Capítulo 5
Claire necesitaba sentarse urgentemente. Malcolm tenía una mirada dura, casi furiosa, e implacable. Pero no era malvado. No había nada perverso en él. No podía haber cometido un crimen de placer.
—¿Qué ocurrió? —logró decir ella. Lo veía no como si estuviera allí, sino con una mujer bajo su cuerpo, en los estertores de la pasión.
—¡Ya te lo he dicho! —contestó, enfadado.
Claire se sentó por fin al borde de la cama.
—Algunas personas mueren mientras practican el sexo. El sexo normal, quiero decir. Aunque no sea un crimen de placer, a veces se les para el corazón. A los hombres, y también a las mujeres. Es por la excitación. Si esa mujer tenía el corazón débil, si estaba enferma o si era mayor o estaba débil…
Él la atajó.
—No era mayor. Era más joven que tú. Tenía el corazón fuerte.
Aquello no podía estar ocurriendo. Claire no quería que Malcolm fuera un loco perverso, pero los paralelismos saltaban a la vista. Desconocidos que seducían a mujeres jóvenes e inocentes… Malcolm era un desconocido… un desconocido dotado de un peculiar magnetismo.
¿La había hechizado en el bosque?
—¿La conocías bien? —preguntó con cautela mientras el miedo bullía dentro de ella.
—No la conocía de nada —sus ojos brillaron.
—Erais desconocidos.
—Sí.
Claire no podía respirar. Los ojos de Malcolm parecían tener una expresión desafiante, pero ella no sabía si podía aceptar su reto. El sudor corría por su cuerpo y no podía evitar tener miedo… y sentirse mareada. Pero en el fondo de su ser se negaba a creer lo que le estaba diciendo Malcolm.
—¿La mataste por diversión?
Él ensanchó los ojos. Dijo con gran cuidado:
—La muerte no me divierte, Claire. No conocía mis poderes. Deseaba mucho a esa muchacha. No quería hacerle daño, ni verla morir.
En ese instante, Claire vio un brillo de dolor en sus ojos. Se sentía culpable. Se relajó, aliviada, y la compasión se apoderó de ella.
—Seguramente fue su corazón, Malcolm.
Él se volvió, levantó el vaso de vino y lo apuró.
—No me detuve llegado el momento de hacerlo. No podía pensar —fijó sus ojos ardientes en ella—. Como en el bosque. Por un momento, no podía pensar en nada, excepto en el placer que me estabas dando.
Claire tembló, recordando de pronto con toda viveza aquel deslumbrante orgasmo. Ella también había dejado de pensar en el bosque. Le había sido imposible comportarse de forma racional mientras se hallaba presa del deseo. Ahora, sin embargo, dudaba. Él parecía arrepentirse hondamente de lo que había pasado. Y estaba claro que los remordimientos le atormentaban. Pero hablaba como si hubiera matado a aquella mujer por la fuerza bruta. Y eso sonaba a violación.
La miraba fijamente.
—No la violé, ni a ella ni a ninguna otra mujer. Ella me deseaba.
Claire lo creía. ¿Qué mujer no desearía al semental de la Edad Media que tenía delante? Pero eso sólo le hacía más difícil comprender lo ocurrido. Tenía que haber sido el corazón de la chica, volvió a pensar. No podía ser otra cosa. Un loco no tenía mala conciencia.
—Ahora ya sabes por qué no puedo acostarme contigo —dijo él con firmeza.
Claire se estremeció. Estaban teniendo una conversación horrible acerca de una muerte vinculada con el sexo, ella tenía graves reservas hacia aquel hombre y, sin embargo, no podía escapar de su atractivo erótico. Su sexualidad parecía bullir en la habitación y sus palabras evocaban el recuerdo de Claire en sus brazos, entrelazados ambos apasionadamente.
—Está bien —dijo con los labios secos—. No quiero compartir tu cama. Ni ahora, ni nunca.
Él le lanzó una mirada incrédula.
Claire se ruborizó. Pero seguía teniendo voluntad, aunque su cuerpo ya no la obedeciera.
—Cuando me acuesto con un hombre, es porque es dueño de mi corazón —dijo lentamente, y sintió que se ruborizaba aún más.
Los ojos de Malcolm se dilataron.
—Será una broma.
Claire se quedó callada. Deseaba no haber revelado tanto de sí misma.
Malcolm se atragantó, y ella se dio cuenta de que tenía ganas de reírse. Con la cara muy seria, él dijo:
—¿Y has entregado tu corazón a muchos hombres, muchacha?
Ella se ofendió y buscó refugio en su indignación.
—Si quieres saber con cuántos hombres he hecho el amor, no pienso decírtelo.
—Estoy empezando a conocerte —sonrió tiernamente—. No importa, muchacha, de verdad. Pero es una pena que sólo te hayas acostado con una docena de hombres, más o menos, en toda tu vida.
—¡Sólo han sido dos! —gritó ella.
Malcolm le sonrió.
Claire no podía creer que aquel patán de la Edad Media, por muy bueno que estuviera, la hubiera engatusado para que le dijera la verdad. Se quedó mirándolo, ofendida e indignada. Al menos él nunca sabría los detalles de su vida amorosa. Su novio de la universidad era listo y muy guapo, aunque la hubiera engañado. Su otro novio, James, era estupendo para debatir y conversar, pero en la cama dejaba mucho que desear. Malcolm, desde luego, ignoraba el significado de la palabra «fiel», pero no tenía problemas para cumplir a la hora de la verdad. Y ella jamás le confesaría que hacía tres años que no practicaba el sexo.
Malcolm le sonrió cuando se volvió para llenar de nuevo su vaso. A Claire no le gustaba aquella sonrisa sagaz, excepto porque estaba guapísimo cuando sonreía así. Tal vez la verdadera batalla no fuera contra él, sino contra sí misma.
Se acordó entonces de la terrible batalla en el bosque.
—Tenemos que hablar, pero no de compartir la cama.
Él dejó el vaso y la miró. Se había puesto sorprendentemente serio.
—Sí. Me has defendido por un crimen horrible que cometí y también en el bosque. Somos extraños, Claire, no parientes. ¿Por qué lo haces?
Ella se mordió el labio.
—No lo sé.
Se hizo el silencio. Él miró su garganta y Claire se dio cuenta de que estaba observando su colgante.
—Mi padre tenía una piedra como ésa, muchacha. La llevó hasta el día de su muerte.
Claire sintió una curiosidad inmediata. El padre de Malcolm había muerto, claro; si no, él no sería el señor de su linaje. Claire quería toda la información que pudiera obtener. Quería saberlo todo sobre el hombre que tenía delante. Se dijo que eso la ayudaría a superar aquel calvario.
—¿Cómo murió?
—Murió en Red Harlaw, muchacha, una enorme y sanguinaria batalla.
Claire se quedó quieta.
—Tu padre era Brogan Mor.
Él entornó los ojos.
—Yo no te he dicho su nombre.
El corazón de Claire latía con estruendo atronador dentro de su pecho. ¿Era aquello una coincidencia?
—¿Quieres saber algo que tiene gracia? —se humedeció los labios sin esperar respuesta. No hizo falta: Malcolm tenía la mirada intensamente fija en ella—. Iba a salir de viaje hacia Escocia cuando apareciste en mi tienda. Me marchaba al día siguiente. Y aunque iba a llegar a Edimburgo, pensaba ir directamente en coche a Mull y alojarme en Malcolm's Point para poder visitar Dunroch.
A Malcolm le palpitaban las sienes. No dijo una palabra, pero, por su expresión, no parecía muy sorprendido.
—Tu padre aparece en los libros de historia. Leí que murió en 1411, en la batalla de Red Harlaw, pero no tenía ni idea de que iba a conocer a su hijo —se sentó, temblorosa.
Tal vez, dadas las fechas, debería haberse dado cuenta de que Malcolm era el hijo de Brogan Mor.
—Después de la muerte de tu padre no se sabe nada de tu linaje, Malcolm.
Él se acercó.
—Mi padre fue un gran hombre, muchacha, un gran guerrero, un gran señor. ¿Dicen eso tus libros de historia?
—Lo siento. Sólo mencionaban la fecha de su muerte y que conducía a los Maclean en la batalla.
—No a todos —dijo Malcolm—. Los Maclean del norte de Mull, de Tiree y de Morvern tienen su sede en Duart.
—¿Royce el Negro no es el señor de su clan?
—No. Sus tierras se las concedió el rey hace mucho tiempo. Es conde de Morvern, pero vasallo mío. Es un Maclean del sur, muchacha.
Claire no podía imaginar que Royce fuera vasallo de Malcolm. No se comportaba como tal, pensó.
—¿Quién se convirtió en jefe de tu clan cuando murió Brogan, Malcolm? Está claro que tú eras demasiado joven para serlo.
—Tenía nueve años cuando murió Brogan y me convertí en señor. Royce me ayudó. Pasó mucho tiempo en Dunroch hasta que cumplí quince años. A partir de ese día, no necesité a nadie a mi lado para gobernar.
Antes de que Claire pudiera asimilar que se había convertido en jefe de su clan a los nueve años, y en su caudillo a los quince, él volvió a mirar la piedra que ella llevaba.
—Háblame de la piedra —seguía volviendo al colgante.
—Era de mi madre. ¿Por qué?
—Brogan perdió la suya en Harlaw —dijo Malcolm, mirando fijamente el colgante—. Era negra, no blanca como la tuya, pero por lo demás son idénticas. La de mi padre poseía el poder de curar. Hay otros se ores e incluso clérigos que llevan piedras mágicas. Pero eso ya lo sabes.
—Es un trozo de piedra de la luna montada en oro —exclamó Claire, nerviosa—. ¡No es mágica!
—¿De dónde la sacó tu madre? Pertenecía a un highlander, muchacha.
Claire se quedó quieta.
—No lo sé. Nunca se me ocurrió preguntárselo. Era muy niña cuando ella murió. Pero nunca se la quitaba. La verdad es que siempre pensé, o sentí, más bien, que tenía algo que ver con mi padre.
Los ojos de Malcolm se agrandaron.
—Si tu padre se la dio a tu madre… —comenzó a decir.
—Puede que mi madre la comprara en una tienda de empeño. O mi padre, si es que era suya —curiosamente, sentía pánico. ¿Era su padre un escocés?
—Estás angustiada. ¿Por qué?
Claire sacudió la cabeza, dio media vuelta y se ajustó el manto al cuerpo.
—No conocí a mi padre, ni él me conoció a mí. Fui un error, el fruto de una sola noche de pasión —se volvió bruscamente—. Casi me estás haciendo creer que mi padre es un highlander. Un highlander moderno, claro.
—No pareces de las Tierras Altas, pero creo que estamos conectados de algún modo.
—Estamos conectados —balbució ella—, porque me arrancaste de mi época y me trajiste aquí contigo.
Él sonrió de mala gana.
—Sí.
—¿Cómo? ¿Cómo viajas a través del tiempo? —aquella era la pregunta más importante de todas, si alguna vez lograba volver al siglo XXI.
—Simplemente, lo deseo.
Claire se quedó mirándolo y él le sostuvo la mirada.
—Algún mago o algún monje, algún chamán, tuvo que encontrar un agujero negro y descubrió accidentalmente cómo usarlo —dijo por fin Claire—. Y ese conocimiento se habrá transmitido cuidadosamente de generación en generación —se le pasó por la cabeza que, si un hombre medieval podía viajar a través del tiempo, seguramente también algunos contemporáneos suyos lo hacían en secreto.
—No. Es un don de los Antiguos.
Ella no podía apartar la mirada.
—¿Los antiguos chamanes? —¿le estaba diciendo que el viaje en el tiempo databa de la época precristiana?
—De los dioses antiguos, Claire —dijo él suavemente—. De los dioses a los que ha renunciado la mayor parte de Escocia.
Ella sintió escalofríos. Su teoría tenía que ser correcta. Alguien, tal vez en la época medieval o mucho antes, quizá, había descubierto por casualidad el viaje en el tiempo. Un conocimiento como aquél habría permanecido cuidadosamente guardado y se habría transmitido con cautela de generación en generación. Malcolm creía, naturalmente, que su capacidad era un don de los dioses. Su cultura era muy primitiva. A lo largo de la historia, la humanidad había buscado en la religión diversas explicaciones para hechos y fenómenos que no comprendía.
Pero tales creencias resultaban peligrosas.
—¿Qué dioses? —preguntó ella con cierto temor. Malcolm se limitó a mirarla—. Creer que uno ha recibido poderes de un dios, de un dios cualquiera, aunque no sea Jesucristo, es una herejía.
La boca de Malcolm se endureció.
—Soy católico, Claire.
Claire se estremeció. Ningún católico creía en lo que creía él. Su mente funcionaba a toda prisa. La herejía era un delito muy serio en la Edad Media. En Europa, la Iglesia había perseguido activa e implacablemente los movimientos heréticos sirviéndose para ello del famoso tribunal de la Inquisición. Los herejes solían ser excomulgados y declarados proscritos, no ejecutados. Aunque, por otro lado, un miembro del movimiento lolardo había sido quemado por hereje allí mismo, en Escocia. La fecha era imposible de olvidar, porque la gran oleada de persecuciones se había producido justo un siglo después.
—¿Has oído hablar de John Resby?
Los ojos de Malcolm se agrandaron.
—Sí.
Claire se tensó.
—Fue quemado en la hoguera por sus creencias en 1409.
—Yo era muy pequeño por entonces.
Claire tomó aire.
—Entonces sabrás que no deberías hablar abiertamente de los dioses antiguos o de tener poderes que un hombre no debe tener.
—Esto es una conversación privada —dijo él sombríamente—. Confío en ti, muchacha. Tú no eres una fanática.
—¿Cómo lo sabes? Pero tienes razón. Ni siquiera soy católica, Malcolm. Soy episcopaliana —y eso la convertía también en hereje en aquella época—. Tu secreto está a salvo conmigo.
Ignoraba por qué confiaba Malcolm en ella, una perfecta desconocida. Él añadió:
—Pero vendrás a misa conmigo, Claire.
—Claro que sí. No soy tonta. No me importa seguir la corriente de la ortodoxia hasta que vuelva a casa.
Los ojos de Malcolm brillaron extrañamente, y se alejó de ella.
—¿Cuántos hay como tú? —preguntó ella hoscamente.
Las implicaciones de las creencias de Malcolm no dejaban de crecer. Un hombre que poseía poderes extraordinarios podía ser acusado de brujería, hechicería y asociación con el diablo. Por suerte, las grandes cazas de brujas pertenecían al siglo siguiente, no a aquél.
—¿Royce el Negro puede viajar en el tiempo? ¿Es uno de los vuestros? ¿El también cree que ese poder procede de los Antiguos? ¿Y cómo habéis guardado el secreto?
Brilló una fría sonrisa.
—¿Por qué te interesan los poderes de Royce?
—Porque es diferente, como tú —contestó Claire con firmeza.
—No —se apartó de ella, rígido y crispado—. Royce es el conde de Morvern, nada más.
Claire vaciló, consciente de que Malcolm quería zanjar el tema. Pero estaban adentrándose en terreno peligroso y seguramente prohibido. Sus creencias y su capacidad para viajar en el tiempo eran indudablemente un asunto de extremo secreto. Pero Claire estaba segura de que Royce poseía sus mismas habilidades, y de que posiblemente también compartía sus creencias. Se acercó a él lentamente. Cuando Malcolm se volvió, ella cobró consciencia de que los separaban apenas unos centímetros y se dijo que no debía utilizar ninguna estratagema femenina para conseguir la información que quería. Puso lentamente la mano sobre su pecho. Una enorme sacudida de deseo la atravesó mientras con la palma de la mano alisaba la camisa de hilo sobre su dura musculatura.
—Dímelo. Acaba. Ya me has contado un terrible secreto, un secreto que pone en riesgo tu vida, así que cuéntame el resto.
Él esbozó una sonrisa torcida.
—No juegues conmigo, Claire —pero sus ojos ardían, y no de enojo. Claire veía lujuria en ellos.
—¿Por qué no? —tocarlo la hacía sentirse débil y exangüe—. Tú has jugado conmigo desde el principio.
—Entonces estás jugando con tu vida.
A pesar de que sentía su pulso latir contra la seda del tanga, Claire sintió un nuevo escalofrío.
—No. Yo también confío en ti —curiosamente, se daba cuenta de que era cierto—. ¿Cuántos de vosotros pueden viajar en el tiempo? ¿Y por qué lo hacéis? ¿Pertenecéis a una especie de orden religiosa, a una sociedad secreta? —pero ya sabía la respuesta.
La mirada de Malcolm se endureció, tapó con la suya la mano de Claire y apretó su palma con más firmeza sobre su pecho.
—Haces demasiadas preguntas. No necesitas tantas respuestas.
—¡No es justo! Me has traído aquí. Necesito saber —exclamó ella. Y entonces hizo lo que en Nueva York le habría parecido impensable: deslizó la mano bajo el cuello de su jubón, rozó con los dedos una cadena y una pesada cruz y posó la palma sobre su piel caliente.
Él esbozó una sonrisa crispada.
—Estás jugando con fuego, muchacha —le advirtió.
Algo tocó la cadera de Claire. Ella intentó respirar.
—Has dicho que confiabas en mí. Tú me has traído aquí. Soy historiadora, Malcolm, una estudiosa de la historia. Por eso sé tanto de tu época. Por favor. Tengo que saberlo —lo miró implorante.
La respiración de Malcolm se agitó.
—Los Maestros juramos defender a Dios y a los Antiguos, mantener la Fe y guardar los Libros.
Emocionada por el descubrimiento, ella sofocó una exclamación de sorpresa.
—Juramos protegerte a ti, Claire, y a los que son como tú. Proteger la Inocencia. Es el voto más sagrado, después de los que le hacemos a Dios.
Ella no podía apartar la mirada.
—Lo sabía. No eres el primer caballero que pertenece a una orden secreta con creencias heréticas. ¿Puedes decirme el nombre de la orden?
Su sonrisa era como una mueca cruel.
—No tiene nombre —y se apartó de ella. Su miembro rígido le levantaba el jubón. Ella no podía retirarse ahora.
—¿De qué defendéis a Dios? ¿De qué defendéis a los Antiguos? ¿De qué defendéis a los Libros y a la gente como yo?
Él se volvió bruscamente.
—Del mal.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Claire.
—¿Qué ocurre, Claire? Pareces asustada. ¿O acaso has hecho demasiadas preguntas para esa linda cabecita? —parecía tranquilo, furioso y burlón.
Ella tragó saliva.
—Me da igual lo condescendiente que te pongas. Sí, me has asustado. Los dos sabemos que hay maldad en el mundo. Pero tú haces que parezca… organizada.
La mirada de Malcolm se intensificó, y Claire sintió el impulso de encogerse.
—¿No crees en el diablo, muchacha?
Claire pensó en su madre. Miraba la parte de atrás del ajado sofá de tweed, escondida tras él, temblando de miedo, y deseaba que volviera su madre. Una sombra penetraba en la habitación…
—No, no creo en el diablo —murmuró, sudorosa—. ¿Quieres asustarme?
La expresión de Malcolm perdió su ferocidad.
—Tú me has empujado, muchacha. Y me sedujiste con una sola caricia. Quiero protegerte, pero puede que esto sea lo mejor. Tal vez necesites conocer cómo se vive aquí.
Ella aprovechó la ocasión.
—¿Cuántos Maestros hay?
Él profirió un sonido ronco y se acercó a la mesa para servir más vino. Claire comprendió que no iba a hablar de sus compañeros.
Cambió de táctica.
—¿Por qué nos atacaron? ¿Quiénes eran esos hombres y qué querían?
—Eran hombres de Moray. Moray quiere la página, Claire. Y también quiere verme muerto.
Claire se tensó; de pronto se sentía enferma en el alma.
—Moray es tu enemigo.
—El conde de Moray es enemigo de Dios, Claire. Mandó a Sibylla a tu tienda para buscar la página. No debe encontrar la página, ni el libro. También es tu enemigo —añadió con intensidad, y Claire no pudo sacudirse aquella sensación de temor.
—Entiendo. Los libros son reliquias sagradas, en realidad. Os peleáis por ellas y seríais capaces de matar por descubrirlas y por impedir que vuestros enemigos os las arrebaten.
—El Cladich está a salvo en su santuario —dijo Malcolm—. He jurado guardar los libros sagrados, Claire. Si El Cladich está cerca, he de usar todo mi poder para encontrarlo y devolverlo a Iona.
—Sigues hablando de libros. ¿Cuántos hay?
—Tres.
—Sé que El Cathach es el Libro de la Sabiduría y El Cladich el Libro de la Sanación. ¿Qué ofrece el tercer libro?
—Contiene todos los poderes conocidos por los Antiguos.
Claire se estremeció. Sabía instintivamente que aquello no era bueno.
—No entiendo.
—El Duaisean alberga el poder de saltar en el tiempo, el poder de quitar la vida y el de darla. En él está el poder de controlar la mente. Y hay muchos otros poderes —hablaba con acritud—. Ese libro concede a cualquiera sus poderes. Es el Libro del Poder.
Aquello sonaba aterrador. Naturalmente, ningún libro podía dar a nadie tales poderes. Y aunque Claire no creía en ellos, él sí, y también todos los que formaban parte de su orden. Claire conocía el poder de la mente. Aquellos Maestros contaban posiblemente con la energía que les confería su fe. ¿Acaso no había visto a Malcolm en el campo de batalla? Había logrado una hazaña sobrehumana… y eso parecía.
Claire intentó calmarse y fracasó.
—¿Dónde está el tercer libro?
Él se limitó a mirarla.
«Oh, Dios», pensó Claire. Intentó recordarse que el libro no tenía ningún poder, pero susurró:
—Lo tienen tus enemigos.
—Sí. Está en poder de Moray desde hace mucho tiempo. Moray tiene mucho poder, Claire —añadió en tono de advertencia—. Ningún Maestro ha podido derrotarlo.
Y Moray quería matar a Malcolm. Claire no quería que aquello le importara (no era asunto suyo, a fin de cuentas), pero si Malcolm creía que Moray era invencible, jamás lograría derrotarlo.
De pronto no estaba eufórica. Estaba asustada, no por ella, sino por Malcolm.
Cuando Malcolm se marchó, Claire desoyó su consejo de intentar descansar. La cabeza le daba vueltas; le sería imposible dormir. Dio media vuelta y recorrió lentamente la pequeña habitación, intentando ordenar todo lo que había aprendido.
Malcolm era un caballero de inspiración religiosa. No había duda de que se tomaba sus votos muy a pecho y de que seguramente daría su vida por cumplirlos. Los Maestros tenían que formar una sociedad secreta; si no, serían perseguidos por sus creencias heréticas. Aun así, fuera cual fuese su fe, parecían estar al servicio de la humanidad. Eso era admirable y Claire sentía admiración por Malcolm, aunque no estaba segura de que fuera lo correcto.
Ahora empezaba a comprenderlo todo. Indudablemente, aquellos tres libros eran artefactos históricos de increíble valor. Pero aquellos hombres creían que los libros poseían grandes poderes otorgados por los dioses antiguos. Eran poderosas reliquias sagradas. Era lógico que se formaran facciones que lucharan por esas reliquias y estuvieran dispuestas a matar para conseguirlas, o para impedir que cayeran en malas manos.
Aquel juego de poder no tenía nada que ver con ella, salvo porque tenía una tienda llena de libros raros y antiguos y porque Malcolm la había hecho retroceder en el tiempo. Y porque los hombres de Moray habían intentado matarla. Cambió de idea: aquella guerra sí tenía que ver con ella, y mucho. De alguna forma estaba en su centro.
—¿De qué defendéis a Dios? ¿De qué defendéis a los Antiguos? ¿De qué defendéis a los libros y a la gente como yo?
—Del mal.
Claire no quería teorizar acerca del mal en la Edad Media. Ya tenía suficientes cosas en las que pensar. Moray era posiblemente un noble astuto, ambicioso y cruel, nada más. Tenía en su poder El Duaisean, pero no tenía poderes extraordinarios, por más que Malcolm afirmara que sí. Y Moray no era su enemigo. ¿O sí?
Se puso seria. Si estaba bajo el techo de Moray y bajo su protección, posiblemente era la enemiga de Moray. Y la idea no le gustaba lo más mínimo.
Inquieta, se acercó a la estrecha ventana y enseguida se distrajo.
Las Tierras Altas se extendían hasta el infinito: una mezcla de aguas de un azul centelleante y de colinas verde esmeralda. El sol se había levantado, alto y radiante, en un cielo azul y despejado. El agua era casi iridiscente y los bosques refulgían. Era un paisaje majestuoso, arrebatador, y Claire sintió de pronto que casi valía la pena todo aquello.
Se agarró al alféizar. La noche anterior estaba en Nueva York, haciendo las maletas para viajar a Escocia. Tenía como destino Dunroch y anhelaba conocer a su señor. Y él había aparecido en su tienda y la había hecho retroceder hasta su época. ¿Cómo iba a ser aquello una coincidencia?
Tocó la piedra de su colgante. Malcolm creía que estaba vinculada de algún modo con su mundo. Y ella empezaba a creer que tenía razón. Cada vez que él estaba cerca, sentía aquella intensa atracción física, pero había también algo más.
Pero Claire no quería seguir debatiéndose. Le faltaban un millar de respuestas, pero de momento no iba a poder deducirlas. Aquel panorama era justamente lo que necesitaba: un breve respiro, un momento vivificante de belleza y paz. Salió del aposento decidida a disfrutar de la vista desde un lugar más ventajoso. Necesitaba relajarse urgentemente.
Las almenas estaban un piso más arriba. Al encontrar una sinuosa escalerilla al final del corto pasillo, no vaciló. Subió deprisa. En cuanto salió a la pasarela de la muralla, no muy lejos de la torre vigía de la esquina, respiró hondo y sonrió por fin.
Claire se acercó al borde almenado de la muralla, impresionada por la belleza de aquellas tierras. ¿En qué parte de Morvern estaban, exactamente?
—Hola, Claire.
Aquella voz le resultaba aterradoramente familiar. Al darse la vuelta, se encontró cara a cara con Sibylla.
El corazón le dio un vuelco al mirar los ojos negros e insondables de la otra mujer.
Sibylla sonreía. No iba vestida como una moderna ladrona de guante blanco, y Claire reconoció el estilo de su vestido. Estaba de moda en Francia entre las mujeres más ricas de la nobleza y era mucho más impúdico que el atuendo que se estilaba en Inglaterra: tenía un amplio escote y el corpiño y las mangas ceñidos.
Claire vio el destello de los ojos de Sibylla. Tenían una expresión de pura lujuria.
Sibylla también había viajado en el tiempo.
—¿Cómo has entrado aquí?
¿Alguien había cometido la estupidez de bajar el puente levadizo para ella? ¿O había saltado del futuro al pasado, apareciendo directamente en el castillo de Carrick?
—Malcolm está dentro.
La sonrisa de Sibylla se hizo más amplia.
—No quiero a Malcolm, te quiero a ti. No hace falta que estés tan asustada, Claire. No voy a hacerte daño. Te dejé vivir, ¿no?
—¿Qué quieres? —preguntó Claire, intranquila.
—Quiero la página —contestó Sibylla con aspereza, rabiosa de pronto—. La tienes tú, estoy segura. Volví. Busqué en cada maldito libro. ¡No está allí!
Claire sofocó un gemido.
—Ni siquiera había oído de esa maldita página hasta anoche. ¿Por qué crees que está en mi tienda o que la tengo yo? ¡No la tengo! —miró hacia atrás, hacia la torre. ¿Dónde estaban los guardias?
Sibylla se rió.
—Están muertos. Y he cambiado de idea. No me has dicho lo que quería saber, así que tendré que hacerte daño, ¿no? —sonrió—. Será todo un placer, Claire.
Claire se volvió para huir, pero Sibylla la agarró por detrás y la hizo volverse con sorprendente fuerza. Antes de que Claire pudiera reaccionar, la empujó contra el muro almenado con tanta fuerza que Claire pensó que la columna se le partiría por la mitad. Luego le puso una mano poderosa en la cara y aumentó la presión sobre su espalda. Sus ojos brillaban, sedientos de sangre.
—He esperado esto mucho tiempo, Claire —se inclinó y lamió lentamente la palpitante yugular de Claire.
Claire no podía respirar. Temía partirse en dos si se resistía. Intentó quedarse quieta mientras Sibylla subía y bajaba la lengua por su garganta, pero no pudo soportarlo y gritó:
—¡Basta, por favor!
—Dime dónde está la página o te mato —murmuró Sibylla con la boca casi pegada a la suya—. Después de hacerte sollozar de placer.
Claire sintió que empezaba a llorar; el dolor de su espalda era insoportable. Justo cuando una inmensidad de gris comenzaba a descender sobre ella, Sibylla la soltó.
Claire se incorporó, jadeante, y cayó de rodillas al tiempo que llevaba la mano a la piedra de su cuello. Las sombras grises retrocedieron, sustituidas por el vivido cielo azul y los ojos oscuros y aterradoramente vacíos de Sibylla.
—Te lo diré todo —mintió con la espalda pegada a la pared de piedra. Se puso en pie lentamente.
Sibylla sonrió.
—Tómate tu tiempo. Aquí no nos buscará nadie, y a mí no me importa que te resistas —sus ojos brillaron.
Claire cerró los párpados. Sudaba de miedo y le dolía la espalda. Tenía que dar largas a Sibylla y necesitaba ayuda. Aquella mujer tenía una fuerza sobrehumana y, si no la necesitaba, seguramente la mataría de la manera más cruel que cupiera imaginar.
La piedra le quemaba la mano. De pronto supo qué debía hacer. Podía decirle que la página estaba escondida en su tienda, y Sibylla la llevaría allí para buscarla.
Estaría en casa, en un mundo relativamente seguro… pero no volvería a ver a Malcolm.
Claire comprendió que no había ninguna decisión que tomar.
—Está en mi aposento, justo debajo de nosotras.
—Si me estás mintiendo, te torturaré antes de matarte. Sufrirás mucho, Claire. Me suplicarás que te quite la vida, pero no me daré prisa.
A pesar de la amenaza de Sibylla, su miedo había remitido por completo. Ahora podía pensar con claridad, sin esfuerzo.
—No había nadie en el pasillo cuando he subido. Malcolm cree que estoy durmiendo. Dudo que nos vea alguien si entramos.
—Ve tú delante —ordenó Sibylla, y la agarró del hombro. Sus uñas desgarraron la piel de Claire a través de la ropa—. Si nos ven, morirás.
—Está bien —avanzó lentamente, sujetando aún la piedra, que de pronto estaba fría. Al darse cuenta de que la había estado sosteniendo contra su garganta como si fuera la ajada manta preferida de una niña, la dejó caer. Comenzó a bajar por la estrecha escalera circular con mucho cuidado. Empezaba a sentir los efectos de la adrenalina.
Sibylla iba un escalón por detrás de ella. Claire se giró bruscamente, la agarró del tobillo y tiró con todas sus fuerzas. Cuando Sibylla cayó, ella saltó por encima y gritó pidiendo ayuda todo lo fuerte que pudo. Sibylla comenzó a incorporarse de un salto con expresión asesina. Pero al erguirse Claire la estaba esperando. Le asestó una patada en la cara; una patada frontal de la que su entrenadora personal se habría sentido orgullosa. Pero Sibylla sólo se tambaleó ligeramente hacia atrás y acto seguido se abalanzó hacia ella.
Claire dio media vuelta y echó a correr al tiempo que echaba mano de su pistola eléctrica y pensaba: «¡Mierda!». Aquella mujer era un Terminator hembra, y estaba dos escalones por detrás de ella. Cabrearla no era buena idea. Oyó entonces pasos que subían a toda prisa por la escalera y la voz de Malcolm llamándola a gritos.
Él tenía que acudir en su auxilio, cómo no. Claire salió a las almenas y vio entonces que Sibylla había desaparecido.
Se volvió, perpleja, respirando trabajosamente, en el momento en que Malcolm, Royce y seis hombres aparecían por la puerta abierta desenvainando sus espadas.
—¡Se ha ido! —Claire estaba atónita. Sibylla no la había adelantado, y no podía haber vuelto a la torre sin encontrarse con los hombres. Se había esfumado.
Malcolm envainó su espada y le tendió los brazos. Claire no se lo pensó dos veces: dejó que la abrazara.
—Era Sibylla.
Él le hizo levantar la barbilla. Sus ojos brillaban. Entretanto, Royce daba órdenes a sus hombres.
—Te ha hecho daño.
—Estoy bien —empezó a temblar—. Esa mujer tiene la fuerza de una docena de hombres.
Los orificios nasales de Malcolm se hincharon.
—Tienes sangre en el hombro —pero miraba su cuello como si supiera lo que había hecho Sibylla.
—Estoy bien —sollozó ella mientras Royce se acercaba. Parecía aún más furioso que Malcolm.
—Sibylla me las pagará —dijo—. Nadie entra en Carrick sin mi permiso —se volvió hacia Malcolm—. Han muerto dos hombres.
Aquella mujer había matado a los guardias con toda tranquilidad, pensó Claire, estremeciéndose. Pero Sibylla era pura maldad. Ella había visto tinieblas en sus ojos sin alma… y rezaba por no tener que volver a verlos.
Pero lo peor no era eso. Al igual que Malcolm, Sibylla podía viajar en el tiempo.
Royce se volvió hacia ella.
—Si te quisiera muerta, ya te habría matado.
Claire se humedeció los labios.
—Cree que tengo la página.
Los dos hombres la miraron fijamente, con los ojos muy abiertos. Malcolm se volvió hacia Royce.
—Sibylla no la tiene, pero yo sé quién la tiene.
Royce parecía disgustado.
—Malcolm…
—No, no intentes detenerme ahora.
Claire no tenía ni idea de qué significaba aquella conversación. Pero ahora que la adrenalina se había disipado, se daba cuenta de que estaba trémula y exhausta. Se sentía ultrajada por lo que le había hecho Sibylla… y por lo que había querido hacerle.
Al instante, como si lo supiera, Malcolm la rodeó con el brazo y la estrechó con fuerza.
—Vamos, muchacha. Hablaremos dentro.
Claire asintió y volvieron a bajar las escaleras. Los recuerdos volvieron como un fogonazo y vio su breve lucha con Sibylla y la cara furiosa y pálida de la otra mujer, sus ojos negros y temibles.
—¿Cómo me he forjado una enemiga semejante?
Malcolm la condujo a su aposento y la llevó directamente a la cama. Claire se tensó inmediatamente y lo miró. Él le sostuvo la mirada.
—Esta vez, obedece, Claire —apartó la manta de piel y, tomándola del brazo, la hizo tumbarse sobre el camastro.
Claire se quitó las botas camperas y se deslizó bajo las mantas. Él le puso la almohada detrás de la cabeza, muy serio. Saltaba a la vista que estaba pensando en otra cosa. Pero aun así la mimaba, y algo pareció derretirse en el corazón de Claire. ¿Cómo era posible que un hombre tan poderoso, arrogante y presuntuoso se rebajara a arreglarle las almohadas? Tal vez se estaba precipitando al convertirlo en un estereotipo, pensó.
Tocó su mano. Saltaron chispas, pero en realidad nunca se extinguían cuando él estaba cerca.
—¿Qué ocurre?
Él la miró a los ojos, vaciló y se sentó junto a su cadera.
—He prometido protegerte y hoy has estado a punto de morir. No una, sino dos veces.
Claire no quería pensar en lo ocurrido en las almenas con Sibylla.
—¿Por qué cree Sibylla que tengo la página? ¿Porque tengo una librería especializada?
—Porque no la encontró en tu tienda —de pronto le levantó la manga corta de la camiseta—. Es un rasguño.
A Claire no le interesaban los rasguños.
—¿Y qué? ¿Por qué piensa todo el mundo que la página está allí?
—No lo sé, Claire. Si Moray mandó a Sibylla a tu tienda, cree que la página está allí… o ha estado en algún momento.
Claire se quedó pensando.
—¿Cómo ha entrado en Carrick? Saltó en el tiempo, ¿verdad? Para escapar.
—Moray dispensa poderes de El Duaisean con mucha cautela. La ha hecho fuerte para que pueda matar a sus enemigos y saltar en el tiempo para servir a sus propósitos. Sí, seguramente se desvaneció saltando al futuro cercano.
Claire se puso tensa. No le gustaba que los malos también pudieran viajar en el tiempo. Empezaba a darse cuenta de que jamás podrían capturar a aquella mujer si podía simplemente saltar a otro tiempo. De pronto, sin embargo, aquella se convirtió en la menor de sus preocupaciones. Tocó impulsivamente el brazo de Malcolm.
—¿Moray puede dispensar poderes?
—Sí. ¿Por qué crees que sus ejércitos son tan poderosos? No son hombres corrientes, muchacha.
Claire empezó a respirar agitadamente.
—Sé que crees en los libros, pero yo no. Sus ejércitos son normales. Humanos. Sibylla es una mujer corriente, aunque tenga una fuerza espectacular —se daba cuenta de que estaba al borde de las lágrimas, pero su histeria procedía del cansancio y la fatiga mental.
Él seguía muy serio.
—Entiendo que no quieras creer la verdad, pero ahora corres peligro, Claire. Tienes que saber lo que sucede.
Claire comprendió que podía perder la compostura si él decía una palabra más.
—No sigas —sollozó.
Él la escrutó con la mirada; luego, su expresión se suavizó.
—Mañana nos iremos a mi casa, muchacha, y podremos hablar de estos asuntos. Allí estarás a salvo —sonrió, tranquilizador—. Los muros de Dunroch son gruesos y fuertes. Tengo asuntos que atender, pero no estaré fuera mucho tiempo.
Claire tardó un momento en comprender. Se incorporó.
—¿Piensas dejarme en Dunroch? ¡Ni pensarlo! ¡Yo voy contigo! —exclamó. Y se dio cuenta de que no quería separarse de Malcolm. Su seguridad estaba en juego.
—No puedes venir conmigo, muchacha. No tardaré mucho. Un par de días, una semana como mucho.
—Una semana —repitió ella, horrorizada—. ¿Adónde piensas ir? ¡Has jurado protegerme! Puede que Sibylla decida hacer hamburguesas conmigo mientras estés fuera. ¿Y qué me dices de Aidan… y de Moray?
—He de hablar con MacNeil. Iré a Iona y luego a Awe.
A ella apenas le importaba. Lo agarró de las manos.
—Llévame contigo —imploró—. No me dejes sola.
Malcolm la miró a los ojos. Torció la boca y sus ojos se llenaron de un sufrimiento que ella no comprendió. De pronto tocó su garganta.
—La mataré —dijo tajantemente. Y sus dedos acariciaron el lugar exacto que Sibylla había lamido. Sus yemas gruesas y ásperas le produjeron un delicioso estremecimiento.
Claire sintió que dejaba caer una lágrima.
—No me ha hecho daño. Es que soy una cobarde. Estoy cansada. Y lo reconozco: todo esto me supera.
—Tienes miedo —dijo él sin inflexión—. Moriría antes de dejar que te hicieran daño, Claire.
Ella se quedó quieta y sintió un escalofrío.
—Por tus votos —musitó.
—No. Por ti, muchacha. Por ti.
El corazón de Claire estalló en su pecho.
Él apartó cuidadosamente la mirada de sus ojos y la fijó en su boca. Claire vio en ellos tanto deseo que se sintió desfallecer. Notó la inmensa tensión que palpitaba entre ellos.
Malcolm levantó la mirada lentamente. Y luego se inclinó hacia ella y besó su garganta. Claire sofocó un gemido cuando su boca rozó la piel ultrajada. Y mientras el pulso de su sexo estallaba de ansia, agarró la mandíbula dura y áspera de Malcolm. La promesa de un encuentro urgente y descarnado inundaba la habitación. ¿Importaba acaso que él no la amara, ni ella a él? Nunca había importado tan poco.
Malcolm se irguió y la miró fijamente.
—No pasa nada —susurró Claire.
Él se quedó callado.
—Estamos jugando con fuego, muchacha —dijo con calma.
—¡No me importa!
Él volvió a mirar su boca y Claire comprendió que por fin iba a besarla. Y no se le ocurría ni una sola razón por la que no debiera hacerlo.
—Con fuego —dijo él ásperamente—, y con el mal.