella, sin embargo, notó que estaba excitado. Sofocó un gemido de sorpresa y buscó su mirada.

Malcolm se enorgullecía de su erección.

—Sí, te deseo, muchacha —murmuró, y deslizó las manos por su fuerte espalda. La atrajo hacia sí. Su miembro latía con ansia creciente contra la tripa de Claire. Deseó estar de vuelta en Dunroch y que hubieran pasado las horas. Sabía que Claire estaba lista para él: sentía que su deseo se expandía a velocidad vertiginosa.

Pero también sentía que su mente giraba en círculos, intentando decidir si debía entregarse a él o no. Y, como aún no lograba controlarse, la soltó.

—No te haré daño, Claire.

Ella respiraba agitadamente.

—No es eso.

Titubeó y él la sintió pensar, no sobre el hecho de que él hubiera pasado muchas noches en la cama con otras mujeres sin perder el control, sino en su propia incapacidad para defender de él su corazón, si compartían la cama. Temía enamorarse de él. Pero Malcolm ya le había dicho que no le importaba. Le gustaría que lo hiciera. Jamás entendería su miedo a quererlo, porque era un señor poderoso y otras mujeres se enamoraban de él encantadas. No les importaba disfrutar de sus favores una breve temporada.

Y jamás entendería su absurda necesidad de amar a un hombre para acostarse con él.

—No te arrepentirás —dijo, mirándola a los ojos con una sonrisa—. Pienso hacerte gozar enormemente. Como tú prefieras, muchacha.

Ella agrandó los ojos y Malcolm sintió arder su cuerpo. Había tanto deseo en ella que no podía soportarlo.

Se inclinó hacia ella y tocó su cara.

—Te gusta que te hable de ello, ¿verdad? No lo niegues, muchacha. MacNeil ha dejado en suspenso mis poderes por esta noche. Puede que tardemos mucho tiempo en disponer de otra noche como ésta. Necesito estar dentro de ti, y tú necesitas sentirme dentro. Necesito verte gozar, Claire, y necesito oír cómo te corres.

Ella asintió con la cabeza y Malcolm la sintió estremecerse por dentro: podría penetrarla allí mismo, en aquel mismo instante.

—Regresaremos a Dunroch en cuanto vuelva la barca —murmuró. Luego la abrazó. No podía pensar con claridad; era como un adolescente.

Ella gimió y le echó los brazos al cuello.

—Qué bien, Malcolm.

Él la besó, triunfante.