Capítulo 19

Mientras se dirigía a los aposentos de la reina, Malcolm pasó únicamente ante un puñado de nobles de aire solemne y unos pocos soldados taciturnos. Era aún temprano, el sol luchaba por levantarse y fuera el cielo comenzaba a sonrosarse. Seguramente, la noche anterior los festejos se habían prolongado hasta la madrugada.

Malcolm ignoraba qué deseaba la reina, y temía que aquella llamada tuviera que ver con Royce. Como ya no podía negar su preocupación por Aidan, se sentía terriblemente presionado. Pero le habían dado permiso para marcharse al ser puesto en libertad. Cuanto antes alejara a Claire del palacio, tanto mejor.

Vio salir a Royce de los aposentos de la reina. Dos guardias cerraron la puerta tras él y se quedaron apostados junto a la entrada. Royce también lo vio, y pareció sorprenderse.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

Malcolm lo miró brevemente y llegó a la conclusión de que estaba de una pieza.

—Me han mandado llamar. Imaginaba que habías hecho enfadar a Su Alteza.

Royce sonrió.

—Su Alteza está muy satisfecha y duerme profundamente. Dudo que se levante antes del mediodía.

Malcolm lo miró fijamente.

—Pero la reina me ha hecho llamar.

La sonrisa de Royce se disipó.

—Malcolm, acabo de dejarla. Y ha ordenado que nadie la moleste hasta que se levante.

Malcolm comprendió entonces que aquel aviso era una trampa.

—¡Claire! —dio media vuelta y corrió por el pasillo, seguido por Royce.

Subió a toda prisa dos tramos de escaleras. La puerta de su aposento estaba cerrada, pero supo antes de abrirla que Claire no estaba allí. Al abrir la puerta, notó el intenso frío que hacía dentro.

Moray se la había llevado.

 

 

 

Claire se despertó.

Yacía sobre un frío suelo de piedra. Tardó un momento en orientarse. Parpadeó, comprendiendo que estaba en una torre redonda. Por el aspecto del cielo gris, allá fuera, dedujo que se hallaba a gran altura sobre el paisaje circundante. Recordaba que Moray había entrado en su aposento de palacio, con aquella sonrisa aterradora, y que luego todo se había vuelto negro.

Arañó la piedra. De pronto recordaba todo lo sucedido la noche en que su madre fue asesinada.

Moray era el demonio que se introdujo en su casa de Brooklyn aquella noche. Era el demonio que abrió la puerta del armario y la tomó de la mano. El demonio que le dijo que volvería a buscarla.

Se atragantó con su propia bilis, llena de miedo. Ya no creía en las coincidencias. En aquel momento sobrecogedor comprendió que Moray era el asesino de su madre; que era el demonio al que ella ansiaba dar caza y destruir para vengar a su madre.

Comenzó a temblar convulsivamente. Pero era Moray quien le había dado caza a ella.

Se puso a gatas y vomitó.

¿Era a Malcolm a quien quería Moray… o a ella?

Se levantó despacio. Su puñal y su revólver habían desaparecido. Estaba indefensa.

Pero habría estado indefensa incluso con aquellas armas, porque no habrían podido salvarla de lo que tenía pensado para ella.

Comenzó a respirar hondo. El miedo no le serviría de nada. Miró a su alrededor. La torre era más grande que la de Awe, pero en ella sólo había una mesita, dos sillas y un camastro. Grabado en una pared había un símbolo que Claire reconoció de inmediato: el símbolo universal del mal y el diablo. Una estrella de cinco puntas dentro de un círculo.

Sobre la mesa había un jarro. Claire supuso que contenía agua o vino, pero no pensaba acercarse a él.

Se acercó a una de las dos ventanas. Saltaba a la vista que la torre tenía siglos de antigüedad, y el vano de la ventana era dos veces y media más grande que una tronera. Miró fuera y vio por qué las ventanas eran tan grandes que por ellas cabía un hombre menudo.

Se elevaban treinta metros por encima del bosque. Nadie podría escalar la torre para entrar allí. El castillo se alzaba sobre acantilados cortados a pico y, allá abajo, el bosque de pinos era denso e impenetrable.

Hacía un día gris y ventoso. Claire notó un olor a salitre en el aire. No estaban muy lejos del mar.

Miró fuera, intentando deducir adónde la había llevado Moray, pero había tanta niebla que no pudo adivinar dónde estaba el sol. Ignoraba dónde se hallaba.

Dudó, temblando de miedo. Luego se volvió de nuevo hacia la ventana. Comenzó a grabar una cruz en la piedra con la uña. Era blanquecina y muy leve, pero extrañamente reconfortante. Necesitaba a Dios. Y a los Antiguos.

Lo sintió llegar.

Se envaró. Aquel frío glacial procedía del otro lado de la puerta de la torre, no del viento, ni del mar. La puerta negra se abrió y entró Moray. Sonrió, sin molestarse en cerrar la puerta.

—¿Dónde estoy? ¿Qué quieres? —preguntó Claire. Y vio que él llevaba la piedra de su madre.

—Estás en Tor, Claire. Mi hogar en las Órcadas.

Los ojos de Claire se agrandaron.

—Tú mataste a mi madre.

—Qué lista eres, Claire. Sí, en efecto. Era tan bella que no pude resistirme —tocó el talismán.

—¿Por qué? —gritó ella con los puños apretados, tan furiosa como asustada—. No fue por azar, ¿verdad? La elegiste por alguna razón.

—Buscaba a Alexander —dijo él suavemente.

Claire tardó un momento en comprender. Su padre se llamaba Alex.

—¿Qué?

—Buscaba a tu padre, Claire, y él me buscaba a mí. Hacía siglos que nos perseguíamos el uno al otro. Él me condujo hasta tu madre. Se conocieron por azar, pero es evidente que, igual que Malcolm, tuvo la osadía de enamorarse. Qué imbécil. Un Maestro ha de saber lo que le conviene.

Claire no podía respirar.

—¡Dime quién es!

—Pero si ya conoces a Alexander de Lachlan. Aunque tengo entendido que lo conoces por el sobrenombre de Ironheart.

Claire dejó escapar un gemido. Aquello era tan sorprendente, tan increíble… Recordó cómo había mirado él la piedra, cómo se había comprometido a ayudarla a luchar, su sorprendente invitación a Isla Negra.

—Oh, Dios mío.

—Los dioses no están aquí, Claire. Ninguno se atrevería a entrar en mi casa.

Claire comenzó a temblar de nuevo.

—Ironheart se aliará con Malcolm para destruirte —gritó ella.

—Dejé de perseguirlo cuando consiguió dominar por completo sus poderes. Son grandes. Sospecho que tú lo has heredado en parte, pero tardarás décadas en controlarlos. A pesar de su poder, Alexander fracasó cien veces al intentar destruirme. Como muchos otros Maestros antes que él, ha concentrado sus esfuerzos en los Deamhanain a los que puede destruir. Aunque viniera en mi busca, no puede derrotarme. No hay Maestro vivo que pueda hacerlo.

Ella se humedeció los labios. Su corazón latía frenéticamente.

—¿Qué es lo que te propones? No creo que te estés tomando tantas molestias por una vieja rencilla con Ironheart. Y sé que tampoco se trata de Malcolm, sino de mí.

—¡Oh, claro que me tomaría tantas molestias para provocar a tu padre! Y me encanta convertir a jóvenes Maestros, Claire. No te confundas. Son los Deamhanain más poderosos cuando maduran. Pero tienes razón. Estaba jugando con Malcolm. No creía que fuera a dejarse dominar por su lujuria, ni por mí. Pero no importa. Hay otros Maestros a los que dar caza. No, es a ti a quien quiero. Lo supe cuando te vi de niña.

Un terrible presentimiento se apoderó de Claire.

—Me mataré antes de permitir que me toques —dijo lentamente.

—No, nada de eso. Porque las hijas de los Maestros tienen un valor especial para mí. Me dan hijos extremadamente fuertes y poderosos. Incluso permitiré que vuelvas junto a Malcolm con mi bastardo. Puedes criarlo y amarlo. Y luego, algún día, lo verás rendirme pleitesía.

—Estás enfermo.

—No, Claire. Soy el diablo.

Claire retrocedió contra la pared. Sacudió la cabeza.

—Tengo muchas caras —dijo él lentamente—. Ven, querida —dijo, y sus ojos empezaron a refulgir, no plateados, sino rojos.

Claire apartó la mirada.

—¡Aidan no es malvado!

—Sí, bueno, puede que tenga algún defecto genético. Su madre es demasiado devota. Creo que ése es el problema. En todo caso, aún no lo he dado por perdido. Nunca me daré por vencido. Es el único de mis muchos hijos que se atreve a desafiarme. Mírame —murmuró.

Claire sabía que Moray estaba a punto de utilizarla, y que su vida no volvería a ser la misma. Aquel hombre había asesinado a su madre. Indefensa, miró sus ojos feroces y empezó a rezar. Y, para su estupor, las palabras que se formaron en su mente no estaban en inglés, ni siquiera en latín, sino en gaélico. Llevaba varias semanas oyendo a los highlanders conversar en su lengua materna, pero no poseía un intelecto prodigioso, ni conocía su idioma. Ignoraba cómo sabía aquella oración, pero entendía cada palabra que decía. Era una súplica a Faola, la diosa de la que Malcolm se consideraba descendiente.

Moray parecía encantado.

—Ella no te ayudará ahora. Por osada que sea, no se atrevería a enfrentarse aquí conmigo. Aquí, mi poder es absoluto. Aquí, los Antiguos me temen.

A Claire le costaba respirar. Por el rabillo del ojo veía la ventana de la torre.

—Ya te lo he dicho, no permitiré que mueras. No vas a saltar. No quieres saltar.

«Sí quiero», pensó Claire. Y procuró acorazar su mente para defenderse de él.

—No puedes impedirme el paso —dijo él tranquilamente, divertido—. Mis poderes son inmensos. Los tuyos dan pena, en comparación.

Ella podía y lo haría.

Decidió saltar hacia su muerte.

—No voy a permitir que saltes —dijo él con calma, leyéndole el pensamiento.

Y de pronto la ventana desapareció, convirtiéndose en piedra. Claire sofocó un gemido de sorpresa, desalentada. Aquella muerte segura era su única salida.

Luego, repentinamente, sintió los pensamientos de Moray. Se había estado aferrando a aquella plegaria en el fondo de su mente. Ahora, en cambio, se desprendió de ella.

—¿No hemos hablado suficiente? Ahora ya sabes la verdad. No queda nada que decir. Y puedes descansar tranquila, querida mía, porque cuando acabe contigo te devolveré a Malcolm con un hijo mío en tu vientre. Ven a mí, Claire —alargó la mano—. Ven a mí. Quieres que te toque, que te acaricie, quieres sentir mi poder. Deseas el placer que puedo darte. Ven.

Claire se sintió aturdida. Por un instante se vio en brazos de un hombre muy apuesto, sacudida por los estertores de un éxtasis sublime. Su cuerpo se volvió pesado, su carne comenzó a esponjarse. El aire la envolvía como un manto grueso y caliente, giraba a su alrededor con tanta fuerza que se sentía impulsada hacia delante por un viento poderoso.

—Te daré más placer del que te ha dado nunca Malcolm —murmuró Moray—. Noche tras noche y día tras día. Ven aquí. Buena chica.

Claire sintió que sus piernas se movían. Horrorizada, comprendió que avanzaba hacia él. Su corazón latía vertiginosamente, pero no de miedo, sino de excitación. ¡No debía permitir que la hipnotizara! Tenía que resistirse a su poder de encantamiento.

—No —dijo con voz ronca—. ¡No me entregaré a ti!

Él le sonrió, bello hasta lo imposible. Su lujuria adensaba el aire, que se había convertido en la jaula de Claire.

Se vio retorciéndose en brazos de Moray. Ahuyentó aquella horrenda fantasía de su cabeza. Comenzó a orar de nuevo en gaélico y se giró, pero se encontró de frente con la pared de piedra.

Moray se acercó a ella, le separó los muslos. Un segundo después, su enorme miembro estaría dentro de ella.

Claire gritó. Quiso precipitarse contra la pared, abalanzarse contra la piedra, cualquier cosa con tal de expulsar a su Moray de su mente. Y entonces vio a Malcolm.

Parecía un espejismo suspendido frente a la pared de piedra como un fantasma, y le tendía la mano.

Ella alargó el brazo. Malcolm desapareció. Claire esperaba tocar la pared de piedra. Pero sólo sintió aire.

Moray no había construido un muro de piedra: había fabricado una ilusión óptica.

—Claire… —murmuró, seductor.

Ella sintió que deslizaba la mano por su espalda. Imaginó que la penetraba y que ella sollozaba de placer.

Dio un salto, como el que habría dado un tigre. Sus piernas se impulsaron con fuerza sorprendente y cruzó la pequeña ventana de piedra, lanzándose al aire húmedo y frío del exterior.

El tiempo pareció detenerse. Mientras permanecía suspendida en el aire, vio los árboles allá abajo y supo que iba a morir.

—¡Claire! —bramó Moray, enfurecido.

El tiempo volvió a moverse, y ella cayó.

Los árboles se precipitaban hacia ella. Cayó con la fuerza de la gravedad, cada vez más deprisa, y supo que estaba muerta. Sólo lamentaba que Moray hubiera sobrevivido… y no poder decirle a Malcolm lo mucho que lo quería.

De pronto la desagarraron las agujas y las ramas de los pinos. Gritó de dolor al caer entre las ramas, astillando la madera. Los árboles le arañaban la cara, la carne. Aterrizó con fuerza sobre un lecho de tierra y pinochas.

Estallaron las estrellas. El cielo se volvió negro y luego se aclaró, y vio dedos de luz grisácea filtrándose entre el denso dosel del bosque, por encima de su cabeza.

Comprendió, estupefacta, que no estaba muerta.

Debería haber muerto por el impacto. Su cuerpo debería haberse hecho añicos. Yacía muy quieta, jadeando, esperando sentir un dolor abrasador. Pero no sintió nada.

Estaba viva.

De hecho, ni siquiera parecía hallarse próxima a la muerte.

Se sentó y echó mano de su collar, pero no estaba allí, naturalmente. No era el talismán lo que la había salvado.

Ahora, Moray iría tras ella.

Se agazapó, asombrada porque nada le doliera. Era la hija de un Maestro, claro. Pero no era un Maestro. Los Maestros tenían que ser elegidos y hacer votos, y no todos sus hijos se contaban entre los elegidos para tal tarea. El propio MacNeil se lo había dicho. Ella no lo había preguntado, pero la Hermandad estaba dominada por los hombres, y estaba segura de que no había Maestras. Aun así, ella tenía poderes. Oh, sí, y ahora los usaría.

Un frío glacial cayó sobre el bosque.

La persecución había comenzado.

Claire echó a correr, bajando por la empinada ladera de una colina cubierta de árboles.

 

 

 

Malcolm estaba en una pradera al otro lado del lago, frente al palacio, a solas. Tenía los ojos cerrados, la cara vuelta hacia el sol, y el sudor brotaba de su cuerpo. Se esforzaba por sentir a Claire.

No sabía si tenía suficiente poder para lograrlo. Moray se la había llevado, y podían estar en cualquier parte, en cualquier época.

Moray quería utilizarla contra él. Sus diversas fortalezas eran inexpugnables. Sus hordas de Deamhanain las vigilaban.

Malcolm creía probable que Claire estuviera aún en Escocia, incluso en las Tierras Altas, y en aquella época.

Tenía que encontrarla, estuviera donde estuviese. Se esforzaba por sentir su presencia. El tiempo pasaba y él seguía atento.

«¡Claire! ¿Dónde estás?».

Pero sólo había silencio.

 

 

 

Claire llegó a terreno llano y se quedó paralizada. El bosque acababa en una serie de suaves lomas cubiertas de hierba, y oía caballos y gritos de hombres. La estaban buscando.

Había rezado incesantemente a Faola y a los demás grandes dioses, incluidos Lug y Daghda. Estaba casi segura de que sólo lograría sobrevivir a Moray por intercesión de los Antiguos.

Al ver aparecer las primeras tropas por la ladera de una colina, se agachó.

No se movió mientras los jinetes galopaban hacia ella, pero rezó con más ímpetu, cubierta de sudor. Los jinetes se acercaron. Era como si supieran dónde estaba.

Deseó tener el poder de volverse invisible. Se escondió en la base de un pino y rezó.

Los primeros jinetes irrumpieron en el bosque.

Claire vio que un par de hombres se dirigían directamente hacia ella. Una oleada de frío se abatió sobre ella cuando los jinetes atravesaron el bosque a galope, pasando tan cerca de ella que los cascos de sus caballos arrojaron tierra sobre su cara y sus brazos. Luego desaparecieron y el bosque quedó en silencio y las colinas desiertas.

Dejó de rezar y dio gracias por su ayuda a quien la hubiera escuchado. Se recostó en el tronco del árbol, jadeante y aturdida. De algún modo, con ayuda de los Antiguos, no la habían descubierto.

Estaba empapada, helada y muerta de miedo. Y perdida.

«Malcolm», pensó, añorándolo de pronto. «Estoy perdida. Te necesito».

Sólo hubo silencio. Aguzó el oído, buscándolo, pero no oyó nada. Los jinetes se habían ido. Se puso en pie y salió del bosque. Cuando por fin se detuvo sobre un suave promontorio de hierba, el cielo empezó a despejarse.

Vislumbró allá abajo el gris más oscuro del océano, tormentoso todavía. Primero tenía que cruzar las colinas.

«Claire, ¿dónde estás?».

Se quedó paralizada. ¿Había oído a Malcolm?

«¡Malcolm! ¡Ayúdame! ¡Estoy perdida!».

Aguzó el oído, pero sólo había silencio. Comenzó a cruzar las colinas y, entretanto, el cielo apareció en el cielo gris. Era débil, pero prometedor, y Claire se dio cuenta de que se dirigía hacia el suroeste.

Las Tierras Altas estaban al suroeste.

Malcolm estaba en aquella dirección, en alguna parte.

 

 

 

Malcolm se puso rígido. Claire estaba perdida, pero se encontraba bien. Y estaba sola. Había logrado escapar de Moray de algún modo. Ahora la sentía. Volvió la cara hacia el noreste.

Royce llegó galopando, llevando de la brida a su corcel.

—¿La has encontrado?

Malcolm asintió con la cabeza.

—No necesito el caballo. Llévalo a casa, Ruari.

—¿Dónde está?

—Cerca de Tor.

 

 

 

Claire llegó al borde de las colinas y desde allí gritó. Allá abajo, a unos treinta metros, se extendía una última llanura. Frente a ella se elevaba un círculo de piedras gigantescas. Más allá vio playas de piedra negra y las aguas aceradas del océano.

Comenzó a bajar hacia las enormes piedras puestas de pie. Nunca había estado en las Órcadas, pero que ella supiera nunca se habían descubierto menhires allí. Tropezó varias veces mientras descendía por la empinada y pedregosa senda. Hizo corriendo el corto trecho que la separaba de la piedra roca, negra y altísima, del tamaño de cuatro o cinco hombres. Y entonces se detuvo, maravillada.

Tocó la piedra. Estaba fría como el hielo.

Se dio cuenta de que había confiado en sentir la presencia de los dioses en aquel reducto. Los demonios no osaban entrar en un lugar sagrado. Pasó junto a la primera piedra y entró en el círculo, y se quedó allí parada, intentando encontrar a los Antiguos, a Dios o incluso a algún dios pagano desconocido. Empezó a desesperarse. La capilla del santuario de Iona estaba llena de gracia y poder. Pero aquel círculo era sólo eso: un círculo de piedras verticales. Los dioses, como la humanidad, habían olvidado aquel lugar hacía tiempo.

Sintió ganas de llorar. Pero sabía que no debía darse por vencida. No estaba muerta, ni era prisionera de Moray. Cruzó el círculo, camino de la playa. Y entonces sintió que no estaba sola.

Se volvió, alarmada.

Por un momento, a la luz grisácea del día, le pareció ver una figura fantasmal más allá del círculo de menhires.

—¿Malcolm? —musitó.

La luz cambió. No había nadie allí.

Se quedó mirando, con el corazón acongojado. Quería creer que había visto un fantasma, o mejor aún, a un Antiguo. Y entonces sus ojos se agrandaron, porque Malcolm apareció subiendo de la playa. Ella gritó y corrió hacia él. Malcolm la vio y corrió hacia ella. La apretó contra su pecho, lleno de alegría.

Claire se aferró a él con todas sus fuerzas.

Él la estrechó entre sus brazos.

Ella no podía hablar. Nunca había amado así, ni volvería a hacerlo. Malcolm no dijo nada. La abrazaba tan fuerte que a ella le costaba respirar. «Gracias a Dios que estás bien».

Claire levantó los ojos.

—Moray me secuestró en nuestra habitación en la corte.

—Sí, lo sé. ¿Cómo escapaste, Claire? —tenía una mirada de asombro y preocupación.

—Salté de la torre, Malcolm. Debería haber muerto. Pero no morí —le tocó la cara—. Ironheart es mi padre.

Malcolm se quedó boquiabierto.

—¿Te lo dijo Moray? ¿Cómo puedes creer ni una palabra de lo que sale de la boca de ese Deamhan?

—Me lo dijo él, y sé que es cierto —se envaró de pronto, temblando de frío. Empezó a sentir miedo—. Tenemos que salir de aquí enseguida. Vamos a saltar al santuario.

Malcolm la soltó, con la mirada fija no en ella, sino más allá.

Claire se giró y vio a un centenar de caballeros sobre la colina del noroeste, a su derecha. Luego vio que un solo hombre cruzaba a caballo la pradera. Moray se acercaba lentamente.

—¡Malcolm!

Sus ojos ardían, ansioso de venganza y destrucción, ávidos de muerte. Sólo tenía ojos para el demonio.

—Dame tu mano. Voy a mandarte sola.

Claire se quedó horrorizada.

—¡No puedes derrotarlo!

—Dame tu mano —ordenó él mientras Moray pasaba junto a los primeros menhires con cara de satisfacción—. Ve al santuario. No pude vengar a mis padres. Ahora os vengaré a todos.

Iba a morir. Lo sabía y no le importaba. Estaba decidido a llevarse a Moray con él de la forma que fuese. Claire no le dio la mano. Malcolm la miró un momento con incredulidad.

—Claire, me diste tu palabra. Juraste obedecerme en la batalla.

—Lo sé. Pero no puedo permitir que te enfrentes solo a él.

—¡Quiero que vivas! —gritó Malcolm, agarrándola de la mano.

Claire se preparó para resistir.

—¿Una riña de enamorados? —preguntó Moray con suavidad—. Hallo a Chaluim. ¿Te ha contado ya lo que pienso hacer?

Malcolm miró a Moray, colocándose ante Claire.

—Baja del caballo.

Moray desmontó, riendo.

—¡Malcolm, por favor, salta conmigo! —le suplicó Claire.

Él no le hizo caso. Desenvainó sus dos espadas y Moray hizo lo mismo. Claire sintió un súbito fogonazo de poder. Malcolm y ella salieron despedidos hacia atrás unos metros. Era como si los hubiera arrancado del suelo un tornado.

Malcolm se recuperó.

A Bhrogain! —pero hablaba en voz baja y no se movía.

Moray gruñó y se vio obligado a retroceder tres pasos. Sus ojos brillaban, rojos.

—No puedes igualar mi poder, Calum.

—¿No? —Malcolm avanzó con la espada larga en alto.

Claire sofocó un grito al tiempo que Moray detenía limpiamente el golpe. Las espadas chirriaron y ella miró a su alrededor en busca de un arma. Encontró una piedra con una punta que le pareció letal. Las espadas seguían chirriando. Claire se tensó. Sabía por su expresión que Malcolm estaba invirtiendo todas sus fuerzas en su pugna con Moray. Cien arrugas contraían su cara, los músculos de sus brazos y sus piernas se hinchaban y el sudor empapaba su cuerpo. El demonio contraatacaba con gran esfuerzo, pero aun así tenía más poder que Malcolm.

Claire soltó la piedra. Pensar en usarla era absurdo. Miró a Moray e intentó concentrar en él el poder que pudiera tener, como si le clavara un puñal en la espalda.

Moray gruñó al parar otra violenta estocada de Malcolm. La miró por encima del hombro con los ojos muy abiertos. Claire intentó apuñalarlo telepáticamente otra vez. Moray lanzó un mandoble tremendo y clavó la espada en el hombro de Malcolm, haciendo brotar la sangre. Antes de que Claire pudiera proferir un grito, la miró y gruñó:

—Me las pagarás.

A Mhairead! —dijo Malcolm y hundió una espada en el pecho de Moray.

Brotó la sangre.

Moray gritó, rabioso, y Malcolm se tambaleó hacia atrás, empujado por un golpe de energía. Se incorporó rápidamente y detuvo una feroz estocada de Moray.

Claire sintió a alguien tras ella. Levantó la vista, alarmada… y se quedó muy quieta.

A unos pasos de ella se veía una silueta fantasmal y transparente, pero esta vez se trataba de una figura claramente femenina.

Aquella mujer se materializó, convirtiéndose en una hermosa morena ataviada con ropajes blancos y vaporosos, de aspecto casi griego. Habló en gaélico. Claire entendió cada palabra.

—El hijo vengará al padre y la hija a la madre, porque los dos están bendecidos. Así está escrito.

La luz cambió.

La diosa se desvaneció.

El círculo de piedras ardía, envuelto en una luz cegadora. Malcolm y Moray luchaban como carneros. Ambos sangraban abundantemente. De pronto miraron al cielo, sobresaltados.

El sol había desaparecido y el cielo seguía siendo opaco y gris, salvo en el círculo de piedras, que se había llenado de una luz dorada y titilante. La expresión de Claire cambió: reflejó sorpresa y luego miedo.

A Chlaire —dijo Malcolm, y, asiendo la espada corta con la mano izquierda, lanzó un tajo al cuello de Moray.

Claire gritó.

La cabeza cortada de Moray cayó al suelo.

El cuerpo decapitado siguió apoyado contra Malcolm un instante más mientras el halo de luz se intensificaba. Las espadas seguían trabadas. Malcolm hundió la espada corta, como si fuera una daga, en el corazón de Moray. La giró cruelmente.

Claire se tapó la boca con las manos. Malcolm extrajo la hoja del pecho de Moray y el cuerpo ensangrentado se desplomó.

Claire miró con estupor la cabeza de Moray.

Moray le sonrió, crispado, un momento antes de que su cabeza se desvaneciera.

Su cuerpo desapareció un instante después. El collar de la madre de Claire yacía sobre la hierba mojada y manchada de sangre.

Malcolm envainó sus espadas y se acercó a ella. Ella lo agarró de los brazos.

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha pasado? —mientras hablaba, la luz se apagó rápidamente hasta que sólo quedó el día desapacible.

Malcolm la rodeó con el brazo, con expresión de dureza.

—Creo que los Antiguos te han escuchado, Claire —miró lentamente a su alrededor, como si esperara que Moray apareciera de pronto. Luego se agachó para recoger el talismán.

—¿Está muerto, Malcolm?

—Si no lo está ahora, es que nunca morirá —suspiró y la estrechó entre sus brazos—. Vámonos a casa, muchacha.