Capítulo 7

Era rubia oscura, de mediana estatura y bastante bonita. Y lo que era peor: tenía una figura exuberante y llamativa. Hablaba francés como si se hubiera criado en Francia, pero vestía al estilo inglés. Su vestido y su pelliza eran de color rojo oscuro. Llevaba aretes, un collar de oro y unos anillos con gemas que a Claire le parecieron semipreciosas. Era, en resumidas cuentas, una mujer noble de mediana fortuna, y saltaba a la vista que estaba liada con Malcolm.

La expresión sombría de Malcolm no se suavizó.

—Glenna, dale la bienvenida a Dunroch a lady Camden. Claire, ésta es mi prima, lady Glenna NicPharlain O'Castle Cean.

Claire estaba rígida. Malcolm no estaba casado, pero tenía una amante. No le cabía ninguna duda. Su sonrisa le parecía crispada y quebradiza. Odiaba a aquella mujer.

—Habla en inglés para nuestra invitada —le dijo Malcolm a su amante, que miraba a Claire con sorpresa. Luego miró a Claire—. Glenna te enseñará tus aposentos. Espero que sean de tu agrado.

Claire ignoraba si seguía enfadado con ella por sus estratagemas. Logró esbozar una sonrisa breve y forzada.

—Gracias.

—Venid conmigo, por favor, lady Camden.

Claire la miró mientras Malcolm se alejaba. Casi deseó no haber ido a Dunroch. Pero eso era una chiquillada.

—Malcolm desea que subáis —Glenna señaló hacia el corredor que había más allá del salón.

Claire fijó su atención en la rubia mientras subían. Odiaba sentirse mezquina y ruin, pero lo cierto era que no sabía qué veía Malcolm en Glenna. No era precisamente una polluela, según los criterios medievales. Era seguramente de su misma edad, pero su tez era muy blanca y, como carecía de cremas limpiadoras e hidratantes y dermoabrasiones, tenía patas de gallo en los ojos y suaves arrugas en la frente. Era guapa de una forma un tanto vulgar, y parecía cansada y marchita. Claire veía a Malcolm con una beldad despampanante: alguien como Catherine Zeta-Jones o Angelina Jolie. Pero, naturalmente, eso la descartaba también a ella.

—Bueno —dijo cuando llegaron al piso superior—, ¿desde cuándo conoces a Malcolm?

Glenna la miró mientras empujaba una puerta.

—Desde casi toda la vida.

«Genial», pensó Claire. Glenna y Malcolm se conocían desde siempre; ella lo conocía desde hacía tres días. Seguramente eran grandes amigos, además de amantes, y él la quería muchísimo. Lo típico. Pero era mejor saberlo cuanto antes.

—¿Y vos sois de las Tierras Bajas? —preguntó Glenna. Parecía curiosa, y no muy alegre.

—Llevo casi toda la vida en el extranjero —contestó Claire con firmeza, esquivando la cuestión.

Glenna se detuvo con la mano en la puerta.

—¿De qué conocéis a Malcolm?

Claire vaciló.

—También somos primos lejanos. Muy lejanos —añadió.

Los ojos de Glenna se agrandaron.

—Pero nunca he oído hablar de vuestra familia.

Claire se dio por vencida. Estaba enfadada y tenía que admitirlo, lo cual sólo demostraba que aquello era lo mejor que podía pasarle, aunque no lo pareciera. Lo que quería en ese momento era estar sola para poder superar su fugaz aventura con un machote medieval. Pasó junto a Glenna… y se enamoró.

Desde la ventana del piso superior, las aguas grises y radiantes del océano Atlántico parecían extenderse hasta el infinito. Pero si miraba un poco hacia el oeste podía ver las costas densamente arboladas de Argyll y, más allá, las oscuras montañas envueltas en un sudario de niebla. Intentó imaginarse la vista en un día soleado y comprendió al instante que el agua sería del color de los zafiros y los bosques del de las esmeraldas.

—Camden es un nombre muy extraño. Nunca lo había oído. ¿Es inglés? —preguntó Glenna—. ¿Sois familia de la madre de Malcolm?

Claire pensaba a velocidad vertiginosa. ¿Era inglesa la madre de Malcolm? Muchas grandes familias de las Tierras Bajas lo eran. ¿Qué podía contestar?

—Mi marido, que en paz descanse, era primo suyo.

Glenna palideció.

—Pero habréis vuelto a casaros, por supuesto.

Claire aprovechó la ocasión.

—Pues no, no me he casado. Estoy soltera —sabía que era una mezquindad sentirse eufórica y triunfante, pero sabía que sería ella quien riera la última.

—Malcolm os ha traído aquí para reemplazarme, ¿verdad? —Glenna tembló. Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Piensa casarse con vos?

Claire se puso tensa. Maldición, sentía lástima por Glenna.

—No, no vamos a casarnos. Ni siquiera nos conocemos —dijo lentamente. Luego se dio cuenta de lo ridícula que sonaba aquella afirmación en el siglo XV, cuando los matrimonios eran por conveniencia, no por amor.

Glenna sofocó las lágrimas.

—Yo voy a casarme con él. Soy su prometida.

Claire se quedó inmóvil.

—Ah. No lo sabía.

—No permitiré que me lo robéis… —le advirtió Glenna—. Llevo seis meses aquí. Todo el mundo sabe que vamos a casarnos.

—¿Es oficial?

—¿Qué?

—¿Cuándo es la boda?

—Pronto —gritó Glenna—. Fijaremos la fecha muy pronto.

Era extraño que no la hubieran fijado ya, y Claire se sintió aliviada, aunque sabía que no debía. Era muy posible que Malcolm acabara casándose con su prima. Y si no se casaba con Glenna, se casaría con otra. Así era su mundo.

Y Glenna le pertenecía a él. Ella, en cambio, no. Tenía que superarlo. Tenía que olvidarse de Malcolm. Era absurdo odiar a Glenna. No eran rivales. Su buen carácter se impuso por fin.

—Oye, por mí no tienes que preocuparte. No voy a quedarme mucho tiempo.

Glenna parpadeó para refrenar las lágrimas.

—¿Por qué? ¿Quién va a echaros?

—No voy a casarme con Malcolm —contestó Claire, muy seria. Titubeó. Lo que habían hecho Malcolm y ella no estaba bien, aunque él posiblemente no estaría de acuerdo—. Me iré a casa muy pronto. No tienes de qué preocuparte. Por mí, al menos.

—¿Y dónde está vuestra casa? —preguntó Glenna, enjugándose los ojos—. ¿Y cuándo volveréis?

—Soy inglesa —dijo Claire—. Regresaré a Inglaterra. En cuanto a cuándo, no lo sé exactamente.

Se miraron. Por fin Glenna dijo:

—¿Y cuando él acuda a vos esta noche? No lo neguéis… Sé que lo hará. Lo conozco muy bien.

A Claire se le aceleró el corazón.

—Echaré el cerrojo a la puerta —dijo.

Y eso pensaba hacer.

 

 

 

Claire dio una vuelta por la torre del homenaje, evitando cuidadosamente las murallas y las almenas. Luego se bañó y estuvo reflexionando y, cuando Brogan apareció en la puerta, sonriendo, y le dijo en su inglés titubeante que Malcolm la esperaba abajo, había recuperado la cordura. Iba vestida como una mujer de las Tierras Altas, con jubón de cuerpo entero y ropa interior, y mientras bajaba al salón se dijo que había superado lo de Malcolm. De hecho, se alegraba por Glenna y por él. Se sentía aliviada. Malcolm era un machote de la Edad Media y era imposible que entre ellos hubiera una relación. Aquello era lo mejor. Ahora podía concentrarse en aprender todo lo que pudiera sobre el santuario, los libros y la sociedad secreta de los Maestros. Podía concentrarse en evitar a Sibylla y a los de su «calaña». Estaba ansiosa porque llegara el día siguiente y su excursión a Iona. Se moría de ganas de ir, en realidad.

Sonrió con firmeza, alisó su vestido de lino, sorprendentemente suave, para asegurarse de que llevaba bien ceñido el cinturón (tenía una cintura muy estrecha), se colocó las hombreras del sujetador y los senos y empezó a bajar la estrecha escalera de piedra. En cuanto se acercó al salón, oyó la voz de Glenna, sofocada por los sollozos.

Claire se detuvo, indecisa. Luego, en lugar de entrar en el salón, se pegó a la pared, junto a la entrada. Y miró dentro.

—¿Pero cómo puedes hacerme esto? —sollozaba Glenna—. Y todo porque tienes otra amante…

—Mi decisión sigue en pie —dijo Malcolm con calma.

—¡Te odio! —gritó Glenna.

—Si te calmas, podrás cenar con nosotros. Pero no consentiré esos lloros en mi mesa —su voz tenía una nota amenazadora.

Claire estaba pasmada. ¿Qué había hecho Malcolm? Casi parecía que había roto con Glenna… y estaba segura de saber por qué. Enfurecida de pronto, se acercó a la puerta, pero no entró. Vio a Glenna llorando patéticamente, casi con exageración, y a Malcolm aparentemente impertérrito, aunque parecía muy molesto.

—¡Santo cielo! —exclamó él por fin—. Te comportas como una esposa a la que van a mandar a un convento francés. El matrimonio está acordado, Glenna. Deja ya de llorar. Es hora de que vuelvas a casa y te cases con Rob Macleod.

Glenna sacudió la cabeza. Lloraba tanto que no podía hablar. Luego se levantó las faldas y salió corriendo del salón.

¡Aquello era increíble! ¿Era así como la trataría a ella si fueran amantes? ¿Prescindiría de ella y la arrojaría de su lado como un tirano medieval? ¿La usaría y la tiraría, pasándosela a otro hombre? ¡Pobre Glenna! ¡Y qué malnacido!

Malcolm comenzó a sonreírle; luego pareció sospechar algo.

—¿Por qué me miras con esa cara de reproche?

—¿Vas a casarla con otro? —preguntó Claire.

Él se puso rígido.

—Sí, y será un buen partido para ella.

Claire se acercó.

—Pero es tu prometida. ¿Le das la patada así como así y la mandas con otro hombre?

Los ojos de Malcolm se agrandaron, llenos de sorpresa, y luego se ensombrecieron.

Claire se tensó. ¿Por qué estaba atacándolo? Así se hacían las cosas en la Edad Media, y no era asunto suyo. Glenna ni siquiera le caía bien.

—No tengo por qué explicarte nada, pero pasé tres meses negociando esa boda. Pensé mucho en su futuro —dijo, crispado—. Y no puede encontrar un marido mejor.

—Me dijo que iba a casarse contigo —le dijo Claire. Pero si Malcolm había pasado tres meses negociando su boda, Glenna tenía que haberle mentido.

—Nunca he tenido intención de casarme con Glenna —estaba enfadado con ella—. No me gusta que me juzguen, Claire.

Ella acababa de cometer un grave error.

—Lo siento.

—Más te vale. Glenna pensó que me haría cambiar de opinión si pasaba un par de noches en su cama. Pero nunca me casaré. Se lo dije. Y eso no cambiará nunca, ni por ella, ni por nadie —tenía una expresión fría.

Claire sintió temor.

—¿Qué quiere decir eso exactamente?

Malcolm se alejó y le indicó que se acercara a la mesa, que estaba repleta de humeantes bandejas de comida. Claire no se movió. ¿Malcolm no tenía intención de casarse? ¿Por qué? Los nobles se casaban.

Malcolm la miró lentamente.

—No pienses tú también en hacerme cambiar de idea, muchacha.

—¿Cómo dices?

—Ni siquiera tú me llevarás al altar —dijo él—. Por más que disfrute en tu cama.

Ella sofocó una exclamación indignada.

—¡Eres un arrogante! —«y un capullo», estuvo a punto de gritar.

Él entornó los ojos y se colocó firmemente delante de ella.

—¿No quieres casarte conmigo? —preguntó muy suavemente.

Claire sabía que debía mentir para aplacarlo. En las Tierras Altas del siglo XV, Malcolm era un partido excelente. Sus ojos brillaron.

—No, no quiero casarme contigo. Pienso casarme con alguien de mi época, con un hombre inteligente y con éxito. Con un intelectual de amplios horizontes.

Él se quedó mirándola y Claire comprendió que estaba sopesando su respuesta.

—¿Me estás llamando débil y tonto, Claire?

Claire contuvo el aliento al oír su tono. ¿Por qué había perdido los papeles?

—No, claro que no —contestó, decidida a deshacer el daño que hubiera hecho a su orgullo—. Eres fuerte, listo y rico, cualquiera puede verlo.

—Mientes —dijo él.

—No te atrevas a leerme el pensamiento —repuso Claire.

—Me consideras un arrogante y un capullo —añadió él con la misma suavidad de antes.

Claire estaba casi segura de que no sabía lo que era un capullo.

—Qué va —contestó, nerviosa.

—El arrogante aquí no soy yo —dijo él—. Tú me juzgas constantemente. ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no te oigo llamarme machote medieval? No sé lo que significa, ni me hace falta. La arrogante eres tú, Claire. Te crees más lista que yo y nos miras a todos por encima del hombro.

Ella apenas podía respirar.

—No me creo más lista que tú —logró decir—. De veras. En mi época, las mujeres estudian y no dependen de los hombres. Algunas son, de hecho, mucho más inteligentes y ricas que los hombres. Pensamos por nosotras mismas, nos valemos solas. No tenemos que responder ante nadie.

—Sí, me lo has dicho muchas veces. En tu tiempo, las mujeres son reinas sin rey. ¡Pues tú necesitas un rey! —salió bruscamente afuera, y la pesada puerta se cerró con un estruendo tras él.

Claire empezó a temblar. ¿Cómo había ocurrido aquella terrible batalla? Malcolm tenía razón. Lo había tratado con condescendencia desde el principio. Tal vez, sólo tal vez, se creía más lista que él. Pero también sentía respeto y admiración por él, porque su valor y su sentido del honor eran asombrosos. Odiaba que se hubieran peleado.

«Ve y díselo».

Vaciló. Tenía que ir en su busca y disculparse, claro. Tenía que reconocer que en parte se equivocaba. O quizá del todo. Glenna era una mujer mayor según el criterio de la Edad Media, y Claire estaba segura de que tenía tierras; su atuendo indicaba que era rica. En el siglo XV, una mujer necesitaba un marido y un señor feudal: era inevitable.

Malcolm no tenía derecho a usar constantemente su don para espiarla. Pero estaba claro que ella había herido sus sentimientos, y convenía que tuviera cuidado con lo que pensaba.

Salió. Estaba anocheciendo y dudó un momento, recordando el ataque de Sibylla. No quería estar sola allí fuera, de noche. Se quedó a unos pasos de la puerta del salón y miró a su alrededor. Malcolm estaba por encima de ella, en las almenas de la puerta. Claire vio que tenía la espalda rígida.

Subió apresuradamente los escalones de piedra y se detuvo junto a él. Malcolm la miró un momento.

—Me enorgullece ser un Maclean —dijo con voz suave—, y si eso me convierte en un arrogante, que así sea.

—Es natural que te sientas orgulloso —dijo Claire en voz baja y sincera. Su corazón latía con peligrosa velocidad, como si aquel hombre le importara de veras. Tocó su brazo desnudo y sintió que sus músculos se tensaban—. Eres el hombre más valiente que he conocido nunca, y un Maestro. No sé mucho de ese mundo, pero los votos que has hecho son admirables. En mi época no hay hombres como tú —añadió—. Y a veces me siento confusa. No sé qué hacer.

Sus miradas se encontraron.

—Tienes que confiar en mí —dijo él rotundamente.

Claire se sobresaltó.

—En lo que respecta a mi vida, confío en ti.

Él le sonrió.

—Es un principio para nosotros, entonces.

¿Qué quería decir?

—Eres muy arrogante, muchacha, pero no me importa mucho —añadió aún con más suavidad.

Claire se mordió el labio. Su pulso brincaba. Ella no era arrogante, y no iba a haber ningún principio para ellos. Pero no pensaba meterse en otra discusión.

—Glenna ha enviudado dos veces —dijo él, y a Claire le asombró que fuera a darle una explicación—. Tiene tierras, Claire, y necesita un marido que las defienda. Macleod también es viudo y tiene dos hijos. Necesita su riqueza y una madre para los niños.

Claire se sentía culpable.

—Lo siento. Llegué enseguida a una conclusión equivocada.

Él asintió con la cabeza. Seguía teniendo una expresión solemne.

—Te precipitas, Claire, y puede que algún día te cueste caro.

Tenía tendencia a actuar precipitadamente, sin pensar de antemano.

—Siento mucho haberte insultado. No lo decía en serio, pero es que a veces me sacas de quicio.

—No, sí lo decías en serio. Y no es porque te enfades. Es porque te doy miedo —contestó él sin ambages.

Claire lo miró a los ojos, atónita. Tenía razón. Cuando lo llamaba capullo, lo hacía en serio. Pero Malcolm era lo bastante seguro de sí mismo como para que no le importara. Y era cierto que la asustaba, y mucho. La asustaba por ser tan sexy y tan fuerte, y porque ella no sabía qué hacer consigo misma y con su corazón cuando él andaba cerca.

Malcolm le sonrió. Era una sonrisa cálida, pero no sagaz, ni prometedora. Ni tampoco seductora. Pero no importaba. Era ya demasiado tarde. Entre ellos empezaba a manifestarse otro tipo de intimidad… y Claire no quería. Habían compartido una batalla y una cama, pero entre ellos no tenía por qué haber ningún vínculo afectivo. Era peligroso. Imposible, incluso. Admirarlo estaba bien. Quererlo, no.

—Piensas demasiado —la tomó de la mano y tiró de ella para que lo mirara a la cara.

Claire no podía respirar.

—Yo… yo soy así —tartamudeó, porque el deseo fluía como miel. Ese era el problema: la atracción que sentía por él. Y no iba a complicar más aún las cosas con sentimientos del tipo que fueran, ni siquiera de amistad—. Será mejor que me vaya —comenzó a decir con nerviosismo. Pero alejarse de él era lo último que quería.

—Nunca he conocido a una mujer como tú, Claire —dijo él a media voz.

Pasó un momento muy intenso antes de que ella pudiera hablar.

—No —logró esbozar una sonrisa tensa—. No compliques las cosas. Odio las palabras —se sonrojó al oírse, porque las palabras eran su vida—. Y si quieres seducirme, no tienes que hacerlo con declaraciones de afecto. Los dos sabemos que bastará con una mirada hechicera —titubeó—. Hacer el a… Compartir la cama, quiero decir, es una cosa, y ser amigos otra. Creo que no deberíamos mezclar las cosas.

—Pero eras amiga de los hombres a los que amaste —dijo Malcolm, escéptico.

—Maldita sea —exclamó ella—. ¡Deja que guarde algún secreto!

—Quiero entenderte, muchacha. Y los dos sabemos que sólo es cuestión de tiempo que nos hagamos amantes.

Ella respiró hondo.

—No es justo. Recuerda que voy a volver a casa. Pronto, con un poco de suerte. Me lo juraste.

Malcolm sonrió.

—¿Qué tiene eso que ver con que seamos amantes? Tú me deseas, y no lo niegues. Yo te deseo a ti. Ahora hay complicaciones, pero confío en que pronto desaparezcan. Y puede que no tengas tanta prisa por marcharte cuando hayas pasado una noche entera en mi cama —su sonrisa se volvió engreída.

—Ya te lo he dicho —contestó ella, acalorada—, yo no entrego mi cuerpo si no entrego mi amor.

Él bajó las pestañas y luego la miró lentamente.

—¿No vas a intentarlo siquiera?

—¡No! —contestó ella, temblando.

—¿Y si te digo que no me importaría que me amaras?

Los ojos de Claire se agrandaron. ¿Cómo podía haber olvidado ni por un segundo que era un arrogante capullo medieval?

—No voy a permitir que te deshagas de mí a tu antojo, como un tirano, como has hecho con Glenna.

—¿He dicho yo que vaya a hacerlo?

Ella se quedó paralizada.

Él la observaba con los ojos muy abiertos.

—Te di mi palabra de que te llevaría a casa cuando no hubiera peligro, y la mantengo.

Claire no podía ni respirar.

—¿Pero?

Los ojos de Malcolm brillaron. Murmuró:

—Pero no hace falta que te vayas, si no quieres.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Es una invitación? ¿O insinúas que estaré tan impresionada por tu actuación en la cama, o tan enamorada de un hombre al que nunca entenderé, que decidiré quedarme en el siglo XV? Ni lo sueñes, Malcolm. ¡Ni lo sueñes!

Él tenía una expresión dura, una mirada terriblemente intensa.

—Esto te gusta —dijo con suavidad—. Yo te gusto. Y no me importa. Tú también me gustas. Quieres resistirte a mí, pero yo no pienso resistirme, muchacha.

Claire sacudió la cabeza, desconcertada.

—Sólo he venido a disculparme. Pero ha sido una pésima idea. ¿Por qué me haces esto?

—Porque cuando llegue el momento, tal vez no quieras dejar Dunroch… ni a mí.

 

 

 

Cenaron en silencio. Malcolm comió con ansia. Su conversación no parecía haberle alterado lo más mínimo. Claire, por su parte, había decidido comer sin mirarlo a los ojos. Se sentía trémula, pero se alegraba de haber tenido aquella conversación. Había cometido el error de pensar, aunque fuera por un momento, que podían tener algún tipo de relación, si no puramente física, al menos afectiva. La arrogancia de Malcolm era alucinante. ¡Claro que iba a irse a casa! Abandonaría aquella época en cuanto fuera seguro hacerlo. Y entre tanto no habría más sexo, ni más besos, ¡ni nada! Y tampoco mantendría más conversaciones íntimas con aquel hombre. Ser amigos era tan mala idea como todo lo demás, y de todas formas era imposible. Sobre todo, porque Malcolm estaba convencido de que la dejaría patidifusa y muerta de deseo. Creía que querría quedarse con él en aquella época dejada de la mano de Dios.

Malcolm apartó por fin su plato, pero rellenó el vaso de Claire y luego el suyo. Llevaba toda la noche haciendo lo mismo. A ella no le importaba (aguantaba bien el vino), y se negó a levantar la mirada para darle las gracias. No se fiaba de sí misma si lo miraba a los ojos: seguramente Malcolm la hechizaría en cuanto lo hiciera.

Él habló de pronto, tras veinte minutos de silencio.

—Sé que estás cansada y es tarde. Pero tenemos cosas de las que hablar.

Claire no tuvo más remedio que mirarlo, recelosa. Sabía lo que quería, claro que sí.

—Lo de anoche fue un error —mientras hablaba, notó que le ardían las mejillas. Había llegado el momento que tanto le preocupaba… y que estaba esperando. El momento en que él la miraría, la haría caer en trance y la llevaría a su cama.

Pero Malcolm no reaccionó como esperaba. Parecía divertido.

—No quiero hablar de lo de anoche.

Claire estaba confusa.

—¿Ah, no?

Él cruzó los brazos con rotundidad.

—Después de lo de anoche, confío menos en mí mismo que antes —dijo firmemente.

Claire se dio cuenta de que su cerebro funcionaba con cierta lentitud. Estaba un poquito achispada, después de todo.

Los ojos grises de Malcolm se volvieron plateados.

—No me mires con tanta ansia, muchacha. Te haría gozar —añadió suavemente—, si estuviéramos a la luz del día. Pero brilla la luna y deseo estar dentro de ti. Y no deseo únicamente tu cuerpo.

Claire estaba a punto de desmayarse de deseo bajo el jubón. De desmayarse, o de correrse.

—Maldita sea —dijo en voz baja. Su fuerza de voluntad se había esfumado por completo.

—Es fácil hacerte vibrar, muchacha —sus ojos brillaron y sonrió—. Y volveré a hacerlo cuando llegue el momento.

Le costaba tanto pensar… Se tocó las mejillas acaloradas. Sabía que había decidido no acostarse con él y evitarlo en todo lo demás, pero nada de eso parecía importar. Lo que importaba era el deseo arrollador de su cuerpo, el rocío que se deslizaba por sus muslos, el palpito urgente de su carne hinchada. Lo que importaba era Malcolm.

—¿Sabes qué? —dijo con voz densa—. He cambiado de idea: estoy en mi derecho por ser mujer.

Él estaba leyéndole el pensamiento, porque su expresión se volvió sombría.

—No intentes seducirme, muchacha. No voy a permitirlo.

—¿De veras no quieres subir? —estaba perpleja.

—Has tomado demasiado vino —la miraba fijamente.

Claire comprendió por fin. Malcolm seguía temiendo que cayera muerta en sus brazos.

—Sé que te crees muy potente… —dijo con voz ronca—, pero no pienso morirme en tu cama.

Él agrandó los ojos.

—¿Crees que maté a esa muchacha con la polla?

Ella se sonrojó.

—Creo que murió de un ataque al corazón, y que te crees demasiado bien dotado.

Malcolm se echó a reír de repente, con una risa cálida, sonora y muy hermosa.

—Soy muy fuerte, muchacha, pero esa chica murió de otra cosa —su sonrisa se esfumó.

A Claire no le gustó la expresión seria que cruzó su cara.

—Daría cualquier cosa por un café —dijo con acritud.

—No te entiendo.

—No, claro. ¿Por qué me miras como si tuviera detrás una brigada de bomberos?

Malcolm alargó el brazo hacia ella. Claire se sorprendió cuando la tomó de la mano.

—No quieres saber la verdad.

Ella intentó apartar la mano.

—¿Sabes una cosa? He tomado demasiado vino y estoy muy cansada. Me voy a la cama. Sola… supongo —intentó levantarse, pero él no la había soltado, y acabó sentada otra vez en el banco.

—En el fondo —dijo él con calma—, ya sabes la verdad.

—Y un cuerno —tiró con fuerza y Malcolm la soltó—. Sea lo que sea lo que quieres decirme, puede esperar —sentía pánico y su borrachera iba disipándose a marchas forzadas.

—No hay sitio seguro donde esconderse, muchacha, ni siquiera en la ignorancia.

Ella sintió un escalofrío de temor.

—Maldito seas.

—¿Me has mandado al infierno? —parecía incrédulo.

Ella respiró hondo.

—No.

—No quieres saber cómo son las cosas —dijo él suavemente, posando de nuevo su manaza sobre la de ella—. Lo sé porque te oigo pensar todo el tiempo, y eliges pensamientos que te complacen. Tienes que afrontar la verdad, Claire, sobre Sibylla y sus congéneres.

Claire apenas podía respirar. Sabía que no quería oír lo que Malcolm iba a decirle.

—Sibylla sólo es excepcionalmente fuerte, nada más.

Él apretó su mano.

—Te lamió la piel. La garganta.

Claire soltó un sollozo y se levantó de un salto.

—¡Es una psicópata!

—Los crímenes de placer son muy antiguos, Claire —dijo Malcolm amargamente mientras se ponía en pie. No la había soltado—. Su origen está en los Deamhanain.

Claire estaba temblando. ¡No! Malcolm no sabía nada sobre los crímenes de placer: sólo le había leído la mente. La muerte por placer era fruto de la quiebra de la sociedad moderna. No formaba parte de la Edad Media.

—Los Deamhanain llevan miles de años matando a los Inocentes por placer, mucho antes del advenimiento de Cristo —dijo él.

Ella supo lo que significaba la palabra gaélica Deamhanain sin necesidad de que Malcolm se lo dijera.

—No creo en el diablo ni en los demonios —sollozó, desesperada.

—Pero tu madre y tu prima murieron a manos de los Deamhanain… para darles placer.

—¡Basta! ¡Por favor! Las mataron unos locos, unos locos humanos.

—Un verdadero Deamhanain puede matar a cualquiera. Puede absorber la vida de un humano hasta que no le queden fuerzas para vivir. El placer del sexo aumenta el poder, y a la inversa —sus orificios nasales se hincharon—. Al momento en que se absorbe el poder de una persona a través de la cópula lo llaman la Puissance.

—¡Basta!

Él le soltó por fin la mano.

—Te da miedo la noche, y es lógico, porque el mal camina libremente de noche y se oculta de día. Tienes que afrontar la verdad, Claire. Nunca habrá sitio seguro donde esconderse.

Ella le asestó una fuerte bofetada.

Malcolm volvió la cara, pero siguió rígido.

—Tu mundo no es distinto de éste. Los Deamhanain están por todas partes, en todas las épocas, en todos los lugares, y quieren tu muerte… y la mía.

Claire no podía hablar. Se sentía enferma. El suelo pareció torcerse y empezar a girar. Aquello no podía estar pasando. El mundo no podía ser como lo describía Malcolm.

El tono de Malcolm se volvió tierno mientras la sostenía.

—Sibylla es humana, como tú. Pero sus poderes no lo son. Moray la ha poseído. Por eso es tan fuerte, tan malvada.

Claire sacudió la cabeza. Estaba llorando.

—Entonces, ¿Sibylla es humana pero está poseída? ¿Ahora vas a decirme que Moray es el diablo?

—Hace mucho tiempo —dijo él suavemente—, una gran diosa guerrera vino a Alba y se acostó con sus reyes. Uno de sus hijos fue Moray. Él se convirtió en un gran Maestro… hasta que Satanás le robó el alma.

Ella lo miró a los ojos. Veía borrosa su cara.

—Tú crees esas cosas —murmuró—, pero yo no… ¡Yo no!

—En Alba, Moray es el señor de las tinieblas, Claire. Y los Deamhanain son su progenie.

Claire retrocedió y chocó con la mesa. El diablo. Demonios descendientes de antiguas deidades. Humanos poseídos. Crímenes de placer desde el principio de los tiempos… En el fondo, todo tenía sentido.

Moray, un demonio que antaño había sido un Maestro…

Y Malcolm, un Maestro que había matado a una doncella…

Claire sintió que la habitación le daba vueltas. Estaba en una pesadilla. Y comprendió que, por primera vez en su vida, estaba a punto de desmayarse.

Desfalleció. Malcolm la sostuvo. Ella musitó:

—¿Qué eres tú, entonces?

Malcolm la levantó en brazos un instante antes de que todo se volviera negro.

 

 

 

Al volver en sí, Claire notó un hedor espantoso. Estaba en la cama de su habitación. Malcolm se hallaba sentado a su lado, con una expresión torva. En aquel terrible instante, recordó la pesadilla y todo empezó de nuevo.

Tenía un dolor de cabeza de mil demonios. Malcolm se equivocaba. Tenía que estar en un error, aunque Sibylla tuviera la fuerza de diez hombres.

Él pareció vacilar.

—Lo siento, muchacha.

—Vete —musitó ella. Podía aceptar que algunos hombres estuvieran programados genéticamente para ejercer el mal y que éste era tan antiguo como las Escrituras. Incluso podía aceptar que los crímenes de placer existieran en la Edad Media, igual que los crímenes pasionales. Lo que no aceptaba ni por un instante era que esos crímenes los cometieran seres con poderes sobrenaturales, seres que en realidad no eran humanos.

Malcolm se marchó.

Claire se quedó apoyada en las almohadas, presa de la angustia. El mal era un rasgo humano. Aquello no era más que una leyenda medieval. El diablo no existía, y ella iba a repetírselo como una letanía hasta que volviera a casa. Moray era posiblemente un hombre de extraordinaria crueldad, ambicioso y astuto, y él mismo se había encargado de propagar el mito según el cual era un maestro del mal. Aquélla era una época primitiva y los hombres como Malcolm recurrían a la superstición y las creencias religiosas para explicar lo que no podían entender.

Claire sintió que le corrían lágrimas por la cara.

Jamás se atrapaba a quienes cometían crímenes de placer. Nunca se había encontrado una razón que explicara su capacidad para seducir a sus víctimas. Todas ellas morían porque les fallaba el corazón. Y era una epidemia…

Los postigos de la ventana se abrieron de pronto.

Claire se levantó de un salto, temblando de miedo. Pero no apareció Sibylla, ni ningún otro presunto demonio. Se recordó que por el hueco de la ventana no cabía ni siquiera un niño… y Sibylla necesitaba una ventana para entrar.

Maldijo, aterrorizada. Corrió a la ventana y la cerró de golpe. Mientras lo hacía, negras sombras danzaban en las almenas, por encima de su cabeza.

Se dijo que era la guardia de noche. Un leño cayó en la chimenea, siseando. El corazón pareció estallarle en el pecho y salió corriendo de la habitación. Se dirigió instintivamente hacia el fondo del pasillo. La puerta estaba abierta de par en par y pudo ver a Malcolm dentro. Se agarró a la puerta, respirando trabajosamente.

Él se volvió. Se había quitado la ropa, hasta la última prenda, y se le notaban todos los músculos del cuerpo. Estaba extraordinariamente bien dotado. Sus ojos se agrandaron, pero Claire se quedó allí parada. Le faltaba la respiración, pero no a causa del deseo. Se le escaparon las lágrimas. Se las limpió mientras pensaba atropelladamente en sangre y en demonios, en los Maestros y en Malcolm. La chica murió gozando de mí…

Claire tragó saliva para no vomitar. No. Malcolm era humano y bondadoso, y no había cometido ningún crimen de placer. Esa mujer había muerto por un exceso de excitación sexual. Según Malcolm, eran demonios infrahumanos con superpoderes que chupaban la vida a sus víctimas.

—Muchacha…

Ella levantó lentamente la mirada, consciente de que estaba al límite de sus fuerzas.

—Se ha abierto la ventana —musitó.

—Habrá sido el viento. Aquí no hay maldad. Los muros fueron ungidos con agua bendita antes de que cenáramos —se había anudado el manto alrededor de la cintura como una toalla, pero aun así estaba abultado.

Claire tembló.

—Los Deamhanain no entran en lugares sagrados, muchacha —añadió él con suavidad, pero no la rodeó con los brazos. Claire quería que la abrazara con fuerza.

Cruzó los brazos.

—¿Cómo puedes estar excitado en un momento así? —murmuró.

—Tú siempre me excitas —murmuró él—. Ven aquí.

Y la estrechó entre sus brazos.

Claire apretó la cara contra el hueco cálido de su cuello y su hombro y apoyó las manos en su ancho pecho, por encima de su corazón palpitante.

—No puedo creerlo —insistió, desesperada—. No puedo. Pero sé que eres bueno.

Él la apretó con más fuerza y acarició el pelo que caía por su espalda.

—En tu aposento estás a salvo, Claire. Pero sé que no te apetece dormir sola. Puedes dormir en la cama. Yo te velaré esta noche.

Claire se rió, histérica. ¿Y aquello lo decía un tiarrón medieval?

—Gracias.

—¿Por qué no te duermes? —sonrió él—. Yo voy a sentarme junto al fuego.

—¡No puedo dormir! —exclamó ella, mirándolo.

Odiaba su mirada de preocupación mezclada con lástima. Golpeó con el puño sus pectorales, duros como granito—. Moray no es el hijo de Satanás. No puede serlo.

Él la estrechó entre sus brazos. Claire creyó notar su boca en el pelo.

—Mañana hablaremos de eso.

—No puede haber demonios, Malcolm —musitó ella contra su pecho—. La maldad existe… pero es humana.

Él volvió a acariciar su pelo, pero guardó silencio.

Claire se echó a llorar. Se había esforzado tanto por racionalizar aquella horrenda epidemia de crímenes de placer, como todas las personas inteligentes que conocía… Todo el mundo sabía que la vida en la ciudad era peligrosa, pero había motivos para ello. El delito era fruto de la pobreza, de los hogares rotos, de las drogas y la cultura de la violencia, y aunque había algunos locos sueltos que asesinaban para obtener placer sexual, se trataba de un hecho azaroso. Por defectuosa que fuera la sociedad, por decadente y caótica que fuese, los locos eran siempre una pequeña minoría, y pertenecían al género humano.

Siempre había esperanza.

Ahora, Claire no sabía qué pensar.